TIEMPO DE NAVIDAD

 DÍA 3 DE ENERO

 

1.- 1 Jn 2, 29-3, 6

1-1.

VER PASCUA 04B  y TODOS-LOS-SANTOS


1-2.

-Todo el que practica la justicia «ha nacido» de Dios.

Nacido de Dios.

Mi nacimiento humano ha sido un principio, el principio de una aventura... ¡de algo completamente nuevo! ¿Y mi nacimiento divino?

-Mirad qué magnífico regalo nos ha hecho el Padre: que nos llamemos hijos de Dios... y además lo somos.

Ir saboreando interiormente estas palabras: «soy un hijo de Dios»... «Dios es mi Padre»...

«Yo soy amado por El»...

Concretizando, puedo evocar el amor que mi madre y mi padre tienen para conmigo... o bien el amor paterno o materno que tengo y siento hacia mis propios hijos...

-La razón de que el mundo no nos conozca es que no ha descubierto a Dios.

¡Fórmula extraordinaria! El que no ha descubierto a Dios no sabe de veras lo que es el hombre. La verdadera grandeza del hombre es el hecho de ser «hijo de Dios». ¡Es algo inaudito!

En cuanto a mí, con frecuencia tampoco me conozco a mí mismo.

Muy raras veces me pongo a considerar ese don de Dios: ¡su Vida divina en mí!

El que no conoce a Dios, desconoce también lo que es esencial en mí.

-Amigos míos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos.

Lo esencial, mi vida divina...

Ya ha empezado, desde ahora, desde HOY, desde este mismo instante.

Pero es una realidad que se está haciendo. No está acabada. Todo ello se inscribe en una historia, en un crecimiento ¿Qué llegará a ser? ¿Hasta qué grado seguirá creciendo?

-Sabemos: Cuando el Hijo de Dios se manifieste, seremos semejantes a él...

Tal es el objetivo final: llegar a ser completamente «semejante» a Jesús, el perfecto «Hijo de Dios». ¡Nada menos esto!

Es la empresa de toda una vida, para identificarme más y más a El, parecerme a El, modelar mi espíritu según El.

Debemos pedir esa gracia.

-Lo veremos tal cual es.

Ver a Jesús.

¡Ya le vemos... un poco!

Le veremos un día... a plena luz. Para Juan se trataba de un "volver a ver". Recordaba aquellos momentos pasados con Jesús, y aspiraba al nuevo reencuentro, definitivo.

-Todo el que tiene puesta en Jesús esa esperanza se purifica para ser puro como El lo es.

El camino que conduce a Dios es el de una purificación cada vez más perfecta.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», había dicho Jesús.

-Todo el que comete pecado, comete rebeldía contra Dios. Como sabéis, Jesús se manifestó para quitar el pecado, y en El no hay pecado.

Ver a Dios. Ser semejante a Jesús. Estar sin pecado. Mantengo en mí ese deseo. Esa gracia pido. Admiro a Jesús en quien no hay pecado, quien jamás hizo mal alguno.

-Todo el que permanece en El, no peca. Todo el que peca ni le ha visto ni le ha conocido.

Efectivamente, lo sé por experiencia: mis pecados se insinúan en mi vida cuando no tengo presente a Jesús; porque cuando «veo y conozco» a Jesús, no peco.

NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 3
PRIMERAS LECTURAS PARA ADVIENTO - NAVIDAD
CUARESMA Y TIEMPO PASCUAL
EDIT. CLARET/BARCELONA 1983.Pág. 76 s.


1-3. CR/HIJO-DE-D:

Estos versículos inauguran la segunda parte de la carta de Juan. Si hasta ahora ha hablado sobre todo de comunión y de conocimiento de Dios, Juan vuelve ahora al mismo tema, pero desde otro punto de vista: el de filiación.

* * *

a) Juan ha hablado en el versículo anterior (1 Jn 2,29) de nuestra procreación, imagen expresiva del don que Dios nos hace de su vida, particularmente frecuente en la pluma de Juan (1 Jn 3, 9; 4, 7; 5, 1, 4, 18). Ya en el Evangelio había subrayado Juan la necesidad de ese nuevo nacimiento en el bautismo (Jn 3, 3-8).

Engendrados de ese modo, los cristianos pueden ser llamados con todo derecho hijos de Dios (v. 1). Pero esa expresión se presta a equívocos, puesto que muchas religiones contemporáneas reivindicaban ya ese título para sus miembros: los judíos le utilizaban (Dt 14, 1) y las religiones mistéricas lo conferían solemnemente a sus iniciados. Pero se trataba sólo de metáforas.

Por eso Juan insiste mucho sobre el hecho de que el cristiano, debido a que participa realmente de la vida divina, es realmente hijo de Dios: "Y nosotros lo somos" (v. 1).

Cierto que la realidad de nuestra filiación divina es indudable, pero está todavía en devenir. Por eso el mundo no puede ver que los cristianos son hijos de Dios. ¿Y cómo podría verlo ese mundo que se niega a reconocer a Dios? (v. 1 b).

b) Realidad en devenir, la filiación divina del cristiano es por tanto una realidad escatológica (v. 2). Desconocida del mundo, está expuesta a veces al peligro de pasar desapercibida para el mismo cristiano, tan banal y difícil es frecuentemente su vida. Que el cristiano sepa que su filiación no está aún claramente manifestada: tendrá su pleno efecto en el mundo futuro y sólo en ese momento realizará, por gracia, la vieja ambición anterior de ser semejante a Dios (Gén 5, 5). Pero mientras que las religiones y las técnicas humanas de divinización pretenden conferir al hombre una igualdad con Dios mediante procedimientos orgullosos, Juan enseña a sus corresponsales que el camino que conduce a la divinización pasa por la purificación (v. 3), porque solo los corazones puros verán a Dios (Mt 5, 8; Heb 12, 14).

c) Esta idea de purificación previa a la visión de Dios y, por tanto, a todo cumplimiento de nuestra filiación tiene probablemente un origen ritual. El sumo sacerdote judío procedía a numerosas abluciones y purificaciones antes de penetrar en el Santo de los santos para "ver la faz del Señor" (Sal 10/11, 7; 16/17, 15; 41/42, 1-5). Pero el Sumo Sacerdote de la nueva alianza ha penetrado de una vez para siempre en el Santo de los santos, purificado por su propia sangre (Heb 9, 11-14; 10, 11-18) y purificando a todos los que están unidos a El. La pureza no se adquiere ya por medio de abluciones o de inmolaciones, sino por dependencia filial de Cristo a la voluntad de amor de su Padre manifestada en el sacrificio. Podremos aspirar, por tanto, a la purificación que nos habilita a ver a Dios en la medida en que compartamos con Cristo un sacerdocio hecho de amor y de obediencia filial.

* * *

La Eucaristía opera en nosotros esa purificación que nos hace dignos de ser hijos de Dios por cuanto propone a nuestra asamblea el recuerdo del Hijo que vive su filiación en la muerte y en el rechazo del pecado.

MAERTENS-FRISQUE
NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA I
MAROVA MADRID 1969.Pág. 276


1-4. /1Jn/03/01-10 FILIACION/DON/TAREA P/FILIACION

El fragmento de hoy es bastante unitario, aunque se puede dividir en dos partes: el cristiano es hijo de Dios (vv 1-3) y como tal no puede pecar (4-10). De primeras, la doctrina de la filiación no nos sorprende demasiado. Ya el AT nos ha preparado: Israel es el primogénito de Yahvé, es su propiedad particular y única. El judaísmo profundizará estos conceptos y dará cierto énfasis a la parte que corresponde desempeñar al hombre en el camino de la filiación: será una tarea a llevar a cabo.

A la luz de la filiación de Jesús podemos captar de lejos lo que ha de ser la filiación del creyente. Jesús se presenta en el NT como una figura nueva e impensable. Viéndole a él, aunque sólo a tientas, comprendemos nuestra filiación. Sabemos que es un don y que hemos de estar atentos para no perderlo.

Pero, por otra parte, la filiación es una tarea: «Todo el que permanece en él, no comete pecado» (6 y 9). La expresión «cometer pecado» (4 y 8) nos hace pensar con frecuencia en las infidelidades de cada día, en las debilidades e inconsecuencias que nos rodean. Y en realidad no es eso lo que nos dice el texto.. Lo que está muy claro para el autor es que el que es hijo no puede convertirse en esclavo sin pasar por una experiencia profunda y traumatizante: el rechazo libre y consciente de Jesús, el Hijo. Por eso, el texto afirma rotundamente: «quien ha nacido de Dios y lo vive no comete pecado, porque lleva dentro la semilla de Dios; y no puede "pecar porque ha nacido de Dios" (9). En el fondo, el pecado significa, por una parte, pasarse al dominio del diablo, príncipe de este mundo, y hacerse su esclavo. Nadie puede servir a dos señores, dirá la tradición sinóptica para expresar la misma realidad.

Tal vez lo que nos convendría tener en cuenta más frecuentemente es que el «nacer de Dios» (o el renacer, como dice el Evangelio de Juan) es algo más serio de lo que ordinariamente creemos. No se puede ir jugando de un lado a otro. No se puede vivir la fe a medias. El NT no exhorta nunca al cristiano a vivir buenamente su vocación a la filiación.

Sabemos que nuestra filiación es un don y una tarea. Por cautivador que nos parezca, no lo podemos tomar medio en serio. Tal vez entonces buscaremos menos argumentos para paliar las afirmaciones del fragmento de hoy: «El creyente ya no puede pecar, pues ha nacido de Dios».

ORIOL TUÑI
LA BIBLIA DIA A DIA
Comentario exegético a las lecturas
de la Liturgia de las Horas
Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 621 s.


2.- Jn 1, 29-34

2-1.

VER DOMINGO 02A


2-2.

1. La carta de Juan, después de haber insistido en la fe en Cristo como garantía de comunión de vida divina, da un paso adelante y nos presenta la condición de hijos que tenemos los cristianos.

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios: pues lo somos».

Es una afirmación gozosa, atrevida, clara y profunda a la vez. Nuestro carácter de hijos no es metáfora, es realidad. Misteriosamente renacidos del agua y del Espíritu, hemos sido incorporados a la familia de Dios.

Es el mejor resumen de la Navidad. El Hijo de Dios se ha hecho hermano nuestro, y por tanto todos hemos quedado constituidos hijos en el Hijo.

Y eso que «aún no se ha manifestado lo que seremos», porque cuando se nos manifieste Cristo, «seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es».

Ahora bien, el ser hijos nos exige no pecar. No hay nada más exigente que el amor.

«Todo el que permanece en él, no peca». Pero Cristo ha venido para Iiberarnos de nuestro pecado, porque conocía nuestra debilidad: «él se manifestó para quitar los pecados».

2. En el evangelio continúa el testimonio del Bautista.

Hoy señala claramente a Jesús de Nazaret: «éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije...».

Juan puede dar con certeza este testimonio porque lo ha sabido por el Espíritu: «yo no lo conocía, pero he contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él».

Acabamos de celebrar el nacimiento de Jesús, y ya se nos presenta como el profeta, el maestro, el que entregándose en la cruz, quita el pecado del mundo, y el que bautizará en el Espíritu, no en agua. Navidad, Pascua y Pentecostés: el único misterio de Cristo.

3. a) Llamarnos y ser hijos de Dios es la mejor gracia de la Navidad. Y es también la mejor noticia para empezar el año.

A lo mejor seremos personas débiles, con poca suerte, delicados de salud, sin grandes éxitos en la vida. Pero una cosa no nos la puede quitar nadie: Dios nos ama, nos conoce, nos ha hecho hijos suyos, y a pesar de nuestra debilidad y de nuestro pecado, nos sigue amando y nos destina a una eternidad de vida con él.

Todo esto no se nota exteriormente. Ni nosotros ni los demás notamos esta filiación como una situación espectacular o milagrosa. Como sus contemporáneos no reconocían en Jesús al Hijo de Dios. Pero eso son los misterios de Dios: de verdad somos hijos suyos, y aún estamos destinados a una plenitud de vida mayor que la que tenemos ahora. En medio de las tinieblas ha brillado una luz, ha entrado Dios y nos ha hecho de su familia: no puede ser que sigamos en la desesperanza o en la oscuridad.

Es una convicción que puede hacer que nos apreciemos más a nosotros mismos, de modo que nunca perdamos la confianza ni caigamos en el desánimo. Preguntémonos hoy: ¿de veras nos sentimos hijos, oramos como hijos, actuamos como hijos? ¿qué prevalece en nuestra espiritualidad, el miedo, el interés o el amor? ¿nos dejamos inspirar por ese Espíritu de Dios que desde dentro nos hace decir: «Abbá, Padre»?

b) Pero las lecturas de hoy nos hacen mirar también a los demás con ojos nuevos: porque ellos también son hijos del mismo Dios, y por tanto hermanos nuestros. Como fruto de esta Navidad, ¿seremos mejores testigos de Cristo, como el Bautista? ¿nos preocuparemos más de los demás, anunciándoles al Cristo que quita el pecado del mundo y da sentido a nuestra vida?

c) Cuando nos preparamos a la comunión eucarística, el sacerdote nos invita a decir el Padrenuestro con confianza de hijos: «nos abrevemos a decir». Y a continuación a darnos la paz. Hijos y hermanos.

Y cuando ya nos invita a acercarnos para comulgar, nos repite cada vez la palabra que hoy hemos escuchado del Bautista: «éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo».

Cada Eucaristía debería aumentar nuestro amor de hijos, nuestra confianza en el poder perdonador de Cristo, y a la vez nuestra actitud más fraterna con todas las personas que encontramos en nuestro camino.

J. ALDAZABAL
ENSÉÑAME TUS CAMINOS 1
Adviento y Navidad día tras día
Barcelona 1995 . Pág 132 ss.


2-3.

Primera lectura: 1ª de Juan 2,29 - 3,6
El mundo no nos conoce porque no le conoció a él.

Salmo responsorial: 97, 1.3cd-4.5-6
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios

Evangelio: San Juan 1, 29-34
Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

Alguien que camina hacia la multitud es señalado por Juan con resuelta seguridad, echando mano de la imagen del "siervo" que evocara Isaías. Con ella presenta al recién llegado como el que dará el testimonio que "quita el pecado del mundo". Aunque pareciera que antes no le había conocido, él ya sabe de la señal que le será dada por el Espíritu Santo para ratificar su autenticidad.

La novedad ha llegado para todos. La utopía ahora está más cerca. A pesar de la dificultad esta novedad tendrá también muchos inconvenientes en la gente del pueblo, que a pesar de vivir en una sociedad desgastada, no es capaz de comprender que más allá de lo que vivimos cada día podría haber algo mejor para todos.

Los símbolos del siervo y la paloma hacían parte de la tradición. En esta ocasión son presentados para patentizar la veracidad de la promesa de la que el mismo Juan da testimonio: asegura haber visto al Ungido por Dios con sus propios ojos. Es una afirmación contundente para todos los convidados, personas comunes y corrientes, o curiosos, que tal vez no dimensionan muy bien lo que están viendo, pero que están prestos a escuchar algo nuevo o por lo menos distinto de la monotonía que no se traduce en soluciones a su problemática.

Para quienes vivían la esperanza del Mesías las suertes estaban echadas y ya el tiempo era propicio para disponerse a darle acogida. ¿Pero cuál podría ser esa tal novedad? ¿Qué se necesitaba para asumirla a plenitud? Lo más seguro era replantear lo vivido hasta el presente, pero no había certeza alguna en torno a lo que en sí era realmente la novedad, porque faltaba el testimonio de Jesús, que lo definirá más tarde ante el pueblo.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


2-4.

1 Jn 2, 29-3,6: "Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos, y por eso el mundo no nos conoce porque no lo conoció a él".

Jn 1, 29-34: Juan el Bautista presenta al Cordero de Dios.

Si quisiéramos interpretar estos textos desde una lectura que considere la crítica literaria deberíamos observar que, al parecer, la palabra que más se repite en ambas lecturas es conocer, o alguna de su familia.

Según el evangelio, Juan no conocía a Cristo, después de la revelación del Espíritu lo conoce, y a partir de allí, lo revela, es decir, lo da a conocer, como repitiendo el mismo juego y abriendo nuevamente el círculo que se abrió antes desde el Padre y se había cerrado en su aceptación.

La primera lectura también coincide en tratar este tema: los discípulos de la comunidad son hijos de Dios, y son atacados por el mundo (quienes no reconocen a Cristo, según Juan), porque el mundo no los conoce, es decir, no acepta sus testimonios, porque tampoco antes habían conocido a Dios. Y quien peca, es porque no lo ha conocido.

El conocer, en Juan, refiere a la capacidad no de conocer intelectualmente, sino de conocer vitalmente, desde la fe y por la Gracia, el misterio de Cristo. Quien conoce a Cristo es el que cree en él, el que adhiere a su Palabra, el que deposita su vida en la unión por el amor con él, el que es capaz de seguirlo y morir junto a él.

Se conoce a Cristo en el misterio de un conocimiento de fe, que lleva al creyente a una relación de unión, que en el mismo evangelio de Juan, es unión con la misma Trinidad. ¿Cómo participar de este conocimiento? No es algo que dependa solamente de la voluntad, se trata de la aceptación de la Gracia, que sin más trámites, lleva al creyente a participar también de la Gloria futura: "ya somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado lo que seremos al fin..."

Una gloria que solamente se adquiere por el hecho de participar de la misma naturaleza de filiación del Hijo: "Vino a su propia casa y los suyos no lo recibieron. Pero a los que lo recibieron les concedió ser hijos de Dios: estos son los que creen en Nombre" (Jn 1,11).

El mundo, es decir, el pecado, el anticristo, es lo adversario a Dios, lo adversario al proyecto de salvación, son los "no hijos", porque no lo conocen, no aceptan la Gracia. Este "mundo" llevará a tal punto su proyecto de destrucción, que no contento con perseguir al Hijo, también se ensañarán con los hijos. Al no conocer al Dios tampoco conocerán a sus hijos.

Pero por otro lado, quienes conocen a Dios, correrán la misma suerte que corrió el Hijo de Dios, porque su conocimiento, su fe, los ha hecho también a ellos hijos en el Hijo.

Su participación en el misterio de unidad con el Padre no es para descansar o contemplar pasivamente, sino para dar testimonio, como lo hace el mismo bautista. Este testimonio incluye la persecución y la misma muerte en manos de los que no conocen el proyecto de salvación.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


2-5. CLARETIANOS 2002

En esta última semana han muerto repentinamente los padres de un amigo y de una amiga: el de mi amigo, víctima de un infarto; el de mi amiga, atropellado por un automóvil. Mi amiga me decía por teléfono: "Necesito tiempo para asimilarlo". No es que se rebelara contra un hecho inevitable, sino que tenía necesidad de hacerse cargo de él, de convivir con sus agujeros negros, de perforarlo hasta dar con un poco de luz. ¡Cómo me gustaría que esta amiga mía pudiera entender como dirigidas a ella estas palabras de la carta de Juan: "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es"! ¿Quién puede acoger estas palabras sin dar un salto de alegría? Ahora, hoy, 3 de enero de 2002, sin haber conseguido todos nuestros sueños, con un buen fardo de imperfecciones a las espaldas, en un mundo muy injusto, ya ahora somos hijos de Dios, estamos sostenidos por un amor que dignifica toda vida, que convierte en extraordinario hasta la más elemental experiencia. Y esto es sólo un pálido anticipo de lo que estamos llamados a ser. Podríamos abandonarnos a otro tipo de pensamientos, podríamos dar más crédito a los escépticos, a los desesperanzados... Podríamos, pero en ese caso no estaríamos dejándonos guiar por la Palabra de Dios sino por nuestras torpes y orgullosas palabras. O, por lo menos, por nuestra visión superficial de lo que sucede.

El evangelio de hoy nos regala las dos primeras respuestas a la pregunta de ayer acerca de quién es Jesús. Las pone en labios de Juan el Bautista. Para él, Jesús es el Cordero de Dios ("Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo") y el Hijo de Dios ("Yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios"). No sé cómo podríamos acercarnos al sentido fuerte que ambas expresiones tenían para los primeros destinatarios del evangelio. Hoy no resulta nada fácil entender a Jesús como "cordero" y ni siquiera como "hijo". Nuestra cultura occidental no practica ya ritos sacrificiales con animales. No entiende muy bien qué significa eso de ofrecer sacrificios a Dios. Por otra parte, en tiempos de espiritualidad difusa, en los que se concibe a Dios como una fuerza misteriosa, como una energía que produce vibraciones, hablar de un Dios que "tiene un hijo" resulta una afirmación anacrónica, absurda. Y, sin embargo, el misterio de Jesús está vinculado a su condición de Hijo entregado. Jesús es fruto del amor de Dios y expresión de la humanidad entera convertida en ofrenda.

En la eucaristía decimos: "Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros". La Iglesia ve en Jesús al que, con su entrega, nos libra del peso de nuestras culpas y nos abre el camino de toda liberación genuina: la entrega hasta el final. No hay sistema político o económico que entienda estas cosas. Por eso no hay ningún sistema político o económico que sea verdaderamente liberador.

Gonzalo cmf. (gonzalo@claret.org)


2-6.

En el Evangelio de hoy, se nos presenta dos tipos de bautismo: el bautismo del agua impartido por Juan y la nueva forma del bautismo que instituirá Jesucristo. El rito del bautismo de Juan está lleno de significado.

La persona que se acercaba a Juan para ser bautizada se preparaba para este momento tan importante. La entrada en el lago y la inmersión en el agua tenía el significado de dejar sumergida la vida pasada e iniciar una nueva vida. Era una muestra de conversión por la cual salía del agua dispuesto a cambiar en su forma de ser en la vida cotidiana y en su relación con Dios.

El bautismo con agua será la preparación para recibir el nuevo bautismo del que habla Juan cuando Jesús fue a bautizarse, el bautismo proveniente del Espíritu Santo. Tenemos referencia de este tipo de bautismo en los Hechos de los Apóstoles cuando Pedro habla a los judíos de convertirse y hacerse bautizar por el Espíritu Santo. El bautismo que será instituido por Jesucristo también hace referencia a una nueva vida. En este caso, a la persona bautizada se le abren las puertas a una nueva vida en el seno de la Iglesia al borrar el pecado original. Por ello pertenece al grupo de los sacramentos que hoy llamamos de Iniciación. Porque con él se inicia el camino para poder recibir todos los demás sacramentos.

La práctica de bautizar por sumersión ya no se practica hoy en día, sin embargo, durante mucho tiempo se conservó en algunas iglesias un baptisterio en el cual se bajaba por una escalera a un lugar oscuro y después de ser bautizado subía de nuevo a la luz, manteniendo el simbolismo como en el bautismo del Jordán.

P. José Rodrigo Escorza


2-7. CLARETIANOS 2003

Hoy, 3 de enero de 2003, sin haber conseguido todos nuestros sueños, con un buen fardo de imperfecciones a las espaldas, en un mundo muy injusto, ya ahora somos hijos de Dios, estamos sostenidos por un amor que dignifica toda vida, que convierte en extraordinario hasta la más elemental experiencia. Y esto es sólo un pálido anticipo de lo que estamos llamados a ser. Podríamos abandonarnos a otro tipo de pensamientos, podríamos dar más crédito a los escépticos, a los desesperanzados... Podríamos, pero en ese caso no estaríamos dejándonos guiar por la Palabra de Dios sino por nuestras torpes y orgullosas palabras. O, por lo menos, por nuestra visión superficial de lo que sucede.

El evangelio de hoy nos regala las dos primeras respuestas a la pregunta de ayer acerca de quién es Jesús. Las pone en labios de Juan el Bautista. Para él, Jesús es el Cordero de Dios ("Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo") y el Hijo de Dios ("Yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios"). No sé cómo podríamos acercarnos al sentido fuerte que ambas expresiones tenían para los primeros destinatarios del evangelio. Hoy no resulta nada fácil entender a Jesús como "cordero" y ni siquiera como "hijo". Nuestra cultura occidental no practica ya ritos sacrificiales con animales. No entiende muy bien qué significa eso de ofrecer sacrificios a Dios. Por otra parte, en tiempos de espiritualidad difusa, en los que se concibe a Dios como una fuerza misteriosa, como una energía que produce vibraciones, hablar de un Dios que "tiene un hijo" resulta una afirmación anacrónica, absurda. Y, sin embargo, el misterio de Jesús está vinculado a su condición de Hijo entregado. Jesús es fruto del amor de Dios y expresión de la humanidad entera convertida en ofrenda.

En la eucaristía decimos: "Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros". La Iglesia ve en Jesús al que, con su entrega, nos libra del peso de nuestras culpas y nos abre el camino de toda liberación genuina: la entrega hasta el final. No hay sistema político o económico que entienda estas cosas. Por eso no hay ningún sistema político o económico que sea verdaderamente liberador.

Gonzalo Fernández cmf (gonzalo@claret.org)


2-8.

vv. 29-34.Testimonio de Juan para toda época (sin oyentes determinados) acerca de Jesús. Centro (32): Jesús, el portador del Espíritu ( plenitud de vida y amor del Padre). Relación con el pró­logo: 1,30 repite 1,15. A la luz de 1,14 (clave de éxodo), el Cordero de Dios alude al cordero pascual, cuya sangre liberó al pueblo israelita de la muerte y cuya carne fue su alimento. Se anuncia, pues, la muerte de Jesús y la nueva Pascua (fiesta) / éxodo (liberación).

Como paloma (32) alude a Gn 1,2: "el Espíritu de Dios se cernía so­bre las aguas". Termina de realizarse el proyecto creador: la comunica­ción plena del Espíritu a Jesús hace realidad al Hombre-Dios (1,1). Consagración mesiánica (10,36; cf. Is 11,1ss; 42,1; 61,1ss), origen divino de la persona y misión de Jesús (3,13; 6,42.50.51.58; cf. 1,18). La esfera del Espíritu se encuentra donde está Jesús (cf. 4,24). El Espíritu se iden­tifica con la gloria, la plenitud de amor y lealtad (1,14); la misión de Jesús-Mesías consiste en comunicar a los hombres el Espíritu (33) o la gloria (17,22).

El pecado del mundo es la opción por una ideología (tiniebla) que frustra el proyecto creador, es decir, que suprime o reprime en los hombres la vida o la aspiración a ella, impidiendo la búsqueda de la ple­nitud en uno mismo o en los demás. Al dar la experiencia del Espí­ritu/vida, Jesús va a quitar el pecado del mundo, va a liberar al hombre de la sumisión a las ideologías de esclavitud. Tampoco yo sabía quién era (31.33), como Samuel no conocía a David (1 Sm 16,11); alusión mesianica.

El testimonio solemne de Juan (34) tendrá su paralelo en el del dis­cípulo al pie de la cruz (19,35).

Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987 (Adaptado por Jesús Peláez)


2-9.

Siempre que celebramos la eucaristía, poco antes de la comunión, exclamamos por tres veces: "Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo...". Tal vez casi nunca nos hemos detenido a reflexionar en el contenido de ésta extraña expresión: llamamos "cordero de Dios" a Jesucristo y le atribuimos la capacidad de quitar el pecado del mundo. Pues bien, la lectura que hoy hacemos del evangelio de Juan nos enseña que se trata de un título muy antiguo, aplicado a Jesús por Juan Bautista cuando lo vio por primera vez. Llamar a Jesús "cordero de Dios" es afirmar que él es la víctima de un terrible sacrificio sangriento, el que los judíos celebraban cada año por la pascua, y muchas veces a lo largo del año por muy diversos motivos, creyendo que la sangre de los sacrificios de corderos y de otros animales les alcanzaba de Dios el perdón de los pecados, la ayuda en las necesidades, o de que por lo menos le era grata.

Pero Juan Bautista dice más de Jesús. Dice que ve bajar sobre él al Espíritu en forma de paloma. Se trata del Espíritu de Dios: su fuerza, su energía creadora y santificadora, su presencia en el mundo y en los profetas, el impulso poderoso de Dios que suscitó a los caudillos liberadores de Israel, como los jueces y los reyes.

Quien posee el Espíritu divino lo puede comunicar a los demás. Por eso Juan Bautista anuncia que su bautismo penitencial, administrado con agua, será sustituido por un bautismo definitivo, que el Mesías Jesús administrará no sólo con agua, sino con el fuego del Espíritu divino. Un bautismo que nos hace a quienes lo recibimos hijos de Dios, partícipes de la misma dignidad de aquel a quien el Bautista rinde testimonio de ser el Hijo de Dios.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


2-10. En el evangelio de hoy Juan el Bautista le hace eco a la 1ª lectura exclamando ante la gente que lo rodeaba: "Este es el cordero de Dios que quita el pe­cado del mundo". El cordero era la víctima pascual que ofrecían los judíos al celebrar cada año la cena pascual. Ahora nuestro cordero es Cristo: Él se ha sa­crificado por nosotros y con su sacrificio nos ha dado la posibilidad de ser justos como Dios: amando y per­donando.

Juan Bautista sigue testimoniando a Jesús delan­te de todo aquel que quiera oírle. Ha visto bajar sobre Él al Espíritu Santo en forma de paloma y sabe, por­que le ha sido revelado, que aquel sobre quien des­cienda el Espíritu Santo es el que trae la salvación definitiva, el que nos dará un bautismo en el Espíritu -no solamente en el agua-, el Hijo de Dios.

En estos días de Navidad puede suceder que se infantilice nuestra fe, que la vivamos como si se tra­tara de un cuento de hadas, con estrellas mágicas, reyes orientales que abren sus tesoros fabulosos, ale­gres pastorcitos que cantan villancicos. Puede suce­der también que nuestra fe sea víctima en estos días de Navidad de los mercaderes de todo lo divino y lo humano.

Sólo nuestro testimonio de amor y de servicio pue­de hacer creíble la historia de la Navidad: que Dios envió a su Hijo en carne humana para devolvernos a todos y a todas la alegría, la paz y la vida.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


2-11. ACI DIGITAL 2003

29. Juan es el primero que llama a Jesús Cordero de Dios. Empieza a descorrerse el velo. El cordero que sacrificaban los judíos todos los años en la víspera de la fiesta de Pascua y cuya sangre era el signo que libraba del exterminio (Ex. 12, 13), figuraba a la Víctima divina que, cargando con nuestros pecados, se entregaría "en manos de los hombres" (Luc. 9, 44), para que su Sangre "más elocuente que la de Abel" (Hebr. 12, 25), atrajese sobre el ingrato Israel (v. 11) y sobre el mundo entero (11, 52) la misericordia del Padre, su perdón y los dones de su gracia para los creyentes (Ef. 2, 4 - 8)

34. El Hijo de Dios: Diversos mss. y S. Ambrosio dicen: el escogido (eklektós) de Dios. Cf. v. 45.


2-12. DOMINICOS 2003

Dijo el salmista: Un día los confines de la tierra contemplarán la victoria del Señor. Ese día cantaremos juntos un cántico nuevo de gozo, de gloria, de paz. Hoy nosotros, alzando la voz, podemos decir más que el salmista: El Señor está con nosotros... Aclámele la tierra entera.

Hoy es Juan el Bautista quien, invitándonos como a discípulos a participar de un encuentro con él, alarga el brazo y nos señala con el dedo a un personaje que pasa a su lado: el Cordero de Dios, el inmaculado Cordero que purificará nuestros pecados. Y nos dará la vida.

Espiritualmente no podemos desechar la invitación de Juan, es decir, no podemos sustraernos a la acción de Jesús que, superada su infancia, alza la voz, da gracias, ora, siente, ama, para que todos seamos testigos del latido de su corazón.



La luz de la Palabra de Dios
Primera carta de san Juan 2, 29-3,6:
“Queridos hermanos: si sabéis que Él es justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de Él. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!. El mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él.

Queridos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es...

Él se manifestó para quitar los pecados, y en él no hay pecado.

Todo el que permanece en él no peca; y todo el que peca es que no le ha visto ni conocido”

Evangelio según san Juan 1, 29-34:
“Al día siguiente [de haber dicho Juan que él bautizaba sólo en agua], al ver a Jesús que venía hacia él, exclamó: éste es el Cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “tras de mí viene un hombre que está por delante de mí porque existía antes que yo’. Yo no le conocía..., pero he contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre Él.”



Reflexión para este día
Dios es luz, amor, vida. Quien vive en él no peca.
San Juan en su carta primera juega mucho con la luz y las tinieblas, con el bien y el mal, la fidelidad y la infidelidad, con el conocimiento de la Verdad que deriva en compromiso de amistad y el desconocimiento intencionado que acompaña a la huida del compromiso y de la amistad. Juguemos con él.

Dios es justicia y amor, y quien vive en él no peca. Y su amor para con nosotros es tan grande que, habiéndonos enviado incluso a su Hijo, nos lleva en sus entrañas de Padre. Desconocerlo es sentirse alejado de la Verdad que nos salva y no gustar de su intimidad. Conocerlo es entrar en el reino de su amor y gracia. ¡Dichosos nosotros, si estamos en él y permanecemos en él! El pecado no tiene poder sobre nosotros.

Confesemos, como Juan, esas verdades sublimes, sin tintes de vanidad ni ocultamiento de su grandeza, con admiración en los ojos y en el corazón, poniéndonos a los pies del Cordero, Cristo.

En la verdad de nuestra fe y amor, siempre podemos decir, como Juan:

yo soy el servidor, Él es el Señor; yo, el pregonero, Él el mensaje; yo, el que baña y limpia el cuerpo por fuera, Él el que llena de gracia y hermosura el alma; yo, el monaguillo, Él el Cordero que se inmolará por nosotros.


2-13.

Comentario: Rev. D. Antoni M. Oriol i Tataret (Vic-Barcelona, España)

«Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios»

Hoy, este fragmento del Evangelio de san Juan nos adentra de lleno en la dimensión testimonial que le es propia. Es testigo la persona que comparece para declarar la identidad de alguien. Pues bien, Juan se nos presenta como el profeta por excelencia, que afirma la centralidad de Jesús. Veámoslo desde cuatro puntos de vista.

La afirma, en primer lugar, como un vidente que exhorta: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo hace, en segundo lugar, como un convencido que reitera: «Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’» (Jn 1,30). Lo confirma como consciente de la misión que ha recibido: «He venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel» (Jn 1,31). Y, finalmente, volviendo a su cualidad de vidente, afirma: «El que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo le he visto» (Jn 1,33-34).

Ante este testimonio que conserva dentro de la Iglesia la misma energía de hace dos mil años, preguntémonos, hermanos: en medio de una cultura laicista que niega el pecado, ¿contemplo a Jesús como aquel que me salva del mal moral? En medio de una corriente de opinión que sólo ve en Jesús un hombre religioso extraordinario, ¿creo en Él como aquel que existe desde siempre, antes que Juan, antes de que el mundo fuera creado? En medio de un mundo desorientado por mil ideologías y opiniones, ¿admito a Jesús como aquel que da sentido definitivo a mi vida? En medio de una civilización que margina la fe, ¿adoro a Jesús como aquel en quien reposa plenamente el Espíritu de Dios?

Y una última pregunta: mi “sí” a Jesús, ¿es tan absoluto que también yo, como Juan, proclamo a los que conozco y me rodean: «¡Os doy testimonio de que Jesús es el hijo de Dios!»?


2-14.

San Cirilo de Alejandría (380-444) obispo, doctor de la Iglesia. In Ephata I, pag. 886

“He aquí el Cordero de Dios”

Un solo Cordero ha muerto por todos, aquel que guarda todo el rebaño de los hombres para su Dios y Padre, uno por todos para someter a todos a Dios, uno por todos para ganarlos a todos, para que finalmente todos “los que viven, no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos” (2Cor 5,15) En efecto, cuando todavía estábamos bajo el pecado y sujetos a la muerte y la corrupción, el Padre ha entregado a su Hijo para nuestra redención, él sólo por todos, ya que todo está en él y él es más que todos. Uno sólo ha muerto por todos, para que todos vivan gracias a él.

Así como la muerte golpeó al Cordero, inmolado por todos, así la muerte nos ha dejado en libertad, gracias a él. Todos estábamos en Cristo muerto y resucitado por nosotros y a causa de nosotros. Verdaderamente, una vez destruido el pecado ¿cómo no iba a ser destruido también la muerte que viene del pecado? Muerta la raíz ¿cómo podía conservarse el fruto? Muerto el pecado ¿qué razón quedaba para que muriésemos todos? De modo que podemos decir con gozo, respecto a la muerte del Cordero: “Muerte ¿dónde está tu victoria, muerte dónde está tu aguijón?”(1Cor 15,55


2-15. Segundo Testimonio de Juan

Autor: P. José Rodrigo Escorza

Reflexión

En el Evangelio de hoy, se nos presenta dos tipos de bautismo: el bautismo del agua impartido por Juan y la nueva forma del bautismo que instituirá Jesucristo.

El rito del bautismo de Juan está lleno de significado. La persona que se acercaba a Juan para ser bautizada se preparaba para este momento tan importante. La entrada en el lago y la inmersión en el agua tenía el significado de dejar sumergida la vida pasada e iniciar una nueva vida. Era una muestra de conversión por la cual salía del agua dispuesto a cambiar en su forma de ser en la vida cotidiana y en su relación con Dios. El bautismo con agua será la preparación para recibir el nuevo bautismo del que habla Juan cuando Jesús fue a bautizarse, el bautismo proveniente del Espíritu Santo. Tenemos referencia de este tipo de bautismo en los Hechos de los Apóstoles cuando Pedro habla a los judíos de convertirse y hacerse bautizar por el Espíritu Santo.

El bautismo que será instituido por Jesucristo también hace referencia a una nueva vida. En este caso, a la persona bautizada se le abren las puertas a una nueva vida en el seno de la Iglesia al borrar el pecado original. Por ello pertenece al grupo de los sacramentos que hoy llamamos de Iniciación. Porque con él se inicia el camino para poder recibir todos los demás sacramentos. La práctica de bautizar por sumersión ya no se practica hoy en día, sin embargo, durante mucho tiempo se conservó en algunas iglesias un baptisterio en el cual se bajaba por una escalera a un lugar oscuro y después de ser bautizado subía de nuevo a la luz, manteniendo el simbolismo como en el bautismo del Jordán.


2-16. 2004

LECTURAS: 1JN 2, 29-3, 6; SAL 97; JN 1, 29-34

1Jn. 2, 29-3, 6. Dios es santo; Dios es amor; Dios es verdad; Dios es vida; Dios es misericordia. Podríamos pasarnos la vida expresando muchas cosas acerca de lo que Dios es, sin jamás poder decir que lo hemos atrapado en nuestros conceptos. Nosotros somos sus hijos. Y lo más importante no es saber qué o quién es Dios, sino cómo manifestamos en nuestro propio ser aquello que decimos de Él, pues al tratar de definirlo estamos definiendo nuestra propia vida. Hoy san Juan nos dice que Dios es santo; y que, por tanto, quienes somos sus hijos debemos ser santos como Dios es santo, ese es el trabajo que hemos de procurar llevar día a día, mediante nuestra identificación con Jesucristo. Quien sólo dice ser hijo de Dios con los labios, pero su vida, sus obras, sus actitudes son de maldad y de pecado, no puede en realidad decir que es hijo de Dios, pues ni siquiera lo conoce para poder vivir conforme a la revelación que de Dios nos hizo su Hijo Jesucristo nuestro Señor.

Sal. 97. Toda nuestra vida se eleva como un canto nuevo de alabanza al Señor nuestro Dios, pues nos ha librado de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian. Él se ha levantado victorioso sobre el pecado y la muerte, y nos ha hecho partícipes de esa victoria. En razón de esto nosotros no podemos vivir pecando, pues si así viviésemos estaríamos dando a entender que, a pesar de que con los labios llamamos Padre a Dios, continuaríamos lejos de Él y esclavos del pecado. Jesucristo ha venido como Salvador nuestro. Unamos a Él nuestra vida y dejémonos conducir por su Espíritu Santo para que, en adelante, nuestras obras manifiesten que en verdad somos hijos de Dios, pues Él habita, como Padre, en nuestros corazones.

Jn. 1, 29-34. Jesús es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Él ha venido como reconciliación nuestra. Él cargó sobre sí los pecados del mundo; en Él encontramos el perdón de nuestros pecados, para ser santos como Dios es Santo. Pero el Hijo de Dios hecho hombre, no ha venido a nosotros sólo para convertirse en nuestra reconciliación y en nuestra paz ante Dios, sino para elevar a la dignidad de hijos de Dios a cuantos creamos en su Nombre y vivamos unidos a Él. El Espíritu Santo da testimonio de que Jesús es Dios-con-nosotros, y de que Él tiene el poder de bautizarnos con el Espíritu Santo. Quienes seamos sumergidos en Él, al participar del mismo Espíritu de Dios, tanto somos sus hijos como estamos llamados a manifestar con nuestras buenas obras nacidas de Dios que somos de su linaje santo.

En esta Eucaristía venimos a reconciliarnos con Dios y a unir nuevamente nuestra vida a Cristo. No venimos a buscar formas de comportamientos correctos conforme a nuestros planes. Venimos a llenarnos de Dios; a abrir nuestro corazón para que Él habite en nosotros de tal forma que patentizamos que queremos permitirle al Señor que sea Él quien lleve a cabo su obra de salvación en nosotros. Debemos dejar a un lado nuestras luchas inútiles de querer llegar a ser como Dios conforme a nuestras imaginaciones. Es verdad que hemos de orar y que hemos de ser prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas; es verdad que hemos de estar vigilantes; es verdad que no podemos encerrar los dones de Dios sino ponerlos a trabajar para que produzcan el ciento por uno. Pero no somos nosotros, quienes con nuestras fuerzas, logramos la salvación que sólo es un regalo de Dios. Después de haber trabajado fuertemente sólo podremos decir: no somos sino sólo siervos inútiles, pues sólo hicimos lo que teníamos que hacer. Quien ha hecho de su vida una morada para el Señor, debe escuchar su Palabra y ponerla en práctica; debe dejarse guiar por el Espíritu Santo para que Él le vaya conformando a la imagen del Hijo de Dios.

Por voluntad de Dios, sobre nosotros ha bajado y se ha posado el Espíritu Santo. Desde ese momento debemos ser testigos, con nuestras obras, de que Dios está en nosotros y guía nuestros pasos por el camino del bien. Quienes hemos sido bautizados y, mediante ese Sacramento y la fe, hemos unido nuestra vida a Jesucristo, tenemos como vocación dar a conocer la presencia salvadora del Señor a todos los pueblos. Entonces podremos colaborar, desde una vida renovada en Cristo, a que se enderece el camino del Señor que muchas veces hemos torcido a causa de nuestros egoísmos. La Iglesia, que vive en medio del mundo, debe ser un signo claro del amor de Dios para todos los pueblos; pero, puesto que está compuesta por pecadores, debemos vivir en una continua conversión de tal forma que, siendo como el barro en manos del alfarero, Dios lleve a plenitud su obra salvadora en nosotros. Si, en cambio, llevamos una vida esclavizada al pecado, no podemos decir que somos de Cristo sino del anticristo, pues, tal vez no nuestras palabras, sino nuestro antitestimonio de fe a causa de nuestras malas obras, en lugar de construir, estaría destruyendo el Reino de Dios entre nosotros.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir plenamente unidos a Jesucristo como Señor y Salvador de nuestra vida, de tal forma que, guiados por el Espíritu Santo, seamos constructores de la paz y del amor fraterno hasta el día en que, juntos como hermanos, gocemos de la paz y del gozo sin ocaso en la vida eterna. Amén.

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2-17. ARCHIMADRID 2004

NUESTRA CONDICIÓN DE HIJOS

“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Quizás sea ésta la más grande afirmación que se ha podido decir acerca de ti y de mí: ser hijos de Dios. Llegar a comprender en qué consiste semejante filiación sería desentrañar, en definitiva, el por qué Dios se ha hecho carne. Se trata de considerar el Misterio que hemos ido contemplando (¡y tocando!) durante estos días. Lo inaccesible, lo omnipotente, lo eterno e infinito se ha vuelto de nuestra condición… ¡para siempre!

La filiación divina no es un apellido, o un título sin más, se trata de nuestra radical pertenencia a Dios alcanzada en el Bautismo. Un día dimos nuestro sí (o lo dieron nuestros padres en nuestro nombre), para que se estableciera la alianza entre lo divino y lo humano gracias a los méritos de Cristo. Ese día, verdadero nacimiento a la vida de Dios, fuimos encumbrados a lo más alto; quedamos incorporados a una realidad que supera totalmente el orden material. Es más, se nos dieron los instrumentos necesarios para que cualquier situación vivida en el mundo la selláramos con el nombre y la presencia de Cristo. Esa dignidad no significa otra cosa que llevar a cabo la obra creadora de Dios en el mundo… y, ¡tú y yo estamos llamados a realizar semejantes acciones! No importa que a los ojos de otros dichos actos sean más o menos “llamativos”; lo único necesario es que Dios sea testigo del amor que ponemos en ellos.

“Sabéis que él se manifestó para quitar los pecados, y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él no peca. Todo el que peca no le ha visto ni conocido”. Nuestra fragilidad nunca será óbice para que, tal y como nos dirá San Pablo, seamos templo del Espíritu Santo. Sólo el pecado es capaz de romper esa armonía querida por Dios: sólo un “non serviam!” (¡no serviré!), puede provocarnos un aislamiento de lo que es esa realidad sobrenatural que, en último término, nos sostiene y alimenta. ¡No te importen tus debilidades y tus fracasos!, ¡nunca digas: “no puedo más”! Cualquier padre comprende que su hijo le necesita a pesar de sus negativas. ¡Cuánto más entenderá Dios que sin Él nada podemos! Nunca nos humille tomar la actitud de aquel hijo pródigo que volvió a la casa del padre después de haber dilapidado su vida, aunque tengamos que volver todos los días, todas las horas, todos los minutos. Lo importante, lo verdaderamente significativo, es saber que somos hijos, y que nuestro Padre nos espera con los brazos abiertos… porque Él sí nos ama.

“Yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. San Juan Bautista fue un testigo cualificado de la divinidad de Cristo. Él había sido elegido para ser precursor del Mesías, el heraldo de la Verdad. Tú y yo no estuvimos en el Jordán para ver ese signo prodigioso que revelaría la Misión de Jesús, pero sí podemos manifestar, jornada tras jornada, las maravillas que realiza Dios en nuestras vidas (incluso a pesar nuestro en ocasiones) y en las de los demás. ¿No es éste un motivo que va más allá del agradecimiento?

El beso de “buenos días” que recibas en la frente mañana al levantarte, y que Dios Padre te dará, te hará sentir verdaderamente hijo suyo una vez más… ¡Bendito “endiosamiento” el de los hijos de Dios!


2-18.

Comentario: Rev. D. Antoni M. Oriol i Tataret (Vic-Barcelona, España)

«Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios»

Hoy, este fragmento del Evangelio de san Juan nos adentra de lleno en la dimensión testimonial que le es propia. Es testigo la persona que comparece para declarar la identidad de alguien. Pues bien, Juan se nos presenta como el profeta por excelencia, que afirma la centralidad de Jesús. Veámoslo desde cuatro puntos de vista.

La afirma, en primer lugar, como un vidente que exhorta: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo hace, en segundo lugar, como un convencido que reitera: «Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’» (Jn 1,30). Lo confirma como consciente de la misión que ha recibido: «He venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel» (Jn 1,31). Y, finalmente, volviendo a su cualidad de vidente, afirma: «El que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo le he visto» (Jn 1,33-34).

Ante este testimonio que conserva dentro de la Iglesia la misma energía de hace dos mil años, preguntémonos, hermanos: en medio de una cultura laicista que niega el pecado, ¿contemplo a Jesús como aquel que me salva del mal moral? En medio de una corriente de opinión que sólo ve en Jesús un hombre religioso extraordinario, ¿creo en Él como aquel que existe desde siempre, antes que Juan, antes de que el mundo fuera creado? En medio de un mundo desorientado por mil ideologías y opiniones, ¿admito a Jesús como aquel que da sentido definitivo a mi vida? En medio de una civilización que margina la fe, ¿adoro a Jesús como aquel en quien reposa plenamente el Espíritu de Dios?

Y una última pregunta: mi “sí” a Jesús, ¿es tan absoluto que también yo, como Juan, proclamo a los que conozco y me rodean: «¡Os doy testimonio de que Jesús es el hijo de Dios!»?


2-19. PARROQUIA S. ROQUE [carmelo@netcoop.com.ar]

Hoy, este fragmento del Evangelio de san Juan nos adentra de lleno en la dimensión testimonial que le es propia.

Es testigo la persona que comparece para declarar la identidad de alguien.

Juan se nos presenta como el profeta por excelencia, que afirma la centralidad de Jesús.

Veámoslo desde cuatro puntos de vista.

La afirma, en primer lugar, como un profeta-vidente que exhorta: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Lo hace, en segundo lugar, como un convencido que reitera: «Éste es por quien yo dije: ‘Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo’» (Jn 1,30).

Lo confirma como consciente de la misión que ha recibido: «He venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel» (Jn 1,31).

Y, finalmente, volviendo a su cualidad de profeta-vidente, afirma: «El que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo’. Y yo le he visto» (Jn 1,33-34).

Ante este testimonio que conserva dentro de la Iglesia la misma energía de hace dos mil años, preguntémonos, hermanos:

1. En medio de una cultura laicista que niega el pecado, ¿contemplo a Jesús como aquel que me salva del mal moral?

2. En medio de una corriente de opinión que sólo ve en Jesús un hombre religioso extraordinario, ¿creo en Él como aquel que existe desde siempre, antes que Juan, antes de que el mundo fuera creado?

3. En medio de un mundo desorientado por mil ideologías y opiniones, ¿admito a Jesús como aquel que da sentido definitivo a mi vida?

4. En medio de una civilización que margina la fe, ¿adoro a Jesús como aquel en quien reposa plenamente el Espíritu de Dios?

5. Y una última pregunta: mi “sí” a Jesús, ¿es tan absoluto que también yo, como Juan, proclamo a los que conozco y me rodean: «¡Les doy testimonio de que Jesús es el hijo de Dios!»?


2-20.

Reflexión:

1Jn. 2, 29--3, 6. Dios es santo; Dios es amor; Dios es verdad; Dios es vida; Dios es misericordia. Podríamos pasarnos la vida expresando muchas cosas acerca de lo que Dios es, sin jamás poder decir que lo hemos atrapado en nuestros conceptos. Nosotros somos sus hijos. Y lo más importante no es saber qué o quién es Dios, sino cómo manifestamos en nuestro propio ser aquello que decimos de Él, pues al tratar de definirlo estamos definiendo nuestra propia vida. Hoy san Juan nos dice que Dios es santo; y que, por tanto, quienes somos sus hijos debemos ser santos como Dios es santo, ese es el trabajo que hemos de procurar llevar día a día, mediante nuestra identificación con Jesucristo. Quien sólo dice ser hijo de Dios con los labios, pero su vida, sus obras, sus actitudes son de maldad y de pecado, no puede en realidad decir que es hijo de Dios, pues ni siquiera lo conoce para poder vivir conforme a la revelación que de Dios nos hizo su Hijo Jesucristo nuestro Señor.

Sal. 98 (97). Toda nuestra vida se eleva como un canto nuevo de alabanza al Señor nuestro Dios, pues nos ha librado de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian. Él se ha levantado victorioso sobre el pecado y la muerte, y nos ha hecho partícipes de esa victoria. En razón de esto nosotros no podemos vivir pecando, pues si así viviésemos estaríamos dando a entender que, a pesar de que con los labios llamamos Padre a Dios, continuaríamos lejos de Él y esclavos del pecado. Jesucristo ha venido como Salvador nuestro. Unamos a Él nuestra vida y dejémonos conducir por su Espíritu Santo para que, en adelante, nuestras obras manifiesten que en verdad somos hijos de Dios, pues Él habita, como Padre, en nuestros corazones.

Jn. 1, 29-34. Jesús es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Él ha venido como reconciliación nuestra. Él cargó sobre sí los pecados del mundo; en Él encontramos el perdón de nuestros pecados, para ser santos como Dios es Santo. Pero el Hijo de Dios hecho hombre, no ha venido a nosotros sólo para convertirse en nuestra reconciliación y en nuestra paz ante Dios, sino para elevar a la dignidad de hijos de Dios a cuantos creamos en su Nombre y vivamos unidos a Él. El Espíritu Santo da testimonio de que Jesús es Dios-con-nosotros, y de que Él tiene el poder de bautizarnos con el Espíritu Santo. Quienes seamos sumergidos en Él, al participar del mismo Espíritu de Dios, tanto somos sus hijos como estamos llamados a manifestar con nuestras buenas obras nacidas de Dios que somos de su linaje santo.

En esta Eucaristía venimos a reconciliarnos con Dios y a unir nuevamente nuestra vida a Cristo. No venimos a buscar formas de comportamientos correctos conforme a nuestros planes. Venimos a llenarnos de Dios; a abrir nuestro corazón para que Él habite en nosotros de tal forma que patentizamos que queremos permitirle al Señor que sea Él quien lleve a cabo su obra de salvación en nosotros. Debemos dejar a un lado nuestras luchas inútiles de querer llegar a ser como Dios conforme a nuestras imaginaciones. Es verdad que hemos de orar y que hemos de ser prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas; es verdad que hemos de estar vigilantes; es verdad que no podemos encerrar los dones de Dios sino ponerlos a trabajar para que produzcan el ciento por uno. Pero no somos nosotros, quienes con nuestras fuerzas, logramos la salvación que sólo es un regalo de Dios. Después de haber trabajado fuertemente sólo podremos decir: no somos sino sólo siervos inútiles, pues sólo hicimos lo que teníamos que hacer. Quien ha hecho de su vida una morada para el Señor, debe escuchar su Palabra y ponerla en práctica; debe dejarse guiar por el Espíritu Santo para que Él le vaya conformando a la imagen del Hijo de Dios.

Por voluntad de Dios, sobre nosotros ha bajado y se ha posado el Espíritu Santo. Desde ese momento debemos ser testigos, con nuestras obras, de que Dios está en nosotros y guía nuestros pasos por el camino del bien. Quienes hemos sido bautizados y, mediante ese Sacramento y la fe, hemos unido nuestra vida a Jesucristo, tenemos como vocación dar a conocer la presencia salvadora del Señor a todos los pueblos. Entonces podremos colaborar, desde una vida renovada en Cristo, a que se enderece el camino del Señor que muchas veces hemos torcido a causa de nuestros egoísmos. La Iglesia, que vive en medio del mundo, debe ser un signo claro del amor de Dios para todos los pueblos; pero, puesto que está compuesta por pecadores, debemos vivir en una continua conversión de tal forma que, siendo como el barro en manos del alfarero, Dios lleve a plenitud su obra salvadora en nosotros. Si, en cambio, llevamos una vida esclavizada al pecado, no podemos decir que somos de Cristo sino del anticristo, pues, tal vez no nuestras palabras, sino nuestro antitestimonio de fe a causa de nuestras malas obras, en lugar de construir, estaría destruyendo el Reino de Dios entre nosotros.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir plenamente unidos a Jesucristo como Señor y Salvador de nuestra vida, de tal forma que, guiados por el Espíritu Santo, seamos constructores de la paz y del amor fraterno hasta el día en que, juntos como hermanos, gocemos de la paz y del gozo sin ocaso en la vida eterna. Amén.

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