La vida eclesiástica en América Latina durante el siglo XX

 

Josep Ignasi Saranyana

 


Transcribimos la Introducción a la siguiente obra: Josep Ignasi Saranyana (dir.), Teología en América Latina, vol. III: El siglo de las teologías latinoamericanistas (1899-2001), Editorial Iberoamericana-Vervuert, Madrid, 2002, 776 p. (Para más Información: [info@iberoamericanalibros.com; www.ibero-americana.net].

 

 

Sumario

 

1. Introducción.- 2. De finales del XIX a la Segunda Guerra Mundial.- 3. El ciclo de los concilios plenarios nacionales, la fundación del CELAM y el Vaticano II.- 4. Del Vaticano II a la Conferencia General de Puebla.- 5. Desde Puebla a nuestros días.


1. Introducción


Vayamos ya a los hechos. Una vez asentadas las repúblicas surgidas de la emancipación colonial, comenzó la lenta recuperación de la vida católica latinoamericana. Esto es perceptible sobre todo en el tramo final del pontificado de León XIII. En efecto; los intentos de restablecer la jerarquía eclesiástica, reinstaurar los seminarios, relanzar las misiones a cargo de las órdenes religiosas y reanudar las relaciones con las nuevas administraciones civiles nacidas del nuevo orden político, habían resultado poco exitosos a lo largo el siglo XIX, tan agitado por las luchas intestinas entre liberales y conservadores, los fuegos revolucionarios que rebrotaban aquí y allí,

las pretensiones de la corona española, que la Santa Sede no podía desoír por completo, y los graves asuntos europeos de compleja solución. El panorama cambió de signo, aunque no bruscamente, en 1878. Al fallecer Pío IX, León XIII tomó las riendas de la Iglesia, con la propuesta de una «nueva evangelización», tendiendo puentes a los novedosos aires políticos, económicos y culturales que se imponían. De este modo, se aceleró el tiempo de la Iglesia. Todo esto es muy sabido, y no es preciso explayarse en ello.

Para desarrollar su programa pastoral, León XIII echó mano de la experiencia sinodal de la Iglesia. A partir del III Concilio Plenario de Baltimore (1884), impulsó la convocatoria de concilios provinciales en la América hispana, que se celebraron en la década de los noventa. De este modo se preparó la celebración del Concilio Plenario Latinoamericano, que, llevado a cabo en Roma en 1899, supuso un retorno a la normalidad eclesial en América Latina y, desde el punto de vista político-religioso, la toma de conciencia de que América Latina constituía una unidad. Los católicos latinoamericanos, desde Río Grande (Río Bravo) hasta la Tierra del Fuego, comprendieron que debían comunicarse más entre sí, pues en su unión residía su principal fuerza.

El Plenario Latinoamericano constituye el límite a quo de este tercer volumen. El límite ad quem es el fin de siglo, que hemos situado en la plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina, reunida en Roma en 2001, para estudiar la exhortación postsinodal Ecclesia in America.

A lo largo de estos cien años han ocurrido muchas cosas en América Latina, que convenía sistematizar. La vida católica latinoamericana puede dividirse --en mi opinión-- en cuatro etapas: de 1899 a 1939; de 1939 a 1962; de 1962 a 1979; y de 1979 a nuestros días. La misión protestante, en tres: hasta 1939; de 1945 a 1979; y desde esa fecha a nuestros días. Al hilo de los acontecimientos de esos años, procuraré dar somera noticia del desarrollo de la ciencia teológica, objeto principal de nuestra investigación.


2. De finales del XIX a la Segunda Guerra Mundial


El episcopado latinoamericano intentó con esfuerzo aplicar las conclusiones del Plenario, pero los resultados fueron más bien escasos. El principal fruto de Plenario, aparte de avivar la conciencia «latino-americanista» de los católicos, llegó por un flanco inesperado. El Plenario aceleró el movimiento codificador, que culminó con el Codex Iuris Canonici pío-benedictino.

Varios protagonistas romanos del Plenario estuvieron presentes y fueron activos redactores de la codificación de 1917, y, quizá por ello, bastantes disposiciones del Latinoamericano pasaron a los cánones de 1917, como se advierte consultando las Codicis Iuris Canonici Fontes editadas por Pietro Gasparri. De esta forma, el influjo del Plenario se multiplicó, de manera indirecta e inesperada, a través del Codex.

Los años posteriores a la promulgación del Codex estuvieron determinados por los tres grandes ideales de Pío XI: la expansión de la Acción Católica, que sería el objetivo principal de su pontificado, desde su primera encíclica en 1922, titulada Ubi arcano; el fomento de la devoción a Cristo Rey, que dio lugar a la Quas primas, de 1925, una de las encíclicas más influyentes de aquellos años; y el aumento de las vocaciones sacerdotales y de los efectivos clericales en los países de misión.

Contemporáneamente a la expansión de la Acción Católica en Latinoamérica, comenzó a sentirse, principalmente en Argentina y Brasil, el influjo de Jacques Maritain. Más tarde su influencia se advertirá también en Chile, Venezuela, Uruguay y en otras repúblicas. Sin embargo, al principio sólo sería aceptado el «Maritain metafísico», siendo silenciado el «Maritain político». Humanismo integral, en efecto, fue muy discutido al principio; fue silenciado por los católicos más tradicionalistas, mientras era leído con fruición por los círculos católicos más progresistas. Finalmente, después de la Segunda Guerra Mundial, acabaría imponiéndose, cuando cundió la Democracia cristiana en tantas naciones sudamericanas, quizá por el influjo de notables personalidades europeas (como Luigi Sturzo, Alcides de Gasperi y Konrad Adenauer).

Maritain impartió un ciclo de conferencias en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, en 1934, publicadas, con ligeras ampliaciones, en 1936, con el título: Humanismo integral. Problemas temporales y espirituales de una nueva cristiandad. Brevemente, y según Juan Manuel Burgos, uno de los especialistas maritenianos de mayor crédito, «Maritain quiso construir un nuevo proyecto de acción política y social para los cristianos del siglo XX que rompiera de una vez por todas con el paradigma de la Cristiandad Medieval, como modelo [?] de unión entre cristianismo y sociedad». Jacques Maritain (1882-1973), nacido protestante, se había convertido al catolicismo en 1906, junto con su esposa Raïssa. Paradójicamente, Maritain siempre fue contrario a la unidad política de los católicos en un partido.

México se mantenía al margen de tales corrientes, a pesar del importante auge de la Acción Católica mexicana. La persecución religiosa a que fue sometida la Iglesia por parte de la Revolución, desde 1926 hasta finales de los treinta e incluso después, no dejaba espacio para muchas especulaciones.

La teología del Reinado de Cristo inspiró todos los movimientos católicos, algunos verdaderamente masivos, como el Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, de 1934, y las reflexiones de numerosos teólogos latinoamericanos, especialmente en el Cono Sur. Sus repercusiones devocionales fueron notables. La construcción del Sagrado Corazón en el Corcovado constituye una muestra notable. Pero también fomentó la reflexión teológica a nivel de gabinete.

A esto habría que sumar el interés de Pío XI por dignificar y promover la investigación de las ciencias sagradas, cuyo resultado fue la creación de centros teológicos superiores ya en la

década de los treinta. La teología del reino, desarrollada al hilo de la Quas primas, ¿acaso no influiría en las posteriores reflexiones de la TL acerca de las relaciones entre el reino, la Iglesia y la historia secular?

En efecto, la ciencia teológica católica, impulsada por las medidas adoptadas por Pío XI, inició un importante despegue a partir de 1931, fecha en que se promulgó la constitución apostólica Deus scientiarum Dominus. Desde 1935 asistimos a la fundación de Facultades de Teología y centros superiores de ciencias sagradas en Chile, Perú, Colombia, Brasil y Argentina. Comienzan también las primeras revistas teológicas especializadas (Chile, Argentina y Brasil). Las publicaciones teológicas se muestran tributarias del ambiente neoescolástico, dominante en la mayoría de los ateneos romanos, pero con una notable sensibilidad por los temas sociales y políticos de la época y, sobre todo en Chile, con una cierta apertura a cuestiones todavía novedosas en Europa, sólo cultivadas en centros alemanes y franceses. Estamos todavía muy a los inicios de la teología latinoamericana moderna; los viajes de clérigos latinoamericanos a Europa, para formarse en universidades centroeuropeas, y no sólo en los ateneos romanos, no comenzarían hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Pío XI fomentó así mismo las misiones. Sus recomendaciones para el trasvase de clero secular a Sudamérica fueron tomadas muy en cuenta, como también sus advertencias para que los clérigos trasplantados se aclimatasen a sus nuevas diócesis, aparcando aires nacionalistas. La misión no debía confundirse con una nueva colonización. (Las experiencias nacionalistas de las Iglesias protestantes nacidas de las migraciones, que tantos problemas habían causado y causarían a los países recipientarios, sobre todo en los años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial y durante ésta, debieron de pesar en el ánimo del Pontífice.)

Entre tanto, se hacía sentir la expansión de la misión protestante, obtenida ya la libertad religiosa (o, al menos, una amplia tolerancia) por parte de muchos gobiernos republicanos. No obstante, el mundo protestante buscaba su asentamiento y sus señas de identidad. En 1916 tuvo lugar el importante Congreso de Panamá, al que concede mucha significación el protestantismo de cuño anglosajón. En Panamá se decidió que la razón principal de la depauperación de las grandes multitudes era la carencia educacional y se apostó por canalizar la misión por la vía de la educación.

Contemporáneamente, las Iglesias protestantes de fundación europea mantenían un tenso debate interno sobre sus relaciones con las Iglesias madres o su ruptura con ellas, para alcanzar, en este caso, una mayor inculturación en el mundo latinoamericano; debate que, en las latitudes cariocas, habría de durar todavía hasta la unificación de los cuatro sínodos brasileños luteranos, en 1968. El Sínodo Evangélico Alemán de La Plata, en Argentina, y el Sínodo Evangélico Alemán de Chile, fundados respectiva-mente a finales del siglo XIX y en 1906, padecen todavía hoy considerables dificultades, a causa de su eclesiología, que integra la mentalidad alemana con el protestantismo.


3. El ciclo de los concilios plenarios nacionales, la fundación del CELAM y el Vaticano II


Entre 1939 y 1955, la Santa Sede impulsó la celebración de tres importantes concilios plenarios: el de Brasil, en 1939, que había sido solicitado por vez primera a comienzos de la segunda década y siempre había sido denegado; el de Chile, en 1946; y, después de varios aplazamientos, el de Argentina, en 1953. Pío XII apoyó tales iniciativas, al amparo de las disposiciones del Codex de 1917. Su antecesor Pío XI se había mantenido reticente al movimiento sinodal sudamericano, temeroso quizá de que cundiera cierto nacionalismo religioso, por contagio con los nacionalismos políticos europeos de entreguerras. Es posible, además, que Eugenio Pacelli se convenciera, durante su viaje de 1934, como legado pontificio a Argentina y Brasil, del espíritu verdaderamente romano del catolicismo americano, y de que el riesgo de un nacionalismo religioso era muy remoto.

Los concilios plenarios resultaron, en la práctica, menos operativos de lo previsto. Quizá por ello, y esta vez por iniciativa de la Santa Sede, tuvo lugar, en 1955, la primera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. En el documento conclusivo, los obispos reunidos en

Río solicitaron (por insinuación del delegado pontificio en la Conferencia) que se constituyera un Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), que se establecería finalmente en Bogotá. El Congreso Eucarístico fluminense, clausurado pocos días antes de la Conferencia, resultó, como su precedente porteño, una muestra imponente de catolicismo militante, con manifestaciones masivas de devoción eucarística. Este clima cambiaría por completo en el siguiente Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Bogotá en 1968. También en Río, y con ocasión de los dos acontecimientos que acabo de reseñar, tuvo lugar una grandiosa concentración de las Juventudes Obreras Católicas (JOC), rama especializada de la Acción Católica, de gran implantación en América, desde finales de los años treinta.

Las JOC, como toda la Acción Católica en general, concebidas como «una participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia», según la definición que había acuñado Pío XI, adolecían de una excesiva «clericalización», ante la cual habrían de levantarse algunas protestas en años sucesivos, que provocarían dolorosas rupturas.

Fueron aquellos años de notable esplendor de la teología francesa, conocida como «nouvelle théologie», abocada a la pastoral obrera y al diálogo con el marxismo y el existencialismo, y ávida por asumir las novedades metodológicas y conclusivas de las «nuevas humanidades» (principalmente la psicología social, la sociología y la economía política). En esos lustros, se despertó también una mayor sensibilidad de las iglesias europeas por las necesidades pastorales latinoamericanas y abundaron las oportunidades para estudiar en Europa. Un número considerable de clérigos, tanto regulares como seculares, y muchos militantes latinoamericanos de la Acción Católica cruzaron el Atlántico para inscribirse en la Universidad de Lovaina, en los Institutos Católicos de París y de Lyon y, en menor número, en algunas universidades germanas, sobre todo, en Innsbruck (particularmente los jesuitas), Múnich y Münster. El flujo de jóvenes intelectuales sudamericanos a Europa, para estudiar ciencias sagradas y humanidades, se acentuó, si cabe, en la década de los sesenta, durante el Vaticano II y en los años inmediatamente posteriores. Lentamente, pero de forma inexorable, al paso que regresaban los jóvenes intelectuales formados en Europa, cambiaron los aires en los centros teológicos sudamericanos, tanto en los ya existentes antes de la Guerra Mundial, como en los que en la década de los cuarenta y cincuenta se fundaron, que fueron muchos.

En 1962 se produjo el acontecimiento religioso decisivo: la apertura del Concilio Vaticano II, cuyas constituciones y decretos relegaron al olvido los frutos de los tres plenarios latinoamericanos e, incluso, las conclusiones de la Primera Conferencia General de Río.

Mientras, las denominaciones protestantes tradicionales reagrupaban fuerzas, después de la derrota de las potencias del eje, a las que habían estado ligadas por vínculos de filiación. Un caso paradigmático fue la unificación de los cuatro sínodos luteranos brasileños (fundados en 1886, 1905, 1911 y 1912), que se unieron, en 1968, en la Igreja Evangélica do Confissão Luterana no Brasil. Al mismo tiempo, expulsados de Asia por la invasión japonesa y la guerra civil china; y de Asia, Oceanía y África por los nacionalismos que siguieron a las guerras de descolonización, América Central y del Sur contemplaron el desembarco de un contingente importante de misioneros, sobre todo norteamericanos, que se aprestaron a fundar Iglesias protestantes de nuevo cuño o a impulsar las ya existentes.

Procuraron, en especial, promover el Movimiento evangélico, que se había separado del metodismo. Entre los evangélicos adquirió poco a poco un relieve notable el pentecostalismo.

En el ínterin se había producido un evento determinante para la historia política, social y religiosa de América Latina: Fidel Castro había ganado la guerra a Fulgencio Batista, entrando triunfalmente en La Habana el 9 de enero de 1959.


4. Del Vaticano II a la Conferencia General de Puebla


Como ya se ha dicho, el Concilio Ecuménico ha sido el hecho religioso y teológico más importante del pasado siglo, y lo será también del venidero, en la medida en que asumamos el proyecto pastoral de Juan Pablo II. En su carta apostólica Novo millenio ineunte, de 6 de enero de 2000, el Papa señala que está pendiente la plena recepción del Vaticano II.

Aunque se han dado pasos muy importantes (reforma litúrgica, adecuación de la catequesis, nueva codificación canónica, renovación teológica de los centros superiores de estudios, internacionalización de la curia romana, etc.), queda todavía mucho trecho que recorrer.

Latinoamérica no podía permanecer al margen de la recepción del Concilio. La «Revista Eclesiástica Brasileira», entonces dirigida por Boaventura Kloppenburg, realizó una tarea brillante de difusión del hecho conciliar. La respuesta del público fue muy positiva, alcanzando la revista unas tiradas imprevisibles hasta entonces y nunca más recuperadas.

Durante los tres años que duró el Vaticano II, los padres conciliares latinoamericanos aprovecharon para tener, en Roma, varias reuniones del CELAM y solicitar a la Santa Sede la convocatoria de la segunda Conferencia General del Episcopado de América Latina, donde reflexionar sobre los documentos conciliares y cómo aplicarlos al Nuevo Continente.

El obispo de Talca (Chile), Mons. Manuel Larráin Errázuriz, secretario del CELAM y elegido su tercer presidente, fallecido prematuramente en accidente de automóvil a mediados de 1966, trazó los preparativos de la Conferencia de Medellín, inaugurada solemnemente por Pablo VI en agosto de 1968.

Durante el Concilio, la situación política de las repúblicas latinoamericanas se había endurecido, con una fuerte intromisión del régimen político cubano, por una parte (Ernesto Che Guevara caería en combate, en 1967, en Bolivia), y de los EE. UU., por otra, evidentemente por motivos contrapuestos.

En respuesta a la Revolución cubana, y como consecuencia del fracaso del desembarco de Bahía Cochinos, el Presidente John F. Kennedy promovió, en 1961, la firma de la Carta de Punta del Este, que instituyó el Programa de la Alianza para el Progreso (en el seno de la OEA), con el propósito de fomentar el desarrollo económico y social en las Américas, con importantes asignaciones para promover programas de crecimiento en los diferentes países. Esto supuso una gran ayuda para todos, pero también una notable intromisión de los EE. UU. en las políticas nacionales.

Poco a poco, desde 1964, se sucedieron los golpes de Estado y los militares ocuparon el poder en diferentes lugares, suspendiendo las garantías constitucionales. Brasil y Bolivia, en 1964; Argentina, en 1966 (y, sobre todo, desde 1976); Perú, en 1968; Ecuador, en 1972; Uruguay y Chile, en 1973. En muchas latitudes estallarían guerras civiles, declaradas o encubiertas, que durarían, en algunos casos, varios lustros.


A la vista de las circunstancias, algunos clérigos regresados de Europa emprendieron la lucha armada, a la que se sumarían sacerdotes europeos y norteamericanos enviados a América Latina como agentes de pastoral. Para muchos, la injusticia social generalizada legitimaba el recurso a las armas, que, de este modo, contribuía al advenimiento del reino de Cristo. A primeros de 1966 murió en combate el presbítero Camilo Torres Restrepo, de familia burguesa colombiana, que había realizado estudios de sociología en Lovaina. Esta actitud podría calificarse como uso de la política para alcanzar objetivos teológicos.

Una sesgada recepción de la encíclica Populorum progressio, de 1967, se sumó a los argumentos de los teólogos violentos, justificando las mayores radicalidades. Las palabras de Pablo VI en Bogotá, durante la celebración del Congreso Eucarístico Internacional de 1968 (sobre todo su célebre discurso a los campesinos), y en la posterior apertura de la Conferencia

de Medellín, de nada sirvieron para aplacar los ánimos. En poco tiempo se constituyeron diferentes grupos sacerdotales con planteamientos críticos y polémicos en relación a la vida religiosa corriente, las actuaciones de la jerarquía y las disposiciones romanas: Movimiento Sacerdotal ONIS, en Perú; Golconda, en Colombia; «los 200» sacerdotes chilenos, que después darían lugar a Cristianos por el Socialismo, también en Chile (no exclusivamente clerical); Sacerdotes del Tercer Mundo, en Argentina; etc. El apoyo de Fidel Castro a algunos de estos grupos (por ejemplo, a Cristianos por el Socialismo) sería el uso de lo religioso con finalidad política.

Se había iniciado un ciclo de larga duración, el de las teologías latino-americanistas: TL, teología de los hispanos estadounidenses, teología feminista, teología mujerista, ecofeminismo; teología del pueblo; teología indigenista o india, etc. Muchas de esas corrientes se presentaban en un tono tan beligerante y polémico, que resultaba muy difícil un diálogo sereno y académico, más, si cabe, por las difíciles circunstancias políticas del momento, y, quizá también, por una mala comprensión de los propósitos o conclusiones de algunos de los análisis teológicos ofertados. En todo caso, la TL (por lo menos sus cultores más serios) planteaba un problema importante: en qué sentido la vida de acá, es decir, la contribución al desarrollo de la historia humana y a su progreso; en definitiva, la lucha por mejorar las condiciones de los más desfavorecidos, tiene que ver con el advenimiento del reino. Gaudium et spes había despertado tal inquietud. Y, no conviene olvidarlo, esta constitución había sido redactada, en sus primeras formulaciones, por teólogos del ámbito francófono, principalmente belga. Era presumible la sintonía de los alumnos latinoamericanos formados en Europa, sobre todo en Bélgica y Francia, con los planteamientos de fondo de Gaudium et spes. Además, la teología política elaborada en Münster ofrecía las justificaciones teóricas oportunas.

La dialéctica provocada por el clima prerrevolucionario y fuertemente reivindicativo (no necesariamente marxista, aunque lo fue muchas veces) constituía el caldo de cultivo oportuno. Los elementos estaban reunidos, se había alcanzado la masa crítica y el detonante fue introducido.

Es indiscutible que la corriente teológica más importante del momento fue la TL, aunque este sintagma no debe emplearse unívocamente. Sus creadores (los católicos Gustavo Gutiérrez, Ignacio Ellacuría y Leonardo Boff, y los protestantes Rubem Alves, José Míguez Bonino y Julio Santa Ana, por citar sólo los más destacados) publicaron sus primeros trabajos programáticos entre 1969 y 1972, a las que siguió una verdadera floración de monografías y artículos en revistas científicas de nueva fundación.

De tales corrientes latinoamericanistas, católicas y protestantes, damos noticia amplia en este tercer volumen. Entre los acontecimientos teológicos más notables del período debe reseñarse la celebración del Primer Encuentro Latinoamericano de Teología, tenido en la Ciudad de México, en 1975, enel que intervinieron muchos especialistas de la primera generación de la TL.

La reunión se convocó con el pretexto de celebrar el centenario de Bartolomé de las Casas y para reflexionar sobre Medellín y la recepción del Vaticano II. En México se discutió sobre el método de la Teología en América Latina, se tematizó expresamente la cuestión de los pobres como lugar teológico (avanzando la importante discusión epistemológica, y no sólo metodológica, que esta opción supondría), y se trató la relación entre historia, reino e Iglesia, que pocas semanas más tarde el mismo Ellacuría, que ya había estado presente en México, elevaría a cuestión científica de gran calado, en su colaboración para la Festschrift en honor de Karl Rahner.

En el Encuentro de México participó Enrique D. Dussel, un laico argentino, filósofo de profesión, que se había especializado en París en Historia de la Iglesia. En 1973 había fundado la Comisión de Estudios.

En realidad, la presentación de los pobres como el lugar teológico desde el que se hace teología, o sea, como perspectiva particular desde la cual se reflexiona sobre la fe, implica un cambio del objeto formal motivo de la ciencia teológica y una revolución epistemológica. Por ello, con una cierta ironía, Juan Carlos Scannone pudo preguntarse si la fe no llegaría demasiado tarde al quehacer teológico, si se asumía esa inversión metodológica.

Clódovis Boff ofreció en su tesis de 1976 (publicada en Brasil en 1984) la exposición más acabada de este giro copernicano. A la vista del curso que tomaban los acontecimientos, la invitación de Juan Luis Segundo proponiendo, en 1975, una «liberación de la teología» pudo parecer sensata a muchos teólogos, a pesar de su absoluta radicalidad. Historia de la Iglesia en América Latina (CEHILA), anejo al CELAM, del cual se separó, por divergencias con la directiva de éste, a finales de ese mismo año. CEHILA impulsaría a lo largo de dos décadas una importante iniciativa: la Historia General de la Iglesia en América Latina, cuyo primer tomo saldría a la luz, rodeado de una gran polémica, en 1981. Importa aquí destacar el carácter teológico que CEHILA imprimió a su proyecto: la Historia de la Teología entendida casi como una Teología de la Historia. Es comprensible, por tanto, la sintonía que se estableció entre CEHILA y la TL, que se había planteado desde primera hora las relaciones entre historia y teología. Los volúmenes de la Historia General son desiguales y no todos responden al mismo patrón, porque Dussel concedió cierta autonomía a los directores de cada uno de ellos, aunque procuró que los responsables de los tomos comulgasen con el fondo ideológico. De todos ellos, el volumen más representativo, sin duda ninguna, es el volumen preliminar (tomo I/1) redactado por Dussel en persona, y publicado en 1983.

Dos años después del Encuentro mexicano, en 1977, aparecería una de las obras teológicas más polémicas del momento: Eclesiogênese. As comunidades eclesiais de base reinventam a Igreja. En este opúsculo, de 114 páginas, Leonardo Boff afrontaba el fenómeno de las comunidades de base brasileñas (CEBs) como un fenómeno eclesial de gran envergadura: como un intento de sustraerse al anonimato eclesial en que se desenvolvían las personas más sencillas, es decir, los laicos. Tales CEBs habrían surgido por la escasez de clero y fomentadas por el mismo clero; pero representarían un movimiento específicamente laical. Se trataría no tanto de una expansión del sistema eclesiástico vigente, asentado sobre el eje sacramental-clerical, sino de la emergencia de otra forma de ser Iglesia, asentada sobre el eje de la Palabra y del laicado. Boff sugería que quizá se estuviese en presencia de un vasto movimiento, que supondría un nuevo tipo de presencia institucional del cristianismo en el mundo. No era la primera vez que se reflexionaba teológicamente sobre las CEBs, pues existía, desde 1967, una abundante bibliografía al respecto; pero sí era la primera vez que un teólogo reconocido situaba las CEBs en un contexto eclesiológico revolucionario. Lógicamente, la obra provocó una fuerte reacción, que llegaría a su culmen cuando el mismo Boff dio a la luz su Igreja: carisma e poder, en 1981. (Es fácil, aunque quizá un tanto simplista, relacionar las tesis de Boff, minorita él mismo, con las propuestas de los fraticelos de finales del siglo XIII y primeros del XIV, que tuvieron que habérselas con las censuras de Juan XXII.)

Boff se hacía eco, en su libro Eclesiogênese, de otro problema que había sacudido fuertemente el mundo latinoamericano desde 1965: la polémica «evangelización vs sacramentalización». Esta discusión había sido importada de Europa por los liturgistas barceloneses del Centro de Pastoral Litúrgica que colaboraron, en los primeros años, con el Instituto de Liturgia y Pastoral del CELAM, con sede en Medellín. El debate versaba, en definitiva, sobre la constitución de la Iglesia in terris (que algunos pretendían equiparar a la Iglesia in Patria, que será sin signos ni figuras), y suponía una depreciación de los sacramentos instituidos por Cristo. Es evidente que la discusión continuaba viva en 1977, aun después de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, de 1975. Y los ecos de tal polémica no se habían apagado todavía, al cabo de veinte años: para algunos la insistencia de los Papas en promover las vocaciones sacerdotales, presentando al sacerdote como dispensador de los sacramentos, particularmente de la Eucaristía y del perdón, constituye una clericalización intolerable, que habría que superar.

Un caso reciente y notable, viniendo de un teólogo que siempre ha demostrado gran oficio y un conocimiento muy serio de la tradición teológica, es: José COMBLIN, Cristianos rumbo al siglo XXI. Nuevo camino de liberación, trad. española, San Pablo, Madrid 1997. El original brasileño data de 1996. Comblin denuncia una excesiva clericalización de la vida religiosa latinoamericana, frente a una piedad popular, sentimental y ayuna de doctrina, que sería la vía elegida por el pueblo cristiano para sustraerse del dominio hierocrático. Entre estas dos posibilidades históricas, endémicas en América Latina, Comblin propone una «tercera vía» entre el «implacable objetivismo del clero» y el «subjetivismo radical». Sería la «vía del humanismo cristiano», defendida --según nos asegura-- por Pablo VI en su discurso de clausura del Vaticano II. Afirma, además, que su tercera vía se retrotrae, aunque con matices, a las propuestas de Erasmo de Rotterdam, que había buscado una solución de compromiso entre la posición romana y la rebelión luterana. La tercera vía de Comblin sería como revival de la «philosophia Christi» erasmiana. Sus juicios históricos se basan en los estudios de Marcel Bataillon, aunque obviamente van más allá de las pretensiones del hispanista francés. En todo caso, esa «vía media» sería la propuesta del primer Erasmo, anterior a la disputa con Lutero sobre la condición de la libertad humana, sostenida en 1524, que, como se sabe, enemistó para siempre al teutón con el flamenco, y decantó a éste último hacia posiciones «papalistas». Es obvio que la proposición de Comblin orilla la eficacia santificadora y evangelizadora de los sacramentos.

Fueron tiempos aquellos de utopías generosas, pero también de violencias difíciles de justificar, de pasiones desatadas y, sobre todo, de una producción teológica en ebullición, que se desbordó alcanzando a otros ámbitos culturales, como la literatura (novela, teatro y poesía), el cine (festivales de Viña del Mar, desde 1967, y, cuando fue clausurado, de La Habana, desde 1979) y la música. En 1975 se estrenó en la comunidad de Solentiname (en el Gran Lago de Nicaragua), promovida por el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal, la Misa campesina nicaragüense, compuesta por Carlos Mejía Godoy; y en 1980 se cantó por vez primera, en el funeral de Mons. Óscar Arnulfo Romero, la Misa popular salvadoreña.

Finalmente, Pablo VI tuvo el coraje de convocar la tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que inauguró su sucesor Juan Pablo II, a primeros de 1979. En Puebla las cosas se serenaron, al menos a nivel pastoral. No así, en cambio, en los gabinetes de los teólogos. A medida que se acercaba la celebración de la Conferencia de Puebla, la teología, tanto sistemática como pastoral, comenzó a interesarse por la religiosidad popular, con una extraordinaria floración de escritos en torno a este tema. Los argentinos, muy especialmente Lucio Gera, fieles a la tradición populista de aquellas hermosas tierras, habían optado por una «teología del pueblo». La Conferencia de Puebla respaldaría la religiosidad popular, no sólo justificando teológicamente las devociones populares, tan arraigadas en América Latina, sino considerándolas también (junto a los movimientos) como una defensa frente a la agresión proselitista de las sectas para-protestantes.

En efecto, el protestantismo latinoamericano conocía, ya desde los años 50, el desembarco de dos nuevos fenómenos religiosos, de cuño norteamericano: la formación de las empresas religiosas multinacionales (financiadas en parte con la ayuda estatal de EE. UU.), y la proliferación de numerosas sectas, derivadas de las Iglesias históricas, pequeñas y hasta pequeñísimas, de carácter neopentecostal, que incidieron principalmente en las clases medias latinoamericanas. También la teología protestante y evangélica se interesó por temas análogos a los de la teología católica.

Para oponerse a la labor de penetración del protestantismo norteamericano, financiado con caudales públicos o semipúblicos, los católicos norteamericanos y algunas diócesis europeas más ricas, idearon enviar a Latinoamérica importantes contingentes de misioneros (procedentes del Canadá, EE. UU. y de Centroeuropa). Para ello se precisaba una primera inmersión lingüística de los trasplantados y cierto conocimiento de las nuevas culturas con las cuales habrían de habérselas en el futuro. De este modo surgió en 1963, por iniciativa del entonces sacerdote austríaco Iván Illich, y con el apoyo del Cardenal de Nueva York, Francis Spellman, el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), que se estableció en Cuernavaca (México), al amparo de Mons. Sergio Méndez Arceo, obispo de aquella localidad y antes un historiador importante. La experiencia de CIDOC no se limitó, como se ha dicho, a una inmersión lingüística; en 1966 se transformó en una especie de «Universidad alternativa», por la que pasaron importantes especialistas de las ciencias de la educación (algunos marxistas), de la psicología profunda (algunos freudianos), de la sociología experimental norteamericana, etc. La experiencia se mantuvo hasta 1976, con unos resultados no siempre satisfactorios, como se podía prever por la extracción del profesorado y su orientación.


5. Desde Puebla a nuestros días


La III Conferencia General se celebró a comienzos de 1979. Fue inaugurada por Juan Pablo II, recién elegido pontífice, que realizó, con tal motivo, su primer viaje a América. Este viaje constituyó un verdadero baño de multitudes. Nunca se había visto nada igual.

Después, la década de los ochenta contempló la eclosión de la teología feminista (nunca bien vista, salvo excepciones) por los teólogos de la liberación; el paso de la teología feminista al ecofeminismo, por influencia de la hermenéutica existencial y la filosofía del género; las dos instrucciones pontificias sobre la TL (de 1984 y 1986); la reacción de los teólogos latinoamericanos ante las advertencias vaticanas; la proliferación de revistas teológicas de todo tipo (técnicas y de divulgación pastoral); las tres encíclicas sociales de Juan Pablo II (1981, 1987 y 1991); la caída del socialismo real; la desmembración de la Unión Soviética; el cambio de signo político en tantos países, entre ellos Nicaragua, etc. De los movimientos teológicos de los ochenta, el más radical ha sido, sin duda, la teología feminista, que, finalmente, ha derivado hacia una teología del género o ecofeminismo, en el que ser varón o mujer no depende tanto de la condición sexual, cuanto del rol que la sociedad atribuye a cada uno. En última instancia, y por ello se autodenomina "ecofeminismo", se pretende volver a las religiones ancestrales, en las que la madre-tierra representa un papel fundamental, como origen de todo.

Y ya en la década de los noventa, hemos visto la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Santo Domingo, coincidiendo con la conmemoración del quinto centenario de la evangelización americana; la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para América, con la posterior exhortación pontificia Ecclesia in America; una cierta ralentización de la actividad del CELAM; y, como novedad, la teología india, en cuyo contexto puede situarse la beatificación del indio Juan Diego (1990), el vidente del Tepeyac, y su próxima canonización. Las guerrillas de Centroamérica se han calmado todas, incluida la más reticente, que era la de El Salvador.

En algún sentido se podría considerar que el ciclo de las grandes utopías se ha cerrado. El magisterio eclesiástico y la manualística ya han incorporado las intuiciones valiosas de tales teologías y se han desprendido de su ganga. Ya nadie se sorprende de que el pobre sea considerado sacramento de Cristo. Cualquier libro de texto acepta que Cristo fundó la Iglesia por fases. Todo profesor aventajado sabe apuntar las íntimas y sutiles relaciones que existen entre el quehacer humano intrahistórico y el advenimiento del Reino. La «gran aventura mística» de las teologías latinoamericanistas (tan diversas entre sí) parece tocar a su fin.

Pero aparecen nuevos retos. La teología tiene ahora que vérselas con algunas asignaturas pendientes. Valgan algunos ejemplos: la condición teológica de la secularidad; importantes cuestiones sacramentológicas (como la naturaleza teológica del carácter sacramental, las relaciones entre el carisma del celibato y el carisma sacerdotal, la naturaleza teológica del diaconado, las razones teológicas de la incompatibilidad entre la condición femenina y la ordenación sacerdotal); algunos temas eclesiológicos de envergadura (las relaciones entre Jesús, el Reino y la Iglesia, las relaciones entre iglesias locales e Iglesia universal, la potestad extraterritorial de los patriarcas orientales); la teología de la mujer; la teología de las religiones; la globalización y el neoliberalismo radical; la teología de la tierra o ecología; la manipulación biogenética de la especie humana; y muchos más, que sería demasiado largo referir.