Amigos
de Dios
El pensamiento de San
Josemaría Escrivá de Balaguer
1.
LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE
Homilía pronunciada el 11-III-1960
Íbamos hace tantos años por una
carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me
removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios
hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron
para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se
acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los
llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos
juntos, seguros.
Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de
esos pastores y de ese redil, porque todos los que aquí nos encontramos
reunidos -y otros muchos en el mundo entero- para conversar Contigo, nos sabemos
metidos en tu majada. Tú mismo lo has dicho: Yo soy el Buen Pastor y conozco
mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mi [1] . Tú nos conoces bien; te
consta que queremos oír, escuchar siempre atentamente tus silbidos de Pastor
Bueno, y secundarlos, porque la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo
Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [2] .
Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha
e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde
habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como
despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas
et cognoscunt me meae [3] , para que consideremos en todo momento que El nos
reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey [4] . Muy a
propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla.
1.
Dios nos quiere santos
Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo,
porque El mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos
santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado
como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena
voluntad [5] . Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca
un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite
insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra [6] ,
ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por
tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.
2.
No se va de mi memoria una ocasión
-ha transcurrido ya mucho tiempo- en la que fui a rezar a la Catedral de
Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron
entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban:
¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano:
poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de
vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os
decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro
propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa
excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el
alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a
todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida
interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de
cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente:
hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de
la expresión.
3.
La meta que os propongo -mejor, la
que nos señala Dios a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable:
podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle,
como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto
[7] por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a
seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día [8] . En esta época de
desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía,
me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en
los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de
comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.
4.
Vida interior: es una exigencia de la
llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de ser santos -os lo
diré con una frase castiza de mi tierra- sin que nos falte un pelo: cristianos
de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como
discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros,
al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del
mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta
humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas
brota como una consecuencia lógica de esa elección: cuando descubrís que algo
os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que
desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a
los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que
os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a
Dios, no lo hagáis solos [9] .
Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente
-tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que
nunca han faltado desde los inicios del cristianismo-, hemos de tener muy
presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la
eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean. Cristo ha
puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la
santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la
tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres
necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que
llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en
plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero.
5.
Quizá alguno de vosotros piense que
me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os
engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid,
en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el
mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra
coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra -ésa que hemos de
pretender- una santidad de segunda categoría, que no existe. Y el principal
requisito que se nos pide -bien conforme a nuestra naturaleza-, consiste en
amar: la caridad es el vínculo de la perfección [10] ; caridad, que debemos
practicar de acuerdo con los mandatos explícitos que el mismo Señor establece:
amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente [11] , sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad.
6.
Ciertamente se trata de un objetivo
elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en
el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. Todo lo
que se desarrolla -advierte uno de los escritores cristianos de los primeros
siglos, refiriéndose a la unión con Dios-, comienza por ser pequeño. Es al
alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande
[12] . Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente
-sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia
arriba con este pobre cuerpo-, has de poner un cuidado extremo en los detalles
más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza
cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi
siempre se componen de realidades menudas.
7.
Cosas pequeñas y vida de infancia
Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de
los años, todavía se dedican a soñar -con sueños vanos y pueriles, como
Tartarín de Tarascón- en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí
donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os
recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las
obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al
Señor, y que sólo El y cada uno de nosotros conocemos.
Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar
para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse.
En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo
normal, el amor que tenéis a Jesucristo. También en lo diminuto, comenta San
Jerónimo, se muestra la grandeza del alma. Al Creador no le admiramos sólo en
el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos,
bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales
minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de
este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en
los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma
que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores
[13] .
8.
Al meditar aquellas palabras de
Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos
sean santificados en la verdad [14] , percibimos con claridad nuestro único
fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la
vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy
pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos
vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en
comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero
la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal,
fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera [15] .
Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas
-de cien, las cien-, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de
que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a
pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.
Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona
alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir
con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que
convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como
aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay
amor, para sacar amor [16] , también en esas circunstancias aparentemente
intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones
familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más
banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas,
para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos
afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la
corredención.
9.
Voy a proseguir este rato de charla
ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su
actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Avila: todo es
nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios [17] .
¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se
aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad?
Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la
hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno
como el trabajo.
Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea
profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa
libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me
abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer
humano, habréis errado lamentablemente el camino.
10.
Permitidme una corta digresión, que
viene perfectamente al caso. Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se
han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! Os manifiesto, con
esta norma de mi conducta, una realidad que está muy metida en la entraña del
Opus Dei, al que con la gracia y la misericordia divinas me he dedicado
completamente, para servir a la Iglesia Santa. No me interesa ese tema, porque
los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal
responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole
política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el
Magisterio de la Iglesia. Unicamente me preocuparía -por el bien de vuestras
almas-, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición
entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo
advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras
no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero
concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate
Christus nos liberavit [18] , los sectarios de uno y otro extremo: esos que
pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan
al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más
brutales.
11.
Pero volvamos a nuestro tema. Os
decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno
social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os
descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado
rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria
al que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución
intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación,
deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia
inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en
sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No
nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir
constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado
a todas las criaturas.
12.
La coherencia cristiana de la vida
Me produce una pena muy grande enterarme de que un
católico -un hijo de Dios que, por el Bautismo, está llamado a ser otro
Cristo- tranquiliza su conciencia con una simple piedad formularia, con una
religiosidad que le empuja a rezar de vez en cuando, ¡sólo si piensa que le
conviene!; a asistir a la Santa Misa en los días de precepto -y ni siquiera
todos-, mientras cuida puntualmente que su estómago se quede tranquilo,
comiendo a horas fijas; a ceder en su fe, a cambiarla por un plato de lentejas,
con tal de no renunciar a su posición... Y luego, con desfachatez o con
escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano. ¡No! No nos
conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una
pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno
alimento espiritual.
Por experiencia personal os consta -y me lo habéis
oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos- que la vida interior
consiste en comenzar y recomenzar cada día; y advertís en vuestro corazón,
como yo en el mío, que necesitamos luchar con continuidad. Habréis observado
en vuestro examen -a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas
referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el
Señor a las necesidades de mi alma-, que sufrís repetidamente pequeños
reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una
evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza.
Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me
perdáis la paz.
13.
Allá por los primeros años de la
década de los cuarenta, iba yo mucho por Valencia. No tenía entonces ningún
medio humano y, con los que -como vosotros ahora- se reunían con este pobre
sacerdote, hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una
playa solitaria.Como los primeros amigos del Maestro, ¿recuerdas? Escribe San
Lucas que, al salir de Tiro con Pablo, camino de Jerusalén, nos acompañaron
todos con sus mujeres y niños a las afueras de la ciudad, y arrodillados
hicimos la oración en la playa [19] .
Pues, un día, a última hora, durante una de aquellas
puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y
saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como rocas, mojados, con el
torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de bronce. Comenzaron a
sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la plata, que traían
arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies hundidos en la arena,
con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy tostado también, se
aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó a tirar con
evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos; nada refinados, debieron de sentir
su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo
apartaron, aunque más bien estorbaba.
Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no
os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas
cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño,
convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios,
alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla,
colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el
poder de Dios.
14.
Sinceridad en la dirección espiritual
Conocéis de sobra las obligaciones de vuestro camino
de cristianos, que os conducirán sin pausa y con calma a la santidad; estáis
también precavidos contra las dificultades, prácticamente contra todas, porque
se vislumbran ya desde los principios del camino. Ahora os insisto en que os
dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras
ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los
descalabros que sufráis y las victorias.
En esa dirección espiritual mostraos siempre muy
sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo vuestra alma,
sin miedos ni vergüenzas. Mirad ue, si no, ese camino tan llano y carretero se
enreda, y lo que al principio no era nada, acaba convirtiéndose en un nudo que
ahoga. No penséis que los que se pierden caen víctimas de un fracaso
repentino; cada uno de ellos erró en los comienzos de su senda, o bien
descuidó por largo tiempo su alma, de modo que debilitándose progresivamente
la fuerza de sus virtudes y creciendo, en cambio, poco a poco la de los vicios,
vino a quebrantarse miserablemente... Una casa no se derrumba de golpe por un
accidente imprevisible: o había ya algún defecto en sus fundamentos, o la
desidia de los que la habitaban se prolongó por mucho tiempo, de forma que los
desperfectos en un principio pequeñísimos fueron corroyendo la firmeza de la
armadura, por lo que, cuando llegó la tempestad o arreciaron las lluvias
torrenciales, se destruyó sin remedio, poniendo de manifiesto lo antiguo del
descuido [20] .
¿Os acordáis del cuento del gitano que se fue a
confesar? No pasa de ser un cuento, un chascarrillo, porque de la confesión no
se habla jamás, aparte de que yo estimo mucho a los gitanos. ¡Pobrecillo!
Estaba arrepentido de veras: padre cura, yo me acuso de haber robado un
ronzal... -poca cosa, ¿verdad?-; y detrás había una mula...; y detrás otro
ronzal...; y otra mula... Y así, hasta veinte. Hijos míos, lo mismo ocurre en
nuestro comportamiento: en cuanto concedemos el ronzal, viene después lo
demás, viene a continuación una reata de malas inclinaciones, de miserias que
envilecen y avergüenzan; y otro tanto sucede en la convivencia: se comienza con
un pequeño desaire, y se acaba viviendo de espaldas, en medio de la
indiferencia más heladora.
15.
Cazadnos las raposas, las raposas
pequeñas, que destrozan la viña, nuestras viñas en flor [21] . Fieles en lo
pequeño, muy fieles en lo pequeño. Si procuramos esforzarnos así,
aprenderemos también a acudir con confianza a los brazos de Santa María, como
hijos suyos. ¿No os recordaba al principio que todos nosotros tenemos muy pocos
años, tantos como los que llevamos decididos a tratar a Dios con intimidad?
Pues es razonable que nuestra miseria y nuestra poquedad se acerquen a la
grandeza y a la pureza santa de la Madre de Dios, que es también Madre nuestra.
Os puedo contar otra anécdota real, porque han
transcurrido ya tantos años, tantísimos años des de que sucedió; y porque os
ayudará a pensar, por el contraste y la crudeza de las expresiones. Me hallaba
dirigiendo un curso de retiro para sacerdotes de diversas diócesis. Yo los
buscaba con afecto y con interés, para que viniesen a hablar, a desahogar su
conciencia, porque también los sacerdotes necesitamos del consejo y de la ayuda
de un hermano. Empecé a charlar con uno, algo brutote, pero muy noble y
sincero; le tiraba de la lengua un poco, con delicadeza y con claridad, para
restañar cualquier herida que hubiera allá dentro, en su corazón. En un
determinado momento, me interrumpió, más o menos con estas palabras: yo tengo
una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales
en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo
mismo!
16.
Quizá -¡examínate a fondo!-
tampoco merezcamos nosotros la alabanza que ese curita de pueblo cantaba de su
burra. Hemos trabajado tanto, hemos ocupado tales puestos de responsabilidad,
has triunfado en esta y en aquella tarea humana..., pero, en la presencia de
Dios, ¿no encuentras nada de lo que no debas lamentarte? ¿Has intentado de
verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo,
tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y
penosamente caduco?
Si os hablo un poco descarnadamente, es porque yo
quiero hacer una vez más un acto de contrición muy sincero, y porque quisiera
que cada uno de vosotros también pidiera perdón. A la vista de nuestras
infidelidades, a a vista de tantas equivocaciones, de flaquezas, de cobardías
-cada uno las suyas-, repitamos de corazón al Señor aquellas contritas
exclamaciones de Pedro: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te! [22] ;
¡Señor!, ¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis miserias! Y
me atrevo a añadir: Tú conoces que te amo, precisamente por esas miserias
mías, pues me llevan a apoyarme en Ti, que eres la fortaleza: quia Tu es, Deus,
fortitudo mea [23] . Y desde ahí, recomencemos.
17.
Buscar la presencia de Dios
Vida interior. Santidad en las tareas ordinarias,
santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes
de cada día...; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta
ocasión un conocido mío -¡nunca le acabo de conocer bien!- que volaba en un
avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas.
¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor
le daba a entender que así van -inseguras, con zozobras- por las alturas de
Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el
peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.
Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de
descaminarse aquellos que se lanzan a la acción -¡al activismo!-, y prescinden
de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una
sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de
conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y
con los Angeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia
insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su
riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel de
panal.
18.
En la personal intimidad, en la
conducta externa; en el trato con los demás, en el trabajo, cada uno ha de
procurar mantenerse en continua presencia de Dios, con una conversación -un
diálogo- que no se manifiesta hacia fuera. Mejor dicho, no se expresa de
ordinario con ruido de palabras, pero sí se ha de notar por el empeño y por la
amorosa diligencia que pondremos en acabar bien las tareas, tanto las
importantes como las menudas. Si no procediéramos con ese tesón, seríamos
poco consecuentes con nuestra condición de hijos de Dios, porque habríamos
desperdiciado los recursos que el Señor ha colocado providencialmente a nuestro
alcance, para que arribemos al estado del varón perfecto, a la medida de la
edad perfecta según Cristo [24] .
Durante la última guerra española, viajaba yo con
frecuencia para atender sacerdotalmente a tantos muchachos que se hallaban en el
frente. En una trinchera, escuché un diálogo que se me quedó muy grabado.
Cerca de Teruel, un soldado joven comentaba de otro, por lo visto un poco
indeciso, pusilánime: ¡ése no es un hombre de una pieza! Me causaría una
tristeza enorme que de cualquiera de nosotros se pudiera afirmar, con
fundamento, que somos inconsecuentes; hombres que aseguran que quieren ser
auténticamente cristianos, santos, pero que desprecian los medios, ya que en el
cumplimiento de sus obligaciones no manifiestan continuamente a Dios su cariño
y su amor filial. Si así se dibujara nuestra actuación, tampoco seríamos, ni
tú ni yo, cristianos de una pieza.
19.
Procuremos fomentar en el fondo del
corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos
contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la
vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que
la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y
aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el
granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e
incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la
limpieza de Dios. Díselo ahora, desde el fondo de tu corazón: Señor, de
verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y
seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar
a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos.
¡Jesús, si los que nos reunimos en tu Amor fuéramos
perseverantes! ¡Si lográsemos traducir en obras esos anhelos que Tú mismo
despiertas en nuestras almas! Preguntaos con mucha frecuencia: yo, ¿para qué
estoy en la tierra? Y así procuraréis el perfecto acabamiento -lleno de
caridad- de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas
pequeñas. Nos fijaremos en el ejemplo de los santos: personas como nosotros, de
carne y hueso, con flaquezas y debilidades, que supieron vencer y vencerse por
amor de Dios; consideraremos su conducta y -como las abejas, que destilan de
cada flor el néctar más precioso- aprovecharemos de sus luchas. Vosotros y yo
aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean -nos dan
lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...-, y no nos detendremos
demasiado en sus defectos; sólo cuando resulte imprescindible, para ayudarles
con la corrección fraterna.
20.
En la barca de Cristo
Como a Nuestro Señor, a mí también me gusta mucho
charlar de barcas y redes, para que todos saquemos de esas escenas evangélicas
propósitos firmes y determinados. Nos cuenta San Lucas que unos pescadores
lavaban y remendaban sus redes a orillas del lago de Genesaret. Jesús se acerca
a aquellas naves atracadas en la ribera y se sube a una, a la de Simón. ¡Con
qué naturalidad se mete el Maestro en la barca de cada uno de nosotros!: para
complicarnos la vida, como se repite en tono de queja por ahí. Con vosotros y
conmigo se ha cruzado el Señor en nuestro camino, para complicarnos la
existencia delicadamente, amorosamente.
Después de predicar desde la barca de Pedro, se dirige
a los pescadores: duc in altum, et laxate retia vestra in capturam! [25] ,
¡Bogad mar adentro, y echad vuestras redes! Fiados en la palabra de Cristo,
obedecen, y obtienen aquella pesca prodigiosa. Y mirando a Pedro que, como
Santiago y Juan, no salía de su asombro, el Señor le explica: no tienes que
temer, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando
las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron [26] .
Tu barca -tus talentos, tus aspiraciones, tus logros-
no vale para nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que
permitas que El pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un
ídolo. Tú solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente
hablando, marchas derecho al naufragio. Unicamente si admites, si buscas, la
presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los
reveses de la vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las
buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores
limpios, pasen por el corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se
irán a pique con tu egoísmo.
21.
Si consientes en que Dios señoree
sobre tu nave, que El sea el amo, ¡qué seguridad!..., también cuando parece
que se ausenta, que se queda adormecido, que se despreocupa, y se levanta la
tormenta en medio de las tinieblas más oscuras. Relata San Marcos que en esas
circunstancias se encontraban los Apóstoles; y Jesús, al verles remar con gran
fatiga -por cuanto el viento les era contrario-, a eso de la cuarta hora
nocturna, vino hacia ellos caminando sobre el mar... Cobrad ánimo, soy yo, no
tenéis nada que temer. Y se metió con ellos en la barca, y cesó el viento
[27] .
Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...! Os
podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios -no le
quito ni una letra-, del heroísmo de muchas almas. Ante nuestros ojos, en
nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no
nos oye; pero San Lucas narra cómo se comporta el Señor con los suyos:
mientras ellos -los discípulos- iban navegando, se durmió Jesús, al tiempo
que un viento recio alborotó las olas, de manera que, llenándose de agua la
barca, corrían riesgo. Con esto, se acercaron a El, y le despertaron, gritando:
¡Maestro, que perecemos! Puesto Jesús en pie, mandó al viento y a la tormenta
que se calmasen, e inmediatamente cesaron, y siguió una gran bonanza. Entonces
les preguntó: ¿dónde está vuestra fe? [28] .
Si nos damos, El se nos da. Hay que confiar plenamente
en el Maestro, hay que abandonarse en sus manos sin cicaterías; manifestarle,
con nuestras obras, que la barca es suya; que queremos que disponga a su antojo
de todo lo que nos pertenece.
Termino, acudiendo a la intercesión de Santa María,
con estos propósitos: a vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer
pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad; a recorrer y
saborear nuestra aventura de Amor, que enamorados de Dios estamos; a dejar que
Cristo entre en nuestra pobre barca, y tome posesión de nuestra alma como
Dueño y Señor; a manifestarle con sinceridad que nos esforzaremos en
mantenernos siempre en su presencia, día y noche, porque El nos ha llamado a la
fe: ecce ego quia vocasti me! [29] , y venimos a su redil, atraídos por sus
voces y silbidos de Buen Pastor, con la certeza de que sólo a su sombra
encontraremos la verdadera felicidad temporal y eterna.
[1]
Ioh X, 14.
[2] Ioh XVII, 3.
[3] Ioh X, 14
[4] Cfr. Ecclo XVIII, 13.
[5] Eph I, 4-5.
[6] 1 Thes IV, 3.
[7] Ioh VII, 10.
[8] Cfr. Mt XVI, 24.
[9] S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 6, 6 (PL 76, 1098).
[10]
Col III, 14.
[11] Mt XXII, 37.
[12] S. Marcos Eremita, De lege spirituali, 172 (PG 65, 926).
[13] S. Jerónimo, Epistolae, 60, 12 (PL 22, 596).
[14]
Ioh XVII, 19.
[15] Gal V, 9.
[16] Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación,
6-VII-1591.
[17] Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida, 20, 26.
[18] Gal IV, 31.
[19]
Act XXI, 5.
[20] Casiano, Collationes, 6, 17 (PL 49, 667-668).
[21] Cant II, 15.
[22] Ioh XXI, 17.
[23] Ps XLII, 2.
[24] Eph IV, 13.
[25] Lc V, 4.
[26] Lc V, 10-11.
[27] Mc VI, 48, 50-51.
[28] Lc VIII, 23-25.
[29] 1 Reg III, 9.
2.
LA LIBERTAD, DON DE DIOS
Homilía pronunciada el 10-IV-1956
22.
Muchas veces os he recordado aquella
escena conmovedora que nos relata el Evangelio: Jesús está en la barca de
Pedro, desde donde ha hablado a las gentes. Esa multitud que le seguía ha
removido el afán de almas que consume su Corazón, y el Divino Maestro quiere
que sus discípulos participen ya de ese celo. Después de decirles que se
lancen mar adentro -duc in altum! [30] -, sugiere a Pedro que eche las redes
para pescar.
No me voy a detener ahora en los detalles, tan
aleccionadores, de esos momentos. Deseo que consideremos la reacción del
Príncipe de los Apóstoles, a la vista del milagro: apártate de mí, Señor,
que soy un hombre pecador [31] . Una verdad -no me cabe duda- que conviene
perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al
tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de
manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar:
Señor, no te apartes de mí, pues sin Ti no puedo hacer nada bueno.
Entiendo muy bien, precisamente por eso, aquellas
palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la
libertad: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti [32] , porque nos
movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad -la triste
desventura- de alzarnos contra Dios, de rechazarle -quizá con nuestra conducta-
o de exclamar: no queremos que reine sobre nosotros [33] .
23.
Escoger la vida
Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a
que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas
de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta
frecuencia perdamos la razón; y las irracionales, las que corretean por la
superficie de la tierra, o habitan en las entrañas del mundo, o cruzan el azul
del cielo, algunas hasta mirar de hito en hito al sol. Pero, en medio de esta
maravillosa variedad, sólo nosotros, los hombres -no hablo aquí de los
ángeles- nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos
rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que
existe.
Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad
humana. El Señor nos invita, nos impulsa -¡porque nos ama entrañablemente!- a
escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con
el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé,
tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y
preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas [34] .
¿Quieres tú pensar -yo también hago mi examen- si
mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios,
amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí?
Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las
ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser
perfecto... [35] , dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la insinuación,
y cuenta el Evangelio que abiit tristis [36] , que se retiró entristecido. Por
eso alguna vez lo he llamado el ave triste: perdió la alegría porque se negó
a entregar su libertad a Dios.
24.
Considerad ahora el momento sublime en el que el
Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra
Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego,
la respuesta firme: fiat! [37] -¡hágase en mí según tu palabra!-, el fruto
de la mejor libertad: la de decidirse por Dios.
En todos los misterios de nuestra fe católica aletea
ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el
hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra
carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que
vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh
Dios!, tu voluntad [38] . Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la
humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní,
sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre [39] , que acepta
espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama: como cordero
llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores [40] . Ya lo había
anunciado a los suyos, en una de esas conversaciones en las que volcaba su
Corazón, con el fin de que los que le aman conozcan que El es el Camino -no hay
otro- para acercarse al Padre: por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para
tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad,
y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla [41] .
25.
El sentido de la libertad
Nunca podremos acabar de entender esa libertad de
Jesucristo, inmensa -infinita- como su amor. Pero el tesoro preciosísimo de su
generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿por qué me has dejado, Señor,
este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de
ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone
hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre
se olvida, se aparta del Amor de los amores. La libertad personal -que defiendo
y defenderé siempre con todas mis fuerzas- me lleva a demandar con convencida
seguridad, consciente también de mi propia flaqueza: ¿qué esperas de mí,
Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?
Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos
[42] ; la verdad os hará libre. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en
toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y
con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber
que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de
la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor
que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así
obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios,
desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del
señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas.
Persuadíos, para ganar el cielo hemos de empeñarnos
libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no
se basta a sí misma: necesita un norte, una guía. No cabe que el alma ande sin
ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a
Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (Mt XI, 30), y no el diablo, cuyo
reino es pesado [43] .
Rechazad el engaño de los que se conforman con un
triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se
esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no
libera; el único que libera es Cristo [44] , ya que sólo El es el Camino, la
Verdad y la Vida [45] .
26.
Preguntémonos de nuevo, en la presencia de Dios:
Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado
en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que empleemos
acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? [46] . Y
la respuesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu
corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente [47] .
¿Lo veis? La libertad adquiere su auténtico sentido
cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en
buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres.
¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable
riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios! [48] .
Ahí se resume la voluntad buena, que nos enseña a perseguir el bien, después
de distinguirlo del mal [49] .
Me gustaría que meditaseis en un punto fundamental,
que nos enfrenta con la responsabilidad de nuestra conciencia. Nadie puede
elegir por nosotros: he aquí el grado supremo de dignidad en los hombres: que
por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien [50] . Muchos hemos
heredado de nuestros padres la fe católica y, por gracia de Dios, desde que
recibimos el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural.
Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia -y aun a lo largo de cada
jornada- la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas. Es cristiano,
digo verdadero cristiano, el que se somete al imperio del único Verbo de Dios
[51] , sin señalar condiciones a ese acatamiento, dispuesto a resistir la
tentación diabólica con la misma actitud de Cristo: adorarás a tu Dios y
Señor y a El sólo servirás [52] .
27.
Libertad y entrega
El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude
a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo, que no
guardemos en el corazón recovecos oscuros, a los que no logra llegar el gozo y
la alegría de la gracia y de los dones sobrenaturales. Quizá pensaréis:
responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad?
Con la ayuda del Señor que preside este rato de
oración, con su luz, espero que para vosotros y para mí quede todavía más
definido este tema. Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir
a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad, supondría
no haberse encontrado con Dios. El alma enamorada conoce que, cuando viene ese
dolor, se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es
ligero y la carga suave, porque lo lleva El sobre sus hombros, como se abrazó
al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna [53] . Pero hay
hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador -una rebelión
impotente, mezquina, triste-, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge
el Salmo: rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio [54] .
Se resisten a cumplir, con heroico silencio, con naturalidad, sin lucimiento y
sin lamentos, la tarea dura de cada día. No comprenden que la Voluntad divina,
también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere,
coincide exactamente con la libertad, que sólo reside en Dios y en sus
designios.
28.
Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi
libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un
ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. ¿Es eso libertad? ¿Qué
aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la
existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la
nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los
pasos sobre la tierra: esas almas -las habéis encontrado, como yo- se dejarán
arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la
sensualidad.
Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos
ridículos, también humanamente. El que no escoge -¡con plena libertad!- una
norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá
en la indolencia -como un parásito-, sujeto a lo que determinen los demás. Se
prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por
él. Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos,
árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces [55] , aunque
se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con lo que intentan difuminar
la ausencia de carácter, de valentía y de honradez.
¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente.
¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar
responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no
hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de
la propia libertad: allí -no obstante las apariencias- todo es coacción. El
indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las
circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones
y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado.
29.
Recordad la parábola de los talentos. Aquel Siervo que
recibió uno, podía -como sus compañeros- emplearlo bien, ocuparse de que
rindiera, aplicando la cualidades que poseía. ¿Y qué delibera? Le preocupa el
miedo a perderlo. Bien. Pero, ¿después? ¡Lo entierra! [56] . Y aquello no da
fruto.
No olvidemos este caso de temor enfermizo a aprovechar
honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el
hombre. ¡Lo entierro -parece afirmar ese desgraciado-, pero mi libertad queda a
salvo! No. La libertad se ha inclinado hacia algo muy concreto, hacia la
sequedad más pobre y árida. ha tomado partido, porque no tenía más remedio
que elegir: pero ha elegido mal.
Nada más falso que oponer la libertad a la entrega,
porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una
madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese
amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad
aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que
supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad.
30.
Pero, me preguntaréis, cuando alcanzamos lo que amamos
con toda el alma ya no seguiremos buscando: ¿ha desaparecido la libertad? Os
aseguro que entonces es más operativa que nunca, porque el amor no se contenta
con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía.
Amar significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño.
Insisto, querría grabarlo a fuego en cada uno: la
libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad
sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No
es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en
cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es
ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes
sacrificios. Recuerdo que me llevé una alegría cuando me enteré de que en
portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son. Os cuento esta anécdota
porque he cumplido ya bastantes años, pero al rezar al pie del altar al Dios
que llena de alegría mi juventud [57] , me siento muy joven y sé que nunca
llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me
vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud [58] .
Por amor a la libertad, nos atamos. Unicamente la
soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena. La verdadera humildad,
que nos enseña Aquel que es manso y humilde de corazón, nos muestra que su
yugo es suave y su carga ligera [59] : el yugo es la libertad, el yugo es el
amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que El nos ganó en la Cruz.
31.
La libertad de las conciencias
Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que
predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto
de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un
peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta
contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin
alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el
libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta
reivindicación sí que constituye un atentado a la fe.
Por eso no es exacto hablar de libertad de conciencia,
que equivale a valorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a
Dios. Ya hemos recordado que podemos oponernos a los designios salvadores del
Señor; podemos, pero no debemos hacerlo. Y si alguno tomase esa postura
deliberadamente, pecaría al trasgredir el primero y fundamental entre los
mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón [60] .
Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las
conciencias [61] , que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura
tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el
hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle,
pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una
fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer
daño al que la ha recibido de Dios.
32.
Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado
siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos
antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para
mal: y los que no se apartaron del bien irán a la vida eterna; los que
cometieron el mal, al fuego eterno [62] . Siempre nos impresiona esta tremenda
capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra
nobleza. Hasta tal punto el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo
sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad: esta afirmación goza
de tal evidencia que están de acuerdo los pocos sabios y los muchos ignorantes
que habitan en el mundo [63] .
Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a
mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un
impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus
servidores si libremente le servían [64] . ¡Qué grande es el amor, la
misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas
por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran
vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu
Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el
Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma
de cada uno de nosotros -aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado,
por la caída de la primera pareja- una chispa de su inteligencia infinita, la
atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender
que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que
germine en nosotros esa semilla de vida eterna.
33.
Responder que no a Dios, rechazar ese principio de
felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra
así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo. Cada cosa es aquello que
según su naturaleza le conviene; por eso, cuando se mueve en busca de algo
extraño, no actúa según su propia manera de ser, sino por impulso ajeno; y
esto es servil. El hombre es racional por naturaleza. Cuando se comporta según
la razón, procede por su propio movimiento, como quien es: y esto es propio de
la libertad. Cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se deja conducir por
impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por eso el que acepta el pecado es
siervo del pecado (Ioh VIII, 34) [65] .
Permitidme que insista en esto; es muy claro y lo
podemos comprobar con frecuencia a nuestro alrededor o en nuestro propio yo:
ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del
dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo;
otros descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las
cosas nobles. Nos afanamos en un trabajo, en una empresa de proporciones más o
menos grandes, en el cumplimiento de una labor científica, artística,
literaria, espiritual. Si se pone empeño, si existe verdadera pasión, el que
se entrega vive esclavo, se dedica gozosamente al servicio de la finalidad de su
tarea.
34.
Esclavitud por esclavitud -si, de todos modos, hemos de
servir, pues, admitiéndolo o no, ésa es la condición humana-, nada hay mejor
que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la
situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se
manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la
misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del
alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no
depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para
siempre, no somos hijos de la esclava, sino de la libre [66] .
¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor
Nuestro. Esta es la libertad con la que El nos ha redimido [67] . Por eso
enseña: si el hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres [68] .
Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de
este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana.
Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así
se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente -como hijos, insisto, no como
esclavos-, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de
nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios.
Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana,
me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una
entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a
clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo [69] .
35.
Responsables ante Dios
Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en
manos de su libre albedrío (Ecclo XV, 14). Esto no sucedería si no tuviese
libre elección [70] . Somos responsables ante Dios de todas las acciones que
realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente
a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como
enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda
la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la
plenitud de su libertad.
Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a
todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas
coacciones en la presentación de la fe. Si somos arrastrados a Cristo, creemos
sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se
puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede,
sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere [71] .
Y resulta evidente que, habiendo llegado a la edad de la razón, se requiere la
libertad personal para entrar en la Iglesia, y para corresponder a las continuas
llamadas que el Señor nos dirige.
36.
En la parábola de los invitados a la cena, el padre de
familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la
fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los
caminos y cercados e impele -compelle intrare- a los que halles a que vengan
[72] . ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima
libertad de cada conciencia?
Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas
de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo
Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en
pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral:
refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza
de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la
necesidad. Así atrae hacia El [73] .
Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende
claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. El que
peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de
coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa [74] .
Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no
logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo
de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la
ausencia de Dios, y allí no hay libertad.
37.
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor
de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión
es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se
conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes,
libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios.
Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de
Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en
el que tantas almas parecen debatirse.
El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la
justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para
ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas
sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la
libertad -tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las
bestias [75] - se emplea entera en aprender a hacer el bien [76] .
Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los
cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el
libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un
concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo -si
nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos-, nos
descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no
necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.
Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué
pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al
decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma
conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la
volverá a hallar [77] .
Hemos sacado la carta que gana, el primer premio.
Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra
alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de
oración. Hemos de rogar al Señor -a través de su Madre y Madre nuestra- que
nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque
sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar
nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores.
[30]
Lc V, 4.
[31] Lc V, 8.
[32] S. Agustín, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923).
[33] Lc XIX, 14.
[34]
Dt XXX, 15-16. 19.
[35] Mt XIX, 21.
[36] MT XIX, 22.
[37] Lc I, 38.
[38] Hebr X, 7.
[39] Cfr. Lc XXII, 44.
[40] Is LIII, 7.
[41] Ioh X, 17-18.
[42] Ioh VIII, 32.
[43] Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034-1035).
[44] Cfr. Gal IV, 31.
[45] Cfr. Ioh XIV, 6.
[46] Cfr. Act IX, 6.
[47] Mt XXII, 37.
[48] Rom VIII, 21.
[49] S. Máximo Confesor, Capita de charitate, 2, 32 (PG 90, 995).
[50] S. Tomás de Aquino, Super Epistolas S. Pauli lectura. Ad
Romanos, cap. II, lect. III, 217 (ed. Marietti, Torino, 1953).
[51] Orígenes, Contra Celsum, 8, 36 (PG 11, 1571).
[52]
Mt IV, 10.
[53] Cfr. Mt XI, 30.
[54] Ps II, 3.
[55] Iudae, 12.
[56] Cfr. Mt XXV, 18.
[57] Ps XLII, 4.
[58] Cfr. Ps CII, 5.
[59] Cfr. Mt XI, 29-30.
[60] Dt VI, 5.
[61] León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20
(1888), 606.
[62] Símbolo Quicumque.
[63] S. Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 133).
[64] S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).
[65] S. Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Ioannis lectura, cap. VIII,
lect. IV, 1204 (ed. Marietti, Torino, 1952).
[66] Gal IV, 31.
[67] Cfr. Gal IV, 31.
[68] Ioh VIII, 36.
[69]
Cfr. Rom VIII, 39.
[70] S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, a. 1.
[71]
S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).
[72] Lc XIV, 23.
[73] S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7 (PL 35, 1610).
[74] S. Tomás de Aquino, Ibidem.
[75]
Cfr. Mt VII, 6.
[76] Cfr. Is I, 17.
[77] Mt X, 39.
3. EL TESORO DEL
TIEMPO
Homilía pronunciada el 9-I-1956
38.
Cuando me dirijo a vosotros, cuando
conversamos todos juntos con Dios Nuestro Señor, sigo en alta voz mi oración
personal: me gusta recordarlo muy a menudo. Y vosotros habéis de esforzaros
también en alimentar vuestra oración dentro de vuestras almas, aun cuando por
cualquier circunstancia, como la de hoy por ejemplo, nos veamos precisados a
tratar de un tema que no parece, a primera vista, muy a propósito para un
diálogo de amor, que eso es nuestro coloquio con el Señor. Digo a primera
vista, porque todo lo que nos ocurre, todo lo que sucede a nuestro lado puede y
debe ser tema de nuestra meditación.
Tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se
marcha. No voy a repetir la conocida afirmación de que un año más es un año
menos... Tampoco os sugiero que preguntéis por ahí qué piensan del
transcurrir de los días, ya que probablemente -si lo hicierais- escucharíais
alguna respuesta de este estilo: juventud, divino tesoro, que te vas para no
volver... Aunque no excluyo que oyerais otra consideración con más sentido
sobrenatural.
Tampoco quiero detenerme en el punto concreto de la
brevedad de la vida, con acentos de nostalgia. A los cristianos, la fugacidad
del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo, de ninguna
manera a temer a Nuestro Señor, y mucho menos a mirar la muerte como un final
desastroso. Un año que termina -se ha dicho de mil modos, más o menos
poéticos-, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos
acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria.
Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella
exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est! [78] ,
¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para
un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un
reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser
leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para
desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese
tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del
mundo que Dios confía a cada uno.
39.
Abramos el Evangelio de San Mateo, en el capítulo
veinticinco: el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que,
tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa. De estas
vírgenes, cinco eran necias y cinco prudentes [79] . El evangelista cuenta que
las prudentes han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del
aceite necesario, y están listas, cuando les avisan: ¡eh, que es la hora!,
mirad que viene el esposo, salidle al encuentro [80] : avivan sus lámparas y
acuden con gozo a recibirlo.
Llegará aquel día, que será el último y que no nos
causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde
este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a
acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos
espera la gran fiesta del Cielo. Somos nosotros, hermanos queridísimos, los que
intervenimos en las bodas del Verbo. Nosotros, que tenemos ya fe en la Iglesia,
que nos alimentamos con la Sagrada Escritura, que gozamos porque la Iglesia
está unida a Dios. Pensad ahora, os ruego, si habéis venido a estas bodas con
el traje nupcial: examinad atentamente vuestros pensamientos [81] . Yo os
aseguro a vosotros -y me aseguro a mí mismo- que ese traje de bodas estará
tejido con el amor de Dios, que habremos sabido recoger hasta en las más
pequeñas tareas. Porque es de enamorados cuidar los detalles, incluso en las
acciones aparentemente sin importancia.
40.
Pero sigamos el hilo de la parábola. Y las fatuas,
¿qué hacen? A partir de entonces, ya dedican su empeño a disponerse a esperar
al Esposo: van a comprar el aceite. Pero se han decidido tarde y, mientras iban,
vino el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas, y se
cerró la puerta. Al cabo llegaron también las otras vírgenes, clamando:
¡Señor, Señor, ábrenos! [82] . No es que hayan permanecido inactivas: han
intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: no os
conozco [83] . No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y
se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite.
Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían
encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.
Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no
encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos
atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las
obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de
rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la
serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos
entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me
podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces
son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz.
41.
Desde la primera hora
El reino de los cielos se parece a un padre de familia,
que al romper el día salió a alquilar jornaleros para su viña [84] . Ya
conocéis el relato: aquel hombre vuelve en diferentes ocasiones a la plaza para
contratar trabajadores: unos fueron llamados al comenzar la aurora; otros, muy
cercana la noche.
Todos reciben un denario: el salario que te había
prometido, es decir, mi imagen y semejanza. En el denario está incisa la imagen
del Rey [85] . Esta es la misericordia de Dios, que llama a cada uno de acuerdo
con sus circunstancias personales, porque quiere que todos los hombres se salven
[86] . Pero nosotros hemos nacido cristianos, hemos sido educados en la fe,
hemos recibido, muy clara, la elección del Señor. Esta es la realidad.
Entonces, cuando os sentís invitados a corresponder, aunque sea a última hora,
¿podréis continuar en la plaza pública, tomando el sol como muchos de
aquellos obreros, porque les sobraba el tiempo?
No nos debe sobrar el tiempo, ni un segundo: y no
exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han
oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros.
Si te sobra tiempo, recapacita un poco: es muy posible que vivas metido en la
tibieza; o que, sobrenaturalmente hablando, seas un tullido. No te mueves,
estás parado, estéril, sin desarrollar todo el bien que deberías comunicar a
los que se encuentran a tu lado, en tu ambiente, en tu trabajo, en tu familia.
42.
Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme?
No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge [87] . Todo el
espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad.
Desde los primerísimos comienzos del Opus Dei he manifestado mi gran empeño en
repetir sin descanso, para las almas generosas que se decidan a traducirlo en
obras, aquel grito de Cristo: en esto conocerán todos que sois mis discípulos,
si os amáis los unos a los otros [88] . Nos conocerán precisamente en eso,
porque la caridad es el punto de arranque de cualquier actividad de un
cristiano.
El, que es la misma pureza, no asegura que conocerán a
sus discípulos por la limpieza de su vida. El, que es la sobriedad, que ni
siquiera dispone de una piedra donde reclinar su cabeza [89] , que pasó tantos
días en ayuno y retiro [90] , no manifiesta a los Apóstoles: os conocerán
como escogidos míos porque no sois comilones ni bebedores.
La vida limpia de Cristo era -como ha sido y será en
todas las épocas- un bofetón para aquella sociedad de entonces, como ahora con
frecuencia tan podrida. Su sobriedad, otro latigazo para los que estaban de
banquete continuo, provocando el vómito después de comer para poder seguir
comiendo, cumpliendo a la letra las palabras de Saulo: convierten su vientre en
un dios [91] .
43.
La humildad del Señor era otro golpe, para aquel modo
de consumir la vida ocupados sólo de sí mismos. Estando en Roma, he comentado
repetidas veces, y quizá me lo habéis oído decir, que por debajo de esos
arcos, hoy en ruinas, desfilaban triunfadores, vanos, engreídos, llenos de
soberbia, los emperadores y sus generales vencedores. Y, al atravesar esos
monumentos, quizá bajaban la cabeza por temor a golpear el arco grandioso con
la majestad de sus frentes. Sin embargo, Cristo, humilde, no precisa tampoco:
conocerán que sois mis discípulos en que sois humildes y modestos.
Querría haceros notar que, después de veinte siglos,
todavía aparece con toda la fuerza de la novedad el Mandato del Maestro, que es
como la carta de presentación del verdadero hijo de Dios. A lo largo de mi vida
sacerdotal, he predicado con muchísima frecuencia que, desgraciadamente para
tantos, sigue siendo nuevo, porque nunca o casi nunca se han esforzado en
practicarlo: es triste, pero es así. Y está muy claro que la afirmación del
Mesías resalta de modo terminante: en esto os conocerán, ¡en que os amáis
los unos a los otros! Por eso, siento la necesidad de recordar constantemente
esas palabras del Señor. San Pablo añade: llevad los unos las cargas de los
otros, y así cumpliréis la ley de Cristo [92] . Ratos perdidos, quizá con la
falsa excusa de que te sobra tiempo... ¡Si hay tantos hermanos, amigos tuyos,
sobrecargados de trabajo! Con delicadeza, con cortesía, con la sonrisa en los
labios, ayúdales de tal manera que resulte casi imposible que lo noten; y que
ni se puedan mostrar agradecidos, porque la discreta finura de tu caridad ha
hecho que pasara inadvertida.
No les había quedado un instante libre, argumentarían
aquellas pobres, que van con las lámparas vacías. Les sobra la mayor parte del
día a los obreros de la plaza, porque no se sienten obligados a prestar
servicio, aunque la búsqueda del Señor es continua, es urgente, desde la
primera hora. Aceptémosla, respondiendo que sí: y aguantemos por amor -que no
es aguantar- el peso del día y del calor [93] .
44.
Rendir para Dios
Consideremos ahora la parábola de aquel hombre que,
yéndose a lejanas tierras, convocó a sus criados y les entregó sus bienes
[94] . A cada uno le confía una cantidad distinta, para que la administre en su
ausencia. me parece muy oportuno fijarnos en la conducta del que aceptó un
talento: se comporta de un modo que en mi tierra se llama cuquería. Piensa,
discurre con aquel cerebro de poca altura y decide: fue e hizo un hoyo en la
tierra y escondió el dinero de su señor [95] .
¿Qué ocupación escogerá después este hombre, si ha
abandonado el instrumento de trabajo? Ha decidido irresponsablemente optar por
la comodidad de devolver sólo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los
minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años, ¡la vida! Los demás se
afanan, negocian, se preocupan noblemente por restituir más de lo que han
recibido: el legítimo fruto, porque la recomendación ha sido muy concreta:
negotiamini dum venio [96] ; encargaos de esta labor para obtener ganancia,
hasta que el dueño vuelva. Este no; éste inutiliza su existencia.
45.
¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de
matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! No caben las excusas, para justificar
esa actuación. Ninguno diga: dispongo sólo de un talento, no puedo lograr
nada. También con un solo talento puedes obrar de modo meritorio [97] . ¡Qué
tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas
o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y
a la sociedad!
Cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se
coloca en peligro de matar su Cielo: cuando por egoísmo se retrae, se esconde,
se despreocupa. El que ama a Dios, no sólo entrega lo que tiene, lo que es, al
servicio de Cristo: se da él mismo. No ve -con mirada rastrera- su yo en la
salud, en el nombre, en la carrera.
46.
Mío, mío, mío..., piensan, dicen y hacen muchos.
¡Qué cosa más molesta! Comenta San Jerónimo que verdaderamente, lo que está
escrito: para buscar excusas a los pecados (Ps CXL, 4), se realiza en esta gente
que, al pecado de soberbia, añade la pereza y la negligencia [98] .
Es la soberbia la que conjuga continuamente ese mío,
mío, mío... Un vicio que convierte al hombre en criatura estéril, que anula
las ansias de trabajar por Dios, que le lleva a desaprovechar el tiempo. No
pierdas tu eficacia, aniquila en cambio tu egoísmo. ¿Tu vida para ti? Tu vida
para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra
ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio
sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que
los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y
poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir
buen fruto.
Dios nos concede quizá un año más para servirle. No
pienses en cinco, ni en dos. Fíjate sólo en éste: en uno, en el que hemos
comenzado: ¡a entregarlo, a no enterrarlo! Esta ha de ser nuestra
determinación.
47.
Al pie de la viña
Erase un padre de familias, que plantó una viña, y la
cercó de vallado, y cavando, hizo allí un lagar, edificó una torre, la
arrendó después a ciertos labradores, y se ausentó a un país lejano [99] .
Querría que meditáramos las enseñanzas de esta
parábola, desde el punto de vista que nos interesa ahora. La tradición ha
visto, en este relato, una imagen del destino del pueblo elegido por Dios; y nos
ha señalado principalmente cómo, a tanto amor por parte del Señor,
correspondemos los hombres con infidelidad, con falta de agradecimiento.
Concretamente pretendo detenerme en ese se ausentó a
un país lejano. Enseguida llego a la conclusión de que los cristianos no
debemos abandonar esta viña, en la que nos ha metido el Señor. Hemos de
emplear nuestras fuerzas en esa labor, dentro de la cerca, trabajando en el
lagar y, acabada la faena diaria, descansando en la torre. Si nos dejáramos
arrastrar por la comodidad, sería como contestar a Cristo: ¡eh!, que mis años
son para mí, no para Ti. No deseo decidirme a cuidar tu viña.
48.
El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las
potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un
obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que El nos ha colocado, para
colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás. Este es nuestro sitio:
dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente con El,
ayudándole en su labor redentora [100] .
Dejadme que insista: ¿tu tiempo para ti? ¡Tu tiempo
para Dios! Puede ser que, por la misericordia del Señor, ese egoísmo no haya
entrado en tu alma de momento. Te hablo, por si alguna vez sientes que tu
corazón vacila en la fe de Cristo. Entonces te pido -te pide Dios- fidelidad en
tu empeño, dominar la soberbia, sujetar la imaginación, no permitirte la
ligereza de irte lejos, no desertar.
Les sobraba toda la jornada, a aquellos jornaleros que
estaban en medio de la plaza; quería matar las horas, el que escondió el
talento en el suelo; se va a otra parte, el que debía ocuparse de la viña.
Todos coinciden en una insensibilidad, ante la gran tarea que a cada uno de los
cristianos ha sido encomendada por el Maestro: la de considerarnos y la de
portarnos como instrumentos suyos, para corredimir con El; la de consumir
nuestra vida entera, en ese sacrificio gozoso de entregarnos por el bien de las
almas.
49.
La higuera estéril
También es San Mateo el que nos cuenta que Jesús
volvía de Betania con hambre [101] . A mí me conmueve siempre Cristo, y
particularmente cuando veo que es Hombre verdadero, perfecto, siendo también
perfecto Dios, para enseñarnos a aprovechar hasta nuestra indigencia y nuestras
naturales debilidades personales, con el fin de ofrecernos enteramente -tal como
somos- al Padre, que acepta gustoso ese holocausto.
Tenía hambre. ¡El Hacedor del universo, el Señor de
todas las cosas padece hambre! ¡Señor, te agradezco que -por inspiración
divina- el escritor sagrado haya dejado ese rastro en este pasaje, con un
detalle que me obliga a amarte más, que me anima a desear vivamente la
contemplación de tu Humanidad Santísima! Perfectus Deus, perfectus homo [102]
, perfecto Dios, y perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo.
50.
Jesús había trabajado mucho la víspera y, al
emprender el camino, sintió hambre. Movido por esta necesidad se dirige a
aquella higuera que, allá distante, presenta un follaje espléndido. Nos relata
San Marcos que no era tiempo de higos [103] ; pero Nuestro Señor se acerca a
tomarlos, sabiendo muy bien que en esa estación no los encontraría. Sin
embargo, al comprobar la esterilidad del árbol con aquella apariencia de
fecundidad, con aquella abundancia de hojas, ordena: nunca jamás coma ya nadie
fruto de ti [104] .
¡Es fuerte, sí! ¡Nunca jamás nazca de ti fruto!
¡Cómo se quedarían sus discípulos, más si consideraban que hablaba la
Sabiduría de Dios! Jesús maldice este árbol, porque ha hallado solamente
apariencia de fecundidad, follaje. Así aprendemos que no hay excusa para la
ineficacia. Quizá dicen: no tengo conocimientos suficientes... ¡No hay excusa!
O afirman: es que la enfermedad, es que mi talento no es grande, es que no son
favorables las condiciones, es que el ambiente... ¡No valen tampoco esas
excusas! ¡Ay del que se adorna con la hojarasca de un falso apostolado, del que
ostenta la frondosidad de una aparente vida fecunda, sin intentos sinceros de
lograr fruto! Parece que aprovecha el tiempo, que se mueve, que organiza, que
inventa un modo nuevo de resolver todo... Pero es improductivo. Nadie se
alimentará con sus obras sin jugo sobrenatural.
Pidamos al Señor que seamos almas dispuestas a
trabajar con heroísmo feraz. Porque no faltan en la tierra muchos, en los que,
cuando se acercan las criaturas, descubren sólo hojas: grandes, relucientes,
lustrosas. Sólo follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos miran
con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios. No es posible
olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente y con la
gracia del Señor, a pesar de nuestras miserias.
51.
Os recuerdo de nuevo que nos queda poco tiempo: tempus
breve est [105] , porque es breve la vida sobre la tierra, y que, teniendo
aquellos medios, no necesitamos más que buena voluntad para aprovechar las
ocasiones que Dios nos ha concedido. Desde que Nuestro Señor vino a este mundo,
se inició la era favorable, el día de la salvación [106] , para nosotros y
para todos. Que Nuestro Padre Dios no deba dirigirnos el reproche que ya
manifestó por boca de Jeremías: en el cielo, la cigüeña conoce su estación;
la tórtola, la golondrina y la grulla conocen los plazos de sus migraciones:
pero mi pueblo ignora voluntariamente los juicios de Yavé [107] .
No existen fechas malas o inoportunas: todos los días
son buenos, para servir a Dios. Sólo surgen las malas jornadas cuando el hombre
las malogra con su ausencia de fe, con su pereza, con su desidia que le inclina
a no trabajar con Dios, por Dios. ¡Alabaré al Señor, en cualquier ocasión!
[108] . El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por
nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está
pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta.
Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!
No nos servirá ninguna disculpa. El Señor se ha
prodigado con nosotros: nos ha instruido pacientemente; nos ha explicado sus
preceptos con parábolas, y nos ha insistido sin descanso. Como a Felipe, puede
preguntarnos: hace años que estoy con vosotros, ¿y aún no me habéis
conocido? [109] . Ha llegado el momento de trabajar de verdad, de ocupar todos
los instantes de la jornada, de soportar -gustosamente y con alegría- el peso
del día y del calor [110] .
52.
En las cosas del Padre
Pienso que nos ayudará a terminar mejor estas
reflexiones un pasaje del Evangelio de San Lucas, en el capítulo segundo.
Cristo es un niño. ¡Qué dolor el de su Madre y el de San José, porque -de
vuelta de Jerusalén- no venía entre los parientes y amigos! ¡Y qué alegría
la suya, cuando lo distinguen , ya de lejos, adoctrinando a los maestros de
Israel! Pero mirad las palabras, duras en apariencia, que salen de la boca del
Hijo, al contestar a su Madre: ¿por qué me buscabais? [111] .
¿No era razonable que lo buscaran? Las almas que saben
lo que es perder a Cristo y encontrarle pueden entender esto... ¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al
servicio de mi Padre? [112] . ¿Acaso no sabíais que yo debo dedicar totalmente
mi tiempo a mi Padre celestial?
53.
Este es el fruto de la oración de hoy: que nos
persuadamos de que nuestro caminar en la tierra -en todas las circunstancias y
en todas las temporadas- es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un
trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de
administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios:
sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la
propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la
actividad que parece sólo terrena.
Cuando tenía veintiséis años y percibí en toda su
hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei, le pedí con toda mi
alma ochenta años de gravedad. Le pedía más años a mi Dios -con ingenuidad
de principiante, infantil- para saber utilizar el tiempo, para aprender a
aprovechar cada minuto, en su servicio. El Señor sabe conceder esas riquezas.
Quizá tú y yo llegaremos a poder decir: he entendido más que los ancianos,
porque cumplí tus mandatos [113] . La juventud no ha de equivaler a
despreocupación, como peinar canas no significa necesariamente prudencia y
sabiduría.
Acude conmigo a la Madre de Cristo, Madre Nuestra, que
has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los
hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las
almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche
cariñoso. Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece,
porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos.
[78]
1 Cor VII, 29.
[79] Mt XXV, 1-2.
[80] Mt XXV, 6.
[81] S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 38, 11 (PL 76, 1289).
[82] Mt XXV, 10-11.
[83]
Mt XXV, 12.
[84] Mt XX, 1.
[85] S. Jerónimo, Commentariorum in Matthaeum libri, 3, 20 (PL 26, 147).
[86] 1 Tim II, 4.
[87] 2 Cor V, 14.
[88] Ioh XIII, 35.
[89] Cfr. Mt VIII, 20.
[90] Cfr. Mt IV, 2.
[91] Cfr. Phil III, 19.
[92] Gal VI, 2.
[93] Mt XX, 12.
[94] Mt XXV, 14.
[95] Mt XXV, 18.
[96] Lc XIX, 13.
[97] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 78, 3 (PG 58, 714).
[98] S. Jerónimo, Commentarium in Matthaeum libri, 4, 25 (PL 26, 195).
[99] Mt XXI, 33.
[100] Cfr. Col I, 24.
[101] Cfr. Mt XXI, 18.
[102] Símbolo Quicumque.
[103] Mc XI, 13.
[104] Mc XI, 14.
[105] 1 Cor VII, 29.
[106] 2 Cor VI, 2.
[107]
Ier VIII, 7.
[108] Ps XXXIII, 2.
[109] Ioh XIV, 9.
[110] Mt XX, 12.
[111] Lc II, 49.
[112] Lc II, 49.
[113] Ps CXVIII, 100.
4.
TRABAJO DE DIOS
Homilía pronunciada el 6-II-1960
54.
Comenzar es de muchos; acabar, de
pocos, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como
hijos de Dios. No lo olvidéis: sólo las tareas terminadas con amor, bien
acabadas, merecen aquel aplauso del Señor, que se lee en la Sagrada Escritura:
mejor es el fin de la obra que su principio [114] .
Quizá me habéis oído ya en otras charlas esta
anécdota; de todas formas, me interesa recordárosla de nuevo porque es muy
gráfica, aleccionadora. En una ocasión, buscaba yo en el Ritual Romano la
fórmula para bendecir la última piedra de un edificio, la importante, ya que
recoge, como un símbolo, el trabajo duro, esforzado y perseverante de muchas
personas, durante largos años. Me llevé una sorpresa cuando vi que no
existía; era necesario conformarse con una benedictio ad omnia, con una
bendición genérica. Os confieso que me parecía imposible que se diese esa
laguna, y fui repasando despacio, pero inútilmente, el índice del Ritual.
Muchos cristianos han perdido el convencimiento de que
la integridad de Vida, reclamada por el Señor a sus hijos, exige un auténtico
cuidado en realizar sus propias tareas, que han de santificar, descendiendo
hasta los pormenores más pequeños.
No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las
pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente
también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis
nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de El
[115] . Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y
energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de
Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable.
55.
Si os fijáis, entre las muchas
alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay una que en
cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación, cuajada de
acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la multitud al
presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit [116] , todo lo ha hecho
admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que
a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es
perfectus Deus, perfectus homo [117] , perfecto Dios y hombre perfecto.
Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además una
debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en
Egipto y en Nazaret. Ese tiempo -largo-, del que apenas se habla en el
Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo
considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese
silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones
de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de
oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente -como la nuestra, si
queremos-, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de
artesano, como después ante la muchedumbre todo lo cumplió a la perfección.
56.
El trabajo, participación del poder divino
Desde el comienzo de su creación, el hombre -no me lo
invento yo- ha tenido que trabajar. Basta abrir la Sagrada Biblia por las
primeras páginas, y allí se lee que -antes de que entrara el pecado en la
humanidad y, como consecuencia de esa ofensa, la muerte y las penalidades y
miserias [118] - Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él
y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum
[119] , con el fin de que lo trabajara y lo custodiase.
Hemos de convencernos, por lo tanto, de que el trabajo
es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que
todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan
eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del
pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de
un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros
días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el
sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna [120] : el
hombre nace para trabajar, como las aves para volar [121] .
Me diréis que han pasado muchos siglos y muy pocos
piensan de este modo; que la mayoría, si acaso, se afana por motivos bien
diversos: unos, por dinero; otros, por mantener una familia; otros, por
conseguir una cierta posición social, por desarrollar sus capacidades, por
satisfacer sus desordenadas pasiones, por contribuir al progreso social. Y, en
general, se enfrentan con sus ocupaciones como con una necesidad de la que no
pueden evadirse.
Frente a esa visión chata, egoísta, rastrera, tú y
yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a
los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre
nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña [122] . Os
aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar así nuestras
obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar
la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces.
Quizá en alguna ocasión nos rebelemos -como el hijo mayor que respondió: no
quiero [123] -, pero sabremos reaccionar, arrepentidos, y nos dedicaremos con
mayor esfuerzo al cumplimiento del deber.
57.
Si la sola presencia de una persona
de categoría, digna de consideración, basta para que se porten mejor los que
están delante, ¿cómo es que la presencia de Dios, constante, difundida por
todos los rincones, conocida por nuestras potencias y amada gratamente, no nos
hace siempre mejores en todas nuestras palabras, actividades y sentimientos?
[124] . Verdaderamente, si esta realidad de que Dios nos ve estuviese bien
grabada en nuestras conciencias, y nos diéramos cuenta de que toda nuestra
labor, absolutamente toda -nada hay que escape a su mirada-, se desarrolla en su
presencia, ¡con qué cuidado terminaríamos las cosas o qué distintas serían
nuestras reacciones! Y éste es el secreto de la santidad que vengo predicando
desde hace tantos años: Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos; y a
vosotros y a mí para que, viviendo en medio del mundo -¡siendo personas de la
calle!-, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las
actividades humanas honestas.
Ahora comprenderéis todavía mejor que si alguno de
vosotros no amara el trabajo, ¡el que le corresponde!, si no se sintiera
auténticamente comprometido en una de las nobles ocupaciones terrenas para
santificarla, si careciera de una vocación profesional, no llegaría jamás a
calar en la entraña sobrenatural de la doctrina que expone este sacerdote,
precisamente porque le faltaría una condición indispensable: la de ser un
trabajador.
58.
Os advierto, y no hay presunción de
mi parte, que enseguida me doy cuenta de si esta conversación mía cae en saco
roto o resbala por encima del que me escucha. Dejadme que os abra mi corazón,
para que me ayudéis a dar gracias a Dios. Cuando en 1928 vi lo que el Señor
quería de mí, inmediatamente comencé la labor. En aquellos años -¡gracias,
Dios mío, porque hubo mucho que sufrir y mucho que amar!-, me tomaron por loco;
otros, en un alarde de comprensión, me llamaban soñador, pero soñador de
sueños imposibles. A pesar de los pesares y de mi propia miseria, continué sin
desanimarme; como aquello no era mío, se fue abriendo camino en medio de las
dificultades, y hoy es una realidad extendida por la tierra entera, de polo a
polo, que parece tan natural a la mayoría porque el Señor se ha encargado de
que se reconociera como cosa suya.
Os decía que, apenas cruzo dos palabras con una
persona, me doy cuenta de si me entiende o no. No me pasa como a la clueca que
está cubriendo la nidada, y una mano ajena le endosa un huevo de pata.
Transcurren los días, y sólo cuando los pollitos rompen el cascarón, y ve
corretear aquel pedazo de lana, por sus andares deslavazados -una zanca aquí y
otra allá- advierte que ése no es de los suyos; que no aprenderá nunca a
piar, por más que se empeñe. Nunca he maltratado a nadie que me haya vuelto la
espalda, ni siquiera cuando a mis deseos de ayudar me han pagado con un descaro.
Por eso, allá por el año 1939, me llamó la atención un letrero que encontré
en un edificio, en el que daba un curso de retiro a unos universitarios. Rezaba
así: cada caminante siga su camino; era un consejo aprovechable.
59.
Perdonadme esta digresión y, aunque
no nos hemos apartado del tema, volvamos al hilo conductor. Convenceos de que la
vocación profesional es parte esencial, inseparable, de nuestra condición de
cristianos. El Señor os quiere santos en el lugar donde estáis, en el oficio
que habéis elegido por los motivos que sean: a mí, todos me parecen buenos y
nobles -mientras no se opongan a la ley divina-, y capaces de ser elevados al
plano sobrenatural, es decir, injertados en esa corriente de Amor que define la
vida de un hijo de Dios.
No puedo evitar cierto desasosiego cuando alguno, al
hablar de su trabajo, pone cara de víctima, afirma que le absorbe no sé
cuántas horas al día y en realidad, no desarrolla ni la mitad de la labor de
muchos de sus compañeros de profesión que, al fin y al cabo, quizá sólo se
mueven por criterios egoístas o, al menos, meramente humanos. Todos los que
estamos aquí, manteniendo un diálogo personal con Jesús, desempeñamos una
ocupación bien precisa: médico, abogado, economista... Pensad un poco en los
colegas vuestros que destacan por su prestigio profesional, por su honradez, por
su servicio abnegado: ¿no dedican muchas horas en la jornada -y aun en la
noche- a esa tarea? ¿No tenemos nada que aprender de ellos?
Mientras hablo, yo también examino mi conducta y os
confieso que, al plantearme esta pregunta, siento un poco de vergüenza y el
deseo inmediato de pedir perdón a Dios, pensando en mi respuesta tan débil,
tan lejana de la misión que Dios nos ha confiado en el mundo. Cristo -escribe
un Padre de la Iglesia- nos ha dejado para que fuésemos como lámparas; para
que nos convirtiéramos en maestros de los demás; para que actuásemos como
fermento; para que viviéramos como ángeles entre los hombres, como adultos
entre los niños, como espirituales entre gente solamente racional; para que
fuésemos semilla; para que produjéramos fruto. No sería necesario abrir la
boca, si nuestra vida resplandeciera de esta manera. Sobrarían las palabras, si
mostrásemos las obras. No habría un solo pagano, si nosotros fuéramos
verdaderamente cristianos [125] .
60.
Valor ejemplar de la vida profesional
Hemos de evitar el error de considerar que el
apostolado se reduce al testimonio de unas prácticas piadosas. Tú y yo somos
cristianos, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y
trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo
ejemplar, si de veras queremos santificarnos. Es Jesucristo el que nos apremia:
vosotros sois la luz del mundo: no se puede encubrir una ciudad edificada sobre
un monte, ni se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre
el candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa; brille así vuestra
luz delante de los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos [126] .
El trabajo profesional -sea el que sea- se convierte en
un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a
los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me
escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío -un
buen cristiano-, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su
oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al
Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de
la verdadera espiritualidad para los que -inmersos en las realidades temporales-
estamos decididos a tratar a Dios.
61.
Luchad contra esa excesiva
comprensión que cada uno tiene consigo mismo: ¡exigíos! A veces, pensamos
demasiado en la salud; en el descanso, que no debe faltar, precisamente porque
se necesita para volver al trabajo con renovadas fuerzas. Pero ese descanso -lo
escribí hace ya tantos años- no es no hacer nada: es distraernos en
actividades que exigen menos esfuerzo.
En otras ocasiones, con falsas excusas, somos demasiado
cómodos, nos olvidamos de la bendita responsabilidad que pesa sobre nuestros
hombros, nos conformamos con lo que basta para salir del paso, nos dejamos
arrastrar por razonadas sinrazones para estar mano sobre mano, mientras Satanás
y sus aliados no se toman vacaciones. Escucha con atención, y medita, lo que
escribía San Pablo a los cristianos que eran por oficios siervos: les urgía
para que obedecieran a sus amos, no sirviéndoles solamente cuando tienen los
ojos puestos sobre vosotros, como si no pensaseis más que en complacer a los
hombres, sino como siervos de Cristo, que hacen de corazón la voluntad de Dios;
y servidlos con amor, haciéndoos cargo de que servís al Señor y no a hombres
[127] . ¡Qué buen consejo para que lo sigamos tú y yo!
Vamos a pedir luz a Jesucristo Señor Nuestro, y
rogarle que nos ayude a descubrir, en cada instante, ese sentido divino que
transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre el que se fundamenta
y gira nuestra llamada a la santidad. En el Evangelio encontraréis que Jesús
era conocido como faber, filius Mariae [128] , el obrero, el hijo de María:
pues también nosotros, con orgullo santo, tenemos que demostrar con los hechos
que ¡somos trabajadores!, ¡hombres y mujeres de labor!
Puesto que hemos de comportarnos siempre como enviados
de Dios, debemos tener muy presente que no le servimos con lealtad cuando
abandonamos nuestra tarea; cuando no compartimos con los demás el empeño y la
abnegación en el cumplimiento de los compromisos profesionales; cuando nos
puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos,
inútiles... Porque quien descuida esas obligaciones, en apariencia menos
importantes, difícilmente vencerá en las otras de la vida interior, que
ciertamente son más costosas. Quien es fiel en lo poco, también lo es en lo
mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho [129] .
62.
No estoy hablando de ideales
imaginarios. Me atengo a una realidad muy concreta, de importancia capital,
capaz de cambiar el ambiente más pagano y más hostil a las exigencias divinas,
como sucedió en aquella primera época de la era de nuestra salvación.
Saboread estas palabras de un autor anónimo de esos tiempos, que así resume la
grandeza de nuestra vocación: los cristianos son para el mundo lo que el alma
para el cuerpo. Viven en el mundo, pero no son mundanos, como el alma está en
el cuerpo, pero no es corpórea. Habitan en todos los pueblos, como el alma
está en todas las partes del cuerpo. Actúan por su vida interior sin hacerse
notar, como el alma por su esencia... Viven como peregrinos entre cosas
perecederas en la esperanza de la incorruptibilidad de los cielos, como el alma
inmortal vive ahora en una tienda mortal. Se multiplican de día en día bajo
las persecuciones, como el alma se hermosea mortificándose... Y no es lícito a
los cristianos abandonar su misión en el mundo, como al alma no le está
permitido separarse voluntariamente del cuerpo [130] .
Por tanto, equivocaríamos el camino si nos
desentendiéramos de los afanes temporales: ahí os espera también el Señor;
estad ciertos de que a través de las circunstancias de la vida ordinaria,
ordenadas o permitidas por la Providencia en su sabiduría infinita, los hombres
hemos de acercarnos a Dios. No lograremos ese fin si no tendemos a terminar bien
nuestra tarea; si no perseveramos en el empuje del trabajo comenzado con
ilusión humana y sobrenatural; si no desempeñamos nuestro oficio como el mejor
y si es posible -pienso que si tú verdaderamente quieres, lo será- mejor que
el mejor, porque usaremos todos los medios terrenos honrados y los espirituales
necesarios, para ofrecer a Nuestro Señor una labor primorosa, acabada como una
filigrana, cabal.
63.
Hacer del trabajo oración
Suelo decir con frecuencia que, en estos ratos de
conversación con Jesús, que nos ve y nos escucha desde el Sagrario, no podemos
caer en una oración impersonal; y comento que, para meditar de modo que se
instaure enseguida un diálogo con el Señor -no se precisa el ruido de
palabras-, hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como
somos, sin emboscarnos en la muchedumbre que llena la iglesia, ni diluirnos en
una retahíla de palabrería hueca, que no brota del corazón, sino todo lo más
de una costumbre despojada de contenido.
Pues ahora añado que también el trabajo tuyo debe ser
oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre
del Cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad
profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una
oración sin anonimato. Tampoco estos afanes tuyos pueden caer en la oscuridad
anodina de una tarea rutinaria, impersonal, porque en ese mismo instante habría
muerto el aliciente divino que anima tu quehacer cotidiano.
Vienen ahora a mi memoria mis viajes a los frentes de
batalla durante la guerra civil española. Sin contar con medio humano alguno,
acudía donde se encontraba cualquiera que necesitara de mi labor de sacerdote.
En aquellas circunstancias tan peculiares, que quizá daban pie a muchos para
justificar sus abandonos y descuidos, no me limitaba a sugerir un consejo
simplemente ascético. Me movía entonces la misma preocupación que siento
ahora, y que estoy tratando de que el Señor despierte en cada uno de vosotros:
me interesaba por el bien de sus almas, y también por su alegría aquí en la
tierra; les animaba a que aprovecharan el tiempo con tareas útiles; a que la
guerra no constituyese como una especie de paréntesis cerrado en su vida; les
pedía que no se abandonaran, que hicieran lo posible por no convertir la
trinchera y la garita en una especie de sala de espera de las estaciones de
ferrocarril de entonces, donde la gente mataba el tiempo, aguardando aquellos
trenes que parecía que no iban a llegar nunca...
Les sugería concretamente que se ocuparan en alguna
actividad de provecho -estudiar, aprender idiomas, por ejemplo- compatible con
su servicio de soldados; les aconsejaba que no dejaran nunca de ser hombres de
Dios y que procurasen que toda su conducta fuese operatio Dei, trabajo de Dios.
Y me conmovía al comprobar que esos muchachos, en situaciones nada fáciles,
respondían maravillosamente: se notaba la solidez de su temple interior.
64.
Recuerdo también la temporada de mi
estancia en Burgos, durante esa misma época. Allí acudían tantos, a pasar
unos días conmigo, en los períodos de permiso, aparte de los que permanecían
destacados en los cuarteles de la zona. Como vivienda compartía, con unos pocos
hijos míos, la misma habitación de un destartalado hotel y, careciendo aun de
lo más imprescindible, nos organizábamos de modo que a los que venían -¡eran
cientos!- no les faltara lo necesario para descansar y reponer fuerzas.
Tenía la costumbre de salir de paseo por la orilla del
Arlanzón, mientras conversaba con ellos, mientras oía sus confidencias,
mientras trataba de orientarles con el consejo oportuno que les confirmara o les
abriera horizontes nuevos de vida interior; y siempre, con la ayuda de Dios, les
animaba, les estimulaba, les encendía en su conducta de cristianos. A veces,
nuestras caminatas llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones
nos escapábamos a la Catedral.
Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de
cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor
paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se
veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les
había explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!:
acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas
delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los
ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que
gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles
de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes
ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo
que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor
humana con entrañas y perfiles divinos.
65.
Convencidos de que Dios se encuentra
en todas partes, nosotros cultivamos los campos alabando al Señor, surcamos los
mares y ejercitamos todos los demás oficios nuestros cantando sus misericordias
[131] . De esta manera estamos unidos a Dios en todo momento. Aun cuando os
encontréis aislados, fuera de vuestro ambiente habitual -como aquellos
muchachos en la trinchera-, viviréis metidos en el Señor, a través de ese
trabajo personal y esforzado, continuo, que habréis sabido convertir en
oración, porque lo habréis comenzado y concluido en la presencia de Dios
Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo.
Pero no me olvidéis que estáis también en presencia
de los hombres, y que esperan de vosotros -¡de ti!- un testimonio cristiano.
Por eso, en la ocupación profesional, en lo humano, hemos de obrar de tal
manera que no podamos sentir vergüenza si nos ve trabajar quien nos conoce y
nos ama, ni le demos motivo para que sonroje. Si os conducís de acuerdo con
este espíritu que procuro enseñaros, no abochornaréis a quienes en vosotros
confían, ni os saldrán los colores a la cara; y tampoco os sucederá como a
aquel hombre de la parábola que se propuso edificar una torre: después de
haber echado los cimientos y no pudiendo concluirla, todos los que lo veían
comenzaban a burlarse de él, diciendo: ved ahí un hombre que empezó a
edificar y no pudo rematar [132] .
Os aseguro que, si no me perdéis el punto de mira
sobrenatural, coronaréis vuestra tarea, acabaréis vuestra catedral, hasta
colocar la última piedra.
66.
Possumus! [133] , podemos vencer
también esta batalla, con la ayuda del Señor. Persuadíos de que no resulta
difícil convertir el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo
y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de
las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la
certeza de que El nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese
pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el
quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden,
con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería
abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por
darle gusto a El, a Nuestro Padre Dios! Y quizá sobre tu mesa, o en un lugar
discreto que no llame la atención, pero que a ti te sirva como despertador del
espíritu contemplativo, colocas el crucifijo, que ya es para tu alma y para tu
mente el manual donde aprendes las lecciones de servicio.
Si te decides -sin rarezas, sin abandonar el mundo, en
medio de tus ocupaciones habituales- a entrar por estos caminos de
contemplación, enseguida te sentirás amigo del Maestro, con el divino encargo
de abrir los senderos divinos de la tierra a la humanidad entera. Sí, con esa
labor tuya contribuirás a que se extienda el reinado de Cristo en todos los
continentes. Y se sucederán, una tras otra, las horas de trabajo ofrecidas por
las lejanas naciones que nacen a la fe, por los pueblos de oriente impedidos
bárbaramente de profesar con libertad sus creencias, por los países de antigua
tradición cristiana donde parece que se ha oscurecido la luz del Evangelio y
las almas se debaten en las sombras de la ignorancia... Entonces, ¡qué valor
adquiere esa hora de trabajo!, ese continuar con el mismo empeño un rato más,
unos minutos más, hasta rematar la tarea. Conviertes, de un modo práctico y
sencillo, la contemplación en apostolado, como una necesidad imperiosa del
corazón, que late al unísono con el dulcísimo y misericordioso Corazón de
Jesús, Señor Nuestro.
67.
Hacerlo todo por Amor
¿Y cómo conseguiré -parece que me preguntas- actuar
siempre con ese espíritu, que me lleve a concluir con perfección mi labor
profesional? La respuesta no es mía, viene de San Pablo: trabajad varonilmente
y alentaos más y más: todas vuestras cosas háganse con caridad [134] .
Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis nunca paso al miedo o a la rutina:
servid a Nuestro Padre Dios.
Me gusta mucho repetir -porque lo tengo bien
experimentado- aquellos versos de escaso arte, pero muy gráficos: mi vida es
toda de amor / y, si en amor estoy ducho, / es por fuerza del dolor, / que no
hay amante mejor / que aquel que ha sufrido mucho. Ocúpate de tus deberes
profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás
-precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de
la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano- las
maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semilla de eternidad!
68.
Sucede, sin embargo, que algunos -son
buenos, bondadosos- aseguran de palabra que aspiran a difundir el ideal hermoso
de nuestra fe, pero en la práctica se contentan con una conducta profesional
ligera, descuidada: parecen cabezas de chorlito. Si tropezamos con estos
cristianos de boquilla, hemos de ayudarles con cariño y con claridad; y
recurrir, cuando fuere necesario, a ese remedio evangélico de la corrección
fraterna: si alguno, como hombre que es, cayere desgraciadamente en alguna
falta, al tal instruidle con espíritu de mansedumbre, estando atento con uno
mismo, para no caer en la misma tentación. Llevad los unos las cargas de los
otros y así cumpliréis la ley de Cristo [135] . Y, si sobre su profesión de
católicos se añaden otros motivos: más edad, experiencia o responsabilidad,
entonces, con mayor razón hemos de hablar, hemos de procurar que reaccionen,
para que consigan mayor peso en su vida de trabajo, orientándoles como un buen
padre, como un maestro, sin humillar.
Remueve mucho meditar despacio el comportamiento de San
Pablo: bien sabéis vosotros mismos lo que debéis hacer para imitarnos, por
cuanto no anduvimos desordenadamente entre vosotros ni comimos el pan de balde a
costa de otro, sino con esfuerzo y fatiga, trabajando de noche y de día, por no
seros gravosos a nadie... Así es que cuando estaba entre vosotros os
intimábamos esto: quien no quiera trabajar, que tampoco coma [136] .
69.
Por amor a Dios, por amor a las almas
y por corresponder a nuestra vocación de cristianos, hemos de dar ejemplo. Para
no escandalizar, para no producir ni la sombra de la sospecha de que los hijos
de Dios son flojos o no sirven, para no ser causa de desedificación...,
vosotros habéis de esforzaros en ofrecer con vuestra conducta la medida justa,
el buen talante de un hombre responsable. Tanto el campesino que ara la tierra
mientras alza de continuo su corazón a Dios, como el carpintero, el herrero, el
oficinista, el intelectual -todos los cristianos- han de ser modelo para sus
colegas, sin orgullo, puesto que bien claro queda en nuestras almas el
convencimiento de que únicamente si contamos con El conseguiremos alcanzar la
victoria: nosotros, solos, no podemos ni levantar una paja del suelo [137] . Por
lo tanto, cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de
sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes
la paz y la alegría del Señor. El perfecto cristiano lleva siempre consigo
serenidad y gozo. Serenidad, porque se siente en presencia de Dios; gozo, porque
se ve rodeado de sus dones. Un cristiano así verdaderamente es un personaje
real, un sacerdote santo de Dios [138] .
70.
Para lograr esta meta, hemos de
conducirnos movidos por Amor, nunca como el que soporta el peso de un castigo o
una maldición: todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en
nombre de Nuestro Señor Jesucristo, dando por medio de El gracias a Dios Padre
[139] . Y así terminaremos nuestro quehacer con perfección, llenando el
tiempo, porque seremos instrumentos enamorados de Dios, que advierten toda la
responsabilidad y toda la confianza que el Señor deposita sobre sus hombros, a
pesar de la propia debilidad. En cada una de tus actividades, porque cuentas con
la fortaleza de Dios, has de portarte como quien se mueve exclusivamente por
Amor.
Pero no cerremos los ojos a la realidad,
conformándonos con una visión ingenua, superficial, que nos lleve a la idea de
que nos aguarda un camino fácil, y que bastan para recorrerlo unos propósitos
sinceros y unos deseos ardientes de servir a Dios. No lo dudéis: a lo largo de
los años, se presentarán -quizá antes de lo que pensamos- situaciones
particularmente costosas, que exigirán mucho espíritu de sacrificio y un mayor
olvido de sí mismo. Fomenta entonces la virtud de la esperanza y, con audacia,
haz tuyo el grito del Apóstol: en verdad, yo estoy persuadido de que los
sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera
que se ha de manifestar en nosotros [140] ; medita con seguridad y con paz:
¡qué será el Amor infinito de Dios vertido sobre esta pobre criatura! Ha
llegado la hora, en medio de tus ocupaciones ordinarias, de ejercitar la fe, de
despertar la esperanza, de avivar el amor; es decir, de activar las tres
virtudes teologales, que nos impulsan a desterrar enseguida, sin disimulos, sin
tapujos, sin rodeos, los equívocos en nuestra conducta profesional y en nuestra
vida interior.
71.
Amados hermanos míos -de nuevo, la
voz de San Pablo-, estad firmes y constantes, trabajando siempre más y más en
la obra del Señor, pues que sabéis que vuestro trabajo no quedará sin
recompensa delante de Dios [141] . ¿Veis? Es toda una trama de virtudes la que
se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de
santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las
naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza,
para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la
justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la
familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que
conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por
Amor, con el sentido vivo e inmediato de la responsabilidad del fruto de nuestro
trabajo y de su alcance apostólico.
Obras son amores, y no buenas razones, reza el refrán
popular, y pienso que es innecesario añadir nada más.
Señor, concédenos tu gracia. Abrenos la puerta del
taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu
Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José -a quien tanto quiero y
venero-, dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros
pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor cotidiana, que
Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor.
[114]
Eccli VII, 9.
[115] Lev XXII, 20.
[116] Mc VII, 37.
[117] Símbolo Quicumque.
[118]
Cfr. Rom V, 12.
[119] Gen II, 15.
[120] Ioh IV, 36.
[121] Job V, 7.
[122] Mt XXI, 28.
[123] Mt XXI, 29.
[124]
Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 7 (PG 9, 450-451).
[125]
S. Juan Crisóstomo, In Epistolam I ad Timotheum homiliae, 10, 3 (PG 62, 551).
[126] Mt V, 14-16.
[127] Eph VI, 6-7.
[128] Mc VI, 3.
[129] Lc XVI, 10.
[130] Epistola ad Diognetum, 6 (PG 2, 1175).
[131]
Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 7 (PG 9, 451).
[132] Lc XIV, 29-30.
[133]
Mt XX, 22.
[134] 1 Cor XVI, 13-14.
[135] Gal VI, 1-2.
[136] 2 Thes III, 7-10.
[137] Cfr. Ioh XV, 5.
[138]
Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 7 (PG 9, 451).
[139] Col III, 17.
[140]
Rom VIII, 18.
[141] 1 Cor XV, 58.