Problemas y orientaciones pastorales, hoy, en la atención pastoral del matrimonio y de la familia

 

S.E. Mons. Carlo Caffarra
Arzobispo de Ferrara-Comacchio

 

Una tarea particularmente urgente, hoy, es la de comprender las condiciones en que se hallan el matrimonio y la familia. Por un lado, han entrado en una crisis institucional que no tiene antecedentes; por el otro, al ser el matrimonio uno de los pilares de toda cultura, su crisis institucional no puede dejar indiferente a ninguna persona que se preocupa por el destino del hombre.

Los que tienen responsabilidades eclesiales y/o sociales perciben la necesidad apremiante de dicha tarea, para que no se reduzca a amargas quejas estériles y, más bien, después de un diagnóstico objetivo, cada cual se sienta comprometido seriamente a hacer salir el matrimonio y la familia de esa crisis.

Mi reflexión va a ser muy esencial, e incluso podrá parecer... apodíctica. Pido disculpas. Pero el poco tiempo de que disponemos y la objetiva complejidad de la materia me obligan a una exposición de ese tipo, para que haya una suficiente claridad didáctica.

Enuncio, a continuación, la tesis central de mi reflexión: En la post-modernidad ha terminado el "proceso de de-construcción" de la institución matrimonial y familiar; por tanto, nos encontramos ahora, entre las manos, muchos pedazos de un edificio que ya no tienen el significado propio que les daba su pertenencia a un conjunto.

Antes de mostrarles, en los hechos, esta tesis, voy a explicarla para que sea claro el significado y sin equívocos.

Como lo dice el término post-modernidad, hemos llegado al fin de un "proceso cultural" connotado con el término de modernidad: estamos recogiendo los frutos maduros de una siembra y un cultivo que nos han precedido. Queremos ver cuáles son esos frutos maduros por lo que se refiere a la institución matrimonial y familiar. El "proceso cultural" connotado con el término de modernidad en lo concerniente al matrimonio, lo he denominado "proceso de de-construcción de la institución matrimonial". Pensemos en un edificio: desmantelado, desmontado, de-construido, pieza por pieza. Esta ha sido la obra de la modernidad.

¿Cuál es el fruto maduro de esta de-construcción? Existen todos los pedazos, pero ya no tienen un significado propio.

 

Esta es la tesis central de mi reflexión. ¿Cómo voy a proceder? En un primer punto, trataré de mostrarles el proceso de de-construcción de la institución matrimonial, que comporta la de-construcción de la institución familiar. En el segundo punto, procuraré mostrarles cuáles son los frutos de esta de-construcción. En el tercer punto, trataré de dar algunas orientaciones fundamentales para podernos mover en el interior de una situación objetivamente muy difícil.

 

1. La de-construcción de la institución

 

La de-construcción de la institución matrimonial se realiza en la subjetividad de la persona y acompaña, paso a paso, su demolición. La pérdida de sí mismo, que es la verdadera tragedia del hombre contemporáneo, no podía dejar de incluir también la pérdida de la institución matrimonial: persona y matrimonio "simul cadunt aut simul stant".

Trataré, en primer lugar, de mostrar positivamente la conexión persona-matrimonio (1.1); luego veremos cómo sucedió la demolición de la subjetividad de la persona (1.2.); y, en fin, verificaremos cómo, para una persona demolida en su propia subjetividad, es impensable y, por tanto, irrealizable, la institución matrimonial (1.3).

 

1.1 (Persona y matrimonio). Tenemos que partir de la consideración más perspicaz posible de la persona humana. La persona humana es la realidad más curiosa y paradójica que existe en el universo, pues se "compone" de dos elementos esencialmente diversos entre sí: la materia (cuerpo) y el espíritu. El hombre es un cuerpo, el hombre es un espíritu. No quiero detenerme a considerar la primera dimensión de la persona, aquella corporal; de ella tenemos una experiencia inmediata. Voy a considerar, más bien, la dimensión espiritual. ¿Qué significa "el hombre es espíritu"? Significa que el hombre, que cada uno de nosotros es capaz de realizar algunas acciones que ningún otro ser viviente puede llevar a cabo. Éstas son, precisamente, dos: pensar y amar. ¿En qué consiste, propiamente, la espiritualidad del pensar y del amar? Pensar significa la capacidad de hacer que el otro esté en mí mismo, sin transformarlo en mí mismo, sino dejándolo en su propio ser. De este modo, es decir, pensando, me abro a todo aquello que existe: me vuelvo, en cierto modo, todo. Amar significa reconocer la bondad del otro, estimarlo según su propio valor; querer el bien del otro por ser del otro (y no mi propio bien!). Es fácil ver cómo nuestra capacidad de amar está arraigada en nuestra capacidad de pensar. Pero por el momento no quiero detenerme en esto.

Así, el hombre, cada uno de nosotros, es contemporáneamente cuerpo y espíritu. ¿Cómo es posible este "prodigio"? Y llegamos a la pregunta más seria acerca del hombre.

Comenzaré a responder dando un ejemplo. Si hacemos el análisis químico de un pedazo de la Piedad de Miguel Ángel y el análisis químico de un pedazo de mármol de Carrara, el resultado es idéntico. ¿Son la misma cosa? Nadie puede decir esto. ¿Qué hace que el pedazo de mármol que representa la Piedad sea distinto de cualquier otro pedazo de mármol? La cuestión consiste en que el primero es "in-formado" por una sublime inspiración artística que en él resplandece. Algo análogo sucede en el hombre, desde su origen. Nuestro cuerpo es como "in-formado" por nuestro espíritu que lo plasma desde el interior, lo configura y se manifiesta por medio de él. He aquí quién es, concretamente, la persona humana, cada uno de nosotros. Es ese sujeto peculiar, espiritual-corporal, capaz de pensar y de amar y, por lo tanto, capaz de relacionarse con toda realidad. "El hombre no es el alma, sino algo compuesto por el cuerpo y por el alma" (Santo Tomás de Aquino, I, q. 75,a 4c).

Demos, ahora, un paso hacia adelante para descubrir el misterio de la persona humana. Vemos que no existe una persona humana en general: existe la persona humana hombre y existe la persona humana mujer. Existe, pues, una distancia fundamental o dimorfismo en la misma humanidad. Es inevitable que todo el que quiera conocer la verdad sobre el hombre se pregunte: ¿qué sentido tiene ese dimorfismo? La primera respuesta podría ser la siguiente. Al considerar todo el universo de los seres vivientes, se ve que cuanto más complejo es el organismo, tanto más la especie se perpetúa a través del dimorfismo sexual: el hombre no hace sino seguir esta constante biológica. Por tanto, el dimorfismo sexual tiene un significado biológico: existe con el objeto de una buena perpetuación de la especie.

Esto es verdad, pero no completamente. Si se expresa de ese modo, es posible caer en un grave error: el de no percibir el carácter específico humano del dimorfismo sexual. ¡Es peligroso querer comprender al hombre partiendo de lo más bajo!

Si se tiene en cuenta que el hombre es una unidad de espíritu-cuerpo, el dimorfismo sexual no puede ser un hecho meramente corpóreo. Tiene que ver con la persona. No es el cuerpo el que es macho/hembra; es la persona la que es hombre/mujer. La masculinidad/feminidad pertenece a la persona misma. ¿Qué me dice, entonces, sobre la persona, el hecho de que sea hombre/mujer? Puesto que la masculinidad-feminidad son cualidades "recíprocas", significan que la persona humana nunca puede existir como "individuo de por sí", sino que existe desde siempre, originalmente, como "sujeto en relación con...". Cada persona humana está relacionada con las demás, porque toda persona nace "hombre" o "mujer".

El dimorfismo sexual expresa el carácter relacional de la persona y, al mismo tiempo, da la capacidad a la persona-hombre de establecer una relación con la persona-mujer. La sexualidad es el "performative language" de la relación entre las personas.

Demos un paso más adelante para descubrir el misterio de la persona. ¿Qué significa "relación entre la persona-hombre y la persona-mujer"? Más concretamente, ¿cuándo existe esta relación? No existe cuando se crea una especie de "andró-gino", una unidad indistinta en la que el hombre niega lo que es propio de su masculinidad y la mujer lo que es propio de su feminidad.

No existe relación cuando se constituye a través del dominio-utilización de uno respecto al otro. Esta relación, en realidad, ya no es interpersonal (entre dos personas); se establece sobre la base de la degradación de una de las dos a cosa (para utilizarla).

No existe relación cuando ésta se establece a través de una especie de contratación en la que dos libertades, interesadas originalmente sólo por la felicidad del individuo, convergen en la condición de una paridad entre el "dar" y el "haber". Esta relación contractual nace de una falsificación de la humanidad de la persona y, por tanto, construye una apariencia de correlación. En realidad, es la coexistencia provisional de dos egoísmos opuestos.

La relación se construye sólo como pertenencia recíproca, constituida por la autodonación: es la "communio personarum" en la que la persona-hombre y la persona-mujer se donan y se reciben mutuamente. La frase bíblica es muy profunda: "... y se une a su mujer, y los dos se hacen uno solo" (Gn 2, 24).

Detengámonos un momento para seguir nuevamente, en síntesis, el camino que ya se ha recorrido, con el objeto de tratar de comprender, de algún modo, el "misterio" de la persona humana. ¿Quién es la persona humana? Es ese sujeto espiritual-corporal, hecho capaz de establecer, en su constitución sexual, y a partir de ella, una comunión entre hombre y mujer, creada mediante la donación recíproca: donación en la que los dos se hacen una misma carne.

Nos queda todavía por dar un paso (Tengo que hacer antes, sin embargo, una aclaración para que no se interprete mal la reflexión anterior. No he querido decir que toda vez que se habla del "otro" hay que entender siempre y sólo el "otro sexo". El concepto de "alteridad" es más extenso y abarca algo más que el concepto de "alteridad sexual". He querido decir que la experiencia original de la alteridad está demostrada en la experiencia de la alteridad sexual).

La comunión interpersonal hombre-mujer no implica la desaparición de los dos: entre hombre y mujer no existe complementariedad sino reciprocidad. Y ésta subsiste hasta cuando existen los dos en su dualidad. Es decir: la unidad permite que subsista la alteridad, la dualidad.

¿Existe la posibilidad radical de que los dos juntos construyan una unidad completa? Sí existe. Esta unidad es el hijo. Y aquí recuperamos el verdadero valor humano de esa visión biológica de la que he hablado al principio. La capacidad procreativa está inscrita en el momento de la máxima unión del hombre y de la mujer, no casualmente, sino porque responde a la íntima verdad del amor que los une. Su unidad no los encierra en sí mismos, sino que urge para realizarse en la persona del hijo. En la biología de la generación está inscrita la lógica del don.

Hemos llegado, así, a la conclusión de nuestros interrogantes sobre el "misterio" de la persona humana, considerada en su integridad, concreción y unidad espiritual-corporal de sujeto capaz de pensamiento y de amor y, por tanto, capaz, debido a su dimorfismo sexual, de crear una comunión interpersonal fundada en la donación recíproca con el objeto de dar la vida a una nueva persona.

En este punto de nuestra reflexión podemos constatar que el matrimonio se desprende, por decirlo así, de la naturaleza misma de la persona humana. Es necesario aclarar inmediatamente, con todo rigor, el significado preciso de la expresión "naturaleza de la persona humana". Significa lo que entiendo cuando respondo a la pregunta: "¿qué es la persona humana?". "Naturaleza de la persona humana" equivale, pues, a "verdad de la persona humana". No significa, por consiguiente, naturaleza entendida biológicamente: lo que se conoce sólo a través de la metodología científica. Además, significa que la humanitas de la persona no es simplemente un mero flatus vocis, colmado por las convenciones sociales.

Ahora podemos reanudar nuestra reflexión para tratar de comprender bien en qué sentido el matrimonio tiene origen en la naturaleza de la persona humana.

No encuentra su explicación en la pura biología de la persona; no es simplemente el resultado de instintos biológicos. En este sentido, el matrimonio establece un salto de calidad entre el reino animal y el reino humano. No es tampoco una creación de las convenciones humanas: tiene sus raíces en la estructura misma de la persona humana. Desde luego, las "formas" que puede asumir el matrimonio son muy diferentes, según las culturas, pero, éste, en su estructura íntima, expresa la capacidad natural de la persona de donarse.

¿Qué es el matrimonio, sino la comunión interpersonal entre el hombre y la mujer, en la que ellos mutuamente se donan y se reciben, para dar la vida? Esta comunión es la realización de la subjetividad espiritual-corpórea de la persona.

La afirmación de la conexión entre matrimonio y persona rechaza dos errores contrarios y expresa una verdad. Los dos errores: a) toda persona debe necesariamente casarse para realizarse; y b) el matrimonio no tiene que ver directamente con la estructura de la persona. La verdad: el matrimonio está arraigado en la constitución misma de la persona; a través del matrimonio, la persona se manifiesta y se realiza a sí misma.

 

1.2 La demolición de la subjetividad. Vamos a ver, ahora, cómo la persona llegó a perderse a sí misma, a demoler su propia subjetividad.

Quisiera describir brevemente este proceso, y comienzo aclarando lo que entiendo por "subjetividad". Una sólida tradición teológica (Gregorio de Nisa en oriente y Tomás de Aquino en occidente) pone la libertad como el signo más inequivocable de la semejanza del hombre con Dios. El acto libre es el punto en el cual convergen las dos energías fundamentales del espíritu: la razón y la voluntad. Pero un modo cualquiera de razonar no es capaz de generar un acto libre: sólo una razón que no ponga límites a su capacidad de interrogar. Tampoco una fuerza volitiva cualquiera es capaz de elegir libremente: sólo una voluntad que se mueve (=voluntas ut ratio) hacia esa plenitud de bien a la que está orientada naturalmente (=voluntas ut natura). Esencialmente, la "distancia" insuperable entre el deseo humano y lo que el universo (la creación) pone a la disposición del hombre es lo que hace al hombre grande en su pobreza, lo que lo hace libre. Una libertad, la libertad humana, que significa, al mismo tiempo, riqueza y pobreza de la persona. Riqueza, porque trasciende toda realidad creada, es "más" que toda realidad creada. Pobreza, porque es un infinito "in votis", es decir, un inmenso vacío en busca de un bien que corresponda a sus anhelos.

Agustín (cfr. Confesiones IV, 9), aún no cristiano, había visto muy bien, con la muerte de un amigo (¡y no por casualidad!), que, por esta precisa constitución, el hombre es, para sí mismo, "magna quaestio": ser "magna quaestio" significa ser llevados por la verdad y la bondad de la propia existencia, que está destinada a desaparecer, a la Verdad y al Bien que en esa existencia se reflejan y que por ella son invocados. Es ésta, en el fondo, la tristeza propia del verdadero pagano, muy distinta de la tristeza que está acabando con los corazones de los jóvenes, hoy.

Ahora puedo explicar lo que quiero expresar cuando digo que el hombre occidental se ha perdido a sí mismo, demoliendo, progresivamente, su propia subjetividad.

Se ha producido como una especie de "colapso espiritual" en el que se va a pique la "in-tensión" (intentio) espiritual del hombre. En resumen: en lo más íntimo del hombre, el vínculo de la libertad con la verdad se ha despedazado porque la razón ha roto su vínculo con la Verdad, y la voluntad con el Bien.

La razón ha tenido un colapso de tensión, porque se ha creído incapaz de conocer una verdad sobre el bien que valga en sí misma y por sí misma, incapaz de conocer un bien distinto de la utilidad individual. La no existencia de "motivos para obrar" verdaderos y válidos para cualquier persona, es una consecuencia necesaria y el dogma central de todo utilitarismo ético, doctrina imperante, de hecho, hoy, en nuestras sociedades occidentales.

La voluntad ha tenido un colapso de tensión, pues, por estar arraigada en una razón únicamente utilitaria, se despoja de cualquier capacidad de tender hacia un Bien que no es tal para mí solamente, hacia un Bien que merece simplemente ser querido por sí mismo, es decir, ser amado.

Nada puede defender mejor al hombre que la verdad construida por la razón y por los intereses considerados válidos por la voluntad, según las varias situaciones.

¿Por qué una tal demolición de la subjetividad pierde al hombre? Porque, simplemente, le quita la posibilidad de ser libre, es decir, "causa sui". Deja de ser capaz de actuar; es capaz sólo de re-accionar. Y la reacción puede ser doble: la homologación o la rebelión. Son, éstas, reacciones propias del esclavo. La persona libre no se homologa ni se rebela.

Son muchos lo signos de esta condición espiritual del hombre occidental. Me limito a recordar brevemente tres, porque me parecen particularmente significativos para nuestra reflexión.

El primero es el prevalecer de lo "impersonal" respecto a lo "personal". Quiero decir, la progresiva reducción de la persona a su función; la progresiva e implacable burocratización de la vida asociada.

El segundo es la reducción del amor al eros y, por tanto, la reducción del derecho, entendido como facultad moral, al deseo: tengo derecho de obtener lo que deseo.

El tercero es la necesidad de eliminar lo imprevisible, lo novum, sometiéndonos a lo que ya está previsto y calculado. Hablando con el vocabulario heideggeriano, ya no es el pensamiento el que piensa, sino la razón la que calcula.

No quiero ir más allá de la simple enunciación de estos tres signos de un grave acontecimiento cultural, porque ─ en el breve tiempo de que dispongo ─ me interesa más que todo reflexionar sobre la característica fundamental del acontecimiento mismo.

He hablado, hace poco, de la tristeza peculiar del paganismo, es decir, natural. En el fondo, era la nostalgia de una patria que no se sabía con certeza si existía o que, incluso si estábamos seguros de su existencia, se consideraba inalcanzable. Por tanto, también cuando el pagano limitaba el alcance de su propio deseo (Spem longam reseces: Horacio), era consciente de que renunciaba a una parte de sí mismo.

El colapso espiritual del que he hablado se presenta, en cambio, sin ningún drama ni tragedia; simplemente, se vive. Un gran pensador italiano cristiano ha hablado del "alegre nihilismo contemporáneo". Alegre, en dos sentidos. En el sentido de que el ennoblecimiento de la homosexualidad no es casual: es la celebración de la alianza con la muerte. En el sentido de que se acepta navegar siempre al azar, sin orientarse hacia ningún puerto, con una tranquilidad tediosa: "No sé quién me ha dado el ser, no sé qué me espera después de la muerte, pero tampoco es necesario saberlo"; ésta es la fórmula del alegre nihilismo occidental.

 

1.3 El impensable e impracticable matrimonio. Hemos llegado al momento decisivo, por decirlo así, de nuestra reflexión. Reflexión que puedo resumir de la siguiente manera: una subjetividad demolida de tal modo no puede pensar y no puede practicar el matrimonio. Tenemos aquí la explicación más profunda y definitiva del hecho de que los jóvenes, hoy, se casen siempre menos y prefieran siempre más las "convivencias libres".

La cuestión, llegados a este punto, no es tan difícil de entender. Hagámonos dos preguntas: ¿Cuál es el raciocinio que implica la decisión de casarse? ¿Cuál es la voluntad capaz de decidirse al matrimonio?

Antes de comenzar a responder, voy a hacer dos aclaraciones. La primera: cuando digo "casarse-matrimonio", entiendo ese matrimonio del que he hablado en el § 1.1, o sea, el que se piensa y se vive substancialmente en la cultura occidental. La segunda: las dos preguntas coinciden sólo parcialmente con el problema siempre presente en la disciplina y en la jurisprudencia canónica, resuelto por los cc. 1095-1096 del CIC.

 

¿Cuál es el raciocinio que implica la decisión de casarse? Un raciocinio capaz de conocer la verdad del don de la persona, la verdad de la "communio personarum". Voy a explicarlo.

La verdad del don y la verdad de la "communio personarum" están estrechamente vinculadas. En efecto, si es posible una verdadera y propia comunión interpersonal únicamente a través de la autodonación mutua, la incapacidad de comprenderse a sí mismos como sujetos, llamados a darse, comporta inevitablemente la incapacidad de entender un acontecimiento como la comunión interpersonal.

La verdad de la persona la descubre quien es capaz de ir más allá de los fenómenos en los que se manifiesta la persona, para llegar a esa substancia espiritual en la que cada uno de nosotros subsiste. Se trata de ese proceso de interiorización, y de alejamiento de la exterioridad, que ocupa una lugar tan importante en la visión agustiniana.

A este tipo de raciocinio se oponen, hoy, una cultura, un modo común de pensar y estilos de vida que llevan a la persona a actuar en formas siempre más "exteriores" y que implican siempre menos la propia subjetividad.

La pérdida, en tantos jóvenes de hoy, de ese raciocinio, de la capacidad humana innata de plantearse la pregunta definitiva acerca de sí mismos: "¿quién soy yo?", los ha llevado a una incapacidad estructural de comprender la verdad de la "communio personarum" (cfr. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 13, 4-6).

¿Cuál es la voluntad capaz de decidirse al matrimonio? Aquella que es capaz de querer el bien en sí y por sí: de reconocer al otro en la dignidad que le es propia. En una palabra, de amar. La voluntad capaz de aceptar y realizar radicalmente la verdad del hombre como persona que se vuelve a encontrar a través del don de sí misma.

A un raciocinio que se ha perdido corresponde una voluntad, más concretamente, el ejercicio de una libertad orientada únicamente hacia la propia utilidad/placer. La comunión del don se reemplaza por la contratación de los beneficios.

Si ustedes comparan ahora lo que acabo de decir, con lo que decía acerca de la demolición de la subjetividad de la persona, se podrán dar cuenta inmediatamente de que, debido a esa demolición de la subjetividad, de la que he hablado en el § 1.2, la persona, hoy, es incapaz de casarse.

 

Me parece que éste es el verdadero problema pastoral, fundamental, del matrimonio y de la familia: un hombre demolido en su propia subjetividad no puede construir una verdadera y propia dimensión conyugal.

He terminado el primer punto de mi reflexión. ¿Qué he querido decir? Que la de-construcción de la subjetividad de la persona ha demolido la institución matrimonial haciéndola impensable e imposible de practicar.

 

2. Los escombros posteriores a la demolición

 

Quisiera, en este segundo punto, mostrarles a ustedes que nos quedan todavía en nuestras manos los pedazos que integraban la institución matrimonial y familiar, pero ya no tienen los mismos significados que antes.

¿Cuáles son, ante todo, esos "pedazos"? Me remito, brevemente, a las afirmaciones fundamentales hechas al principio del punto anterior (cfr. § 1,1). La primera: el matrimonio, entendido como comunión fundada en la autodonación mutua y aceptada, de un hombre y una mujer, se arraiga en la estructura misma de la persona. La segunda: la paternidad-maternidad halla su origen en la dimensión conyugal y es su expresión cabal.

Como se puede ver, los "pedazos" que forman ese "entero" son: la persona, su dimorfismo sexual (hombre-mujer), la "communio personarum", la paternidad-maternidad. Están íntimamente vinculados unos con otros. "Íntimamente" no significa "subjetivamente". Significa, más bien, que la cohesión de las distintas partes la exige la naturaleza misma de la persona.

Debido a ese proceso de demolición de la subjetividad, del que hablaba, ahora cada uno de esos pedazos ha sido aislado de los demás y ha cambiado sustancialmente el significado. Vamos a verificar brevemente cómo ha sucedido esto.

 

2.1 Primera ruptura: unión conyugal-paternidad/maternidad. El 25 de julio de 1968, Pablo VI publica la Encíclica Humanae Vitae en la que enseña como verdad, no sólo para los creyentes, sino para todo hombre, que la contracepción es objetivamente injusta. El acto contraceptivo tiene un significado muy preciso en el Magisterio de la Iglesia: es el acto por el cual se priva a la sexualidad humana de su posible fecundidad durante o inmediatamente después de un acto conyugal, para evitar la concepción de una nueva persona.

La Encíclica respondía a la clara tendencia de considerar como dotada de un significado objetivo ético la separación del ejercicio de la sexualidad conyugal de la fertilidad eventualmente presente en ella. Era la primera separación de la dimensión conyugal de la paternidad-maternidad. La segunda sucede exactamente diez años después.

En julio de 1978 nace la primera persona humana concebida, no mediante una relación sexual, sino mediante un procedimiento técnico de fecundación in vitro. Al demostrar la posibilidad de la concepción humana sin necesidad de ninguna relación sexual, la fecundación in vitro separaba, en principio, por lo menos, la paternidad/maternidad de la dimensión esponsal/conyugal. En dos sentidos. En el sentido de que la actividad responsable de la concepción ya no era una relación interpersonal, por sí misma llena de un significado de amor y de don, propiamente conyugal, sino una actividad productiva-técnica. Y en el sentido de que las células germinales no procedían necesariamente del cuerpo de los dos esposos, como, de hecho, se comenzó a hacer más adelante. Aquí fue donde se desmontó el primer pedazo de la construcción: la paternidad/maternidad no implica por sí misma una relación fundada biológicamente. Para ser padre/madre no es necesario serlo también biológicamente.

Es cierto que la dependencia biológica del hijo respecto a la madre es mucho más consistente que con relación al padre: la gestación es cuestión de la madre. No obstante, una vez planteado el principio de que no es esencial la dimensión biológica, es posible pedir a otra mujer que se encargue de la gestación: una especie de útero prestado que, mediante una retribución, adquiere un verdadero y propio carácter de "alquiler del útero". Eso ha sucedido puntualmente, y se agrega otra aclaración: no sólo la maternidad no implica necesariamente la descendencia biológica, no implica tampoco la gestación. Por consiguiente, madre no es necesariamente ni quien nos ha generado, ni quien nos ha llevado en el útero.

 

2.2 Segunda ruptura: communio personarum ─ hombre/mujer. Nos encontramos, aquí, ante un hecho espiritual, entre los más graves que han acaecido en estos últimos decenios en nuestros países occidentales. Desafortunadamente no tenemos suficiente tiempo para examinarlo como lo merecería. Consiste en la progresiva equiparación ética, es decir, de valor, entre la comunidad conyugal (heterosexual) y la convivencia homosexual. Esta progresiva equiparación tiene como fundamento un acontecimiento espiritual bastante grave.

Se trata de la interpretación de la sexualidad humana como si no tuviera en sí misma y por sí misma un significado propio. Me veo obligado a presentar un fenómeno cultural muy complejo en poco tiempo y, por tanto, de modo bastante esquemático. El dimorfismo sexual ─ el ser hombre, el ser mujer ─ ya no se interpreta en términos de reciprocidad, como lo hemos hecho en la primera parte de nuestra relación.

En el momento en que cesa esta interpretación del dimorfismo sexual humano, la sexualidad humana pierde su verdadero y propio significado, es decir, se le niega un significado original; tiene el significado que la persona le quiere dar. Por consiguiente, se deduce, así, que la convivencia homosexual es de la misma naturaleza, por decirlo así, que la convivencia heterosexual. Se llega, pues, a la equiparación ética de los dos modelos de comportamiento sexual.

¿En qué sentido influye esta equiparación en el proceso de desvalorización del concepto de paternidad/maternidad y del concepto de matrimonio? En el sentido de que ya no se entiende, por una parte, por qué no se debe dar un hijo a las parejas homosexuales; y, por la otra, el concepto de paternidad no es correlativo al de maternidad y viceversa. Se considera plenamente legitimado el hecho de que una persona tenga "socialmente" dos madres sin un padre o dos padres sin una madre.

He terminado este segundo punto. Nos hallamos, pues, en una situación que se puede describir con tres afirmaciones fundamentales. La primera: el matrimonio es un hecho meramente convencional, cuya estructura institucional y antropológica se deja totalmente a la disposición de quien se casa. La segunda: la dimensión conyugal no se remite a la paternidad/maternidad, ni viceversa; la dimensión conyugal no se remite a la heterosexualidad, ni viceversa; por tanto, "dimensión conyugal", "communio personarum", "paternidad/maternidad" son los escombros de un edificio que se ha derrumbado, palabras que hoy ofrecen significados contrarios. La tercera: la arquitectura del edificio era la arquitectura del bien en sí mismo y por sí mismo; la arquitectura que ahora trata de restaurar esos escombros es la arquitectura de la propia felicidad individual.

 

3. Orientaciones pastorales

 

Mi análisis anterior no ha querido ser una "fotografía" completa de la situación. Ese breve análisis se refería a la cultura occidental y no se proponía describir una situación más que todo intraeclesial.

Hecha esta premisa, me parece que la pastoral del matrimonio y de la familia debería realizarse en tres campos y, por consiguiente, proponerse tres objetivos fundamentales.

 

3.1 Existen personas cuya subjetividad no ha sido demolida, en el sentido explicado arriba, en razón de su elección consciente y de su vida de fe. La atención pastoral de estas personas, tanto en la preparación al matrimonio-familia, como en el acompañamiento de su vida matrimonial-familiar, tiene una importancia fundamental. El Pontificio Consejo ha hablado mucho de ellas y les ha proporcionado sabias orientaciones.

Decía que se trata de un compromiso decisivo, precisamente (aunque no sólo por esto) desde la perspectiva de mi reflexión anterior. Una manera de ofrecer a la persona cuya subjetividad ha sido destruida la posibilidad de volver a hallarse a sí misma, consiste en mostrarle la realidad de una subjetividad plenamente realizada en el matrimonio cristiano. Sólo esta especie de "choque con la realidad" puede hacer nacer en el corazón la nostalgia de una patria de la que la persona conserva una memoria imborrable. Al hombre o a la mujer que dicen cínicamente: "¿Será posible que salga algo bueno del corazón humano?", responderles: "Ven y mira nuestro matrimonio", podría ser un punto de partida decisivo. Pero no quiero hablar de este aspecto de la cura pastoral. Ya se ha hecho ampliamente.

 

3.2 Existen personas cuya subjetividad ha sido demolida, personas para las cuales casarse es algo impensable y no tiene sentido. Aquí está lo que yo llamaría la "dimensión misionera" de la pastoral matrimonial-familiar. Debemos reflexionar sobre esto, ante todo, puesto que esas personas tienen una tremenda necesidad de salvación. ¿Cuáles orientaciones debemos adoptar al respecto?

Si pasamos, diría, de lo objetivo (en sentido hegeliano) a lo subjetivo, pienso que el compromiso en el campo político, legislativo y gubernamental es fundamentalmente importante. Las legislaciones constituyen el ethos de un pueblo, en gran medida. En este ámbito, permítanme que insista en dos cuestiones que estimo muy importantes. La primera: es necesaria una correcta lectura del n. 73, párr. 3º de la Evangelium vitae para evitar una falta de compromiso, en el campo político-legislativo, en lo relativo al testimonio de la dignidad de la persona. Desde luego, la política es el arte de lo posible. Pero se ha llamado justamente la atención acerca de dos interrogantes: ¿qué es lo que define lo "políticamente posible"? y ¿a qué se debe que lo "políticamente posible" cambia con el tiempo? (cfr. Anderson, Criteria for Policies on Marriage, Family and Life, que será publicado próximamente). La segunda: me parece que es necesaria una crítica razonada de la actual idea de la democracia y de su "dogma" fundamental que proclama una conexión inscindible entre democracia y relativismo ético.

 

Pero eso no es todo. Ésta no es, quizás, la orientación más importante. La condición espiritual que he descrito en los dos párrafos anteriores constituye un desafío radical al raciocinio de la fe, al raciocinio del Evangelio del matrimonio y de la familia. Seguir anunciándolo, sin tener en cuenta este desafío, le quita eficacia. Entiendo aquí por "raciocinio" la correspondencia entre el "desiderium naturale" del hombre y el Evangelio que se anuncia.

 

3.3 ¿Qué significa, pues, aceptar este desafío? Por lo menos dos cosas, me parece. La primera: introducir cada vez más, en nuestro anuncio del Evangelio del matrimonio, el tema de su "credibilidad". El matrimonio no es como los demás sacramentos: pertenece también a la economía de la creación. La segunda: reexaminar (a la luz de la Fides et ratio) todo el "sistema educativo". Es decir, preguntarse: ¿cuál es la filosofía de la educación que sirve de inspiración a las instituciones educativas, hoy, en la Iglesia? En todo momento de la historia, en el que la Iglesia se ha encontrado frente a la demolición de la subjetividad de la persona humana, su principal empeño ha sido el de reexaminar la filosofía de su opción educativa.

 

Conclusión

 

Me parece, esencialmente, que los desafíos fundamentales con los que tiene que enfrentarse nuestra acción pastoral son tres:

Un desafío a nuestra razón, entendida como capacidad de conocer la verdad. En primer lugar, se trata de una crisis de verdad: el hombre ya no sabe con claridad cómo son las cosas.

Un desafío a nuestra libertad, entendida como capacidad de someterse sólo a la verdad conocida y no simplemente a los propios deseos: el hombre no cree en la libertad.

Un desafío a nuestra capacidad de educar, entendida como capacidad de llevar a los jóvenes a la verdadera y total plenitud de su propia humanidad: renunciamos a la educación y nos contentamos con la información.

 

Tenemos necesidad de maestros, de santos, de padres: maestros que nos ayuden a pensar; santos que nos hagan sentir el encanto de la libertad; padres que sepan generar en humanidad.

Cortesía de www.alafa.org para la
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