5.
VIRTUDES HUMANAS
Homilía pronunciada el 6-IX-1941
72.
Lo cuenta San Lucas, en el capítulo
séptimo: le rogó uno de los fariseos que fuera a comer con él. Y habiendo
entrado en casa del fariseo, se puso a la mesa [142] . Llega entonces una mujer
de la ciudad, conocida públicamente como pecadora, y se acerca para lavar los
pies a Jesús, que según la usanza de la época come recostado. Las lágrimas
son el agua de este conmovedor lavatorio; el paño que seca, los cabellos. Con
bálsamo traído en un rico vaso de alabastro, unge los pies del Maestro. Y los
besa.
El fariseo piensa mal. No le cabe en la cabeza que
Jesús albergue tanta misericordia en su corazón. Si éste fuese un profeta
-imagina-, sabría quién es y qué tal es la mujer [143] . Jesús lee sus
pensamientos, y le aclara: ¿ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me has
dado agua con que se lavaran mis pies; y ésta los ha bañado con sus lágrimas
y los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo, y ésta,
desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi
cabeza, y ésta sobre mis pies ha derramado perfumes. Por todo lo cual, te digo:
que le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho [144] .
No podemos detenernos ahora en las divinas maravillas
del Corazón misericordioso de Nuestro Señor. Vamos a fijarnos en otro aspecto
de la escena: en cómo Jesús echa de menos todos esos detalles de cortesía y
delicadeza humanas, que el fariseo no ha sido capaz de manifestarle. Cristo es
perfectus Deus, perfectus homo [145] , Dios, Segunda Persona de la Trinidad
Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la
naturaleza; y aprendemos de El que no es cristiano comportarse mal con el
hombre, criatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza [146] .
73.
Virtudes humanas
Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar
que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como
hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio
sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída
pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la
hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne,
hombre, y habitó en medio de nosotros [147] .
Mi experiencia de hombre, de cristiano y de sacerdote
me enseña todo lo contrario: no existe corazón, por metido que esté en el
pecado, que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de
nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de
Cristo, han respondido siempre.
En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas
que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han
olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas,
honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a
punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el
fundamento de las sobrenaturales.
74.
Es verdad que no basta esa capacidad
personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva
y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser
santo porque ha sabido vivir como hombre de bien.
Habréis, quizá, observado otros casos, en cierto
sentido contrapuestos: tantos que se dicen cristianos -porque han sido
bautizados y reciben otros Sacramentos-, pero que se muestran desleales,
mentirosos, insinceros, soberbios... Y caen de golpe. Parecen estrellas que
brillan un momento en el cielo y, de pronto, se precipitan irremisiblemente.
Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos,
Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas
pisen bien seguros en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de
ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos
tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre
redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos,
con el empeño diario de imitarle a El, que es perfectus Deus, perfectus homo.
75.
No sabría determinar cuál es la
principal virtud humana: depende del punto de vista desde el que se mire.
Además, la cuestión resulta ociosa, porque no consiste en practicar una o unas
cuantas virtudes: es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas todas. Cada
una se entrelaza con las demás, y así, el esfuerzo por ser sinceros, nos hace
justos, alegres, prudentes, serenos.
Tampoco me acaban de convencer esas formas de
discurrir, que distinguen las virtudes personales de las virtudes sociales. No
cabe virtud alguna que pueda facilitar el egoísmo; cada una redunda
necesariamente en bien de nuestra alma y de las almas de los que nos rodean.
Hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la
afanosa preparación de un brillante curriculum, de una lucida carrera. Todos
hemos de sentirnos solidarios y, en el orden de la gracia, estamos unidos por
los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos.
A la vez, hemos de considerar que la decisión y la
responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las
virtudes son también radicalmente personales, de la persona. Sin embargo, en
esa batalla de amor nadie pelea solo -ninguno es un verso suelto, suelo
repetir-: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos
eslabones de una misma cadena. Pide ahora conmigo, a Dios Señor Nuestro, que
esa cadena nos ancle en su Corazón, hasta que llegue el día de contemplarle
cara a cara en el Cielo para siempre.
76.
Fortaleza, serenidad, paciencia, magnanimidad
Vamos a considerar algunas de estas virtudes humanas.
Mientras yo hable, vosotros, por vuestra cuenta, mantened el diálogo con
Nuestro Señor: rogadle que nos ayude a todos, que nos anime a profundizar hoy
en el misterio de su Encarnación, para que también nosotros, en nuestra carne,
sepamos ser entre los hombres testimonio vivo del que ha venido para salvarnos.
El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es
fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según
nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse
con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua
el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad.
Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que
entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una
tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que
presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero
se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla. Recordad
el ejemplo que nos narra el libro de los Macabeos: aquel anciano, Eleazar, que
prefiere morir antes que quebrantar la ley de Dios. Animosamente entregaré la
vida y me mostraré digno de mi vejez, dejando a los jóvenes un ejemplo noble,
para morir valiente y generosamente por nuestras venerables y santas leyes [148]
.
77.
El que sabe ser fuerte no se mueve
por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos
conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. Mediante la
paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas (Lc XXI, 19). La posesión del alma
es puesta en la paciencia que, en efecto, es raíz y custodia de todas las
virtudes. Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a
dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos [149] . Y es
esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos
de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo.
78.
Fuertes y pacientes: serenos. Pero no
con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse
de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin
tasa el bien por el mundo entero. Serenos porque siempre hay perdón, porque
todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es
vida. Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien
conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los
contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y
después, sosegadamente, interviene con decisión.
79.
Estamos enumerando con rapidez
algunas virtudes humanas. Sé que, en vuestra oración al Señor, aflorarán
otras muchas. Yo quisiera detenerme ahora unos instantes en una cualidad
maravillosa: la magnanimidad.
Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que
caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para
prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la
estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni
la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que
vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar:
se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios.
80.
Laboriosidad, diligencia
Hay dos virtudes humanas -la laboriosidad y la
diligencia-, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los
talentos que cada uno ha recibido de Dios. Son virtudes porque inducen a acabar
las cosas bien. Porque el trabajo -lo vengo predicando desde 1928- no es una
maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad, antes
de que Adán se hubiera rebelado contra Dios [150] . En los planes del Señor,
el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la
creación.
El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo
es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por
rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y
ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra -diligente- nos
evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar,
apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa. No es
diligente el que se precipita, sino el que trabaja con amor, primorosamente.
Nuestro Señor, perfecto hombre, eligió una labor
manual, que realizó delicada y entrañablemente durante la casi totalidad de
los años que permaneció en la tierra. Ejercitó su ocupación de artesano
entre los otros habitantes de su aldea, y aquel quehacer humano y divino nos ha
demostrado claramente que la actividad ordinaria no es un detalle de poca
importancia, sino el quicio de nuestra santificación, ocasión continua para
encontrarnos con Dios y alabarle y glorificarle con la operación de nuestra
inteligencia o la de nuestras manos.
81.
Veracidad y justicia
Las virtudes humanas exigen de nosotros un esfuerzo
continuado, porque no es fácil mantener durante largo tiempo un temple de
honradez ante las situaciones que parecen comprometer la propia seguridad.
Fijaos en la limpia faceta de la veracidad: ¿será cierto que ha caído en
desuso? ¿Ha triunfado definitivamente la conducta de compromiso, el dorar la
píldora y montar la piedra? Se teme a la verdad. Por eso se acude a un
expediente mezquino: afirmar que nadie vive y dice la verdad, que todos recurren
a la simulación y a la mentira.
Por fortuna no es así. Existen muchas personas
-cristianos y no cristianos- decididas a sacrificar su honra y su fama por la
verdad, que no se agitan en un salto continuo para buscar el sol que más
calienta. Son los mismos que, porque aman la sinceridad, saben rectificar cuando
descubren que se han equivocado. No rectifica el que empieza mintiendo, el que
ha convertido la verdad sólo en una palabra sonora para encubrir sus
claudicaciones.
82.
Si somos veraces, seremos justos. No
me cansaría jamás de referirme a la justicia, pero aquí sólo podemos trazar
algunos rasgos, sin perder de vista cuál es la finalidad de todas estas
reflexiones: edificar una vida interior real y auténtica sobre los cimientos
profundos de las virtudes humanas. Justicia es dar a cada uno lo suyo; pero yo
añadiría que esto no basta. Por mucho que cada uno merezca, hay que darle
más, porque cada alma es una obra maestra de Dios.
La mejor caridad está en excederse generosamente en la
justicia; caridad que suele pasar inadvertida, pero que es fecunda en el Cielo y
en la tierra. Es una equivocación pensar que las expresiones término medio o
justo medio, como algo característico de las virtudes morales, significan
mediocridad: algo así como la mitad de lo que es posible realizar. Ese medio
entre el exceso y el defecto es una cumbre, un punto álgido: lo mejor que la
prudencia indica. Por otra parte, para las virtudes teologales no se admiten
equilibrios: no se puede creer, esperar o amar demasiado. Y ese amor sin
límites a Dios revierte sobre quienes nos rodean, en abundancia de generosidad,
de comprensión, de caridad.
83.
Los frutos de la templanza
Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos
en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se
puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los
impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la
tristeza, el aislamiento en la propia miseria.
Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos,
a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia. La
facultad de engendrar -que es una realidad noble, participación en el poder
creador de Dios- la utilizan desordenadamente, como un instrumento al servicio
del egoísmo.
Pero no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo
quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre
verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor,
como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que
produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente:
porque al vivir así -con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra,
en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.
La vida recobra entonces los matices que la
destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de
compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría
al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es
siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la
inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más
privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para
servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.
84.
La sabiduría de corazón
El sabio de corazón será llamado prudente [151] , se
lee en el libro de los Proverbios. No entenderíamos la prudencia si la
concibiésemos como pusilanimidad y falta de audacia. La prudencia se manifiesta
en el hábito que inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los
medios más convenientes para alcanzarlo.
Pero la prudencia no es un valor supremo. Hemos de
preguntarnos siempre: prudencia, ¿para qué? Porque existe una falsa prudencia
-que más bien debemos llamar astucia- que está al servicio del egoísmo, que
aprovecha los recursos más aptos para alcanzar fines torcidos. Usar entonces de
mucha perspicacia no lleva más que a agravar la mala disposición, y a merecer
aquel reproche que San Agustín formulaba, predicando al pueblo: ¿pretendes
inclinar el corazón de Dios, que es siempre recto, para que se acomode a la
perversidad del tuyo? [152] . Esa es la falsa prudencia del que piensa que le
sobran sus propias fuerzas para justificarse. No queráis teneros dentro de
vosotros mismos por prudentes [153] , dice San Pablo, porque está escrito:
destruiré la sabiduría de los sabios y la prudencia de los prudentes [154] .
85.
Santo Tomás señala tres actos de este buen hábito de
la inteligencia: pedir consejo, juzgar rectamente y decidir [155] . El primer
paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de
la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que no llegamos a todo, que no
podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que es preciso no perder de
vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno
cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mimos deseos sinceros
de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de
dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto.
Después es necesario juzgar, porque la prudencia exige
ordinariamente una determinación pronta, oportuna. Si a veces es prudente
retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos de juicio, en
otras ocasiones sería gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto
antes, lo que vemos que se debe hacer; especialmente cuando está en juego el
bien de los demás.
86.
Esta sabiduría de corazón, esta
prudencia no se convertirá nunca en la prudencia de la carne a la que se
refiere San Pablo [156] : la de aquellos que tienen inteligencia, pero procuran
no utilizarla para descubrir y amar al Señor. La verdadera prudencia es la que
permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe
en el alma promesas y realidades de salvación: Yo te glorifico, Padre, Señor
de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y
prudentes y las has revelado a los pequeñuelos [157] .
Sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas
virtudes. Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por
ocultas razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según
los designios de Dios. La templanza del prudente no es insensibilidad ni
misantropía; su justicia no es dureza; su paciencia no es servilismo.
87.
No es prudente el que no se equivoca
nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no
acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No
obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero se asume el riesgo
de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar. En
nuestra vida encontramos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se
apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas
personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos
de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud.
Esta virtud cardinal es indispensable en el cristiano;
pero las últimas metas de la prudencia no son la concordia social o la
tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento
de la Voluntad de Dios, que nos quiere sencillos, pero no pueriles; amigos de la
verdad, pero nunca aturdidos o ligeros. El corazón prudente poseerá la ciencia
[158] ; y esa ciencia es la del amor de Dios, el saber definitivo, el que puede
salvarnos, trayendo a todas las criaturas frutos de paz y de comprensión y,
para cada alma, la vida eterna.
88.
Un camino ordinario
Hemos tratado de virtudes humanas. Y quizá alguno de
vosotros pueda preguntarse: pero comportarse así, ¿no supone aislarse del
ambiente normal, no es algo ajeno al mundo de todos los días? No. En ningún
sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo.
Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra
virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez.
Acordaos de cómo viene Nuestro Señor al mundo: como
todos los hombres. Pasa su infancia y juventud en una aldea de Palestina, uno
más entre sus conciudadanos. En los años de su vida pública, se repite de
continuo el eco de su existencia corriente transcurrida en Nazaret. Habla del
trabajo, se preocupa de que sus discípulos descansen [159] ; va al encuentro de
todos y no rehúye la conversación con nadie; dice expresamente, a los que le
seguían, que no impidan que los niños se acerquen a El [160] . Evocando,
quizá, los tiempos de su infancia pone la comparación de los pequeños que
juegan en la plaza pública [161] .
¿No es todo esto normal, natural, sencillo? ¿No puede
vivirse en la vida ordinaria? Sucede, sin embargo, que los hombres suelen
acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo
aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por
ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y
olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!
89.
La naturalidad y la sencillez son dos
maravillosas virtudes humanas, que hacen al hombre capaz de recibir el mensaje
de Cristo. Y, al contrario, todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y
revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia
oír la voz del Señor. Recordad lo que Cristo echa en cara a los fariseos: se
han metido en un mundo retorcido que exige pagar diezmos de la hierbabuena, del
eneldo y del comino, abandonando las obligaciones más esenciales de la ley, la
justicia y la fe; se esmeran en colar todo lo que beben, para que no pase ni un
mosquito, pero se tragan un camello [162] .
No. Ni la vida humana noble del que -sin culpa- no
conoce a Jesucristo, ni la vida del cristiano deben ser raras, extrañas. Estas
virtudes humanas, que estamos considerando hoy, conducen todas a la misma
conclusión. Es verdaderamente hombre el que se empeña en ser veraz, leal,
sincero, fuerte, templado, generoso, sereno, justo, laborioso, paciente.
Comportarse así puede resultar difícil, pero nunca extraño. Si algunos se
asombrasen, sería porque miran con ojos turbios, nublados por una secreta
cobardía, falta de reciedumbre.
90.
Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales
Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes
humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que
las virtudes teologales -la fe, la esperanza, la caridad-, y todas las otras que
trae consigo la gracia de Dios, le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades
buenas que comparte con tantos hombres.
Las virtudes humanas -insisto- son el fundamento de las
sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse
con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas
virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere [163] ,
aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos
correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de
serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo
de palabra, sino con obras y de verdad [164] .
91.
Si el cristiano lucha por adquirir
estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu
Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el
Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima -dulce
huésped del alma [165] - regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento,
de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios [166] .
Se notan entonces el gozo y la paz [167] , la paz
gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando
imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú
eres, Señor, mi fortaleza [168] . Si Dios habita en nuestra alma, todo lo
demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio,
nosotros, en Dios, somos lo permanente.
El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a
considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a
estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el
Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y
nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos
queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de
enamorados.
92.
Si vivimos así, realizaremos en el
mundo una tarea de paz; sabremos hacer amable a los demás el servicio al
Señor, porque Dios ama al que da con alegría [169] . El cristiano es uno más
en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone
cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre. Y no se
siente víctima, ni capitidisminuido, ni coartado. Camina con la cabeza alta,
porque es hombre y es hijo de Dios.
Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes
que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano
en humanidad. Por eso el que sigue a Cristo es capaz -no por mérito propio,
sino por gracia del Señor- de comunicar a los que le rodean lo que a veces
barruntan, pero no logran entender: que la verdadera felicidad, el auténtico
servicio al prójimo pasa sólo por el Corazón de Nuestro Redentor, perfectus
Deus, perfectus homo.
Acudamos a María, Madre nuestra, la criatura más
excelente que ha salido de las manos de Dios. Pidámosle que nos haga hombres de
bien y que esas virtudes humanas, engarzadas en la vida de la gracia, se
conviertan en la mejor ayuda para los que, con nosotros, trabajan en el mundo
por la paz y la felicidad de todos.
[142]
Lc VII, 36.
[143] Lc VII, 39.
[144] Lc VII, 44-47.
[145] Símbolo Quicumque.
[146]
Cfr. Gen I, 26.
[147] Ioh I, 14.
[148] 2 Mac VI, 27-28.
[149] S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 35, 4 (PL 76, 1261).
[150] Cfr. Gen II, 15.
[151] Prv XVI, 21.
[152] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 63, 18 (PL 36, 771).
[153]
Rom XII, 16.
[154] 1 Cor I, 19.
[155] Cfr. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 47, a. 8.
[156]
Cfr. Rom VIII, 6.
[157] Mt XI, 25.
[158] Prv XVIII, 15.
[159] Cfr. Mc VI, 31.
[160] Cfr. Lc XVIII, 16.
[161] Cfr. Lc VII, 32.
[162] Cfr. Mt XXIII, 23-24.
[163] Is I, 17.
[164] 1 Ioh III, 18.
[165] Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
[166]
Cfr. Is XI, 2.
[167] Cfr. Gal V, 22.
[168] Ps XLII, 2.
[169] 2 Cor IX, 7.
6.
HUMILDAD
Homilía pronunciada el 6-IV-1965
93.
Vamos a considerar por unos instantes
los textos de esta Misa del martes de Pasión, para que sepamos distinguir el
endiosamiento bueno del endiosamiento malo. Vamos a hablar de humildad, porque
ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y
nuestra grandeza.
Nuestra miseria resalta con demasiada
evidencia. No me refiero a las limitaciones naturales: a tantas aspiraciones
grandes con las que el hombre sueña y que, en cambio, no efectuará nunca,
aunque sólo sea por falta de tiempo. Pienso en lo que realizamos mal, en las
caídas, en las equivocaciones que podrían evitarse y no se evitan.
Continuamente experimentamos nuestra personal ineficacia. Pero, a veces, parece
como si se juntasen todas estas cosas, como si se nos manifestasen con mayor
relieve, para que nos demos cuenta de cuán poco somos. ¿Qué hacer?
Expecta Dominum [170] , espera en el Señor; vive de la
esperanza, nos sugiere la Iglesia, con amor y con fe. Viriliter age [171] ,
pórtate varonilmente. ¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si tenemos
la esperanza puesta en Dios? Y si en algún momento un alma sufre una caída, un
retroceso -no es necesario que suceda-, se le aplica el remedio, como se procede
normalmente en la vida ordinaria con la salud del cuerpo, y ¡a recomenzar de
nuevo!
94.
¿No os habeís fijado en las
familias, cuando conservan una pieza decorativa de valor y frágil -un jarrón,
por ejemplo-, cómo lo cuidan para que no se rompa? Hasta que un día el niño,
jugando, lo tira al suelo, y aquel recuerdo precioso se quiebra en varios
pedazos. El disgusto es grande, pero enseguida viene el arreglo; se recompone,
se pega cuidadosamente y, restaurado, al final queda tan hermoso como antes.
Pero, cuando el objeto es de loza o simplemente de
barro cocido, de ordinario bastan unas lañas, esos alambres de hierro o de otro
metal, que mantienen unidos los trozos. Y el cacharro, así reparado, adquiere
un original encanto.
Llevemos esto a la vida interior. Ante nuestras
miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores -aunque, por la gracia
divina, sean de poca monta-, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre:
¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota,
Señor, colócame unas lañas y -con mi dolor y con tu perdón- seré más
fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la
repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.
Que no nos llame la atención si somos deleznables, que
no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada;
confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi
luz y mi salvación, ¿a quién temeré? [172] . A nadie: tratando de este modo
a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada.
95.
Para oír a Dios
Si acudimos a la Sagrada Escritura, veremos cómo la
humildad es requisito indispensable para disponerse a oír a Dios. Donde hay
humildad hay sabiduría [173] , explica el libro de los Proverbios. Humildad es
mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas
valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza.
¡Qué bien lo entendía Nuestra Señora, la Santa
Madre de Jesús, la criatura más excelsa de cuantas han existido y existirán
sobre la tierra! María glorifica el poder del Señor, que derribó del solio a
los poderosos y ensalzó a los humildes [174] . Y canta que en Ella se ha
realizado una vez más esta providencia divina: porque ha puesto los ojos en la
bajeza de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas
las generaciones [175] .
María se muestra santamente transformada, en su
corazón purísimo, ante la humildad de Dios: el Espíritu Santo descenderá
sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, por cuya causa el
santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios [176] . La humildad de la
Virgen es consecuencia de ese abismo insondable de gracia, que se opera con la
Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima en las entrañas de
su Madre siempre Inmaculada.
96.
Cuando San Pablo evoca este misterio,
prorrumpe también en un himno gozoso, que hoy podemos saborear detenidamente:
porque habéis de abrigar en vuestros corazones los mismos sentimientos que
Jesucristo en el suyo, el cual, teniendo la naturaleza de Dios, no fue por
usurpación, sino por esencia, el ser igual a Dios; y no obstante, se anonadó a
sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido
a la condición de hombre. Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta
la muerte y muerte de Cruz [177] .
Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos
propone en su predicación el ejemplo de su humildad: aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón [178] . Para que tú y yo sepamos que no hay otro
camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de
atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros, Jesús vino a padecer
hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de
nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos [179]
.
97.
Dios resiste a los soberbios, pero a
los humildes da su gracia [180] , enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier
época, en cualquier situación humana, no existe más camino -para vivir vida
divina- que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra
humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado
todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra
humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende
que no le pongamos obstáculos, para que -hablando al modo humano- quepa más
gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser
humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará
conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también
sujetar a su imperio todas las cosas [181] . Nuestro Señor nos hace suyos, nos
endiosa con un endiosamiento bueno.
98.
La soberbia, el enemigo
¿Y qué es lo que impide esta humildad, este
endiosamiento bueno? La soberbia. Ese es el pecado capital que conduce al
endiosamiento malo.La soberbia lleva a seguir, quizá en las cuestiones más
menudas, la insinuación que Satanás presentó a nuestro primeros padres: se
abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal [182]
. Se lee también en la Escritura que el principio de la soberbia es apartarse
de Dios [183] . Porque este vicio, una vez arraigado, influye en toda la
existencia del hombre, hasta convertirse en lo que San Juan llama superbia vitae
[184] , soberbia de la vida.
¿Soberbia? ¿De qué? La Escritura Santa recoge
acentos, trágicos y cómicos a un tiempo, para estigmatizar la soberbia: ¿de
qué te ensoberbeces, polvo y ceniza? Ya en vida vomitas las entrañas. Una
ligera enfermedad: el médico sonríe. El hombre que hoy es rey, mañana estará
muerto [185] .
99.
Cuando el orgullo se adueña del
alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios: la
avaricia, las intemperancias, la envidia, la injusticia. El soberbio intenta
inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las
criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad.
Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta
tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra
atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de
apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que
hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable,
también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está
continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le
corresponden burlándose de su vana fatuidad.
100.
Oímos hablar de soberbia, y quizá
nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces
que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los
altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente
gloriosa toque el blanco mármol.
Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca
fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el
orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la vanidad en las
conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi
enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en
modo alguno un agravio.
Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación
corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los
que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente
recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y
de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.
La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la
vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho,
que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste
fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su
amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no
sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse,
generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios.
101.
Un borrico por trono
Acudamos de nuevo al Evangelio. Mirémonos en nuestro
modelo, en Cristo Jesús.
Santiago y Juan, por intermedio de su madre, han
solicitado de Cristo colocarse a su izquierda y a su derecha. Los demás
discípulos se indignan con ellos. Y Nuestro Señor, ¿qué contesta?: quien
quisiere hacerse mayor, ha de ser vuestro criado; y quien quisiere ser entre
vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos; porque aun el Hijo del hombre
no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por redención de
muchos [186] .
En otra ocasión yendo a Cafarnaúm, quizá Jesús
-como en otras jornadas- iba delante de ellos. Y estando ya en casa les
preguntó: ¿de qué ibais tratando en el camino? Pero los discípulos callaban,
y es que habían tenido -una vez más- una disputa entre sí, sobre quién de
ellos era el mayor de todos. Entonces Jesús, sentándose, llamó a los doce, y
les dijo: si alguno pretende ser el primero, hágase el último de todos y el
siervo de todos, y cogiendo a un niño le puso en medio de ellos y después de
abrazarle, prosiguió: cualquiera que acogiere a uno de estos niños por amor
mío, a mí me acoge, y cualquiera que me acoge, no sólo me acoge a mí, sino
también al que a mí me ha enviado [187] .
¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les
enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un
niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha contra su pecho.
¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: El ama a los
que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de
esta humildad de espíritu es poder abrazarle a El y al Padre que está en los
cielos.
102.
Cuando se acerca el momento de su
Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su realeza, entra
triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico! Estaba escrito que el
Mesías había de ser un rey de humildad: anunciad a la hija de Sión: mira que
viene a ti tu Rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino,
hijo de la que está acostumbrada al yugo [188] .
Ahora, en la Ultima Cena, Cristo ha preparado todo para
despedirse de sus discípulos, mientras ellos se han enzarzado en una enésima
contienda sobre quién de ese grupo escogido sería reputado el mayor. Jesús se
levanta de la mesa y quítase sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la
ciñe. Echa después agua en un lebrillo y pónese a lavar los pies de los
discípulos y a limpiárselos con la toalla que se había ceñido [189] .
De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras.
Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria,
Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo. Luego, cuando
vuelve a la mesa, les comenta: ¿comprendéis lo que acabo de hacer con
vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy.
Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis
también vosotros lavaros los pies uno al otro [190] . A mí me conmueve esta
delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto,
¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no
coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor
puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis [191] , os
he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros
sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres.
103.
Frutos de la humildad
Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás
gracia ante el Señor [192] . Si somos humildes, Dios no os abandonará nunca.
El humilla la altivez del soberbio, pero salva a los humildes. El libera al
inocente, que por la pureza de sus manos será rescatado [193] . La infinita
misericordia del Señor no tarda en acudir en socorro del que lo llama desde la
humildad. Y entonces actúa como quien es: como Dios Omnipotente. Aunque haya
muchos peligros, aunque el alma parezca acosada, aunque se encuentre cercada por
todas partes por los enemigos de su salvación, no perecerá. Y esto no es sólo
tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora.
104.
Al leer la Epístola de hoy, veía a
Daniel metido entre aquellos leones hambrientos, y, sin pesimismo -no puedo
decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque todos los tiempos han sido
buenos y malos-, consideraba que también en los momentos actuales andan muchos
leones sueltos, y nosotros hemos de vivir en este ambiente. Leones que buscan a
quien devorar: tanquam leo rugiens circuit quaerens quem devoret [194] .
¿Cómo evitaremos esas fieras? Quizá no nos ocurra
como a Daniel. Yo no soy milagrero, pero amo esa grandiosidad de Dios, y
entiendo que le hubiera sido más fácil aplacar el hambre del profeta, o
ponerle delante un alimento; y no lo hizo. Dispuso, en cambio, que desde Judea
se trasladara milagrosamente otro profeta, Habacuc, a llevarle la comida. No le
importó obrar un prodigio grande, porque Daniel no se hallaba en aquel pozo
porque sí, sino por una injusticia de los secuaces del diablo, por ser servidor
de Dios y destructor de ídolos.
Nosotros, sin portentos espectaculares, con normalidad
de ordinaria vida cristiana, con una siembra de paz y de alegría, hemos de
destruir también muchos ídolos: el de la incomprensión, el de la injusticia,
el de la ignorancia, el de la pretendida suficiencia humana que vuelve arrogante
la espalda a Dios.
No os asustéis, ni temáis ningún daño, aunque las
circunstancias en que trabajéis sean tremendas, peores que las de Daniel en la
fosa con aquellos animales voraces. Las manos de Dios son igualmente poderosas
y, si fuera necesario, harían maravillas. ¡Fieles! Con una fidelidad amorosa,
consciente, alegre, a la doctrina de Cristo, persuadidos de que los años de
ahora no son peores que los de otros siglos, y de que el Señor es el de
siempre.
Conocí a un anciano sacerdote, que afirmaba
-sonriente- de sí mismo: yo estoy siempre tranquilo, tranquilo. Y así hemos de
encontrarnos siempre nosotros, metidos en el mundo, rodeados de leones
hambrientos, pero sin perder la paz: tranquilos. Con amor, con fe, con
esperanza, sin olvidar jamás que, si conviene, el Señor multiplicará los
milagros.
105.
Os recuerdo que si sois sinceros, si
os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia,
vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente: podremos hablar
siempre de victorias, y nos llamaremos vencedores. Con esas íntimas victorias
del amor de Dios, que traen la serenidad, la felicidad del alma, la
comprensión.
La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes
labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra
poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada
día. Admite sin vacilaciones que eres un servidor obligado a realizar un gran
número de servicios. No te pavonees por ser llamado hijo de Dios -reconozcamos
la gracia, pero no olvidemos nuestra naturaleza-; no te engrías si has servido
bien, porque has cumplido lo que tenías que hacer. El sol efectúa su tarea, la
luna obedece; los ángeles desempeñan su cometido. El instrumento escogido por
el Señor para los gentiles, dice: yo no merezco el nombre de Apóstol, porque
he perseguido la Iglesia de Dios (1 Cor XV, 9)... Tampoco nosotros pretendamos
ser alabados por nosotros mismos [195] , 8, 32 (PL 15, 1774).: por nuestros
méritos, siempre mezquinos.
106.
Humildad y alegría
Líbrame de todo lo malo y perverso que hay en el
hombre [196] . De nuevo el texto de la Misa nos habla del buen endiosamiento:
destaca ante nuestros ojos la mala pasta de que estamos formados, con todas las
malvadas inclinaciones; y después suplica: emitte lucem tuam [197] , envía tu
luz y tu verdad, que me han guiado y traído a tu monte santo. No me importa
contaros que me he emocionado al recitar estas palabras del Gradual.
¿Cómo nos hemos de comportar para adquirir ese
endiosamiento bueno? En el Evangelio leemos que Jesús no quería ir a Judea,
porque los judíos le buscaban para matarle [198] . El, que con un deseo de su
voluntad podría eliminar a sus enemigos, ponía también los medios humanos.
El, que era Dios y le bastaba una decisión suya para cambiar las
circunstancias, nos ha dejado una lección encantadora: no fue a Judea. Sus
parientes le dijeron: aléjate de este país y ve a Judea, para que tus
discípulos admiren también tus obras [199] . Pretendían que hiciese
espectáculo. ¿Lo veis? ¿Veis que es una lección de endiosamiento bueno y
endiosamiento malo?
Endiosamiento bueno: esperen en Ti -canta el Ofertorio-
todos los que conocen tu nombre, Señor, porque nunca abandonas a los que te
buscan [200] . Y viene el regocijo de este barro lleno de lañas, porque no se
ha olvidado de las oraciones de los pobres [201] , de los humildes.
107.
No concedáis el menor crédito a los
que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una
condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es
fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios:
niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil,
se sabe también hijo de Dios? ¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque
la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos,
porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la
satisfacción de lo que pretendemos.
Nada de esto ocurre, cuando el alma vive esa realidad
sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién
contra nosotros? [202] . Que estén tristes los que se empeñan en no
reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre.
Para terminar, descubrimos en la liturgia de hoy dos
peticiones que han de salir como saetas, de nuestra boca y de nuestro corazón:
concédenos, Señor Todopoderoso, que realizando siempre los divinos misterios
merezcamos acercarnos a los dones celestiales [203] . Y, te rogamos, Señor, que
nos concedas servirte constantemente según tu voluntad [204] . Servir, servir,
hijos míos, es lo nuestro; ser criados de todos, para que en nuestros días el
pueblo fiel aumente en mérito y número [205] .
108.
Mirad a María. Jamás criatura
alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de
la ancilla Domini [206] , de la esclava del Señor, es el motivo de que la
invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva,
después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del
Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del
Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo
suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella
-a Santa María-, y así nos pareceremos más a Cristo.
[170]
Ps XXVI, 14 (Introito de la Misa).
[171] Ps XXVI, 14 (Introito de la Misa).
[172] Ps XXVI, 1 (Introito de la Misa).
[173]
Prv XI, 2.
[174] Lc I, 52.
[175] Lc I, 48.
[176] Lc I, 35.
[177] Phil II, 5-8.
[178] Mt XI, 29.
[179] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 49, 19 (PL 36, 577).
[180] 1 Pet V, 5.
[181] Phil III, 21.
[182] Gen III, 5.
[183] Ecclo X, 14.
[184] 1 Ioh II, 16.
[185] Cfr. Ecclo X, 9, 11-12.
[186] Mc X, 43-45.
[187] Mc IX, 32-36.
[188]
Mt XXI, 5; Zach IX, 9.
[189] Ioh XIII, 4-5.
[190] Ioh XIII, 12-14.
[191] Ioh XIII, 15.
[192] Ecclo III, 20.
[193] Cfr. Job XXII, 29-30.
[194] 1 Pet V, 8.
[195] S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam
[196] Cfr. Ps XLII, 1 (Gradual de la Misa).
[197] Ps XLII, 3 (Gradual de la Misa).
[198] Ioh VII, 1.
[199]
Ioh VII, 3.
[200] Ps IX, 11.
[201] Ps IX, 13.
[202] Rom VIII, 31.
[203] Postcomunión de la Misa.
[204] Oración Super populum.
[205] Oración Super populum.
[206] Lc I, 38.
7. DESPRENDIMIENTO
Homilía pronunciada el 4-IV-1955. Lunes Santo.
109.
Este umbral de la Semana Santa, tan
próximo ya el momento en el que se consumó sobre el Calvario la Redención de
la humanidad entera, me parece un tiempo particularmente apropiado para que tú
y yo consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para
que contemplemos ese amor suyo -verdaderamente inefable- a unas pobres
criaturas, formadas con barro de la tierra.
Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem
reverteris [207] , nos amonestaba nuestra Madre la Iglesia, al iniciarse la
Cuaresma, con el fin de que jamás olvidásemos que somos muy poca cosa, que un
día cualquiera nuestro cuerpo -tan lleno de vida ahora- se deshará, como la
ligera nube de polvo que levantan nuestros pies al andar; se disipará como
niebla acosada por los rayos del sol [208] .
Ejemplo de Cristo
Pero yo quisiera, después de recordaros tan crudamente
nuestra personal insignificancia, encarecer ante vuestros ojos otra estupenda
realidad: la magnificencia divina que nos sostiene y que nos endiosa. Escuchad
las palabras del Apóstol: bien sabéis cómo ha sido la liberalidad de Nuestro
Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, de modo que
vosotros fueseis ricos por medio de su pobreza [209] . Fijaos con calma en el
ejemplo del Maestro, y comprenderéis enseguida que disponemos de tema abundante
para meditar durante toda la vida, para concretar propósitos sinceros de más
generosidad. Porque, y no me perdáis de vista esta meta que hemos de alcanzar,
cada uno de nosotros debe identificarse con Jesucristo, que -ya lo habéis
oído- se hizo pobre por ti, por mí, y padeció, dándonos ejemplo, para que
sigamos sus pisadas [210] .
110.
¿No te has preguntado alguna vez,
movido por una curiosidad santa, de qué modo llevó a término Jesucristo este
derroche de amor? De nuevo se ocupa San Pablo de respondernos: teniendo la
naturaleza de Dios, (...) no obstante, se anonadó a sí mismo tomando la forma
de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre
[211] . Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el
poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios,
sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la
Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a
oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus
criaturas.
A Dios, escribe el Evangelista San Juan, nadie le ha
visto jamás: el Hijo Unigénito, existente en el seno del Padre, es quien lo ha
dado a conocer [212] , compareciendo ante la mirada atónita de los hombres:
primero, como un recién nacido, en Belén; después, como un niño igual a los
otros; más adelante, en el Templo, como un adolescente juicioso y despierto; y,
al fin, con aquella figura amable y atractiva del Maestro, que removía los
corazones de las muchedumbres que le acompañaban entusiasmadas.
111.
Bastan unos rasgos del Amor de Dios
que se encarna, y su generosidad nos toca el alma, nos enciende, nos empuja con
suavidad a un dolor contrito por nuestro comportamiento, mezquino y egoísta en
tantas ocasiones. Jesucristo no tiene inconveniente en rebajarse, para elevarnos
de la miseria a la dignidad de hijos de Dios, de hermanos suyos. Tú y yo, por
el contrario, con frecuencia nos enorgullecemos neciamente de los dones y
talentos recibidos, hasta convertirlos en pedestal para imponernos a los demás,
como si el mérito de unas acciones, acabadas con una perfección relativa,
dependiera exclusivamente de nosotros: ¿qué posees tú que no hayas alcanzado
de Dios? Y si lo que tienes, lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no
lo hubieses recibido? [213] .
Al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento
-hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo-, la vanagloria, la
presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque
coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha
señalado con su conducta. Pensadlo despacio: El se humilló, siendo Dios. El
hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin
reconocer que está hecho de mal barro de botijo.
112.
No sé si os habrán contado, en
vuestra infancia, la fábula de aquel campesino, al que regalaron un faisán
dorado. Transcurrido el primer momento de alegría y de sorpresa por ese
obsequio, el nuevo dueño buscó dónde podría encerrarlo. Al cabo de bastantes
horas, tras muchas dudas y diferentes planes, optó por meterlo en el gallinero.
Las gallinas, admiradas por la belleza del recién venido, giraban a su
alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós. En medio de tanto
alboroto, sonó la hora de la pitanza y, al echar el dueño los primeros
puñados de salvado, el faisán -famélico por la espera- se lanzó con avidez a
sacar el vientre de mal año. Ante un espectáculo tan vulgar -aquel prodigio de
hermosura comía con las mismas ansias del animal más corriente- las
desencantadas compañeras de corral la emprendieron a picotazos contra el ídolo
caído, hasta arrancarle todas las plumas. Así de triste es el desmoronamiento
del ególatra; tanto más desastroso cuanto más se ha empinado sobre sus
propias fuerzas, presuntuosamente confiado en su personal capacidad.
Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida
diaria, sintiéndoos depositarios de unos talentos -sobrenaturales y humanos-
que habéis de aprovechar rectamente, y rechazad el ridículo engaño de que
algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo. Acordaos de que
hay un sumando -Dios- del que nadie puede prescindir.
113.
Con esta perspectiva, convenceos de
que si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio
auténtico a Dios y a la humanidad entera, hemos de estar seriamente
desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud,
de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos.
Me refiero también -porque hasta ahí debe llegar tu
decisión- a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar
toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara
y precisa: Señor, quiero esto o aquello sólo si a Ti te agrada, porque si no,
a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a
la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la
verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión
de Dios, cada vez más íntima y más intensa.
Para imitar a Jesucristo, el corazón ha de estar
enteramente libre de apegamientos. Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Pues quien quisiera salvar
su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor de mí, la
encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde
su alma? [214] . Y comenta San Gregorio: no bastaría vivir desprendidos de las
cosas, si no renunciáramos además a nosotros mismos. Pero... ¿a dónde iremos
fuera de nosotros? ¿Quién es el que renuncia, si a sí mismo se deja?
Sabed que una es la situación nuestra en cuanto
caídos por el pecado; y otra, en cuanto formados por Dios. De una forma hemos
sido creados, y en otra distinta nos encontramos a causa de nosotros mismos.
Renunciémonos, en lo que nos hemos convertido pecando, y mantengámonos como
hemos sido constituidos por la gracia. Así, el que ha sido soberbio, si,
convertido a Cristo, se hace humilde, ya ha renunciado a sí mismo; si un
lujurioso cambia a una vida continente, también se ha renunciado en lo que
antes era; si un avariento deja de codiciar y, en lugar de apoderarse de lo
ajeno, comienza a ser generoso con lo propio, ciertamente se ha negado a sí
mismo [215] .
114.
Señorío del cristiano
Corazones generosos, con desprendimiento verdadero,
pide el Señor. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los
hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación
exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la
propia voluntad, una renuncia -en pocas palabras- más ardua que el abandono de
los bienes materiales más codiciados.
Ese desprendimiento que el Maestro predicó, el que
espera de todos los cristianos, comporta necesariamente también manifestaciones
externas. Jesucristo coepit facere et docere [216] : antes que con la palabra,
anunció su doctrina con las obras. Lo habéis visto nacer en un establo, en la
carencia más absoluta, y dormir recostado sobre las pajas de un pesebre sus
primeros sueños en la tierra. Luego, durante los años de sus andanzas
apostólicas, entre otros muchos ejemplos, recordaréis su clara advertencia a
uno de los que se ofrecieron para acompañarle como discípulo: las raposas
tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; más el Hijo del hombre no tiene
dónde reclinar su cabeza [217] . Y no dejéis de contemplar aquella escena, que
recoge el Evangelio, en la que los Apóstoles, para mitigar el hambre, arrancan
por el camino en un sábado unas espigas de trigo [218] .
115.
Se puede decir que nuestro Señor,
cara a la misión recibida del Padre, vive al día, tal y como aconsejaba en una
de las enseñanzas más sugestivas que salieron de su boca divina: no os
inquietéis, en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis; ni en orden a
vuestro cuerpo, sobre qué vestiréis. Importa más la vida que la comida, y el
cuerpo que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran, ni siegan, no tienen
despensa, ni granero; y, sin embargo, Dios los alimenta. pues, ¡cuánto más
valéis vosotros!... Mirad cómo crecen los lirios: no trabajan, ni hilan; y, no
obstante, os aseguro que ni Salomón, con toda su magnificencia, estuvo jamás
vestido como una de estas flores. Pues, si a una hierba que hoy crece en el
campo y mañana se echa al fuego, Dios así la viste, ¿cuánto más hará con
vosotros, hombres de poquísima fe? [219] .
Si viviéramos más confiados en la Providencia divina,
seguros -¡con fe recia!- de esta protección diaria que nunca nos falta,
cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos
desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los
hombres mundanos [220] , de las personas que carecen de sentido sobrenatural.
Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria
en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de
ese Padre Nuestro, todo poderoso, que está en los cielos y a la vez en la
intimidad del corazón; querría grabar a fuego en vuestras mentes que tenemos
todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien
desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre
vuestro qué necesitáis! [221] , y El proveerá. Creedme que sólo así nos
conduciremos como señores de la Creación [222] , y evitaremos la triste
esclavitud en la que caen tantos, porque olvidan su condición de hijos de Dios,
afanados por un mañana o por un después que quizá ni siquiera verán.
116.
Permitidme que, una vez más, os
manifieste una partecica de mi experiencia personal. Os abro mi alma, en la
presencia de Dios, con la persuasión más absoluta de que no soy modelo de
nada, de que soy un pingajo, un pobre instrumento -sordo e inepto- que el Señor
ha utilizado para que se compruebe, con más evidencia, que El escribe
perfectamente con la pata de una mesa. Por tanto, al hablaros de mí, no se me
pasa por la cabeza, ¡ni de lejos!, el pensamiento de que en mi actuación haya
un poco de mérito mío; y mucho menos pretendo imponeros que caminéis por
donde el Señor me ha llevado a mí, ya que puede muy bien suceder que no os
pida el Maestro a vosotros lo que tanto me ha ayudado a trabajar sin impedimento
en esta Obra de Dios, a la que he dedicado mi entera existencia.
Os aseguro -lo he tocado con mis manos, lo he
contemplado con mis ojos- que, si confiáis en la divina Providencia, si os
abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para
servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de
vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus
dare non potest [223] , que la posesión de todos los bienes terrenos no puede
dar.
Desde los comienzos del Opus Dei, en 1928, aparte de
que no contaba con ningún recurso humano, nunca he manejado personalmente ni un
céntimo; ni tampoco he intervenido directamente en las lógicas cuestiones
económicas, que se plantean al realizar cualquier tarea en la que participan
criaturas -hombres de carne y hueso, no ángeles-, que precisan de instrumentos
materiales para desarrollar con eficacia su labor.
El Opus Dei ha necesitado y pienso que necesitará
siempre -hasta el fin de los tiempos- la colaboración generosa de muchos, para
sostener las obras apostólicas: de una parte, porque esas actividades jamás
son rentables; de otra, porque, aunque aumente el número de los que cooperan y
el trabajo de mis hijos, si hay amor de Dios, el apostolado se ensancha y las
demandas se multiplican. Por eso, en más de una ocasión, he hecho reír a mis
hijos, pues mientras les impulsaba con fortaleza a que respondiesen fielmente a
la gracia de Dios, les animaba a encararse descaradamente con el Señor,
pidiéndole más gracia y el dinero, contante y sonante, que nos urgía.
En los primeros años, carecíamos hasta de lo más
indispensable. Atraídos por el fuego de Dios, venían a mi alrededor obreros,
menestrales, universitarios..., que ignoraban la estrechez y la indigencia en
que nos encontrábamos, porque siempre en el Opus Dei, con el auxilio del Cielo,
hemos procurado trabajar de manera que el sacrificio y la oración fueran
abundantes y escondidos. Al volver ahora la mirada a aquella época, brota del
corazón una acción de gracias rendida: ¡qué seguridad había en nuestras
almas! Sabíamos que, buscando el reino de Dios y su justicia, lo demás se nos
concedería por añadidura [224] . Y os puedo asegurar que ninguna iniciativa
apostólica ha dejado de llevarse a cabo por falta de recursos materiales: en el
momento preciso, de una forma o de otra, nuestro Padre Dios con su Providencia
ordinaria nos facilitaba lo que era menester, para que viéramos que El es
siempre buen pagador.
117.
Si queréis actuar a toda hora como
señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en
estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al
atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead
los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la
Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la
humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de
poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad
que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son sólo eso, medios.
Por lo tanto, rechazad el espejuelo de considerarlos como algo definitivo: no
queráis amontonar tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los
consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; atesorad en cambio
bienes en el cielo, donde no hay orín, ni la polilla los consume, ni tampoco
ladrones que los descubran y los roben. Porque donde está tu tesoro, allí
está también tu corazón [225] .
Cuando alguno centra su felicidad exclusivamente en las
cosas de aquí abajo -he sido testigo de verdaderas tragedias-, pervierte su uso
razonable y destruye el orden sabiamente dispuesto por el Creador. El corazón
queda entonces triste e insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno
descontento y acaba esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes
que quizá se han logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento. Pero,
sobre todo, os recomiendo que no olvidéis jamás que Dios no cabe, no habita en
un corazón enfangado por un amor sin orden, tosco, vano. Ninguno puede servir a
dos señores, porque tendría aversión a uno y amor al otro, o si se sujeta al
primero, despreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas
[226] . Anclemos, pues, el corazón en el amor capaz de hacernos felices...
Deseemos los tesoros del cielo [227] .
118.
No te estoy llevando hacia una
dejación en el cumplimiento de tus deberes o en la exigencia de tus derechos.
Al contrario, para cada uno de nosotros, de ordinario, una retirada en ese
frente equivale a desertar cobardemente de la pelea para ser santos, a la que
Dios nos ha llamado. Por eso, con seguridad de conciencia, has de poner empeño
-especialmente en tu trabajo- para que ni a ti ni a los tuyos os falte lo
conveniente para vivir con cristiana dignidad. Si en algún momento experimentas
en tu carne el peso de la indigencia, no te entristezcas ni te rebeles; pero,
insisto, procura emplear todos los recursos nobles para superar esa situación,
porque obrar de otra forma sería tentar a Dios. Y mientras luchas, acuérdate
además de que omnia in bonum!, todo -también la escasez, la pobreza- coopera
al bien de los que aman al Señor [228] ; acostúmbrate, ya desde ahora, a
afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío,
el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder
descansar como y cuando quisieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la
incomprensión, la deshonra...
119.
Padre,... no los saques del mundo
Somos nosotros hombres de la calle, cristianos
corrientes, metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, y el Señor nos
quiere santos, apostólicos, precisamente en medio de nuestro trabajo
profesional, es decir, santificándonos en esa tarea, santificando esa tarea y
ayudando a que los demás se santifiquen con esa tarea. Convenceos de que en ese
ambiente os espera Dios, con solicitud de Padre, de Amigo; y pensad que con
vuestro quehacer profesional realizado con responsabilidad, además de
sosteneros económicamente, prestáis un servicio directísimo al desarrollo de
la sociedad, aliviáis también las cargas de los demás y mantenéis tantas
obras asistenciales -a nivel local y universal- en pro de los individuos y de
los pueblos menos favorecidos.
120.
Al comportarnos con normalidad -como
nuestros iguales- y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el
ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su
vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la
atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del
carpintero. A lo largo de su vida pública, tampoco se advierte nada que
desentone, por raro o por excéntrico. Se rodeaba de amigos, como cualquiera de
sus conciudadanos, y en su porte no se diferenciaba de ellos. Tanto, que Judas,
para señalarlo, necesita concertar un signo: aquel a quien yo besare, ése es
[229] . No había en Jesús ningún indicio extravagante. A mí, me emociona
esta norma de conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más entre los
hombres.
Juan el Bautista -siguiendo una llamada especial-
vestía con piel de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre. El
Salvador usaba una túnica de una sola pieza, comía y bebía igual que los
demás, se llenaba de alegría con la felicidad ajena, se conmovía ante el
dolor del prójimo, no rechazaba el descanso que le ofrecían sus amistades, y a
nadie se le ocultaba que se había ganado el sustento, durante muchos años,
trabajando con sus propias manos junto a José, el artesano. Así hemos de
desenvolvernos nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor. Te diría,
en pocas palabras, que hemos de ir con la ropa limpia, con el cuerpo limpio y,
principalmente, con el alma limpia.
Incluso -por qué no notarlo-, el Señor que predica un
desprendimiento tan maravilloso de los bienes terrenos, muestra a la vez un
cuidado admirable en no desperdiciarlos. Después de aquel milagro de la
multiplicación de los panes, que tan generosamente saciaron a más de cinco mil
hombres, ordenó a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para
que no se pierdan. Lo hicieron así, y llenaron doce cestos [230] . Si meditáis
atentamente toda esa escena, aprenderéis a no ser roñosos nunca, sino buenos
administradores de los talentos y medios materiales que Dios os conceda.
121.
El desprendimiento que predico,
después de mirar a nuestro Modelo, es señorío; no clamorosa y llamativa
pobretería, careta de la pereza y del abandono. Debes ir vestido de acuerdo con
el tono de tu condición, de tu ambiente, de tu familia, de tu trabajo..., como
tus compañeros, pero por Dios, con el afán de dar una imagen auténtica y
atractiva de la verdadera vida cristiana. Con naturalidad, sin extravagancias:
os aseguro que es mejor que pequéis por carta de más que por carta de menos.
Tú, ¿cómo imaginas el porte de Nuestro Señor?, ¿no has pensado con qué
dignidad llevaría aquella túnica inconsútil, que probablemente habrían
tejido las manos de Santa María? ¿No recuerdas cómo, en casa de Simón, se
lamenta porque no le han ofrecido agua para lavarse, antes de sentarse a la
mesa? [231] . Ciertamente El sacó a colación esa falta de urbanidad para
realzar con esa anécdota la enseñanza de que en los detalles pequeños se
muestra el amor, pero procura también dejar claro que se atiene a las
costumbres sociales del ambiente. Por lo tanto, tú y yo nos esforzaremos en
estar despegados de los bienes y de las comodidades de la tierra, pero sin
salidas de tono ni hacer cosas raras.
Para mí, una manifestación de que nos sentimos
señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con
interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor
tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder. En los
Centros del Opus Dei encontraréis una decoración sencilla, acogedora y, sobre
todo, limpia, porque no hay que confundir una casa pobre con el mal gusto ni con
la suciedad. Sin embargo, comprendo que tú, de acuerdo con tus posibilidades y
con tus obligaciones sociales, familiares, poseas objetos de valor y los cuides,
con espíritu de mortificación, con desprendimiento.
122.
Hace muchos años -más de
veinticinco- iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban
al día más alimento que la comida que allí les daban. Se trataba de un local
grande, que atendía un grupo de buenas señoras. Después de la primera
distribución, para recoger las sobras acudían otros mendigos y, entre los de
este grupo segundo, me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara
de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con
fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con
unos ojos que gritaban: ¡es mía!, le daba dos lametones para limpiarla y la
guardaba de nuevo satisfecho entre los pliegues de sus andrajos. Efectivamente,
¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de
desventura, se consideraba rico.
Conocía yo por entonces a una señora, con título
nobiliario, Grande de España. Delante de Dios esto no cuenta nada: todos somos
iguales, todos hijos de Adán y Eva, criaturas débiles, con virtudes y
defectos, capaces -si el Señor nos abandona- de los peores crímenes. Desde que
Cristo nos ha redimido, no hay diferencia de raza, ni de lengua, ni de color, ni
de estirpe, ni de riquezas...: somos todos hijos de Dios. Esta persona de la que
os hablo ahora, residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para sí misma
ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto
lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo
género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos
ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por
completo de todo. ¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las
palabras del Señor: bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es
el reino de los cielos [232] .
Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que
contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos
por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades.
En una palabra, aprende con San Pablo a vivir en pobreza y a vivir en
abundancia, a tener hartura y a sufrir hambre, a poseer de sobra y a padecer por
necesidad: todo lo puedo en Aquel que me conforta [233] . Y como el Apóstol,
también así saldremos vencedores de la pelea espiritual, si mantenemos el
corazón desasido, libre de ataduras.
Todos los que venimos a la palestra de la fe, dice San
Gregorio Magno, tomamos a nuestro cargo luchar contra los espíritus malignos.
Los diablos nada poseen de este mundo y, por consiguiente, como acuden desnudos,
nosotros debemos luchar desnudos también. Porque si uno que está vestido pelea
con otro sin ropa, pronto será derribado, porque su enemigo tiene por donde
agarrarle. ¿Y qué son las cosas de la tierra sino una especie de indumentaria?
[234] .
123.
Dios ama al que da con alegría
Dentro de este marco del desprendimiento total que el
Señor nos pide, os señalaré otro punto de particular importancia: la salud.
Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes; atravesáis esa etapa
formidable de plenitud de vida, que rebosa de energías. Pero pasa el tiempo, e
inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después las
limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad.
Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o
sufrir algún trastorno corporal.
Sólo si aprovechamos con rectitud -cristianamente- las
épocas de bienestar físico, los tiempos buenos, aceptaremos también con
alegría sobrenatural los sucesos que la gente equivocadamente califica de
malos. Sin descender a demasiados detalles, deseo transmitiros mi personal
experiencia. Mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden
bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me
comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco;
y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis,
que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de
méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con
optimismo sobrenatural -¡cuando se ama!- el dolor. Por lo tanto, si es voluntad
de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que
nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora.
Se requiere, pues, una preparación remota, hecha cada
día con un santo desapego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar
con garbo -si el Señor lo permite- la enfermedad o la desventura. Servíos ya
de las ocasiones normales, de alguna privación, del dolor en sus pequeñas
manifestaciones habituales, de la mortificación, y poned en ejercicio las
virtudes cristianas.
124.
Hemos de exigirnos en la vida
cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades
artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de
un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos
muertos ni impedimentas que dificulten la marcha. Precisamente porque no
consiste la pobreza de espíritu en no tener, sino en estar de veras despegados,
debemos permanecer atentos para no engañarnos con imaginarios motivos de fuerza
mayor. Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Y no queráis más. Lo que
pasa de ahí, es agobio, no alivio; apesadumbra, en vez de levantar [235] .
Al descender a estos consejos, no me baso en
situaciones extrañas, anormales o complicadas. Sé de uno que usaba, como
registros para los libros, unos papeles en los que escribía algunas
jaculatorias que le ayudaran a mantener la presencia de Dios. Y le entró el
deseo de conservar con cariño aquel tesoro, hasta que se dio cuenta de que se
estaba apegando a aquellos papelajos de nada. ¡Ya veis qué modelo de virtudes!
No me importaría manifestaros todas mis miserias, si os sirviese para algo. He
tirado un poco de la manta, porque quizá a ti te sucede otro tanto: tus libros,
tu ropa, tu mesa, tus... ídolos de quincallería.
En casos como ésos, os recomiendo que consultéis a
vuestro director espiritual, sin ánimo pueril ni escrupuloso. A veces bastará
como remedio la pequeña mortificación de prescindir del uso de algo por una
temporada corta. O, en otro orden, no pasa nada si un día renuncias al medio de
transporte que habitualmente empleas, y entregas como limosna la cantidad que
ahorras, aunque sea muy poco dinero. De todos modos, si tienes espíritu de
desprendimiento, no dejarás de descubrir ocasiones continuas, discretas y
eficaces, de ejercitarlo.
Después de abriros mi alma, necesito confesaros
también que tengo un apegamiento al que no querría renunciar nunca: el de
quereros de verdad a todos vosotros. Lo he aprendido del mejor Maestro, y me
gustaría seguir fidelísimamente su ejemplo, amando sin límites a las almas,
comenzando por los que me rodean. ¿No os conmueve esa caridad ardiente -¡ese
cariño!- de Jesucristo, que utiliza el Evangelista para designar a uno de sus
discípulos?: quem diligebat Iesus [236] , aquel a quien El amaba.
125.
Terminamos con una consideración que
nos ofrece el Evangelio de la Misa de hoy: seis días antes de la Pascua, vino
Jesús a Betania, donde había muerto Lázaro, a quien Jesús resucitó. Allí
le prepararon una cena: servía Marta, y Lázaro era uno de los que estaban con
El a la mesa. Entonces María tomó una libra de ungüento de nardo puro y de
gran precio, y lo derramó sobre los pies de Jesús, y los enjugó con sus
cabellos, llenándose la casa de la fragancia del perfume [237] . ¡Qué prueba
tan clara de magnanimidad el derroche de María! Judas se lamenta de que se haya
echado a perder un perfume que valía -con su codicia, ha hecho muy bien sus
cálculos- por lo menos trescientos denarios [238] .
El verdadero desprendimiento lleva a ser muy generosos
con Dios y con nuestros hermanos; a moverse, a buscar recursos, a gastarse para
ayudar a quienes pasan necesidad. No puede un cristiano conformarse con un
trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su
grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los
demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia, como escribía
San Pablo a los de Roma: la Macedonia y la Acaya han tenido a bien hacer una
colecta para socorrer a los pobres de entre los santos de Jerusalén. Así les
ha parecido, y en verdad obligación les tienen. Porque si los gentiles han sido
hecho partícipes de los bienes espirituales de los judíos, deben también
aquéllos hacer partícipes a éstos de sus bienes temporales [239] .
No seáis mezquinos ni tacaños con quien tan
generosamente se ha excedido con nosotros, hasta entregarse totalmente, sin
tasa. Pensad: ¿cuánto os cuesta -también económicamente- ser cristianos?
Pero, sobre todo, no olvidéis que Dios ama al que da con alegría. Por lo
demás, poderoso es el Señor para colmaros de todo bien, de suerte que,
contentos siempre con tener en todas las cosas lo suficiente, estéis sobrados
para ejercitar todo tipo de obras buenas [240].
Al acercarnos, durante esta Semana Santa, a los dolores
de Jesucristo, vamos a pedir a la Santísima Virgen que, como Ella [241] ,
sepamos también nosotros ponderar y conservar todas estas enseñanzas en
nuestros corazones.
[207]
Rito de imposición de la Ceniza (Cfr. Gen III, 19).
[208] Sap
II, 3.
[209] 2 Cor VIII, 9.
[210] Cfr. 1 Pet II, 21.
[211] Phil II, 6-7.
[212] Ioh I, 18.
[213] 1 Cor IV, 7.
[214] Mt XVI, 24-26.
[215] S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 32, 2 (PL 76, 1233).
[216] Act I, 1.
[217] Lc IX, 58.
[218] Cfr. Mc II, 23.
[219] Lc XII, 22-24, 27-28.
[220] Lc XII, 30.
[221] Lc XII, 30.
[222] Cfr. Gen I, 26-31.
[223] Cfr. Ioh XIV, 27.
[224] Cfr. Lc XII, 31.
[225] Mt VI, 19-21.
[226] Mt VI, 24.
[227] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 63, 3 (PG 58, 607).
[228] Cfr. Rom VIII, 28.
[229] Mt XXVI, 48.
[230] Ioh VI, 12-13.
[231] Cfr. Lc VII, 36-50.
[232] Mt V, 3.
[233] Phil IV, 12-13
[234] S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 32, 2 (PL 76, 1233).
[235] S. Agustín, Sermo LXXXV, 6 (PL 38, 523).
[236] Ioh XIII, 23.
[237] Ioh
XII, 1-3.
[238] Ioh XII, 5.
[239] Rom XV, 26-27.
[240] 2 Cor IX, 7-8.
[241] Cfr. Lc II, 19.
8.
TRAS LOS PASOS DEL SEÑOR
Homilía pronunciada el 3-IV-1955
126.
Ego sum via, veritas et vita [242] ,
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Con estas inequívocas palabras, nos ha
mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad
eterna. Ego sum via: El es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo
declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como
tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra
vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros
pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en
aquellas más ordinarias y corrientes.
Jesús es el camino. El ha dejado sobre este mundo las
huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los
años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus
Christus heri, et hodie; ipse et in saecula [243] . ¡Cuánto
me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y
las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos.
Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro,
perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios. Ahora, al
comenzar este rato de oración junto al Sagrario, pídele, como aquel ciego del
Evangelio: Domine, ut videam! [244] , ¡Señor, que vea!, que se llene mi
inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en
mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna.
127.
El camino del cristiano
¡Qué transparente resulta la enseñanza de Cristo!
Como de costumbre, abramos el Nuevo Testamento, en esta ocasión por el
capítulo XI de San Mateo: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón
[245] . ¿Te fijas? Hemos de aprender de El, de Jesús, nuestro único modelo.
Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que
andar por donde El anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas,
adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus
mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de
procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres.
Para que nadie se llame a engaño, vamos a leer otra
cita de San Mateo. En el capítulo XVI, el Señor precisa aún más su doctrina:
si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame [246] . El camino de Dios es de renuncia, de mortificación, de entrega,
pero no de tristeza o de apocamiento.
Repasa el ejemplo de Cristo, desde la cuna de Belén
hasta el trono del Calvario. Considera su abnegación, sus privaciones: hambre,
sed, fatiga, calor, sueño, malos tratos, incomprensiones, lágrimas... [247] ;
y su alegría de salvar a la humanidad entera. Me gustaría que ahora grabaras
hondamente en tu cabeza y en tu corazón -para que lo medites muchas veces, y lo
traduzcas en consecuencias prácticas- aquel resumen de San Pablo, cuando
invitaba a los de Efeso a seguir sin titubeos los pasos del Señor: sed
imitadores de Dios, ya que sois sus hijos muy queridos, y proceded con amor, a
ejemplo de lo que Cristo nos amó y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación
y hostia de olor suavísimo [248] .
128.
Jesús se entregó a Sí mismo, hecho
holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú, hijo predilecto de Dios;
tú, que has sido comprado a precio de Cruz; tú también debes estar dispuesto
a negarte a ti mismo. Por lo tanto, sean cuales fueren las circunstancias
concretas por las que atravesemos, ni tú ni yo podemos llevar una conducta
egoísta, aburguesada, cómoda, disipada..., -perdóname mi sinceridad- ¡necia!
Si ambicionas la estima de los hombres, y ansías ser considerado o apreciado, y
no buscas más que una vida placentera, te has desviado del camino... En la
ciudad de los santos, sólo se permite la entrada y descansar y reinar con el
Rey por los siglos eternos a los que pasan por la vía áspera, angosta y
estrecha de las tribulaciones [249] .
Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar
con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo
desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás
de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no
marchamos cerca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de
tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés... No
debe pasar una jornada sin que la hayas condimentado con la gracia y la sal de
la mortificación. Y desecha esa idea de que estás, entonces, reducido a ser un
desgraciado. Pobre felicidad será la tuya, si no aprendes a vencerte a ti
mismo, si te dejas aplastar y dominar por tus pasiones y veleidades, en vez de
tomar tu cruz gallardamente.
129.
Recuerdo ahora -seguramente alguno de
vosotros me habrá oído ya este mismo comentario en otras meditaciones- aquel
sueño de un escritor del siglo de oro castellano. Delante de él se abren dos
caminos. Uno se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones
y en otros lugares amenos y regalados. Por allí avanzan las gentes a caballo o
en carrozas, entre músicas y risas -carcajadas locas-; se contempla una
muchedumbre embriagada en un deleite aparente, efímero, porque ese derrotero
acaba en un precipicio sin fondo. Es la senda de los mundanos, de los eternos
aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan
insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres...; les horroriza el
dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo,
piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la
envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan
cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena
y eterna. Nos lo advierte el Señor: quien quisiere salvar su vida, la perderá;
mas quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará. Porque ¿de qué le
sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma [250] .
Por dirección distinta, discurre en ese sueño otro
sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible recorrerlo a lomo de
caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su propio pie, quizá en
zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando peñascos. En
determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aun su carne. Pero al
final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el Cielo. Es el camino
de las almas santas que se humillan, que por amor a Jesucristo se sacrifican
gustosamente por los demás; la ruta de los que no temen ir cuesta arriba,
cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese, porque conocen que, si el
peso les hunde, podrán alzarse y continuar la ascensión: Cristo es la fuerza
de estos caminantes.
130.
¿Qué importa tropezar, si en el
dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa
a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae,
sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro
de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día [251] , tú y
yo -pobres criaturas- no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias
miserias personales, ante nuestros tropiezos, porque continuaremos hacia
adelante, si buscamos la fortaleza en Aquel que nos ha prometido: venid a mí
todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré [252]
. Gracias, Señor, quia tu es, Deus, fortitudo mea [253] , porque has sido
siempre Tú, y sólo Tú, Dios mío, mi fortaleza, mi refugio, mi apoyo.
Si de veras deseas progresar en la vida interior, sé
humilde. Acude con constancia, confiadamente, a la ayuda del Señor y de su
Madre bendita, que es también Madre tuya. Con serenidad, tranquilo, por mucho
que duela la herida aún no restañada de tu último resbalón, abraza de nuevo
la cruz y di: Señor, con tu auxilio, lucharé para no detenerme, responderé
fielmente a tus invitaciones, sin temor a las cuestas empinadas, ni a la
aparente monotonía del trabajo habitual, ni a los cardos y guijos del camino.
Me consta que me asiste tu misericordia, y que al final hallaré la felicidad
eterna, la alegría y el amor por los siglos infinitos.
Luego, durante el mismo sueño, descubría aquel
escritor un tercer itinerario: estrecho, tapizado también de asperezas y de
pendientes duras como el segundo. Por allí avanzaban algunos en medio de mil
penalidades, con ademán solemne y majestuoso. Sin embargo, acababan en el mismo
precipicio horrible al que conducía el primer sendero. Es el camino que
recorren los hipócritas, los que carecen de rectitud de intención, los que se
mueven por un falso celo, los que pervierten las obras divinas al mezclarlas con
egoísmos temporales. Es una necedad abordar una empresa costosa con el fin de
ser admirado; guardar los mandamientos de Dios a base de un arduo esfuerzo, pero
aspirar a una recompensa terrena. El que con el ejercicio de las virtudes
pretende beneficios humanos, es como el que malvendiera un objeto precioso por
pocas monedas: podía conquistar el Cielo, y en cambio se contenta con una
alabanza efímera... Por eso se dice que las esperanzas de los hipócritas son
como la tela de araña: tanto esfuerzo para tejerla, y al final se la lleva de
un soplo el viento de la muerte [254] .
131.
Con la mirada en la meta
Si os recuerdo estas verdades recias, es para invitaros
a que examinéis atentamente los móviles que impulsan vuestra conducta, con el
fin de rectificar lo que necesite rectificación, enderezando todo al servicio
de Dios y de vuestros hermanos los hombres. Mirad que el Señor ha pasado a
nuestro lado, nos ha mirado con cariño y nos ha llamado con su vocación santa,
no por obras nuestras, sino por su beneplácito y por la gracia que nos ha sido
otorgada en Jesucristo antes de todos los siglos [255] .
Purificad la intención, ocupaos de todas las cosas por
amor a Dios, abrazando con gozo la cruz de cada día. Lo he repetido miles de
veces, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de
los cristianos: cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la
contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio
por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces
os aseguro que esa pena no apesadumbra.
No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz
de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso.
Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en
su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros
para ayudar a Jesús [256] . Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar
tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma
enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios,
que nos bendice con esa elección.
Con mucha frecuencia, no pocas personas me han
comentado con asombro la alegría que, gracias a Dios, tienen y contagian mis
hijos en el Opus Dei. Ante la evidencia de esta realidad, respondo siempre con
la misma explicación, porque no conozco otra: el fundamento de su felicidad
consiste en no tener miedo a la vida ni a la muerte, en no acogotarse ante la
tribulación, en el esfuerzo cotidiano de vivir con espíritu de sacrificio,
constantemente dispuestos -a pesar de la personal miseria y debilidad- a negarse
a sí mismos, con tal de hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los
demás.
132.
Como el latir del corazón
Mientras yo hablo, sé que vosotros, en la presencia de
Dios, procuráis ir revisando vuestro comportamiento. ¿No es verdad que la
mayoría de esas desazones que han inquietado tu alma, de esas faltas de paz,
obedecen a que has correspondido a las invitaciones divinas; o bien, a que
estabas quizá recorriendo la senda de los hipócritas, porque te buscabas a ti
mismo? Con el triste intento de mantener ante los que te rodean la mera
apariencia de una actitud cristiana, en tu interior te negabas a aceptar la
renuncia, a mortificar tus pasiones torcidas, a darte sin condiciones,
abnegadamente, como Jesucristo.
Mirad, en estos ratos de meditación ante el Sagrario,
no os podéis limitar a escuchar las palabras que pronuncia el sacerdote como
materializando la oración íntima de cada uno. Yo te presento unas
consideraciones, te señalo unos puntos, para que tú los recojas activamente, y
reflexiones por tu cuenta, convirtiéndolos en tema de un coloquio
personalísimo y silencioso entre Dios y tú, de manera que los apliques a tu
situación actual y, con las luces que el Señor te brinda, distingas en tu
conducta lo que va derechamente de lo que discurre por mal camino, para
rectificar con su gracia.
Agradece al Señor ese cúmulo de buenas obras que has
realizado, desinteresadamente, porque puedes cantar con el salmista: El me sacó
de una horrible hoya, de fangosa charca. Y afirmó mis pies sobre roca y
afianzó mis pasos [257] . Pídele también perdón por tus omisiones o por tus
pisadas en falso, cuando te has introducido en ese lamentable laberinto de la
hipocresía, al afirmar que deseabas la gloria de Dios y el bien de tu prójimo,
pero en verdad te honrabas a ti mismo... Sé audaz, sé generoso, y di que no:
que ya no quieres defraudar más al Señor y a la humanidad.
133.
Es la hora de que acudas a tu Madre
bendita del Cielo, para que te acoja en sus brazos y te consiga de su Hijo una
mirada de misericordia. Y procura enseguida sacar propósitos concretos: corta
de una vez, aunque duela, ese detalle que estorba, y que Dios y tú conocéis
bien. La soberbia, la sensualidad, la falta de sentido sobrenatural se aliarán
para susurrarte: ¿eso? ¡Pero si se trata de una circunstancia tonta,
insignificante! Tú responde, sin dialogar más con la tentación: ¡me
entregaré también en esa exigencia divina! Y no te faltará razón: el amor se
demuestra de modo especial en pequeñeces. Ordinariamente, los sacrificios que
nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan continuos y
valiosos como el latir del corazón.
¿Cuántas madres has conocido tú como protagonistas
de un acto heroico, extraordinario? Pocas, muy pocas. Y, sin embargo, madres
heroicas, verdaderamente heroicas, que no aparecen como figuras de nada
espectacular, que nunca serán noticia -como se dice-, tú y yo conocemos
muchas: viven negándose a toda hora, recortando con alegría sus propios gustos
y aficiones, su tiempo, sus posibilidades de afirmación o de éxito, para
alfombrar de felicidad los días de sus hijos.
134.
Tomemos otros ejemplos, también de
la vida corriente. San Pablo los menciona: los que han de competir en la
palestra, guardan en todo una exacta continencia; y no es sino para alcanzar una
corona perecedera, al paso que nosotros la esperamos eterna [258] . Os basta
echar una mirada a vuestro alrededor. Fijaos a cuántos sacrificios se someten
de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la
salud, por conseguir la estimación ajena... ¿No seremos nosotros capaces de
removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad,
mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro
corazón vivan más pendientes del Señor?
Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en
muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa
sólo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables
relatos de algunas biografías de santos. Al iniciar esta meditación, hemos
sentado la premisa evidente de que hemos de imitar a Jesucristo, como modelo de
conducta. Ciertamente, preparó el comienzo de su predicación retirándose al
desierto, para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches [259] , pero
antes y después practicó la virtud de la templanza con tanta naturalidad, que
sus enemigos aprovecharon para tacharle calumniosamente de hombre voraz y
bebedor, amigo de publicanos y gentes de mala vida [260] .
135.
Me interesa que descubráis en toda
su hondura esta sencillez del Maestro, que no hace alarde de su vida penitente,
porque eso mismo te pide El a ti: cuando ayunéis no os pongáis caritristes
como los hipócritas, que desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que
ayunan. En verdad os digo, que ya recibieron su recompensa. Tú, al contrario,
cuando ayunes, perfuma tu cabeza, y lava tu cara, para que no conozcan los
hombres que ayunas, sino únicamente tu Padre, que está presente en todo, aun
en lo que hay de más secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará por
ello el galardón [261] .
Así debes ejercitarte en el espíritu de penitencia:
cara a Dios y como un hijo, como el pequeñín que demuestra a su padre cuánto
le ama, renunciando a sus pocos tesoros de escaso valor -un carrete, un soldado
descabezado, una chapa de botella-; le cuesta dar ese paso, pero al fin puede
más el cariño, y extiende satisfecho la mano.
136.
Permitidme que os remache una y otra
vez el camino que Dios espera que recorra cada uno, cuando nos llama a servirle
en medio del mundo, para santificar y santificarnos a través de las ocupaciones
ordinarias. Con un sentido común colosal, lleno a la vez de fe, predicaba San
Pablo que en la ley de Moisés está escrito: no pongas bozal al buey que trilla
[262] . Y se pregunta: ¿será acaso que Dios se preocupa de los bueyes? ¿O,
por el contrario, no dice esto sobre todo por nosotros? Sí, ciertamente, por
nosotros se han escrito estas cosas; porque la esperanza hace arar al que ara, y
el que trilla lo hace con la ilusión de percibir el fruto [263] .
Nunca se ha reducido la vida cristiana a un entramado
agobiante de obligaciones, que deja el alma sometida a una tensión exasperada;
se amolda a las circunstancias individuales como el guante a la mano, y pide que
en el ejercicio de nuestras tareas habituales, en las grandes y en las
pequeñas, con la oración y la mortificación, no perdamos jamás el punto de
mira sobrenatural. Pensad que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y
¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo
para restaurar las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu
cuerpo es como un borrico -un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén- que te
lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo para que
no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo
alegre y brioso que cabe esperar de un jumento.
137.
Espíritu de penitencia
¿Procuras tomar ya tus resoluciones de propósitos
sinceros? Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en
todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en
su servicio sin espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que
parpadea junto al Tabernáculo. Y por si no se te ocurre ahora cómo responder
concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme
bien.
Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te
has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con
ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar
para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más
difícil o costosa.
La penitencia está en saber compaginar tus
obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que
logres encontrar al tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te
sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido,
desganado o frío.
Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a
los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que
sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los
cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando
las circunstancias -los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo-
así lo requieran.
La penitencia consiste en soportar con buen humor las
mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación,
aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer
con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.
Penitencia, para los padres y, en general, para los que
tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo,
de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita
esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.
El espíritu de penitencia lleva a no apegarse
desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya
hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué
alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos
de maestrillo, y permitimos que sea El quien añada los rasgos y colores que
más le plazcan!
138.
Podría seguir señalándote una
multitud de detalles -te he citado sólo los que ahora me venían a la cabeza-,
que puedes aprovechar a lo largo del día, para acercarte más y más a Dios,
más y más a tu prójimo. Si te he mencionado esos ejemplos, insisto, no es
porque yo desprecie las grandes penitencias; al contrario, se demuestran santas
y buenas, y aun necesarias, cuando el Señor llama por ese camino, contando
siempre con la aprobación de quien dirige tu alma. Pero te advierto que las
grandes penitencias son compatibles también con las caídas aparatosas,
provocadas por la soberbia. En cambio, con ese deseo continuo de agradar a Dios
en las pequeñas batallas personales -como sonreír cuando no se tienen ganas:
yo os aseguro, además, que en ocasiones resulta más costosa una sonrisa que
una hora de cilicio-, es difícil dar pábulo al orgullo, a la ridícula
ingenuidad de considerarnos héroes notables: nos veremos como un niño que
apenas alcanza a ofrecer a su padre naderías, pero que son recibidas con
inmenso gozo.
Luego, ¿un cristiano ha de ser siempre mortificado?
Sí, pero por amor. Porque este tesoro de nuestra vocación lo llevamos en vasos
de barro, para que se reconozca que la grandeza del poder es de Dios y no
nuestra. Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso
perdemos el ánimo; nos hallamos en grandes apuros, mas no por eso desesperados;
somos perseguidos, mas no abandonados; abatidos, mas no enteramente perdidos;
traemos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús a
fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos [264] .
139.
Quizá hasta estos momentos no nos
habíamos sentido urgidos a seguir tan de cerca los pasos de Cristo. Quizá no
nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras
pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres en
todas las épocas, por esa labor malvada de Lucifer que continúa oponiendo a
Dios su non serviam! ¿Cómo nos atreveremos a clamar sin hipocresía: Señor,
me duelen las ofensas que hieren tu Corazón amabilísimo, si no nos decidimos a
privarnos de una nimiedad o a ofrecer un sacrificio minúsculo en alabanza de su
Amor? La penitencia -verdadero desagravio- nos lanza por el camino de la
entrega, de la caridad. Entrega para reparar, y caridad para ayudar a los
demás, como Cristo nos ha ayudado a nosotros.
De ahora en adelante, tened prisa en amar. El amor nos
impedirá la queja, la protesta. Porque con frecuencia soportamos la
contrariedad, sí; pero nos lamentamos; y entonces, además de desperdiciar la
gracia de Dios, le cortamos las manos para futuros requerimientos. Hilarem enim
datorem diligit Deus [265] . Dios ama al que da con alegría, con la
espontaneidad que nace de un corazón enamorado, sin los aspavientos de quien se
entrega como si prestara un favor.
140.
Vuelve de nuevo la mirada sobre tu
vida, y pide perdón por ese detalle y por aquel otro que saltan enseguida a los
ojos de tu conciencia; por el mal uso que haces de la lengua; por esos
pensamientos que giran continuamente alrededor de ti mismo; por ese juicio
crítico consentido que te preocupa tontamente, causándote una perenne
inquietud y zozobra... ¡Que podéis ser muy felices! ¡Que el Señor nos quiere
contentos, borrachos de alegría, marchando por los mismos caminos de ventura
que El recorrió! Sólo nos sentimos desgraciados cuando nos empeñamos en
descaminarnos, y nos metemos por esa senda del egoísmo y de la sensualidad; y
mucho peor aún si embocamos la de los hipócritas.
El cristiano ha de manifestarse auténtico, veraz,
sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de
Cristo. Si alguno tiene en este mundo la obligación de mostrarse consecuente,
es el cristiano, porque ha recibido en depósito, para hacer fructificar ese don
[266] , la verdad que libera, que salva [267] . Padre, me preguntaréis, y
¿cómo lograré esa sinceridad de vida? Jesucristo ha entregado a su Iglesia
todos los medios necesarios: nos ha enseñado a rezar, a tratar con su Padre
Celestial; nos ha enviado su Espíritu, el Gran Desconocido, que actúa en
nuestra alma; y nos ha dejado esos signos visibles de la gracia que son los
Sacramentos. Usalos. Intensifica tu vida de piedad. Haz oración todos los
días. Y no apartes nunca tus hombros de la carga gustosa de la Cruz del Señor.
Ha sido Jesús quien te ha invitado a seguirle como
buen discípulo, con el fin de que realices tu travesía por la tierra sembrando
la paz y el gozo que el mundo no puede dar. Para eso -insisto-, hemos de andar
sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, sin rehuir a toda costa el dolor,
que para un cristiano es siempre medio de purificación y ocasión de amar de
veras a sus hermanos, aprovechando las mil circunstancias de la vida ordinaria.
Se ha pasado el tiempo. Tengo que poner punto final a
estas consideraciones, con las que he intentado remover tu alma, para que tú
respondieses concretando algunos propósitos, pocos, pero bien determinados.
Piensa que Dios te quiere contento y que, si tú pones de tu parte lo que
puedes, serás feliz, muy feliz, felicísimo, aunque en ningún momento te falte
la Cruz. Pero esa Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina
Cristo. Y a su lado, su Madre, Madre nuestra también. La Virgen Santa te
alcanzará la fortaleza que necesitas para marchar con decisión tras los pasos
de su Hijo.
[242]
Ioh XIV, 6.
[243] Hebr XIII, 8.
[244] Lc XVIII, 41.
[245] Mt XI, 29.
[246] Mt XVI, 24.
[247] Cfr. Mt IV, 1-11; Mt VIII, 20; Mt VIII, 24; Mt XII, 1; Mt XXI, 18-19; Lc
II, 6-7; Lc IV, 16-30; Lc XI, 53-54; Ioh IV, 6; Ioh XI, 33-35; etc.
[248] Eph V, 1-2.
[249]
Pseudo-Macario, Homiliae, 12, 5 (PG 34, 559).
[250] Mt XVI, 25-26.
[251]
Cfr. Prv XXIV, 16.
[252] Mt XI, 28.
[253] Ps XLII, 2.
[254]
S. Gregorio Magno, Moralia, 2, 8, 43-44 (PL 75, 844-845).
[255]
2 Tim 1, 9.
[256] Cfr. Mc XV, 21.
[257] Ps XXXIX, 3.
[258] 1 Cor IX, 25.
[259] Cfr. Mt IV, 1-11.
[260] Lc VII, 34.
[261] Mt VI, 16-18.
[262] Dt XXV, 4.
[263] 1 Cor IX, 9-10.
[264] 2 Cor IV, 7-10.
[265] 2 Cor IX, 7.
[266] Cfr. Lc XIX, 13.
[267] Cfr. Ioh VIII, 32.