CONTRATO SOCIAL DE ROUSSEAU

a) Contrato Social, 1ª parte
b) Contrato Social, 2ª parte
c) Contrato Social, 3ª parte
d) Contrato Social, 4ª parte
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CONTRATO SOCIAL, 1ª PARTE

 

a) Asunto de este primer libro

El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. El mismo que se considera señor de los demás no por esto deja de ser menos esclavo que los demás. ¿Cómo ha tenido efecto esta transformación? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarla? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no considero más que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras un pueblo se vea forzado a obedecer, hará bien en obedecer; pero tan pronto como pueda sacudir el yugo, si lo sacude, obrará mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, prueba que tiene derecho a disfrutar de ella. De lo contrario, no fue jamás digno de poseerla. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. De lo que se trata, pues, es de saber qué convenciones son éstas. Más antes de llegar a este punto, será menester que fundamente lo que acabo de enunciar.

b) Primeras sociedades

La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aun en esta sociedad los hijos sólo permanecen unidos a su padre el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía a los hijos, recobran ambos su independencia. Si continúan unidos, ya no es por naturaleza, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.

Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación, sus principales cuidados son los que se debe a sí mismo; y después que adquiere uso de razón, siendo él sólo el juez de los medios propios para conservarse, llega a ser por este motivo su propio dueño.

Es, pues, la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos iguales y libres, sólo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que, en una familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados que prodiga a sus hijos, en tanto que en el Estado el placer de mandar suple el amor que el jefe no siente por sus gobernados.

Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados, y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que más constantemente usa, consiste en establecer el derecho por el hecho. Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable a los tiranos.

Resulta dudoso pues, según Grocio, saber si el género humano pertenece a un centenar de hombres, o si este centenar de hombres pertenecen al género humano. Según se deduce de todo su libro, él se inclina a lo primero. Del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos al género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe que le guarda para devorarle.

Así como un pastor de ganado es de una naturaleza superior a la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior a la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filón, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, o que los pueblos se componían de bestias.

Este argumento de Calígula se condice con el de Hobbes y con el de Grocio. Antes de ellos, Aristóteles había dicho que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para ser esclavos y los otros para la dominarlos.

No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada más cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad. Luego, sólo hay esclavos por naturaleza, porque los ha habido contrariando sus leyes. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.

Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga a bien esta moderación; pues descendiendo directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, ¿quién sabe si, hecha la comprobación de los títulos, no resultaría yo legítimo rey del género humano? Sea como fuere, hay que convenir que Adán fue soberano del mundo mientras que le habitó sólo, como Robinson de su isla; y lo que tenia de cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no tenía que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.

c) Derecho del más fuerte

El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá, no obstante, quien nos explique qué significa esta palabra? La fuerza no es más que un poder físico; y no sé concebir qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; cuando más es un acto de prudencia. ¿En qué sentido, pues, se considerará como derecho?

Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que sólo resultará de él un galimatías inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto cambiará cuando cambie su causa: cualquiera fuerza que supere a la anterior modificará el derecho de ésta. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede hacerlo legítimamente: y teniendo siempre razón el más fuerte, sólo se trata de procurar llegar a serlo. Según esto, ¿en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa? Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando a uno no le pueden forzar a obedecer, ya no está obligado a hacerlo. Se ve pues que esta palabra derecho nada añade a la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.

Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil. Garantizo que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, es verdad; pero también vienen de él las enfermedades. ¿Se dirá por esto que está prohibido llamar al médico? Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no sólo le dé por fuerza mi bolsa, sino que, aun pudiendo ocultarla y quedarme con ella, estoy obligado en conciencia a dársela? Al fin y al cabo, la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.

Convengamos, pues, en que la fuerza no constituye un derecho, y en que sólo hay obligación de obedecer a los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre a mi primera cuestión.

d) Esclavitud

Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones para servir de base a toda autoridad legítima entre los hombres.

Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un amo, ¿por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar su libertad y hacerse súbdito de un rey? Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos a la palabra enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da a éste; se vende, cuando menos, por su subsistencia. Pero ¿con qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Lejos de procurar la subsistencia a sus súbditos, el rey saca la suya de ellos, y según Rebeláis no es poco lo que un rey necesita para vivir. ¿Será que los súbditos ceden su persona a condición de que se les quiten también sus bienes? ¿Qué les quedará después para conservar?

Se me dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; pero ¿qué ganan los súbditos en esto si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de éste, si las vejaciones de su ministerio, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados a sus disensos internos? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos; ¿basta esto para hacerlos agradables? Los griegos encerrados en la caverna del Cíclope vivían tranquilos aguardando que les llegara el turno para ser devorados.

Decir que un hombre se entrega gratuitamente, es decir un absurdo incomprensible. Un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el sólo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos y la locura no constituye derecho.

Aun cuando el hombre pudiese enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos. Éstos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tengan por fin la conservación y bienestar de los mismos. Pero no puede cederlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria a los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego, para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, sería preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de aceptarlo o de desecharlo a su antojo; pero, entonces, ese gobierno ya dejaría de ser arbitrario.

Renunciar a la libertad es renunciar a la condición de hombre, a los derechos de la humanidad y a sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase de libertad a su voluntad, es quitar toda moralidad a sus acciones. Por último es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin límites. ¿No es evidente que a nada se esté obligado frente a aquél de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin reciprocidad, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Porque, ¿qué derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo que todo lo que él tiene me pertenece? Siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido.

Grocio y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho a la esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede éste rescatar su vida a costa de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que resulta útil a ambos.

Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo proviene del Estado de guerra. Desde el momento en que los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relación suficientemente continua como para constituir ni el Estado de paz, ni el Estado de guerra; por la misma razón no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y este Estado no puede nacer de simples relaciones personales sino de relaciones reales. La guerra de particulares, o de hombre a hombre, no puede existir, ni en el Estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el Estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.

Los combates particulares, los desafíos, las luchas, son actos que no constituyen un Estado: y en cuanto a las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.

Luego la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de Estado a Estado, en la cual los particulares son enemigos sólo accidentalmente, no como hombres ni como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. Por último, un Estado sólo puede tener por enemigo a otro Estado, y no a los hombres, en atención a que no puede establecerse ninguna verdadera relación entre cosas de naturaleza distinta.

No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia a las potencias, como a sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata o apresa a un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un criminal. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en el país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares. Respeta unos derechos sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el objetivo de la guerra la destrucción del Estado enemigo, existe el derecho de matar a sus defensores mientras tengan las armas en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo a ser solamente hombres. Cesa, pues, entonces el derecho a quitarles la vida. A veces se puede acabar con un Estado sin matar a uno sólo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para sus fines. Estos principios no son los de Grocio, ni se apoyan en la autoridad de los poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.

En cuanto al derecho de conquista, no tiene más fundamento que el derecho del más fuerte. Si la guerra no otorga al vencedor el derecho a degollar los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho a matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo. Luego, el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle. Por lo tanto, es un cambio inicuo hacerle comprar a costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, ¿no es caer en un círculo vicioso?

Aun suponiendo el terrible derecho de matar indiscriminadamente, un hombre hecho esclavo en la guerra o un pueblo conquistado, sólo está obligado a obedecer a su señor mientras éste pueda obligarlo a ello por la fuerza. Tomando el equivalente de su vida, el vencedor no le ha concedido ninguna gracia. En vez de matarle sin ningún provecho, le ha matado provechosamente. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida a la fuerza, el Estado de guerra subsiste entre los dos igual que antes. La relación misma que hay entre los dos es un efecto de este Estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de eliminar el Estado de guerra, supone la continuación de la misma.

Así pues, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es nulo, no sólo porque es ilegítimo, si que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre a hombre, bien sea de hombre a pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: “Celebro contigo un contrato en el cual todos los deberes están a tu cargo y todos los beneficios están a mi favor; contrato, que respetaré mientras se me dé la gana y que tú observarás mientras se me dé la gana”.

e) Vuelta a la convención primitiva

Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso progresarían más los fautores del despotismo. Siempre habrá una diferencia, no pequeña, entre sujetar a una muchedumbre y gobernar a una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente a uno sólo; por numerosos que sean, solamente veo en ellos a un dueño y a sus esclavos, y no a un pueblo y a su jefe. Será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay allí bien público ni cuerpo político. Por más que este hombre sujete a la mitad del mundo, nunca pasa de ser un particular; su interés, separado del de los demás, siempre es un interés privado. Si llega a perecer, su imperio queda después de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, a la manera en que una encina se deshace y se reduce a un montón de cenizas después que el fuego la ha consumido.

Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey. Luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse a un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública. Por lo tanto, antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige un rey, sería conveniente examinar el acto por el cual un pueblo es pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, constituye el verdadero fundamento de la sociedad.

En efecto, si no existiese una convención anterior, ¿por qué motivo, a menos de ser la elección unánime, tendría obligación la minoría de sujetarse al elegido por la mayoría? Y ¿por qué razón cien que quieren tener un señor, poseen el derecho de votar por diez que no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone la unanimidad, por lo menos una vez.

f) Pacto social

Supongamos que los hombres hayan llegado a un punto tal, que los obstáculos que impiden su conservación en el Estado natural, superan a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este Estado. En un caso así, el Estado primitivo no puede durar más tiempo, y el género humano perecería si no cambia su modo de existir.

Mas como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, sólo les queda un medio para conservarse, y consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un sólo móvil y hacerlas obrar convergentemente.

Esta suma de fuerzas sólo puede nacer del concurso de muchas separadas. Pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe a sí mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede expresase en estos términos: “Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger, con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada uno de los asociados, pero de modo tal que cada uno de éstos, en unión con todos, sólo obedezca a sí mismo, y quede tan libre como antes”. Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el Contrato Social.

Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte, que la menor modificación las haría vanas y de ningún efecto, de modo que aun cuando quizás nunca han sido expresadas formalmente, en todas partes son las mismas, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la cual había renunciado a la primera.

Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a favor de la comunidad; porque en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos; y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Además de esto, haciendo cada cual la enajenación sin reservas, la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar. Si quedasen algunos derechos a los particulares, como no existiría ninguna instancia superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, al ser cada uno su propio juez en algún punto bien pronto pretendería serlo en todos los puntos. Con lo cual subsistiría el Estado natural y la asociación llegaría necesariamente a ser, o bien tiránica, o bien inútil.

En fin, dándose cada individuo a todos, cada uno no se da a nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno cede, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que se pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que se tiene.

Si quitamos pues del pacto social lo que no es de su esencia, veremos que se reduce a estos términos: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y cada miembro es considerado como parte indivisible del todo.

Este mismo acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante en un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; cuyo cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, que se constituye como producto de la unión de todas las otras, recibía antiguamente el nombre de Civitas, y ahora el de República o de Cuerpo Político, denominándosela Estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia cuando es comparada con sus semejantes. En cuanto a los asociados, éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y en particular se llaman ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, por estar sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden a menudo y se toma el uno por el otro. Basta que sepamos distinguirlos cuando se usan en toda su precisión.

g) El soberano

Por esta fórmula se ve que el acto de asociación encierra una obligación recíproca del público para con los particulares, y que cada individuo, contratando por decirlo así consigo mismo, está obligado bajo dos aspectos, a saber: como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del Estado hacia el soberano. Pero no puede tener aquí aplicación la máxima del derecho civil de que nadie está obligado a cumplir lo que se ha prometido a sí mismo; pues hay mucha diferencia entre obligarse uno consigo mismo y obligarse con un todo del cual se forma parte.

También debe advertirse que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos hacia el soberano, a causa de los diversos aspectos bajo los cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al soberano para consigo mismo, y que por consiguiente es contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No pudiendo ser considerado sino bajo una sola y única relación, el soberano está en el caso de un particular que contrata consigo mismo. Por lo tanto, se ve claramente que no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. Esto no quiere decir que semejante cuerpo político no se pueda obligar hacia otro diferente en aquellas cosas que no derogan el contrato; pues, respecto del extranjero, no es más que un ser simple, un individuo.

Pero el cuerpo político o el soberano, puesto que reciben su existencia de la legitimidad del contrato, jamás pueden obligarse, ni aun respecto de otros, a cosa alguna que derogue este primitivo acto, como sería enajenar alguna porción de sí mismo, o someterse a otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe seria anularse; y lo que no es nada no produce ningún efecto.

Desde el instante en que esta muchedumbre se halla reunida en un cuerpo, no es posible agraviar a uno de sus miembros sin atacar al cuerpo entero, ni mucho menos agraviar a éste sin que los miembros se resientan. De este modo el deber y el interés obligan por igual a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los hombres mismos deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que produce.

         Componiéndose pues el soberano de particulares, no tiene ni puede tener algún interés contrario al de éstos. Por consiguiente, el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros, y más adelante veremos que tampoco puede dañar a nadie en particular. El soberano, por la sola razón de serlo, es siempre todo lo que debe ser.

Pero no puede decirse lo mismo de los súbditos respecto del soberano, a quien, a pesar del interés común, no podría cumplir con sus compromisos si no encontrase los medios de estar seguro de su fidelidad.

En efecto, como hombre, cada individuo puede tener una voluntad particular contraria o diferente de la voluntad general que tiene como ciudadano. Su interés particular puede ser muy opuesto al interés común; su existencia aislada y naturalmente independiente puede hacerle mirar lo que debe a la causa pública como una contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los demás de lo que a él le cuesta su prestación. Y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ente de razón, por cuanto el Estado no es un ser humano, el individuo disfrutaría así de los derechos de ciudadano sin cumplir con los deberes de súbdito; una injusticia, que si progresase, causaría la ruina del cuerpo político.

A fin pues de que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente la obligación -obligación que por sí sola puede dar fuerza a los demás compromisos- de que al que rehúse obedecer a la voluntad general, se le obligará a ello por todo el cuerpo. Lo cual no significa sino que se le obligará a ser libre; pues ésta y no otra es la condición por la cual, entregándose cada ciudadano a su patria, se libra de toda dependencia personal; condición que produce el artificio y el juego del mecanismo político, y que es la única que legitima las obligaciones civiles; las cuales sin esto, serían absurdas, tiránicas y sujetas a los más enormes abusos.

h) Estado civil

Este tránsito del Estado natural al Estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta al instinto por la justicia y dando a sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Sólo entonces es cuando, sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquel momento sólo se mirara a sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar con su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en este Estado se halle privado de muchas ventajas que le da la naturaleza, adquiere por otro lado algunas tan grandes -sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se ensanchan, se ennoblecen sus sentimientos, toda su alma se eleva hasta tal punto-, que si los abusos de esta nueva condición no lo degradasen a menudo haciéndola inferior a aquella en la que antes estaba, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la dejó para siempre para convertirse, de un animal estúpido y limitado que era, en un ser inteligente y un hombre.

Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social, es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que intente y que pueda alcanzar. Lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones se ha de distinguir la libertad natural, que no reconoce más límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil que se halla limitada por la voluntad general; y la posesión, que es sólo el producto de la fuerza -o sea, el derecho del primer ocupante- de la propiedad, que no se puede fundar sino en un título positivo.

Además de todo esto, se podría añadir a la adquisición del Estado civil la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del sólo apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha impuesto es libertad. Pero demasiado he hablado sobre este artículo, y el sentido filosófico de la palabra libertad no pertenece al objeto que me he propuesto.

i) Dominio real

En el mismo momento en que se forma el cuerpo político, cada uno de sus miembros se da a él, tal como en ese instante se encuentra. Da pues al común tanto su persona como todas sus fuerzas, de las cuales son parte los bienes que posee. Esto no quiere decir que por semejante acto la posesión cambie de naturaleza pasando a otras manos y se convierta en propiedad del soberano; sino que, como las fuerzas del cuerpo político son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también de hecho más fuerte y más irrevocable. No por ello es más legítima, al menos respecto de los extranjeros, pues el Estado, respecto de sus miembros, es dueño de todos los bienes de éstos en virtud del contrato social. Este contrato sirve en el Estado de base a todos los derechos pero, respecto de las demás potencias, sólo es dueño por el derecho del primer ocupante que deriva de los particulares.

El derecho del primer ocupante, aunque más real que el del más fuerte, no llega a ser un verdadero derecho sino después de establecido el derecho de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho a todo lo que necesita; pero el acto positivo que le hace propietario de algunos bienes le excluye de todo el resto. Hecha ya su parte, debe limitarse a ella y no le queda ningún derecho contra el común. He aquí por qué el derecho del primer ocupante, tan débil en el Estado natural, es tan respetable para todo hombre civil. Por este derecho se respeta menos lo que es de otros que lo que es de uno mismo.

Generalmente hablando, para autorizar el derecho del primer ocupante sobre un terreno cualquiera, se necesitan las siguientes condiciones: primero, que nadie le habite aun; en segundo lugar, que se ocupe tan sólo la cantidad necesaria para subsistir; y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no por medio de una vana ceremonia, sino con el trabajo y el cultivo, únicos signos de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, deben ser respetados por los demás.

En efecto, concederles a la necesidad y al trabajo el derecho del primer ocupante, ¿no es darle toda la extensión posible? ¿Acaso no se han de poner límites a este derecho? ¿Bastará entrar en un terreno común para considerarse a continuación dueño del mismo? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para arrojar de él por un momento a los demás hombres, para quitarles el derecho de volver allí? ¿Cómo puede un hombre, o un pueblo, apoderarse de una inmensa porción de terreno y privar de ella a todo el género humano sin cometer una usurpación digna de castigo, puesto que quita al resto de los hombres la morada y los alimentos que la naturaleza les ofrece a todos? Cuando Núñez de Balboa desde la costa tomaba posesión del mar del Sur y de toda la América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era esto bastante para desposeer a todos los habitantes y excluir a todos los príncipes del mundo? De este modo tales ceremonias se multiplicaban inútilmente y Su Majestad Católica podía, de un sólo golpe y desde su gabinete, tomar posesión de todo el universo, sin perjuicio de suprimir en seguida de su imperio lo que antes había sido apropiado por los demás príncipes.

Se concibe fácilmente de qué modo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se hacen territorio público; y de qué modo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos al terreno que ocupan, llega a ser a la vez real y personal. Esto pone a los poseedores en mayor dependencia y hasta hace que sus propias fuerzas sean garantes de su fidelidad; ventaja que al parecer no conocieron los antiguos monarcas que, llamándose tan sólo reyes de los Persas, de los Escitas, de los Macedonios, parecía que se consideraban más bien jefes de hombres que dueños del país. Los actuales reyes se llaman con mayor habilidad reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc. Poseyendo por este medio el terreno, están seguros de poseer a sus habitantes.

Lo que hay de singular en esta enajenación es que, aceptando la comunidad los bienes de los particulares, está tan lejos de despojarlos de ellos que aun les asegura su legítima posesión. La usurpación se convierte en un verdadero derecho y el goce en propiedad. Considerados entonces a los poseedores como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados por todos los miembros del Estado, y sostenidos con todas las fuerzas de éste contra el extranjero por una cesión ventajosa para el público y más ventajosa aun para los particulares, han adquirido, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se explica fácilmente distinguiendo los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre una misma cosa, como se verá más adelante.

También puede suceder que los hombres empiecen a juntarse antes de poseer algo, y que apoderándose luego de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común, o se lo repartan entre sí, ya sea igualmente, ya según la proporción que establezca el soberano. Pero de cualquier manera que se haga esta adquisición, siempre el derecho que tiene cada particular sobre sus propios bienes está subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos ellos; sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.

Concluiré este capítulo y este libro con una observación que ha de servir de base a todo el sistema social; y es que, en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental, por el contrario, sustituye la desigualdad física que la naturaleza pudo haber establecido entre los hombres por una igualdad moral y legítima. Los hombres, pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, se hacen iguales por convención y por derecho.

 

 

CONTRATO SOCIAL, 2ª PARTE

 

a) Soberanía inalienable

La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su institución -que es el bien común- pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses es lo que ha hecho posible su existencia. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; pues si no hubiese algún punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podría existir.

Digo según esto, que no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enajenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, sólo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.

         En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular se concilie en algún punto con la voluntad general, resulta imposible que esta conformidad sea duradera y constante; pues, por su naturaleza, la voluntad particular se inclina a los privilegios, y la voluntad general a la igualdad. Más imposible todavía es tener una garantía de esta conformidad. Aun cuando hubiese de durar por siempre, esto no sería un producto del arte sino de la casualidad. Bien puede decir el soberano: “actualmente quiero lo que tal hombre quiere o, al menos, lo que dice querer”; pero no puede decir: “lo que este hombre querrá mañana, yo también lo querré”, pues es muy absurdo que la voluntad se encadene con lo venidero, aparte de que no hay poder que pueda obligar al ser que ejercita su voluntad a admitir o consentir lo contrario a su propio bien. Luego, si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo. Desde el instante en que tiene un dueño, ya no hay soberano y se halla destruido el cuerpo político.

No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse a ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.

b) Soberanía indivisible

Por la misma razón por la cual la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues o la voluntad es general, o no lo es; o es la voluntad de todo el pueblo, o es tan sólo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía y es ley; en el segundo, no es más que una voluntad particular, o un acto de magistratura, y cuando más un decreto.

Pero nuestros políticos, no pudiendo dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto. La dividen en fuerza y en voluntad; en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero. Tan pronto unen todas estas partes, como las separan. Hacen del soberano un ser quimérico, formado de diversas partes reunidas, lo mismo que si formasen un hombre con varios cuerpos, de los cuales el uno tuviese ojos, el otro brazos, el otro pies, y nada más. Se cuenta que los charlatanes del Japón despedazan un niño en presencia de los espectadores, y arrojando después en el aire todos sus miembros el uno después del otro, hacen caer el niño vivo y unido enteramente. Como éstos son, con escasa diferencia los juegos de manos de nuestros políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, unen sus piezas sin que se sepa cómo, por medio de un prestigio digno de una feria.

Proviene este error de no haberse hecho una noción exacta de la autoridad soberana, y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que sólo era una derivación de ella. Por ejemplo, se han mirado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; lo que no es así, pues cada uno de estos actos no es una ley, sino una aplicación de la ley; un acto particular que aplica el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea anexa a esta palabra.

Siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía. Los derechos que consideran como partes de esta soberanía le están del todo subordinados. Suponen siempre la ejecución de voluntades supremas que, por necesidad, han de existir con anterioridad a ellos.

No es fácil decir cuanta oscuridad ha producido en materia de derecho político esta falta de exactitud en las discusiones de los autores cuando han querido juzgar los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos partiendo de los principios que habían establecido. Cualquiera puede ver en los capítulos III y IV del libro primero de Grocio en qué medida este sabio y su traductor Barbeirac se enredan y se embarazan con sus sofismas, por temor a hablar demasiado o por no decir lo suficiente, según sus miras, y por chocar con los intereses que debían conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y con ánimo de hacer la corte a Luis XIII, a quien dedicó el libro, no perdona medio para despojar a los pueblos de todos sus derechos y para revestir con ellos a los reyes con toda la habilidad posible. Lo mismo hubiera querido hacer Barbeirac, que dedicaba su traducción a Jorge I, rey de Inglaterra. Pero desgraciadamente la expulsión de Jacobo II -que él llama abdicación- le obligó a ser reservado, a eludir y a tergiversar, para que no se dedujese de su obra que Guillermo era un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, todas las dificultades hubieran desaparecido y no se les podría tachar de inconsecuentes. Pero hubieran dicho simplemente la verdad sin adular más que al pueblo. La verdad empero no guía a la fortuna, y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones.

c) Equivocaciones de la voluntad general

De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige a la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero a veces no sabemos conocerla. El pueblo no puede ser corrompido, más se le engaña a menudo, y sólo entonces parece querer lo malo.

Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general. La voluntad general sólo mira al interés común; la otra mira al interés privado y no es más que una suma de voluntades particulares. Pero quítense de estas mismas voluntades particulares el más y el menos, que se destruyen mutuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general.

Cuando el pueblo suficientemente informado delibera, si no tuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación sería siempre buena. Pero cuando se forman facciones y asociaciones parciales a expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general respecto de sus miembros, y particular respecto del Estado. Se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones. Las diferencias resultan menores en número y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera a todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única. Ya no hay entonces voluntad general y el parecer que prevalece no es ya más que un parecer particular.

Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado, y que cada ciudadano opine según él sólo piensa. Esta fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Y en el caso de que haya sociedades parciales, conviene multiplicar su número y prevenir su desigualdad, como hicieron Solón, Numa y Servio. Estas son las únicas precauciones capaces de hacer que la voluntad general sea siempre ilustrada, y que el pueblo no se engañe.

d) Límites del poder soberano

Si el Estado no es más que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si su cuidado más importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo más conveniente al todo. Así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos los miembros de su cuerpo, así también el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Este mismo poder, dirigido por la voluntad general, recibe, como he dicho, el nombre de soberanía.

Pero además de la persona pública, hemos de considerar a los particulares que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquella. Se trata, pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y los del soberano; y los deberes que los ciudadanos han de cumplir en calidad de súbditos, del derecho natural de que han de disfrutar en calidad de hombres.

Se admite generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el pacto social, es solamente aquella parte cuyo uso es de importancia para la comunidad; pero es preciso confesar también que sólo el soberano puede juzgar esta importancia.

Tan pronto como el soberano lo exija, el ciudadano tiene el deber de prestar al Estado todos los servicios que puede prestar. Pero el Estado, por su parte, no puede imponer a los súbditos ninguna carga que sea inútil para la comunidad. No puede ni siquiera pretenderlo, pues en el imperio de la razón, del mismo modo que en el imperio de la naturaleza, nada se hace sin motivo.

Las promesas que nos unen al cuerpo social sólo son obligatorias porque son mutuas; y son de tal naturaleza que cumpliéndolas, no podemos trabajar para los demás sin que trabajemos también para nosotros mismos. ¿Por qué razón la voluntad general es siempre recta, y por qué quieren todos constantemente la dicha personal, sino porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por el bien común? Lo que prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que esta igualdad produce, derivan de la preferencia que cada cual se da, y por consiguiente de la naturaleza del hombre. Prueba que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo tanto en su objeto como en su esencia; que debe salir de todos para aplicarse a todos, y que pierde su rectitud natural cuando se orienta hacia algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es ajeno, no tenemos ningún principio de equidad que nos guíe.

En efecto, tan pronto como se trata de un hecho particular sobre un punto que no ha sido determinado por una convención general y anterior, el asunto se hace litigioso, dando lugar a un proceso en el cual los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra, y en el cual no veo ni la ley que se ha de seguir, ni al juez que debe pronunciarse. Sería hasta ridículo querer atenerse entonces a una expresa decisión de la voluntad general, que no puede ser en este caso sino la conclusión de una de las partes, y que por consiguiente, es para la otra parte una voluntad ajena, particular, llevada en este caso hasta la injusticia y sujeta a error. Así pues, de la misma manera en que una voluntad particular no puede representar a la voluntad general; ésta cambia de naturaleza si tiene un objeto particular, y no puede en tal caso fallar ni sobre un hombre, ni sobre un hecho. Cuando, por ejemplo, el pueblo de Atenas nombraba o deponía sus jefes, concedía honores al uno, imponía penas al otro, y por una multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, entonces el pueblo no tenía ya voluntad general propiamente dicha, ya no obraba como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas comunes; pero es preciso darme tiempo para exponer las mías.

De aquí resulta que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos, como el interés común que los une; pues en esta institución cada cual se somete necesariamente a las condiciones que impone a los demás; admirable unión del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad que se desvanece en la discusión de todo asunto particular por la falta de un interés común que una e identifique el juicio del juez con el de la parte.

De cualquier modo que se examine la cuestión, se llega siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad, que todos se obligan bajo las mismas condiciones y deben disfrutar de los mismos derechos. Así es como, según la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía -esto es, todo acto auténtico de la voluntad general- obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos, de modo que el soberano sólo conoce el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la componen. ¿Qué cosa es, pues, con propiedad un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros. Convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque sólo tiene por objeto el bien general, y sólida, porque tiene las garantías de la fuerza pública y del supremo poder. Mientras que los súbditos se sujetan tan sólo a estas convenciones, no obedecen a nadie más que a su propia voluntad; y preguntar hasta donde alcanzan los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos, es preguntar hasta qué punto pueden estos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos, y todos hacia cada uno de ellos.

Según esto es evidente que el poder soberano, por más absoluto, sagrado e inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer libremente de los bienes y de la libertad que estas convenciones le han dejado; de modo que el soberano no tiene facultad para gravar a un súbdito más que a otro, porque, haciéndose entonces el asunto particular, su poder ya no es competente.

Una vez admitidas estas distinciones, es tan falso que en el contrato social haya alguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, es preferible en realidad a lo que era antes, y que en lugar de una enajenación no han hecho más que un cambio ventajoso de un modo de vivir incierto y precario por otro mejor y más seguro. Han hecho el cambio de la independencia natural por la libertad, del poder de dañar a otro por su propia seguridad, y de su fuerza, que otros podían superar, por un derecho que la unión social hace invencible. Su misma vida, que han consagrado al Estado, está protegida continuamente por éste; y cuando la exponen en defensa de la patria, ¿qué otra cosa hacen sino devolverle lo que han recibido de ella? ¿Qué otra cosa hacen, que no hubiesen hecho con más frecuencia y con más peligro en Estado natural, en el cual, entregados a combates inevitables, tenían que defender con peligro de vida lo que les servía para conservarla? Todos deben combatir por la patria en caso de necesidad, es cierto; pero también de este modo nadie ha de combatir por sí. Para conservar nuestra seguridad ¿no se gana mucho en correr sólo una parte de aquellos riesgos que deberíamos correr constantemente para conservarnos tan pronto como esta seguridad nos fuese suprimida?

e) Derecho a la vida y la muerte

Se preguntará ¿cómo los particulares, no teniendo el derecho de disponer de su propia vida, pueden transmitirle al soberano un derecho que no tienen? Esta cuestión me parece difícil de resolver tan sólo porque está mal planteada. Todo hombre puede arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Hay quien diga que el que se arroja por una ventana para escapar de un incendio es culpable de suicidio? ¿Se le ha imputado jamás este crimen a quien pereció en una tempestad cuyo peligro no ignoraba cuando se embarcó?

El fin del contrato social es la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin, quiere también los medios, y éstos son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida a expensas de los demás debe también darla por ellos cuando sea necesario. En consecuencia, el ciudadano no es juez del peligro al cual la ley quiere que se exponga. Cuando el príncipe le dice “le conviene al Estado que tu mueras”, debe morir; pues sólo bajo esta condición ha vivido con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino también un don condicional del Estado.

La pena de muerte impuesta a los criminales puede considerarse casi bajo el mismo punto de vista. Para no ser víctima de un asesino, consiente uno en morir si llega a serlo. En este convenio, lejos uno de disponer de su propia vida, sólo piensa en conservarla, y no se ha de presumir que alguno de los contratantes premedite entonces hacerse ahorcar.

Por otra parte, cualquier malhechor, atacando el derecho social, se hace por sus delitos rebelde y traidor a la patria. Al violar sus leyes deja de ser uno de sus miembros y aun se puede decir que le hace la guerra. En tal caso la conservación del Estado es incompatible con la de él, con lo que es preciso que uno de los dos perezca, y, cuando se aplica la pena de muerte al criminal, la patria ejecuta menos al ciudadano que al enemigo. El proceso y la sentencia son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y de que, por consiguiente, ya no es un miembro del Estado. Pero como ha sido reputado tal, al menos por su residencia, se le debe excluir por medio del destierro como infractor al pacto, o por la muerte como enemigo público pues semejante enemigo no es una persona moral, es un hombre, y en este caso el derecho de la guerra es el de matar al vencido.

Se me dirá empero, que el condenar a un criminal es un acto particular. De acuerdo: pero por esto la condena no pertenece al soberano. Es un derecho que puede conferir sin poder ejercerlo por sí mismo. Todas mis ideas son consecuentes, pero no puedo exponerlas a la vez.

Por lo demás, la frecuencia de los suplicios siempre es una señal de debilidad o de pereza en el gobierno. No hay hombre, por malvado que sea, a quien no pueda hacerse útil para alguna cosa. No hay derecho a matar, ni aun para que sirva de escarmiento, sino a aquél a quien no se puede conservar sin peligro.

En cuanto al derecho de indultar o de eximir a un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, sólo pertenece al que es superior al juez y a la ley, esto es, al soberano. Con todo, su derecho en este punto no es del todo evidente y los casos en que puede ejercerlo son muy raros. En un Estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no porque se perdone mucho, sino porque hay pocos criminales. La multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado se debilita o perece. En la república romana, nunca el Senado ni los Cónsules intentaron perdonar a un delincuente. El mismo pueblo no lo hacía, a pesar de que algunas veces revocaba su propio juicio. Los frecuentes indultos anuncian que bien pronto los crímenes no tendrán necesidad de ellos y todo el mundo puede ver a qué conduce esto. Pero siento que mi corazón murmura y detiene la pluma; dejemos que discutan de estas cuestiones los hombres justos que nunca han delinquido y que jamás tuvieron necesidad de perdón.

f) Ley

Por medio del pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político. Ahora se trata de darle el movimiento y la voluntad por medio de la legislación. Pues el acto primitivo por el cual este cuerpo se forma y se une no determina todavía nada de lo que debe hacer para conservarse.

Lo que es bueno y conforme al orden lo es por la naturaleza de las cosas e independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia viene de Dios, él es su único origen; pero si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Existe sin duda una justicia universal emanada de la sola razón; pero esta justicia para que esté admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Considerando las cosas humanamente, a falta de sanción natural, las leyes de la justicia son inútiles entre los hombres; sólo producen el bien del malvado y el mal del justo, ya que el justo las observa para con todos sin que nadie las observe con él. Luego es preciso que haya convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes y dirigir la justicia hacia su objeto. En el Estado natural, en que todo es común, nada debo a aquellos a quienes no he prometido nada y sólo le reconozco a los demás lo que a mí me es inútil. No así en el Estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.

Pero, en fin, ¿qué es una ley? Mientras esta palabra sólo se explique con ideas metafísicas se continuará discurriendo sin que nadie entienda; y aunque se explique lo que es una ley de la naturaleza, no por esto se sabrá mejor lo que es una ley del Estado.

         Ya he dicho que no había voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular o está en el Estado, o está fuera del Estado. Si está fuera del Estado, una voluntad que le es extraña no es general respecto de él y si este objeto está en el Estado, se hace parte de éste. Se forma entonces entre el todo y su parte una relación que produce dos seres distintos, el uno de los cuales es la parte, y el otro el todo, menos esta misma parte. Sin embargo, el todo menos una parte no es la totalidad. Mientras dure esta relación, ya no hay más totalidad, sino dos partes desiguales. De lo que se sigue que la voluntad de la una no es tampoco general respecto de la otra.

Pero cuando el pueblo delibera sobre todo el pueblo, no considera más que a sí mismo. Si entonces se forma alguna relación, es del objeto entero bajo un punto de vista, con el objeto entero bajo otro punto de vista, sin que haya alguna división de la totalidad. En este caso, la materia sobre la que se determina es tan general como la voluntad que delibera. Este acto es el que yo llamo una ley.

Cuando digo que el objeto de las leyes siempre es general, quiero decir que la ley considera a los súbditos como un cuerpo y a las acciones en abstracto; nunca a un hombre como individuo ni a una acción en particular. Así es que la ley puede determinar que haya privilegios, pero no concederlos señaladamente a nadie. Puede dividir a los ciudadanos en muchas clases y aun señalar las calidades que para cada clase se necesiten; pero no puede nombrar los individuos que deban componerlas. Puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria; pero no elegir a un rey ni nombrar una familia real. En una palabra, cualquiera acción que se dirija a un objeto individual no pertenece al poder legislativo.

Aceptado esto, es fácil de ver que ya no hay necesidad de preguntar a quien corresponde hacer las leyes en atención a que éstas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior a ellas, sabiendo que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y sometido a las leyes, puesto que éstas no son más que los registros de nuestra voluntad.

De aquí se deduce, también, que siendo la ley universal tanto por parte de la voluntad como por parte del objeto, no es ley lo que un hombre -sea quien fuere- manda por propia autoridad. Hasta aquello que manda el soberano sobre un objeto particular, no es una ley, sino un decreto. No es un acto de soberanía, sino de magistratura.

Llamo pues república a cualquier Estado gobernado por leyes, bajo cualquiera forma de administración que fuere; pues sólo entonces gobierna el interés público, y es tenida en algo la causa pública. Todo gobierno legítimo es republicano: más tarde explicaré lo que entiendo por gobierno.

Las leyes, propiamente no, son más que las condiciones de la asociación civil. El pueblo, sometido a las leyes, debe ser su autor. Sólo a quienes se asocian corresponde determinar las condiciones de la asociación. Pero, ¿de qué manera las determinarán? ¿Será de común acuerdo, por medio de una súbita inspiración? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para confeccionar las actas de éstas y para publicarlas de antemano? O bien, ¿de qué manera expresará estas voluntades en el momento en que sea necesario? ¿Cómo es posible que una multitud ciega, que a menudo no sabe ni lo que quiere -porque raras veces conoce lo que le conviene- cómo es posible, repito, que pueda emprender por sí sola una empresa tan grande, tan difícil como lo es un sistema legislativo? Por si sólo el pueblo quiere siempre lo bueno, pero por si sólo no lo ve siempre. La voluntad general siempre es recta, pero el juicio que la guía no siempre es ilustrado. Es preciso hacerle ver los objetos tal cual son y, algunas veces, tal cual deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca, preservarla de la seducción de las voluntades particulares, ponerle a la vista los lugares y los tiempos, equilibrar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que desechan; el público quiere el bien que no sabe ver. Todos tienen igual necesidad de guías. A los particulares se les ha de enseñar a armonizar su voluntad con su razón; al pueblo es preciso enseñarle a conocer lo que quiere. Entonces es cuando de los conocimientos públicos resulta en el cuerpo social la unión del entendimiento con la voluntad. De aquí el exacto concurso de las partes y, en fin, la mayor fuerza del todo. De aquí nace la necesidad de un legislador.

g) El legislador

Para encontrar las mejores reglas sociales que convienen a las naciones, sería preciso una inteligencia superior que viese todas las pasiones de los hombres sin estar sujeta a ellas; que no tuviese ninguna relación con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros y que, no obstante, quisiese ocuparse de la nuestra; en fin, una inteligencia que, procurándose una lejana gloria para tiempos futuros, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro. Sería necesario que hubiese dioses para poder dar leyes a los hombres.

El mismo razonamiento que empleaba Calígula de hecho, lo empleaba Platón en derecho para definir al hombre civil o real que buscaba en su libro Del Reinado. Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro ¡cuánto no lo será un gran legislador! El príncipe sólo tiene que seguir el modelo que el legislador debe proponer. El legislador es el mecánico que inventa la máquina; el príncipe es el operario que la arregla y la hace funcionar. En el origen de las sociedades, dice Montesquieu, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institución, pero después la institución es la que hace a los jefes de las repúblicas.

Quien se atreve a instituir un pueblo debe sentirse con fuerzas para cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; para transformar a cada individuo -que por sí mismo es un todo perfecto y solitario- en la parte de otro todo mayor del cual recibirá en cierto modo la vida y el ser; para alterar la constitución del hombre a fin de fortalecerla; para sustituir la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza por una existencia parcial y moral. En una palabra: debe quitarle al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean ajenas y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas y tanto más sólida y perfecta es la institución. De modo que si cada ciudadano no es nada sino con la ayuda de los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación se halla en el grado de perfección más alto al que puede llegar.

El legislador es, en todo sentido, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su talento, no lo es menos por su cargo que no es ni magistratura, ni soberanía. Este cargo, aunque constituye la república, no entra en su constitución. Es un ministerio particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda a los hombres no debe mandar a las leyes, tampoco el que manda a las leyes debe mandar a los hombres. De lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones, no harían más que perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.

Cuando Licurgo dio leyes a su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar a extranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la de Ginebra lo hizo así y no tuvo de qué arrepentirse. Roma, en la época más hermosa que hay en su historia, vio renacer en su seno a todos los crímenes de la tiranía y estuvo a punto de perecer por haber reunido en unas mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.

Sin embargo, los mismos decenviros no se arrogaron jamás el derecho de sancionar alguna ley por su propia autoridad. "Nada de lo que os proponemos -decían al pueblo- puede pasar a ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, sed vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad".

El que redacta las leyes no tiene pues, no debe tener, ningún derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho intransferible porque, según el pacto fundamental, sólo la voluntad general obliga a los particulares y no se puede estar seguro de que una voluntad particular es conforme a la voluntad general hasta que se la haya sometido a la libre votación del pueblo. Ya he dicho esto en otra parte, pero no considero inútil repetirlo.

De este modo se encuentran a la vez en la obra del legislador dos cosas que parecen incompatibles: una empresa superior a las fuerzas humanas, y para su ejecución, una autoridad que es nula.

Aun hay otra dificultad que merece nuestra atención. Los sabios que quieren hablarle al vulgo en un lenguaje diferente del que éste usa no pueden hacerse comprender pero, con todo, hay cierta clase de ideas que es imposible traducir al idioma del pueblo. Las miras demasiado generales y los objetos demasiado remotos están igualmente fuera de los alcances del pueblo. Cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno sino el que promueve su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que obtendrá de las continuas privaciones que las buenas leyes imponen. Para que un pueblo en proceso de formación pueda querer las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería preciso que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social -que debe ser la obra de la institución- presidiera a la institución misma y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que han de llegar a ser por medio de ellas. Así, pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra a una autoridad, de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violentar y persuadir sin convencer.

Esto es lo que obligó en todos tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y a adjudicar a los dioses su propia sabiduría, a fin de que los pueblos -sometidos tanto a las leyes del Estado como a las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre como en la del Estado- obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública.

Esta razón sublime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones el legislador pone en boca de los inmortales para arrastrar, por medio de la autoridad divina, a los que no podría conmover la prudencia humana. Pero no todos los hombres pueden hacer hablar a los dioses ni resultan creídos cuando declaran ser sus intérpretes. El gran alma del legislador es el verdadero milagro que debe justificar su misión. A cualquier hombre le es dado grabar tablas de piedra, o sobornar a algún oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o adiestrar un pájaro para que le hable al oído, o encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa hacer más que esto podrá, tal vez, juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; sólo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre subsistente, la del hijo de Ismael, que gobierna a la mitad del mundo hace diez siglos, proclama aun hoy la grandeza de los hombres que la han dictado; y mientras la orgullosa filosofía o el ciego espíritu partidista no ven en ellos más que a unos afortunados impostores, el verdadero político admira en sus instituciones aquél grande y poderoso talento que preside a las obras duraderas.

De todo lo dicho no se ha de deducir con Warburton que la política y la religión tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el origen de las naciones, la una sirvió de instrumento a la otra.

h) El pueblo

Así como un arquitecto, antes de construir un edificio, observa y sondea el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en condiciones de soportarlas. Por este motivo Platón no quiso dar leyes a los acadios y a los cirenios, porque sabía que estos dos pueblos eran ricos y que no podían sufrir la igualdad. Por este mismo motivo hubo en Creta buenas leyes y hombres perversos, pues el pueblo que Minos había disciplinado era un pueblo cargado de vicios.

Han florecido sobre la tierra mil naciones que jamás habrían podido soportar jamás buenas leyes y aun aquellas que hubieran podido hacerlo sólo han tenido, en todo el tiempo de su duración, un espacio muy corto para ello. Casi todos los pueblos, lo mismo que los hombres, sólo son dóciles en su juventud y se hacen incorregibles a medida que van envejeciendo. Cuando las costumbres están ya establecidas y las preocupaciones arraigadas, es empresa peligrosa e inútil querer reformarlas. El pueblo, semejante a esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan en presencia del médico, no puede soportar que se toquen sus males para destruirlos.

No quiero decir con esto que, así como algunas enfermedades trastornan la cabeza de los hombres y les quitan la memoria de lo pasado, no haya también, a veces, en la vida de los Estados épocas violentas en las cuales las revoluciones producen en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos: épocas en que el horror a lo pasado sirve de olvido y en las que el Estado, incendiado por las guerras civiles, renace, por decirlo así, de sus cenizas y recobra el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Así se mostró Esparta en tiempos de Licurgo; así se mostró Roma después de los Tarquinos, y así han sido entre nosotros Holanda y Suiza después de la expulsión de los tiranos.

Pero estos acontecimientos son raros. Son excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado exceptuado. Ni pueden suceder dos veces en el mismo pueblo pues éste puede hacerse libre mientras se halla en Estado de barbarie, pero ya no puede liberarse cuando el resorte civil se ha gastado. En este caso, los desórdenes pueden destruirlo, sin que las revoluciones sean capaces de regenerarlo, y tan pronto como se rompen sus cadenas, se desquicia y deja de existir. Estos pueblos necesitan un amo, no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: “La libertad puede adquirirse, pero no recobrarse”.

La juventud no es lo mismo que la niñez. Las naciones, al igual que los hombres, tienen un tiempo de juventud, o si se quiere, de madurez, que es necesario aguardar antes de sujetarlos a las leyes. Sin embargo, no siempre es fácil conocer la madurez de un pueblo; y si uno se anticipa a ella, se frustra la obra. Un pueblo es disciplinable desde su nacimiento, y otro pueblo no lo es aun al cabo de diez siglos. Nunca los rusos serán verdaderamente civilizados porque lo han sido demasiado pronto. Pedro el Grande tenía un talento imitador, pero no el verdadero talento, aquel que crea y lo hace todo de la nada. Algunas de las cosas que hizo fueron bien hechas, la mayor parte no venían al caso. Vio que su pueblo era bárbaro y no reconoció que no estaba en Estado de ser civilizado. Quiso civilizarlo cuando sólo debía haberlo hecho aguerrido. Quiso hacer un pueblo de alemanes e ingleses cuando debía haber empezado por formar rusos. Impidió que sus súbditos lleguen a ser jamás lo que podrían ser, persuadiéndolos de que eran lo que no son. Procedió como el preceptor francés que educa a su discípulo para que brille un momento en la infancia, eclipsándose luego para siempre. El imperio ruso querrá subyugar a Europa y será él el subyugado. Los tártaros, súbditos y vecinos suyos, llegarán a dominarlos y a dominarnos: esta revolución me parece inevitable. Todos los reyes de Europa trabajan de acuerdo para apresurarla.

Así como la naturaleza ha puesto límites a la estatura de los hombres bien formados -fuera de los cuales sólo produce gigantes o enanos- así también, para la mejor constitución de un Estado, hay ciertos límites a la extensión que éste puede tener, a fin de que no sea ni demasiado grande para poder ser gobernado, ni demasiado pequeño para poder sostenerse por sí mismo. Hay en todo cuerpo político un máximum de fuerza del que no debe pasar, y del cual se aleja muchas veces a fuerza de engrandecerse. Cuanto más se extiende el vínculo social, tanto más se debilita y, generalmente, un Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte que otro mayor.

Este principio se demuestra con mil razones. En primer lugar, la administración es más dificultosa en las grandes distancias, así como un peso es más pesado puesto al extremo de una gran palanca. A medida que los grados de distancia se multiplican, la administración se hace asimismo más onerosa porque cada ciudad tiene desde luego la suya, pagada también por el pueblo, y también la tiene cada provincia. Añádanse a esto los gobiernos superiores, las satrapías, los virreinatos -que se han de pagar más a medida en que se sube, y siempre a costa del desgraciado pueblo- y, en fin, la administración suprema que lo consume todo. Tantos gravámenes agotan continuamente los recursos de los súbditos. Lejos de estar mejor gobernados por todas estas clases, están peor que si tuviesen una sola. Con tanto despilfarro apenas quedan recursos para los casos extraordinarios; y cuando hay necesidad de ellos, el Estado se halla siempre cerca de la ruina.

Aun hay más: no sólo el gobierno tiene menos vigor y prontitud para hacer observar las leyes, impedir las vejaciones, corregir los abusos, anticiparse a las sediciones que pueden estallar en parajes remotos; sino que el pueblo tiene menos amor a sus jefes, a quienes jamás ve; a su patria, que es a sus ojos como el mundo entero, y a sus conciudadanos, cuya mayor parte considera como a extranjeros. Las mismas leyes no pueden convenir a tan diversas provincias, que tienen costumbres diferentes, que viven bajo opuestos climas, y que no pueden soportar la misma forma de gobierno. Diferentes leyes sólo pueden engendrar desórdenes y confusión entre pueblos que, viviendo sujetos a los mismos jefes y en una continua comunicación, van a vivir y a casarse los unos en los distritos de los otros, y sometidos a otras costumbres, jamás saben si su patrimonio es del todo suyo. Entre esta multitud de hombres que se desconocen entre sí y a quienes la suprema administración reúne en un mismo lugar los talentos están ocultos, las virtudes ignoradas, los vicios impunes. Los jefes, abrumados de tareas, no ven nada por sí mismos y los subalternos gobiernan el Estado. En fin, las medidas que se han de tomar para sostener la autoridad general, a la cual tantos empleados lejanos quieren sustraerse o engañar, absorben todos los esfuerzos públicos. No se toman las medidas convenientes a la felicidad del pueblo, y apenas se pueden tomar las necesarias para su defensa en caso de necesidad. Así es como un cuerpo demasiado grande por su constitución se desploma y perece oprimido por su propio peso.

Por otra parte, el Estado debe darse cierta base para tener solidez, para resistir a los sacudimientos que no dejará de experimentar y a los esfuerzos que se verá obligado a hacer para sostenerse. Todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga por medio de la cual obran continuamente los unos contra los otros y tienden a engrandecerse a expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así es que los débiles están expuestos a ser arrastrados muy pronto; y ninguno puede conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que haga la presión casi igual en todas partes.

De aquí se infiere que hay razones para extenderse y razones para reducirse; y que para lo que un político necesita mayor talento es para saber encontrar la proporción más ventajosa a la conservación del Estado. Puede decirse generalmente que las razones para la expansión, siendo sólo exteriores y relativas, deben estar subordinadas a las otras, que son internas y absolutas. Lo que debe buscarse en primer lugar es una constitución robusta y fuerte, ya que es preferible contar con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que ofrece un vasto territorio.

Por lo demás, ha habido Estados constituidos de tal modo que la necesidad de hacer conquistas entraba en su misma constitución, y que para mantenerse debían engrandecerse sin cesar. Quizás se felicitaban por esta dichosa necesidad; la cual sin embargo les enseñaba, junto con los límites de su grandeza, el inevitable momento de su caída.

Un cuerpo político puede medirse de dos maneras, a saber: por la extensión de su territorio y por el número de sus habitantes. Entre una y otra de estas medidas hay una relación muy conveniente para dar al Estado su verdadera grandeza. Los hombres son los que componen el Estado, y el terreno es el que alimenta a los hombres, por lo que dicha relación consiste en que la tierra pueda mantener a sus habitantes y en que haya tantos habitantes como la tierra pueda mantener. En esta proporción se encuentra el máximum de fuerza de un determinado pueblo. Porque si hay terreno de sobra, su defensa es onerosa, su cultivo insuficiente, su producto superfluo; y esta es la causa próxima de las guerras defensivas. Si no hay bastante terreno, el Estado se encuentra por sus carencias expuesto al arbitrio de sus vecinos; y esta es la causa próxima de las guerras ofensivas.

Cualquier pueblo que, por su posición, no tenga otra alternativa que el comercio o la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos y de los acontecimientos, y sólo disfruta de una existencia incierta y corta. Subyuga a los demás y cambia de situación; o es subyugado y perece. Sólo puede conservarse libre a fuerza de pequeñez o de grandeza.

No es posible calcular la relación fija entre la extensión del terreno y el número de hombres que deben habitar en él, tanto a causa de las diferencias que se encuentran en las calidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus producciones, en la influencia de los climas, como a causa de las que se notan en los temperamentos de los hombres que los habitan, de los cuales los unos consumen poco en un país fértil, los otros mucho en un suelo ingrato. También se han de tener presentes la mayor o menor fecundidad de las mujeres, las cosas que puede haber en un país más o menos favorables a la población, y la cantidad a la cual el legislador puede esperar a contribuir por medio de sus instituciones; de modo que no base su juicio sobre lo que ve, sino sobre lo que prevé; ni se atenga tanto al actual Estado de la población, como al que debe llegar naturalmente. En fin, mil ocasiones hay, en las cuales las circunstancias particulares del lugar exigen o permiten que se abarque más terreno del que parece necesario. Así es como puede un pueblo extenderse más en un país montañoso en donde las producciones naturales, como los bosques y los pastos, piden menos trabajo, en donde la experiencia enseña que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y en donde un ancho suelo inclinado sólo da una pequeña base horizontal, que es la única que debe tenerse en cuenta para la vegetación. Al contrario, la población puede concentrarse más en la orilla del mar, aunque haya muchos peñascos y arenas casi estériles, porque la pesca puede suplir en gran parte las producciones de la tierra, los hombres deben estar más juntos para rechazar a los piratas, y hay por otra parte mayor facilidad de librar al país, por medio de colonias, de los habitantes que le sobren.

Para instituir un pueblo se debe añadir a estas condiciones otra, que no puede suplir a ninguna, pero sin la cual todas las demás son inútiles: que se disfrute de la abundancia y de la paz. El tiempo durante el cual un Estado se ordena, del mismo modo que aquél durante el cual se forma un batallón, es el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de ser destruido. Se puede resistir mejor en un momento de desorden absoluto que en uno de fermentación, en el que cada uno está preocupado por su rango y se olvida del peligro. Si en este momento de crisis sobreviene una guerra, una carestía, o una sedición, el Estado está destruido sin remedio.

No por esto deja de haber muchos gobiernos, establecidos durante estas tormentas; pero en este caso los mismos gobiernos destruyen al Estado. Los usurpadores acarrean o escogen siempre estos tiempos de trastornos para hacer pasar, ayudados del público espanto, leyes destructoras que el pueblo jamás adoptaría si conservase su serenidad. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros para distinguir la obra del legislador de la del tirano.

¿Qué pueblo, pues, es apto para la legislación? Aquél que, encontrándose ya unido por el origen, por el interés o por la convención, no ha llevado aun el verdadero yugo de las leyes; aquel que no tiene ni costumbres ni supersticiones muy arraigadas; aquel que no teme ser oprimido por una invasión súbita; el que sin mezclarse en las disputas de sus vecinos, puede resistir por sí sólo a cada uno de ellos, o recibir auxilios del uno para rechazar al otro; aquel cuyos miembros pueden conocerse todos mutuamente y en el cual no se obliga a un hombre a cargar con un peso mayor del que puede llevar; el que puede subsistir sin los demás pueblos, y del cual ningún pueblo tiene necesidad; el que ni es rico, ni es pobre y que puede bastarse a sí mismo; en fin, aquél que reúne la consistencia de un pueblo antiguo a la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa una obra de legislación no es tanto lo que se ha de hacer como lo que se ha de destruir; y lo que hace que el éxito sea tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la naturaleza unida a las necesidades de la sociedad. Como todas estas condiciones rara vez se encuentran juntas, por eso vemos tan pocos Estados bien constituidos.

Hay todavía en Europa un país capaz de legislación, y es la isla de Córcega. El denuedo y la constancia con que este valeroso pueblo ha sabido recobrar y defender su libertad, merecerían que algún sabio le enseñase a conservarla. Tengo cierto presentimiento de que algún día esta isla tan pequeña ha de admirar a la Europa.

i) Sistemas de legislación

Si buscamos en qué consiste precisamente el mayor de todos los bienes, aquél que debe ser el fin de todo sistema de legislación, encontraremos que se reduce a estos dos objetos principales, la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda dependencia individual es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del Estado; la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.

He explicado ya en qué consiste la libertad civil. En cuanto a la igualdad, no se ha de entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el poder esté siempre exento de toda violencia y se ejerza sólo en virtud del rango y de las leyes; y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, y ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse; lo que supone moderación de bienes y de crédito por parte de los grandes, y por la de los débiles moderación de avaricia y de codicia.

Esta igualdad, se dirá, es una quimera especulativa, que no puede existir en la práctica. ¿Acaso de que el abuso sea inevitable, se sigue que no se le deba poner coto? Cabalmente por la misma razón de que la fuerza de las cosas se inclina siempre a destruir la igualdad, es necesario que la fuerza de la legislación tienda siempre a mantenerla.

Pero estos objetos generales de toda buena institución deben modificarse en cada país según las relaciones que nacen, tanto de la situación local, como del carácter de los habitantes; y según estas relaciones se debe asignar a cada pueblo un sistema particular de institución, que sea el más apropiado, tal vez no en sí mismo, sino para el Estado al cual está destinado. Si el suelo, por ejemplo, es ingrato y estéril, o el país demasiado limitado para los habitantes, inclinaos a la industria y a las artes, cuyos productos cambiaréis con los artículos que os falten. Si por el contrario, ocupáis ricas llanuras y fértiles riberas, si en un buen terreno os faltan habitantes; proteged con cuidado la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que sólo servirían para acabar de despoblar el país, reuniendo en algunos puntos del territorio los pocos habitantes que tiene. Si ocupáis costas dilatadas y cómodas; cubrid el mar de buques, cultivad el comercio y la navegación, y tendréis una existencia corta pero brillante. Pero si el mar sólo baña en vuestras costas peñascos casi inaccesibles; permaneced bárbaros é ictiófagos, que así viviréis más tranquilos, quizás seréis mejores y seguramente más dichosos. En una palabra, además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que le constituye de un modo particular y hace que su legislación le sea peculiar. Este es el motivo por el cual, en otro tiempo, los hebreos y hace poco los árabes han tenido por principal objeto la religión; los Atenienses, la erudición; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra; y Roma la virtud. El autor del Espíritu de las leyes ha demostrado con una multitud de ejemplos el arte con que el legislador dirige la institución hacia cada uno de estos fines.

La constitución de un Estado podrá decirse verdaderamente sólida y durable cuando las conveniencias de las cosas estén tan estrictamente observadas, que las relaciones naturales y las leyes se hallen siempre de acuerdo sobre los mismos puntos, y que éstas no hagan, por decirlo así, más que asegurar, acompañar y rectificar las otras. Pero si el legislador, engañándose en su objeto, elige un camino diferente del que nace de la naturaleza de las cosas; de modo que el uno se incline a la esclavitud, y el otro a la libertad; el uno a las riquezas, y el otro a la población; el uno a la paz, y el otro a las conquistas; sucederá que las leyes se debilitarán insensiblemente, se alterará la constitución, y el Estado no dejará de estar en agitación continua hasta quedar destruido o modificado, y la invencible naturaleza haya recobrado su imperio.

j) División de las leyes

Para ordenar el todo, y dar la mejor forma posible a la causa pública, se han de considerar varias relaciones. En primer lugar, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo al todo, o la del soberano para con el Estado; estando esta relación compuesta de términos intermedios, como veremos más adelante.

         Las leyes que determinan esta relación tienen el nombre de leyes políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin algún motivo, si son sabias. Porque si sólo hay en cada Estado una buena manera de constituirle, el pueblo que la ha encontrado debe sujetarse a ella; pero si el orden establecido es malo, ¿por qué se tendrán por fundamentales unas leyes que no le permiten ser bueno? Por otra parte, de cualquier modo que se mire, el pueblo siempre es dueño de mudar sus leyes, hasta las mejores; porque si le place hacerse daño a sí mismo ¿quién tiene derecho a impedírselo?

La segunda relación es la de los miembros entre sí, o con el cuerpo entero. La relación respecto de los miembros entre si debe ser tan pequeña, y la de los miembros respecto del cuerpo entero tan grande como sea posible; de manera que cada individuo esté en una perfecta independencia de todos los demás, y en una excesiva dependencia del común; lo que se logra siempre por los mismos medios, puesto que sólo la fuerza del Estado produce la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.

Podemos considerar que hay una tercera especie de relación entre el hombre y la ley; a saber: la que existe entre la desobediencia y el castigo, la cual da lugar a establecer leyes penales, las cuales en el fondo no son tanto una especie particular de leyes como la sanción de todas las demás.

A estas tres clases de leyes debe añadirse otra que es la más importante, grabada no en mármoles ni en bronces, sino en el corazón de los ciudadanos; ley que hace la verdadera constitución del Estado, que cada día adquiere nuevas fuerzas; que cuando las otras se hacen viejas o caducan, las reanima o las suple; que mantiene a un pueblo en el espíritu de su institución, y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre a la de la autoridad. Hablo de los usos, de las costumbres, y sobre todo de la opinión; parte desconocida de nuestros políticos, y de la cual depende el éxito de todas las demás leyes; parte en la cual un sabio legislador se ocupa en secreto, mientras parece limitarse a reglamentos particulares, que no son más que la cimbra de la bóveda, cuya inamovible clave se forma de las costumbres que tardan más en nacer.

Entre estas diversas clases, las leyes políticas que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas a mi objeto.

 

 

CONTRATO SOCIAL, 3ª PARTE

 

a) Gobierno en general

Advierto al lector que este capítulo debe leerse con reflexión, y que no conozco el arte de ser claro para los que no quieren estar atentos.

En toda acción libre hay dos causas, que concurren a producirla: la una moral, a saber, la voluntad que determina el acto; la otra física, a saber, el poder que lo ejecuta. Cuando voy hacia un objeto, se necesita en primer lugar que yo quiera ir; y en segundo lugar que mis pies me lleven a él. Tanto si un paralítico quiere correr, como si un hombre ágil no lo quiere, los dos se quedarán en la misma situación. El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad. La voluntad con el nombre de Poder Legislativo, y la fuerza con el de Poder Ejecutivo. Nada se hace o nada debe hacerse sin el concurso de ambos.

Hemos visto ya que el poder legislativo pertenece al pueblo y que a nadie más puede pertenecer. Fácil es conocer siguiendo los principios hasta aquí establecidos, que, al contrario, el poder ejecutivo no puede pertenecer a la generalidad como legisladora o soberana, porque este poder sólo consiste en actos particulares que no pertenecen a la ley ni por consiguiente al soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes.

Luego es preciso dar a la fuerza pública un agente que la reúna y la haga obrar según las direcciones de la voluntad general, que sirva de órgano de comunicación entre el Estado y el soberano, y que desempeñe en cierto modo en la persona pública el mismo papel que en el hombre la unión del alma con el cuerpo. Esta es la razón del gobierno en el Estado, incorrectamente confundido hasta ahora con el soberano de quien no es más que el ministro.

¿Qué se entiende pues por gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y de la conservación de la libertad, tanto civil como política.

Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, esto es, gobernantes; y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe. Así es que tienen muchísima razón los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a algunos jefes no es un contrato. En efecto, no es más que una comisión o un empleo, en cuyo desempeño, simples funcionarios del cuerpo soberano ejercen en su nombre el poder que éste ha depositado en ellos; un poder el que puede limitar, modificar y reasumir siempre que le dé la gana. La enajenación de este derecho es incompatible con la naturaleza del cuerpo social y contraria al fin de la asociación.

Llamo, pues, gobierno o administración suprema al legítimo ejercicio del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración.

         En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermedias, cuyas relaciones componen la del todo al todo, o del soberano con el Estado. Esta última relación puede representarse por la de los extremos de una proporción continua, cuyo medio proporcional es el gobierno. Este recibe del cuerpo soberano las órdenes que transmite al pueblo y, para que el Estado mantenga un buen equilibrio, es necesario que compensado todo, haya igualdad entre el poder del gobierno considerado en sí mismo, y el poder de los ciudadanos, que son soberanos por una parte y súbditos por otra.

Además de esto, no se puede alterar ninguno de los tres términos sin romper al instante la proporción Si el soberano quiere gobernar, o si el magistrado quiere dictar leyes, o si los súbditos rehúsan la obediencia; el desorden sucede al orden, la fuerza y la voluntad ya no obran de acuerdo, y disuelto de este modo el Estado, se cae en el despotismo o en la anarquía. En fin, de la misma manera en que sólo hay un medio proporcional entre cada relación, tampoco hay más que un buen gobierno posible en cada Estado. Pero como mil acontecimientos pueden hacer variar las relaciones de un pueblo, no sólo diferentes gobiernos pueden ser buenos para diversos pueblos, sino también para el mismo pueblo en tiempos distintos.

Para dar una idea de las diferentes relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré por ejemplo el número del pueblo, como la relación más fácil de explicar.

Supongamos que el Estado se componga de diez mil ciudadanos. El soberano tan sólo puede considerarse colectivamente y en un cuerpo; pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo. Así, pues, el soberano es al súbdito como diez mil es a uno; es decir, que cada miembro del Estado sólo tiene la diez-milésima parte de la autoridad soberana, mientras que por su parte está enteramente sometido a esta. Imaginemos que el pueblo se componga de cien mil hombres; el Estado de los súbditos no Cambia, y cada uno está igualmente sujeto a todo el imperio de las leyes, mientras que su voto reducido a una cien-milésima parte tiene diez veces menos influencia en la redacción de aquellas. En este caso, siendo siempre el súbdito uno, la relación del soberano aumenta en razón del número de los ciudadanos. De lo que se sigue que cuanto más crece en población el Estado, tanto más disminuye la libertad.

Cuando digo que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así pues, cuanto mayor es la relación en la acepción geométrica, menor es en la acepción común: en la primera, la relación, considerada según la cantidad, se mide por el exponente; y en la segunda, considerada según la identidad, se estima por la similitud.

Consecuentemente, cuanto menor es la relación de las voluntades particulares con la voluntad general, esto es, con las costumbres y las leyes, tanto mayor debe ser la fuerza represiva. Por lo tanto, el gobierno para ser bueno debe ser proporcionalmente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.

Por otra parte, ofreciendo el engrandecimiento del Estado a los depositarios de la autoridad pública más tentaciones y más medios para abusar de su poder, cuanto más fuerte debe ser el gobierno para contener al pueblo, tanto más lo debe ser a su vez el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del Estado.

De esta doble relación se sigue que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político. Síguese también que como uno de los extremos -a saber: el pueblo en calidad de súbdito- está fijo y representado por la unidad, en cuanto la razón compuesta aumente o disminuya, también aumentará o disminuirá la razón simple, y por lo tanto cambiará el término medio. Lo que demuestra que no hay una constitución de gobierno única y absoluta, sino que puede haber tantos gobiernos de diferente naturaleza, como Estados haya de diferente magnitud.

Sí, poniendo este sistema en ridículo, se me dijese que, para encontrar este medio proporcional y formar el cuerpo del gobierno, sólo se necesita, según lo que he dicho, sacar la raíz cuadrada del número del pueblo, contestaría que sólo he puesto aquí este número como ejemplo. Las relaciones de que hablo no se miden tan sólo por el número de hombres, sino en general por la cantidad de acción, la cual se combina por medio de una multitud de causas. Por lo demás, si para explicarme en menos palabras me valgo de términos de geometría, no por eso ignoro que la exactitud geométrica no se aplica a las cantidades morales.

El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político, dentro del cual está contenido, es en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes. De donde nace, por consiguiente, una nueva proporción, y aun otra dentro de esta última, según el orden de los tribunales, hasta que se llega a un término medio indivisible, esto es: a un sólo jefe o magistrado supremo, que puede ser representado, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.

Sin embrollarnos en esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un nuevo cuerpo del Estado, distinto del pueblo y del soberano, e intermedio entre el uno y el otro.

Entre estos dos cuerpos la esencial diferencia se halla en que el Estado existe por sí sólo y el gobierno no existe sino por el soberano. Así es que la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, más que la voluntad general o la ley; su fuerza es tan sólo la fuerza pública concentrada en él. Tan pronto como quiera obrar absoluta e independientemente, la relación del todo empieza a debilitarse. Si por último llegase a suceder que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano, y que para seguir esta voluntad particular, se valiese de la fuerza pública que está a sus órdenes, de modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, el uno de derecho y el otro de hecho; se desvanecería al instante la unión social y quedaría disuelto el cuerpo político.

Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real que le distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan obrar de acuerdo y responder al objeto para el cual ha sido instituido, es preciso que tenga un ser particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propia cuyo objeto sea su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, facultad de deliberar y de resolver, derechos, títulos, privilegios que pertenezcan exclusivamente al príncipe y que hagan la condición del magistrado más honrosa en forma proporcional al trabajo que su puesto le acarrea. La dificultad consiste en la manera de ordenar, dentro del todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que siempre distinga su fuerza particular destinada a su propia conservación, de la fuerza pública destinada a la conservación del Estado; y que, en una palabra, esté siempre dispuesto a sacrificar el gobierno al pueblo, y no el pueblo al gobierno.

Por otra parte, si bien es cierto que el cuerpo artificial del gobierno es la obra de otro cuerpo artificial y que no tiene en cierto modo más que una vida prestada y subordinada, esto no impide que pueda obrar con mayor o menor vigor o celeridad, y disfrutar, por decirlo así, de una salud más o menos robusta. En fin, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede separarse de él más o menos, según el modo con que esté constituido.

De todas estas diferencias nacen las diversas relaciones que el gobierno debe tener con el cuerpo del Estado, según las relaciones accidentales y particulares que modifican este mismo Estado. Pues a veces el mejor gobierno llegará a ser el más vicioso, si sus relaciones no se alteran según los defectos del cuerpo político al cual pertenece.

b) Formas de gobierno

Para exponer la causa general de estas diferencias, el príncipe se ha de distinguir ahora del gobierno, como antes el Estado se ha distinguido del soberano.

La magistratura se puede componer de un mayor o menor número de miembros. He dicho ya que la relación del soberano a los súbditos es tanto mayor cuanto más numeroso es el pueblo; y por una evidente analogía, puedo decir lo mismo del gobierno respecto de los magistrados.

Mas como la fuerza total del gobierno es la del Estado, no sufre variación; de lo que se sigue que cuanta más fuerza emplee para obrar sobre sus propios miembros, menos le quedará para obrar sobre todo el pueblo.

Luego cuanto más numerosos son los magistrados, tanto más débil es el gobierno. Como esta máxima es fundamental, dediquémonos a ilustrarla mejor.

Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente distintas: primeramente, la voluntad propia del individuo que sólo se inclina a su interés particular; en segundo lugar, la voluntad común de los magistrados que se dirige únicamente al provecho del príncipe y que se puede llamar voluntad de corporación, la cual es general respecto del Estado del cual éste es parte; y en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es general, tanto respecto al Estado considerado como el todo, cuanto respecto al gobierno considerado como parte del todo.

En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad de corporación propia del gobierno muy subordinada; y por consiguiente la voluntad general o soberana siempre debe descollar y ser la única regla para todas las demás

Según el orden natural, estas diferentes voluntades se hacen más activas a medida que se concentran. Por esto la voluntad general siempre es la más débil, la voluntad de corporación ocupa el segundo lugar, y la voluntad particular el primero de todos; de suerte que, en el gobierno, cada miembro es en primer lugar él mismo, luego magistrado, y por último ciudadano; gradación directamente opuesta a lo que exige el orden social.

Expuesto lo anterior, cuando todo el gobierno está en manos de un sólo hombre, la voluntad particular y la de corporación se hallan perfectamente reunidas, y por consiguiente esta última está llevada al más alto grado de intensidad posible. Y como de los grados de voluntad depende el uso de la fuerza, y la fuerza absoluta del gobierno no varía, de aquí se sigue que el gobierno de un sólo hombre es el más activo de todos.

Unamos, por el contrario, el gobierno a la autoridad legislativa, formemos el príncipe con el soberano y hagamos de todos los ciudadanos otros tantos magistrados. En este caso la voluntad de corporación, confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que ésta, y dejará a la particular en el ejercicio de toda su fuerza. Así es que teniendo siempre el gobierno la misma fuerza absoluta, estará en su mínimum de fuerza relativa o de actividad.

Estas relaciones son incontestables, y no faltan otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se observa por ejemplo, que cada magistrado es más activo en su corporación que cada ciudadano en la suya, y que por consiguiente la voluntad particular tiene más influencia en los actos del gobierno que en los del soberano, porque cada magistrado casi siempre está encargado de alguna comisión del gobierno, cuando por el contrario cada ciudadano aisladamente no ejerce ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se extiende el Estado, tanto más se aumenta su fuerza real, si bien ésta no se aumenta en razón de su extensión; pero como el Estado permanece siendo el mismo, por más que se aumente el número de magistrados, no por esto adquiere el gobierno mayor fuerza real, porque esta fuerza es la del Estado, cuya medida siempre es la misma. De esta manera la fuerza relativa o la actividad del gobierno disminuye, sin que pueda aumentarse su fuerza absoluta o real.

Es evidente también que el despacho de los negocios se entorpece a medida que aumenta el número de personas encargas de ellos; se concede demasiado a la prudencia y poco a la fortuna; se deja escapar la ocasión favorable y, a fuerza de deliberar, se pierde a menudo el fruto de la deliberación.

Acabo de probar que el gobierno se debilita a medida que los magistrados se aumentan; y ya antes he probado que cuanto más numeroso es el pueblo, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. De lo que se sigue que la relación de los magistrados debe estar en razón inversa de la de los súbditos; es decir, que cuanto más se engrandezca el Estado, tanto más debe estrecharse el gobierno, de modo que el número de jefes disminuya en razón del aumento del pueblo.

Por lo demás, sólo hablo aquí de la fuerza relativa del gobierno, y no de su rectitud; porque, por el contrario, cuanto más numerosos son los magistrados, tanto más la voluntad de corporación se acerca a la voluntad general; en tanto que, habiendo un sólo magistrado, esta misma voluntad de corporación, según hemos visto, no es más que una voluntad particular. Así es como se pierde por un lado lo que se gana por el otro, y la habilidad del legislador consiste en saber fijar el punto en el cual la fuerza y la voluntad del gobierno, que siempre están en proporción recíproca, se combinen produciendo la relación más ventajosa para el Estado.

c) División de los gobiernos

Se ha visto en el capítulo precedente la razón por la cual se distinguen las diferentes especies o formas de gobiernos según el número de miembros que los componen. Falta ver de qué modo se ejecuta esta división.

En primer lugar, el soberano puede encomendar el gobierno a todo el pueblo -o a la mayor parte del pueblo- de suerte que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares. A esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia.

El soberano puede también poner el gobierno en manos de un pequeño número, de modo que haya más simples ciudadanos que magistrados; y esta forma se llama aristocracia.

Por último, puede concentrar todo el gobierno en un sólo magistrado de quien todos los demás reciban el poder. Esta tercera forma es la más común y se llama monarquía o gobierno real.

Debe advertirse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son susceptibles de más y de menos, y que tienen mucha latitud; puesto que la democracia puede abrazar a todo el pueblo, o limitarse hasta llegar a la mitad. La aristocracia puede también reducirse desde la mitad del pueblo hasta un número insignificante indeterminado. La misma monarquía es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos reyes en virtud de su constitución, y en el Imperio romano ha habido hasta ocho emperadores a un mismo tiempo, sin que pudiese decirse que el imperio estaba dividido. De aquí resulta que hay un punto en el cual cada forma de gobierno se confunde con la siguiente y se ve que, bajo las tres únicas denominaciones anotadas, el gobierno en realidad es susceptible de tantas formas diferentes como ciudadanos tiene el Estado.

Aun hay más: pudiendo este mismo gobierno, desde cierto punto de vista, subdividirse en otras partes, la una administrada de un modo, y la otra de otro, de estas tres formas combinadas puede resultar una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formas simples.

En todos tiempos se ha disputado mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en algunos casos y la peor en otros.

         Si en los diversos Estados el número de magistrados supremos debe estar en razón inversa al de los ciudadanos, se sigue que, en general, el gobierno democrático conviene a los Estados pequeños, el aristocrático a los medianos y el monárquico a los grandes. Esta regla se deduce inmediatamente de dicho principio. Mas ¿cómo es posible enumerar las multitud de circunstancias que pueden sugerirnos las excepciones?

d) Democracia

El que hace la ley sabe mejor que nadie de qué manera se ha de ejecutar e interpretar. Parece pues que no se puede encontrar una constitución mejor que aquella en que el poder ejecutivo está unido al legislativo. Pero esto mismo hace que este gobierno sea insuficiente bajo ciertos aspectos, porque las cosas que han de estar separadas no lo están, y el príncipe y el soberano, siendo una sola persona, no forman, por decirlo así, más que un gobierno sin gobierno.

No conviene que el que hace las leyes, las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo distraiga su atención de las miras generales para fijarla en objetos particulares. Nada es más peligroso que la influencia de los intereses particulares en los negocios públicos; y hasta el abuso que el gobierno puede hacer de las leyes es un mal menor comparado con la corrupción del legislador que es la consecuencia infalible de las miras particulares. Alterándose entonces el Estado en su substancia, toda reforma llega a ser imposible. Un pueblo tan perfecto que no abusase jamás del gobierno, tampoco abusaría de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.

Tomando el término en todo el rigor de la acepción, jamás ha existido una verdadera democracia, ni es posible que jamás exista. Es contrario al orden natural que gobierne la mayoría, y que la minoría sea gobernada. No se puede concebir que esté el pueblo continuamente reunido para dedicarse a los negocios públicos, y se ve fácilmente que no puede delegar tal función en comisiones sin variar la forma de la administración.

En efecto, creo poder asentar el principio de que, cuando las diferentes funciones del gobierno están divididas entre muchos tribunales, los menos numerosos adquieren tarde o temprano la mayor autoridad, aunque más no sea por la razón de la mayor facilidad para despachar los negocios.

Por otra parte, ¡cuántas cosas, todas difíciles de reunir, no supone este gobierno! Primeramente, un Estado muy pequeño, para que se pueda juntar el pueblo sin dificultad, y cada ciudadano pueda conocer fácilmente a los demás. En segundo lugar, una sencillez de costumbres muy grande, a fin de evitar la multitud de cuestiones y las discusiones espinosas. Después, mucha igualdad en los rangos y en las fortunas, pues sin esto no puede subsistir por largo tiempo la igualdad en los derechos ni en la autoridad. Finalmente, poco o ningún lujo, porque el lujo o es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión, al otro por la codicia; entrega la patria a la molicie y a la vanidad, y arrebata al Estado todos sus ciudadanos para esclavizarlos, sometiendo a los unos al yugo de los otros, y todos al de la opinión.

Por esta razón un célebre autor ha designado a la virtud como principio de toda república, pues sin ella no pueden subsistir todas estas condiciones. Pero, por no haber hecho las distinciones necesarias, este hombre de talento ha escrito a menudo sin exactitud, y a veces sin claridad, y no ha visto que siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe regir el mismo principio en todo Estado bien constituido; si bien es cierto que con mayor o menor extensión según fuere la forma del gobierno.

Añádase a esto que no hay gobierno tan expuesto a las guerras civiles y a las agitaciones interiores como el democrático o popular, porque no hay ninguno que tienda con tanto ímpetu y con tanta frecuencia a cambiar de forma, ni que exija más vigilancia y valor para sostenerse. Bajo esta constitución es donde el ciudadano debe armarse de mayor fuerza y constancia, y repetir todos los días de su vida en el fondo de su corazón lo que decía un virtuoso palatino en la dieta de Polonia: “Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.

Si existiese un pueblo de dioses, sin duda se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.

e) Aristocracia

Hay en este gobierno dos personas morales muy distintas, a saber, el gobierno y el soberano; y por consiguiente dos voluntades generales, la una respecto de todos los ciudadanos, y la otra sólo respecto de los miembros de la administración. Así, pues, aunque el gobierno pueda arreglar como le plazca su régimen interno, jamás puede hablarle al pueblo sino en nombre del soberano, esto es, en nombre del pueblo mismo, cosa que se ha de tener siempre presente.

Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los que eran cabezas de familia deliberaban entre sí sobre los negocios públicos. Los jóvenes cedían sin dificultad a la autoridad de la experiencia. De aquí provienen los nombres de presbíteros, ancianos, senado, gerontes. Los salvajes de la América septentrional se gobiernan todavía así, y están muy bien gobernados.

Pero a medida que la desigualdad de la institución pudo más que la desigualdad natural, la riqueza y el poder fueron preferidos a la edad, y la aristocracia llegó a ser electiva. Por último, pasando el poder juntamente con los bienes de padres a hijos, y creando así el patriciado en algunas familias, el gobierno se convirtió en hereditario y hubo senadores de veinte años de edad.

Hay, según esto, tres especies de aristocracia; la natural, la electiva y la hereditaria. La primera conviene solamente a los pueblos sencillos; la tercera es el peor gobierno imaginable; y la segunda es el mejor, es la aristocracia propiamente dicha.

Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes, esta aristocracia tiene la de la elección de sus miembros, porque en un gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, pero este gobierno los limita a un pequeño número, que sólo llega a ser gobierno por medio de la elección; medio por el cual la honradez, los conocimientos, la experiencia y todos los otros motivos de preferencia y de pública estima, son todas garantías de que habrá quien gobierne con sabiduría.

Además de esto las asambleas se juntan con mayor comodidad, los asuntos se discuten mejor, y se despachan con mayor orden y diligencia. El crédito del Estado está mejor sostenido en el extranjero por senadores dignos de veneración que por una muchedumbre desconocida o despreciada.

En una palabra, el mejor orden y el más natural consiste en que los más sabios gobiernen a la muchedumbre siempre que haya una seguridad de que la gobernarán según el provecho de ésta, y no según el suyo. No deben multiplicarse inútilmente los resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que cien bien escogidos pueden desempeñar mejor. Pero se ha de observar que, en este caso, el interés del cuerpo, al dirigir la fuerza pública, sigue menos la regla de la voluntad general y que una inclinación inevitable quita a las leyes una parte de su poder ejecutivo.

En cuanto a las conveniencias particulares, no se necesita que el Estado sea tan pequeño, ni el pueblo tan sencillo y tan recto, que la ejecución de las leyes proceda inmediatamente de la voluntad pública, como en una buena democracia. Tampoco se necesita una nación tan grande que los jefes, esparcidos para gobernarla, puedan obrar como soberanos cada uno en su distrito y empiecen a hacerse independientes para llegar a ser después los amos.

Pero si bien la aristocracia no exige tantas virtudes como el gobierno popular, también requiere otras que le son propias; pues exige moderación en los ricos, y el contento o satisfacción en los pobres. En semejante gobierno una igualdad rigurosa, que ni aun en Esparta pudo ponerse en práctica, no tendría cabida.

Por lo demás si esta forma permite cierta desigualdad de fortunas, no es sino para que la administración de los negocios públicos se confíe generalmente a los que pueden dedicarse mejor a ellos; pero no, como pretende Aristóteles, para que sean siempre preferidos los ricos. Al contrario, conviene que una elección contraria enseñe algunas veces al pueblo, que en el mérito de los hombres hay motivos de preferencia más relevantes que la riqueza.

f) Monarquía

Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaria, en el Estado, del poder ejecutivo. Ahora debemos considerar este poder reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, que sea el único que pueda disponer de él según las leyes. A este hombre le llamamos monarca o rey.

Muy a la inversa de las demás administraciones, en las que un ente colectivo representa a un individuo, en ésta un individuo representa un ente colectivo; de modo que la unidad moral, llamada príncipe, es al mismo tiempo una unidad física, en la cual se hallan naturalmente reunidas todas las facultades que la ley reúne en la otra.

Así es que la voluntad del pueblo y la del príncipe, la fuerza pública del Estado y la particular del gobierno, todo obedece al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo camina al mismo fin, no hay movimientos encontrados que se destruyan mutuamente, y no es posible imaginar ninguna especie de constitución en la que un esfuerzo tan pequeño produzca una acción más considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente en la playa y poniendo a flote sin fatiga al mar una gran nave, es la imagen de un hábil monarca que gobierna sus vastos Estados desde su gabinete, haciendo mover todo, permaneciendo él aparentemente inmóvil.

Pero si bien es verdad que no hay gobierno más vigoroso, no lo es menos que no hay ninguno, en el cual la voluntad particular tenga mayor imperio y domine más fácilmente a las demás. Todo se dirige al mismo fin, es cierto; pero este fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración se convierte sin cesar en perjuicio del Estado.

Los reyes quieren ser absolutos y se les grita desde lejos que el mejor medio para serlo es el de hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy hermosa y aun verdadera bajo ciertos aspectos. Desgraciadamente, siempre se hará burla de ella en las cortes. El poder que deriva del amor de los pueblos es sin duda alguna el mejor; pero es precario y condicional, y nunca satisfará a los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les conviene, sin dejar por esto de ser los señores. Por más que un orador político les predique que, consistiendo su fuerza en la del pueblo, su principal interés está en que éste sea floreciente, numeroso y respetable; no le harán caso. Ellos saben mejor que nadie que no es verdad. Su interés personal consiste antes que todo en que el pueblo sea débil y miserable, y en que nunca le pueda ofrecer resistencia. Confieso, que suponiendo a los súbditos siempre enteramente sometidos, el interés del príncipe sería entonces que el pueblo fuese poderoso, pues siendo suyo el poder de éste, se haría temer de sus vecinos. Pero como este interés sólo es secundario y subordinado, y las dos suposiciones son incompatibles, es natural que los príncipes den siempre la preferencia al principio que les es inmediatamente más útil. Esto es lo que Samuel recordaba constantemente a los hebreos; esto es lo que Maquiavelo ha demostrado hasta la evidencia. Fingiendo que daba lecciones a los reyes, las ha dado muy grandes a los pueblos. El Príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos.

Hemos visto por medio de las relaciones generales que la monarquía sólo conviene a los grandes Estados; y lo vemos aun examinándola en sí misma. Cuanto más numerosa es la administración pública, tanto más disminuye la relación del príncipe a los súbditos y va acercándose a la igualdad; de modo que en la democracia esta relación es igual a uno, o bien la igualdad misma.

Esta misma relación aumenta a medida en que el gobierno se estrecha, y está en su máximum cuando el gobierno se halla en manos de uno solo. Entonces hay una distancia demasiado grande entre el príncipe y el pueblo, y el Estado se halla falto de enlace. Para formarlo, se necesita pues que haya clases intermedias; y para llenar estas clases debe haber príncipes, grandes y nobleza. Pero nada de esto conviene a un Estado muy reducido puesto que se arruinaría a causa de tantas jerarquías.

Pero si es difícil que un Estado grande esté bien gobernado, aun lo es mucho más que lo esté por un hombre solo; y todo el mundo sabe lo que sucede cuando un rey se da sustitutos.

Un defecto esencial e inevitable, que hará que el gobierno monárquico sea siempre inferior al republicano, es que en éste, la voz pública casi nunca eleva a los primeros puestos más que a hombres ilustrados y capaces de ocuparlos con honor; mientras, por el contrario, los que medran en las monarquías son las mayoría de las veces sólo unos chismosos, bribones e intrigantes, cuyo talento superficial -que en las cortes permite llegar a grandes dignidades- sólo sirve para mostrar al público su ineptitud tan pronto como han llegado a ellas. El pueblo, en las elecciones, se engaña mucho menos que el príncipe; y es tan difícil encontrar en el ministerio a un hombre de verdadero mérito como a un ignorante al frente de un gobierno republicano. Por esto, cuando por una dichosa casualidad alguno de estos hombres nacidos para gobernar se encarga de dirigir el timón de los negocios en una monarquía casi arruinada por esa turba de administradores, sorprende a todos con los recursos que encuentra, y su ministerio hace época en un país.

Para que un Estado monárquico pueda estar bien gobernado, es menester que su grandeza o extensión se mida por las facultades del que gobierna. Conquistar es más fácil que gobernar. Teniendo una palanca adecuada, basta un dedo para hacer tambalear el mundo; pero para sostenerlo se necesitan los hombros de Hércules. Por escasamente grande que sea un Estado, casi siempre el príncipe es demasiado pequeño. Cuando, por el contrario, sucede que el Estado es demasiado pequeño para su jefe, cosa muy rara, también está mal gobernado; porque siguiendo el jefe siempre la grandeza de sus objetivos olvida los intereses de los pueblos, y no los hace menos desgraciados por el abuso del talento que le sobra, que un jefe de cortos alcances por su falta de capacidad. Sería menester, por decirlo así, que en cada reinado se engrandeciese o estrechase el reino, según los alcances o las aptitudes del rey, mientras que, teniendo un Senado capacidades más fijas, el Estado puede tener unos límites constantes sin que por esto la administración deje de marchar bien.

El inconveniente más palpable del gobierno de uno solo es la falta de esta continuidad en la sucesión que en los otros dos sistemas forma un enlace no interrumpido. Muere un rey y al instante se necesita otro. Las elecciones dejan intervalos peligrosos y son, además, muy borrascosas; y a no ser que los ciudadanos tengan un desinterés y una integridad que esta clase de gobierno no permite se mezclan en esta elecciones la intriga y la corrupción. Es muy difícil que aquel, a quien el Estado se ha vendido, no venda a su vez al mismo Estado, y no se desquite con los débiles del dinero que le sacaron los poderosos. Tarde o temprano todo llega a ser venal en una administración como esta, y la paz de que se goza con estos reyes es mil veces peor que el desorden de los interregnos.

¿Qué se ha hecho para evitar estos males? Se ha establecido que la corona sea hereditaria en algunas familias y que se siga un orden de sucesión que evite las disputas cuando muera un rey. Es decir que, sustituyendo el inconveniente de las elecciones por el de las regencias, se ha preferido una tranquilidad aparente a una sabia administración, y en lugar de tener que disputar sobre la elección de buenos reyes se acepta el riesgo de que los jefes sean niños, monstruos o mentecatos. No se ha pensado que exponiéndose de esta suerte a los riesgos de la alternativa, casi todas las probabilidades son desfavorables. Muy juiciosa fue la respuesta que dio el joven Dionisio a su padre, quien echándole en cara una acción vergonzosa, le decía: “¿Son éstos los ejemplos que te he dado?” y el hijo contestó: “¡Ah!, vuestro padre no era rey”.

Todo concurre para privar de justicia y de razón a un hombre educado para mandar a los demás. Mucho trabajo se emplea, según dicen, en enseñar a los príncipes jóvenes el arte de reinar; más no parece que les aproveche esta clase de educación. Mejor sería empezar por enseñarles el arte de obedecer. Los mejores reyes que ha celebrado la historia no han sido educados para reinar. Esta es una ciencia que nunca se posee menos que después de haberla aprendido demasiado, y que se adquiere mejor obedeciendo que mandando: “Nam utilissimus idem ac brevissimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio príncipe, aut volueris.

Consecuencia de esta falta de coherencia es la inconstancia del gobierno monárquico, el cual siguiendo ya un plan, ya otro, según el carácter del príncipe que reina o de los que reinan por él, no puede tener por mucho tiempo ni un objetivo fijo, ni una conducta consecuente. Esta variación, que hace continuamente fluctuar el Estado de máxima en máxima y de proyecto en proyecto, no se produce en los demás gobiernos, en los cuales el príncipe es siempre el mismo. Así vemos generalmente que, si bien hay más astucia en una corte, también hay más sabiduría en un senado, y que las repúblicas marchan hacia su objetivo por medios más constantes y más directos mientras que, por el contrario, cada revolución en el ministerio produce otra en el Estado, porque la máxima común a todos los ministros y a casi todos los reyes es hacerlo siempre todo al revés de sus predecesores.

En esta misma incoherencia encontramos también la solución a un sofisma, muy común a los políticos realistas, que consiste no sólo en comparar al gobierno civil con el doméstico, y al príncipe con el padre de familia, error que ya he refutado, sino también en atribuir generosamente a este magistrado todas las virtudes que necesitaría, y en suponer siempre que el príncipe es lo que debería ser; suposición mediante la cual el gobierno monárquico es evidentemente preferible a cualquier otro por la razón de que sin duda alguna es el más fuerte y porque para ser también el mejor sólo le falta una voluntad de cuerpo más conforme con la voluntad general.

Pero si, según Platón, es tan raro encontrar un rey que lo sea por naturaleza, ¿será fácil que haya uno en quien la naturaleza y la fortuna concurran para coronarle? Y si la educación real corrompe indispensablemente a los que la reciben ¿qué se debe esperar de una serie de hombres educados para reinar? Luego, confundir el gobierno real con el de un buen rey es querer engañarse. Para ver lo que es aquel gobierno es en sí mismo, es menester examinarle cuando haya príncipes de corto talento o malvados; porque o subirán al trono siéndolo ya, o el trono los hará tales.

Estas dificultades no han escapado a nuestros autores; pero no por esto les han arredrado. El remedio consiste, según ellos, en obedecer sin murmurar. Dios en su cólera, envía los malos reyes y han de ser tolerados como unos castigos del cielo. Este modo de discurrir edifica, no hay duda; pero no sé si estaría mejor en un púlpito que en un libro de política. ¿Que se diría de un médico que prometiese milagros y cuya habilidad consistiese tan sólo en exhortar a su enfermo a tener paciencia? Es sabido que es preciso sufrir un mal gobierno cuando se lo tiene; la cuestión está en encontrar uno que sea bueno.

g) Gobiernos mixtos

Hablando con propiedad, no hay ningún gobierno simple. Un jefe único ha de tener magistrados subalternos; un gobierno popular ha de tener un jefe. Así, pues, en la distribución del poder ejecutivo, hay siempre una gradación desde el número mayor al menor; con la diferencia de que a veces el número mayor depende del menor, y a veces al revés.

En algunos casos la distribución es igual; ya sea cuando las partes constitutivas están en una mutua dependencia, como en el gobierno de Inglaterra; o bien cuando la autoridad de cada parte es independiente, pero imperfecta, como en Polonia. Esta última forma es mala, porque no hay unidad en el gobierno, ni enlace en el Estado.

¿Qué gobierno es mejor; un gobierno simple o uno mixto? Esta cuestión es muy debatida entre los políticos, y debe dársele la misma contestación que he dado a la que versaba sobre toda especie de gobierno.

El gobierno simple es en sí el mejor por la sola razón de ser simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende lo bastante del legislativo -esto es, cuando hay más relación del príncipe al soberano que del pueblo al príncipe- se ha de remediar esta falta de proporción dividiendo el gobierno, pues de esta suerte todas sus partes no tienen menos autoridad entre los súbditos, y su división las hace a todas juntas menos fuertes contra el soberano.

También se puede evitar el mismo inconveniente estableciendo magistrados intermedios que, dejando entero al gobierno, sirvan sólo para equilibrar los dos poderes, y para conservar sus respectivos derechos. En este caso el gobierno no es mixto sino templado.

Por medios muy parecidos se puede remediar el inconveniente opuesto, y cuando el gobierno sea demasiado débil, erigir tribunales para concentrarlo. Así está en uso en todas las democracias. En el primer caso, se divide el gobierno para debilitarlo; y en el segundo para darle más fuerza, pues el máximum de fuerza o de debilidad se encuentra igualmente en los gobiernos simples, en tanto que las formas mixtas producen una fuerza mediana.

h) Gobiernos diversos para países diversos

No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no está al alcance de todos los pueblos. Cuanto más se medita este principio, establecido por Montesquieu, tanto más se conoce su verdad; y cuanto más se lo discute, tanta mayor ocasión se ofrece para confirmarlo por medio de nuevas pruebas.

En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume sin producir nada. ¿De dónde saca, pues, la substancia que consume? Del trabajo de sus miembros. Lo que sobra a los particulares produce lo que el público necesita. De lo que se sigue que el Estado civil no puede subsistir sino mientras el trabajo de los hombres produzca más de lo que éstos necesitan.

Pero este sobrante no es el mismo en todos los países del mundo. En muchos de ellos, es muy considerable; en otros, mediano; en otros, no existe; y en otros, es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, de la clase de trabajo que exige la tierra, de la naturaleza de sus producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor o menor consumo que necesitan, y de una multitud de relaciones semejantes, propias de cada país.

Por otra parte, todos los gobiernos no son de la misma naturaleza. Hay unos más o menos consumidores que otros; y las diferencias se fundan en otro principio, a saber: que cuanto más se apartan de su origen las contribuciones públicas, tanto más onerosas son. No se ha de medir esta carga por la cantidad de los impuestos, sino por el camino que han de hacer para volver a las manos de donde salieron. Cuando esta circulación se hace en poco tiempo y está bien establecida, poco importa que se pague poco o mucho: el pueblo siempre es rico, y la hacienda está siempre en buen estado. Al contrario, aun cuando el pueblo pague muy poco, si este poco no vuelve a sus manos, el pueblo, dando continuamente, bien pronto quedará exhausto, el Estado nunca será rico y el pueblo siempre será miserable.

De aquí se sigue que los tributos se van haciendo más onerosos a medida en que aumenta la distancia entre el gobierno y el pueblo. Así es que en una democracia el pueblo está menos cargado; en una aristocracia ya lo está más, y en una monarquía es cuando lleva la mayor carga. Por lo tanto, la monarquía sólo conviene a las naciones opulentas, la aristocracia a los Estados de una riqueza y extensión medianas, y la democracia a los Estados pequeños y pobres.

En efecto, cuanto más se reflexiona, mejor se descubre la diferencia en esto entre los Estados libres y los monárquicos. En los primeros todo se emplea para la utilidad común; en los otros las fuerzas públicas y las particulares son recíprocas, y las unas se aumentan por la disminución de las otras; en fin, en vez de gobernar a los súbditos para hacerlos felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.

Se ve, pues, que en cada país hay varias causas naturales según las cuales se puede determinar la forma de gobierno a la cual le arrastra el clima y la clase de habitantes que debe tener.

Los lugares ingratos y estériles, en los que el producto no compensa el trabajo, deben permanecer incultos y desiertos o estar solamente poblados de salvajes. Los países en que el trabajo de los hombres sólo produce exactamente lo necesario, deben ser habitados por pueblos bárbaros pues toda política sería imposible en ellos. Los parajes en dónde el exceso de la producción es mediano convienen a los pueblos libres. Aquellos terrenos abundantes y fértiles, que producen mucho con poco trabajo, deben ser gobernados monárquicamente a fin de que el lujo del príncipe consuma lo superfluo de los súbditos; pues conviene más que este exceso lo absorba el gobierno y no los particulares. Hay algunas excepciones, no lo ignoro; pero ellas mismas confirman la regla, pues tarde o temprano originan revoluciones que vuelven a poner las cosas en el orden de la naturaleza.

Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden modificar su efecto. Aun cuando todo el Mediodía estuviese cubierto de repúblicas y todo el Norte de Estados despóticos; no por eso dejaría de ser cierto que, por el efecto del clima, el despotismo conviene a los países calurosos, la barbarie a los países fríos, y una buena política a las regiones intermedias. Convengo también que, aun concediendo el principio, se podrá disputar sobre su aplicación; que se podrá decir que hay países fríos muy fértiles y que los hay meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad sólo lo es para los que no examinan las cosas bajo todas sus relaciones. Es preciso, como ya he dicho, tomar en cuenta las de los trabajos, las de las fuerzas, las del consumo, etc.

Supongamos, pues, que de dos terrenos iguales, el uno produzca cinco y el otro diez. Si los habitantes del primero consumen cuatro y los del último nueve, el exceso del primer producto será de una quinta parte y el del segundo de una décima. Siendo pues la relación de estos excesos inversa a la de los productos, el terreno que sólo produce cinco dará el doble de sobrante que el terreno que produce diez.

Pero no se trata aquí de un producto doble, y no creo que haya quien compare en general la fertilidad de los países fríos con la de los cálidos. Con todo, supongamos en ambos países igualdad de productos; coloquemos, si así se quiere, a Inglaterra al nivel de Sicilia, y a Polonia al de Egipto. Yendo más hacia el Sur encontraremos el África y las Indias; más hacia el norte no encontraremos nada. Para que haya esta igualdad en los productos ¡cuánta diferencia no ha de haber en el cultivo! En Sicilia no se necesita más que remover la tierra. En Inglaterra ¡cuántos cuidados son necesarios para cultivarla! Siendo esto así, en el país en que se necesita un número mayor de brazos para dar el mismo producto, el sobrante ha de ser por fuerza menor.

Considérese, además de esto, que el mismo número de hombres consume mucho menos en los países cálidos. El clima exige sobriedad para poder disfrutar de buena salud, y los europeos que quieren vivir en ellos como en su país, perecen todos de disentería y de indigestión. “Nosotros -dice Chardin- somos animales carnívoros, somos lobos en comparación con los Asiáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los Persas al poco cultivo que hay en su país; y yo creo por el contrario que si su país no produce muchos más víveres, es porque sus habitantes no necesitan muchos. Si su frugalidad fuese efecto de la carestía del país, tan sólo comerían poco los pobres, cuando es sabido que generalmente todos hacen lo mismo; y se comería más o menos en cada provincia, según la fertilidad del terreno, en vez de regir la misma sobriedad en todo el reino. Se alaba mucho su modo de vivir, diciendo que basta mirar su tez para conocer cuanto más sano es que la de los cristianos. En efecto, la tez de los Persas es lisa, su cutis hermoso, fino y pulido; mientras que, al contrario, el cutis de los Armenios, sus súbditos que viven a la europea, es grosero y barroso, y sus cuerpos gordos y pesados”.

Cuanto más cerca están de la línea ecuatorial, tanto menos necesitan los pueblos para vivir. Casi no comen carne: el arroz, el maíz, el cuzcuz, el mijo, el cazabe son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de hombres cuyo sustento apenas cuesta algunos maravedíes al día. También vemos en Europa algunas notables diferencias en cuanto al apetito entre los pueblos del Norte y los del Mediodía. Un español vivirá ocho días con la comida de un alemán. En los países donde los hombres son más voraces, el lujo corre parejo con los artículos de consumo. En Inglaterra se hace ostentación de una mesa cargada de manjares; en Italia os regalarán almíbares y flores.

El lujo en los vestidos ofrece también diferencias muy semejantes. En aquellos climas en los cuales los cambios de las estaciones son súbitos y violentos, se viste mejor y con más sencillez. En los países en donde los vestidos sirven sólo para adornarse, se busca más la brillantez que la utilidad, y hasta los mismos vestidos son una especie de lujo. En Nápoles todos los días se pasean por el Posílipo hombres con trajes bordados en oro y sin medias. Lo mismo puede decirse de los edificios: sólo se busca en ellos la magnificencia cuando no hay que temer a los elementos. En París y en Londres se necesitan habitaciones calientes y cómodas; en Madrid hay salones suntuosísimos, pero sin ventanas que cierren bien y los dormitorios son nidos de ratas.

Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los países cálidos; tercera diferencia, que no puede dejar de influir en la segunda. ¿Por qué razón se consumen tantas legumbres en Italia? Porque son muy buenas, nutritivas y de excelente sabor. En Francia en donde sólo se nutren de agua, no sirven para alimentar y casi no se les hace caso en las mesas. A pesar de eso, no dejan de ocupar el mismo terreno y hay que emplear por lo menos el mismo trabajo para cultivarlas. Se ha demostrado por la experiencia que el trigo de Berbería, inferior por otra parte al de Francia, produce mayor cantidad de harina y que el trigo francés, a su vez, produce más que el del Norte. De lo que se puede inferir que se observa generalmente una gradación semejante, siguiendo la misma dirección del ecuador al polo. Ahora bien, ¿no es una visible desventaja el que un producto igual ofrezca menor cantidad de alimento?

A todas estas diferentes consideraciones puede añadirse una que se deriva de ellas y que las robustece; y es que los países cálidos no necesitan tantos habitantes como los fríos y pueden mantener a muchos más; lo que produce un doble sobrante, siempre a favor del despotismo. Si el mismo número de habitantes ocupa una superficie mayor, las sublevaciones se hacen más difíciles, porque no es fácil ponerse de acuerdo con rapidez ni en secreto, y el gobierno siempre puede desbaratar los proyectos y cortar las comunicaciones. Pero cuanto más se estrecha un pueblo numeroso, menos facilidad tiene el gobierno de usurpar los derechos del soberano; los jefes deliberan en sus aposentos con tanta seguridad como el rey en su consejo, y la muchedumbre se junta en las plazas con la misma rapidez que las tropas en sus cuarteles. La ventaja de un gobierno tiránico consiste según esto en obrar a grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo que busca, su fuerza aumenta a lo lejos como la de las palancas. Por el contrario, la fuerza del pueblo sólo obra si está concentrada; se evapora y se pierde cuando se extiende, así como la pólvora esparcida por el suelo sólo se inflama de grano en grano. Por consiguiente, los países menos poblados son los más a propósito para la tiranía. Las fieras sólo reinan en los desiertos.

i) Señales de un buen gobierno

Según esto, cuando se pregunta cuál es el mejor gobierno, se hace una pregunta que no tiene respuesta y que es, además, indeterminada; o, si se quiere, tiene tantas buenas soluciones como combinaciones posibles haya en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

Pero si se preguntase cuales son las señales que permiten conocer que tal pueblo, por ejemplo, está bien o mal gobernado, ya sería otra cosa, y esta cuestión de hecho podría resolverse.

Sin embargo, no se resuelve porque cada cual quiere hacerlo a su modo. Los súbditos ensalzan la tranquilidad pública, los ciudadanos la libertad individual; el uno prefiere la seguridad de las posesiones, y el otro la de las personas; el uno asegura que el mejor gobierno es el más severo, el otro sostiene que lo es el más suave; éste quiere que se castiguen los delitos, y aquél que se prevengan; el uno cree que le conviene que sus vecinos le teman, el otro prefiere no ser conocido por ellos; el uno está contento cuando circula el dinero, el otro exige que el pueblo tenga pan. Y aun cuando todos estuviesen de acuerdo sobre estos y otros puntos semejantes ¿estaríamos por esto más adelantados? No teniendo las cantidades morales una medida determinada, aunque conviniésemos en el indicio, ¿cómo convendríamos en su evaluación?

Por lo que a mí toca, siempre me admiro de que se desconozca, o de que se tenga la mala fe de no estar de acuerdo en un indicio tan sencillo ¿Cual es el fin de toda asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. Y ¿cuál es el indicio más seguro para saber si se conservan y prosperan? Su número y su asentamiento. No busquéis, pues, en otra parte este indicio tan controvertido. Suponiendo iguales las demás condiciones, aquel gobierno en el cual sin medios extranjeros, sin naturalizaciones, sin colonias, los ciudadanos prosperan y se multiplican más, es infaliblemente el mejor. Aquel en el cual un pueblo disminuye y decae, es el peor. Calculadores, ahora os toca a vosotros: contad, medid y comparad.

j) Abusos y degeneración del gobierno

Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así también el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto más crece este esfuerzo, tanto más se altera la constitución; y como aquí no hay otra voluntad de cuerpo que, resistiendo a la del príncipe, se equilibre con ella, tarde o temprano el príncipe debe necesariamente oprimir al soberano y romper el contrato social. Este es el vicio inherente e inevitable que, desde el origen del cuerpo político, tiende sin descanso a su destrucción, de la misma forma en que la vejez y la muerte destruyen al fin el cuerpo del hombre.

Hay dos vías generales, por las cuales un gobierno degenera; a saber: cuando se reduce, o cuando el Estado se disuelve.

El gobierno se reduce cuando pasa de un número mayor a otro menor, esto es, de la democracia a la aristocracia, y de la aristocracia a la dignidad real. Esta es su natural inclinación. Si retrogradase de un número pequeño a otro mayor, podría decirse que se debilita; pero este progreso inverso es imposible.

En efecto, el gobierno no cambia jamás de forma sino cuando sus resortes gastados lo dejan demasiado debilitado para poder conservar la forma que tiene. Ahora bien, si el Estado se debilitase aun extendiéndose, su fuerza llegaría a ser del todo nula y subsistiría menos aun. Es preciso, pues, dar cuerda a los resortes medida en que se aflojan o ceden porque, de otra manera, el Estado se arruina.

La disolución de un Estado puede suceder de dos maneras. En primer lugar, cuando el príncipe deja de administrar al Estado según las leyes y usurpa el poder soberano. Entonces sucede un cambio notable; y es, que no se reduce el gobierno sino el Estado. Vale decir: se disuelve el Estado grande y se forma otro dentro de éste, compuesto tan sólo de los miembros del gobierno, que para el resto del pueblo ya no es más que un señor y un tirano. De modo que, al momento en que el gobierno usurpa la soberanía, se rompe el pacto social; y todos los simples ciudadanos, recobrando de derecho su libertad natural, pueden verse forzados a obedecer, pero no están obligados a ello.

Lo mismo sucede también cuando los miembros del gobierno usurpan separadamente el poder que sólo deben ejercer en cuerpo; lo cual es una infracción no menor de las leyes, y produce también un desorden muy grande. Hay entonces, por decirlo así, tantos príncipes como magistrados y el Estado, no menos dividido que el gobierno, perece o cambia de forma.

Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, sea el que fuere, toma el nombre común de anarquía. Distinguiendo los gobiernos, la democracia degenera en oclocracia, la aristocracia en oligarquía, y aun podría añadir que la monarquía degenera en tiranía; pero esta palabra es equívoca y necesita explicación.

Según la significación vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin respeto por la justicia ni por las leyes. Según el sentido exacto, un tirano es un particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho a ella. De este modo entendían los griegos esta palabra tirano: llamaban así indiferentemente a los buenos y a los malos príncipes, cuya autoridad no era legítima. Según esto tirano y usurpador son dos palabras enteramente sinónimas.

Para dar diferentes nombres a cosas que son distintas, llamo tirano al usurpador de la autoridad real, y déspota al usurpador del poder soberano. Un tirano es aquel que se instituye contra las leyes pero gobierna según ellas; un déspota, el que se hace superior a las mismas leyes. Así es que un tirano puede no ser déspota, pero todo déspota siempre es tirano.

k) Muerte del cuerpo político

Esa es la inclinación natural e inevitable de los gobiernos mejor constituidos. Si Esparta y Roma perecieron, ¿qué Estado puede esperar una duración eterna? Si queremos fundar algo duradero, no pensemos en hacerlo eterno. Para acertar no debemos intentar lo imposible, ni lisonjearnos con dar a las obras de los hombres una solidez de la que no son capaces. El cuerpo político, del mismo modo que el cuerpo del hombre, empieza a morir desde su nacimiento, y lleva en sí mismo, las causas de su destrucción. Pero tanto el uno como el otro pueden tener una constitución más o menos robusta, y propia para conservarse más o menos tiempo. La constitución del hombre es obra de la naturaleza, la del Estado es obra del arte. No depende de los hombres el alargar su vida; pero depende de ellos el prolongar la del Estado tanto como sea posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El Estado mejor constituido llegará a su fin, pero más tarde que los otros, si algún accidente imprevisto no acarrea su ruina antes de tiempo.

El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado, el ejecutivo es su cerebro, que le da movimiento a todas las partes. El cerebro puede ser atacado de parálisis, y el individuo puede, no obstante, vivir. Un hombre queda imbécil y vive; pero después de que el corazón ha dejado de ejercer sus funciones, el animal muere.

El Estado no subsiste por las leyes, sino por el poder legislativo. La ley de ayer no obliga hoy; pero el silencio hace presumir el consentimiento tácito, y se considera que el soberano confirma sin cesar las leyes que no deroga. Todo lo que una vez ha declarado querer, lo quiere siempre, a no ser que lo revoque.

¿Por qué, pues, se tiene tanto respeto por las leyes antiguas? Por esta misma razón. Es creíble que sólo ha podido conservarlas tanto tiempo la perfección de las voluntades antiguas. Si el soberano no las hubiese constantemente reconocido saludables, las hubiera revocado mil veces. He aquí por qué las leyes, lejos de debilitarse, adquieren sin cesar una nueva fuerza en todo Estado bien constituido. La preocupación de la antigüedad las hace más venerables cada día; y, por el contrario, en cualquier parte en que las leyes se debilitan envejeciendo, es prueba de que ya no hay más poder legislativo y de que el Estado ha dejado de existir.

l) Autoridad soberana

No teniendo el soberano más fuerza que el poder legislativo, sólo obra por medio de leyes; y no siendo éstas más que los actos auténticos de la voluntad general, sólo puede obrar el soberano cuando el pueblo se halla congregado. Congregado el pueblo, se dirá; ¡qué quimera! Es verdad que hoy lo es, pero no lo era ciertamente hace dos mil años atrás. ¿Habrán mudado los hombres de naturaleza?

Los límites de lo posible, en las cosas morales, no son tan reducidos como creemos. Son nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestras preocupaciones las que los estrechan. Las almas bajas no creen en los grandes hombres: los viles esclavos sonríen con un aire de mofa al oír la palabra libertad.

Calculemos lo que puede hacerse por lo que se ha hecho ya. No hablaré de las antiguas repúblicas de Grecia; pero la romana era, por lo que me parece, un Estado grande, y la ciudad de Roma una ciudad populosa. El último censo dio en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados; y la última enumeración del imperio más de cuatro millones de ciudadanos, sin contar los vasallos, los extranjeros, las mujeres, los niños y los esclavos.

¡Cuántas dificultades no se encontrarían para juntar con frecuencia el inmenso pueblo de esta capital y de sus contornos! Sin embargo, pocas semanas transcurrían sin que se congregara el pueblo romano, y esto no una sola vez. No solamente ejercía los derechos de la soberanía, si que también parte de los del gobierno. Entendía en algunos negocios, juzgaba ciertas causas, y todo este pueblo era, en la plaza pública, tan pronto magistrado como ciudadano.

Remontándonos a los primeros tiempos de las naciones, encontraríamos que la mayor parte de los antiguos gobiernos, y aun los monárquicos, como los de los macedonios y de los Francos, tenían consejos por este estilo. Sea lo que fuere, este sólo hecho incontestable responde a todas las dificultades: de lo existente a lo posible me parece buena la consecuencia.

No basta que el pueblo congregado haya sancionando un cuerpo de leyes una vez fijada la constitución del Estado. No basta que haya establecido un gobierno perpetuo, o que haya provisto de una vez por todas a la elección de los magistrados. Además de las asambleas extraordinarias que los casos imprevistos pueden exigir, es preciso que haya también algunas fijas y periódicas que de ningún modo puedan ser abolidas o prorrogadas, de manera que en el día señalado esté el pueblo legítimamente convocado por la ley, sin que para esto tenga necesidad de ninguna otra convocatoria formal.

Pero, a excepción de estas asambleas jurídicas de fecha fija, cualquiera asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados señalados para este efecto, y según las formas prescritas, debe tenerse por ilegítima y todo lo que se hace en ella por nulo, porque hasta la misma orden de congregarse debe dimanar de la ley.

En cuanto a los intervalos más o menos largos de las asambleas legítimas, dependen de tantas consideraciones que no se pueden dar sobre esto reglas fijas. Solamente puede decirse en general que, cuanto más fuerte es el gobierno, tanto más a menudo debe mostrarse el soberano.

Todo esto, se me dirá, puede ser bueno para una ciudad sola, pero ¿qué se hará cuando el Estado comprende a muchas? ¿Se dividirá entonces la autoridad soberana? ¿O acaso se ha de concentrar en una sola ciudad y sujetar a ésta todas las demás?

Respondo que no se ha de hacer ni lo uno ni lo otro. En primer lugar, la autoridad soberana es simple y una, y no se puede dividir sin que se destruya. En segundo lugar, una ciudad no menos que una nación, no puede legítimamente estar sujeta a otra, porque la esencia del cuerpo político consiste en la conciliación de la obediencia y de la libertad, y estas palabras -súbdito y soberano- son correlaciones idénticas, cuya idea se reúne en la sola palabra ciudadano.

Añado también que siempre es malo juntar muchas ciudades en un sólo cuerpo político, y que queriendo hacer semejante unión, no es posible evitar los inconvenientes naturales. No se deben recordar a los Estados pequeños el abuso de los grandes. Pero ¿de qué manera se dará a los Estados pequeños la fuerza necesaria para resistir a los grandes? Del modo con que las ciudades de la Grecia resistieron en otro tiempo al gran rey, y del modo con que más recientemente Holanda y Suiza han resistido a la casa de Austria.

De todos modos, si no se puede reducir el Estado a unos justos límites, queda todavía un recurso; y es el de no permitir que haya capital, hacer que el gobierno resida alternativamente en cada ciudad, y convocar en ella sucesivamente a las provincias del país.

Poblad igualmente el territorio, extended por todas partes los mismos derechos, llevad a todas ellas la abundancia y la vida; y de este modo el Estado llegará a ser al mismo tiempo el más fuerte y el mejor gobernado de todos. Acordaos de que los muros de las ciudades no se forman sino con las ruinas de las casas del campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, se me figura ver arruinar una comarca.

En el mismo instante en que el pueblo se halla legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo, y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado; porque allá en donde se encuentra el representado, ya no hay más representante. La mayor parte de los tumultos que hubo en Roma en los comicios provinieron de haber ignorado o despreciado esta regla. Los cónsules no eran entonces más que los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores; y el senado, nada absolutamente.

Siempre ha tenido el príncipe estos intervalos de suspensión, en los que reconoce o debe reconocer un actual superior; y estas asambleas populares, que son el escudo del cuerpo político y el freno del gobierno, en todos tiempos han causado horror a los jefes; así es que jamás ahorran cuidados, objeciones, dificultades ni promesas, para que los ciudadanos las descuiden. Cuando estos son avaros, desidiosos, pusilánimes, más amantes del reposo que de la libertad, no resisten mucho tiempo a los esfuerzos redoblados del gobierno. De este modo, al aumentar continuamente la fuerza que se le opone, se desvanece al fin la autoridad soberana, y la mayor parte de los Estados caen y perecen antes de tiempo.

Pero entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario, se introduce a veces un poder medio del que es preciso decir algo.

m) Diputados

Tan pronto como el servicio público deja de ser la principal ocupación de los ciudadanos, y éstos quieren servir con su bolsa antes que con su persona, el Estado se encuentra ya muy cerca de su ruina. ¿Es preciso ir a la guerra? Pagan tropas y se quedan en casa. ¿Es preciso ir al consejo? Nombran diputados y se quedan en casa. A fuerza de pereza y de dinero tienen, en fin, soldados para esclavizar la patria y representantes para venderla.

El bullicio del comercio y de las artes, la interesada codicia de la ganancia, la molicie y el amor a las comodidades son las causas de que se muden en dinero los servicios personales. Se cede una parte del provecho para aumentarle libremente. Dad dinero, y bien pronto tendréis cadenas. La palabra hacienda es una palabra de esclavos, que no se conoce en los Estados libres. En estos, los ciudadanos lo hacen todo con sus brazos y nada con dinero; lejos de pagar para eximirse de sus deberes, pagarían para desempeñarlos por sí mismos. Estoy bien lejos de seguir las ideas comunes. Creo que los servicios corporales son menos contrarios a la libertad que las contribuciones.

Cuanto mejor constituido está un Estado, tanta más preferencia tienen en el espíritu de los ciudadanos los negocios públicos por sobre los privados. Y hay también menos negocios de esta clase, porque como la suma de la dicha común proporciona una porción más considerable a la de cada individuo, no debe buscar tanta en los cuidados particulares. En un Estado bien arreglado cada cual corre a las asambleas; bajo un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para ir a ellas, porque nadie toma interés en lo que se hace, pues se prevé que la voluntad general no será la que dominará, y en fin porque los cuidados domésticos ocupan toda la atención. Las buenas leyes hacen dictar otras mejores, las malas son seguidas de otras peores. En el momento en que, hablando de los negocios del Estado, alguno diga, ¿qué me importa?”, se ha de contar con que el Estado está perdido.

La tibieza del amor a la patria, la actividad del interés privado, la inmensidad de los Estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han abierto el camino para el envío de diputados o representantes del pueblo a las asambleas de la nación. Esto es lo que en algunos países se atreven a llamar Tercer Estado o bien Estado llano. De este modo, el interés particular de dos clases ocupa el primero y segundo puesto, y el interés público el tercero.

La soberanía no puede ser representada, por la misma razón por la que no puede ser enajenada. Consiste en la voluntad general, y la voluntad no se representa porque, o es ella misma, o es otra; en esto no hay término medio. Luego, los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes. Son tan sólo sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula, y ni siquiera puede llamarse ley. El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña; porque tan sólo lo es durante la elección de los miembros del parlamento. Después de que éstos están elegidos, ya es esclavo, ya no es nada. El uso que hace de su libertad en los cortos momentos en que la posee, merece por cierto que la pierda.

La idea de representantes es moderna y se deriva del gobierno feudal; de este gobierno inicuo y absurdo en el que se halla degradada la especie humana y el hombre se deshonra. En las repúblicas antiguas y aun en las monarquías, el pueblo jamás tuvo representantes; esta palabra era desconocida. Resulta muy particular que en Roma, en donde los tribunos eran tan sagrados, no se hayan ni tan sólo imaginado que pudiesen usurpar las funciones del pueblo, y que en medio de una muchedumbre tan numerosa no hayan intentado jamás hacer pasar un sólo plebiscito por autoridad propia. Sin embargo puede juzgarse la confusión que causaba a veces la multitud por lo que sucedió en tiempo de los Graco, cuando una parte de los ciudadanos daba su voto desde los tejados.

En donde el derecho y la libertad lo son todo, para nada hay inconvenientes. En este sabio pueblo, todo estaba en su justa medida. Dejaba hacer a sus lictores lo que no se hubieran atrevido a hacer sus tribunos; no temía que los lictores quisiesen representarle.

Con todo, para explicar de qué modo los tribunos le representaban a veces, basta concebir de qué modo el gobierno representa al soberano. No siendo la ley otra cosa más que la declaración de la voluntad general, claro está que, en cuanto al poder legislativo, el pueblo no puede ser representado. Pero puede y debe serlo en cuanto al poder ejecutivo, que no es más que la fuerza aplicada a la ley. Esto muestra que, examinando bien las cosas, se encontraría que son muy pocas las naciones que tienen leyes. Sea lo que fuere, es muy cierto que no teniendo los tribunos ninguna parte del poder ejecutivo, nunca pudieron representar al pueblo romano por los derechos de sus cargos, sino solamente usurpando los del senado.

Entre los griegos, todo lo que el pueblo tenía que hacer, lo hacía por sí mismo; y así continuamente se hallaba reunido en las plazas. Es cierto que vivían en un clima templado, no tenían codicia, los esclavos trabajaban por ellos, y su principal negocio era su libertad. No teniendo las mismas ventajas ¿cómo se pueden conservar los mismos derechos? Vuestros climas más rigurosos, os originan más necesidades; durante seis meses del año no podéis permanecer en la plaza pública; vuestras lenguas sordas no se dejan oír al aire libre; os dedicáis más a vuestras ganancias que a vuestra libertad, y teméis mucho menos la esclavitud que la miseria.

¡Pues qué! ¿La libertad sólo se mantiene con el apoyo de la esclavitud? Puede ser. Los dos excesos se tocan. Todo lo que no está en el orden de la naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil mucho más. Hay ciertas situaciones desgraciadas, en las que no se puede conservar la libertad sino a expensas de la de los demás, y en las que el ciudadano no puede ser enteramente libre sin que el esclavo sea sumamente esclavo. Tal era la situación de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, es verdad que no tenéis esclavos, pero lo sois vosotros mismos; pagáis su libertad con la vuestra. Por más que alabéis esta preferencia, yo encuentro en ella más cobardía que humanidad.

No entiendo por esto que tiene que haber esclavos, ni que sea legítimo el derecho de esclavitud, puesto que he probado lo contrario. Indico tan sólo los motivos por los cuales los pueblos modernos, que se creen libres, tienen representantes, y hago ver por qué razón los pueblos antiguos no los tenían. De todos modos, en el instante en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre; deja de existir.

Bien examinado todo, no veo que sea posible ya al soberano conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos si el Estado no es muy pequeño. Pero en este caso, ¿será sojuzgado fácilmente? No por cierto. Más adelante haré ver de qué forma se puede reunir el poder exterior de un pueblo grande con la administración cómoda y el buen orden de un pequeño Estado.

n) Institución del gobierno

Una vez bien establecido el poder legislativo, hay que establecer de la misma manera el ejecutivo; porque este último, que sólo obra por medio de actos particulares y no teniendo la esencia del otro, está naturalmente separado de él. Si fuese posible que el soberano, considerado como tal, tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho se hallarían confundidos de tal forma que no se podría saber lo que es ley y lo que no lo es; y el cuerpo político, apartado de este modo de su naturaleza, se vería muy pronto expuesto a la violencia contra la cual fue instituido.

Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, todos pueden mandar lo que todos deben hacer, pero nadie tiene el derecho de exigir que otro haga lo que él no hace. Este es propiamente el derecho que el soberano da al príncipe cuando se instituye el gobierno; derecho indispensable para hacer vivir y mover al cuerpo político.

Muchos han pretendido que el acto de esta institución es un contrato entre el pueblo y los jefes que el pueblo se da; contrato por el cual se estipulaban entre las dos partes las condiciones bajo las cuales el uno se obligaba a mandar y el otro a obedecer. En verdad, semejante manera de contratar es bien extraña. Veamos, sin embargo, si se puede sostener esta opinión

En primer lugar, la suprema autoridad así como no puede enajenarse, tampoco puede modificarse; ponerle límites es lo mismo que destruirla. Es cosa muy absurda y contradictoria que el soberano se dé un superior. Obligarse a obedecer a un señor es volver a ponerse a su entera disposición.

Además, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular. De lo que se sigue que no puede ser ni una ley, ni un acto de soberanía, y que por consiguiente sería ilegítimo.

Añádase a esto que las partes contratantes obrarían entre sí bajo la sola ley de la naturaleza, sin ninguna garantía de sus recíprocas obligaciones, lo que repugna enteramente al Estado civil. Siendo siempre el que tuviese la fuerza en la mano el árbitro de la ejecución, sería lo mismo que dar el nombre de contrato al acto por el cual un hombre dijese a otro: “Te doy todo lo que tengo, con la condición de que me devolverás lo que te diere la gana”.

En el Estado no hay más que un contrato: el de asociación; y éste excluye cualquier otro. No se puede imaginar ningún contrato público que no sea una violación del primero.

¿Qué idea hemos de tener, pues, del acto por el cual es instituido el gobierno? Haré observar desde luego que este acto es complejo o compuesto de otros dos; a saber: el establecimiento de la ley, y su ejecución.

Por el primero, el soberano establece que haya un cuerpo de gobierno bajo tal o cual forma, y es claro que este acto es una ley.

Por el segundo, el pueblo nombra los jefes que se encargarán del gobierno establecido. Siendo este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley, sino una consecuencia de la primera y una función del gobierno.

La dificultad consiste en entender de qué manera puede haber un acto de gobierno antes que éste exista y de qué modo el pueblo, que no es más que soberano o súbdito, puede ser en algunas circunstancias príncipe o magistrado.

Aquí es donde se descubre también una de estas admirables propiedades del cuerpo político por las cuales concilia operaciones en apariencia contradictorias. Ésta se ejecuta por una súbita conversión de la soberanía en democracia; de modo que, sin ningún cambio sensible y tan sólo por medio de una nueva relación de todos a todos, los ciudadanos, convertidos en magistrados, pasan de los actos generales a los particulares y de la ley a la ejecución.

Este cambio de relación no es una sutileza especulativa sin ejemplos en la práctica. Vemos lo que sucede todos los días en el parlamento de Inglaterra, en donde la Cámara Baja, en ciertas ocasiones, se convierte en Gran Comité para deliberar mejor. Se transforma de este modo, de Corte Suprema que era un momento antes, en simple comisión; de tal suerte que se da en seguida cuenta a sí misma como Cámara de los Comunes de lo que acaba de determinar como Gran Comité, y delibera de nuevo bajo un título sobre lo que ya ha resuelto bajo otro.

Tal es la ventaja propia del gobierno democrático, a saber: la de poder ser establecido de hecho por un simple acto de la voluntad general. Después de lo cual este gobierno provisional queda permanente, si ésta es la forma adoptada; o establece en nombre del soberano el gobierno prescrito por la ley. De este modo todo se encuentra resuelto. No es posible instituir el gobierno de ningún otro modo legítimo y sin contrariar los principios hasta aquí establecidos.

ñ) Usurpaciones del gobierno

De estas aclaraciones resulta, de conformidad con lo dicho en el capítulo XVI, que el acto de institución del gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son los señores del pueblo sino sus oficiales; que éste puede nombrarlos y destituirlos cuando le acomode; que no se trata de que ellos contraten, sino de que obedezcan; y que, encargándose de las funciones que el Estado les impone, no hacen más que cumplir con los deberes cívicos sin tener de manera alguna el derecho de discutir las condiciones.

Según esto, cuando el pueblo instituye un gobierno hereditario, ya sea monárquico en una familia o bien aristocrático en una clase de ciudadanos, no se entiende que se haya obligado; sino que le ha dado una forma provisional a la administración hasta que le plazca mandar otra cosa.

Es verdad que estos cambios siempre son peligrosos, y que jamás se debe cambiar el gobierno establecido sino cuando llega a ser incompatible con el bien público. Pero esta circunspección es una máxima de política y no una regla del derecho. El Estado no está más obligado a dejar la autoridad civil a sus jefes que la autoridad militar a sus generales.

También es cierto que, en semejante caso, nunca estará de más todo el cuidado que se ponga en observar todas las formalidades que se requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un tumulto sedicioso, y la voluntad de todo un pueblo de los clamores de una facción. Es sobre todo en estas cuestiones cuando no se debe dar a los casos odiosos más de lo que no se les puede negar en todo el rigor del derecho. También de esta obligación es que el príncipe saca una ventaja muy grande para conservar su poder a pesar del pueblo, sin que pueda decirse que lo haya usurpado. Haciendo ver que no hace más que usar de sus derechos le es muy fácil extenderlos e impedir las asambleas destinadas a restablecer el buen orden bajo el pretexto de la tranquilidad pública. De modo que se vale de un silencio que no deja romper, o de las irregularidades que hace cometer, para suponer a su favor el consentimiento de aquellos a quienes el temor hace callar, y para castigar a los que se atreven a hablar. No fue de otra manera que los decenviros, elegidos originalmente para un año y continuados después para otro, intentaron perpetuar su poder no permitiendo que se juntaran los comicios; y por este medio tan fácil todos los gobiernos del mundo, una vez revestidos de la fuerza pública, usurpan tarde o temprano la autoridad soberana.

Las asambleas periódicas de que he hablado antes, son las más convenientes para evitar o diferir esta desgracia, sobre todo cuando no hay necesidad de que sean convocadas formalmente, porque en tal caso no puede el príncipe impedirlas sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del Estado.

La apertura de estas asambleas, que sólo tienen por objeto la conservación del pacto social, debe hacerse siempre sobre dos proposiciones que no se pueden suprimir jamás, y que deben votarse por separado.

La primera: Si quiere el soberano conservar la actual forma de gobierno.

La segunda: Si quiere el pueblo dejar la administración del gobierno a quienes en la actualidad están encargados de ella.

Doy aquí por supuesto lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el Estado ninguna ley fundamental que no pueda revocarse, aunque sea el mismo pacto social. Porque si todos los ciudadanos se juntasen para romper este pacto de común acuerdo, no se podría dudar que estaría legítimamente roto. Grocio piensa, además, que cada uno puede renunciar al Estado del cual es miembro y recobrar su libertad natural y sus bienes, saliéndose del país. Sería, pues, muy absurdo que todos los ciudadanos reunidos no pudiesen lo que cada uno de ellos puede separadamente. 

 

 

CONTRATO SOCIAL, 4ª PARTE

 

a) Voluntad general, indestructible

En tanto que muchos hombres reunidos se consideran como un sólo cuerpo, no tienen más que una voluntad que se dirige a la común conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes del Estado son vigorosos y simples, sus máximas claras y luminosas, no tiene intereses confusos ni contradictorios, el bien común se echa de ver con evidencia en todas partes, y cualquiera que tenga buen discernimiento sabrá distinguirle. La paz, la unión y la igualdad son enemigas de las sutilezas políticas. Es difícil engañar a los hombres rectos y sencillos a causa de su simplicidad: las astucias, los sutiles pretextos, no pueden nada con ellos pues no son bastante astutos como para poder ser engañados. Cuando vemos en el pueblo más dichoso del mundo que un grupo de aldeanos arregla los asuntos del Estado a la sombra de una encina y que siempre obran con juicio; ¿podemos dejar de despreciar las sutilezas de las demás naciones que se hacen ilustres y miserables con tanto arte y con tantos misterios?

Un Estado gobernado de esta suerte necesita muy pocas leyes, y cuando se hace preciso promulgar algunas nuevas, se ve generalmente su necesidad. El primero que las propone no hace más que decir lo que todos han conocido ya; y no son necesarias las intrigas ni la elocuencia para hacer pasar por ley lo que cada cual ha determinado hacer, apenas esté seguro de que los demás lo harán como él.

Lo que engaña a los que discurren sobre esto es que, viendo tan sólo Estados mal constituidos desde su origen, los desorienta la imposibilidad de mantener en ellos una política semejante. Se echan a reír al imaginar todas las necedades que un pícaro hábil y un charlatán pueden hacerle creer al pueblo de París o al de Londres. Ignoran que el pueblo de Berna hubiera encerrado a Cromwell con los mentecatos, y que los ginebrinos hubieran puesto en la casa de corrección al duque de Beaufort.

Pero cuando el nudo social empieza a ceder y el Estado a relajarse, cuando los intereses particulares empiezan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir en la grande, el interés común se altera y encuentra oposición. Ya no hay unanimidad en los votos; la voluntad general ya no es la de todos; se suscitan contradicciones y debates; y el mejor parecer no se adopta sin disputas.

En fin, cuando el Estado, cercano a su ruina, subsiste solamente por una formalidad ilusoria y vana, cuando el vínculo social se rompe en todos los corazones, cuando al más vil interés se le suma el descaro con el nombre sagrado del bien público, la voluntad general enmudece. Guiados todos por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos sino como si jamás hubiese existido el Estado; y se hacen pasar falsamente con el nombre de leyes los decretos inicuos que sólo tienen por fin un interés particular.

¿Acaso de aquí se sigue que la voluntad general esté anonadada o corrompida? No por cierto. Ésta es siempre constante, inalterable y pura; pero está subordinada a otras que pueden más que ella. Cada cual, separando su interés del interés común, ve bien claro que no puede separarle de él enteramente; pero su parte del mal público no le parece nada en comparación con el bien exclusivo del que pretende apropiarse. Exceptuado este bien particular, quiere el bien general por su propio interés tan ardientemente como cualquier otro. Aun vendiendo su voto por dinero, no extingue en sí la voluntad general, sino que la elude. La falta que comete consiste en cambiar los términos de la cuestión y en contestar una cosa diferente de la que le preguntan; de modo que, en vez de decir por medio de su voto: conviene al Estado, dice: conviene a tal hombre o a tal partido que tal cosa sea aceptada. Así, pues, la ley del orden público en las asambleas no consiste tanto en mantener en ellas la voluntad general como en hacer que siempre sea consultada y que responda siempre a sus fines.

Muchas reflexiones podría hacer aquí sobre el simple derecho de votar en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar a los ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir y discutir, derecho cuyo ejercicio el gobierno tiene mucho cuidado en no permitir más que a sus miembros. Pero esta importante materia exigiría un tratado aparte y no es posible decirlo todo en éste.

b) Voto

Hemos visto en el capítulo anterior que el modo de tratar los asuntos generales puede dar un indicio bastante seguro del estado actual de las costumbres y de la salud del cuerpo político. Cuanta más conformidad reine en las asambleas; esto es, cuanto más se acerquen las decisiones a la unanimidad, tanto más dominante será también la voluntad general; y al contrario, los largos debates, las disensiones y el tumulto anuncian el ascendiente de los intereses particulares y la decadencia del Estado.

Esto no parece tan evidente cuando dos o más clases entran en su constitución, como en Roma con los patricios y los plebeyos, cuyas contiendas perturbaron a menudo los comicios aun en los tiempos más prósperos de la república. Pero esta excepción es más aparente que real porque entonces, a causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo así, dos Estados en uno y lo que no es cierto de los dos juntos lo es de cada uno en particular. Y, en efecto, hasta en los tiempos más borrascosos, los plebiscitos del pueblo, cuando no se metía en ellos el senado, ocurrían siempre tranquilamente y por una gran pluralidad de votos. No teniendo los ciudadanos más que un sólo interés, tampoco el pueblo tenía más que una voluntad.

En el otro extremo del círculo se halla también la unanimidad y es cuando los ciudadanos, habiendo caído en la esclavitud, ya no tienen libertad ni voluntad. Entonces el miedo y la adulación cambian los votos en aclamación. Ya no se delibera sino que se adora o se maldice. Tal era el vil modo de opinar del senado en tiempo de los emperadores. Esto se hacía a veces con precauciones ridículas. Tácito observa que, en el reinado de Othon, los senadores, llenando de execraciones a Vitelio, procuraban hacer al mismo tiempo un ruido espantoso a fin de que, si por casualidad llegaba éste al Imperio, no pudiese saber lo que cada uno de ellos había dicho.

De estas diferentes consideraciones nacen las máximas que han de determinar el modo de contar los votos y de comparar las opiniones, según se pueda con más o menos facilidad conocer la voluntad general y según la mayor o menor decadencia del Estado.

         Una sola ley exige por su naturaleza un consentimiento unánime, y es el pacto social; porque la asociación civil es el acto más voluntario de todos. Habiendo nacido todos los hombres libres y dueños de sí mismos, nadie puede, bajo ningún pretexto, sojuzgarlos sin su consentimiento. Decidir que el hijo de una esclava nace esclavo, es decidir que no nace hombre.

Si luego, cuando se hace el pacto social, éste encuentra opositores, esta oposición no anula el contrato; sólo impide que los que se han opuesto estén comprendidos en él. Hace que los opositores sean unos extranjeros en medio de los ciudadanos. Cuando el Estado se halla constituido, la residencia prueba el consentimiento y habitar el terreno es someterse a la soberanía.

A excepción de este primitivo contrato, la voz de la mayoría obliga siempre a todos los demás, lo cual es una consecuencia del mismo contrato. Pregúntese empero, ¿cómo puede un hombre ser libre y verse al mismo tiempo obligado a someterse a una voluntad que no es la suya? ¿Cómo los que se oponen son libres si han de sujetarse a leyes que no consintieron?

Respondo a esta cuestión diciendo que está mal planteada. El ciudadano consiente a todas las leyes, aun a las que se aprueban a pesar suyo y hasta a las que lo castigan cuando se atreve a violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general, y por ésta dichos miembros son ciudadanos y libres. Cuando se propone una ley en la asamblea popular, lo que se pide al pueblo no es precisamente si aprueba o desecha la proposición, sino si es o no conforme con la voluntad general que es la suya. Cada cual, al dar su voto, dice su parecer sobre el particular, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la voluntad general. Luego, cuando prevalece un dictamen contrario al mío, esto no prueba sino que yo me había engañado y que lo que creía que era la voluntad general, no lo era en realidad. Si mi parecer particular hubiese ganado, yo hubiera hecho en este caso una cosa contraria a la que había querido hacer que era someterme a la voluntad general.

Esto supone, es verdad, que el carácter esencial de la voluntad general se halla en la mayoría. Cuando deja de ser así, cualquiera que sea el partido que uno tome, ya no hay libertad.

Cuando he demostrado cómo se sustituyen las voluntades particulares a la general en las deliberaciones públicas, he indicado suficientemente los medios que se pueden practicar para evitar este abuso, y todavía hablaré de ellos más adelante. En cuanto al número proporcional de votos para declarar esta voluntad, he indicado también los principios sobre los que puede fijarse. La diferencia de una sola voz rompe la igualdad, y un sólo opositor destruye la unanimidad. Pero entre la unanimidad y la igualdad hay muchas divisiones desiguales, a cada una de las cuales puede fijarse este número según el Estado y las necesidades del cuerpo político.

Dos máximas generales pueden servir para determinar estas relaciones. La una, que cuanto más importantes y graves sean las deliberaciones, tanto más debe acercarse a la unanimidad el parecer que prevalezca; y la otra, que cuanto más celeridad exija el negocio de que se trata, tanto más debe reducirse la diferencia prescrita en la proporción de los votos. En las deliberaciones que se han de concluir al instante el exceso de un sólo voto debe bastar. La primera de estas máximas parece que conviene más a las leyes y la segunda a los asuntos. De todos modos, por una prudente combinación se deben establecer las mejores relaciones que se pueden dar a la mayoría para pronunciar sus decisiones.

c) Elecciones

En cuanto a las elecciones del príncipe y de los magistrados, que como he dicho son actos complejos, hay dos medios para proceder a ellas, a saber: la elección y la suerte. Ambos han sido empleados en diversas repúblicas y aun en la actualidad vemos una mezcla muy complicada de ambos en la elección del dux de Venecia.

La elección por la suerte -dice Montesquieu- es propia de la democracia. Estoy de acuerdo pero ¿cuál es el motivo? “La suerte -continúa- es una manera de elegir que a nadie ofende, pues deja a cada ciudadano una razonable esperanza de servir a la patria”. No creo que éstas sean razones.

Si se tiene en cuenta que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, veremos el motivo por el cual el medio de la suerte es el más acorde a la naturaleza de la democracia, en la cual es tanto mejor la administración, cuanto menos multiplicados son sus actos.

En toda verdadera democracia la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa que no puede imponerse con justicia a un particular con preferencia a otro. Solo la ley puede imponer esta carga a aquél a quien designe la suerte. Porque siendo entonces la condición igual para todos y no dependiendo la elección de voluntad humana, no hay ninguna aplicación particular que altere la universalidad de la ley.

En la aristocracia el príncipe elige al príncipe, el gobierno se conserva por sí sólo, y aquí es donde está bien servirse de los votos.

El ejemplo de la elección del dux de Venecia confirma esta distinción lejos de destruirla. Esta forma compuesta conviene a un gobierno mixto; porque es una equivocación tener al gobierno de Venecia por una verdadera aristocracia. Si el pueblo no tiene parte en el gobierno, la nobleza hace allí de pueblo. Una multitud de pobres barnabotes no obtienen jamás ninguna magistratura, y su nobleza no les da más que el inútil título de excelencia y el derecho de asistir al Gran Consejo. Siendo éste tan numeroso como nuestro Consejo General de Ginebra, sus ilustres miembros no tienen más privilegios que nuestros simples ciudadanos. Es muy cierto que, quitando la gran desigualdad de las dos repúblicas, el vecindario de Ginebra representa exactamente al patriciado veneciano. Nuestros naturales y habitantes representan a los ciudadanos y al pueblo de Venecia; nuestros paisanos representan a los vasallos de tierra-firme. En fin, de cualquier modo que se considere esta república, prescindiendo de su grandeza, su gobierno no es más aristocrático que el nuestro. Toda la diferencia consiste en que, no teniendo ningún jefe vitalicio, no tenemos nosotros la misma necesidad de la suerte.

Las elecciones por suerte tendrían pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en la cual, siendo todo igual tanto por las costumbres y por los talentos como por las máximas y por la fortuna, la elección seria casi indiferente. Pero ya he dicho que no existe una verdadera democracia.

Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la elección debe recaer sobre los destinos que exigen un talento particular, como son los empleos militares; la otra conviene a aquellos destinos que sólo requieren buen discernimiento, justicia e integridad, tales como los cargos de la judicatura; porque en un Estado bien constituido estas cualidades son comunes a todos los ciudadanos.

Ni la suerte ni los votos tienen lugar en un gobierno monárquico. Siendo el monarca de derecho el único príncipe y el único magistrado que hay, la elección de sus lugartenientes le pertenece exclusivamente. Cuando el abad de St. Pierre proponía multiplicar los consejos del rey de Francia y elegir sus miembros por escrutinio, no veía que su proposición cambiaba la forma de gobierno.

Queda aún por decir la manera de dar y de recoger los votos en las asambleas populares. Pero tal vez la historia de la política romana en este punto explicará con más claridad todas las máximas que yo podría establecer. No es indigno de un lector juicioso ver circunstanciadamente de qué modo se trataban los asuntos públicos y particulares en un consejo de doscientos mil hombres.

d) Comicios romanos

No existen monumentos bien positivos de los primeros tiempos de Roma. Es, además, muy probable que la mayor parte de las cosas que de ellos nos cuentan son fábulas; y en general la parte más instructiva de los anales de los pueblos, que es la historia de su fundación, es la de que más carecemos. La experiencia nos enseña todos los días las causas de las revoluciones de los imperios; pero como ya no se forman más pueblos, sólo podemos explicar por conjeturas el modo como se han formado.

Las costumbres que encontramos establecidas prueban, por lo menos, que han tenido un origen. De las tradiciones que se remontan a estos orígenes, las que están apoyadas en grandes autoridades y confirmadas por razones todavía más poderosas, deben pasar por las más ciertas. Estas son las máximas que he procurado seguir para buscar de que manera el pueblo más libre y más poderoso de la tierra ejercía su poder supremo.

Después de la fundación de Roma, la república naciente — esto es: el ejército del fundador — compuesto de albanos, de sabinos y de extranjeros, fue dividido en tres clases, que, según esta división, tomaron el nombre de tribus. Cada una de éstas se dividió en diez curias, y cada curia en decurias, a cuyo frente se pusieron jefes llamados curiones y decuriones.

Además de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien soldados de a caballo o caballeros, llamado centuria; por lo que se ve que estas divisiones, poco necesarias en una villa, sólo eran por de pronto militares. Pero parece que un instinto de grandeza guiaba la pequeña ciudad de Roma a que, de antemano, se diera una política digna de la capital del mundo.

De esta primera división resultó bien pronto un inconveniente; y fue que, quedando siempre en las mismas condiciones la tribu de los albanos y la de los sabinos, mientras que la de los extranjeros crecía sin cesar con la continua llegada de éstos, no tardó esta última en sobrepujar a las otras dos. El remedio que encontró Servio para este peligroso abuso fue el de cambiar la división y la distribución por linajes que fue abolida. La sustituyó por otra sacada de los diferentes parajes de la ciudad que cada tribu ocupaba. En vez de tres tribus formó cuatro, cada una de las cuales ocupaba una colina de Roma y tomaba de ella su nombre. Remediando de este modo la desigualdad presente, la supo prevenir también para lo venidero; y para que esta división no solamente lo fuese en cuanto a los lugares, sino también en cuanto a los hombres, prohibió a los habitantes de un cuartel que pasaran a otro; lo que hizo que no se confundiesen los linajes.

Duplicó asimismo las tres antiguas centurias de caballería y añadió otras doce, conservando siempre los mismos nombres; medio sencillo y juicioso por el cual terminó por separar el cuerpo de caballeros del cuerpo del pueblo sin dar lugar a que este último murmurase.

A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas rústicas, porque se compusieron de los habitantes del campo, divididos en otros tantos distritos. Con el tiempo se crearon otras y finalmente el pueblo romano estuvo dividido en treinta y cinco tribus, cuyo número duró hasta el fin de la república.

De esta distinción en tribus urbanas y rústicas resultó un efecto digno de ser notado, porque no hay otro ejemplo igual, y porque a él debió Roma tanto la conservación de sus costumbres como el engrandecimiento de su imperio. Cualquiera diría que las tribus urbanas se arrogaron bien pronto el poder y los honores, y que no tardaron en envilecer a las rústicas. Pues sucedió todo lo contrario. Bien sabida es la afición de los primeros romanos a la vida campestre; afición que les vino del sabio fundador de la república que juntó los trabajos rústicos y militares con la libertad y desterró, digámoslo así, a la ciudad las artes, los oficios, la intriga, la fortuna y la esclavitud.

Así pues, viviendo lo más ilustre de Roma en el campo y cultivando las tierras, los romanos se acostumbraron a buscar solamente allí el apoyo de la república. Siendo este Estado el de los más dignos patricios, fue honrado por todos. Fue preferida la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos a la vida ociosa y poltrona de los vecinos de Roma; y el que tal vez no hubiera sido más que un desdichado proletario en la ciudad, llegaba a ser un ciudadano respetado trabajando la tierra. No sin motivo, decía Varrón, nuestros magnánimos mayores establecieron en el campo el semillero de estos hombres robustos y valientes que los defendían en tiempo de guerra y los alimentaban en tiempo de paz. Plinio afirma que a las tribus del campo se las honraba mucho a causa de los hombres que las componían; mientras que los cobardes a quienes se quería envilecer eran transportados por ignominia a las de la ciudad. Habiendo ido a establecerse en Roma el sabino Apio Claudio, fue colmado de honores e inscrito en una tribu rústica, que con el tiempo tomó el nombre de su familia. Finalmente todos los libertos entraban en las tribus urbanas, jamás en las rústicas; y en todo el tiempo de la república no hay un sólo ejemplo de que alguno de estos libertos hubiese llegado a ser magistrado, a pesar de que todos eran ciudadanos.

Esta máxima era excelente. Pero se llevó hasta tal extremo que produjo por último un cambio y, sin duda alguna, un abuso en la política.

En primer lugar, habiéndose los censores arrogado por largo tiempo el derecho de trasladar arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu a otra, permitieron a la mayor parte el hacerse inscribir en la que más les acomodase; permiso que ciertamente para nada era bueno y que quitaba uno de los grandes resortes de la censura. Además, haciéndose inscribir todos los grandes y todos los poderosos en las tribus del campo y quedándose los libertos, al adquirir la libertad, con el populacho en las de la ciudad, las tribus perdieron generalmente su lugar y su territorio, y se encontraron mezcladas de tal suerte, que ya no fue posible distinguir los miembros de cada una por medio de los registros. De modo que la idea de la palabra tribu pasó así de real a personal, o por mejor decir, llegó a ser casi una quimera.

Sucedió también que hallándose las tribus urbanas más a mano, fueron a menudo las más poderosas en los comicios, y vendieron el Estado a los que querían comprar los votos de la canalla que las componía.

En cuanto a las curias, habiendo el fundador puesto diez en cada tribu, todo el pueblo romano -encerrado entonces dentro de las murallas de la ciudad- se halló compuesto de treinta curias, cada una de las cuales tenía sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas compitalia, semejantes a las paganalia que tuvieron después las tribus rústicas.

Cuando Servio hizo la nueva división, aunque este número de treinta no podía repartirse igualmente entre las cuatro tribus, no quiso variarlo. Las curias, independientes de las tribus, vinieron a ser otra división de los habitantes de Roma. Pero no se habló de curias ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que las componía, porque habiendo llegado a ser las tribus un establecimiento meramente civil y habiéndose introducido otra política para el alistamiento de las tropas, las divisiones militares de Rómulo vinieron a ser superfluas. Así es como, aunque todo ciudadano estaba inscrito en una tribu, no por esto lo estaba en una curia.

Servio hizo además una tercera división que no tenía ninguna relación con las dos precedentes, y que por sus efectos llegó a ser la más importante de todas. Distribuyó todo el pueblo romano en seis clases distinguiéndolas no por el lugar ni por los hombres sino por los bienes; de modo que las primeras clases se componían de los ricos, las últimas de los pobres, y las intermedias de aquellos que disfrutaban de una fortuna mediana. Estas seis clases se subdividían en otros ciento noventa y tres cuerpos llamados centurias; y estas centurias estaban distribuidas de tal manera que la primera clase comprendía por sí sola más de la mitad y la última sólo formaba una. De aquí resultó que la clase menos numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que toda la última clase no formó más que una sola subdivisión, a pesar de contener ella más de la mitad de los habitantes de Roma.

Para que el pueblo no se percatase de las consecuencias de esta última reforma, Servio procuró darle cierto aire militar. Colocó en la segunda clase dos centurias de armeros y dos de instrumentos bélicos en la cuarta. En todas las clases, a excepción de la última, separó los jóvenes de los ancianos -esto es: los que estaban obligados a tomar las armas de los que estaban exentos por las leyes a causa de su edad- distinción que, más que la de los bienes, produjo la necesidad de volver a hacer a menudo el censo o padrón. Quiso por último que se celebrase la asamblea en el campo de Marte y que todos los que estuviesen en edad de servir asistiesen a ella armados.

El motivo por el cual no hizo en la última clase esta misma división de jóvenes y de ancianos fue porque no se concedía al populacho que componía esta clase el honor de llevar las armas en defensa de la patria. Era necesario tener hogares para conseguir el derecho de defenderlos. Entre esas innumerables tropas de miserables que componen hoy los brillantes ejércitos de los reyes quizás no hay un sólo hombre que no hubiese sido despedido con desdén de una cohorte romana cuando los soldados eran los defensores de la libertad.

Sin embargo, aun se distinguieron en la última clase los proletarios de los que se llamaban capíte censi. Los primeros, no reducidos del todo a la nada, daban al menos al Estado ciudadanos y algunas veces soldados en los casos de mayor apuro. Por lo que toca a los que absolutamente nada tenían y que sólo podían ser contados por sus cabezas, eran mirados como inexistentes y Mario fue el primero que permitió alistarlos.

Sin decidir aquí si esta tercera división era, en sí misma, buena o mala, creo poder asegurar que sólo las costumbres sencillas de los primeros Romanos, su desinterés, su afición por la agricultura y el desprecio con que miraban el comercio y el afán de lucro, pudieron hacerla practicable. ¿En dónde existe un pueblo moderno en el cual la voraz codicia, el carácter inquieto, la intriga, las destituciones continuas, las perpetuas revoluciones en las fortunas, puedan dejar durar veinte años una institución semejante sin trastornar por completo al Estado? También se ha de observar con cuidado que las costumbres y la censura, más fuertes que esta misma institución, corrigieron los defectos de Roma y hubo ricos que se vieron relegados a la clase de los pobres por haber hecho demasiada ostentación de su riqueza.

De todo lo dicho se puede deducir con facilidad el motivo por el cual casi nunca se hace mención más que de cinco clases, aunque en realidad hubo seis. No dando la sexta ni soldados al ejército ni votantes al campo de Marte, y no siendo casi de ningún uso en la república, raras veces era contada para algo.

Estas fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora qué efecto producían en las asambleas. Estas asambleas, legítimamente convocadas, se llamaban comicios. Regularmente se reunían en la plaza de Roma o en el campo de Marte, y se dividían en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según la forma con que se mandaban convocar. Los comicios por curias fueron instituidos por Rómulo; los comicios por centurias por Servio; y los por tribus por los tribunos del pueblo. Ninguna ley era sancionada, ningún magistrado era elegido sino en los comicios. Y como no había ningún ciudadano que no estuviese inscrito en una curia, en una centuria o en una tribu, de aquí es que ningún ciudadano estaba excluido del derecho de votar y, por lo tanto, el pueblo romano era verdaderamente soberano de derecho y de hecho.

Para que los comicios estuviesen legítimamente convocados y lo que se hiciere en ellos tuviese fuerza de ley, se requerían tres condiciones: la primera, que el cuerpo o magistrado que los convocaba estuviese revestido a este fin de la autoridad necesaria; la segunda, que tuviese lugar la asamblea en uno de los días permitidos por la ley; y la tercera, que los agüeros fuesen favorables.

El motivo del primer reglamento no necesita ser explicado. El segundo es una medida administrativa; siendo así que no estaba permitido reunir los comicios en los días feriados y de mercado en los cuales los campesinos, que iban a Roma por sus negocios, no tenían tiempo para pasar el día en la plaza pública. Por el tercero, el senado contenía a un pueblo arrogante y bullicioso, y calmaba oportunamente el ardor de los tribunos sediciosos; aunque éstos supieron hallar más de un medio para salvar tal inconveniente.

Las leyes y la elección de los jefes no eran las únicas cuestiones sometidas al juicio de los comicios. Habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más importantes del gobierno, puede decirse que se determinaba en sus asambleas la suerte de Europa. Esta variedad de cargos y funciones explica las diversas formas que tomaban estas asambleas, según las materias sobre las que habían de deliberar.

Para formarse un concepto de estas diferentes formas, basta compararlas. Rómulo, instituyendo las curias, se propuso contener al senado por medio del pueblo y al pueblo por medio del senado, dominándolos a todos por igual. Por esta forma dio al pueblo toda la autoridad del número para equilibrarla con la del poder y de las riquezas que dejó a los patricios. Pero, siguiendo el espíritu de la monarquía, concedió sin embargo mayores ventajas a los patricios por la influencia de sus clientes en la pluralidad de los votos. Esta admirable institución de patronos y clientes fue una obra maestra de política y de humanidad sin la cual el patriciado, tan contrario al espíritu de la república, no hubiera podido subsistir. Roma ha sido la única que ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso ejemplo, que no se presta jamás a abusos y que, sin embargo, nadie ha seguido.

Habiendo subsistido la misma forma de curias en tiempos del imperio hasta la época de Servio, y no contándose por legítimo el reinado del último Tarquino, las leyes reales fueron distinguidas generalmente con el nombre de leges curiatae.

En tiempos de la república, las curias, limitadas siempre a las cuatro tribus urbanas y conteniendo tan sólo el populacho de Roma, no podían convenir ni al senado, que estaba a la cabeza de los patricios, ni a los tribunos, que aunque plebeyos, estaban a la cabeza de los ciudadanos pudientes. Por esto cayeron en descrédito, y su envilecimiento llegó a tanto que sus treinta lictores reunidos hacían lo que los comicios por curias debían haber hecho.

La división por centurias era tan favorable a la aristocracia que no se puede comprender como es que el senado no ganaba siempre las votaciones en los comicios de este nombre, en los cuales se elegían los cónsules, los censores y los otros magistrados curiales. En efecto, de las ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, conteniendo la primera clase noventa y ocho y contándose los votos por centurias, esta primera clase superaba por sí sola a todas las demás en número de votos. Cuando todas estas centurias estaban de acuerdo ni siquiera se procedía al recuento de los votos: lo que había decidido la minoría pasaba por una decisión de la multitud y se puede decir que en los comicios por centurias los asuntos se decidían más por mayoría de escudos que por mayoría de votos.

Pero esta excesiva autoridad se moderaba por dos medios: primeramente, hallándose por lo general los tribunos y siempre un gran número de plebeyos en la clase de los ricos, equilibraban el crédito de los patricios en esta primera clase.

El segundo medio consistía en que, en vez de hacer que las centurias votasen según su orden, lo que hubiera hecho que se empezase siempre por la primera, se sorteaba una, y ésta procedía a la elección; después de lo cual, todas las centurias convocadas para otro día según su rango, repetían la misma elección y por lo general la confirmaban. De este modo se quitaba al rango la autoridad del ejemplo para darla a la suerte, según el principio de la democracia.

De esta costumbre resultaba también otra ventaja, y era que los ciudadanos del campo tenían tiempo entre las dos elecciones para informarse del mérito del candidato nombrado provisionalmente, a fin de no dar sus votos sin conocimiento de causa. Pero, con el pretexto de la rapidez, después se logró abolir esta costumbre y ambas elecciones se hicieron en un mismo día.

Los comicios por tribus eran propiamente el consejo del pueblo romano. Solo se convocaban por los tribunos, los cuales eran elegidos en dichos comicios y en ellos celebraban sus plebiscitos. No solamente el senado carecía de voto en ellos, sino que ni aun tenía el derecho de asistir y los senadores, obligados a obedecer a unas leyes sobre las cuales no habían podido dar su voto, eran en este particular menos libres que los últimos ciudadanos. Esta injusticia era del todo mal entendida y por sí sola bastaba para anular los decretos de un cuerpo en el cual no eran admitidos todos sus miembros. Aun cuando todos los patricios hubiesen asistido a estos comicios en virtud del derecho que como ciudadanos tenían; reducidos entonces a la clase de simples particulares, hubiera sido nula su influencia en un cómputo de votos que se contaba por cabezas y en los que tanto podía el simple proletario como el presidente del senado.

Vemos pues que además del orden que resultaba de estas diversas distribuciones para recoger los votos de un pueblo tan numeroso, estas distribuciones no se reducían a unas formas indiferentes en sí mismas, sino que cada una tenía efectos relativos a las miras que la hacían preferir.

Sin entrar sobre el particular en pormenores más extensos, de las precedentes aclaraciones resulta que los comicios por tribus eran los más favorables al gobierno popular y los comicios por centurias a la aristocracia. En cuanto a los comicios por curias, en los que el populacho de Roma formaba la mayoría, como sólo servían para favorecer la tiranía y los malos designios, cayeron necesariamente en descrédito pues hasta los mismos sediciosos se abstuvieron de un medio que ponía demasiado en evidencia sus proyectos. Es muy cierto que toda la majestad del pueblo romano se hallaba tan sólo en los comicios por centurias, que eran los únicos completos en atención a que en los comicios por curias faltaban las tribus rústicas y en los comicios por tribus faltaban el senado y los patricios.

En cuanto al modo de computar los votos, entre los primeros Romanos era tan sencillo como sus costumbres, aunque menos sencillo que en Esparta. Cada cual daba su voto en voz alta y un escribano lo iba apuntando. La mayoría de votos en cada tribu determinaba el voto de la tribu. La mayoría de votos entre las tribus determinaba el voto del pueblo. Lo mismo sucedía en las curias y en las centurias. Esta costumbre fue buena mientras reinó la honradez entre los ciudadanos y mientras cada uno se avergonzó de dar públicamente su voto a una disposición injusta o a un sujeto indigno. Pero cuando el pueblo se corrompió y cuando se compraron los votos, se acordó que se emitiesen en secreto para contener a los compradores por la desconfianza y evitar que los bribones degenerasen en traidores.

Bien sé que Cicerón condena este cambio y que le atribuye, en parte, la ruina de la república. Mas, aunque conozco de cuanto peso debe ser en esta materia la autoridad de Cicerón, no puedo ser de su opinión. Al contrario, creo que por no haber hecho muchos cambios de este estilo, se aceleró la pérdida del Estado. Del mismo modo que no conviene a los enfermos el régimen de los sanos, tampoco se ha de querer gobernar a un pueblo corrompido con las mismas leyes que convienen a un buen pueblo. Nada prueba tanto esta máxima como la duración de la república de Venecia, cuyo simulacro existe en la actualidad por la única razón de que sus leyes no convienen sino a hombres malvados.

Se distribuyeron, pues, tablillas a los ciudadanos por cuyo medio cada cual podía votar sin que se supiese cual era su opinión. Se establecieron también nuevas formalidades para recoger las tablillas, para contar los votos, para comparar los números, etc.; lo que no impidió que muchas veces fuese sospechosa la fidelidad de los oficiales encargados de estas funciones. Por último, para impedir la intriga y el tráfico de los votos, se dieron varios edictos cuya multitud es una prueba de su inutilidad.

Hacia los últimos tiempos era preciso recurrir a menudo a expedientes extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes. Unas veces se suponían prodigios; pero este medio que podía engañar al pueblo, no engañaba a los que les gobernaban. Otras veces se convocaba repentinamente una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo para intrigar. Otras se pasaban toda una sesión en hablar si se veía que el pueblo corrompido iba a tomar un mal partido. Pero finalmente la ambición lo eludió todo y lo que hay de más increíble es que en medio de tantos abusos, este pueblo inmenso, gracias a sus antiguos reglamentos, no dejaba de elegir sus magistrados, de aprobar las leyes, de juzgar las causas, y de despachar los negocios públicos y particulares, casi con tanta facilidad como hubiera podido hacerlo el mismo senado.

e) Tribunado

Cuando no se puede establecer una exacta proporción entre las partes constitutivas del Estado, o cuando algunas causas ineluctables alteran sin cesar sus relaciones, se instituye entonces una magistratura particular que, sin formar un cuerpo con las demás, vuelva a colocar a cada término en su respectiva relación y que forme una unión o término medio, ya sea entre el príncipe y el pueblo, ya entre el príncipe y el soberano, o bien entre ambas partes a la vez si es necesario.

Este cuerpo, al cual llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder legislativo. Sirve a veces para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; a veces para sostener el gobierno contra el pueblo, como en la actualidad en Venecia el consejo de los diez; y a veces para mantener el equilibrio por una y otra parte, como hacían los éforos en Esparta.

El tribunado no es una parte constitutiva del Estado y no debe tener ninguna porción del poder legislativo ni del ejecutivo. Pero por esto mismo es mayor su poderío; porque sin poder hacer nada, puede impedirlo todo; y es más sagrado y reverenciado como defensor de las leyes que el príncipe que las ejecuta y que el soberano que las da. Esto se vio con evidencia en Roma cuando los orgullosos patricios, que siempre despreciaron a todo el pueblo, se vieron precisados a humillarse delante de un simple oficial del pueblo que no tenía ni auspicios ni jurisdicción.

El tribunado, sabiamente atemperado, es el más firme apoyo de una buena constitución; pero por poca fuerza que tenga de más, es bastante para que lo trastorne todo. En cuanto a la debilidad, es ajena a su naturaleza y, con tal que represente algo, nunca es menos de lo que debe ser.

El tribunado degenera en tiranía cuando usurpa el poder ejecutivo, del cual sólo es moderador, y cuando quiere ser autor de las leyes que sólo debe proteger. El enorme poder de los éforos, nada peligroso mientras Esparta conservó sus costumbres, aceleró la corrupción de éstas una vez que la corrupción comenzó. La sangre de Agis, derramada por estos tiranos fue vengada por su sucesor. El crimen y el castigo de los éforos apresuraron igualmente la pérdida de la república y después de Cleomenes, Esparta ya no fue nada. Roma pereció también por la misma causa: el excesivo poderío de los tribunos, usurpado por grados y con la ayuda de las leyes establecidas en favor de la libertad, sirvió al fin de salvaguardia a los emperadores que la destruyeron. En cuanto al consejo de los diez en Venecia, es un tribunal sanguinario, horrible tanto para los patricios como para el pueblo, y que lejos de proteger decididamente las leyes, sólo sirve, después de envilecerlas, para descargar a ciegas unos golpes inauditos por su perversidad.

El tribunado, del mismo modo que el gobierno, se debilita por la multiplicación de sus miembros. Cuando los tribunos del pueblo romano, en número de dos al principio, y después de cinco, quisieron doblar este número, el senado se lo permitió, seguro de contener a los unos por medio de los otros; lo que no dejó de suceder.

El mejor medio para prevenir las usurpaciones de un cuerpo tan temible, medio del cual hasta ahora ningún gobierno se ha valido, sería el de no hacerlo permanente, sino determinar los intervalos durante los cuales debería quedar suprimido. Estos intervalos, que no deben ser tan grandes que dejen tiempo para que se arraiguen los abusos, pueden ser establecidos por la ley, de modo que se puedan abreviar en caso de necesidad por medio de comisiones extraordinarias.

Este medio me parece que no tiene inconvenientes porque, como tengo dicho, no siendo el tribunado parte de la constitución, puede ser suprimido sin que ésta se resienta. Y me parece también eficaz, porque un magistrado nuevo no funda su poder en el que tenía su predecesor sino en el que le da la ley.

f) Dictadura

La inflexibilidad de las leyes, que no permite que se modifiquen según las circunstancias, puede hacerlas perjudiciales en ciertos casos y causar de este modo la pérdida del Estado en una crisis. El orden y la lentitud de las formalidades exigen un espacio de tiempo que las circunstancias a veces no permiten. Pueden presentarse mil casos para los cuales nada ha determinado el legislador y es necesario tener la previsión de que no es posible preverlo todo.

No debe, pues, intentarse el afianzar las instituciones políticas hasta el punto de renunciar a la facultad de suspender su efecto. Hasta la misma Esparta dejó dormir sus leyes.

Pero solamente los mayores peligros pueden compensar la alteración del orden público y jamás se ha de suspender el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salud de la patria. En estos casos, raros y manifiestos, se afianza la seguridad pública por medio de un acto particular que pone este encargo en manos del más digno. Esta comisión puede encargarse de dos maneras, según sea la especie del peligro.

Sí para poner el debido remedio basta con que se aumente la actividad del gobierno, se le puede concentrar en uno o dos de sus miembros. De este modo no se altera la autoridad de las leyes, sino tan sólo la forma de su administración. Pero si el peligro es tal que el aparato de las leyes constituye uno de los obstáculos que impiden dominarlo, entonces se ha de nombrar un jefe supremo que haga callar todas las leyes y que suspenda por un momento la autoridad soberana. En semejante caso no es dudosa la voluntad general y es evidente que la principal intención del pueblo es que el Estado no perezca. De esta suerte, aunque se suspende la autoridad legislativa, no por eso se extingue. El magistrado que la hace callar no puede hacerla hablar; la domina sin poder representarla. Puede hacerlo todo, menos leyes.

El primer medio se empleaba por el senado romano, cuando encargaba a los cónsules por medio de una fórmula consagrada que proveyesen a la salvación de la república. El segundo tenía lugar cuando uno de los dos cónsules nombraba un dictador; costumbre que Roma había adoptado de la ciudad de Alba.

En los comienzos de la república se recurrió con frecuencia a la dictadura porque el Estado no tenía bastante estabilidad para poder sostenerse con la sola fuerza de su constitución. Como las costumbres hacían entonces superfluas muchas precauciones que hubieran sido necesarias en otro tiempo, no se temía ni que un dictador abusase de su autoridad, ni que intentase retenerla más tiempo del señalado. Parecía, por el contrario, que un poder tan grande era insoportable; tanta era la prisa con que lo dejaba que el que lo tenía, como si hubiese sido demasiado pesado y peligroso el ocupar el puesto de las leyes.

Así que, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento el que me hace reprobar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; pues mientras se prodigaba para hacer elecciones, consagraciones de templos y otras cosas de puro formalismo, era de temer que se hiciese menos terrible en caso de necesidad y que se acostumbrasen a mirarla como un título vano, empleado tan sólo para ceremonias inútiles.

Hacia el fin de la república, los romanos, que eran ya más circunspectos, economizaron la dictadura con tan poco motivo como en otro tiempo la habían prodigado. Es fácil de ver que sus temores carecían de fundamento. La debilidad de la capital constituía la garantía contra los magistrados que tenía en su seno. Un dictador podía, en ciertos casos, defender la libertad pública sin poder atentar a ella y las cadenas de Roma no se fabricarían dentro de la misma Roma sino en sus ejércitos. La débil resistencia que Mario hizo a Sila y Pompeyo a César demostró claramente lo que se podía esperar de la autoridad de la ciudad contra la fuerza exterior.

Este error les hizo cometer grandes faltas. Una de éstas fue, por ejemplo, la de no haber nombrado un dictador en la causa de Catilina. Porque sólo se trataba de la ciudad, cuando más de alguna provincia de Italia, y con la autoridad ilimitada que las leyes le daban al dictador, éste hubiera disipado fácilmente la conjuración que sólo se frustró por un concurso de dichosas casualidades que la prudencia humana jamás debe esperar.

En vez de esto, el senado se contentó con entregar todo su poder a los cónsules. De ello resultó que Cicerón, para obrar eficazmente, se vio precisado a concentrar este poder en un punto capital; y si bien los primeros arrebatos de alegría hicieron que se aprobara su conducta, más tarde se le pidió con justa razón cuenta de la sangre de los ciudadanos derramada contra las leyes; reproche que no se le hubiera podido hacer a un dictador. Pero la elocuencia del cónsul lo arrastró todo; y él mismo, a pesar de ser romano, prefiriendo su gloria a su patria, no buscó tanto el medio más legítimo y más seguro para salvar el Estado, como el de llevarse toda la gloria. Por esto hubo justicia en honrarle como libertador de Roma y en castigarle como infractor de las leyes. Por más gloriosa que haya sido su vuelta del destierro, siempre será cierto que fue una gracia.

Por lo demás, de cualquier modo que se confiera esta importante comisión, conviene fijar su duración a un término muy corto que no pueda prolongarse jamás. En las crisis en que es preciso establecerla, el Estado se halla bien pronto destruido o salvado; y pasada la urgente necesidad, la dictadura llega a ser tiránica o inútil. A pesar de que en Roma los dictadores sólo eran nombrados por seis meses, casi todos abdicaron antes de este término. Si el término hubiese sido más largo, quizás hubieran intentado prolongarlo, como hicieron los decenviros con el de un año. El dictador sólo tenía el tiempo preciso para remediar la necesidad que le había hecho elegir pero no lo tenía para formular otros proyectos.

g) Censura

Así como la declaración de la voluntad general se hace por medio de la ley, así también la declaración del juicio público se hace por la censura. La opinión pública es una especie de ley cuyo ministro es el censor, y éste, a imitación del príncipe, no hace más que aplicarla a los casos particulares.

Lejos pues de que el tribunal censorial sea el árbitro de la opinión del pueblo, no es más que su órgano y, ni bien se aparta de ella, sus decisiones son vanas y de ningún efecto.

Inútil es distinguir las costumbres de una nación de los objetos de su cariño porque todo esto proviene del mismo principio y se confunde por necesidad. En todos los pueblos del mundo no es la naturaleza sino la opinión la que decide sobre la elección de sus gustos. Rectificad las opiniones de los hombres y sus costumbres se purificarán por sí mismas. Siempre se quiere lo bueno o lo que se tiene por tal; pero al formar este juicio es cuando uno se engaña y, por lo tanto, este es el juicio que debe ser regulado. El que juzga de las costumbres, juzga del honor; y el que juzga del honor, toma su discernimiento de la opinión.

Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no determine las costumbres, la legislación las hace nacer. Cuando se debilita la legislación, las costumbres degeneran; pero en tal caso el juicio de los censores no hará lo que no haya hecho antes la fuerza de las leyes.

De aquí se sigue que la censura puede ser útil para conservar las costumbres, jamás para restablecerlas. Estableced censores mientras las leyes conserven su vigor. Después de que éstas la han perdido ya es un caso desesperado. Nada legítimo tiene fuerza cuando las leyes ya no la tienen.

La censura mantiene las costumbres, impidiendo que las opiniones se corrompan, conservando la rectitud de éstas por medio de sabias aplicaciones, y a veces también fijándolas cuando todavía están inciertas. El uso de segundos en los duelos, usado hasta con furor en el reino de Francia, quedó abolido por estas solas palabras de un edicto del rey: en cuanto a los que tienen la cobardía de apelar a segundos”. Este juicio, anticipándose al del público, lo determinó de un golpe. Pero cuando los mismos edictos quisieron decidir que también era una cobardía batirse en duelo, lo que es muy cierto si bien contrario a la opinión general, el público se burló de esta decisión sobre la cual ya había formado su juicio.

Ya en otra parte he dicho que no estando la opinión pública sujeta a la violencia, no debe haber ningún vestigio de ésta en el tribunal establecido para representarla. Nunca admiraremos como se merece el arte con que este recurso, perdido enteramente entre los modernos, era puesto en juego por los romanos, y aun mejor por los lacedemonios.

Habiendo un hombre de malas costumbres dado un buen parecer en el consejo de Esparta, los éforos, sin hacerle caso, hicieron proponer el mismo dictamen a un ciudadano virtuoso. ¡Qué honor para el uno y qué afrenta para el otro, sin haber alabado ni vituperado a ninguno de los dos! Unos borrachos de Samos ensuciaron el tribunal de los éforos. Al día siguiente, por un edicto público, les fue permitido a los Samnitas el ser sucios. Un verdadero castigo hubiera sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta había decidido lo que era, o no, honesto, Grecia no apelaba sus juicios.

h) Religión civil

Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses, ni más gobierno que el teocrático. Hicieron el raciocinio de Calígula, y lo que es entonces raciocinaban bien. Se necesita una prolongada modificación de sentimientos y de ideas para resolverse a reconocer por jefe a un semejante y para lisonjearse de que se ganará con ello.

Como al frente de cada sociedad política se colocaba a Dios, de aquí se siguió que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos distintos y casi siempre enemigos no pudieron reconocer por largo tiempo a un mismo señor. Dos ejércitos que dan una batalla no es posible que obedezcan al mismo jefe. Así es como de las divisiones nacionales resultó el politeísmo, y de aquí la intolerancia teológica y civil que, naturalmente, es la misma como lo demostraré más adelante.

El antojo que tuvieron los griegos de encontrar sus dioses entre los pueblos bárbaros provino del que también tenían de creerse los soberanos naturales de estos pueblos. Pero en nuestros tiempos sería una erudición muy ridícula la que buscase la identidad de los dioses de las diferentes naciones. ¡Como si Molok, Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo Dios! ¡Como si el Baal de los fenicios, el Zeus de los griegos y el Júpiter de los latinos pudiesen ser el mismo! ¡Como si pudiese haber algo en común entre unos seres quiméricos que tienen diferentes nombres!

Y si se pregunta por qué en el paganismo, en el cual cada Estado tenía su culto y sus dioses, no había guerras de religión; contestaré que, teniendo cada Estado su culto propio del mismo modo que su gobierno, no hacía distinción entre sus dioses y sus leyes. La guerra política era también teológica: los departamentos de los dioses estaban señalados, por decirlo así, por los límites de las naciones. El dios de un pueblo no tenía ningún derecho sobre los otros pueblos. Los dioses de los paganos no eran envidiosos; se repartían el imperio del mundo. El mismo Moisés y el pueblo hebreo convenían a veces con esta idea hablando del dios de Israel. Es verdad que miraban como nulos los dioses de los Cananeos, pueblos proscritos y condenados a la destrucción, cuyo puesto ellos debían ocupar; pero ved como hablaban de las divinidades de los pueblos vecinos a quienes no podían atacar: “La posesión de lo que pertenece a vuestro dios Chamos”, decía Jephté a los amonitas, “¿no se os debe legítimamente? Nosotros poseemos con el mismo título las tierras que nuestro dios vencedor ha adquirido”. Me parece que esto era reconocer una paridad bien evidente entre los derechos de Chamos y los del dios de Israel.

Pero cuando los judíos sometidos a los reyes de Babilonia, y más tarde a los de Siria, se obstinaron en no reconocer más dios que el suyo; esta obstinación fue considerada como una rebeldía contra el vencedor y les atrajo las persecuciones que se leen en su historia de las cuales no hay otro ejemplo antes del cristianismo.

Estando pues cada religión unida a las leyes del Estado que la mandaba observar, sólo se conocía un modo de convertir a un pueblo y era el de sojuzgarlo. No había más misioneros que los conquistadores y, siendo la obligación de cambiar de culto la ley que se imponía a los vencidos, era menester vencerlos antes de hablarles de ello. Lejos de que los hombres peleasen por los dioses, sucedía, como en los poemas de Homero, que los dioses combatían por los hombres. Cada uno pedía a su dios la victoria y la pagaba con nuevos altares. Los romanos, antes de tomar una plaza, intimaban a los dioses de ésta que la abandonaran, y cuando permitieron que los Tarentinos conservasen sus dioses irritados fue porque consideraron a estos dioses como sometidos a los suyos y obligados a prestarles homenaje. Dejaban a los vencidos sus dioses, del mismo modo en que les dejaban sus leyes. Una corona a Júpiter Capitolino era a menudo el único tributo que imponían.

En fin, habiendo los romanos extendido con su imperio su culto y sus dioses, y habiendo a menudo adoptado también los de los vencidos, concediendo ya a unos, ya a otros, el derecho de ciudadanía, sucedió que insensiblemente los pueblos de este vasto imperio se hallaron con una multitud de dioses y de cultos que eran casi los mismos en todas partes. He aquí de qué manera el paganismo llegó a ser en el mundo conocido una sola y la misma religión.

En estas circunstancias fue cuando vino Jesús a establecer sobre la tierra un reino espiritual, que separando el sistema teológico del político, hizo que el Estado dejase de ser uno, y causó las divisiones internas que jamás han dejado de agitar a los pueblos cristianos. Pero como esta idea nueva de un reino del otro mundo no pudo entrar jamás en la cabeza de los paganos, éstos miraron siempre a los cristianos como a unos verdaderos rebeldes que, fingiendo una sumisión hipócrita, sólo buscaban el momento de hacerse independientes y señores, usurpando con habilidad el poder que en su debilidad fingían respetar. Esta fue la causa de las persecuciones que sufrieron.

Lo que habían temido los paganos al fin ha sucedido. Todo ha cambiado de aspecto. Los humildes cristianos han cambiado de lenguaje y se ha visto bien pronto que este pretendido reino del otro mundo ha venido a parar a éste, en el más violento despotismo, ejercido por un jefe visible.

Sin embargo, como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, de este doble poder ha resultado una perpetua lucha de jurisdicción que ha hecho imposible toda buena política en los Estados cristianos y todavía no se ha podido saber a quién hay obligación de obedecer, si al señor o al sacerdote.

Con todo, ha habido muchos pueblos, hasta en Europa o en sus alrededores, que han querido conservar o restablecer el antiguo sistema. Pero ha sido en vano; el espíritu del cristianismo lo ha dominado todo. El culto sagrado ha permanecido siempre independiente del soberano, sin tener la unión necesaria con el cuerpo del Estado. Mahoma tuvo miras muy sanas, coordinó bien su sistema político; y mientras la forma de su gobierno subsistió bajo sus sucesores, los califas, su gobierno tuvo unidad perfecta y fue bueno en esta parte. Pero habiendo los árabes llegado a ser florecientes, literatos, cultos, afeminados y cobardes, fueron sojuzgados por los bárbaros. Renació entonces la división entre los dos poderes, y aunque entre los mahometanos sea menos perceptible que entre los cristianos, existe sin embargo -sobre todo en la secta de Alí- y hay Estados como el de Persia en donde continuamente se sienten sus efectos.

Entre nosotros, los reyes de Inglaterra se han hecho cabezas de la Iglesia. Otro tanto han hecho los zares. Pero con este título han logrado ser más bien ministros de ella y no tanto sus jefes. No han adquirido tanto el derecho de cambiarla como el poder de sostenerla; no son en ella legisladores sino tan sólo príncipes. En todas partes en donde el clero forma un cuerpo, es señor y legislador en lo que le concierne. Luego en Inglaterra y en Rusia, lo mismo que en otras partes, hay dos poderes, dos soberanos.

De todos los autores cristianos, sólo el filósofo Hobbes ha visto claramente el mal y el remedio; sólo él se ha atrevido a proponer la reunión de las dos cabezas del águila para llevarlo todo a la unidad política, sin la cual jamás puede estar bien constituido ningún Estado ni gobierno alguno. Pero debía haber conocido que su sistema era incompatible con el espíritu dominante del cristianismo y que siempre podría más el interés del clero que el del Estado. Si su política se ha hecho odiosa, no es tanto por lo horrible y falso, como por lo justo y verdadero que contiene.

Estoy persuadido de que desarrollando bajo este punto de vista los hechos históricos, quedarían fácilmente refutadas las opiniones contradictorias de Bayle y de Warburton, de los cuales el uno pretende que ninguna religión es útil al cuerpo político y el otro defiende, por el contrario, que el cristianismo es su más firme apoyo. Se podría probar al primero que jamás se ha fundado ningún Estado sin que le haya servido de base la religión; y al segundo, que la ley de Cristo es en el fondo más perjudicial que útil a la constitución fuerte de un Estado. Para que se me acabe de entender, sólo falta dar un poco más de precisión a las ideas demasiado vagas de religión que se relacionan con mi tema.

La religión, considerada con relación a la sociedad que es general o particular, puede dividirse también en dos especies, a saber: la religión del hombre y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del Dios supremo y a los eternos deberes de la moral, es la pura y sencilla religión del Evangelio, es el verdadero teísmo, y puede muy bien llamarse derecho divino natural. La segunda, inscrita en un sólo país, le da sus dioses, sus patrones propios y tutelares; tiene dogmas, ritos y un culto exterior prescrito por las leyes. Excepto la nación que la profesa, todo lo demás es para ella infiel, extranjero y bárbaro. No extiende los derechos y deberes del hombre sino hasta donde alcanzan sus altares. Tales fueron todas las religiones de los primeros pueblos, a las que se puede dar el nombre de derecho divino, civil o positivo.

Hay otra especie de religión más extravagante que, dando a los hombres dos legislaciones, dos jefes y dos patrias, los someten a deberes contradictorios e impide que sean, a la vez, devotos y ciudadanos. Tal es la religión de los Lamas, la de los pueblos del Japón y el cristianismo romano. Este último puede llamarse la religión del sacerdote. Resulta de ella una especie de derecho mixto e insociable que no tiene nombre.

Considerando estas tres especies de religiones políticamente, todas ellas tienen sus defectos. La tercera es tan evidentemente mala que sería perder el tiempo detenerse a demostrarlo. Todo lo que rompe la unidad social no vale nada, y todas las instituciones que ponen al hombre en contradicción consigo mismo son pésimos.

La segunda es buena porque reúne el culto divino y el amor a las leyes, y porque haciendo de la patria el objeto de la adoración de los ciudadanos, les enseña que servir al Estado es servir al dios tutelar de éste. Es una especie de teocracia en la que no ha de haber más pontífice que el príncipe ni más sacerdotes que los magistrados. En ella, morir por su país es ir al martirio; violar las leyes es ser impío; y someter un culpable a la execración pública es abandonarle a la cólera de los dioses: Sacer esto.

Pero tiene de malo que, fundándose en el error y en la mentira, engaña a los hombres. Los hace crédulos y supersticiosos, y denigra el culto de la Divinidad con un vano ceremonial. También es mala cuando, llegando a ser exclusiva y tiránica, hace a un pueblo sanguinario e intolerante; de tal modo que sólo respira matanza y destrucción, y cree hacer una acción santa matando a cualquiera que no admita sus dioses. Esto coloca a semejante pueblo en un Estado natural de guerra contra todos los demás, lo que es muy perjudicial a su propia seguridad.

Falta hablar de la religión del hombre, o sea del cristianismo; no del de nuestros tiempos sino del Evangelio, que es del todo diferente. Por esta religión santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo Dios, se reconocen todos por hermanos y la sociedad que los une no se disuelve ni aun por la muerte.

Mas esta religión, que no tiene ninguna relación particular con el cuerpo político, deja a las leyes la única fuerza que sacan de sí mismas sin añadirles ninguna otra; y de aquí es que queda sin efecto uno de los grandes vínculos de la sociedad particular. Aun hay más: lejos de atraer los corazones de los ciudadanos al Estado, los separa de éste al igual que de todas las cosas mundanas. No conozco nada más contrario al espíritu social.

Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos formaría la más perfecta sociedad que se pueda imaginar. Solo encuentro en esta suposición una gran dificultad: y es que una sociedad de verdaderos cristianos ya no sería una sociedad de hombres.

         Hasta me atrevo a decir que esta supuesta sociedad no sería, a pesar de toda su perfección, ni la más fuerte, ni la más duradera. A fuerza de ser perfecta, carecería de unión: su vicio destructor consistiría en su misma perfección.

Todo el mundo cumpliría con su deber; el pueblo estaría sometido a las leyes, los jefes serian justos y moderados, los magistrados íntegros e incorruptibles, los soldados despreciarían la muerte, no habría vanidad ni lujo. Todo esto es muy bueno pero sigamos adelante.

El cristianismo es una religión del todo espiritual, únicamente ocupada en las cosas del cielo. La patria del cristiano no está en este mundo. El cristiano cumple con su deber, es verdad; pero lo hace con una profunda indiferencia sobre el buen o mal éxito de sus desvelos. Mientras no tenga nada que echarse en cara, poco le importa que todo marche bien o mal aquí en la tierra. Si el Estado está floreciente, apenas se atreve a disfrutar de la felicidad pública y teme ensoberbecerse con la gloria de su país. Si el Estado va en decadencia, bendice la mano de Dios que envía calamidades a su pueblo.

Para que fuese pacífica la sociedad y se mantuviese la armonía, sería preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, fuesen igualmente buenos cristianos; pues si por desgracia se hallase entre ellos un sólo ambicioso, un sólo hipócrita, un Catilina por ejemplo, o un Cromwell, éste se aprovecharía sin duda de la buena fe de sus piadosos compatriotas. La caridad cristiana no permite fácilmente pensar mal de su prójimo. Ni bien, por medio de alguna astucia, encontrase el arte de engañarlos y de apoderarse de una parte de la autoridad pública, ya le tendríamos constituido en dignidad; Dios quiere que se le respete. Pronto sería un poder; Dios quiere que se le obedezca. Si como depositario de este poder abusase de él, dirían que es el azote con que Dios castiga a sus hijos. Se haría un cargo de conciencia el expulsar al usurpador: para ello sería preciso perturbar la tranquilidad pública, usar de violencia, derramar sangre. Todo esto se aviene mal con la dulzura del cristiano. Finalmente ¿qué importa que uno sea libre o siervo en este valle de miserias? Lo que importa es ir al paraíso y la resignación es un medio más para conseguirlo.

¿Sobreviene alguna guerra extranjera? Los ciudadanos van sin pena al combate; nadie piensa en huir; todos cumplen con su deber, pero sin pasión por la victoria; saben mejor morir que vencer. ¿Qué importa que sean vencedores o vencidos? ¿No sabe acaso la Providencia mejor que ellos lo que les conviene? ¡Cuánto partido no sacará de este estoicismo un enemigo arrogante, impetuoso y apasionado! Ponedlos frente a estos pueblos generosos a quienes devoraba el ardiente amor a la gloria y a la patria; suponed a vuestra república cristiana cara a cara frente a Esparta o Roma. Los piadosos cristianos serían vencidos, arrollados, destruidos, antes de tener tiempo de reconocerse; o sólo deberían su salvación al desprecio que por ellos conciba el enemigo. Hermoso fue, por cierto, el juramento de los soldados de Fabio que no juraron morir o vencer sino que juraron volver vencedores y cumplieron su juramento. Jamás los cristianos hubieran hecho semejante juramento, pues hubieran creído que tentaban a Dios.

Pero me equivoqué cuando dije una república cristiana; estas son dos palabras, que se excluyen mutuamente. El cristianismo predica tan sólo esclavitud y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que ésta deje de sacar partido de él. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos. No lo ignoran y no les hace mucha mella; esta corta vida tiene muy poco valor a sus ojos.

Se nos dice que las tropas cristianas son excelentes. Es falso. Que me muestren algunas que lo sean. Por lo que a mi toca no conozco tropas cristianas. Se me citarán los cruzados. Sin disputar sobre su valor, haré observar que lejos de ser cristianos, eran soldados del sacerdote y ciudadanos de la iglesia, que combatían por el país espiritual de ésta, que se había convertido en temporal sin saber cómo. Hablando propiamente, aquello era volver al paganismo: como el Evangelio no establece una religión nacional, toda guerra sagrada es imposible entre los cristianos.

En los tiempos de los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes: todos los autores cristianos lo aseguran y yo lo creo porque había una emulación honrosa con las tropas paganas. Apenas los emperadores fueron cristianos, dejó de existir esta emulación y cuando la cruz hubo reemplazado al águila, todo el valor romano desapareció.

Pero dejando de lado las consideraciones políticas, volvamos al derecho, y establezcamos los principios acerca de este importante asunto. El derecho que el pacto social da al soberano sobre sus súbditos no traspasa, como tengo dicho, los límites de la utilidad pública. Luego, los súbditos no deben dar cuenta al soberano de sus opiniones sino en cuanto éstas interesan a la comunidad. Es cierto que conviene al Estado que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de esta religión no le interesan ni al Estado ni a sus miembros, sino en cuanto tienen relación con la moral y con los deberes que el que la profesa ha de cumplir hacia los otros. Por lo demás, cada cual puede tener todas las opiniones que quiera, sin que incumba al soberano mezclarse en ellas, porque como no tiene autoridad en el otro mundo, sea cual fuere la suerte de sus súbditos en la vida venidera, nada le importa con tal que sean buenos ciudadanos en ésta.

Hay, según esto, una profesión de fe puramente civil cuyos artículos puede fijar el soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, y sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito. Sin poder obligar a nadie a creerlos, el soberano puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea. Puede desterrarlo, no como impío, sino como insociable; como incapaz de amar con sinceridad a las leyes y a la justicia; y como incapaz de inmolar, en caso de necesidad, la vida al deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, obrase como si no los creyese, castíguesele con la pena de muerte; porque ha cometido el mayor de los crímenes que es mentir delante de las leyes.

Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, pocos, y enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de una divinidad poderosa, inteligente, benéfica, previsora y próvida, la vida venidera, la dicha de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes; he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los limito a uno sólo, a saber, la intolerancia, que pertenece a todos los cultos que hemos excluido.

Los que distinguen la intolerancia civil de la teológica, me parece que se equivocan, pues estas dos especies de intolerancia son inseparables. Es imposible vivir en paz con aquellos a quienes uno cree condenados; amarlos sería odiar al Dios que los castiga y se hace indispensable convertirlos o atormentarlos. En todos aquellos Estados en donde está admitida la intolerancia teológica es imposible que no tenga algún efecto civil y, tan pronto como lo tiene, el soberano ya no existe más, ni aun en lo temporal; desde ese momento los sacerdotes son los verdaderos señores y los reyes no son más que sus funcionarios.

Hoy, que ya no hay ni puede haber una religión nacional exclusiva, se deben tolerar todas las que sean tolerantes con las demás, con tal que sus dogmas no contengan principios contrarios a los deberes del ciudadano. Pero el que se atreva a decir, “fuera de la Iglesia no hay salvación”, debe ser desterrado del Estado, a no ser que el Estado sea la Iglesia y el príncipe el pontífice. Semejante dogma sólo es bueno en un gobierno teocrático; en cualquier otro, es pernicioso. El motivo por el cual, según dicen, Enrique IV abrazó la religión romana, debería hacerla abandonar a todo hombre de bien, y sobre todo a un príncipe que sepa razonar.

 

Manuel Arnaldos   
Mercaba, diócesis de Cartagena-Murcia    

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