LA
AGONÍA DE CRISTO
Por Santo
Tomás Moro.
I.
"SOBRE LA TRISTEZA, AFLICCIÓN MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER
CAPTURADO" (Mt 26, Mc 14, Lc 22, Ju 18).
Oración
y mortificación con Cristo
"Y
dicho el himno de acción de gracias, salieron hacia el monte de los
Olivos". Aunque habla hablado de tantas cosas santas durante la cena con
sus Apóstoles, sin embargo,. y a punto de marchar, quiso acabarla con una
acción de gracias. ¡Ah!, qué poco nos parecemos a Cristo aunque llevemos su
nombre y nos llamemos cristianos. Nuestra conversación en las comidas no sólo
es tonta y superficial (incluso por esta negligencia advirtió Cristo que
deberemos rendir cuenta), sino que a menudo es también perniciosa, y una vez
llenos de comida y bebida dejamos la mesa sin acordarnos de Dios y sin darle
gracias por los bienes que nos ha otorgado.
Un
hombre sabio y piadoso, que fue egregio investigador de los temas sagrados y
arzobispo de Burgos , da algunos argumentos convincentes para mostrar que el
himno que Cristo recitó con los Apóstoles consistía en aquellos seis salmos
que los hebreos llaman el "gran allelluia", es decir, el salmo 112 y
los cinco restantes. Es una costumbre antiquísima que han seguido para dar
gracias en la fiesta de Pascua y en otras fiestas importantes. Incluso en
nuestros días siguen usando este himno para las mismas fiestas. Por lo que se
refiere a los cristianos, aunque solíamos decir diferentes himnos de bendición
y acción de gracias según las épocas del año, cada uno apropiado a su
época, ahora hemos permitido que casi todos estén en desuso. Nos quedamos tan
contentos diciendo dos o tres palabrejas, cualesquiera que sean, e incluso ésas
las susurramos descuidadamente y bostezando con indolencia.
Salieron
hacia el monte de los Olivos, y no a la cama. El profeta dice: "En mitad de
la noche me levanté para rendirte homenaje", pero Cristo ni siquiera se
reclinó sobre el lecho. Ojalá pudiéramos nosotros, por lo menos, aplicarnos
con verdad este otro texto: "Me acordé de tí cuando descansaba sobre mi
cama . Y no era el tiempo veraniego cuando Cristo, después de cenar, se
dirigió hacia el monte. Porque no debía ocurrir todo esto mucho más tarde del
equinoccio de invierno, y aquella noche hubo de ser fría, como muestra la
circunstancia de que los servidores se calentaban junto a las brasas en el patio
del sumo pontífice. Ni tampoco era ésta la primera vez que Cristo hacía tal
cosa, como claramente atestigua el evangelista al escribir secundum
consuetudinem, "según su costumbre" .
Subió
a una montaña para rezar, significando así que, al disponernos a hacer
oración, hemos de elevar nuestras mentes del tumulto de las cosas temporales
hacia la contemplación de las divinas. El mismo monte de los Olivos tampoco
carece de misterio, plantado como estaba con olivos. La rama de olivo era
generalmente empleada como símbolo de paz, aquella que Cristo vino a establecer
de nuevo entre Dios y el hombre después de tan larga separación. El aceite que
se extrae del olivo representa la unción del Espíritu: Cristo vino y volvió a
su Padre con el propósito de enviar el Espíritu Santo sobre los discípulos,
de tal modo que su unción pudiera enseñarles todo aquello que no hubieran
podido sobrellevar si se lo hubiera dicho antes.
"Marchó
a la otra parte del torrente Cedrón, a un huerto llamado Getsemaní".
Corre el Cedrón entre la ciudad de Jerusalén y el monte de los Olivos, y el
vocablo "Cedrón" significa en lengua hebrea "tristeza",
mientras que "Getsemaní" quiere decir "valle muy fértil" y
también "valle de olivos". No se ha de pensar que es simple
casualidad el hecho de que los evangelistas recordaran con tanto cuidado estos
nombres. De lo contrario, hubieran considerado suficiente indicar que fue al
monte de los Olivos, a no ser que Dios hubiera escondido bajo estos nombres
algunos misteriosos significados que hombres estudiosos, con la ayuda del
Espíritu Santo, intentarían descubrir, por el simple hecho de ser mencionados.
Dado que ni una sílaba puede considerarse vana o superflua en un escrito
inspirado por el Espíritu Santo mientras los Apóstoles escribían, y dado el
hecho de que ni siquiera un pájaro cae a tierra fuera del orden querido por
Dios, me es imposible pensar que los evangelistas mencionaran estos nombres de
manera fortuita, o bien que los judíos los asignaran a lugares (cualquiera que
fuese su intención al hacerlo) sin un plan escondido del Espíritu Santo, que
guardó en tales nombres un depósito de misterios para que fueran desenterrados
más adelante.
"Cedrón"
significa tanto "tristeza" como "negrura u oscuridad" y da
nombre no sólo al torrente mencionado por los evangelistas, sino también -como
consta con claridad al valle por el que corre el torrente y que separa a
Getsemaní de la ciudad. Así, todos estos nombres evocan a la memoria (a no ser
que nos lo impida ver nuestra somnolencia) la realidad de que mientras estamos
distantes del Señor, como dice el Apóstol , y antes de llegar al monte
fructífero de los Olivos y a la agradable finca de Getsemaní -cuyo aspecto no
es triste y áspero, sino fértil en toda clase de alegrías-, debemos cruzar el
valle y la corriente del Cedrón. Un valle de lágrimas y un torrente de
tristeza, en cuyas aguas puedan limpiarse la suciedad y negrura de nuestros
pecados. Mas, si cansados y abrumados con dolor y llanto intentamos
perversamente cambiar este mundo, este lugar de trabajo y de sacrificio, en
puerto de frívolo descanso; si buscamos el paraíso en la tierra, entonces nos
apartamos y huimos para siempre de la verdadera felicidad, y buscaremos la
penitencia cuando ya es demasiado tarde, y nos veremos además envueltos en
tribulaciones intolerables e interminables.
Esta
es la lección saludable de la que estos nombres nos advierten, tan
oportunamente escogidos están. Y como las palabras de la Sagrada Escritura no
están atadas a un solo sentido, sino cargadas con otros misteriosos, estos
nombres de lugares armonizan bien con la historia de la Pasión de Cristo.
Parece como si sólo por esta razón la eterna providencia de Dios se hubiera
cuidado de que esos lugares recibieran tales nombres, que serían, siglos
después, señales anunciadoras de su Pasión. El que "Cedrón"
signifique "ennegrecido" ¿no parece querer recordar aquella
predicción del profeta sobre Cristo, anunciando que entraría en su gloria por
un suplicio ignominioso, y que quedaría desconocido por las contusiones y los
cardenales, la sangre, los escupitajos y la suciedad hasta tal grado que
"no hay forma ni belleza en su rostro"?.
Y
que el nombre del torrente que cruzó no en
vano significa
"triste" es algo que el mismo
Cristo atestiguó al decir:
"Mi alma está triste con tristeza de muerte."
"Y
le siguieron también sus discípulos", es decir, los once que habían
quedado con El.El diablo habla entrado en el otro Apóstol después de cenar, y
afuera también éste marchó, mas no para seguir como discípulo al maestro,
sino para perseguirle como un traidor. Bien se cumplían en él aquellas
palabras de Cristo: "El que no está conmigo está en contra de mí"
En contra de Cristo ciertamente estaba porque en ese mismo momento tramaba
insidias para atraparle, mientras el resto de los discípulos le seguían para
rezar. Sigamos nosotros a Cristo y supliquemos al Padre con El. No imitemos la
conducta de judas, abandonando a Cristo después de haber participado de sus
favores y haber cenado espléndidamente con El, para que no caiga sobre nosotros
aquella profecía: "Si veías al ladrón te ibas con él".
"Judas,
que le entregaba, conocía bien el sitio porque solía Jesús retirarse muchas
veces a él con sus discípulos". Una vez más los evangelistas aprovechan
la ocasión -al mencionar al traidor- para subrayar, y así grabar en nosotros,
aquella santa costumbre de Cristo de retirarse con sus discípulos para hacer
oración. Si hubiera ido allí únicamente algunas veces y no frecuentemente, no
hubiera estado el traidor tan seguro como estaba de encontrar allí al Señor,
hasta el punto de llevar a los servidores del sumo sacerdote y a la cohorte de
soldados romanos, como si todo se hubiera acordado de antemano. Caso de que
hubieran visto que no estaba todo previsto, hubieran juzgado que Judas se
burlaba de ellos, y no le habrían dejado marchar impune. Y yo me pregunto:
¿dónde están esos que se creen grandes hombres y se glorían de sí mismos
como si hicieran algo extraordinario cuando, en las vigilias de algunas fiestas
importantes, prolongan un poco más la oración en la noche o se levantan
temprano para la oración de la mañana? Cristo, nuestro Salvador, tenía como
costumbre pasar noches enteras en oración, sin dormir. ¿Dónde están los que
le llamaban glotón porque no rechazaba la invitación a los banquetes de los
publicanos ni despreciaba a los pecadores?
¿Dónde
están aquellos que juzgando su moral con rigidez farisaica no la consideraban
mejor que la moral de la chusma?
Mientras
tristes y amargados rezaban los hipócritas en las esquinas de las plazas para
ser vistos por los hombres, El, apacible y amable, almorzaba con pecadores para
ayudarles a cambiar sus vidas. Y, además, solía pasar la noche rezando al
descubierto, bajo el cielo, mientras el fariseo hipócrita roncaba a pierna
suelta en la blandura de su lecho. ¡Ojalá aquellos de nosotros que,
esclavizados en tal forma por la pereza no podemos imitar este ejemplo de
nuestro Salvador, tuviéramos, por lo menos, el deseo de traer a la memoria
-precisamente mientras nos damos la vuelta en la cama medio dormidos- estas sus
noches enteras en oración! Ojalá aprovecháramos esos momentos mientras
esperamos al sueño para dar gracias a Dios, para pedirle más gracias y para
condenar nuestra apatía y pereza. Estoy seguro de que si hiciéramos el
propósito de adquirir el hábito e intentarlo aunque sólo fuera un poco, pero
con constancia, en breve tiempo nos concedería Dios dar un gran paso y aumentar
el fruto.
La
angustia de Cristo ante la muerte
"Y
dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago
oración. Y llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a
entristecerse y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta
la muerte. Aguardad aquí y velad conmigo" . Después de mandar a los otros
ocho Apóstoles que se quedaran sentados en un lugar, El siguió más allá,
llevando consigo a Pedro, a Juan y a su hermano Santiago, a los que siempre
distinguió del resto por una mayor intimidad. Aunque no hubiera tenido otro
motivo para hacerlo que el haberlo querido, así, nadie tendría razón para la
envidia por causa de su bondad. Pero tenla motivos para comportarse de esta
manera, y los debió de tener presentes. Destacaba Pedro por el celo de su fe, y
Juan por su virginidad, y el hermano de éste, Santiago, seria el primero entre
ellos en padecer martirio por el nombre de Cristo. Estos eran, además, los tres
Apóstoles a los que se les había concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era,
por tanto, razonable que estuvieran muy próximos a El, en la agonía previa a
su Pasión., los mismos que habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y
a quienes El habla recreado con un destello de la claridad eterna porque
convenía que fueran fuertes y firmes.
Avanzó
Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y
agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque estuvieran
otros junto a El, le llevó a exclamar inmediatamente palabras que indican bien
la angustia que oprimía su corazón: "Triste está mi alma hasta la
muerte." Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito
y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que
estaba a punto de volcarse sobre El: el infiel y alevoso traidor, los enemigos
enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas
acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas
horribles prolongadas durante horas. Sobre todo esto le abrumaba y dolía el
espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e incluso el fin
desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía además el
"inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y sufrimientos se
revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo
inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques
destrozados.
Alguno
podrá quizás asombrarse, y se preguntará cómo es posible que nuestro
salvador Jesucristo, siendo verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso,
sintiera tristeza, dolor y pesadumbre. No hubiera podido padecer todo esto si
siendo como era Dios, lo hubiera sido de tal manera que no fuese al mismo tiempo
hombre verdadero. Ahora bien, como no era menos verdadero hombre que era
verdaderamente Dios, no veo razón para sorprendernos de que, al ser hombre de
.verdad, participara de los afectos y pasiones naturales de los hombres (afectos
y pasiones, por supuesto, ausentes en todo de mal o de culpa). De igual modo,
por ser Dios, hacia portentosos milagros. Si nos asombra que Cristo sintiera
miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos sorprende tanto el
que sintiera hambre, sed y sueño? ¿No era menos verdadero Dios por todo esto?
Tal
vez, se podría objetar: "Está bien. Ya no me causa extrañeza que
experimentara esas emociones y estados de ánimo, pero no puedo explicarme el
que deseara tenerlas de hecho. Porque El mismo enseñó a los discípulos a no
tener miedo a aquellos que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada
más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y,
especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si El no lo
permitiera? Consta, además., que sus mártires corrían hacia la muerte prestos
y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi
insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de
parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se
entristeciera a medida que se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el
primero y el modelo ejemplar de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba
primero hacer y luego enseñar, hubiera sido más lógico haber asentado en esos
momentos un buen ejemplo para que otros aprendieran de El a sufrir gustosos la
muerte por causa de la verdad. Y también para que los que más tarde morirían
por la fe con duda y miedo no excusaran su cobardía imaginando que siguen a
Cristo, cuando en realidad su reluctancia puede descorazonar a otros que vean su
temor y tristeza, rebajando así la gloria de su causa."
Estos
y otros que tales objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la
cuestión, ni se dan cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus
discípulos que tuvieran miedo a la muerte. No quiso que sus discípulos no
rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que nunca huyeran por miedo de
aquella muerte "temporal" que no durará mucho, para ir a caer, al
renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos fuesen
soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta
y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no
teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al
sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa. Seria escapar de
unos dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y
amargos.
Cuando
un médico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del
cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca intenta persuadirle
de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la
quemadura causen. Admite que será penoso, pero sabe bien que el dolor será
superado por el gozo de recuperar la salud y evitar dolores más atroces.
Aunque
Cristo nuestro Salvador nos manda tolerar la muerte, si no puede ser evitada,
antes que separarnos de El por miedo a la muerte (y esto ocurre cuando negamos
públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos hacer
violencia a nuestra naturaleza (como seria el caso si no hubiéramos de temer en
absoluto la muerte), que incluso nos deja la libertad de escapar si es posible
del suplicio, siempre que esto no repercuta en daño de su causa. "Si os
persiguen en una ciudad -dice- , huid a otra" . Esta indulgencia y cauto
consejo de prudente maestro fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los
grandes mártires en los siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no
usara este permiso en un momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con
gran provecho para sí y para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo
oportuno según la oculta providencia de Dios. Hay también valerosos campeones
que tomaron la iniciativa profesando públicamente su fe cristiana aunque nadie
se lo exigiera; e incluso llegaron a exponerse y ofrecerse a morir aunque
tampoco nadie les forzara. Así lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas
veces, ocultando las riquezas de la fe para que quienes traman contra los
creyentes piquen el anzuelo; y otras, haciendo ostentación de esos tesoros de
tal modo que sus crueles perseguidores se irriten y exasperen al ver sus
esperanzas frustradas, y comprueben con rabia que toda su ferocidad es incapaz
de superar y vencer a quienes gustosamente avanzan hacia el martirio.
Sin
embargo, Dios misericordioso no nos manda trepar a tan empinada y ardua cumbre
de la fortaleza; así que nadie debe apresurarse precipitadamente hasta tal
punto que no pueda volver sobre sus pasos poco a poco, poniéndose en peligro de
estrellarse de cabeza en el abismo si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son
llamados por Dios para esto, que luchen por conseguir lo que Dios quiere y
-reinarán vencedores. - Mantiene ocultos los tiempos y las causas de las cosas,
y cuando llega el momento oportuno saca a la luz el arcano tesoro de su
sabiduría que penetra todo con fortaleza y dispone todo con suavidad. Por
consiguiente, si alguien es llevado hasta aquel punto en que debe tomar una
decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de dudar que está en
medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este modo el motivo más
grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará de este combate, o
bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo como triunfador.
Porque "fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras
fuerzas, sino que de la misma prueba os hará sacar provecho para que podáis
sosteneros
Si
enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con el diablo, príncipe de este mundo, y
con sus secuaces, no hay modo posible de escapar sin ofender a Dios, tal hombre
-en mi opinión- debe desechar todo miedo; yo le mandaría descansar tranquilo
lleno de esperanza y de confianza, "porque disminuirá la fortaleza de
quien desconfíe en el día de la tribulación" . Pero el miedo y la
ansiedad antes del combate no son reprensibles, en la medida en que la razón no
deje de luchar en su contra, y la lucha en si misma no sea criminal ni
pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, sino, al contrario, inmensa y
excelente oportunidad para merecer. ¿0 acaso imaginas tú que aquellos santos
mártires que derramaron su sangre por la fe no tuvieron jamás miedo a los
suplicios y a la muerte? No me hace falta elaborar todo un catálogo de
mártires: para mi el ejemplo de Pablo vale por mil .
Si
en la guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda de que
podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la batalla
por la fe contra los perseguidores infieles. Pablo, fortísimo entre los atletas
de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo hablan crecido tanto que no
dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue quien dijo: "He luchado
con valor, he concluido la carrera, y ahora una corona de justicia me está
reservada". Tan ardiente era el deseo que le llevó a escribir: "Mi
vivir es Cristo, y morir, una ganancia" `. Y también: "Anhelo verme
libre de las ataduras del cuerpo y estar con Cristo". Sin embargo, y junto
a todo esto, ese mismo Pablo no sólo procuró escapar con gran habilidad, y
gracias al tribuno, de las insidias de los judíos, sino que también se libró
de la cárcel declarando y haciendo valer su ciudadanía romana; eludió la
crueldad de los judíos apelando al César, y escapó. de las manos sacrílegas
del rey Aretas dejándose deslizar por la muralla metido en una cesta.
Alguien
podría decir que Pablo contemplaba en esas ocasiones el fruto que más tarde
habla de sembrar con sus obras, y que además, en tales circunstancias, jamás
le asustó el miedo a la muerte. Le concedo ampliamente el primer punto, pero no
me aventuraría a afirmar estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del
Apóstol no era impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe
a los corintios: "Así que hubimos llegado a Macedonia, nuestra carne no
tuvo descanso alguno, sino que sufrió toda suerte de tribulaciones, luchas por
fuera, temores por dentro" . Y escribía en otro lugar a los mismos:
"Estuve entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor . Y de
nuevo: "Pues no queremos, hermanos, que ignoréis las tribulaciones que
padecimos en Asia, ya que el peso que hubimos de llevar superaba toda medida,
más allá de nuestras fuerzas, hasta tal punto que el mismo hecho de vivir nos
era un fastidio" .
¿No
escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su
estremecimiento, su cansancio, más *insoportable que la misma muerte, hasta tal
punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella? Niega
ahora si puedes que los mártires santos de Cristo sintieron miedo ante una
muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo detener
a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los consejos de los
discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía
impulsado por el Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había
predicho que las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.
El
miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena:
es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de
llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por
miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario
luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al
enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo
demás., no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el animo
de un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y
lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer
miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor
alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército enemigo., sino
también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más difícil de
vencer que el mismo enemigo.
La
Humanidad de Cristo
Por
lo que se refiere a Cristo nuestro Salvador, lo que ocumo poco después muestra
qué lejos estaba de dejarse arrastrar por la tristeza, el miedo o el cansancio,
y no obedecer el mandato de su Padre, llevando con valentía a su término todo
lo que antes temiera con miedo provechoso y prudente. Por más de una razón
quiso Cristo padecer miedo y tristeza, tedio y pena. Digo que quiso, libremente,
no que fue forzado., porque ¿quién puede forzar a Dios? El mismo dispuso de
modo admirable que su divinidad moderara el influjo en su humanidad de tal modo
que pudiera admitir las pasiones de nuestra frágil naturaleza humana, y
padecerlas con la intensidad que El quisiera. Como decía, quiso hacerlo así
por varias razones.
La
primera fue llevar a cabo aquello para lo que vino a este mundo : dar testimonio
de la verdad. Pues aunque fuera verdaderamente hombre y verdaderamente Dios no
han faltado quienes, al comprobar la verdad de su naturaleza humana en su
hambre, sed, sueño, cansancio y otras cosas parecidas, falsamente se
persuadieron a sí mismos de que no era verdadero Dios. No me refiero a los
judíos y gentiles que entonces le rechazaban, sino más bien a aquellos que
mucho tiempo después, y que incluso profesaron su fe y su nombre, herejes como
Arrio y seguidores de su secta, negaron que Cristo fuera consustancial con el
Padre, desencadenando as¡ contiendas en la Iglesia durante años.
Contra
plagas como ésta opuso Cristo un poderoso antídoto: el depósito sin fin de
sus milagros. Pero apareció un peligro igual en el otro extremo., como quien
tras escapar de Scilla viene a caer en Caribdis. Hubo, en efecto, quienes
fijaron su atención de tal modo en la gloria de sus señales y poderes que,
ofuscados y aturdidos por aquel inmenso esplendor, acabaron negando que Cristo
fuera un hombre verdadero. Aumentando el número de los que así pensaban hasta
formar una secta, no cejaron en su esfuerzo por escindir la unidad santa de la
Iglesia católica, destruyéndola y rompiéndola con su desgraciada sedición.
Esta insensata postura, no menos peligrosa que falsa, busca minar y trastocar
completamente (en la medida en que pueden) el misterio de la redención del
género humano. Tratan de cortar y secar la fuente de donde mana nuestra
salvación, esto es, la pasión y muerte del Salvador.
Para
curar esta enfermedad mortífera, el mejor y mas comprensivo de los médicos
quiso experimentar en sí mismo la tristeza, el cansancio, el miedo a las
torturas, mostrando por medio de estos indicios de humana debilidad que era
verdaderamente un hombre.
Vino
además a este mundo a ganar para nosotros la alegría por su propio dolor: y ya
que nuestra felicidad será consumada en. el cielo tanto en el alma como en el
cuerpo, quiso de esta manera padecer no sólo el dolor de la tortura corporal,
sino experimentar también en su alma, y de la forma más cruda y amarga, la
tristeza, el miedo y el tedio. Lo hizo en parte para unirnos más a El, por
razón de todo cuanto padecía por nosotros; Y. en parte, para advertirnos cuán
equivocados estamos al rechazar el dolor por su causa (ya que El libremente
soportó tanto e inmenso dolor por la nuestra), o al tolerar de mala gana el
castigo merecido por nuestros pecados: porque vemos a nuestro Salvador
padeciendo por su propia voluntad toda esa gama de tormentos corporales y
mentales, y no porque los hubiera merecido por una ofensa suya, sino
exclusivamente para liberamos de la maldad que sólo nosotros cometimos.
Una
última razón, y dado que nada se le ocultaba a su conocimiento eterno,
se encuentra en el hecho de que sabía que habría en la Iglesia personas de
diversos temperamentos y condiciones. Y aunque la sola naturaleza sin la ayuda
de la gracia nada puede hacer para sobrellevar el martirio (el Apóstol dice que
ni siquiera se puede exclamar "jesús es el Señor" si no es en el
Espíritu), sin embargo, Dios no da la gracia a los hombres de tal modo que se
suspendan las funciones y procesos de la naturaleza. 0 bien permite que la
naturaleza se acomode a la gracia y la sirva de tal modo que la obra buena sea
hecha con más facilidad., o, caso de que la naturaleza esté dispuesta a
resistir, Dios hace que esta misma resistencia, vencida y subyugada por la
gracia, aumente el mérito de la obra, precisamente en razón de que era
difícil de llevar a cabo.
Sabía
Cristo que muchas personas de constitución débil se llenarían de terror ante
el peligro de ser torturadas, y quiso darles ánimo con el ejemplo de su propio
dolor, su propia tristeza, su abatimiento y miedo inigualable. De otra manera,
desanimadas esas personas al comparar su propio estado temeroso con la
intrépida audacia de los más fuertes mártires, podrían llegar a conceder sin
más aquello que temen les será de todos modos arrebatado por la fuerza. A
quien en esta situación estuviera y parece como si Cristo se sirviera de su
propia agonía para hablarle con vivísima voz:
-"Ten
valor, tú que eres débil y flojo, y no desesperes. Estás atemorizado y
triste, abatido por el cansancio y el temor al tormento. Ten confianza. Yo he
vencido al mundo, y a pesar de ello sufrí mucho más por el miedo y estaba cada
vez más horrorizado a medida que se avecinaba el sufrimiento. Deja que el
hombre fuerte tenga como modelo mártires magnánimos, de gran valor y presencia
de ánimo. Deja que se llene de alegría imitándolos. Tú, temeroso y
enfermizo, tómame a Mí como modelo. Desconfiando de ti, espera en Mí. Mira
cómo marcho delante de ti en este camino tan lleno de temores. Agárrate al
borde de mi vestido, y sentirás fluir de él un poder que no permitirá a la
sangre de tu corazón derramarse en vanos temores y angustias; hará tu ánimo
más alegre, sobre todo cuando recuerdes que sigues muy de cerca mis pasos -fiel
soy, y no permitiré que seas tentado má
s allá de tus fuerzas, sino que
te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla-, y alegra
también tu ánimo cuando recuerdes que esta tribulación leve y momentánea se
convertirá en un peso de gloria inmenso. Porque los sufrimientos de aquí abajo
no son comparables con la gloria futura que se manifestará en ti. Saca fuerza
de la consideración de todo esto y arroja el abatimiento y la tristeza, el
miedo y el cansancio, con el signo de mi cruz y como si sólo fueran vanos
espectros en las tinieblas. Avanza con brío y atraviesa los obstáculos
firmemente confiado en que yo te apoyaré y dirigiré tu causa hasta que seas
proclamado vencedor. Te premiaré entonces con la corona de la victoria."
Entre
las razones por las que nuestro Salvador tomó sobre sí mismo las pasiones de
la natural debilidad humana, esta última de la que acabo de hablar no es menos
digna de consideración. Quiero decir que de verdad se hizo débil por causa del
débil, para poder así atender a otros hombres débiles gracias, precisamente,
a su propia debilidad. Tan impresa tenía en su corazón la preocupación por
nuestra felicidad que todo el proceso de su agonía no parece haber sido
delineado sino para dejar bien asentada toda una disciplina de lucha y un
método para el soldado que, débil y temeroso, necesita ser empujado -por así
decir- al martirio.
¿Cómo
es nuestra oración?
Para
enseñar que en el peligro o en una dificultad que acecha hemos de pedir a otros
que vigilen y recen, poniendo al mismo tiempo nuestra confianza en sólo Dios; y
también con la intención de mostrar que tomarla el cáliz amargo de la cruz El
solo, en soledad y sin otra compañía, mandó a aquellos tres Apóstoles que El
había entresacado de los once y llevado al pie de la montaña, que se quedaran
allí, firmes y vigilando con El. Después se retiró como un tiro de piedra.
"Alejándose un poco adelante, se postró en tierra, caldo sobre su rostro,
y suplicaba que, si ser pudiese, se alejara de El aquella hora: ¡Padre, Padre
mío!, decía, todas las cosas te son posibles. Aparta de Mí este cáliz, mas
no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú."
Lo
primero que enseña Cristo Rey, y con su propio ejemplo, a quien quiera luchar
por El es la virtud de la humildad, fundamento de las demás virtudes y que
permite a uno remontarse hacia las más altas metas con paso seguro. Siendo
Cristo, en cuanto Dios, igual al Padre, se presenta ante Dios Padre humildemente
por ser también hombre, y se postra así en el suelo.
Paremos,
lector, brevemente en este lugar para contemplar con devoción a nuestro rey,
postrado en tierra en esa actitud de súplica. Si hacemos esto con verdadera
atención, un rayo de aquella luz que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo iluminará nuestras inteligencias y veremos., reconoceremos, nos
doleremos, y en algún momento llegaremos a corregir, no diré ya la
negligencia, la pereza o la apatía de nuestra vida, sino la falta de sentido
común, la colmada estupidez, la idiotez o insensatez con la que nos dirigimos a
Dios todopoderoso. En lugar de rezar con reverencia nos acercamos a El de mala
gana, perezosamente y medio dormidos; mucho me temo que así no sólo no le
complacemos y ganamos su favor, sino que le irritamos y hasta provocamos
seriamente su ira.
Seria
muy de desear que, alguna vez, hiciéramos un esfuerzo especial, inmediatamente
después de acabar un rato de oración., para traer de nuevo a la memoria todo
lo que pensamos durante el tiempo que hemos estado rezando. ¿Qué locuras y
necedades veríamos allí? ¿Cuánta vana distracción -y, algunas veces, hasta
asquerosidades- podríamos captar? Nos quedaríamos de verdad asombras de que
todo eso fuera posible; de que, en tan corto espacio de tiempo, pudiera la
imaginación disiparse por tantos lugares, tan dispares y lejanos entre sí; o
entre tantos asuntos y cosas tan variopintos como carentes de importancia. Si
alguien (como quien hace un experimento) se propusiera esforzar su mente para
distraerse en el mayor grado posible y de la manera más desordenada, estoy
seguro que no lo lograría tan bien como de hecho lo hace nuestra imaginación
cuando, medio abandonada, desvaría por todas partes mientras la boca masculla
las horas del oficio y otras oraciones vocales muy usadas. Así, si uno se
pregunta o tiene alguna duda sobre la actividad de su mente mientras los sueños
conquistan la consciencia -al dormir, no encuentro mejor comparación que ésta:
su mente se ocupa de la misma manera que se ocupan las mentes de aquellos que
están despiertos (si se puede decir que están "despiertos" los que
de esta guisa rezan), pero cuyos pensamientos vagan descabelladamente durante la
oración revoloteando con frenesí en un tropel de absurdas fantasías. Mas hay
una diferencia con el que sueña dormido; porque algunas de las extrañas
visiones del que sueña despierto (rezando), y que su imaginación abraza en sus
viajes mientras la lengua corre por la oraciones como si fueran sonidos sin
sentido, son monstruosidades tan sucias y abominables que, de haber sido vistas
estando dormido, ciertamente nadie, por muy desvergonzado, se atrevería
a contarlas al despertar; ni siquiera entre un grupo de golfos.
Y
el viejo proverbio es sin duda verdadero: "que el rostro es el espejo del
alma"-. En efecto, este estado de desorden e insensatez de la mente se
refleja con nitidez en los ojos, en las mejillas, en los párpados y en las
cejas, en las manos y en los pies, en suma, en el porte del cuerpo entero.
Cuando nuestra cabeza deja de prestar atención, ocurre un fenómeno parecido
con el cuerpo. Pretendemos, por ejemplo, que la razón para llevar vestidos más
ricos que los corrientes en los días de fiesta es el culto a Dios, pero la
negligencia con que luego rezamos muestra claramente nuestro fracaso en el
intento de encubrir el motivo verdadero, a saber, un altivo y vanidoso deseo de
lucirnos delante de los demás. En nuestra dejadez y descuido tan pronto
paseamos como nos sentamos en un banco; pero, incluso si rezamos de rodillas,
procuramos apoyarnos sobre una sola rodilla, levantando la otra y descansando
así sobre el pie; o hacemos colocar un buen almohadón bajo las rodillas, y
algunas veces (depende de cuán flojos y consentidos seamos) incluso buscamos
apoyar los codos sobre un almohadón confortable. Con toda esta precaución
parecemos una casa ruinosa que amenaza derrumbarse de un momento a otro.
Por
lo que se refiere a nuestra conducta, las mismas cosas que hacemos nos
traicionan de mil maneras mostrando que la cabeza está ocupada en algo muy
ajeno a la oración. Porque nos rascamos la cabeza, y limpiamos las uñas con un
corta uñas, y con los dedos nos hurgamos las narices; y mientras tanto nos
equivocamos en lo que hemos de responder. Al olvidar lo que hemos dicho y lo que
todavía no hemos dicho, nos limitamos a adivinar a la buena ventura lo que
queda por decir. ¿Acaso no nos da vergüenza rezar en estado mental y corporal
tan falto de sentido común? ¿Cómo es posible que nos comportemos así en algo
tan importante para nosotros como la oración? ¿De esa manera pedimos perdón
por nuestras faltas suplicándole que nos libre del castigo eterno? Porque de
tal modo rezamos que, incluso si no hubiéramos pecado antes, nos hacemos
merecedores de castigos diez veces mayores al acercarnos a la majestad soberana
de Dios con tan poco aprecio.
Imaginad,
si queréis, que habéis cometido un crimen de alta traición contra un
príncipe o contra alguien que tiene vuestra vida en sus manos, pero tan
misericordioso que está dispuesto a calmar su indignación si os ve
arrepentidos y en actitud de humilde- súplica. Imaginad que está decidido a
conmutar la sentencia de muerte por una multa, o incluso, a perdonar del todo la
ofensa con la sola condición de que le mostréis indicios convincentes de
vergüenza y dolor. Suponed ahora que, llevados ante la presencia del príncipe,
os adelantáis y empezáis a hablar descuidadamente, sin interés alguno, como a
quien no le importa nada lo que pasa; mientras él está quieto en su sitio y
escucha con atención, vosotros os movéis paseando de aquí para allá mientras
exponéis vuestra situación. Cansados de deambular os sentáis en una silla; o
si la cortesía y educación exige que os rebajéis y arrodilléis en el suelo,
mandáis primero que alguien venga y coloque un buen almohadón bajo las
rodillas; o mejor todavía, le pedís que traiga un reclinatorio con más
almohadillas para que apoyéis los codos. Luego, empezáis a bostezar, a
desperezaros, a estornudar, y a escupir y eructar, sin más cuidado, los vapores
de la glotonería. En fin, comportaros de tal modo que pueda el príncipe ver
con claridad en vuestro rostro, en vuestra voz, en vuestros gestos y en todo
vuestro porte corporal que mientras a él os dirigís estáis con la cabeza en
cosa y asunto muy distinto. Decidme: ¿qué de bueno podéis esperar de tal modo
de rogar?
Consideraríamos,
sin duda alguna, absurdo e insensato defendernos así ante un príncipe de la
tierra por un delito que pide la pena capital. Y un tal poderoso, una vez
destruido nuestro cuerpo, nada más puede hacer. ¿Podremos acaso pensar que
estamos en nuestro sano juicio, si habiendo sido sorprendidos en toda una reata
de crímenes y pecados, pedimos perdón tan altiva y desdeñosamente al rey de
reyes, a Dios mismo que tiene poder, una vez destruido el cuerpo, para mandar
cuerpo y alma juntos al infierno?
No
deseo que nadie interprete lo que digo pensando que prohíbo rezar paseando o
estando sentado o incluso cómodamente echado. No, y de hecho, cuánto me
gustaría que cualquier cosa que hiciéramos y en cualquier postura del cuerpo,
estuviéramos, al mismo tiempo, elevando constantemente nuestras mentes a Dios,
que esta suerte de oración es la que más le agrada. Poco importan a dónde se
dirijan nuestros pasos si nuestras cabezas están puestas en el Señor. Ni
importa lo mucho que andemos porque nunca nos alejaremos bastante de Aquel que
en todas partes está presente.
Mas,
de la misma manera que aquel profeta dice a Dios: "Te tenía presente
mientras yacía en mi lecho" ', y no se quedó contento con esto, sino que
se levantó "en mitad de la noche para rendir homenaje al Señor",
así sugerirla yo aquí que, además de lo que rezamos al andar, hagamos
también aquella oración para la que hemos preparado nuestras mentes con más
reflexión, y para la que disponemos nuestro cuerpo con más respeto y
reverencia que si hubiéramos de presentarnos ante todos los reyes de la tierra
reunidos en un mismo lugar. Con toda verdad he de afirmar que cuando pienso en
nuestra disipación mental durante la oración, mi alma se duele y apesadumbra.
De
todas maneras, no hay que olvidar que algunas ideas que vienen mientras rezamos
han podido ser sugeridas por un espíritu del mal, o bien se han deslizado en la
imaginación por el natural funcionamiento de los sentidos. Ninguna de estas
distracciones, por vil y horrible que sea, es falta grave si la resistimos y
rechazamos. Pero, de lo contrario, si la aceptamos con gusto o por falta de
cuidado permitimos que crezca en intensidad durante un rato, no tengo la más
mínima duda de que su fuerza puede llegar a aumentar de tal manera que sea
fatalmente perjudicial para el alma.
Al
considerar la gloria sin medida de la majestad de Dios, me veo obligado a pensar
que si estas distracciones de la mente no son delitos punibles con la muerte, se
debe sólo a que Dios, en su misericordia y bondad, no quiere exigir por ellas
la muerte. Porque la malicia inherente a ellas las hace merecedoras de tal
castigo, y ésta es la razón: no consigo imaginar como tales pensamientos
aparecen en la mente de los hombres mientras rezan (es decir, cuando hablan con
Dios) si no es por falta de fe o porque la fe es muy débil. Si procuramos no
estar en Babia al dirigirnos a un prícipe sobre algún asunto importante (o con
alguno de sus ministros en posición de cierta influencia), jamás debería
entonces ocurrir que la cabeza se distrajera lo más mínimo mientras hablamos
con Dios. No ocurrirá esto en absoluto si creyéramos con una fe viva y fuerte
que estamos en presencia de Dios. Y Dios no sólo escucha nuestras palabras y
mira nuestro rostro y porte externo como lugares de donde puede colegir nuestro
estado interior, sino que penetra en los rincones más secretos y recónditos
del corazón, con una visión más aguda que los ojos de Lince o y que ilumina
todo con el resplandor brillantísimo de su majestad. No ocurriría, repito, si
creyéramos que Dios está presente. Aquel Dios en cuya gloriosa presencia todos
los poderosos del mundo, en toda su gloria, deben confesar (a no ser que estén
locos) no ser más que despreciables gusanos.
La
oración de Cristo
Por
consiguiente, ya que Cristo Salvador nuestro vio que nada hay más provechoso
que la oración, y también que este medio de salvación sería a menudo
infructuoso por la negligencia e insensatez de los hombres y la malicia de los
demonios (de tal manera que, a veces, sería pervertido en instrumento de
destrucción), decidió El mismo aprovechar esta oportunidad, en su camino hacia
la muerte, para reforzar su enseñanza con la palabra y con su propio ejemplo.
Daba así los últimos toques a tema tan necesario (como hizo con otros temas de
su catequesis).
Deseaba
que supiéramos bien que hemos de servir a Dios no sólo con el alma, sino
también con el cuerpo, pues ambos fueron por El creados. Quiso igualmente
enseñamos que una -, actitud respetuosa y reverente del cuerpo, aunque
tiene su origen y toma su forma del alma, aumenta al mismo tiempo la propia reverencia
de ésta y la devoción del hombre a Dios. Quiso así mostrar El la más humilde
forma de sujeción, y veneró a su Padre del cielo en una postura corporal que
ningún poderoso de la tierra se ha atrevido a reclamar, ni ha aceptado para sí
cuando se la han ofrecido voluntariamente (con la excepción de aquel macedonio,
ebrio por el vino y la crápula, y algunos otros bárbaros que, ensoberbecidos
por los triunfos, pensaron deberían ser venerados como dioses).
Cuando
Cristo rezaba no se sentó ni se puso de pie, y ni siquiera de rodillas: se
arrojó cuan largo era, con el rostro postrado en tierra. Después, continuando
en postura que inspira tanta compasión, imploro` la misericordia de su Padre, y
le llamaba una y otra vez con su nombre, rogándole que, ya que todo le era
posible y movido ante su oración,, apartara de El aquel cáliz de su pasión
caso de que no se hubiera decretado de modo inmutable. Y pedía también que su
voluntad, tal como se expresa en esa oración, no fuera complacida si algo mejor
parecía a la voluntad del Padre. No se ha de deducir de este pasaje que el Hijo
ignorara la voluntad del Padre, sino que, deseando instruir a los hombres, quiso
expresar también sentimientos muy humanos.
Al
decir dos veces el nombre de Padre quería recordarnos que toda paternidad
procede de El, tanto en el cielo como en la tierra; y que Dios Padre es su Padre
doblemente. Por creación., que es una cierta paternidad, pues venimos de Dios,
que nos creó de la nada, de modo más verdadero que descendemos del padre
humano que nos produjo; porque, de hecho, él fue creado a su vez por Dios, y
Dios proveyó la materia de que fuimos engendrados. Cuando Cristo reconoció a
Dios como Padre en este sentido, lo hacía en cuanto hombre. Por otra parte, en
cuanto es Dios, lo reconoce como Padre natural y coeterno.
Otra
razón para llamarle Padre dos veces puede ser ésta (y tal vez no esté lejos
de ser cierta) : no sólo quería reconocer que Dios Padre es su Padre natural
en el cielo, sino también que no tiene otro Padre sobre la tierra, ya que fue
concebido según la carne por una Virgen y Madre, sin intervención de varón,
cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella. El Espíritu es del Padre y del
Hijo, cuyas obras coexisten en identidad y no pueden ser radicalmente
distinguidas.
La
repetición del nombre de Padre puede también enseñarnos una importante
lección: cuando rezamos por algo y no lo recibimos no hemos de abandonar la
oración, como hizo el rey Saúl, que, al no conseguir de inmediato un oráculo
profético de Dios, recurrió a una pitonisa, mezclándose así en prácticas y
brujerías prohibidas por la ley que él mismo había promulgado. Cristo enseña
a perseverar en la petición sin murmurar, caso de que no obtengamos lo que
buscábamos. Y enseña esto con razón, porque El no obtuvo el indulto de muerte
que buscaba del Padre con tanta urgencia, pero, a la vez, siempre con la
condición de que su voluntad estuviera en todo sujeta a la del Padre. En esto
último hemos de -imitarle de modo muy particular.
"Volvió
después a sus discípulos y los encontró dormido?". En amor amori quid
prestat, cuánto sobresale y destaca un amor sobre el otro. El amor
de Cristo por los suyos era mucho más grande que el amor con que ellos
correspondían, incluso el de quienes más le amaban. Ni la tristeza, miedo,
pavor o cansancio, que angustiosamente le afligían cuanto más cercano estaba
su cruel suplicio, le excusaron de ir a ver a sus amigos. Estos, aunque mucho le
amaban (y sin duda le querían con locura), se durmieron con toda tranquilidad,
y, precisamente, cuando un peligro tan grave se cernía sobre su Maestro.
"Y
dijo a Pedro: ¿Simón, tú duermes? ¿No has podido vigilar conmigo una hora?
Vigilad y orad para que no caigáis en la tentación. El espíritu, si, está
pronto, pero la carne es flaca`. ¡Qué fuerza tienen estas palabras tan breves
de Cristo! Suave es su sonido; mas penetran como el pinchazo de un aguijón. Al
dirigirse a Pedro como Simón y reprocharle bajo ese nombre su somnolencia,
quería Cristo decir que el nombre de Pedro, dado anteriormente en razón de su
firmeza, no era muy apropiado ahora ante su debilidad y su sueño. No sólo
interesa aquí notar la omisión del nombre de Pedro (o mejor, Cefas), sino
también el hecho de que el mismo nombre de Simón no dejara de llevar su
aguijón. Porque, en hebreo (lengua que hablaba Cristo), Simón significa
"el que escucha" y también "el que obedece", y en esta
ocasión, y contra el expreso deseo de Cristo, Pedro se había dormido: ni
escuchaba ni obedecía. Estas palabras llenas de delicadeza que dirigió a Pedro
llevaban otras implicaciones, y podrían haber sonado como a continuación
escribo, caso de que hubiera hecho el reproche con tono más severo:
Simón.,
que ya no Cefas, ¿duermes? ¿Cómo puedes merecer que te llame Cefas, es decir,
'roca', si muestras ahora tanta flaqueza que ni siquiera puedes aguantar una
hora sin caer en los lazos del sueño? Y por lo que se refiere a tu viejo
nombre, el de Simón, ¿puedes ser llamado 'el que escucha' cuando te encuentro
así dormido? ¿Puedes ser llamado 'obediente' cuando, a pesar de que te mandé
vigilar, apenas me voy, te echas, empiezas a cabecear y te caes dormido? Hice Yo
tanto por ti, ¿y tú te duermes? Yo te hice sujeto de honores, ¿y te me
duermes? Hace poco te jactabas de que morirías conmigo, ¿y ahora duermes? Soy
arrastrado a la muerte por judíos y gentiles y por uno peor que cualquiera de
ellos, judas; y tú, Simón, ¿te duermes? No hay duda de que Satanás está
buscando trituraros como el trigo, ¿y tú te duermes? ¿Qué puedo esperar de
otros si, en tan grave e inminente peligro, no sólo para mi, sino también para
vosotros, incluso tú, Simón, te has dormido?"
Después,
y para que nadie pensara que esto afectaba sólo a Pedro, se volvió y habló a
los demás: 'Vigilad y orad, para que no caigáis en la tentación. El espíritu
está pronto, pero la carne es flaca."
Se
nos manda aquí orar constantemente. No sólo se declara la utilidad de la
oración, sino su inmensa necesidad. Sin ella, la debilidad de la carne nos echa
para atrás como la rémora retarda el barco, hasta que nuestras cabezas (sin
que importe cuánto deseen hacer el bien) son precipitadas en el mar de la
tentación. ¿Qué ánimo está más pronto que lo estaba el de Pedro? Esto
enseña cuánta necesidad tenía de la ayuda divina contra la debilidad de la
carne. Cuando el sueño le impidió rezar y pedir ayuda a Dios abrió una
rendija al demonio que, poco después, se serviría de su flaqueza para embotar
los buenos deseos de su corazón y llevarlo hasta la negación de Cristo con
perjurio.
Si
esto ocurrió a los Apóstoles, hombres que eran ramas verdes llenas de vida,
que entraron en tentación por dejar que el sueno interrumpiera su oración,
¿qué ocurrirá con nosotros que, en comparación con ellos, somos ramas secas,
al enfrentamos casi de súbito con el peligro? Y me pregunto cuándo no estamos
en peligro, porque nuestro enemigo el diablo anda como león rugiente buscando a
quien cae por la debilidad de la carne para arrojarse sobre él y devorarlo. En
tan grave peligro, me pregunto qué será de nosotros si no seguimos el consejo
de Cristo y perseverando en la vigilancia atenta y en la oración.
Manda
Cristo estar despiertos no para jugar a las cartas o a dados, ni en borracheras
o festines y juergas, ni por el vino o las mujeres, sino para rezar. Advierte
que hemos de rezar, no de vez en cuando, sino siempre, sin cesar: Orate sine
intermissione. No sólo durante el día (pues no parece sea muy
necesario mandar a alguien estar despierto de día), sino que aconseja también
dedicar a la oración un rato del tiempo que dedicamos generalmente a dormir.
Deberíamos estar avergonzados y reconocer nuestra culpa porque apenas decimos
una o dos breves oraciones, y además, medio dormidos y bostezando. Enseña el
Salvador que hemos de rezar no para vivir en la opulencia, ni en una rueda de
placeres sin fin, ni para que algo horrible ocurra a nuestros enemigos, m para
que recibamos honores en este mundo, sino "para que no entremos en la
tentación". Desea, de hecho, darnos a entender que todos esos bienes
terrenales, o bien pueden sernos a la larga perjudiciales, o de otro modo, son
nada en comparación con el beneficio y fruto de la oración. Por eso, dispuso
en su sabiduría esta petición al final de la oración que había previamente
enseñado a sus discípulos, y que es como un resumen:"y no nos dejes caer
en la tentación, mas líbranos del mal".
La
voluntad de Dios Padre
'Volvióse
de nuevo por segunda vez y rezaba repitiendo las mismas palabras: Padre mío, si
no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. Regresó una
vez más y los encontró dormidos; estaban sus ojos cargados de sueño y no
sabían qué responderle. Dejándolos, se retiró a orar por tercera vez,
repitiendo las mismas palabras: Padre, si quieres, aparta de mi este cáliz;
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" '. Volvió de nuevo a la
oración, repitiendo la misma que había hecho antes, pero sometiendo todo una
vez más a la voluntad del Padre. La petición ha de ser apremiante, pero sin
cerrarse ni limitarse a lo que pedimos en concreto. Ha de ser la oración una
oración abierta a lo que Dios quiera y con absoluta confianza, pues desea
nuestro bienestar no menos que nosotros mismos, y sabe lo que puede hacemos
felices mil veces mejor que nosotros.
"Padre
mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu
voluntad." Ese "mío" tiene doble fuerza., porque expresa un gran
afecto y deja claro que. Dios Padre es Padre de Cristo de modo único, esto es,
no sólo por creación (es Padre de todas las cosas) ni por adopción (como es
Padre de los cristianos), sino más bien por naturaleza es Padre de Dios Hijo. A
los demás nos enseña a rezar diciendo: "Padre nuestro que estás en los
cielos." Reconocemos en estas palabras que hermanos somos todos los que
tenemos un mismo Padre, mientras que Cristo es el único que puede decir con
propiedad y dirigirse al Padre, a causa de su divinidad, como lo hace:
"Padre mío." Si alguien, no contento de ser como los demás seres
humanos, llega a imaginar en su soberbia que sólo él es gobernado por el
espíritu secreto de Dios, y reza con esta invocación "Padre mío" en
lugar de "Padre nuestro" se atribuye una situación distinta de la de
los otros, me parece que ese tal se arroga para sí el lenguaje propio de
Cristo. Reclama para si como individuo el espíritu que Dios da a todos los
hombres. Tal hombre no es de hecho muy diferente de Lucifer: reclama para sí
solo la palabra de Dios, de la misma manera que Lucifer reclamó para sí el
lugar y puesto del mismo Dios.
Las
palabras de Cristo -"si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba,
hágase tu voluntad" dejan bien claro cuál es el criterio por el que llama
una cosa posible o imposible. No es otro que éste: el decreto cierto e
inmutable de su Padre con respecto a su muerte. Si hubiera pensado Cristo que
necesariamente estaba destinado a morir, bien por el curso de los astros o por
lo que llaman la fuerza del "destino", hubiera sido del todo inútil
que añadiera: "pero hágase tu voluntad". ¿Acaso habría dejado la
decisión en manos del Padre si hubiera estado convencido de que dependía de
algún otro además del Padre, o que el Padre había de tomar una decisión
necesariamente determinada, como quien quiere y no quiere?
Al
considerar las palabras con las que Cristo imploraba al Padre para librarle de
la muerte, sometiendo todo humildemente a su voluntad, no hay que olvidar que,
siendo Dios y hombre, no decía esto como Dios, sino como hombre. Nosotros, que
somos alma y cuerpo, también alguna se veces decimos de todo nuestro ser cosas
que, de hecho, son ciertas sólo del alma; y, de otro lado, hablamos a veces de
nosotros cuando una mayor precisión requeriría que habláramos sólo de
nuestros cuerpos. Decimos, por ejemplo, que los mártires van derechos al cielo
cuando mueren, pero en realidad sólo sus almas entran en el cielo. Y también
decimos que los hombres, por soberbios que sean, no son más que polvo y ceniza,
y que al terminar esta corta vida se pudrirán en el sepulcro. Constantemente
hablamos así, aunque sabemos que el alma no va al sepulcro ni sufre muerte,
sino que sobrevive al cuerpo, bien en miserable tormento (si vivió mal con el
cuerpo), bien en perpetua felicidad (si vivió bien). De modo parecido habla
Cristo de lo que hizo como Dios y de lo que hizo como hombre; no como si
estuviera dividido en dos personas, sino como una sola y misma persona, porque,
de hecho, es una sola persona.
En
la persona omnipotente de Cristo, humanidad y divinidad estaban unidas y eran
uno no menos que su alma inmortal estaba unida a un cuerpo que podía morir.
Así., en razón de su divinidad, no dudó en afirmar: "Yo y el Padre somos
uno" ', y "Antes que Abraham, soy yo" '. Por razón de sus dos
naturalezas dijo: "Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo" '. Y
en razón de su sola humanidad dice: "El Padre es mayor que yo",y
"un poco más estoy yo con
vosotros". Es verdad, desde luego, que su cuerpo glorioso está realmente
presente con nosotros, y así será hasta el fin del mundo, bajo la apariencia
de pan en el sacramento venerable de la Eucaristía; pero aquella forma corporal
que tuvo entre sus discípulos (y éste es el modo de presencia a la que se
refería al decir: "Un poco más estoy con vosotros") se nos quitó
con la ascensión de Cristo(a no ser que El quiera mostrarla a alguien,
como algunas veces ha hecho). No olvidemos, al considerar, en este pasaje de su
agonía, sus sufrimientos y súplicas tan humildes que parecen incompatibles con
la sublime majestad de Dios, que Cristo las dijo como hombre. Algunas entre
ellas tuvieron su origen en la parte inferior de su humanidad (la que concierne
a la sensación), y sirvieron para proclamar la genuinidad de su naturaleza
humana y para aliviar del temor temporal a otros hombres, más adelante.
Ni
en las palabras ni en los hechos del proceso de su agonía pensó Cristo que
hubiera algo indigno de su gloria (in glorium). De hecho, puso especial cuidado
en que todas estas cosas de su afligida humanidad fueran ampliamente divulgadas.
El único y mismo Espíritu de Cristo dictó cuanto escribieron los Apóstoles;
mas encuentro difícil recordar cualquiera otra de sus obras que se preocupara
tanto por dejar bien grabada en la memoria de los hombres. Que se entristeció
sobremanera es algo que El mismo debió contar a sus Apóstoles para que
pudieran transmitirlo a la posteridad. Las palabras que dirigió a su Padre en
su oración difícilmente pudieron haber sido oídas por los Apóstoles, incluso
si hubieran permanecido despiertos (los mas cercanos estaban a un tiro de
piedra); y si hubieran estado allí mismo, junto a El, nada hubieran oído
porque estaban dormidos. Por lo que se refiere a aquellas gotas de sangre que
corrían como sudor de su cuerpo entero, se ha de decir que, aun en el caso de
que hubieran visto más tarde la mancha sobre el suelo, me parece que podrían
haber deducido cualquier otra explicación sin adivinar la única correcta; era
un fenómeno sin precedente.
Sin
embargo, parece poco probable que Cristo hablara de todas estas cosas con su
Madre o con los Apóstoles inmediatamente antes de su muerte, a no ser
que uno piense que contó el proceso de su agonía cuando volvió adonde estaban
los Apóstoles, esto es, mientras estaban apenas despiertos o medio dormidos; o
bien que lo contara en el mismo momento en que la tropa de soldados le capturó.
Una sola posibilidad queda, y parece la verdadera: después de resucitar de
entre los muertos, y cuando ya no podía haber duda alguna de que era Dios, su
queridísima Madre y sus discípulos oyeron: de su boca santísima la
exposición detallada, punto por punto, de lo que experimentó su afligida
humanidad. El conocimiento de ese dolor beneficiaría tanto a ellos
mismos como, a través de ellos, a tantos otros que vendrían después. Nadie
fuera de Cristo pudo haberlo contado.
Así,
pues, la meditación sobre la agonía produce un gran alivio en quienes tienen
el corazón lleno de tribulaciones. Y con mucha razón ocurre así, porque para
consolar al afligido, para este fin, quiso dar a conocer nuestro Salvador, en su
bondad, su propio dolor, el dolor que nadie conoció ni pudo haber conocido.
Quizás
alguno se haya preguntado por qué Cristo, al regresar hacia donde estaban sus
discípulos después de su oración y encontrarles dormidos y atónitos, pues no
sabían qué decir, los dejó sin más. Podría parecer que había ido con el
solo objeto de ver si estaban despiertos; pero como era Dios, tuvo que haberlo
sabido de antemano. Si alguien se hiciera esta pregunta, yo le contestaría
así: Cristo nada hizo en vano. Es cierto que el volver de Cristo adonde ellos
estaban no les incitó a estar bien despiertos, sino tan sólo a una reacción
de asustada modorra. Apenas levantaron la mirada hacia El, caso de que su
reproche los despertara completamente, se volvieron a dormir en el mismo momento
en que se marchó (lo que es todavía mucho peor). Mas este detalle de Cristo no
es inútil, pues con él declaró su solicitud por los discípulos, y además,
con su ejemplo, enseñó a los futuros pastores de su Iglesia que no deberían
permitir en sí mismos la más mínima vacilación o incertidumbre, por causa de
la tristeza, del miedo o del cansancio, en lo que respecta al cuidado amoroso de
su rebaño. Les indicaba con ese detalle que han de comportarse de tal modo que
prueben con hechos bien tangibles que no están tan preocupados por ellos mismos
como por el bienestar de los que les han sido confiados como grey.
Alguno
habrá que en su curiosidad por averiguar los planes divinos podrá
quizá decir: "0 Cristo quería que los Apóstoles estuvieran despiertos o
no. Si quería., ¿qué sentido tiene ese ir y venir varias veces? Si no
quería, ¿por qué les dio un mandato tan preciso? Dado que era Dios, ¿no
podía haber asegurado que su mandato seria cumplido sin mayor
complicación?"
Sin
ninguna duda, buen hombre. Cristo era Dios y podía llevar a cumplimiento lo que
deseara, El que con sola su palabra creó todas las cosas. Habló y aparecieron.
Mandó y fueron creadas. Si abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿cómo
no iba a saber abrir los ojos de un hombre dormido? Ni hace falta ser Dios para
poder, fácilmente, hacer esto último. Todo el mundo sabe que con sólo pinchar
con un alfiler los párpados de un hombre dormido, se despertará y no se
dormirá de inmediato. No cabe la más mínima duda de que Cristo pudo haber
hecho que los Apóstoles no se durmieran ni por un breve momento, si tal hubiera
sido su deseo de modo absoluto e incondicional. Sin embargo, su deseo estaba
modificado por una condición: que ellos mismos así también lo desearan, de
tal manera que cada uno hiciera cuanto estuviera de su parte para aceptar el
mandato divino y cooperar con los impulsos de la gracia.
De
igual manera desea Cristo que todos los hombres se salven y que nadie sufra la
condena eterna, siempre con la condición de que nos configuremos según su
amable voluntad y no nos dispongamos en contra por nuestra propia malicia. Si
alguno, obstinadamente, insiste en oponerse, Dios no quiere llevarle en contra
de su voluntad, como si necesitara de nuestros servicios allá en el cielo o
como si no pudiera continuar su glorioso reinado sin nuestro apoyo. Si no
pudiera reinar *m nosotros, castigaría de inmediato muchas ofensas que., ahora,
y por nuestra causa, tolera e incluso parece no darse por enterado durante
tiempo: confía y espera que su bondad y su paciencia nos conducirán,
finalmente, al arrepentimiento. Nosotros, sin embargo, abusamos de su clemencia
al añadir más pecados a nuestros pecados, amontonando (como dice el Apóstol)
ira para el día de la ira.
Mas
tal es la bondad de Dios que, a pesar de nuestra negligencia y de estar dormidos
en el almohadón de nuestros pecados, nos sacude de cuando en cuando y,
sirviéndose de la tribulación, nos menea, agita y golpea, haciendo todo cuanto
está de su parte para despertarnos. Aun cuando prueba ser benevolísimo incluso
en su ira, muchos de nosotros, en esa estupidez del hombre, confundimos su
acción e imaginamos que tan gran beneficio nos es perjudicial. Si tuviéramos
sentido común y estuviéramos en nuestro sano juicio, nos sentiríamos
inclinados a rezar con frecuencia pidiendo que, cuando nos hayamos apartado de
El, no deje de darnos golpes y sacudirnos para volver al buen camino; y esto,
incluso en el caso de que poco o nada nos apetezca.
Para
que veamos el camino
En
consecuencia, hemos de rezar, en primer lugar, viam ut videamus, para que
veamos el camino y con la Iglesia podamos decir a Dios:"De la ceguera del
corazón, líbranos, Señor" . Y con el profeta cuando dice:
"Enséñame a hacer tu voluntad" ,
y también: "Muéstrame tus
caminos y enséñame tus sendero?". Después, desearemos con toda nuestra
alma correr tras de Ti, oh Dios, en el olor de tu ungüento y en la dulce
fragancia de tu espíritu. Si languidecemos en nuestra marcha (como casi siempre
ocurre) y quedamos rezagados, tan distantes que difícilmente conseguimos
seguirle desde lejos, acudamos a Dios de inmediato diciéndole: "Coge mi
mano derecha" y guíame a lo largo del camino".
Si
vencidos por el cansancio apenas tenemos ya fuerza para continuar, o si tanta es
la pereza y blandenguería que estamos a punto de pararnos, pidamos a Dios que,
por favor, nos arrastre aunque opongamos resistencia. Finalmente, si tanto
resistirnos, y contra la voluntad de Dios y nuestra propia felicidad, nos
empeñamos, tercos y duros de mollera, como caballos y burros que carecen de
inteligencia, debemos humildemente pedir a Dios con las muy adecuadas palabras
del profeta: "Sujétame bien fuerte con el freno de la brida y golpéame
cuando no marche cerca de Ti".
La
ilusión por la oración es lo primero que hemos de buscar cuando nos veamos
atrapados por la tibieza y la desidia; pero en esa situación del alma no
apetece rezar por nada que no deseemos recibir (ni siquiera aunque nos sea muy
útil). Por esta razón, si tenemos un poco de sentido común, deberíamos
contar con esta debilidad por anticipado, deberíamos preverla antes de caer en
ese enfermizo y penoso estado espiritual. En otras palabras, deberíamos
derramar sin cesar sobre Dios jaculatorias y oraciones como las que acabo de
mencionar, implorando con humildad que, si en algún momento, viniéramos a
pedir algo que no nos es conveniente, impulsados por los atractivos de la carne,
o seducidos por los espejuelos de los placeres, o atraídos por el anhelo de las
cosas terrenales, o trastornados por las insidias y maquinaciones del diablo, se
haga sordo a nuestra petición y aleje aquello por lo que rezamos, derramando
sobre nosotros todo aquello que El sabe nos hará bien, aunque mucho le pidamos
lo aparte de nuestra vida.
Nada
de particular ni de extraño tiene esta conducta. Es bien lógica. En efecto,
así nos comportamos de ordinario (si tenemos un poco de inteligencia) cuando
estamos a punto de coger una fiebre maligna. Advertimos y avisamos por
adelantado a quienes nos van a cuidar durante la enfermedad que, aunque se lo
supliquemos, no nos proporcionen en absoluto aquello que nuestra enfermiza
condición nos hará desear aunque sea nocivo para la salud e, incluso, vaya a
empeorar la fiebre.
Estamos
a veces tan dormidos en los vicios que ni siquiera queremos despertarnos ante
las llamadas y sacudidas de la misericordia divina, y regresar a la práctica de
las virtudes. Nosotros mismos somos la causa de que Dios se aleje
abandonándonos en nuestra vida viciosa. A algunos los deja de tal manera que ya
no vuelve a ellos; a otros les deja dormir hasta otro momento, según lo vea
más oportuno en su admirable bondad y en la profundidad inescrutable de su
sabiduría, La conducta de Cristo cuando regresó a ver qué hacían los
Apóstoles ofrece un buen ejemplo de esto. No hablan querido permanecer
despiertos, sino que se durmieron inmediatamente. Cristo, por tanto, los dejó y
se marchó: Dejándolos se volvió y oraba con las mismas palabras: Padre, si
quieres, aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Reza
y pide otra vez por lo mismo. Una vez más
añade la misma condición , y
de nuevo nos da ejemplo, mostrando que cuando estamos en gran peligro (aunque
sea por el honor de Dios) no podemos pensar que sea inoportuno pedir
urgentemente a Dios que nos procure una salida. Incluso es posible que permita
seamos llevados a tales dificultades, precisamente porque el miedo al peligro
nos hará ser más fervientes en la oración cuando quizás la prosperidad nos
habla enfriado. Esto es particularmente cierto si se trata de un peligro
corporal, pues muchos de nosotros no estamos demasiado preocupados con los
peligros que afectan al alma.
Fuera
del caso de quien es inspirado y fortalecido por Dios para sufrir martirio, toda
otra persona que se preocupa, como debe ser, de su alma, tiene suficientes
motivos para temer que se cansará tanto bajo tal peso que acabará sucumbiendo.
Sólo conoce que debe sufrir martirio quien ha experimentado esa llamada de un
modo inenarrable, o bien, lo ha juzgado así por indicaciones y datos
apropiados. De lo que se deduce que, para evitar aquella misma excesiva
confianza que Pedro tenla de si., ha de rezar cada uno diligentemente para que
Dios, en su bondad, le libre de un peligro tan grande para su alma. Con todo, se
ha de insistir una y otra vez en que nadie ha de rezar pidiendo escapar tan
totalmente del peligro que ya no quede en su ánimo el deseo de abandonar el
asunto en Dios, dispuesto a cumplir con esmerada obediencia todo cuanto Dios
haya dispuesto para él.
Estas
son algunas de las razones por las que Cristo nos dejó este ejemplo de oración
tan aprovechable para nosotros: que El se hallaba tan lejos de necesitar tal
petición como la tierra dista del cielo. En cuanto Dios, no era inferior al
Padre; no sólo su poder, sino también su voluntad, se identificaba con la del
Padre. En cuanto hombre, su poder era infinitamente menor, pero todo el poder,
en el cielo y en la tierra, le fue finalmente entregado por el Padre. Aunque su
voluntad humana era distinta a la del Padre, estaba en tal grado de conformidad
con ella que jamás hubo desacuerdo alguno. Acepta, por tanto, sufrir
amarguísima muerte en obediencia a la voluntad del Padre, y al mismo tiempo, se
muestra hombre verdadero, pues la sensibilidad toda de su cuerpo reacciona ante
la muerte con horror. Su oración expresa muy vívidamente tanto el miedo como
la obediencia: "Padre", decía, "si quieres aparta de mí este
cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Y que sus facultades
mentales nunca rehuyeron suplicio tan horroroso, sino que permanecieron
obedientes al Padre hasta la muerte y muerte de cruz, es algo que muestran sus
obras (las que siguieron en su pasión) con mayor claridad todavía que sus
palabras.
Al
mismo tiempo, sus sentimientos eran abrumados con un intenso terror ante la
inminente pasión, como lo prueban las palabras que siguen en el evangelio:
"Se le apareció un ángel del cielo para confortarle"'. ¡Qué grande
hubo de ser su angustia que un ángel tuvo que venir del cielo para darle
ánimo!
Al
leer este pasaje no puedo dejar de asombrarme ante la estupidez de quienes
afirman ser del todo inútil buscar la intercesión de un ángel o de un santo
difunto. Vienen tales a decir que podemos dirigirnos con confianza a Dios mismo;
no sólo porque está más cerca nuestro que todos los ángeles y santos juntos,
sino también porque tiene poder de darnos más, y desea hacerlo así mucho más
que todos los santos del cielo, cualesquiera que sean.
Son
argumentos tan triviales e infundados que sólo expresan el disgusto y la
envidia de quienes así hablan por la gloria de los santos. Mientras éstos, por
su parte, han de estar con razón disgustados con tales hombres que se esfuerzan
por demoler el homenaje de amor que damos a los santos y la asistencia
protectora que nos prestan. ¿Por qué estos desvergonzados no razonan de la
misma manera en este pasaje, diciendo que el esfuerzo del ángel por consolar a
Cristo salvador era completamente inútil y vano? ¿Qué ángel podría ser tan
poderoso como Cristo? ¿Qué ángel estaba tan cercano a Dios como lo estaba El,
si Cristo era Dios? Lo cierto es que, de la misma manera que quiso sufrir
tristeza y angustia por nuestra causa, quiso también tener un ángel para ser
consolado. Refutaba así los argumentos sin sentido de esos individuos, al mismo
tiempo que declaraba ser hombre verdadero: porque así como los ángeles le
sirvieron como Dios al triunfar sobre las tentaciones del demonio, también
ahora un ángel vino a consolarle como hombre mientras avanzaba hacia la muerte.
Nos llenó así de esperanza sabiendo que, si estando en peligro nos dirigimos a
Dios, no nos faltará consolación, con tal de que no recemos perezosa y
rutinariamente sino con un ruego que salga de lo más profundo del corazón, tal
como vemos a Cristo en este pasaje.
La
perspectiva del martirio
"Y
entrando en agonía, rezaba con más ardor, y su sudor se hizo como gotas de
sangre que chorreaba hasta el suelo". Afirman muchos autores que los
sufrimientos de Cristo fueron mucho más dolorosos que los de cualquier otro
mártir por grandes que fueran, en cualquier otro tiempo o lugar. Hay quienes no
están de acuerdo, porque, dicen, hay otros géneros de tortura de aquellos que
padeció Cristo, y en algunos casos, los tormentos se han prolongado durante
días. Piensan también que, por razón de su divinidad infinita, una sola gota
de la preciosa sangre de Cristo hubiera sido más que suficiente para redimir a
toda la humanidad. La prueba de Cristo no fue ordenada por Dios según la
medida humana, sino de acuerdo con su sabiduría impenetrable; y, como nadie
puede conocer esta medida con certeza, sostienen no ser perjudicial para la fe
creer que el dolor de Cristo fue menor que el de algunos mártires.
Además
de la extendida opinión de la Iglesia, que oportunamente aplica a Cristo las
palabras de Jeremías sobre Jerusalén (O vos omnes qui transitis
per viam, respicite et videte si est dolor sicut dolor meus), encuentro yo
este pasaje muy convincente para que jamás crea que los tormentos de ningún
mártir puedan ser comparados con el sufrimiento de Cristo, ni siquiera en esta
cuestión de la intensidad del dolor. Incluso si tuviera que conceder (y tengo
buenas razones para no hacerlo) que alguno de los mártires haya padecido más y
mayores torturas y, si se quiere, más largas que las de Cristo, pienso que
torturas de apariencia más leve causaron, de hecho, en Cristo un dolor más
atroz del que se podría sentir con suplicios de apariencia más espantosa.
En
efecto, veo a Cristo abatido con la angustia de la inminente pasión, con una
angustia tan amarga como nadie ha podido experimentarla ante el pensamiento de
los tormentos que se le venían encima, porque, ¿quién ha sentido jamás tal
angustia que un sudor de sanare fluyera de todo su cuerpo chorreando hasta el
suelo? Sólo el presentimiento del dolor fue más amargo y penoso en Cristo que
en cualquier otro: ésta es la medida para hacerse una idea de la intensidad del
dolor que padeció. La angustia que padecía no pudo haber aumentado de tal
manera que causara al cuerpo sudar sangre, si Cristo no hubiera empleado su
omnipotencia divina, no sólo para que no disminuyera el dolor, sino para
aumentar su fuerza. Y lo hizo así por su propio querer. Anunciaba la sangre que
los futuros mártires se verían obligados a derramar sobre el suelo; y
ofrecía, al mismo tiempo, un ejemplo nunca visto y sorprendente de una angustia
inmensa. Lo hacía a modo de consuelo para aquellos que, al llenarse de pavor y
miedo ante el pensamiento de la posible tortura, podrían quizá pensar que la
angustia es signo de su próxima ruina, y caer en desesperación.
Alguno
podrá sacar aquí a relucir el ejemplo de aquellos mártires que, libremente y
con gran deseo, se expusieron a una muerte cierta por su fe en Cristo; y seguir
después diciendo que son particularmente dignos de los laureles del triunfo
porque mostraron tal gozo que no dejaba lugar al dolor, ni mostraron
rastro de tristeza ni de miedo. Estoy dispuesto a aceptar el primer punto, con
tal de que no se vaya tan lejos que se acabe negando el triunfo de quienes,
marchando a contra pelo, ni se echan para atrás ni escapan una vez capturados;
sino que continúan hacia adelante a pesar de su temerosa angustia y, por amor a
Cristo, hacen frente a aquello que les horroriza.
Si
alguien defiende que quienes abrazaron gozosos el martirio reciben mayor gloria
que estos últimos, no diré yo nada, y puede quedarse para sí con su
argumento. Me basta con saber que en el cielo a ningún mártir le faltará
gloria más grande de la que jamás pudieron sus ojos ver ni sus oídos
escuchar, ni entraba en el corazón poder concebir mientras vivía aquí en la
tierra. Además, si alguno tiene un lugar más alto en el cielo, nadie le
envidia; al contrario, todos se gozan en la gloria de los demás a causa de su
mutuo amor. Finalmente, hay que decir que todo este asunto sobre quién
recibirá de Dios más gloria en el cielo no es, en mi opinión personal, algo
perfectamente diáfano para nosotros, yendo como vamos a tientas en la oscuridad
de nuestra naturaleza mortal.
Ciertamente,
"Dios ama al que da con alegría" . Pero, aun así, no tengo ninguna
duda de que amaba a Tobías e igualmente al santo Job. Los dos varones
sobrellevaron con paciencia y fortaleza sus calamidades, pero, que yo sepa,
ninguno de ellos saltaba de gozo ni aplaudía de contento mientras tanto.
Ofrecerse a morir por Cristo cuando la situación así lo exige o cuando Dios
mueve por dentro para hacerlo es, no lo niego, una obra de virtud heroica. Mas,
fuera de tales casos, no me parece tan seguro comportarse así, y entre aquellos
que espontáneamente sufrieron por Cristo hay muchas grandes figuras que
temieron sobremanera, que padecieron profundamente angustiados y abatidos, y
que, en más de una ocasión, huyeron de la muerte antes de enfrentarla
finalmente con gran fortaleza.
No
niego el poder de Dios, y sé bien que, de vez en cuando, hace este favor a
personas santas como premio de los trabajos de sus vidas, o bien simplemente por
generosidad: llena el alma del mártir con tal alegría que, no sólo deja de
ser oprimido por la angustia, sino que se ve también libre de lo que los
estoicos denominan las propassiones (emociones
incipientes o primitivas), de las que incluso esos sabios consumados son
susceptibles.
Se
da el caso de quienes, desplazada su consciencia por una emoción muy fuerte, no
sienten las heridas que les han inflingido en la batalla; sólo más tarde
advierten el daño. De manera semejante, no hay razón para dudar de que el gozo
en la esperanza de la gloria ya cercana haga que el alma sea transportada fuera
de si, hasta el punto de no temer la muerte y ni siquiera sentir los tormentos.
Llamaría
yo a este don o gracia "gratuita felicidad" o premio a la virtud
vivida, y no materia de futura felicidad. Podría haber pensado que esta
recompensa corresponde al dolor sufrido por Cristo, si no
fuera porque Dios, en su
liberalidad, lo otorga en una medida tan buena y tan colmada, tan apretada y tan
sobreabundante, que es muy cierto que los sufrimientos de esta vida no son de
ningún modo comparables con la gloria de la vida futura que se revelará en
aquellos que amaron a Dios tan celosamente que gastaron su sangre y su vida por
su gloria en medio de una agonía mental y entre tormentos corporales.
Dios,
en su bondad, no remueve el miedo, de esas personas porque apruebe en mayor
grado su audacia,
o porque quiera premiarla de esa manera, sino mas bien a causa de su debilidad:
sabe bien que no podrán hacer frente al terror en condiciones de igualdad.
Hubo,
de hecho, algunos que sucumbieron al miedo, aunque vencieron después sufriendo
todos los tormentos. Quienes, de otra parte, padecen la muerte con ánimo,
pronto y gozoso, ayudan a otros con su ejemplo, y no dudo que esto sea bien
útil.
No
olvidemos, sin embargo, que casi todos tememos la muerte, y por eso, apenas nos
hacemos idea de cuánta ayuda y fortaleza han recibido muchos de aquellos que,
angustiados y temblorosos, se enfrentaron con la muerte, y que, a pesar de todo,
superaron con valentía los escollos del camino y los obstáculos, barreras más
duras que el hierro, como lo son su propio abatimiento, su miedo y su angustia.
Victoriosos sobre la muerte conquistan el cielo al asalto. ¿No se enardecerá
el ánimo de estas débiles creaturas al ver el ejemplo de tales mártires, como
ellos cobardes y temerosos, para no ceder bajo la persecución aunque sientan la
tristeza dentro de si, y el miedo y abatimiento ante una muerte tan espantosa.
La
sabiduría de Dios, que todo lo penetra con fuerza irresistible y que dispone
todas las cosas con suavidad, al contemplar en presente cómo serían afectados
los ánimos de los hombres en diferentes lugares, acomoda su ejemplo a los
varios tiempos y lugares, escogiendo, ora un destino ora otro, de acuerdo con lo
que El ve será más conveniente. De esta manera, da a los mártires
temperamentos según los designios de su providencia. Uno corre aprisa y gustoso
a la muerte; otro marcha en la duda y con miedo, pero sufre la muerte con no
menos fortaleza: a no ser que alguien imagine ser menos valiente por tener que
luchar no sólo contra sus enemigos de fuera, sino también contra los de
dentro; que el tedio, la tristeza y el miedo son, además de fuertes emociones,
poderosos enemigos.
Puede
concluirse toda esta discusión diciendo que hemos de admirar y venerar los dos
tipos de mártires, alabar a Dios por ambos, e imitarlos cuando la situación lo
exija, cada uno según sus posibilidades y la gracia que Dios le dé. El que
siente grandes deseos no necesita más ánimos para ser audaz, y entonces,
quizás sea oportuno recordarle que es bueno que tema, no sea que su
presunción, como la de Pedro, le haga echarse para atrás y caer. El que siente
angustia, miedo y abatimiento debe ciertamente ser confortado. Y así, tanto en
un caso como en el otro, la angustia de Cristo está llena de alivio, pues
mantiene al primero lejos de exagerar su entusiasmo, y hace al otro alzarse en
la esperanza cuando se encuentre postrado y abatido.
Si
alguien se siente fogoso y lleno de entusiasmo, ese tal, al recordar tan humilde
y angustiosa presencia de su rey, tendrá buen motivo para temer, no sea que su
astuto enemigo esté elevándole en alto, pero sólo para poder aplastarle más
tarde contra el suelo con mayor dureza.
Quien
se vea tan totalmente abrumado por la ansiedad y el miedo que podría llegar a
desesperar, contemple y medite constantemente esta agonía de Cristo rumiándola
en su cabeza. Aguas de poderoso consuelo beberá de esta fuente. Verá, en
efecto, al pastor amoroso tomando sobre sus hombros la oveja debilucha,
interpretando su mismo papel y manifestando sus propios sentimientos. Cristo
pasó todo esto para que cualquiera que más tarde se sintiera así de anonadado
puchera tomar ánimo y no pensar que es motivo para desesperar.
Demos
gracias como mejor podamos, que nunca podremos dar bastantes; y en nuestra
agonía recordemos la suya, con la que ninguna podrá jamás ser comparada; y
pidámosle, con todas nuestras fuerzas, que se digne consolarnos en nuestra
angustia, iluminándonos con la que El mismo sufrió. Cuando, con vehemencia y a
causa de nuestra flaqueza, le pidamos que nos libre del peligro, sigamos su
ejemplo tan precioso cerrando nuestra súplica con este broche: "No se haga
mi voluntad sino la tuya." Si lo hacemos, no dudo lo más mínimo que, así
como cuando El oraba un ángel fue a llevarle consuelo, también cada uno de
nuestros ángeles nos traerán ese consuelo del Espíritu que nos dará fuerza
para perseverar en las obras que nos llevan al cielo. Y para darnos segura
confianza sobre esto, Cristo nos antecedió allá por ese camino y con el mismo
método.
Tras
haber padecido agonía durante un lar90 rato.,
su animo se restableció de tal modo que volvió a los Apóstoles y se dirigió
al encuentro del traidor y de los verdugos que le buscaban para atormentarle.
Después, tras haber sufrido como convenía, entró en su gloria y allí prepara
un lugar para aquellos de nosotros que sigamos sus pisadas. Que por su agonía
se digne ayudarnos en la nuestra, para que no se vea frustrado ese lugar del
cielo por nuestra estupidez y cobardía.
Los
Apóstoles se duermen mientras el traidor conspira
'Levantándose
del suelo y volviendo a sus discípulos, hallólos dormidos por causa de la
tristeza. Les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la
tentación. Dormid y descansad. Pero basta ya. He aquí que llegó la hora y el
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos y
vámonos de aquí. Ya se acerca el que me ha de entregar" .
Vuelve
Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra
sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les habla dado de vigilar y
rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, judas, el traidor, se
mantenía bien despierto., y tan concentrado en traicionar a su Señor que ni
siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este contraste
entre el traidor y los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara
que triste y terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde
aquellos tiempos hasta nuestros días? ¿Por qué no contemplan los obispos, en
esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo,
¡ojalá reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su
autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su
somnolencia! Pues son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes
entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de
Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que
pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien
despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más
astutos que los hijos de la luz
Aunque
esta comparación con los Apóstoles dormidos se aplica muy acertadamente a
aquellos obispos que se duermen mientras la fe y la moral están en peligro, no
conviene, sin embargo, a todos los prelados ni en todos los aspectos.
Desgraciadamente,
algunos de ellos (muchos más de los que uno podría sospechar) no se duermen
"a causa de la tristeza"., como era el caso con los Apóstoles. No.
Están, más bien, amodorrados y aletargados en perniciosos afectos, y ebrios
con el mosto del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos
revolcándose en el lodo. Que los Apóstoles sintieran tristeza por el peligro
que corría su Maestro fue bien digno de alabanza; pero no lo fue el que se
dejaran vencer por la tristeza hasta caer dormidos. Entristecerse y dolerse
porque el mundo perece, o llorar por los crímenes de otros, es un sentimiento
que habla de ser compasivo, como sintió este escritor: "Me senté en la
soledad y lloré" y este otro: "Me dolía el corazón porque los
pecadores se apartaban de tu ley." Tristeza de esta clase la colocaría yo
en aquella categoría de la que se
dice, ( ...). Pero la pondría
ahí sólo si el efecto, aunque bueno, es controlado y dirigido por la razón.
Si no es así, si la pena oprime tanto al alma que ésta pierde vigor y la
razón pierde las riendas, si se encontrara un obispo tan vencido por la pesadez
de su sueño que se hiciera negligente en el cumplimiento de los deberes que su
oficio exige para la salvación de su rebaño, se comportaría como un cobarde
capitán de navío que, descorazonado por la furia del temporal, abandona el
timón y busca refugio mientras abandona el barco a las olas. Si un obispo se
comportara así, no dudaría yo en juntar esta tristeza con aquella otra que
conduce, como dice San Pablo, al infierno. Y aún peor la considerarla yo.,
porque esta tristeza en las cosas espirituales parece originarse en quien
desespera de la ayuda de Dios.
Otra
clase de tristeza, peor si cabe, es la de aquellos que no están deprimidos por
la tristeza ante los peligros que otros corren, sino por los males que ellos
mismos pueden recibir; temor tanto más perverso cuanto su causa es más
despreciable, es decir, cuando no es ya cuestión de vida o muerte, sino de
dinero. Cristo mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su causa.
"No temáis a quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os
mostraré a quién habéis de temer: Temed al que después de quitar la vida,
puede mandar también el alma al infierno. A ése os repito, habéis de
temer"`. Para todos, sin excepción, dijo estas palabras, caso de que hayan
sido encarcelados y no haya escapatoria posible. Pero añade algo más para
aquellos que llevan el peso y la responsabilidad episcopal: no permite que se
preocupen sólo de sus propias almas, ni tampoco que se contenten refugiándose
en el silencio, hasta que sean arrastrados y forzados a escoger entre una
abierta profesión de fe o una engañosa simulación. No. Quiso que dieran la
cara si ven que la grey a ellos confiada está en peligro, y que hicieran frente
al peligro con su propio riesgo, por el bien de su rebaño.
El
buen pastor da su vida por sus ovejas dice Cristo. Quien salve su vida con daño
de las ovejas, no es buen pastor. El que pierde su vida por Cristo (y así hace
quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo le confió) la salva para la
vida eterna. De la misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no
confiesa la verdad cuando el silencio a su rebaño), al querer salvar su vida
empieza de hecho a perderla. Tanto peor, desde luego, si llevado por el miedo,
niega a Cristo abiertamente, con palabras, y lo traiciona. Tales obispos -no
duermen como Pedro, sino que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir
como Pedro, la mirada afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia
llegarán un día a limpiar aquel delito salvándose a través del llanto. Sólo
es necesario que respondan a su mirada y a la invitación cariñosa a la
penitencia, con dolor, con amargura de corazón y con una nueva vida, recordando
sus palabras, contemplando su pasión y soltando las amarras que los ataban a
sus pecados.
Si
tan amenazado estuviera alguien en el mal que no haya dejado de profesar la
verdadera doctrina por miedo, sino que, como Arrio y otros como él ,
predica falsa doctrina bien por
una sórdida ganancia o por una corrupta ambición, ese tal no duerme como
Pedro, ni niega como Pedro, sino que permanece bien despierto como el miserable
Judas y, como Judas, a Cristo persigue. La situación de ese hombre es mucho
más peligrosa que la de los otros, como muestra el horrendo y triste final de
Judas. No hay limite, sin embargo, en la bondad de un Dios misericordioso, y ni
siquiera tal pecador ha de desesperar del perdón. De hecho, incluso al mismo
-Judas ofreció Dios muchas oportunidades de volver en si y arrepentirse. No le
arrojó de su compañía. No le quitó la dignidad que tenla como Apóstol. Ni
tampoco le quitó la bolsa, y eso que era ladrón. Admitió al traidor en la
última cena con sus discípulos tan queridos. A los pies del traidor se dignó
agacharse para lavar con sus inocentes y sacrosantas manos los sucios pies de
Judas, símbolo de la suciedad de su mente. Con incomparable bondad le entregó
para comer, bajo la apariencia de pan, aquel mismo cuerpo suyo que el traidor ya
había vendido. Y, bajo la apariencia de vino, le dio aquella sangre que,
mientras bebía, pensaba el traidor cómo derramar. Finalmente, al acercarse
Judas con la turba para prenderle, ofreció a Cristo un beso, un beso que era,
de hecho, la muestra abominable de su traición, pero que Cristo recibió con
serenidad y con mansedumbre.
¿Quién
habrá incapaz de pensar que cualquiera de estos detalles podría haber removido
el corazón del traidor a mejores pensamientos, por muy endurecido que estuviera
en el crimen? Es cierto que hubo un principio de arrepentimiento al admitir su
pecado, cuando devolvió las monedas de plata (que nadie recogiera) gritando que
era traidor y confesando haber entregado sangre inocente. Me inclino a pensar
que Cristo le movió hasta este punto para salvarle de la ruina, lo que hubiera
sido posible si no hubiera añadido a su traición la desesperación. Así se
portaba Cristo con quien, con tanta perfidia, le había entregado a la muerte.
Después
de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de
Apóstol había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al
perdón, y no permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no
hay razón alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de
desesperar del perdón. Siguiendo el santo consejo del Apóstol: "Rezad
unos por otros para ser salvos" ,
si vemos que alguien se desvía
del camino recto, esperamos que volverá algún día a él, y mientras tanto,
recemos sin cesar para que Dios le ofrezca oportunidades de entrar en razón;
para que con su ayuda las coja, y para que, una vez cogidas, no las suelte ni
rechace por la malicia., ni las deje pasar de lado por culpa de su miserable
pereza.
¿Por
qué dormís?"
Al
encontrar Cristo a los Apóstoles durmiendo por tercera vez, les dijo:
"¿Por qué dormís?" como si dijera: "No es este tiempo para
dormir, sino para estar bien despiertos y orar, como os he advertido ya dos
veces, no hace apenas un rato." Si no supieron qué responder cuando se
durmieron por segunda vez, ¿qué excusa podían haber dado ahora, en que por
tercera vez eran sorprendidos en la misma falta? ¿Era una excusa válida decir
que se habían dormido "a causa de la tristeza" como menciona el
evangelista? Así lo recuerda Lucas, pero también es cierto que no lo alaba en
absoluto. Insinúa, sí, que su tristeza era de alguna manera loable; pero el
sueño que la siguió no estaba libre de culpa. La tristeza, aquélla que puede
ser digna de un gran premio, tiende algunas veces hacia un gran mal. Así ocurre
si nos devora de tal modo que nos deja inutilizados; nos impide acudir a Dios
con la oración, buscando de El consuelo, y desesperados y oprimidos, como
queriendo escapar de una tristeza consciente buscamos alivio en el refugio del
sueño. Mas, tampoco aquí encontraremos lo que buscábamos, y perderemos en el
sueño el consuelo que podríamos haber obtenido de Dios si hubiéramos
permanecido despiertos y orando. Se deja, entonces, sentir sobre nosotros el
peso molesto de una mente perturbada incluso mientras dormimos, y aun con los
ojos cerrados, tropezamos con las tentaciones y trampas preparadas por el
diablo.
De
ahí que Cristo, prescindiendo de cualquier excusa para el sueño, dijera:
"¿Por qué dormís? Dormid ya y descansad. Basta. Levantaos y rezad para
que no caigáis en la tentación. Ha llegado la hora y el Hijo del hombre será
entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos. Ya llega el que me va a
entregar. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas...". Al despertar a
los Apóstoles por tercera vez, cortó de golpe sus palabras con una cierta
ironía. No con esa ironía frívola y burlona con la que hombres ociosos, pero
de talento, acostumbran a divertirse entre Sí. sino con una ironía grave y
seria: "Dormid y descansad..."
Notad
cómo da permiso para dormir: de tal modo que significa en realidad lo
contrario. Apenas había dicho: "Dormid", añadió "Basta";
como si dijera: "Ya no necesitáis dormir más. Durante todo el tiempo que
deberíais haber estado despiertos, habéis estado durmiendo, incluso en contra
de lo que os mandé. Ahora ya no hay tiempo para dormir, y ni siquiera para
quedarse un momento sentados. Debéis levantaros inmediatamente y rezad para que
no caigáis en la tentación. Tal vez por ella me abandonaréis, causando gran
escándalo. Pero, por lo demás, por lo que se refiere al sueño, dormid y
descansad si podéis. Tenéis mi permiso, pero no podréis. Ya se acerca la
turba -ya están casi aquí y ella sacudirá vuestra modorra. Ya se aproxima la
hora en la que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. Muy
cerca está quien me entrega." Apenas hubo terminado estas pocas palabras,
y todavía hablaba, cuando he aquí que Judas Iscariote...
No
ignoro que algunos eruditos y santos no admiten esta interpretación, aunque sí
admiten que otros -igualmente doctos y santos- la han considerado aceptable. No
se ha de pensar que quienes no aceptan esta interpretación se hayan horrorizado
ante una ironía en labios de Cristo (como algunos otros, sin duda hombres
piadosos, pero no lo suficientemente versados en las figuras de lenguaje que
toma la Sagrada Escritura ordinariamente del lenguaje común; si lo fueran,
habrían encontrado la ironía en tantos otros lugares que no la habrían
juzgado ofensiva en éste). ¿Qué podría ser más punzante y humorístico que
aquella ironía con la que el bienaventurado Apóstol censura a los corintios
con tanta gracia? Pues pide, en efecto, disculpas por no haber nunca cargado a
ninguno de ellos con cargas ni gastos: "¿Qué he hecho yo de menos por
vosotros que por las otras iglesias si no es esto: que nunca os he sido gravoso?
Perdonadme este agravio" `. ¿Qué ironía podría ser más mordaz que
aquella con la cual el profeta de Dios ridiculizó a los adivinos de Baal
mientras invocaba a la estatua muda de su dios: 'Llamadle más fuerte -decía
porque vuestro dios duerme o, quizás, se ha ido a otro lugar de viaje".
Aprovecho la ocasión de mencionar estos ejemplos por aquellos lectores que,
debido a una demasiado pía sencillez, rehúsan aceptar en la Sagrada Escritura
(o al menos no advierten en ella) estas formas de lenguaje tan usadas
corrientemente; y al no contar con ellas no aciertan a veces con el sentido real
de la Escritura.
No
disgusta a San Agustín la interpretación que yo mantengo, pero dice que no es
necesaria: opina ser suficiente el sentido literal y directo, sin ninguna figura
de lenguaje. En su obra Concordia evangelistarum escribe sobre ese
pasaje: 'Parece que Mateo se contradice. ¿Cómo puede decir 'dormid ahora y
descansad', e inmediatamente después añadir "levantaos, vamos'?.
Contrariados por esta inconsistencia intentan ver en esas palabras -'dormid y
descansad'- un reproche en lugar de una concesión o permiso. Esto sería lo
más correcto si fuera necesario. Pero Marcos lo relata asi: Cuando Cristo hubo
dicho 'Dormid y descansad', añadió 'Basta', y siguió diciendo: 'Ha llegado la
hora en que el Hijo del hombre será traicionado'. Por lo tanto, se ha de
entender que después de decir 'Dormid y descansad', quedó el Señor un rato en
silencio para que hicieran lo que habla permitido, y sólo después siguió:
'Basta. He aquí...', es decir, 'Habéis descansado bastante'."
Como
siempre, no deja San Agustín de ser agudo en este razonamiento. En mi opinión,
sin embargo, los que defienden la otra opinión no encuentran probable que,
después de que Cristo les reprochara por dos veces el dormirse, se volvieran a
dormir ahora que su captura era inmediata; ni que tras haberles reprochado
severamente su somnolencia (al decirles "¿por que dormís?" les
hubiera dado permiso para dormirse. No hay que olvidar que el peligro -y ésta
era la razón por la que no debían haberse dormido antes-estaba ahora,
precisamente, a la puerta, como se dice. De cualquier modo, presentado como he
las dos opiniones, cada uno es libre de escoger la que prefiera. Me limito a dar
cuenta de ambas. No deseo yo (que soy nadie en esta cuestión) ofrecer una
solución como si fuera el árbitro oficial.
"Levantaos
y orad
"Levantaos
y orad para que no caigáis en la tentación." Les mandó antes vigilar y
rezar; mas, ahora que han experimentado, y por dos veces, que el estar demasiado
cómodamente sentado favorece que el sueño se insinúe poco a poco, les enseña
un remedio instantáneo contra la modorra y la somnolencia. Consiste en ponerse
de pie. Del mismo Salvador viene este remedio, y ojalá tuviéramos ganas de
practicarlo de cuando en cuando en plena noche. Comprobaríamos ser verdad lo
que dice Horacio: Dirpúdium facti qui cepit habet, que "el que
empieza tiene la mitad hecho". Y aún más, que "una vez empezado,
está todo hecho".
En
efecto, cuando luchamos contra el sueño, el primer encuentro es siempre el más
duro y violento. No hemos, por consiguiente, de superar el sueño por una lucha
prolongada, sino que, de un golpe, de una sola sacudida, debemos romper los
lazos tentadores con los que nos abraza y así deshacernos de él de inmediato.
Una vez arrojada la somnolencia de la desidia y apatía (verdadera imagen de la
muerte), volverá la vida con todo su ardor y entusiasmo. Si recogida -la mente
en el umbroso silencio de la noche, nos dedicamos a la meditación y a la
oración, se sentirá mucho mas capaz de recibir el alivio de Dios que durante
el día, cuando el estrépito de los negocios por todos lados distrae los ojos,
los oídos y la cabeza, disipándola en muchas actividades tan variopintas, a
veces, como inútiles. Observad cómo el pensamiento de cualquier tontería
(algo relacionado con asuntos mundanales) interrumpe nuestro sueño y nos
mantiene despiertos por largo rato, y hasta se nos hace difícil dormir en
absoluto; la oración, por el contrario, no nos mantiene despiertos.
A
pesar del fruto tan grande que procura al alma, y a pesar de las muchas trampas
que nos tiene preparadas el enemigo, no nos despertamos para seguir rezando,
sino que nos dormimos contemplando las visiones y ensueños de Mandrágora.
Hemos
de recordar con frecuencia que Cristo no nos mandó simplemente levantarnos,
sino levantarnos para rezar. No es suficiente levantarse si no lo hacemos para
algo bueno. De otro modo, habría menos pecado si se perdiera el tiempo en
perezosa somnolencia que si sé aprovechara, estando bien despierto, para
cometer intencionadamente crímenes llenos de malicia. junto con la necesidad de
rezar., les muestra para qué deben rezar. "Orad -dice- para que no
caigáis, en la tentación". Una y otra vez les grababa esta misma idea: la
oración es el único refugio contra la tentación, y si alguien no quiere
admitir la oración en el castillo de su alma, sino que la excluye entregándose
al sueño, permite con su negligencia que las tropas del diablo. (esto es, las
tentaciones del mal) irrumpan como por inercia en su alma.
Tres
veces seguidas les aconsejó rezar, y después, para que no pensaran les
enseñaba sólo con palabras, El mismo les dio ejemplo, y por tres veces se fue
a orar. Insinuaba de esta manera que hemos de rezar a la Trinidad: al Padre
Ingénito, al Hijo engendrado por el Padre e igual a El, y al Espíritu, igual a
cada uno y que de ambos procede. De las Tres Personas hemos de pedir también
tres cosas: perdón por la vida pasada, gracia para el tiempo presente, y
prudencia para el futuro. Y en esta oración no hemos de ser descuidados y
perezosos; ha de ser ferviente y sin cesar., Cuán lejos estamos de este tipo de
oración, es algo que cada uno personalmente puede apreciar, pues se lo indica
su propia conciencia. Y también externamente puede llegar a conocerlo, si día
tras día son menores los frutos que provienen de la oración (que Dios no lo
permita).
Ya
que he procurado atacar con todas mis fuerzas las distracciones y la falta de
atención durante la oración, será ahora muy oportuno hacer una advertencia,
no sea que vaya a aparecer yo como un cirujano cruel, y despiadado tocando una
llaga que padecemos todos, y en lugar de llevar medicina y alivio a las almas
delicadas, sólo les sea causa de mayor dolor, quitándoles la esperanza de
salvarse.
Con
el propósito de curar estas "inflamaciones" y preocupaciones del alma
ofrece Gerson ciertos calmantes, de la misma manera que los médicos se valen de
medicinas para mitigar el dolor (las que ellos llaman anodina o
sedantes).
Este
autor, Juan Gerson hombre de gran erudición y director comprensivo de
conciencias atribuladas, comprobó (según mi entender) que ese
"mariposeo" de la mente provocaba tan grandes angustias en algunas
personas que repetían las palabras de sus oraciones, una detrás de otra,
balbuceándolas con gran trabajo, y a pesar de su esfuerzo no iban a ninguna
parte, e incluso, a veces, quedaban más descontentas a la tercera vez que a la
primera. Tan completo era el fastidio, que perdían todo consuelo al rezar, y no
faltaban quienes estaban a punto de abandonar la oración como algo inútil y
sin sentido (caso de que continuaran así rezando) o, incluso, como de hecho
temían, nocivo. Este autor, amable y piadoso, con objeto de aliviar tan aguda
molestia, distinguió tres aspectos en la oración: el acto, la virtud y el'
hábito. Explicándose con mucha claridad, pone el ejemplo de una persona que se
decide a hacer una peregrinación a Santiago (de Compostela) partiendo desde
Francia.
Habrá
trechos durante el viaje en que esta persona avanzará meditando en la figura
del santo y en el propósito de su viaje. En tales ratos continúa su
peregrinación con un doble acto, a saber: una continuidad natural y una
continuidad moral (para usar las mismas expresiones de Gerson). Continuidad
natural porque, actualmente, avanza hacia aquel lugar. Moral, porque sus
pensamientos están centrados en la peregrinación como tal. Llama
"moral" a aquella intención (formam) por la que el hecho de ponerse
en camino (en sí mismo indiferente) es perfeccionado por una causa piadosa.
Otros ratos, sin embargo, caminará el peregrino considerando diferentes
asuntos, sin pensar lo más mínimo en el santo ni en el sitio de destino; puede
ocurrir que vaya meditando en algo incluso más santo, como en Dios mismo.
Cuando así acontece continúa su peregrinación en el nivel natural, pero no en
el moral. Avanza con los pies, sí, pero no piensa, en ese preciso momento, en
la razón particular de su partida y, tal vez, ni siquiera se fija por dónde va
caminando.
Aunque
el acto moral de su peregrinación no se continúa, sí persevera la virtud
moral: su caminar, que es actividad bien natural, se ve penetrado e informado
por una virtud moral, al estar siempre acompañado por el buen propósito del
primer momento (como una piedra sigue la trayectoria del primer impulso aunque
se retire la mano que la arrojó). Podrá ocurrir que se dé el acto moral en
ausencia del natural, como, por ejemplo, cuando piense sobre la peregrinación
mientras descansa sentado sin caminar. Finalmente, ocurre también que no se den
ninguno de los dos actos, por ejemplo, al dormir: ni camina ni piensa en la
peregrinación. Mas, aun en este caso, permanece la virtud moral habitualmente,
a no ser que sea intencionadamente rechazada. La peregrinación nunca se ve, por
tanto, interrumpida ni deja de tener mérito: persiste de modo habitual a no ser
que se tome una decisión en sentido contrario, abandonando el viaje o, al
menos, retrasándolo. Valiéndose de este ejemplo concluye de manera parecida en
lo que se refiere a la oración: una vez que se ha empezado con atención, nunca
después puede ser interrumpida de tal modo que la virtud de la primera
intención no permanezca de modo continuo, actual o habitualmente. Y esto es
así siempre que no se renuncie a aquella intención inicial decidiendo
abandonar la oración, o bien cortándola bruscamente por el pecado mortal.
Oportet
semper orare et non deficere . Dice
Gerson sobre estas palabras de Cristo que no se pronunciaron figurativamente,
sino de modo directo y literal, y que, de hecho y literalmente, son cumplidas
por hombres buenos y rectos. Apoya su opinión en un conocido Proverbio: Qui
bene vivit semper orat (el que vive con rectitud está siempre
rezando). Y esto es verdad porque, quien todo lo hace para la gloria de Dios
(como reza la prescripción del Apóstol), una vez que ha empezado con atención
nunca interrumpe luego su oración de tal modo qué la virtud meritoria no
perdure, si no actualmente, al. menos virtualmente .
Esta
es la explicación de un hombre bueno y versado como Juan Gerson, en su breve
tratado De oratione et ejus valore. Quiere aliviar y animar a quienes se
angustian y entristecen si, mientras rezan, se les va la cabeza a muchas otras
cosas sin su querer ni su conocimiento, pues ocurre aunque celosamente luchen
por no distraerse. No pretende, en absoluto, proporcionar un falso
tranquilizante a quienes por pereza supina no ponen el más mínimo esfuerzo
durante la oración.
Cuando
hacemos cosa tan seria como la oración de modo negligente y descuidado, ni
rezamos ni tenemos a Dios propicio; por el contrario, le alejamos de nosotros en
su indignación. ¿Podrá alguien sorprenderse de que Dios se indigne al ser
interpelado de manera tan despectiva por una pobre creatura? ¿0 habremos de
pensar que no se dirige despectivamente a Dios quien le dice: "Oh, Dios,
escucha mi oración" mientras su cabeza anda volcada en mil cosas vanas y
superficiales, y algunas veces (ojalá no ocurriera nunca) hasta pecaminosas?
Tal individuo ni siquiera oye su propia voz. Va murmurando de memoria oraciones
muy gastadas, la cabeza en las nubes, emitiendo sonidos sin sentido, como dice
Virgilio. En fin, al acabar la oración necesitamos muy a menudo alguna otra
oración para pedir perdón por la anterior negligencia.
"Levantaos
y rezad para que no caigáis en la tentación." Y en seguida les advirtió
Cristo del peligro tan grande que se cernía sobre ellos, para que quedara así
claro que no sería suficiente una oración rutinaria o somnolienta. "He
aquí que se acerca la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos
de los pecadores" es decir: "Os predije que, iba a ser traicionado por
uno de vosotros, y os horrorizasteis ante esas palabras. Advertí que Satanás
os buscaba para sacudiros como el trigo, y escuchasteis esto con gran
despreocupación., sin dar respuesta, como si la tentación fuera algo a no
tener en cuenta. Para que supierais que no debe ser menospreciada, predije que
todos os escandalizaríais de mí, y todos lo negasteis. Al que más negó
escandalizarse le predije que me negarla tres veces antes de que el gallo
cantara. Mas él insistió en que no sería así, sino que moriría conmigo
antes que negarme. Y lo mismo dijisteis los demás. Para que no consideraseis la
tentación como algo fácil y sin importancia, una y otra vez os mandé que
vigilaseis e hicieseis oración -no fuera que cayeseis en la tentación, Tan
lejos estabais de estimar su fuerza y su atracción., que no os preocupasteis de
rezar ni de vigilar contra ella. Quizás os llevó a desdeñar* el poder
violento de la tentación diabólica el hecho de que, cuando os envié de dos en
dos para predicar la fe, me contabais al regresar que hasta los demonios se os
sometían. Pero yo, que conozco tanto la naturaleza de los demonios como la
vuestra (y con toda profundidad porque creé ambas), ya os advertí entonces que
no os gloriaseis en tal vanidad porque no era vuestro poder el que dominaba a
los demonios: yo mismo lo hacía, y lo hice por otros que iban a abrazar la fe
verdadera; por ellos lo hice y no por vosotros. Os recordé que debíais más
bien gloriaros en el verdadero fundamento de la alegría, esto es, en el hecho
de que vuestros nombres están escritos en el libro de la vida. Esto os
pertenece con toda firmeza, porque una vez que hayáis alcanzado la culminación
de esa alegría, ya no podréis perderla aunque todo el ejército de los
demonios luchara contra vosotros. El poder que ejercisteis contra ellos en
aquella ocasión aumentó tanto vuestra confianza que desdeñáis ahora la
tentación como cosa de poca importancia. Hasta ahora habéis visto la
tentación como algo muy lejano, aunque os anuncié que el peligro se cernía
esta misma noche. Mas ahora os advierto: no sólo la noche sino la hora precisa
está ya muy cercana. Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será
entregado en manos de los pecadores. Ya no hay lugar para estar sentado o para
dormir. Tendréis necesidad de estar despiertos, vigilantes, y apenas hay tiempo
para rezar. Ya no anuncio cosas futuras, sino que en este mismo momento digo:
Levantaos, vamos. El que me ha de entregar está cerca. Si no queréis estar
despiertos para rezar, levantaos por lo menos y marchad rápidamente, no sea que
más tarde no podáis escapar. Porque ya está aquí el que me traiciona."
Al
decir "Levantaos, vamos", también pudo significar, no que huyeran,
sino que se adelantaran para hacer frente a los acontecimientos con confianza.
Así lo hizo El mismo. No se marchó en la dirección opuesta, sino que,
mientras hablaba, iba al encuentro de aquellos que le buscaban con el corazón
lleno de furia criminal.
Cristo
sigue siendo entregado en la historia
"Todavía
mientras Jesús hablaba, he aquí a Judas Iscariote, uno de los Doce, y con él
una gran muchedumbre con espadas y palos, enviada por los jefes de los
sacerdotes, los escribas y ancianos del pueblo" . Nada hay tan eficaz para
la salvación y para la siembra de todas las virtudes en un corazón cristiano,
como la contemplación piadosa y afectiva de cada uno de los sucesos de la
pasión de Cristo. Pero, junto a esto, no resulta de poco interés considerar el
mismo hecho histórico -aquel tiempo en que los Apóstoles dormían mientras el
Hijo del hombre era entregado- como una misteriosa imagen de lo
que ocurriría en el futuro. Para redimir al hombre, Cristo fue verdaderamente
Hijo del hombre; aun concebido sin semen de varón, descendía realmente del
primer hombre; se hizo hijo de Adán para poder restaurar en su pasión la
posteridad de Adán, perdida y desgraciadamente desposeída por la falta de los
primeros padres, a un estado de felicidad incluso mayor que el original.
Por
esta razón., y aun siendo Dios, continuamente se llamaba a si mismo Hijo del
hombre, porque era hombre verdadero. Insinuaba así de modo constante el
beneficio de su muerte al recordar la única naturaleza que puede morir. Aunque
Dios murió por nosotros, ya que murió aquél que era Dios, su, divinidad no
sufrió la muerte., sino sólo su humanidad, o, más bien, su cuerpo (si nos
atenemos mas a lo que ocurre de hecho en la naturaleza que al uso vulgar de las
palabras; pues se dice de un hombre que muere cuando el alma se separa del
cuerpo sin vida, pero el alma es en si misma inmortal). No sólo se complacía
en ser llamado con esa expresión que define nuestra naturaleza, sino que se
gozaba en tomar la naturaleza humana para salvarnos y para unir a si, como si se
tratara de un solo cuerpo, a todos los que hemos sido regenerados por la fe y
los sacramentos de salvación. Se dignó incluso hacernos participes de su mismo
nombre; y, de hecho, la Escritura llama a todos los fieles "cristos y
dioses".
En
consecuencia, pienso que no andamos equivocados al sospechar que se avecina de
nuevo un tiempo en que el Hijo del hombre, Cristo, será entregado en manos de
los pecadores, cuando observamos un peligro inminente de que el Cuerpo místico
de Cristo, la Iglesia de Cristo, esto es, el pueblo cristiano, es arrastrado a
la ruina a manos de hombres perversos e impíos. Y con dolor lo digo, porque ya
son varios los siglos en los que no hemos dejado de ver cómo esto acontece,,
ora en un sitio, ora en otro; mientras, en algunos lugares, invade el cruel
turco territorios cristianos, o, en otros, poblaciones enteras son desgajadas
por las luchas intestinas de muchas sectas heréticas.
Cuando
veamos u oigamos que tales cosas empiezan a ocurrir, aunque sea muy lejos de
nosotros, pensemos que no es momento para sentarse y dormir, sino para
levantarse inmediatamente y socorrer a aquellos cristianos en el peligro en que
se encuentran y de cualquier manera que podamos. Si otra cosa no podemos, sea al
menos con la oración. Ni se ha de considerar este peligro de modo frívolo y
superficial por el solo hecho de que ocurra muy lejos de nosotros. Si tan
acertada es aquella frase del poeta cómico: "Hombre como soy, nada humano
me es extraño ¿cómo no sería merecedor de grave reproche la conducta de esos
cristianos que duermen y roncan mientras otros cristianos están en peligro?
Para insinuarnos esto dirigió Cristo su advertencia de que convenía estar
despierto, vigilando y rezando, no sólo a los discípulos que estaban cerca
suyo, sino también a los que El quiso que se quedaran a cierta distancia.
Si
los males y desgracias de aquellos que están lejos no nos llegaran a conmover y
preocupar, muévanos, al menos, nuestro propio peligro. Pues razón de sobra
tenemos para temer que la maldad destructora no tardará en acercarse adonde
estamos, de la misma manera que sabemos por experiencia cuan grande e impetuosa
es la fuerza devastadora de un incendio, o cuán terrible el contagio de una
peste al extenderse. Sin la ayuda de Dios para que desvíe el mal, inútil es
todo refugio humano. Recordemos, por consiguiente, estas palabras evangélicas,
y pensemos de continuo que es el mismo Cristo quien las dirige de nuevo, una y
otra vez, a nosotros:"¿Por qué dormís? Levantaos y rezad para que no
caigáis en la tentación."
Otra
idea se desprende de aquí, y es esta: Cristo es entregado de nuevo en manos de
los pecadores cuando su Cuerpo sacrosanto en la Eucaristía es consagrado y
manoseado por sacerdotes lujuriosos, disolutos y sacrílegos.
Cuando
tales cosas veamos (y desgraciadamente ocurren con mucha frecuencia), pensemos
que Cristo mismo nos habla de nuevo:"¿Por qué dormís? Despertaos,
levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación. Por que el Hijo del
hombre es entregado en manos de los pecadores." Por el mal ejemplo de esos
sacerdotes perversos, la peste del vicio se extiende con facilidad entre el
pueblo. Y cuanto menos idóneos son para recibir la gracia quienes, por
obligación, han de vigilar y rezar por el pueblo, tanto más necesario es para
éste estar bien despierto, levantarse y rezar con gran ardor, no sólo por sí
mismos, sino también por estos sacerdotes. ¡Qué grandísimo bien se haría al
pueblo si tales sacerdotes cambiaran y se hicieran mejores!
Una
manera particular de entregar a Cristo en manos de los pecadores se da entre
ciertas personas que, aunque reciben el sacramento de, la Eucaristía con
frecuencia, quieren dar la impresión de que lo veneran de modo más santo al
recibirlo bajo las dos especies, lo cual va en contra del uso común y se hace
sin necesidad alguna, y no sin grave afrenta a la Iglesia católica. Sin
embargo, estos mismos blasfeman de lo que han recibido, algunos llamándolo
"pan verdadero y vino verdadero" y otros, todavía peor, llamándolo
simplemente "pan y vino". Todos ellos niegan que el Cuerpo de Cristo
esté contenido en el sacramento que llaman "Corpus Christi". Cuando
después de tanto tiempo que ha transcurrido se ponen a hablar así contra los
más evidentes pasajes de la Escritura, contra las interpretaciones clarísimas
de todos los santos, contra la fe constantísima de toda la Iglesia durante
tantos siglos, contra la verdad ampliamente atestiguada por miles de milagros,
esa gente que marcha en este último tipo de infidelidad, ¿qué diferencia, me
pregunto, existe entre ellos y los que cogieron prisionero a Cristo aquella
noche? ¡Qué poca diferencia entre esos y aquellas tropas de Pilato que en
actitud de burla doblaban sus rodillas delante de Cristo, como si le rindieran
honor, mientras le insultaban y le llamaban rey de los judíos!.
Esta gente de ahora también se
arrodilla ante la Eucaristía y la llama Cuerpo de Cristo mientras, de acuerdo
con su doctrina, no creen en ella más que los soldados de Pilato creían que
Cristo era rey.
En
cuanto oigamos que tales cosas ocurren en otros lugares -no importa qué lejos
estén-, imaginemos inmediatamente a Cristo diciéndonos con urgencia:
"¿Por qué estáis dormidos? Levantaos y rezad para que no caigáis en la
tentación." No seamos ingenuos: dondequiera se presenta hoy esta plaga con
extraordinaria virulencia, no cogen todos la enfermedad en un solo día. El
contagio se extiende poco a poco y de manera imperceptible. Quienes al principio
no le daban importancia, se levantan más tarde para oírlo y responder con
cierta apatía o menosprecio; y luego son arrastrados al error, hasta que, como
un cáncer (según expresión del Apóstol), el escurridizo mal acaba finalmente
conquistando el país entero. Mantengámonos bien despiertos, levantémonos y
recemos asiduamente para que vuelvan sobre si todos cuantos han caído en esta
desgraciada insana preparada por Satán, y para que Dios nunca permita entremos
nosotros también en tal tentación, ni permita jamás al diablo desatar las
ráfagas de esa tormenta hacia nuestras costas. Pero acabemos ya con esta
digresión sobre los misterios y reanudemos la historia.
Judas,
Apóstol y traidor
"Judas,
habiendo tomado una cohorte de soldados que le dieron los sacerdotes y los
fariseos, fue allá con antorchas y armas. Estando Jesús todavía hablando,
llega Judas Iscariote, uno de los Doce, y con él un tropel de gente armada con
espadas y garrotes, enviada por los príncipes de los sacerdotes, los escribas y
los ancianos. El traidor les había dado una señal..." . Me inclinaría a
creer que la cohorte que, según los evangelistas, fue dada al traidor por los
pontífices, era una cohorte romana asignada por Pilato a los sacerdotes. Los
fariseos, escribas y ancianos del pueblo habían añadido a ella sus propios
servidores, bien porque no tuvieran suficiente confianza en los soldados del
gobernador, bien porque pensaron que un mayor número sería conveniente para
que no fuese Cristo rescatado por el repentino tumulto y la confusión causada
por la oscuridad de la noche. 0 tal vez llevaban la intención de arrestar a
todos los Apóstoles al mismo tiempo, sin dejar que ninguno escapara en la
oscuridad. No fue cumplido este último propósito, pues el poder de Cristo no
lo consintió; y El mismo fue capturado porque quiso ser hecho prisionero El
solo.
Llevan
antorchas encendidas y linternas para poder distinguir entre las tinieblas del
pecado el sol brillante de la justicia. Llevan antorchas, no para que pudieran
ser iluminados con la luz de Aquel que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo, sino para extinguir aquel ' la luz eterna que nunca puede ser oscurecida.
Tanto unos como otros, los enviados y quienes les enviaban se afanaban por
derrocar la ley de Dios por causa de sus tradiciones. También ahora hay quienes
siguen sus huellas, y persiguen a Cristo al esforzarse por ensombrecer el
esplendor de la gloria de Dios con su propia gloria.
Merece
la pena, en este pasaje, prestar atención y advertir la inestabilidad de las
cosas humanas. Apenas hacía seis días que, incluso los gentiles, estaban
deseosos de ver a Cristo a causa de sus milagros y la santidad de su vida. Los
mismos judíos le hablan recibido con respeto admirable al entrar en Jerusalén.
Y, ahora, judíos y gentiles vienen a arrestarle como a un ladrón. Entre ellos,
no uno mas en el gentío, sino haciendo cabeza, iba un hombre peor que todos los
judíos y gentiles juntos: era Judas. Quiso Cristo ofrecer este contraste para
enseñar que la rueda de la fortuna no quedará inmóvil para nadie, y que
ningún hombre cristiano, su esperanza puesta en el cielo, ha de perseguir la
gloria desdeñable en la tierra.
Observemos
que las autoridades que en contra de Cristo enviaron aquella turba eran
sacerdotes -¡príncipes de los sacerdotes!-,fariseos, escribas y ancianos del
pueblo. Lo que es óptimo en la naturaleza, si empieza a desviarse, se corrompe
en lo peor. Lucifer, por ejemplo, que fue creado por Dios como uno de los más
excelsos entre los ángeles del cielo, vino a ser el peor de los demonios una
vez que se entregó a la corrupción de la soberbia. No fue lo más bajo del
pueblo, sino lo más encumbrado, los principies de los sacerdotes, cuya
obligación y oficio era cuidar de la justicia y promover los asuntos de Dios,
quienes, particularmente, conspiraron para apagar el sol de la justicia y
destruir al unigénito de Dios. La avaricia, la envidia y la altivez les
llevaron a tal extremo de locura.
He
aquí otro punto que no se debe pasar por alto. Judas, llamado en otros lugares
con el infame nombre de traidor, es ahora perturbado al recibir el titulo
sublime de Apóstol. "Judas Iscariote, uno de los Doce": ni era uno de
los gentiles, ni uno de los judíos enemigos, ni uno entre los muchos
discípulos de Cristo (aun si lo hubiera sido, inconcebible seria lo que hizo),
sino -vergüenza jamás vista- uno de los Apóstoles escogidos por Cristo. El
solo, "uno de los Doce" fue capaz de entregar a su Señor para ser
capturado, e incluso se hizo cabecilla de la turba.
Hay
en este pasaje una lección que deben aprender quienes ocupan puestos y cargos
en la vida pública, pues no tienen siempre motivo para gloriarse y complacerse
en sí mismos cuando son llamados con títulos solemnes. No; tales títulos son
dignos y apropiados si quienes los poseen son conscientes de haber merecido tal
tratamiento de honor por el recto cumplimiento personal de sus deberes
administrativos. De no ser así, tendrían que ser abatidos por la vergüenza (a
no ser que se deleiten en palabras vacías). No importa lo que sean: príncipes,
grandes señores, emperadores, obispos, sacerdotes; si son miserables y
perversos, deberían darse cuenta de que, cuando los hombres hacen sonar en sus
oídos los títulos espléndidos de sus cargos, no lo hacen sinceramente para
rendirles honor, sino para poder reprocharles, sin peligro alguno y bajo color
de alabanza, los honores que llevan y usan tan indignamente. "Judas
Iscariote, uno de los Doce"; cuando el evangelista hace aparecer a Judas
con el título de su Apostolado, la intención real no es, en absoluto,
alabarle, lo que está bien claro, pues le llama en seguida traidor. "El
traidor les había dado una señal diciendo: A quien yo besare, ése es,
prendedle".
Se
suele preguntar aquí por qué necesitó el traidor dar una señal a la turba
para identificar a Jesús. Contestan algunos que acordaron hacerlo así porque
más de una vez, anteriormente, Cristo habla escapado de improviso de manos de
quienes intentaban prenderle. Ahora bien, debió de ocurrir esto de día, y dado
que Cristo lo hacia sirviéndose de su poder divino, bien desapareciendo de su
vista o pasando a través de ellos mientras miraban atónitos, se comprende que
era inútil del todo dar una señal con objeto de identificarle y que no
escapara. Otros han dicho que uno de los dos Santiagos se parecía mucho a
Cristo, tanto que, si no se les miraba bien de cerca, no era fácil
distinguirlos (dicen que ésta era la razón de que fuera llamado hermano del
Señor). Pero si podían haber sido arrestados juntos y, más tarde, ser
identificados, ¿qué necesidad había de dar una señal? Era la noche ya
avanzada, como dice el evangelista, y aunque se acercaba el amanecer, todavía
era de noche y la oscuridad lo llenaba todo, pues llevaban antorchas que daban,
seguramente, luz suficiente para hacerlos visibles desde lejos, pero no para
distinguir bien una persona a cierta distancia. Y aunque aquella noche tal vez
tuvieron la ventaja de cierta luz de la luna llena, sólo pudo servir para
iluminar los contornos de las figuras humanas en la distancia y no para obtener
una buena iluminación de los rasgos faciales, distinguiendo una persona de
otra. Por otra parte, si iban corriendo al barullo con la esperanza de capturar
a todos a la vez (cada uno escogiendo su víctima sin saber quién era),
tendrían, con razón, miedo de que, entre tanta gente, pudiera alguno escapar
y, lo que es peor, que uno de los fugitivos fuera, precisamente, el único
hombre que de verdad perseguían (los que en mayor peligro se encuentran suelen
ser los que más rápidamente se preocupan de sí mismos). Tanto si así lo
planearon, como si. Judas mismo lo insinuó, lo cierto es que dispusieron la
estratagema haciendo que el traidor se adelantara y señalara al Maestro con un
abrazo y un beso. Una vez puestos los ojos en El, pondrían en El sus manos, y
caso de que alguno de los otros escapara, ya no habría tanto peligro.
"Les
había dado el traidor esta señal: A quien yo besare, ése es. Prendedle y
llevadle con cautela." ¡Hasta dónde llegará la mezquindad! ¿No te
bastó, canalla traidor, con vender a tu Señor, al que te habla elevado a la
tarea sublime de Apóstol, en manos de hombres impíos y con un beso, sin
necesidad de estar tan preocupado de que se lo llevaran con precaución, no
fuera que llegara a escapar? Se te pagó para que le traicionaras, mientras
otros eran enviados para atraparle, custodiarle y conducirle a juicio. Pero tú,
como si ese papel en el crimen no fuera bastante importante, vas y te inmiscuyes
en la tarea de los soldados. Como si los ruines magistrados que les enviaron no
les hubieran dado instrucciones adecuadas, hacia falta un hombre como tú que
añadiera un nuevo mandato de llevárselo con precaución bien apresado. Habías
cumplido del todo tu trabajo criminal entregando a Cristo a sus sicarios. Pero
si los soldados hubieran sido tan remisos que Cristo consiguiera escapar de
entre ellos, por su descuido o rescatado por la fuerza, ¿tenías miedo acaso de
que entonces no te serían pagadas tus treinta piezas de plata, paga ilustre de
crimen tan horrendo? Se te pagara, no
lo dudes, pero no desearás
tanto recibirlas con codicia como estarás inquieto y deseoso de arrojarlas
lejos de tí tan pronto como las hayas conseguido. Entretanto, llevarás a cabo
una acción que trae dolor para tu Señor y la muerte para ti, pero que será
para muchos la salvación.
'Tenía
delante de ellos y se acercó a Jesús para besarle. En cuanto llegó,
arrimándose a Jesús le dijo: Salve, Maestro, salve. Y le besó. Le dijo
Jesús: Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del
hombre?" ". Iba Judas delante de la turba, v esto no sólo es verdad
en la historia, sino que tiene también un sentido espiritual: entre los que
participan en un mismo acto pecaminoso, el que tiene más motivos para
abstenerse es el que mayor culpa tiene delante del juicio de Dios.
"Y
se acercó para besarle. Y al llegar fue hacia El y le dijo: Maestro, salve,
Maestro. Y le besó." Así se acercan a Cristo, así le saludan, así le
besan también todos aquellos que se fingen discípulos de Cristo y profesan su
doctrina con la lengua mientras, de hecho y con obras, se esfuerzan por
destruirla con artilugios y toda una técnica de sutilezas. De igual guisa que
Judas le saludan quienes le llaman "Maestro" pero desprecian sus
mandamientos. De la misma manera le besan aquellos sacerdotes que consagran el
Cuerpo sacrosanto de Cristo, para después asesinar a los miembros de Cristo,
almas cristianas, con su falsa doctrina y su ejemplo depravado. Así le saludan
y besan también quienes exigen ser considerados como personas buenas y pías
porque, a pesar de ser fieles laicos, persuadidos por malos sacerdotes, reciben
el Cuerpo y la Sangre sagrados de Cristo bajo ambas especies, contra la
costumbre de todos los cristianos, sin ninguna necesidad y no sin gran
menosprecio por toda la Iglesia católica y, en consecuencia, no sin grave
falta. Esta gente lo hace contra la práctica y el uso de siempre de todos los
cristianos. Y no sólo se comportan así (cosa que podría ser tolerada), sino
que, como si fueran santos Padres de la Iglesia, condenan a todos los que
reciben ambas sustancias bajo sólo una de las dos especies. Es decir, fuera de
si mismos, condenan a todos los cristianos de todas partes y durante tantísimos
años. A pesar de su importuna insistencia en que ambas especies son necesarias
para los laicos, ya son muchos entre ellos -tanto laicos como sacerdotes- los
que eliminan la realidad de ambas especies (el Cuerpo y la Sangre). Se parecen
en esto a los soldados de Pilato que se burlaban de Cristo arrodillándose y
saludándole como rey de los judíos. Se arrodillan en veneración de la
Eucaristía, y la llaman Cuerpo y Sangre de Cristo aunque ya no creen que sea lo
uno ni lo otro: creen como "creían" los soldados de Pilato que Cristo
era rey de los judíos.
Todos
estos caracteres que he mencionado traen a nuestra cabeza al traidor Judas en
cuanto coinciden con él en dos cosas: su saludo y el beso con felonía. Así
como todos éstos representan una acción del pasado, Joab proporcionó una
figura del futuro porque, habiendo saludado a Amasa con estas palabras:
"Saludos, hermano", acariciándole la barbilla con su mano derecha
como si quisiera besarle, desenvainó un puñal que llevaba escondido y lo mató
de un golpe. De la misma manera había matado a Abner. Más tarde, como
convenía según la justicia, pagó con su propia vida engaño tan horrible .
Pues bien, Judas recuerda a Joab, tanto si se consideran las personas y hechos
criminales como la venganza de Dios y el final desgraciado de cada uno. Se
asemejan Joab y Judas con una sola diferencia: que Judas superó a Joab en todos
los aspectos.
Gozaba
Joab del favor y de la influencia de su príncipe y señor; pero con señor
mucho más grande trataba Judas. Joab mató a quien era amigo suyo; Judas era
mucho más íntimo con Jesús. La envidia y la ambición movían a Joab porque
habla oído que el rey iba a promover a Amasa sobre él; mas Judas se movía por
la ambición mezquina de una mísera recompensa, por unas pocas monedas de plata
entregó a la muerte al Señor del universo. Cuanto más enorme fue el crimen de
Judas, tanto más miserable fue el castigo que le siguió. Joab fue muerto a
manos de otro, pero el desgraciado Judas se ahorcó con su propia. mano. En la
forma externa que tomó el delito hay una clara similitud entre ambos crímenes.
Joab asesina a Amasa en el mismo instante de saludarle, casi besándole; Judas
se acerca a Cristo cortésmente, le saluda con respeto, le besa como muestra de
amor; mas no pensaba el cruel villano en otra cosa sino en entregar a su Señor
a la muerte. Con todo, no pudo engañar a Cristo como Joab hiciera con Amasa.
Cristo le recibe, escucha su saludo, no rechaza el beso. Conocedor de la
criminal traición, se comportó durante ese rato como si nada supiera.
Conducta
de Cristo con el traidor
¿Por
qué Cristo actuó así? ¿Era acaso para enseñarnos cómo disimular y fingir?
¿Para enseñarnos a devolver, con fina astucia, el engaño con otro engaño? De
ningún modo. Lo hizo para indicamos que hemos de soportar con paciencia y
mansedumbre todas las injurias y ardides, sin enfurecemos, sin buscar venganza,
sin dar rienda suelta a nuestras pasiones para insultar al ofensor, sin buscar
vano deleite en coger al enemigo en algún traspié. Nos enseñaba a hacer
frente a la injuria y a la falsedad con verdadera virtud y, en una palabra, a
vencer el mal en abundancia de bien. Es decir, hacer todo esfuerzo posible,
insistiendo con ocasión y sin ella, con palabras tan corteses como fuertes y
penetrantes, de tal modo que el hombre. miserable pueda cambiar para bien; y si
no responde a este tratamiento, no eche la culpa a nuestra negligencia, sino a
la monstruosa magnitud de su propia maldad.
Como
buen médico, intenta Cristo ambos métodos de cura, y en primer lugar,
empleando palabras suaves y afables: "Amigo, ¿a qué has venido?".
Cuando se oyó llamar "amigo" el traidor quedó indeciso y pensativo
en la duda. Consciente de su crimen, temía que Cristo hubiera usado el nombre
de "amigo" para reprocharle con gravedad su enemistad. Por otra parte,
ya que los criminales se precian a sí mismos en la esperanza de que nadie
conoce sus crímenes, esperaba ciego en su locura (aunque tenla la experiencia
de que los pensamientos de los hombres estaban patentes ante Cristo, e incluso
su propia traición habla sido declarada durante la última cena), esperaba,
digo, que su crimen pasara oculto a Cristo; tan falto de razón estaba Judas. Y
como nada podía ser más nocivo para él que verse decepcionado en esta su
esperanza porque nada podría disponerle peor para su arrepentimiento, Cristo en
su bondad no permitió que siguiera engañado. De ahí que añadiera
inmediatamente en tono grave: ".Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del
hombre?".
Le
llama con el nombre con que solía hacerlo de ordinario p ara que el recuerdo de
su anterior amistad ablandara el corazón del traidor y le moviera al
arrepentimiento. Le reprocha luego, abiertamente, su traición para que no
siguiera pensando que estaba oculta y le diera vergüenza confesarla. Sugiere,
por fin, la criminal hipocresía del traidor: "¿con un beso entregas al
Hijo del hombre?". Entre los crímenes y obras perversas no es fácil
descubrir una más odiosa ante
Dios que aquellas en las que pervertimos la naturaleza, real y genuina de las
cosas buenas Para hacerlas instrumentos de nuestra maldad. Odiosa es ante Dios
la mentira porque las palabras, que están por naturaleza ordenadas a expresar
el sentido de nuestro pensamiento, son trastocadas para un propósito de engaño
y decepción. Dentro de este genero de maldad, constituye una ofensa grave a
Dios abusar de las leyes y del derecho para infligir aquellas injurias que
están, precisamente, destinadas a prevenir.
He
ahí la razón por la que Cristo reprocha a Judas con dureza por ese modo
detestable de pecar. "Judas -le dice-, ¿entregas al Hijo del hombre con un
beso? Ojalá fuera de hecho como tú deseas aparentar; pero, de otro modo,
muéstrate abiertamente., con sinceridad, tal como realmente eres, porque quien
obra la enemistad bajo el disfraz de la amistad es un hombre vil que multiplica
en esa acción su villanía. No estabas satisfecho, Judas, con entregar al Hijo
del hombre (hijo de aquel hombre por el que todos hubieran perecido si este Hijo
del hombre, que tú crees estar destruyendo, no redimiera a quienes desean ser
salvados), ¿no te fue suficiente, repito, traicionarle sin necesidad de hacerlo
con un beso, convirtiendo así un signo sagrado de amor en instrumento de tu
traición? Estoy mejor dispuesto hacia esta turba que me rodea y ataca por la
fuerza de la violencia y abiertamente, que hacia a ti, Judas, que me entregas a
ella con un falso beso."
Al
ver Cristo que no había en el traidor señal alguna de arrepentimiento, y para
mostrar que prefería hablar con un enemigo sincero que con uno escondido en el
anonimato, se apartó de él y se encaminó hacia la turba bien armada. Dejaba
claro que nada le importaban las inicuas artimañas y tretas del traidor. Así
lo relata el Evangelio: "Y Jesús, que sabia todas las cosas que le habían
de sobrevenir, salió a su encuentro, y
les dijo: ¿A quién buscáis?
Respondiéronle: A Jesús Nazareno. Díjoles Jesús: Yo soy. Estaba también
entre ellos Judas, el que le entregaba. Apenas dijo: Yo soy, retrocedieron y
cayeron en tierra" '.
¡Oh,
Cristo salvador!, que hace apenas un rato tan grande era tu miedo que yacías
postrado en el suelo, en postura digna de compasión, y que con sudor de sangre
suplicabas al Padre que apartara de Ti el cáliz de tu Pasión,¿Cómo es
que ahora, de manera tan repentina, te levantas, te lanzas como un gigante y vas
gozoso al encuentro de quienes te buscan para hacerte sufrir?, ¿por qué das a
conocer tu identidad, tan espontáneamente a quienes admiten buscarte, pero que
ignoran todavía que eres Tú a quien, de hecho, buscan? ¡Vengan, acudan aquí
los débiles y pusilánimes.! Que se agarren con fuerza a una esperanza
inquebrantable cuando se sientan aplastados por el temor ante la muerte. Si con
Cristo agonizan y temen y se apesadumbran, llenos de angustia, tristeza,
cansancio y sudor, participarán también en su consolación. Sin duda ninguna,
se sentirán fortalecidos por el mismo consuelo que tuvo Cristo (con la
condición de que hagan oración, de que perseveren en ella y de que abandonen
todo en la voluntad de Dios). Tan recreados serán por este espíritu de Cristo
que sentirán renovarse sus corazones como la tierra vieja es refrescada por el
rocío del cielo y, por medio del madero de la cruz de Cristo, inmerso en las
aguas del dolor, el mismo pensamiento de la muerte, antes tan amargo., se hará
suave y llevadero. Un ánimo alegre y jovial sucederá al cansancio, el vigor
mental y la valentía reemplazaran el pavor y, al final, apetecerán la muerte
que antes les horrorizaba, considerando la vida triste y el morir una ganancia,
deseando verse libre de las ataduras del cuerpo para estar con Cristo.
"Acercándose
Cristo a la muchedumbre les pregunta: ¿A quién buscáis? Contestan: A Jesús
Nazareno. judas, el que le entregaba, estaba entre ellos. Y Jesús les dijo: Yo
soy. Cuando dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron por tierra." Si pudiera
darse el caso- de que el pavor y la angustia de Cristo hubieran antes disminuido
nuestra estima e imagen de El, habría ahora que restaurarla ante esta su
fortaleza tan varonil. Avanza impertérrito hacia una masa de hombres armados (a
aquellos que ni siquiera sabían quién era El) y, aun seguro de su muerte (pues
sabia todo lo que iba a ocurrirle), se ofrece libremente como una víctima que
va a ser cruelmente sacrificada. Este cambio, tan completo como repentino,
resulta verdaderamente admirable si se contempla desde su santísima humanidad.
¿Qué estima tendremos de El? ¿Qué intensa reacción ha de producirse en los
corazones de todos los fieles por la fuerza de este poder divino pasando
asombrosamente a través del organismo debilitado de un hombre? Porque, ¿cómo
fue posible que ninguno de los que le buscaban pudiera reconocerle al acercarse?
Había enseñado en el templo. Había volcado las mesas de los vendedores.
Había arrojado de allí a éstos. Habla desarrollado su actividad en público.
Habla desconcertado a los fariseos. Había satisfecho a los saduceos. Habla
refutado a los escribas. Habla eludido con. una prudente respuesta la pregunta
capciosa de los soldados herodianos. Habla alimentado a siete mil hombres con
siete panes, y curado enfermos y resucitado a los muertos. Se habla hecho
accesible a todo tipo de personas: fariseos y publicanos, ricos y pobres, justos
y pecadores, judíos y samaritanos y gentiles. Y. ahora, no hay nadie entre
tanta gente que le reconozca por su rostro o por su voz al dirigirse a ellos de
cerca. Parece como si los que enviaran la turba hubieran cuidado de no mandar a
nadie que hubiera visto de antemano a la persona que buscaban. ¿Cómo es
posible que nadie distinguiera a Cristo por el beso y el abrazo que habla dado
Judas por señal? El mismo traidor, ahora entre la
turba, ¿acaso olvidó de
repente cómo reconocer a quien acababa de traicionar y señalar con un beso?
¿Qué ocurrió en suceso tan extraño? Pienso que nadie fue capaz de
reconocerle por la misma razón por la que, más tarde, María Magdalena, aunque
le vio, no le reconoció sino cuando El se reveló a sí mismo; lo mismo con
aquellos dos discípulos que, aun mientras charlaban con El, no supieron quién
era hasta que El se dio a conocer; y aun así, pensaron que era un viajero, como
María Magdalena creyó que era el jardinero. En pocas palabras, no le
reconocieron por la misma causa que nadie pudo seguir en pie cuando Cristo
empezó a hablar: "Al decir: Yo soy, retrocedieron y cayeron por
tierra."
Declaraba
así Cristo ser en verdad la palabra de Dios, que penetra con mayor agudeza que
una espada de dos filos. Del rayo dicen que es de tal naturaleza que derrite la
espada dejando ilesa la vaina. Aquí, la sola voz de Cristo, sin dañar los
cuerpos, de tal modo debilitó las almas que les dejó sin fuerzas para sostener
los miembros.
Menciona
el evangelista que judas estaba entre la turba. Muy probablemente, al oír que
Jesús reprochaba abiertamente su traición, confundido por la vergüenza o
aplastado por el miedo, pues conocía bien el carácter impulsivo y pronto de
Pedro, se retiró inmediatamente y volvió con los de su calaña. El evangelista
lo recuerda para que entendamos que también con todos los demás cayó judas al
suelo:., era Judas de tal condición que no había en aquella muchedumbre nadie
peor que él ni que más se mereciera ser arrojado por tierra. Quiso también el
evangelista advertir sobre la necesidad de ser cuidadoso y prudente en la
compañía y amigos que uno mantiene: si se anda con gente miserable se corre el
peligro de caer junto con ellos. Si alguien pone estúpidamente su suerte junto
con quienes van a un naufragio seguro, rara vez sucederá que se salve él sólo
nadando a tierra firme, mientras los demás se ahogan en el fondo del mar.
Libertad
de Cristo en su captura, pasión y muerte
Quien
pudo arrojar a todos al suelo con sola su palabra, fácilmente hubiera podido
hacerlo con tal fuerza que ninguno volviera a levantarse jamás. Me parece que
esto no lo duda nadie. Cristo, sin embargo, los tiró al suelo para que supieran
que nada podrían sobre El si El no quisiera libremente padecer; y así,
permitió que se levantaran para seguir haciendo lo que El deseaba padecer.
"Al levantarse les preguntó por segunda vez: ¿A quién buscáis?, y ellos
respondieron: A Jesús Nazareno." Tan atemorizados contestaron que parece
estaban fueran de su sano juicio.
En
efecto, podían haber sabido que no encontrarían a nadie, y en aquel lugar y en
aquella hora de la noche, que no fuese discípulo de Cristo o amigo suyo; y lo
último que haría tal persona seria darles una pista para encontrar a Cristo.
Ellos, por su parte, en lugar de mantener secreto el propósito de su búsqueda,
descubren todo el meollo del asunto al encontrarse con alguien que ni saben
quién es ni por qué les interroga.
Tan
pronto preguntó: "¿A quién buscáis?" respondieron: "A Jesús
Nazareno." Contestó Cristo Jesús: "Ya os he dicho que yo soy. Ahora
bien, si me buscáis a mi., dejad ir a éstos." Es decir: "Si me
buscáis a mi, ¿por qué no me arrestáis de golpe, ya que yo mismo me he
acercado a vosotros y os he dicho quién soy? Y la razón es que sois tan
incapaces de prenderme contra mi voluntad que ni siquiera podéis permanecer de
pie mientras os hablo, como acabáis de comprobar al caeros. Por si acaso lo
habéis olvidado, os vuelvo a repetir que yo soy Jesús de Nazaret. Si a mí me
buscáis, dejad que éstos se vayan." Que estas últimas palabras de Cristo
no eran un simple ruego es algo que, me parece, Cristo dejó muy claro al
arrojar a todos al suelo.
Ocurre,
a veces, que quienes planean una villanía no quedan contentos con la simple
acción criminal, sino que, con depravado desenfreno, añaden algunos
"adornos" (por llamarlos de algún modo), del todo innecesarios para
su propósito criminal. Hay, incluso, algunos ministros del mal tan absurda y
perversamente cumplidores que, para evitar el riesgo de omitir alguna obra mala
a ellos confiada, añaden algo "extra" de su propia parte, por si
acaso. A ambos se refiere Cristo: "Si a mí me buscáis, dejad marchar a
éstos. Si los sumos sacerdotes, escribas, fariseos y ancianos del pueblo desean
ávidamente calmar su sed con mi sangre, prestad atención y mirad: Cuando me
buscabais, salí a vuestro encuentro. Ni siquiera me conocíais, y me entregué
a vosotros. Mientras estabais postrados en el suelo, yo seguía junto a
vosotros. Y ahora que os levantáis sigo en pie dispuesto a ser capturado. Soy
yo mismo quien me entrego a vosotros (cosa que el traidor no pudo conseguir),
para que ni vosotros ni mis discípulos piensen que su sangre deba ser añadida
a la mía, como si acaso no fuera suficiente crimen matarme a mí. Si a mi me
buscáis, dejad ir a éstos."
Mandó
que dejaran en paz a los discípulos y aun les forzó a hacerlo; salvados
gracias a la fuga, anuló todos sus esfuerzos por capturarlos. Todo esto lo
había anunciado ya de antemano, y mandó: "Dejad ir a esto?, para que se
cumplieran aquellas otras palabras:"No he perdido ninguno de los que me has
confiado"'. Estas palabras que menciona el evangelista son las mismas que
había dirigido Cristo a su Padre aquella noche en la cena:"Padre santo,
guarda en tu nombre a estos que Tú me has confiado." Y después: "He
guardado a los que me diste, y ninguno se ha perdido sino el hijo de la
perdición, para que se cumpla la Escritura." Al predecir que los
discípulos se salvarían cuando El fuese arrestado, se declara Cristo ser su
guardián y custodio. Así lo recuerda el evangelista a sus lectores para que
entiendan que, aunque di ' ¡era a la turba que los dejasen marchar, ya había
El mismo abierto una vía para que huyeran.
El
final desgraciado de Judas se predice en el salmo 108, donde, en forma de
oración, se lee: "Sean cortos sus días, y otro reciba su
ministerio." Se dijo esto de Judas, traidor mucho antes de su traición,
pero dudo que, aparte del salmista, conociera alguien que estas palabras eran
una predicción precisamente sobre Judas, hasta que Cristo lo mostr5 con
claridad y los hechos confirmaron las palabras.
No
hay que olvidar que ni los mismos profetas velan todo lo predicho por otros,
porque el espíritu de profecía se da a la medida, es personal. Y además me
parece que nadie entiende el sentido de todas las frases de la Sagrada Escritura
de tal modo que nada quede ya en ellas de misterio escondido, todavía ignorado,
bien sea sobre los tiempos del anticristo o sobre el juicio final por Cristo; y
permanecerán ocultos hasta que venga de nuevo Elías para explicarlos. Puedo de
este modo aplicar a la Sagrada Escritura aquella exclamación del Apóstol sobre
la sabiduría de Dios, pues es en la Escritura donde ha ocultado Dios el vasto
cúmulo de su sabiduría: "Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia de Dios: ¡cuán incomprensibles son sus juicios, cuán
inescrutables son sus caminos!".
En
nuestros días-, sin embargo, primero en un sitio y luego en otro, surgen día
tras día, casi como avispas y abejorros, individuos que se glorían de ser
autodidactas (como dice San jerónimo), y que sin la ayuda de los comentarios de
los antiguos doctores, encuentran muy accesibles, abiertos y claros todos
aquellos pasajes que los antiguos Padres confesaron hablan encontrado
dificilísimos. Y los Padres fueron autores de no menor ingenio ni inferior
formación doctrinal, infatigables en el estudio y, por lo que se refiere, a ese
"espíritu" o "carisma" que estos autores modernos tienen
tan a menudo en sus labios como tan rara vez en sus corazones, también los
Padres les superaron no menos que en la santidad de sus vidas.
Ocurre
en nuestros días que estos autores nuevos, que súbitamente han florecido de la
tierra como teólogos y que quieren presentarse como quien lo sabe todo, no
sólo están en desacuerdo con aquellos autores de vida tan santa sobre el
significado de la Escritura, sino que ni siquiera perseveran unánimes en los
grandes dogmas de la fe cristiana . Uno cualquiera entre ellos, el que sea,
pretendiendo tener la verdad, conquista a los demás, y, a su vez, es
conquistado por ellos: todos se asemejan en su oposición a la fe católica, y
son todos también iguales en ser así vencidos. El que habita en los cielos se
ríe de sus intentos, inútiles e impíos. Y a El suplico yo para que no se ría
de ellos de tal guisa que los desdeñe en su ruina eterna, sino para que les
conceda la gracia salvadora del arrepentimiento, y así, estos hijos pródigos,
que durante tanto tiempo han andado descarriados en el exilio, vuelvan sus pasos
al seno de su madre, la Iglesia. De esta manera, unidos todos en la verdadera fe
de Cristo y en la caridad de sus miembros, podamos obtener la gloria de Cristo,
nuestra Cabeza, gloria que nadie, por mucho que se engañe, puede esperar
alcanzar fuera del cuerpo de Cristo y de la verdadera fe.
El
fin de Judas
Pero,
volviendo a lo que decía, el hecho de que esa profecía se aplique a judas fue
algo insinuado por Cristo y que judas mostró al suicidarse; fue hecho luego
explícito por Pedro y cumplido por todos los Apóstoles cuando Matías fue
elegido para ocupar su lugar: otro recibió su episcopado. Después de esto, no
hubo ya ningún otro cambio en el grupo de los Doce, aunque los obispos suceden
ininterrumpidamente a los Apóstoles. Aquel número sagrado alcanzó su fin al
cumplirse la profecía.
Al
decir Cristo: "Dejad que éstos se vayan" no imploraba su permiso,
sino que declaraba, de una manera velada, que El mismo había concedido a los
Apóstoles el poder de marcharse para que se cumplieran aquellas palabras:
"Padre, he guardado a los que me diste y ninguno se ha perdido excepto el
hijo de la perdición." Vale la pena contemplar aquí con cuánta eficacia
predijo Cristo en estas palabras el contraste entre el fin de Judas y el de los
demás, la ruina del traidor y el feliz desenlace de los otros. Habla Jesús con
tal firmeza que no-parece anunciar algo del futuro, sino lo que ya ha ocurrido:
"He guardado -dice -a aquellos que me diste." No se defendieron con
sus propias fuerzas, ni se salvaron por la misericordia de los judíos, ni
escaparon por la negligencia de la cohorte, sino gracias a Cristo: "Yo los
he guardado. Y ninguno se ha perdido sino el hijo de la perdición. También él
estaba entre los que Tú me diste. El me recibió, y también a él, como a
todos los que me reciben, le he dado poder de llegar a ser hijo de Dios. Cuando
la avaricia le enloqueció se pasó a Satanás, y abandonándome y
traicionándome con perfidia, rechazando la salvación y esforzándose en mi
destrucción, se convirtió en hijo de la perdición y pereció como un
miserable en su propia miseria."
Infaliblemente
cierto del final de judas, Cristo habla de su ruina como si ya hubiera
acontecido. Mientras Cristo es apresado, aparece el infeliz traidor como jefe y
gula de los que le capturan, y yo lo imagino gozándose y exultando en el
peligro de su Maestro y de los que fueron sus condiscípulos, pues estoy
convencido de que deseaba y esperaba que todos fueran arrestados y condenados.
El carácter perverso y la locura furiosa de la ingratitud se manifiestan por
esta peculiaridad: que desea la muerte de la misma víctima a la que inicuamente
ha injuriado. Quien tiene su conciencia plagada de úlceras criminales ve en el
mismo rostro de su víctima un reproche insoportable de su acción, y huye de
él con espanto.
Se
alegraba el traidor confiando que serían capturados todos juntos, y estaba tan
estúpidamente seguro de si mismo, que nada habla más lejano de su cabeza como
el pensamiento de la sentencia de muerte que Dios le colgaba, un lazo terrible a
punto de atrapar su cuello en cualquier momento. Qué' digna de compasión es
esta tenebrosidad de la débil y mortal condición humana que a menudo tiembla
de miedo y se perturba tumultuosamente mientras ignora estar completamente a
salvo; y otras veces, en cambio, se comporta como si nada le preocupara, segura
de todo peligro, y del todo inconsciente de que una espada mortal pende sobre su
cabeza. Temían los demás Apóstoles ser prendidos y asesinados junto con
Cristo y, sin embargo, todos consiguieron escapar. Judas, por el contrario, al
parecer libre de todo temor y que, incluso se deleitaba en el miedo de los
Apóstoles, pereció unas pocas horas después.
Cruel
es el apetito que se alimenta de la desgracia ajena. Ni hay razón alguna para
que alguien se goce y felicite porque esté en su poder causar la muerte a otro
ser humano, como se le antojaba al traidor gracias a los soldados que había
conseguido. Aunque un hombre puede enviar a otro a la muerte, puede estar bien
seguro de que él mismo también le seguirá, e incierta como es la hora de la
muerte, puede ocurrir que él mismo, tal vez, preceda a quien imagina con
arrogancia haber enviado a la muerte. Así ocurrió aquí, en donde la del
miserable Judas precedió a la de Cristo, a quien aquél habla entregado a la
muerte.
Ejemplo triste y terrible para todos. No se crea el criminal seguro y libre de castigo, por mucho que se precie en su arrogante impenitencia, porque contra los malvados conspiran al unisono todas las creaturas junto con el Creador. El aire suspira por soplar vapores nocivos contra el miserable. El mar desea arrollarlo con sus olas. Las montañas quieren volcarse sobre él. Los valles, levantarse en contra suya. La tierra, entreabrirse bajo sus pies. El infierno busca tragarlo tras una larga calda. Los demonios desean zambullirle en las llamas devoradoras y eternas. Y entretanto, el único que preserva al hombre malvado es el mismo Dios que aquél abandonó. Si alguien es tan obstinado en su imitación de Judas que Dios decida no ofrecerle más la gracia que tan a menudo le ha sido procurada (y por él rechazada), ese hombre sí que es verdaderamente desgraciado, y por mucho que se halague a si mismo en la falsa ilusión de volar muy alto en el aire sobre una nube de falsa felicidad, está, de hecho, revolcándose en un abismo de calamidad y de desgracia. A Cristo clementísimo se ha de pedir por uno mismo y por los demás para no imitar a Judas en su obcecación frenética, y poder así aceptar la gracia que Dios ofrece para ser restaurados de nuevo por la penitencia y por la misericordia a la gloria.