¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo?

 

Joseph Ratzinger


Homilía pronunciada en el seminario de Filadelfia (EEUU),
 en el tercer Domingo del Tiempo Ordinario, el 21 de enero de 1990.
 Cfr. Epílogo de su obra: La Iglesia, una comunidad siempre en camino.


La lectura de la primera carta de san Pablo a los Corintios que acabamos de escuchar es una actualidad verdaderamente desconcertante. Pablo habla ciertamente de la comunidad de Corinto de aquel tiempo al dirigirse a la conciencia de los fieles a propósito de todo lo que allí estaba en contradicción con la verdadera existencia cristiana. Sin embargo, nos percatamos inmediatamente de que no se trata sólo de problemas de una comunidad cristiana perteneciente a un lejano pasado, sino lo que entonces se escribió nos atañe también a nosotros ahora.

Al hablar a los Corintios, Pablo nos habla a nosotros y pone el dedo en las llagas de nuestra vida eclesial de hoy. Como los corintios, también nosotros corremos peligro de dividir a la Iglesia en una disputa de partidos, donde cada uno se hace su idea del cristianismo. Y, así, tener razón es más importante para nosotros que las justas razones de Dios respecto a nosotros, más importante que ser justos delante de él. Nuestra idea propia nos encubre la palabra del Dios vivo, y la Iglesia desaparece detrás de los partidos que nacen de nuestro modo personal de entender.

La semejanza entre la situación de los corintios y la nuestra no se puede pasar por alto. Pero Pablo no quiere simplemente describir una situación, sino sacudir nuestra conciencia y volvernos nuevamente a la debida integridad y unidad de la existencia cristiana. Por eso debemos preguntarnos: ¿Qué hay de verdaderamente falso en nuestro comportamiento? ¿Qué hemos de hacer para ser no el partido de pablo, de Apolo o de cefas o un partido de Cristo, sino Iglesia de Jesucristo? ¿Cuál es la diferencia entre un partido de Cristo y la justa fidelidad a la piedra sobre la cual se ha edificado la casa del Señor?

Intentemos, pues, en primer lugar comprender lo que realmente ocurre por aquel tiempo en Corintio y que, a causa de los peligros siempre iguales para el hombre, amenaza con repetirse de continuo nuevamente en la historia.

La diferencia de que se trata podríamos resumirla muy sintéticamente en esta afirmación: si yo me declaro por un partido, entonces se convierte por lo mismo en mi partido; pero la Iglesia de Jesucristo no es nunca mi Iglesia, sino siempre su Iglesia.

La esencia de la conversión consiste justamente en esto: que yo no busca nunca mi partido, lo que salvaguarda mis intereses y responde a mis inclinaciones, sino que en lugar de ello me pongo en manos de Jesucristo y me hago suyo, miembro de su cuerpo, de su Iglesia.

Vamos a aclarar un poco más este pensamiento. Los corintios ven en el cristianismo una interesante teoría religiosa, de acuerdo con sus gustos y expectativas. Escogen lo que va con su genio, y lo escogen en la forma que les resulta simpática. Pero donde la voluntad y el deseo personales son decisivos, allí está ya presente la ruptura de entrada, pues los gustos son muchos y contrapuestos. De semejante elección ideológica puede nacer un club, un círculo de amigos, un partido, pero no una Iglesia que trascienda los contrastes y congregue a los hombres en la paz de Dios. El principio en virtud del cual se forma un club es la inclinación personal; en cambio el principio en el que se apoya la Iglesia es la obediencia a la llamada del Señor, como lo leemos en el evangelio de hoy: «Los llamó, y ellos al instante, abandonando la barca con su padre, le siguieron» (Mt 4,21ss).

Con esto hemos llegado al punto decisivo: la fe no es la elección de un programa que me satisface o la adhesión a un club de amigos por los que me siento comprendido; la fe es conversión que me transforma a mí y a mis gustos, o al menos hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea.

La fe alcanza una profundidad completamente diversa de la elección que me liga a un partido. Su capacidad de cambio llega a tal punto que la Iglesia la llama un nuevo nacimiento (cfr Pe 1,3.23).

Con esto estamos en presencia de una intuición muy importante, que debemos profundizar un poco más, porque así se oculta el núcleo central de los problemas que hoy debemos afrontar en la Iglesia.

Nos resulta difícil pensar en la Iglesia según un modelo diverso del de una sociedad que se autogestiona, que con los mecanismos de mayoría y de minoría intenta darse una forma que sea aceptable por todos sus miembros. Nos resulta difícil concebir la fe como algo diverso de una decisión por algo que me agrada y por lo que en consecuencia deseo comprometerme. Pero de ese modo somos sólo y siempre nosotros quienes obramos. Nosotros hacemos la Iglesia, nosotros intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable. Nosotros queremos proponer programas e ideas que sean simpáticas al mayor número posible de personas. El hecho de que Dios mismo esté actuando, de que él mismo obre, no constituye ya en el mundo moderno un supuesto. Sin embargo al obrar así nos estamos comportando como los corintios; confundimos la Iglesia con un partido y la fe con un programa de partido. El círculo del propio yo permanece cerrado.

Quizá ahora comprendamos un poco mejor el giro que representa la fe, la cual implica una conversión, un cambio de rumbo. Reconozco que Dios mismo habla y actúa: que no hay sólo lo que es nuestro, sino también lo que es suyo. Mas si esto es así, si no somos sólo nosotros los que decidimos y hacemos algo, sino que él mismo dice y hace algo, entonces todo cambia. Entonces debo obedecerle y seguirle, aunque ello me lleve donde no quisiera (Jn 21,8). Entonces es razonable y hasta necesario dejar a un lado lo que me gusta, renunciar a mis deseos e ir detrás del único que puede indicarme el camino de la verdadera vida, porque él mismo es la vida (Jn 14,6).

Esto es lo que quiere decir el carácter sacrificial del seguimiento que Pablo pone al fin de relieve como respuesta a los partidos que dividían a Corinto (10,17): yo renuncio a mi gusto y me someto a él. Pero así es como me hago libre, porque la verdadera esclavitud es ser prisionero de nuestros propios deseos.

Todo esto lo comprenderemos aún mejor observándolo desde otro ángulo; no basándonos ya en nosotros, sino partiendo de la acción misma de Dios. Cristo no es el fundador de un partido ni un filósofo de la religión, como también indica Pablo incisivamente en nuestra lectura (1 Co 10,17). No es alguien que inventa ideas de cualquier tipo, para las cuales intenta reclutar defensores. La Carta a los Hebreos describe la entrada de Cristo en el mundo con palabras del salmo 39: «No has querido sacrificios ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo» (Sal 39,7; Hb 10,5). Cristo es la palabra viva de Dios mismo que se ha hecho carne por nosotros. No es sólo alguien que habla, sino que es él mismo su palabra. Su amor, por el cual Dios se nos da ya hasta el fin, hasta la cruz (cfr. Jn 13,1).

Si asentimos a él, no escogemos sólo ideas, sino que ponemos nuestra vida en sus manos y nos convertimos en una «criatura nueva» (2 Co 5,17; Gal 6,5). Por eso la Iglesia no es un club ni un partido, ni tampoco una especie de estado religioso, sino un cuerpo, su cuerpo. Y por eso la Iglesia no es hecha por nosotros, sino que es él mismo el que la construye, purificándonos con la palabra y el sacramento y haciéndonos de ese modo sus miembros.

Naturalmente hay muchas cosas en la Iglesia que debemos hacer nosotros mismos, ya que ella penetra profundamente en situaciones humanas de carácter práctico. No pretendo defender aquí ningún tipo de falso sobrenaturalismo.

Pero lo que hay de peculiar en la Iglesia no puede venir de nuestra voluntad o de una decisión nuestra, «ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre» (Jn 1,13); debe venir de él.

Cuanto más nos esforzamos nosotros en obrar en la Iglesia, tanto menos habitable resulta, porque todo lo que es humano es limitado y toda cosa humana se opone a otra. La Iglesia será para los hombres la patria del corazón cuanto más le prestemos atención y más sea central en ella lo que viene de él: la palabra y los sacramentos que nos ha dado. Obedecerle es la garantía de nuestra libertad.

Todo esto tiene importantes consecuencias para el ministerio del sacerdote. Éste ha de atender mucho a no construirse su Iglesia. Pablo examina ansiosamente su conciencia y se pregunta cómo han podido algunos llegar hasta el punto de hacer de la Iglesia de Cristo un partido religioso de Pablo. Y se declara a sí mismo, y por tanto a los corintios, que ha hecho todo lo posible por evitar lazos que pudieran oscurecer la comunión con Cristo. El que es convertido por Pablo no se convierte en seguidor de Pablo, sino en un cristiano, en un miembro de aquella Iglesia común que es siempre la misma, «ya se trate de Pablo, de Apolo o de Cefas» (1 Co 3,22). En cualquier caso, «vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (3,23).

Vale la pena volver a leer y considerar atentamente lo que Pablo ha escrito sobre el tema, porque en sus palabras adquiere relieve la esencia del ministerio sacerdotal con una claridad que, por encima de todas las teorías, nos dice lo que hemos de hacer y lo que hemos de evitar. «Pues, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples servidores, por medio de los cuales habéis abrazado la fe... Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios. Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer. El que planta y el que riega son los mismos. Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros labrantía de Dios, edificio de Dios» (1 Co 3,5-9).

Ha habido y hay en Alemania Iglesias protestantes donde es costumbre indicar en los avisos litúrgicos el nombre del que celebra la misa y el del que pronuncia la homilía. Detrás de esos nombres se ocultan a menudo corrientes religiosas; cada uno quiere seguir las celebraciones de su propia corriente. Por desgracia, algo similar ocurre ahora también en las parroquias católicas; pero esto significa que la Iglesia ha desaparecido detrás de los partidos y que en definitiva escuchamos opiniones humanas y no la común palabra de Dios, que está por encima de todos y de la que es garante la única Iglesia.

Sólo la unidad de su fe y su carácter vinculante para cada uno de nosotros nos permite no seguir opiniones humanas y no formar parte de facciones con pretensiones autonómicas, sino ser del partido del Señor y obedecerle a él.

Es grande hoy para la Iglesia el peligro de disgregarse en partidos religiosos agrupados en torno a maestros o predicadores particulares. Tenemos de nuevo: el yo soy de Pablo, yo de Cefas, con lo que también Cristo se convierte en un partido.

El metro del ministerio sacerdotal es el desinterés, que establece como norma la palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). Sólo si podemos decir esto con toda verdad somos «colaboradores de Dios», que plantan, riegan y son partícipes de su misma obra.

Si algunos hombres apelan a nuestro nombre y oponen nuestro cristianismo al de los demás, ello ha de ser para nosotros motivo de examen de conciencia. Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él. Esto exige nuestra humildad, la cruz del seguimiento. Pero esto precisamente es lo que nos libera, lo que hace fecundo y grande nuestro ministerio. Pues si nos anunciamos a nosotros mismos, permanecemos escondidos en nuestro pobre yo y arrastramos a él a los demás. Si le anunciamos a él, nos convertimos en «colaboradores de Dios» (1 Co 3,9); ¿y puede haber algo más hermoso y liberador?

Pidamos al Señor que nos haga probar nuevamente el gozo de esta misión. Entonces serán realidad las palabras del profeta, que siempre se cumplen en los lugares por los que pasa Cristo: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz... Has acrecentado su alegría, has agrandado su júbilo como en la algazara de la siega» (Is 9,1-3; cfr Mt 4,15). Amén.