Qué significa creer

 

Joseph Ratzinger

Cfr. El cristiano en la crisis de Europa, Ed. Cristiandad, 2005, pp. 69-100

 

Sumario

1. La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana.- 2. La fe de la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre.- 3. El agnosticismo, ¿puede ser una solución?.- 4. Conocimiento natural de Dios.- 5. La fe «sobrenatural» y sus orígenes.- 6. Desarrollo de las premisas.

 

1. La fe es el acto fundamental de la existencia cristiana

En el acto de fe se expresa la estructura esencial del cristianismo y la respuesta a la pregunta: ¿Cómo podemos alcanzar nuestro destino realizando lo que constituye nuestra humanidad? Hay otras muchas respuestas, porque no todas las religiones son una «fe».

Por ejemplo, el budismo, en su forma clásica, no tiende en modo alguno al acto de autotrascendencia que es el encuentro con el «totalmente Otro», con el Dios que me habla y que me llama al amor. Lo característico del budismo es, más bien, una interiorización radical; no es un acto que lleva a salir de sí mismo, sino una entrada en la propia interioridad, que deberá conducir a la liberación del yugo de la individualidad personal y del fardo que representa la realidad de ser una persona que retorna a la interioridad común del ser, de un ser que, si se compara con la experiencia que tenemos de él, puede calificarse como no-ser, como nada, que es el modo de expresar la alteridad más absoluta.

2. La fe de la vida cotidiana como actitud fundamental del hombre

No es nuestra intención entrar a fondo en este problema. Lo que de momento más nos interesa es, sencillamente, comprender mejor el acto fundamental de ser cristiano, es decir, el acto de fe. Pero al iniciar este proceso, nos topamos inmediatamente con una dificultad: ¿Es, quizá, la fe una actitud digna del hombre moderno y adulto?

El hecho de «creer» parece una etapa provisional, interina, que en último análisis debería ser superada, a pesar de que con frecuencia resulta inevitable, precisamente como actitud provisional. Nadie está capacitado para saber realmente y dominar con conocimiento personal todo lo que, en una civilización tecnológica como la nuestra, constituye el fundamento de nuestra vida cotidiana. Hay infinidad de cosas que tenemos que aceptar fiándonos de la «ciencia», y tanto más cuanto que todo eso parece suficientemente confirmado por cada uno de nosotros en el ámbito de nuestra experiencia común. Todos, unos más y otros menos, utilizamos a diario productos de una técnica cuyo fundamento científico ignoramos.

Por ejemplo, ¿quién puede calcular o verificar la estática de un edificio, o el funcionamiento de un ascensor? Y eso, por no hablar del mundo de la electricidad o la electrónica, que nos resulta tan familiar. Y, ¿qué decir de algo más complicado como la fiabilidad de un compuesto farmacéutico? Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito... Vivimos en una red de incógnitas, de las que nos fiamos por razones de una experiencia generalmente positiva. Sabemos que todo eso no carece de fundamento; y esa «fe» nos permite disfrutar de los beneficios de la ciencia de otros.

Pero, ¿qué clase de fe es ésta que practicamos normalmente casi sin damos cuenta y que es la base de nuestra vida diaria? Sin pretender buscar en seguida una definición, limitémonos más bien a los niveles de lo que se puede verificar de inmediato. Saltan a la vista dos aspectos contradictorios de esta clase de «fe».

En primer lugar, podemos damos cuenta de que esa fe es indispensable para el desarrollo normal de nuestra vida. Yeso es verdad, ante todo, por el simple motivo de que, en caso contrario, nada funcionaría; cada uno tendría que comenzar siempre de nuevo. Pero, profundizando un poco más, eso también es verdad en el sentido de que la vida humana resulta imposible si uno no se puede fiar del otro, o de los demás, si no podemos apoyarnos en su experiencia o en su conocimiento de lo que se nos ofrece por anticipado. Ése es uno de los aspectos ?positivos? de esta clase de «fe».

Pero, por otro lado, esa fe es, naturalmente, la expresión de una falta de conocimiento y, por tanto, una actitud de conformismo; si se pudiera conocer, sería indudablemente mucho mejor.

De ese modo, hemos delineado una especie de «estructura axiológica» de la fe, a nivel natural. Hemos examinado los valores que encierra y hemos concluido que esa fe es, por una parte, un valor secundario con respecto al «saber», pero, por otro lado, es un valor fundamental de la existencia humana, un fundamento sin el que ninguna sociedad podría sobrevivir.

Al mismo tiempo, se podrían mencionar también los elementos que pertenecen a esa fe, en lo referente a su «estructura de acto». Hay tres elementos.

El primero es que esa fe siempre hace referencia a alguien que está «al corriente» de la cuestión, es decir, presupone un conocimiento efectivo por parte de personas cualificadas y fidedignas.

A eso se añade, como segundo elemento, la confianza de la «multitud» de gente que, en su utilización cotidiana de las cosas, no tiene en cuenta la solidez real de los conocimientos que las han producido.

Y finalmente, como tercer elemento, se podría mencionar una cierta verificación del conocimiento en la experiencia cotidiana. Yo no podría probar de manera científica que el hecho de encender una bombilla sea el resultado de un proceso basado en los principios de la electricidad, pero no por eso dejo de reconocerlo, ya que, en mi vida cotidiana, mis aparatos funcionan perfectamente, a pesar de mi ignorancia.

Por consiguiente, aunque yo no esté iniciado en esa ciencia, sigo actuando, aunque naturalmente no a base de una «fe» pura y ajena a toda clase de confirmación.

3. El agnosticismo, ¿puede ser una solución?

Este razonamiento abre enormes perspectivas sobre la fe religiosa, dada su capacidad de descubrir analogías estructurales. Pero cuando intentamos rebasar este nivel, chocamos inmediatamente con una objeción de peso que podría formularse así: Puede ser que en el complicado mundo de las relaciones humanas sea imposible que cada uno «sepa» todo lo necesario y de utilidad para la vida y que, en consecuencia, nuestra posibilidad de acción se deba a que, por medio de la «fe», participamos del «saber» de otros; sin embargo, siempre nos movemos en el ámbito de un saber humano que, por principio, resulta accesible a todos.

Por el contrario, cuando se trata de la fe en la Revelación, rebasamos los límites de ese saber humano que nos caracteriza. Y si, por hipótesis, la existencia de Dios pudiera concebirse como un «saber», al menos la revelación y sus contenidos seguirían siendo objeto de «fe» para cada uno de nosotros, es decir, serían algo que supera la realidad accesible a nuestra capacidad de saber. En consecuencia, en este aspecto no podríamos apelar o referimos a ningún saber de especialistas, ya que nadie podría conocer directamente esas realidades por el hecho de haberlas estudiado personalmente.

De modo que, una vez más y de manera más apremiante, nos encontramos frente a este problema: Esa clase de fe, ¿se puede conciliar con la ciencia crítica moderna? ¿No sería más adecuado al hombre adulto de hoy abstenerse de emitir un juicio en semejante materia y esperar el día en que la ciencia disponga de una respuesta definitiva a esa clase de preguntas?

La actitud que se trasluce en este modo de plantear el problema corresponde, sin duda, al nivel medio de los universitarios de hoy; la honestidad intelectual y la humildad frente a lo desconocido dan la impresión de inclinarse más hacia un agnosticismo que hacia un ateísmo explícito. En realidad, este último también pretende saber demasiado e implica, a su vez, un elemento dogmático. Nadie puede albergar la presunción de «saber», en sentido propio, que Dios no existe. Como mucho, se podría trabajar sobre la hipótesis de que Dios no exista, y a partir de ella, tratar de explicar el universo. En el fondo, la ciencia moderna se encuentra bajo esta bandera. Con todo, ese enfoque metodológico es consciente de sus propias limitaciones. Es claro que no se pueden rebasar los límites de la hipótesis y, por consiguiente, aunque una explicación atea del universo pueda parecer evidente, jamás conducirá a una certeza científica de la no existencia de Dios.

Nadie puede entender experimentalmente la totalidad del ser o de sus condiciones. En este punto, llegamos sencillamente a tocar lo que son los límites insuperables de la «condición humana», es decir, de la capacidad cognoscitiva del hombre, en cuanto tal, y no sólo en relación a sus condiciones actuales, sino en su dimensión esencial. Por su misma naturaleza, la cuestión de Dios no se deja someter por la fuerza a la razón científica, en el sentido más estricto del término. En este sentido, la declaración de «ateísmo científico» es una pretensión absurda tanto hoy como ayer o mañana.

Pero en esta situación se impone de modo más acuciante el problema de saber si el tema de Dios no sobrepasará los límites de la capacidad humana en cuanto tal, y si, de esa manera, el agnosticismo no representará la única actitud correcta del ser humano, que consiste en el reconocimiento apropiado y sincero, incluso «devoto» ?en el significado profundo del término?, de lo que supera nuestra comprensión y nuestro campo visual, es decir, una actitud de reverencia frente a lo que nos resulta inaccesible. ¿No sería, quizá, ésta la nueva forma de devoción intelectual, que prescinde de lo que supera nuestras capacidades y se contenta con lo que se nos ha concedido?

El que quiera responder a esta pregunta como verdadero creyente deberá guardarse de toda prisa irreflexiva. De hecho, frente a esa «devota humildad», surge necesariamente una objeción: ¿No es verdad que, en el fondo, la naturaleza humana tiene sed de infinito? ¿No consiste precisamente en eso su propia esencia? Su límite sólo puede ser lo ilimitado; y los límites de la ciencia no se pueden confundir con los límites de nuestra existencia, en cuanto tal. Eso significaría una falta de comprensión no sólo de la ciencia, sino también del hombre. Si la ciencia pretendiera rebasar los límites del conocimiento humano, terminaría por negar su propio carácter científico.

A mi parecer, todo esto es absolutamente cierto; pero, como he dicho, aún es prematuro como respuesta aceptable. Más bien, tendremos que examinar con paciencia si las hipótesis del agnosticismo son plausibles, es decir, llegar a entender si de veras tienen consistencia en cuanto respuesta no sólo a las demandas de la ciencia, sino también a los postulados de la vida humana. En realidad, preguntarse por los valores del agnosticismo equivale a preguntarse si su programa es realizable en la práctica. Nosotros mismos, en cuanto hombres, ¿podemos prescindir pura y simplemente del tema de Dios, es decir, de la cuestión de nuestro origen, de nuestro destino final y de la medida de nuestro propio ser? ¿Podemos contentamos con vivir hipotéticamente «como si Dios no existiera», mientras es posible que exista realmente?

Para el hombre, el tema de Dios no es un problema puramente teórico como, por ejemplo, saber si fuera del sistema periódico de los elementos haya otros, hasta ahora desconocidos. Al contrario, el tema de Dios es un problema eminentemente práctico, que tiene consecuencias en todos los ámbitos de nuestra vida. Aun en el caso de que yo esté de acuerdo, teóricamente, con el agnosticismo, en la práctica me veré obligado a escoger entre la alternativa de vivir como si Dios no existiera, o vivir como si Dios existiera realmente y fuera la realidad decisiva de mi propia existencia.

Si actúo según la primera hipótesis, en la práctica habré adoptado una actitud atea y habré convertido una hipótesis, que puede ser falsa, en la base de toda mi existencia. Y si me decido por la segunda opción, también aquí permaneceré en el ámbito de una creencia puramente subjetiva. A este propósito, se podría aducir el caso de Pascal, cuya controversia filosófica, en los albores de la época moderna, giraba en torno a este problema. Cuando Pascal llegó a la convicción de que el problema no se podía resolver simplemente por el camino de la reflexión, se animó a recomendar al agnóstico que asumiera el riesgo de optar por la segunda posibilidad y viviera como si Dios existiera realmente. Sólo a base de experiencia ?como afirmaba el propio Pascal? el agnóstico podrá llegar a reconocer la exactitud de su elección.

Es evidente que el prestigio de que goza la solución agnóstica no resiste un examen en profundidad. Como pura teoría, esa solución podría parecer extremadamente iluminadora, pero el agnosticismo es, por esencia, algo más que una teoría; lo que en él se juega es, en realidad, una práctica de vida. y cuando se intenta «ponerlo en práctica» en su propio campo de acción, el agnosticismo se escapa de las manos como una pompa de jabón; se disuelve, porque no hay posibilidad de escapar de la opción que él querría precisamente evitar.

Frente al tema de Dios, el hombre no puede permanecer neutral. Sólo puede decir sí, o no, sin que pueda evitar las consecuencias que derivan de esa actitud y se infiltran hasta en los más mínimos detalles de la vida. Por consiguiente, habrá que afirmar que el tema de Dios es ineludible y no admite abstenciones. Pero desde luego ?y ¿podría ser de otra manera?? las condiciones de su conocimiento son de naturaleza particular. En este terreno, no se trata de analizar fragmentos aislados de realidad que de alguna manera pudiéramos tocar con las manos, verificarlos a través de la experiencia y acabar dominándolos.

El tema de Dios no se refiere a elementos que nosotros podamos dominar, sino a lo que ejerce su dominio sobre nosotros y sobre la realidad entera. Si encontrándome frente a otra persona, soy incapaz de penetrar con la mirada la profundidad de su carácter y la amplitud de su espíritu de la misma manera que estudio un trozo de materia o un organismo viviente, mucho menos podré tener la capacidad de acercarme con la misma actitud a lo que constituye el fundamento de todo el universo. Ahora bien, eso no quiere decir que nos estemos moviendo en el campo de lo irracional.

Al contrario, lo que buscamos es el fundamento mismo de la racionalidad y el modo en que se puede percibir su luz. Si quisiéramos explicar detalladamente este punto, superaríamos con mucho los límites de una conferencia. Pero hay un aspecto esencial que me parece obvio. Cuando se reflexiona sobre la totalidad y su fundamento, el hombre que se esfuerza por comprender se ve inevitablemente implicado en la totalidad de su propio ser, con todas sus facultades de percepción. Y es necesario que su búsqueda del conocimiento se oriente no sólo a recoger el mayor número de detalles, sino, en la medida de lo posible, el todo en cuanto tal.

De ese modo, podemos afirmar que hay actitudes humanas fundamentales que son indispensables como presupuestos metodológicos del conocimiento de Dios. De entre ellos podemos mencionar la escucha del mensaje que proviene de nuestra existencia y del mundo en general; la atención vigilante sobre los descubrimientos y la experiencia religiosa de la humanidad; el compromiso decisivo y perseverante de nuestro tiempo y de nuestras energías interiores con relación a este problema que se refiere a cada uno de nosotros en pnmera persona.

4. Conocimiento natural de Dios

Ahora tenemos que preguntamos si el hombre tiene verdaderamente una respuesta a este problema. Y en caso afirmativo, hasta qué grado de certeza podemos llegar.

En su carta a los Romanos, el apóstol Pablo tuvo que afrontar precisamente este problema; y respondió con una reflexión filosófica basada en hechos ofrecidos por la historia de las religiones. En la megalópolis de Roma, la Babilonia de aquella época, Pablo se encontró con esa clase de decadencia moral que proviene de la pérdida total de la tradición, en la que no existe la evidencia interior que en otros tiempos se ofrecía al hombre desde un principio mediante los usos y costumbres. Cuanto más se pretende no dar nada por descontado, todo es posible y no hay nada imposible.

N o hay ningún valor capaz de sostener al hombre, ni existen normas inviolables. Lo único que cuenta es el yo y el instante presente. Las religiones tradicionales no son más que grandes fachadas carentes de interioridad; lo que queda no es más que un cinismo puro y duro. A ese cinismo metafísico y moral de una sociedad en decadencia, el apóstol ofrece una respuesta sorprendente. Declara que, de hecho, esa sociedad conoce muy bien a Dios: «Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista» (Rom 1,19).Y añade, como fundamento de esa afirmación: «Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras» (Rom 1,20).

De ahí, Pablo saca una conclusión: «De modo que no tienen disculpa» (Rom 1,21). Según él, tienen acceso a la verdad, pero no están dispuestos a contemplarla, porque rechazan las exigencias que acabaría imponiéndoles. A ese propósito, el apóstol emplea la fórmula: «Mantener la piedad como prisionera de la injusticia» (Rom 1,18). El hombre opone resistencia a la verdad, porque le exigiría una sumisión que se expresa en el hecho de «tributar a Dios la alabanza y las gracias que se merece» (Rom 1,21). Para Pablo, la decadencia moral de la sociedad no es más que la consecuencia lógica y el fiel reflejo de esta perversión radical. Cuando el hombre sitúa su egoísmo, su orgullo y su propia satisfacción por encima de una reivindicación de la verdad, todo termina necesariamente trastocado. Lo que se adora ya no es ese único Dios al que se debe adoración; las imágenes, las apariencias, las opiniones corrientes toman la delantera al hombre.

Y esa alteración general se extiende a todos los ámbitos de la vida. La norma es lo que va contra la naturaleza, y el hombre vive contra la verdad e incluso contra la naturaleza. Su creatividad ya no está al servicio del bien, sino que se convierte en una genialidad y en un refinamiento del mal. Los vínculos entre hombre y mujer, entre padres e hijos, se rompen, de modo que las fuentes mismas de la vida se ven obstruidas. Ya no reina la vida, sino la muerte; y así se crea una civilización de la muerte (Rom 1,21-32). De esa manera, Pablo traza una descripción de la decadencia que a nosotros, los lectores modernos, nos deja estupefactos por su actualidad.

Sin embargo, Pablo no se limita a describir esa realidad como se hacía habitualmente en aquella época, es decir, como una forma de moralismo más bien perversa que, mientras expresa su parecer, termina complaciéndose en lo negativo. Al contrario, el análisis del apóstol conduce a un verdadero diagnóstico que se transforma en auténtica exigencia moral. El origen de todo eso es la negación de la verdad en favor de una comodidad o, mejor dicho, de un provecho propio. En el hombre, el punto de partida es una oposición a la evidencia del Creador, que está presente en el corazón humano como la presencia de un Ser que se ocupa del hombre y lo interpela. Para Pablo, el ateísmo, e incluso el escepticismo vivido como ateísmo, no es una postura inocente. Según él, su origen está en el rechazo de un conocimiento que, de por sí, se ofrece a todo ser humano, pero cuyas condiciones éste se resiste a aceptar. Frente a Dios, el hombre no está condenado a permanecer en la incertidumbre. El hombre es capaz de «vedo», si presta oídos a la voz del ser de Dios, a la voz de su creación, y se deja conducir por ella. Pablo desconoce el caso de un ateo puramente idealista.

¿Qué respuesta se podría dar a todo esto? El apóstol juega aquí claramente con el contraste entre filosofía y religión que reinaba en la Antigüedad. La filosofía griega había llegado, aunque de forma contradictoria e insuficiente en sus detalles, a conocer el fundamento único del universo, a saber, el Espíritu, que es la única realidad digna de llevar el nombre de Dios. Pero el impulso que la sostenía en su crítica de la religión empezó muy pronto a enfriarse. A despecho de ese carácter que le era esencial, la filosofía griega se había dedicado a justificar el culto a los dioses y, al mismo tiempo, a venerar el poder del Estado. Era, pues, evidente, que «la verdad» había quedado «prisionera». En ese sentido, el diagnóstico de Pablo con respecto a la situación histórica del momento era plenamente fundado.

Pero, a pesar de todo, ¿podría decirse que su afirmación posee un valor que va más allá de esa precisa coyuntura histórica? Desde luego, habrá que modificar los detalles; pero, a pesar de todo, esa afirmación, en lo esencial, no describe sólo un rasgo de la historia, sino la situación permanente de la humanidad y del hombre frente a Dios. La historia de las religiones coincide perfectamente con la historia de la humanidad. Por lo que podemos saber, jamás ha habido una época en la que el tema del «totalmente Otro», de lo divino, haya sido ajeno al hombre. Siempre ha existido un conocimiento de Dios. Y en la historia de las religiones encontramos por todas partes, aunque bajo diversas figuras, el conflicto significativo entre el conocimiento del Dios único y la atracción de otras potencias tenidas por más peligrosas, más cercanas y, por tanto, más importantes para el hombre que el Dios lejano y misterioso. La historia entera está marcada por ese extraño dilema entre, por una parte, las exigencias no violentas de la verdad y, por otra, la presión del provecho, la necesidad de vivir en buena relación con las potencias que determinan con su impronta la vida cotidiana. Y se asiste siempre de nuevo a la victoria del provecho sobre la verdad, a pesar de que el rastro de la verdad y de la propia fuerza jamás desaparece completamente, sino que continúa vivo de forma tantas veces sorprendente, en medio de una jungla plagada de plantas venenosas.

Pero todo esto, ¿sigue siendo válido a día de hoy en una cultura totalmente arreligiosa, en una cultura de la racionalidad y de su administración técnica? Yo creo que sí. De hecho, también hoy la pregunta del hombre supera ineludiblemente el ámbito de la racionalidad técnica. También hoy seguimos sin limitamos a la pregunta. «¿Qué puedo hacer?», sino que nos preguntamos también: «¿Qué puedo hacer, y quién soy yo?»; Es verdad que hay sistemas cosmológicos evolucionistas que elevan la no-existencia de Dios al rango de evidencia racional y de ese modo pretenden probar que la verdad es, precisamente, que Dios no existe.

Pero esa especie de teoría general del conocimiento muestra, precisamente en aspectos esenciales, su carácter puramente metodológico. Se quiere colmar las inmensas lagunas de nuestro saber con una serie de aparatos de ciencia-ficción, cuya racionalidad puramente ficticia no puede engañar a nadie. Es evidente que la racionalidad del universo no se puede explicar con criterios ajenos a la razón. Por eso, el Logos, que está en el origen de toda realidad, sigue siendo hoy más que nunca la hipótesis más sensata, aunque es una hipótesis que nos exige renunciar a una posición dominante y aceptar el riesgo de una simple escucha. Ni siquiera en nuestros días se puede decir que se haya eliminado la evidencia tranquila de que Dios existe, pero se reconoce que ahora más que nunca ha quedado desfigurada por la violencia que el poder y el provecho ejercen sobre nosotros.

De ese modo, la situación actual se caracteriza, esencialmente, por la misma tensión entre tendencias divergentes que constituye la espina dorsal de la historia: de un lado, la apertura interior del alma humana hacia Dios, y de otro, la atracción más fuerte que ejercen las necesidades y experiencias inmediatas. El hombre se debate entre esos dos polos: no es capaz de desembarazarse completamente de Dios, pero al mismo tiempo carece de fuerza para ponerse en camino hacia él. Por sí solo, el hombre no es capaz de tender el puente que pudiera llevado a establecer una relación concreta con ese Dios.

Siempre se puede seguir afirmando, con Santo Tomás, que la incredulidad va contra la naturaleza. Pero a la vez hay que añadir, en primer término, que el hombre no es capaz de aclarar completamente por sí solo la extraña penumbra que pesa sobre la cuestión de las realidades eternas; y en segundo lugar hay que decir que, para que surja una auténtica relación con Dios, él es el que tiene que tomar la iniciativa para salir al encuentro del hombre y hablarle cara a cara.

5. La fe «sobrenatural» y sus orígenes

Pues bien, ¿cómo puede suceder todo eso? En realidad, la cuestión se remonta a nuestras reflexiones iniciales sobre la estructura de la fe. De hecho, la respuesta consiste en afirmar que la palabra de Dios nos llega por mediación de personas que la han escuchado y entrado en contacto con ella, personas para las que la realidad de Dios ha constituido una experiencia precisa, personas que conocen a Dios, por así decir, de primera mano. Para entender este aspecto tenemos que reflexionar sobre la estructura «conocimiento-fe», que hemos establecido al comienzo. Allí decíamos que la fe, por una parte, tiene el carácter de un saber no autónomo, pero por otra, se caracteriza por un factor de confianza recíproca, por el que los conocimientos del otro se convierten en conocimientos míos.

Por tanto, ese factor de confianza contiene un elemento de participación; es decir, a través de mi confianza en el otro, yo me convierto en partícipe de su saber. En eso consiste, por así decir, el aspecto social del fenómeno de la fe. Nadie lo sabe todo, pero todos juntos conocemos lo que necesitamos saber. La fe constituye una red de interdependencia recíproca que, al mismo tiempo, es una red de solidaridad de unos con otros, en la que cada uno sostiene y es sostenido recíprocamente. Esta estructura antropológica fundamental reaparece en nuestra relación con Dios, y también ahí encuentra su forma originaria así como su centro de integración.

Nuestro conocimiento de Dios se funda en esa reciprocidad, en una confianza que se convierte en participación y que encuentra su verificación en la experiencia vivida por cada uno. También la relación con Dios es, a la vez y sobre todo, una relación con los hombres, pues se basa en una comunión entre hombres. Se puede decir también que la comunicación propia de la relación con Dios confiere, en cuanto tal, a la relación humana su potencialidad más radical, porque la hace pasar del nivel de un interés utilitario al nivel de lo que es fundamental para la persona.

N o cabe duda que, para que yo pueda aceptar como mío ese saber del otro que se me ofrece y experimentar su realidad en mi vida personal, es necesario que también yo esté abierto a Dios. Sólo si dentro de mí hay un órgano receptivo, puede llegarme la voz del Eterno por mediación del otro. En este sentido, el conocimiento participado de Dios que me llega desde el otro tiene carácter más personal que el conocimiento que yo tengo en común con el técnico, o con el especialista. El conocimiento de Dios exige esa vigilancia interior, esa interioridad, esa apertura del corazón que, en el recogimiento del silencio, toma personalmente conciencia de que existe un acceso directo al Creador. Pero también es verdad que Dios no se abre a un yo aislado, que Dios excluye cualquier clase de atrincheramiento individualista. Todo eso quiere decir que la relación con Dios está vinculada a nuestros hermanos y hermanas.

6. Desarrollo de las premisas

Estas premisas fundamentales encierran toda una serie de consecuencias que quisiera desarrollar aquí brevemente.

1. La fe está anclada en la visión de Jesús y de los Santos.

2. La fe se hace realidad en la vida.

3. El «yo», el «tú» y el «nosotros» de la fe.

La intervención mediadora de Jesús y de los santos, que deriva de los presupuestos anteriores, se funden en una tercera consideración. El acto de fe es un acto eminentemente personal, anclado en la profundidad más íntima del yo humano. Pero precisamente por ser hasta tal punto personal, es al mismo tiempo un acto de comunicación. En lo profundo de su naturaleza, el yo siempre va ligado al tú y viceversa; una relación auténtica que se convierte en «comunicación» no puede brotar más que de la profundidad de la persona. Decíamos que creer es participar en la visión de Jesús, fiarse de Jesús.

San Juan, que se apoya sobre el pecho de Jesús, es un símbolo de lo que significa la fe, en cuanto tal. Creer es comunicar con Jesús y, de ese modo, liberarse de la represión contraria a la verdad, liberar mi yo de un encogimiento sobre sí mismo, y convertido en una respuesta al Padre, en un sí al amor, un sí que se pronuncia sobre nuestro propio ser, un sí a aquel Sí, que es nuestra redención y que «vence al mundo».

Por consiguiente, en su naturaleza más íntima, la fe es una manera de «estar con», de romper el aislamiento de mi «yo», que constituye su propia debilidad. El acto de fe es apertura a los confines del horizonte, ruptura de la barrera de mi propia sqRjetividad, lo que Pablo describe como «No soy yo el que vivo, sino es Cristo el que vive en mí» (Gál2,20).

Ese yo disuelto se encuentra a sí mismo es un yo más grande y totalmente nuevo. Pablo describe el proceso por el que el primer yo se disuelve y se despierta de nuevo en yo más grande, como un «nuevo nacimiento». Con todo, en este nuevo yo en el que me encuentro inmerso por la fe liberadora, no me encuentro unido sólo aJesús, sino también a todos los que han seguido el mismo camino. En otras palabras, la fe es necesariamente un acto eclesial.

La fe vive y actúa en el «nosotros» de la Iglesia desde el momento en que nos hace una sola cosa con el «Yo-comunión» de Jesucristo. En ese nuevo sujeto se derrumba el muro entre mí y los otros, el muro que separa mi subjetividad de la del mundo exterior y me la hace inaccesible, el muro entre mí y la profundidad del ser. En este nuevo sujeto me encuentro siendo contemporáneo de Jesús, de modo que todas las experiencias de la Iglesia me pertenecen y se han convertido en mis propias experiencias.

Naturalmente, este nuevo nacimiento no se realiza en un instante, sino que perdura a lo largo de todo el camino de mi vida. En esta nueva dimensión, lo esencial es que no puedo construir mi propia fe en una diálogo meramente privado con Jesús. La fe, o vive en este «nosotros», o no vive en absoluto. La fe y la vida, la verdad y la vida, el yo y el nosotros son inseparables. Sólo en el interior de una existencia vivida en el «nosotros» de los creyentes, en el «nosotros» de la Iglesia, la fe despliega su lógica, su figura orgánica.

En resumen, igual que en las cuestiones de la vida cotidiana, también en nuestra relación con Dios resulta imposible encontrar un camino, si no es participando en el conocimiento de los demás. En nuestra relación con Dios, los que ven, los que experimentan, están presentes y nuestra fe no puede apoyarse más que en ellos. En cierto modo, son ellos los que nos transmiten su propia certeza. Pero nosotros, que constituimos la multitud, no somos pura y simplemente ciegos ante Dios. Apoyándonos en los que ven, y a medida que avanzamos hacia Él, se despierta cada día más en la profundidad de nuestro ser aquel recuerdo de Dios que, aunque sepultado en nuestro interior, permanece escrito en el corazón de todo hombre. Vivir en familiaridad con Dios nos restituye la vista, y el ejercicio de esa visión nos da testimonio de la verdad divina.

El consejo, aparentemente escéptico, de Pascal a su amigo agnóstico es exacto: empieza con la locura de la fe, y terminarás en el conocimiento. Esa locura es sabiduría, es camino de la verdad.