Tiene
que ocurrir un 11S para que el hombre vuelva a Dios? ¿Somos tan tozudos
que sólo cuando se nos cae nuestro mundo encima, nos damos cuenta de
que pertenecemos a Otro, y que es en esta pertenencia donde radica
nuestra felicidad? Por mucho que nos intenten colar su negación, el
sentido religioso del hombre es fundamental, y, sin abrirse a la dimensión
del Misterio, el hombre camina inseguro, ya que no sabe el porqué último
de sus acciones.
Todos nos movemos por algo. Sin ir más lejos, muchos de los que
trabajaban aquella mañana en las Torres gemelas habían alcanzado el
sueño dorado de Hollywood: llegar a la cima del mundo mundano era para
muchos trabajar en esas torres, imágenes del superhombre capaz de todo.
Y, de repente, aquellas dos torres y el Pentágono, símbolos del poderío
económico y de la seguridad de la mayor potencia del mundo, se veían
desgraciadamente atacadas y vulneradas por un fanatismo supuestamente
religioso que decía actuar en nombre de Dios. Nada hay más contrario a
la religión que el terrorismo; nada más contrario a Dios que la
muerte. Precisamente el Hijo de Dios quiso hacerse hombre y dar la vida
por todos y vencer a la muerte para siempre. Nada más falso que causar
una matanza tan horrible queriéndola justificar en nombre de una religión.
Ante las terribles imágenes que todos veíamos por televisión, muchos
se preguntarían qué sentido tenía el trabajo de las miles de víctimas
de las Torres gemelas. ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿De dónde
venimos? ¿Quién nos ha creado? ¿Quién soy yo? ¿A dónde vamos?
Científicamente parece que nuestra sociedad ha superado el tabú del De
dónde vienen los niños. Ya pocos hablan de cigüeñas. Pero ¡hay que
ver las historias que se inventan para explicar el A dónde va el
abuelo!
¿Quién nos ha puesto en el corazón ese deseo infinito de felicidad,
de belleza, de verdad, de amor, de justicia, de que la vida se cumpla?
Ya lo expresó san Agustín en una frase célebre: «Tú nos hiciste
para Ti, Señor, y nuestro corazón no estará tranquilo hasta que
descanse en Ti».
Si tenemos sed, es porque existe el agua. Pär Lagerkvist, poeta y
novelista sueco, Premio Nobel en 1951, expresaba de forma magistral esta
exigencia de significado: «Señor de los cielos, de los mundos, de
todos los destinos,/ ¿qué has pretendido hacer conmigo?/ Un
desconocido es mi amigo./ Uno a quien no conozco./ Un desconocido
lejano, lejano./ Por él mi corazón está lleno de nostalgia./ Porque
él no está cerca de mí./ ¿Quizá porque no existe?/ ¿Quién eres tú
que llenas mi corazón de tu ausencia,/ que llenas toda la tierra de tu
ausencia?»
Con más claridad lo reflejan los Hechos de los Apóstoles, al contarnos
el discurso de san Pablo en el Areópago de Atenas: «Eso que veneráis
sin conocerlo, os lo anuncio yo: el Dios que hizo el mundo y lo que
contiene. Quería que los buscasen a Él, a ver si, al menos a tientas,
lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él
vivimos, nos movemos y existimos; así lo dicen incluso alguno de
vuestros poetas: Somos estirpe suya».
Sacar bien del mal
El pasado 22 de noviembre, el cardenal Bernard Francis Law, arzobispo de
Boston, pronunció una conferencia en la basílica romana de San Juan de
Letrán, en la que comentó cómo «estos ataques han golpeado de una
manera especial a la archidiócesis de Boston, porque dos de los vuelos
salieron de esta ciudad. Sin embargo, la maldad de estos ataques
irresponsables no impide a Dios sacar bien del mal. Uno de los
resultados más evidentes de estos ataques ha sido la intensificación
de las manifestaciones de fe. En iglesias de mi archidiócesis y de todo
el país ha habido un incremento de la asistencia de los fieles. El
mismo fenómeno lo han vivido también otras confesiones religiosas.
Después de una Misa celebrada el 12 de septiembre, un joven dijo estas
palabras: Gracias por haberme recordado qué importante es la fe en mi
vida. Los recursos de la fe superaron la fuerte emoción, el dolor y la
ira de estos días».
«Mi país demostró un efluvio de caridad sin precedentes –señaló
también el cardenal arzobispo de Boston–. El heroísmo de los
bomberos, policías, enfermeros y médicos fue edificante. El 11 de
septiembre hizo que la gente descubriera y estimara la aportación al
bien público de las personas que trabajan en los servicios públicos,
un trabajo a menudo no apreciado. Los mensajes de agradecimiento que
llegaron de todas partes reforzaron el sentido de solidaridad humana».
La economía estadounidense funciona de nuevo a los niveles económicos
que gozaba antes de los atentados del 11S. Sin embargo, para el corazón
humano no bastará nunca que el dios dinero vuelva a funcionar. ¿Qué
sentido tiene el trabajo que hacían los miles de personas que se
encontraban en las Torres gemelas en aquel instante? ¿Quién puede dar
una respuesta completa, no superficial y hasta el fondo a los
interrogantes profundos de los terribles atentados? ¿Se puede calmar la
sed de una respuesta verdadera tan sólo con una ayuda psicológica o
económica? Los neoyor quinos más optimistas dicen que «es sólo
cuestión de tiempo, y la Gran Manzana volverá a brillar como siempre».
«Afirmar que todo será como antes es como si quisiéramos escondernos
detrás de una máscara», explica el padre Giuseppe Cogo, misionero que
desde hace 43 años vive y trabaja en el corazón de Nueva York, en una
parroquia a pocas manzanas del Empire State Building. Este italiano, que
a estas alturas se siente neoyorquino en todos los sentidos, afirma cómo
«aquí las conciencias han sido sacudidas en lo profundo, hasta tal
punto que los rostros de la gente ya no son como antes». En la gran
capital del dinero, durante las pasadas Navidades, la gente ha vuelto a
hablar de Dios: «Inevitable –dice el padre Cogo–, como efecto del
trauma. A pesar de que la lección dada por la experiencia de la muerte
y del dolor ha sido educativa para todos, ahora se trata de entender si,
después de la terrible experiencia, el pueblo americano es consciente
de que no puede haber paz sin justicia global, como ha corroborado
muchas veces el Papa».
«Sería ilógico –prosigue– afirmar que, después de la caída de
las dos torres, la City sigue siendo la misma de siempre. Algo ha
cambiado irremediablemente dentro y fuera de los americanos, que han
tomado conciencia de su vulnerabilidad no sólo en el plano físico y de
la seguridad, sino también en el psicológico y el espiritual».
Nueva York se ha convertido en una nueva tierra de misión, la nueva
frontera del espíritu: «La tentación de irse existe y ha sido
inevitable, visto el difícil momento que hemos vivido –explica este
religioso–, pero no puedo dejar el campo de batalla precisamente
cuando Nueva York ha descubierto que tiene necesidad de Dios». Toda la
ciudad pide ayuda, sin distinción de fe y de raza: «En el corazón de
la ciudad de hoy –denuncia el padre Cogo– encuentran lugar los más
ricos y los más pobres; quien tiene millones y quien, en cambio, se da
por contento con una habitación a compartir con otras personas, en un
clima general donde la intolerancia se ha hecho cada vez más marcada y
violenta».
Erre que erre
Por desgracia el mundo ha tenido que esperar al 11S para volver a darse
cuenta de que el hombre no puede vivir ignorando a Dios dentro del
horizonte de su vida cotidiana. Esta certeza que, por gracia, todo
hombre percibe al menos una vez en su vida, por sí sola no perdura en
el tiempo. Se trata del drama humano que todo hombre ha de afrontar,
tarde o temprano, en su vida: o se niega esta evidencia y se acaba en un
escepticismo relativista en el que la verdad no se busca, y la tristeza
se convierte en amargura existencial (nadie colma mis deseos); o se
reconoce en una búsqueda apasionada de la verdad de las cosas, en la
que se descubre con alegría cómo la consistencia de la vida, lo que tu
corazón busca a tientas en tantas cosas mundanas efímeras es Cristo,
el Hijo de Dios que se encarnó para acompañarnos con cercanía,
discreción y ternura en nuestro diario caminar.
Como dice el Aníbal Edwards, «cuando uno siente una atracción tan
fuerte de la verdad reconoce su Misterio y acepta el estado humilde de
su docta ignorancia». Y añade: «Porque creo en Dios –en Cristo, en
la Iglesia–, busco la Verdad. Yo desconozco los múltiples lechos del
mar, los límites de las olas, de las tierras, de las estrellas y
galaxias. Ni siquiera conozco algunos pliegues de mi propia alma, o de
la tuya, amigo. Pero conozco este universo histórico de posibilidades y
límites decantados; toda esta multiplicidad vibrante en un acorde
ahora. No es necesario ser letrado para entender ese acorde: nos habla a
todos –letrados y analfabetos–, de manera que cada uno puede
entender. Habla a través de los sucesos de la historia personal y
mundial. Si me cuesta entenderte a ti, amigo, me cuesta infinitamente más
entender su designio histórico. Pero me basta entender que es, que me
llama y, a pesar de conocerme mejor que nadie, me ama como soy».
En un libro recién publicado en Francia de Régis Debray (Dios, un
itinerario), que ha causado todo un shock en la inteligentsia, este filósofo
comenta cómo «hasta hace poco se creía que cuanta más razón
hubiese, menos superstición habría, que cuanto más llenas estuviesen
las escuelas, más vacíos estarían los lugares de culto. Que el factor
religioso se disolvería en la geometría. Pero se ha visto que no ha
sido así. Tras el cientifismo, religión de la ciencia, se vuelve a las
religiones del Libro. Los laicos tendrían que reflexionar sobre ello».
La Humanidad ya ha experimentado bastante y sigue cayendo erre que erre
en la misma piedra: se cree autosuficiente. La tesitura humana es
siempre la misma vieja historia: o seguir en el túnel del Yo me lo doy
todo y afirmar que sólo en mí está la última instancia, medida y
tribunal de todas las cosas; o, de una vez por todas, reconocer con
humildad, sencillez de corazón y alegría que sólo abriendo mi vida de
par en par a Cristo –el Camino, la Verdad y la Vida–, el hombre es
hombre. Si se tiene la experiencia de que por el otro camino nos damos
siempre de bruces, ¿por qué no abrirse a esta posibilidad que, de
forma tan razonable y evidente, ha correspondido y llenado a tantos
hombres a lo largo de la Historia? Decía san Gregorio Nacianceno: «Si
no fuese tuyo, Cristo mío, me sentiría criatura finita».
Es sólo en la medida en la que el hombre abre su vida y su corazón a
Aquel que la ha hecho, cuando puede experimentar una correspondencia
verdadera con la realidad. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de
él; el ser humano para darle poder? ¿De qué le sirve al hombre ganar
el mundo entero si pierde su alma? Un imprevisto es la única esperanza
de esta Humanidad que tan medido lo tiene todo. El hombre que es fiel a
la verdad acaba reconociendo que todo viene de Dios, todo es gracia,
todo es gratuitamente dado, misterioso; que no puede descifrar por sí
mismo, pero que acepta según las circunstancias cotidianas de cada día,
puestas por Otro con un sentido. Sólo ha habido una Persona en la
Historia que ha dicho: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Y san
Pablo, siguiendo a Cristo, pudo descubrir que «todo ha sido creado por
Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia». Experimentó
hasta el fondo lo que dice Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada».
Aquellos que, como Pedro, afirman: «¿A dónde iremos? Tú sólo tienes
palabras de vida eterna», los que han seguido esta curiosidad deseosa
suscitada por el presentimiento de lo verdadero, experimentan una
correspondencia sin igual, en la que Cristo, Dios hecho hombre, se
revela como el único capaz de llenar el corazón del hombre, salvar a
esta débil Humanidad, y acompañarnos a diario con su Presencia en
medio de una compañía de hombres que le reconocen y le siguen.
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