Koinonía: el Amor como Logos

 

Eloy Bueno de la Fuente

 

El término koinonía se ha convertido en uno de los ejes centrales de la teología reciente, especialmente como eclesiología de comunión. La consolidación y ratificación de este proceso se produjo en el Sínodo de los obispos de 1985, convocado para celebrar a los veinte años la clausura del Concilio Vaticano II y verificar su recepción. El cardenal Ratzinger confiesa que saludó cordialmente la opción de situar la comunión como concepto fundamental y clave de la totalidad de la eclesiología conciliar. Aún reconociendo que de modo explícito no alcanzó un rango prioritario en los textos conciliares, sin embargo, según el cardenal, recoge el aliento vital que pretendía elaborar y ofrecer una eclesiología teológica en la que todo hablar sobre la Iglesia estuviera sometido y subordinado al hablar sobre Dios. Precisamente en medio de los debates que atravesaron el período postconciliar el mismo cardenal reconoce que intentó contribuir con sus aportaciones al desarrollo de la eclesiología de comunión.

Reducir nuestra aportación a este punto concreto significaría empobrecer tanto el tema en cuanto tal como la aportación del cardenal Ratzinger. La lectura pausada de sus obras a la luz de esta problemática concreta permite establecer dos conclusiones: por un lado, que la aparición de esta terminología se produce cuando ya su pensamiento estaba consolidado; por otro lado, que sus presupuestos filosóficos y teológicos ofrecían una infraestructura magnífica para que la reflexión sobre la koinonía desplegara toda su fecundidad.

El destino biográfico de Ratzinger no ha hecho posible la redacción de una sistemática teológica en la que se hubiera podido constatar el alcance exacto de la koinonía. Sin embargo resulta sorprendente y luminosa la perspectiva sistemática de un pensamiento (y de una visión de la realidad) en la que se inserta de modo tan natural la koinonía. Dicho de otro modo, el recurso a la koinonía no se produce como contrapeso a determinadas derivaciones teológicas en la recepción del Vaticano II sino como explicitación de los gérmenes más genuinos y puros de su pensamiento. Resulta simplista ?como se ha hecho en ocasiones- orientar desde un principio la koinonía a la organización de las estructuras eclesiales o al reparto de competencias en la Iglesia. La koinonía apunta al ser mismo de la Iglesia, en su relación con la eucaristía ciertamente, pero también en su relación con lo más profundo de los temas teológicos y filosóficos: el lógos y al ágape como verdad. No se puede entender todo el alcance y profundidad de la koinonía vinculándola a la Iglesia de un modo unilateral sino abriéndola al conjunto de la realidad y a la amplitud del misterio cristiano. Sólo entonces captaremos lo que verdaderamente es y quiere significar la Iglesia, su inserción en la estructura misma del ser y del dinamismo antropológico. La koinonía en cuanto dimensión constitutiva de la Iglesia tiene sentido porque depende del Hijo (que es koinonía) y del Espíritu (que es koinonía), en último término del Dios Trinidad (que es koinonía). Y porque la koinonía caracteriza a Dios mismo en su intimidad es por lo que la realidad entera refleja la koinonía del Dios creador y salvador. Precisamente la visión de lo real como logos, verdad y amor es lo que permite ?y exige- que la koinonía eclesial esté en armonía con la entraña misma de la creación y de las aspiraciones humanas. Así la eclesiología de comunión no podrá nunca ser entendida como tentación del narcisismo eclesial sino que mostrará su responsabilidad respecto al cosmos y a la historia, su preocupación por las personas concretas en su peregrinar temporal.

Arrancaremos del análisis comparativo de la koinonía cristiana respecto a sus usos precristianos (sagrados y profanos) para percibir desde un principio la novedad y peculiaridad que la llena de contenido. Desde esta perspectiva iremos recorriendo los pasos indicados (si bien en sentido inverso) para comprobar cómo, dentro de una visión global de la realidad creada, el Dios comunión va dando origen a una Iglesia comunión que tiene dimensión y relevancia cósmica.

1. Las peculiaridades del uso cristiano de la koinonía

El lenguaje cristiano asume un término usado con anterioridad, pero modulándolo desde un contenido y una experiencia originales. Tres son las fuentes que menciona expresamente el cardenal Ratzinger, cada una de las cuales permite percibir la innovación cristiana.

1º) El uso profano se refleja en Lc 5,10, que presenta a Santiago y a Juan como koinonoi, es decir, como socios o miembros de un grupo que participa en propiedades y en trabajos comunes. No basta sin embargo este nivel de lectura. El relato evangélico insinúa la referencia al Jesús que los une, especialmente porque se refleja la situación post-pascual (en referencia al juego simbólico de la "pesca"). Esa vinculación personal, como veremos, es esencial en la koinonía cristiana.

2º) El uso judío de chaburah, que se emplea para designar el grupo de los fariseos e incluso el grupo reunido para la comida pascual. En el Antiguo Testamento sin embargo cheburah queda reservado a las relaciones interhumanas, es decir, parece darse por supuesto que no hay una comunión Dios-hombre (la relación Dios-hombre es presentada propiamente como alianza). La Iglesia será vista como la chaburah de Jesús, pero en un sentido radical y profundo: es la comunidad de su pascua, su familia, pero con un fundamento y una raíz que va más allá del hecho externo de la comida; lo decisivo es el amor que le ha conducido hasta la muerte, y que por su generosidad ha hecho posible la participación en su propia vida (de este modo el Nuevo Testamento podrá situar en el núcleo de la realidad eclesial la comunión en y a través de la persona de Jesucristo).

3º) Entre los griegos (por ejemplo en El Banquete de Platón) se reconoce la koinonía entre dioses y hombres (fundamento de la comunión entre los hombres) que se produce sobre todo en el culto (el cual pretende, por ello, la vigilancia y el cuidado del amor). Ahora bien, el anhelo oculto de esa mística no es tanto la comunión cuanto la unificación, que en el fondo es fusión e identificación más que relación libre y personal. El Nuevo Testamento presentará la comunión en la lógica de una realidad insospechada: el Dios único y transcendente del Antiguo Testamento descubre su vida íntima, mostrando que él es en sí mismo diálogo de amor eterno, al que son invitadas las personas humanas desde su libertad.

Este enriquecimiento de la koinonía refluye en el nivel ontológico, cósmico y antropológico, precisamente porque brota del núcleo de la teología y de la fe: en cuanto Dios es en sí mismo relación (Palabra y Amor) puede abrirse y crear la relación de la criatura a él mismo. La relación se convierte en categoría filosófica por antonomasia que se convierte en comunión desde la perspectiva de lo personal. En la encarnación de la Palabra eterna se realiza aquella comunión entre Dios y el ser del hombre que antes parecía inconciliable con la transcendencia del Dios único. Ese es el nuevo acontecimiento: que el Dios único entra realmente en comunión con los hombres. En esta dinámica de comunión queda incorporada la realidad entera, ya que el Dios de la alianza y de la salvación es el Dios creador.

En esta visión unitaria Ratzinger se declara expresamente deudor de los planteamientos teológicos de Agustín y de Buenaventura. Del primero hereda su evolución biográfica como búsqueda intelectual, como goce de la belleza y como ansia de verdad. Del segundo la armonía e integración de historia y metafísica, de lo concreto y lo universal. La melodía de la reflexión patrística y bíblica le aporta una sabiduría (que contrapone a Rahner) que aspira a conservar todo el rigor de la inteligencia para recoger toda la fuerza del amor. Se trata ciertamente de apoyarse en partir de la fe en un Dios creador (punto de partida del símbolo de la fe) pero como opción por el primado del logos que refleja y vive de la verdad del amor. La sabiduría del creer incorpora la instancia de la razón. La religión cristiana es religión del logos, y a ello nunca puede renunciar. Precisamente la victoria del cristianismo sobre las religiones antiguas se produjo gracias a la reivindicación de la racionalidad. Fe y ontología se exigen mutuamente. La comunión que se enraíza en el ser de Dios no puede dejar de reflejarse en la estructura de todo lo creado, de los seres en general y del ser humano en particular: el logos y el amor (la verdad de todo lo que existe) se vive a nivel de personas como comunión

2. La fe: estructura ontológica y antropológica

Este título puede parecer pretencioso y aventurado, pero en realidad constituye una motivación fundamental del pensamiento de Ratzinger, que a su vez nos permite comprender el presupuesto y la hondura de lo que significa la koinonía como clave teológica. Una consideración plena de la realidad no sólo abre, sino que hace inteligible la opción de la fe, lo cual resulta especialmente importante para el creyente contemporáneo.

La fe se encuentra en la actualidad con notables dificultades para superar el abismo que se abre entre lo visible y lo invisible, entre el entonces del hecho histórico y el ahora de la experiencia actual, que se condensa en el peculiar "escándalo cristiano": la ineliminable positividad de lo cristiano, el hecho de que Dios se hace presente en la historia, la percepción de Dios en cuanto hombre, tan cercano a nosotros que hasta podemos matarlo. La koinonía será en último término la superación de ese abismo, pero no como algo que procede violentamente desde el exterior sino como respeto a lo que la realidad es y exige.

La fe implica la decisión apoyada en el hecho de que en lo más íntimo de la existencia humana hay un punto que no se alimenta de lo visible y comprobable sino que se abre a la totalidad de lo real. La fe no encuentra su lugar en el nivel de las ciencias naturales, en la mirada reduccionista que se centra en los fenómenos, limitándose a lo que aparece o a lo que es factible. La decisión de la fe surge como respuesta a la interpelación que procede de la profundidad de la existencia.

Dos son las raíces de la experiencia religiosa que abren a ese nivel distinto de la realidad: a) la experiencia de la propia existencia en lo que tiene de carencia y necesidad, en la constatación de la pregunta que el hombre no sólo plantea sino que es, en el carácter inconsumado de su realidad, en la resistencia de las fronteras con las que choca permanentemente y que sin embargo representan un clamor incesante por lo ilimitado y lo abierto; b) la soledad y la hospitalidad, la aparición del tú como promesa siempre incompleta, pues cada tú acaba siendo en último término una decepción ya que llega a un punto en el que no hay un encuentro que pueda superar su soledad más íntima; lo cual acaba siendo una apelación hacia un Tú absoluto que se eleva desde la hondura del propio yo, pues el verdadero miedo del hombre no puede ser superado por la razón sino por la presencia garantizada de un amante. La apertura se dirige a un Tú que no es mero sentido objetivo sino un sentido que me conoce y me ama y al que por ello me puedo confiar (porque hay amor en el fondo de la realidad es por lo que su logos se abre al asentimiento y a la koinonía).

Estas experiencias radicales permiten entender que la koinonía surgirá como respuesta a estas preguntas radicales. Pero previamente, en el nivel fenomenológico que hemos iniciado, permiten ver por qué el ser humano busca un modo de sabiduría que no sea ciencia sino comprender y una realidad en la que depositar la confianza de la propia vida. Ese nivel ha de ser algo irreductible al conocimiento científico del hombre o a su capacidad de fabricación de objetos. Ha de apuntar a aquello que dice referencia al todo de la realidad, y que es irreductible a toda forma de cálculo y anterior a la capacidad manipuladora del hombre.

El hombre, en definitiva, no puede vivir sólo del pan de lo que la técnica le puede aportar, sino que necesita de la palabra, del amor, del sentido. Así la existencia humana puede aparecer como respuesta (Antwort) a la palabra o logos (Wort) que sostiene todas las cosas. A ese nivel se puede producir la opción a favor de lo que no es visible, con la seguridad de que es más real que aquello que se puede ver. No se trata en consecuencia de un ciego abandonarse a lo irracional, sino que por el contrario es un caminar a la luz del logos en la verdad.

El hombre sólo puede vivir en cuanto existe y es a partir de otro. Esta perspectiva exige un replanteamiento de la metafísica y por ello del destino del pensamiento occidental, pues el dominio riguroso de la legalidad de las ciencias naturales anularía el dinamismo del ser, bloquearía la realidad humana y haría imposible el sentido de la koinonía. Ratzinger recoge con aprobación la afirmación de Möhler: el hombre, en cuanto ser absolutamente puesto en relación, no llega a sí mismo en virtud de él mismo aún cuando no lo pueda lograr sin él mismo. En consecuencia debe ser rechazado y superado el esquema de Descartes que fundaba la filosofía en la autoconciencia, característica típica del espíritu moderno. Hay algo previo que antecede y hace posible la existencia del hombre. El lenguaje cristiano de la koinonía no accederá como un dato extrínseco a la estructura antropológica y ontológica sino que, cuando sea formulada teológicamente, se la verá como el aliento de la realidad toda. Su verdadera raíz será comprendida cuando se habla de un Dios que es koinonía. Pero ya previamente las experiencias radicales de lo humano lo confirman por anticipado, aunque sea de modo implícito. El amor a sí (es decir, el egoísmo) no puede ser la forma originaria del amor sino, en el mejor de los casos, un modo derivado. A lo propio y exclusivo del amor sólo se llega a partir de otro, gracias al otro.

En consecuencia, y por su propia constitución, ser-hombre es ser-con. El mero individuo es el hombre mónada. Pero el hombre mónada no es persona. La humanidad en su sentido pleno adviene al hombre en cuanto individuo en el entramado y en la red global de la historia en la que existen otros tús y en la que se manifiesta el amor desde su hontanar más profundo. Cada hombre no se puede proyectar y planificar enteramente y siempre de nuevo a partir del punto cero de su libertad vacía. Existe siempre un logos y un amor que hacen posible y plenifican su libertad y su inteligencia. Desde estos presupuestos comprendemos la profunda raigambre de la Iglesia en la realidad humana: el ser-cristiano y el ser-eclesial se encuentran en sintonía con el ser humano tal como lo acabamos de presentar. La Iglesia está precisamente en relación y referida al hombre en cuanto es ser-con y en cuanto despliega su libertad en el entramado de las conexiones colectivas (sobre este transfondo igualmente la Iglesia podrá aparecer como servicio y ministerio a favor de la historia en lo que la hace ser historia a fin de quebrar las ataduras que atenazan la libertad humana respecto al amor y al logos).

3. El encuentro con el Dios personal y creador

La fe posee por ello su lugar adecuado en una visión de la realidad no reduccionista, sino que reconozca y exprese lo que hay de irreductible hay a lo visible y al conocimiento científico. La fe ofrece una respuesta a ese modo de situarse el hombre en cuanto hombre: es una forma de situarse de modo firme ante la realidad, sin la cual sería nada más que un apátrida. El logos, el sentido, el amor, la verdad, le ofrecen la hospitalidad que le permite una existencia plena. La palabra "creo" entraña una opción fundamental ante la realidad como tal, no se puede reducir a la afirmación o al asentimiento ante esto o aquello, sino que es ante todo una forma primaria de situarse ante el ser, ante la existencia, ante lo real: que en lo más íntimo de la existencia humana hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible. Nada se puede construir sobre la nada intelectual. El ser humano quedaría en la soledad del exilio. La razón empuja a descubrir los motivos para la confianza y para el reconocimiento del tú. Una razón surgida de lo irracional, y que por tanto haría de ella misma algo irracional, no sería una solución para nuestros problemas. La verdad se manifiesta por medio del logos que conduce al hombre a la fe como encuentro con el amor originario (renunciar a la verdad sería renunciar a los fundamentos, y la renuncia a esos fundamentos y a esa verdad no permitiría una fe que instale y vincule efectivamente el ser humano en la realidad yen la historia).

La fe cristiana (en cuanto no se desvincula del logos, de la realidad, de la historia, del amor) es referencia a un Dios en relación (personal) precisamente porque es el creador. Esta referencia de la fe (confianza) a Dios aporta nueva luz (su auténtico fundamento) a lo que hemos venido exponiendo anteriormente. Incluir a Dios no constituye una intromisión de elementos extraños sino el auténtico logos que garantiza y explica lo real.

La fe de Israel introduce algo nuevo en la historia. No habla de dioses o de la divinidad. Es su monoteísmo radical el que llevará a su máxima claridad la relación personal en la que se hace inteligible la realidad y comprensible la koinonía cristiana: si Dios se da un nombre entre los hombres con ello no está propiamente expresando su ser sino que está desvelando que es "apelable", que puede dirigírsele una interpelación, que se hace accesible al hombre. Se abre así el espacio en el que el hombre puede ser acogido: entre el océano de la nada y la cuestionabilidad de todo lo que existe Dios se abre como relación para el hombre.

Frente a las creencias y religiosidad de los pueblos de su entorno la fe de Israel es confesión en sentido pleno: es una decisión existencial como renuncia a las divinidades múltiples, y por ello rechazo de la divinización de los poderes políticos o de las fuerzas cósmicas. Este momento constituye un paso de la máxima seriedad y repercusiones en la historia de la liberación del ser humano: es una lucha contra la proliferación de la divinidad y contra el predominio de la legalidad intrínseca y autónoma del mundo. Sólo de este modo se desplegará el espacio de la libertad personal y sólo entonces podrá entenderse lo que significa y lo que aporta la koinonía cristiana (ajena a una fusión e identificación que sea despersonalizadora).

En la revelación a Moisés se presenta como protagonista el Dios que, en cuanto ser personal, tiene que ver con el hombre en cuanto hombre. Se sitúa en la línea del Dios de los padres, que ya refleja una opción a favor del numen personale contra el numen locale; se trata por tanto de un Dios que puede ser encontrado en el nivel personal o interpersonal, en la relación yo-tú. Dios deja de ser visto como un poder natural para ser experimentado como un Dios-para, como un Dios a favor del hombre, como el Dios de la promesa y del futuro.

El Dios filosófico estaba referido sólo a sí mismo, y por eso podía parecer como prisionero de su eternidad. El Dios de la fe está determinado fundamentalmente por la categoría relación, lo que despliega una concepción del mundo y un orden del mundo enteramente nuevo y distinto. El Dios filosófico es puro pensamiento, y entonces sólo el pensamiento es divino. El Dios de la fe, que (como veremos) es efectivamente logos, igualmente es amor, y ello hace que sólo el amor sea divino. Esto confirma una idea que ya venía insinuándose: el modo más elevado del ser incluye el elemento de la relación, categoría básica y fundamental que constituye el punto de conexión entre la reflexión filosófica y la reflexión teológica, con lo cual se confirma que el misterio cristiano está profundamente vinculado a la estructura ontológica y antropológica. La identidad originaria entre verdad y amor se explicita con toda claridad como hilo conductor y como presupuesto radical de la teología del cardenal Ratzinger (y por ello de una adecuada comprensión de la koinonía).

El logos que penetra el mundo y abraza todo lo que existe, el pensamiento radical creador, es a la vez amor. Por eso el Dios de la fe es confesado como Persona y como Creador.

La expresión inicial de la fe (del credo) nos dice que todo lo que existe es pensamiento hecho realidad. Hablar de Dios como creador significa que la realidad no se basta a sí misma sino que existe un logos en el que está incluido el sentido del mundo, su verdad. Ello implica que la fe tiene que ver con la totalidad de lo real porque el ser mismo es verdadero. La fe en la creación permite afirmar que en el principio era el logos, una razón creadora, expresión de la inteligencia de Dios.

La fe cristiana afirma el primado del logos frente a la pura materia. El logos no está al final, sino al principio. El pensamiento y el sentido no forman sólo un producto secundario y casual del ser, más bien todo ser es producto del pensamiento, su estructura íntima es logos. Creer en el Dios creador es en consecuencia una opción radical y consecuente por la verdad.

Este logos no es, como para los griegos, una racionalidad eterna o un conjunto de especulaciones de carácter matemático. Ya los pitagóricos en la antigüedad y los científicos en la modernidad afirmaron la estructura matemática en la realidad o la legalidad rigurosa en la naturaleza. Pero ese pensamiento, ese espíritu objetivo, no puede entrar en relación con el hombre. Para la fe cristiana, por el contrario, existe un espíritu subjetivo previo: lo que nosotros pensamos y la inteligibilidad de lo real expresan y reflejan un pensamiento creador previo. La fe en el Dios creador sostiene que el ser es ser-pensado, pero no de tal modo que permanezca siendo sólo pensamiento, sino que todo es pensado por una conciencia creadora que es en su raíz libertad que deja en libertad al ser. La fe cristiana es filosofía de la libertad.

El logos del que habla la fe a la luz del Dios creador es una razón abierta y universal, camino y apertura a todas las dimensiones de la persona y a todas las personas. Ello facilita la aceptación y la acogida: la existencia es relación, diálogo, confianza, en definitiva respueta de amor al amor. El primado del logos es idéntico al primado del amor. Amor y razón son los pilares de la realidad: la razón verdadera es el amor y el amor verdadero es la razón auténtica. Con ello queda confirmada la estructura dialógica de la realidad y de la inteligencia (lo cual permite comprender mejor la estructura dialógica de la fe): el dinamismo ontológico y antropológico apunta a encontrar al tú, a la inteligencia que me conoce y me ama. La fe, que ya vimos como confianza, ha de ser vivida como alegría, pues recoge en sus raíces la savia más profunda del ser (este es el eros de la criatura que podrá ser asumido por el ágape del Creador, confluyendo en la koinonía cristiana). El diálogo se presenta desde su lógica auténtica: no hay diálogo simplemente porque se habla, sino que el diálogo se produce porque hay escucha, encuentro, comprensión, relación.

El Dios creador, por tanto, no es una conciencia anónima o neutral, tampoco un consistente espíritu objetivo, sino persona, y por ello amor creador y libertad. Ello significa el primado de lo particular y concreto frente a lo general o universal. Lo que posee un rango ontológico más elevado no es lo más general, sino la opción por el hombre en cuanto ser irreductible (y referido a lo infinito). Este reconocimiento prioritario de lo singular y concreto es posible porque el Pensamiento creador no simplemente sabe sino que también ama. Más aún: crea porque es amor. La instancia suprema del mundo no es la necesidad cósmica sino la libertad. Como la libertad pertenece al mundo en su intimidad, y como por ello no pueden actuar de modo inflexible simplemente según las leyes naturales, no todo puede ser reducido a la lógica matemática. El mundo, porque procede del Dios personal, es espacio de amor y de libertad. A la luz de la perspectiva creacional el cristiano ve en el otro no sólo al individuo sino a una persona que vive en la verdad del amor (capaz por ello de koinonía).

4. El Dios trinitario como comunión

Al confesar a Dios, el sentido/amor creador, como persona, se le confiesa como logos y amor. Asumiendo las reflexiones y adquisiciones filosóficas, se adquieren unas conceptualizaciones que capacitan para una comprensión más profunda de Dios (lo cual actúa como dinamismo circular para justificar lo que hemos descubierto en la ontología y en la antropología).

Logos y ágape, hemos dicho, es lo que hace a Dios ser creador: el pensamiento es creador porque es amor. Pero no se trata sólo de que logos y ágape sean expresiones de Dios, sino de la realidad personal misma de Dios. La relación, según hemos ido indicando, es categoría máxima de la realidad. Sin embargo confesar a Dios como relacionalidad no significa tan sólo que ha hecho posible a la criatura tener un acceso a él. Hay que dar un paso más, que nos permitirá comprender la grandeza del lenguaje cristiano sobre la koinonía: el logos y el ágape constituyen lo peculiar del Dios cristiano, la singularidad del monoteísmo de la revelación bíblica. Sería un riesgo terrible concebir el monoteísmo como identificación del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob con el Absoluto. La razón nos permite un acercamiento entre ambos niveles. Pero ello no debe relegar la diferencia. La armonía entre ambas perspectivas no excluye el abismo que se abre entre ambos: Dios es relacionalidad porque es koinonía, ya que Logos y Amor son personas en Dios.

El Dios que se descubre como puro ser o como puro pensar, prisionero en la eternidad, no es soledad sino éx-tasis, salida total de sí mismo. Lo absolutamente único y sin relación no podría ser persona. Persona (prosopon en griego, queda expresado en el Hinblick alemán) implica una relacionalidad constitutiva que penetra hasta el punto en que un ser es tal ser. En el caso de Dios esta relacionalidad afecta a su ser logos y ágape. La categoría relación adquiere aquí su significado máximo, totalmente nuevo, que provoca y suscita una nueva medida de la realidad, un nuevo criterio ontológico. Dios no es sólo logos sino diá-logos. Y ?podríamos decir- no es sólo amor sino comunión. Palabra y amor, en su mutua referencia, desvelan la forma originaria y más genuina del ser: el diálogo y la relatio junto a la sustancia. Una vez que queda claro que Dios es uno, que no hay pluralidad de principios divinos, la unidad se sitúa al nivel de la sustancia, mientras que la triplicidad (koinonía) no puede ser buscada a ese nivel sino en otro distinto, el de la relación, donde se deja ver con más nitidez la peculiaridad del Dios cristiano.

La Biblia nos deja ver que en Dios hay un nosotros, que Dios está en diálogo consigo mismo, que en él hay un yo y un tú. El diálogo interior en Dios es su propia vida: la referencia recíproca, la relación mutua (Padre-Logos-Amor). Dios, que no es sólo logos sino diálogos, por la misma razón no es sólo pensamiento y sentido, sino coloquio y palabra. El misterio de la Trinidad abre una perspectiva insospechada sobre la realidad: el fundamento del ser es koinonía. La ontología se hace también antropología: crecer trinitariamente significa volverse communio. La circularidad de que hablábamos anteriormente confirma que la razón se reconcilia con la fe desde su raíz más originaria.

La revelación del misterio trinitario lleva consigo una comprensión distinta de la realidad entera, afectada por la koinonía propia del Dios creador y salvador. La unidad y la pluralidad pueden conjugarse armónicamente, ya que una y otra enriquecen y expresan la realidad misma. La koinonía trinitaria nos habla de una unidad en el modo de la comunión. Porque da vida y acogida a lo diferente. Esa unidad, que crea el amor y que es ella misma amor, implica al diferente, es decir, la pluralidad.

La paradoja del dogma trinitario (una essentia tres personae) responde a la cuestión por el sentido originario de la unidad y de la pluralidad. Para el pensamiento antiguo sólo era divino la unidad, mientras que la pluralidad pasaba a rango secundario, como la quiebra de la unidad. La confesión cristiana del Dios Trinidad significa que la unidad y la divinidad están más allá de nuestras categorías de unidad y de diversidad. También la pluralidad es algo originario que tiene en Dios mismo su raíz y fundamento. La pluralidad no ha de ser valorada como mera caída o disgregación que se instala fuera de la divinidad. La unidad máxima no es la unidad de la unicidad estática o anquilosada. La unidad normativa es aquella unidad que crea el amor. La unidad plural que crece en el amor es más radical y verdadera que la unidad del átomo o de la mónada (o del individuo a nivel antropológico).

La racionalidad de la revelación cristiana introduce categorías nuevas para ver la realidad. Ya lo descubrimos al hablar de la superación necesaria del planteamiento de Descartes: el hombre no puede ser un cogito aislado de los otros o del mundo, pues aspira a la comunión ya que vive de la comunión. Ahora podemos mencionar otra revolución en la imagen del mundo, que ratifica y profundiza la que acabamos de indicar: se quiebra la omnipotencia del pensamiento sustancial. Volvemos a encontrar que la relación es modo originario de la realidad hasta tal punto que es tan radical y originaria como lo real mismo.

Esto se ve en el hecho de que caracteriza a Dios desde su principio originario. Como veremos enseguida, ello es más fácilmente comprensible respecto al Hijo y al Espíritu, que se encuentran en comunión con el Padre y establecen la koinonía con los hombres. Ahora bien, de esta lógica no debe ser excluido el Padre. En él el fundamento desconocido del ser se desvela como Padre.. El omnipotente es como un Padre. Dios no aparece ya como el ente supremo sino como Persona que es Padre, es decir, relación. Esta relación personal sin embargo no debe ser contemplada de modo simplista según el esquema de la relación yo-tú. Esto significaría que la interpelación que Dios me dirige se confronta a mí como otro tú. Más bien hay que decir que se levanta sobre el fundamento de mi propio ser, porque es idéntico con el fundamento del ser en general. Lo sorprendente es comprobar que este fundamento absoluto es relación: y no menos que yo (que conozco, pienso, siento, amor) sino más que yo, de modo que puedo conocer y amar porque soy conocido y amado. Por eso, es decir, porque el fundamento del ser puede encontrarnos, es por lo que se puede desarrollar la relación bajo forma de oración.

Más allá de esa relación, pero sobre la base de su carácter personal, es origen y fundamento de la koinonía trinitaria en cuanto que él también está caracterizado personalmente por la relación: la primera Persona no engendra al Hijo como si el acto de la generación se añadiera a la persona ya constituída, sino que es Persona primera en cuanto engendra (es la acción misma de engendrar). Por eso desde ella adquiere su origen y raíz la koinonía propia del Hijo y del Espíritu.

5. La koinonía del Hijo a favor de la koinonía de los hombres

En su teología J. Ratzinger aplica el término koinonía a Jesucristo en una triple dimensión: vive la koinonía respecto al Padre, es koinonía en su constitución personal, establece la koinonía a favor de los hombres. Como se ve, la triple coordenada se encuentra en íntima conexión: por ser kononía y vivir en la koinonía trinitaria es por lo que el Hijo puede constituirse en sujeto y protagonista de la koinonía que son la Iglesia y la eucaristía.

La cristología por ello debe mostrar la estrecha conexión entre teología y oikonomía, el sentido y el valor de la historia de la salvación. La konoinía permite afrontar y aportar una solución a las dificultades que para la fe se plantean en la actualidad: por un lado, la distancia entre el entonces el hecho histórico y el hoy de la celebración y del recuerdo; por otro lado lel hecho del "escándalo cristiano", es decir, que un acontecimiento concreto pudiera tener un valor universal, que lo visible pudiera tener conexión con lo invisible, que lo histórico pudiera vincularse con lo metafísico. Precisamente porque la realidad tiene la estructura que hemos descubierto y porque existe un Dios que es koinonía y que se abre a la historia es por lo que la koinonía puede mostrar todas sus virtualidades. La verdad del cristianismo no es la verdad de una idea intelectual y genérica, sino la de un hecho histórico, previo a toda teología y a toda reflexión; este hecho sin embargo es protagonizado por el Hijo, que vive y refleja una koinonía que afecta al conjunto de la realidad. Ello a su vez permite comprender el sentido de la contemporaneidad (en la línea de Kierkegaard) o de la actualización o memorial de lo que existió una vez y sigue teniendo un valor permanente (en la línea de la teología de los misterios de O. Casel). La koinonía, si se entiende correctamente, hace ver que la relación al Dios comunión no puede dejar de vincular al cosmos y a la historia. Ello lo podemos comprobar en el caso de Jesucristo desde la triple perspectiva que hemos indicado.

1.- La identidad radical de Jesús está constituída por su filiación divina. El concepto Hijo es un concepto relacional. La cristología entera en consecuencia debe verse y contemplarse en la perspectiva de la categoría relación. La total referencia o referibilidad del Hijo al Padre (en este sentido toda cristología es "Sendungschristologie") permite penetrar desde la historia de Jesús en su mayor intimidad personal: la relación es un modo de unidad en la medida en que el ser sea considerado como relación.

El yo de Jesús es visto como pura apertura, como ser enteramente a partir del Padre. Si realmente es Hijo en la totalidad de su existencia, su vida es realización máxima del puro servir. Y si esta existencia no sólo tiene amor sino que es amor ¿no debe ser idéntica con Dios, el único que es el solo amor? Al presentarse la existencia de Jesús tan radicalmente como servicio, queda postulado su ser-Hijo. Y el ser-Hijo incluye su ser-Dios. En caso contrario rompería la lógica de la realidad (es decir perdería su carácter "logoshaft"). En último término Nicea y Calcedonia no querían afirmar otra cosa que esta identidad entre ser y servicio en Jesús. Su ser es servicio. Y así es el Hijo. Fil 2, 5-11 deja ver esa lógica del amor (que dará contenido a la koinonía): no se aferró a la autoreferencia de lo divino absoluto, abandonó su ser-para-sí y entró en el dinamismo del "a favor de".

La confesión de fe "Dios es hombre" significa "ser uno con Dios" y de este modo "ser uno con la humanidad". El "es" de "Jesús es Dios" implica la comunión con Dios y con los hombres. En esa expresión ontológica se condensa el centro del cristianismo. Ello no conduce a una ontología alejada de la experiencia salvífica. El doble "consustancial" de Nicea y Calcedonia no es más que la explicación del "sarx egéneto" en el que Dios se hace realmente accesible al hombre: el Hijo encarnado, dice J. Ratzinger, es la koinonía entre Dios y los hombres. Jesús abre la vía a lo imposible, a la comunión entre Dios y los hombres, porque él es esa comunión.

A la luz de la cristología (y de esta doble referencia de la comunión), se puede recuperar en profundidad la mirada que ya lanzamos a la historia y a la realidad. La cristología nos dice que la historia debe ser interpretada como una historia de amor entre Dios y los hombres. A la luz de 1Jn 4,16, que Ratzinger considera como probablemente la más bella y concisa síntesis de la novedad introducida por el cristianismo, recuperamos profundizada la anterior lectura ontológica y fenomenológica: "Hemos creído en el amor", es decir, Cristo es descubierto desde el amor creador: el logos del universo es revelado en Jesús como amor.

2.- Koinonía es utilizado también para explicar el misterio de la personalidad del Hijo encarnado en su existencia concreta. La unión ontológica de las dos voluntades, que permanecen autónomas en la unidad de la persona, según J. Ratzinger significa en el nivel de la existencia, koinonía de las dos voluntades, la humana y la divina.

De nuevo a este nivel aplica la ontología de la libertad, sin la cual no se da la comunión (se daría la fusión): ambas "voluntades" están unidas en el modo en que la voluntades pueden unirse: en un sí de la voluntad humana de Cristo a la voluntad divina del Logos. De este modo se transforman (en lo concreto, en lo existencial) en una única voluntad, que sin embargo ontológicamente permanecen dos realidades autónomas.

La cristología refleja a su nivel el modelo trinitario: la unidad bajo el modo de comunión. El Logos asume el ser del hombre Jesús en el suyo propio y habla con su propio yo. El maravilloso intercambio que se produce en una ontología de la libertad acontece como comunicación liberante y reconciliadora: en Jesús se muestra hasta dónde puede llegar la comunión entre Creador y criatura. En cualquier caso ésta no puede producirse más que a nivel personal, sobre la base de la libertad y del amor.

3.- Esta comunión Dios-hombre que se da en Jesucristo se hace comunicable en virtud del misterio pascual, a cuya luz se puede comprender la contemporaneidad y la actualización, si bien el presupuesto objetivo y ontológico ya se ha producido. La cruz y la resurrección son insistentemente presentadas por J. Ratzinger como presupuesto y contenido de la eucaristía de un lado, y por ello, de otro lado, como apertura a la comunión que es la Iglesia.

La koinonía que se produce en un caso singular se abre de este modo a la totalidad de los tiempos y de la realidad. Ello ha de enraizarse en la existencia concreta de Jesús, en el camino que le conduce hasta la muerte y la resurrección: de modo existencial se despliega tanto la comunión del Hijo encarnado con el Padre como el principio "a favor de" que es peculiar del hecho cristiano (esta doble dimensión de la koinonía explica que el sujeto singular ?Jesús- sea la salvación del todo y que el todo reciba su salvación de un sujeto singular).

La existencia de Jesucristo fue constantemente una existencia a favor de "los muchos", como existencia abierta que posibilita y crea la comunicación de todos entre sí merced a la comunicación con él. El carácter radical y ejemplar de esta lógica se muestra en sus brazos abiertos en la cruz: expresión de oración, es asimismo signo de su entrega total a los hombres y gesto de fraternidad sin limitaciones. De este modo en la cruz se percibe la consumación de la actitud de servicio que se identificaba con el ser mismo de Jesús.

La interpretación de la muerte en cruz de Jesús con categorías cultuales fue ampliamente utilizada por Pablo, lo cual representa un paso de inmenso alcance: un acontecimiento profano, la ejecución de un hombre del modo más cruel, es descrito como una liturgia cósmica, como la ruptura del cielo cerrado, como la realización de aquello que en vano se buscaba en todos los cultos humanos. Fue interpretado como el kaporet (hilasterion en griego), como el lugar sobre el que aparecía Yahvé en una nube. Se señalaba con ello el punto central del templo, el instrumento colocado sobre el arca de la alianza. Cristo constituye ahora ese centro perdido del templo, el verdadero lugar de expiación y de encuentro con Dios. Es el verdadero kaporet, perdido durante el exilio. Para Pablo no es el templo la verdadera realidad del culto, como si lo otro fuera una alegoría. Al contrario: todo culto anterior no era más que una imagen pues en el sacrificio de los animales no se lograba lo que se pretendía, no eran más que vanos intentos de representar al hombre. Es el hombre el que debía entregarse en la totalidad de su ser.

La entrega voluntaria de Jesús constituye la realización de lo que estaba como intención en el antiguo culto. El cardenal Ratzinger cita a este respecto a Gese: el crucificado representa al Dios sentado en su trono y nos une a él por medio de la entrega de la propia sangre en cuanto representa la totalidad de su vida; Dios se nos hace accesible en cuanto se hace presente en el crucificado; la expiación no procede del hombre por medio del rito de la sangre vicaria, sino de Dios mismo; Dios establece e instaura la relación con nosotros; el velo situado ante el santo de los santos queda rasgado y Dios se nos acerca y se nos hace presente en esa muerte y ese sufrimiento.

Sin fundarse de modo esencial en la vida y en la acción de Jesucristo mismo resulta incomprensible la cruz, a nadie se le hubiera ocurrido añadirle un significado suplementario. La historia real de Jesús, el hecho histórico, es fundamental, pues sólo Jesús en su cena última anticipa y llena de significado a la cruz: transforma desde dentro su significado en virtud de la entrega y del amor. No basta el hecho de la Cena, sino que sus palabras son las que anticipan el sentido de su muerte en un suceso de amor, las que transforman su sin-sentido en el nuevo sentido que se nos abre. Esto quiere decir que esas palabras no son meras palabras, sino que fueron descifradas gracias a la realidad de su muerte, que les dio transcendencia y les otorgó una capacidad creadora que supera la temporalidad. Sólo así la teología de la cruz puede hacerse teología eucarística: sin cruz la eucaristía no sería más que un vacío ritual, sin eucaristía la cruz no pasaría de ser un suceso cruel y profano.

El sentido profundo de la acción de Jesús ante su muerte se explicita como apertura de comunión (el "a favor de" se hace koinonía en cuanto incorpora a él). El, que es el Hijo de Dios y que es también hombre, se ofrece al Padre en su muerte y así se manifiesta como quien nos incorpora a todos al Padre. Es ahora cuando queda realmente establecida por él una hermandad de sangre, comunión de Dios y el hombre. El abre la puerta que nosotros, los humanos, no podíamos abrir. Y nos incorpora hasta tal punto que no debemos tener miedo a la protesta de Lutero contra la idea católica del sacrificio de la misa, por cuanto ésta dañaría el honor de Cristo. El sentido católico real consiste en que Cristo no permanece en un plano distinto, enfrentado a nosotros (lo cual nos remitiría a nosotros a una mera pasividad) sino que se identifica hasta tal punto con nosotros que nos apropiamos de su ser: nos acepta realmente y nos toma consigo, de modo que con él y desde él llegamos a ser incluso activos, colaboradores y así co-oferentes, participantes en el misterio.

No obstante hay que recordar que no bastan sólo las palabras, ni siquiera es suficiente la muerte. Ha de producirse la resurrección, en la que Dios acepta esa muerte y la convierte en puerta que introduce en una nueva vida. Por eso la resurrección recoge el centro del evangelio, de la acción de Dios, del "prae" de la acción de Dios. La resurrección reafirma el primado de la historia sobre la metafísica. Toda teología cristiana, en cuanto permanezca fiel a su origen, debe ser teología de la resurrección, antes de ser teología de la justificación del pecador. Antes incluso de ser teología de la filiación divina metafísica del Hijo. El Dios bíblico (a diferencia de la inmutabilidad de la divinidad de la filosofía griega) muestra su esencial relación y referencia a la historia por medio de su actuación reveladora.

En la resurrección se ha rebasado el ámbito de la historia, de modo que el Resucitado no ha de retornar a la historia intramundana perceptible, sino que está sobre ella, si bien no sin relación con ella. Toca la historia y en ella echa sus raíces. Lo definitivo, es decir, lo escatológico, no se encuentra al final (como en el judaísmo) sino que el eschaton se integra en la historia para mostrar la historicidad de la acción escatológica de Dios. Toda la historia, y la historia de la salvación, queda recogida en el punto único de la pascua definitiva, donde llega a su verdadera profundidad: el ágape eis telos, el amor radical, en el cual se ha llegado al éxodo completo de sí mismo a favor del otro. La koinonía de este modo se desborda desde la intimidad de Dios para abrazar a la humanidad entera.

Esta apertura para la comunión queda confirmada desde la reflexión sobre el cuerpo del Resucitado. El hombre puede, ciertamente, vivir cerrado en el "cuerpo material" y clausurarse egoístamente de tal manera que su cuerpo solamente sea obstáculo y barrera que excluya la comunión y no se encuentre realmente con nadie, porque no permite a nadie el acceso a su interior. Pero la corporeidad también puede vivirse de modo contrario: como apertura, como expresión de la libertad del hombre que se entrega. También nosotros tenemos experiencia de ese traspasar los límites para aproximarnos los unos a los otros, accediendo al interior de los demás. La resurrección ?especialmente desde el caso de Jesús- indica que desaparece el cuerpo como obstáculo y permanece todo lo que hay en él de comunión. Jesús resucitó, con lo que alcanzó el nivel máximo de comunión, la radical apertura de quien se regala. Dentro de esta lógica recuerda que en el cuarto evangelio Jesús vinculó eucaristía y comunión. Comulgar es de hecho entrar en comunión con Jesucristo, entrar con y por él, el único que pudo superar todos los límites, en un horizonte de apertura universal.

En esta lógica la teología de la resurrección recoge en sí la entera historia salvífica y se hace teología del exsistere, de aquel éxodo del hombre respecto de sí mismo que es el único medio para llegar a sí. Podemos decir que este éxodo abre el espacio de la comunión, en el que en último término la fe se funde con el logos y el amor: el en-sí del evento no es un pretérito vacío sino un perfecto que, en cuanto consumado, es el verdadero presente del hombre para seguir avanzando hacia el futuro.

6. El Espíritu, koinonía

Esta koinonía que caracteriza a Dios y que puede ser participada por el hombre no es posible sin el Espíritu, más exactamente, sólo es posible gracias al Espíritu. El también es koinonía: su ser es la communio de Padre e Hijo.

La koinonía permite aclarar la paradoja de la peculiaridad personal del Espíritu, uno de los temas clásicos de la teología trinitaria: aquello que parece contribuir al desdibujamiento del Espíritu es precisamente lo que permite desvelar lo peculiar del Espíritu: expresa lo divino de Dios, lo común de Padre e Hijo. Ser-espíritu y ser-santo, descripción esencial de Dios mismo (cf. Jn 4,24: Dios es espíritu) es lo constitutivo de la tercera Persona divina.

La mediación de Padre e Hijo de cara a la plena unidad desde su diferencia no se encuentra en una óntica consustancialidad genérica o en una materia metafísica esencial sino en la koinonía a partir de las personas (no olvidemos que el ser de Dios es personal y que la relación es categoría básica de lo real). De este modo la díada se hace Trinidad en unidad sin anular el diálogo.

También en este punto el pensamiento cristiano introduce una revisión en el concepto tradicional de espíritu. A la luz de la koinonía que refleja el Espíritu se cierra una etapa de la metafísica del espíritu que amenaza con estrechar la concepción de la realidad y del misterio cristiano: la oposición a "espíritu" no es la materia sino "este mundo", es decir, la realidad mundana que se clausura a la acción de Dios; en rigor podría darse también un espíritu (según la comprensión habitual de opuesto a la materia) que sin embargo se clausurara en sí mismo aislándose del logos y del amor; el espíritu desde el punto de vista cristiano, en la misma dinámica de la relación Padre-Hijo, es apertura y comunicación, encuentro con el otro sin anular la propia identidad. También desde el punto de vista del Espíritu la realidad divina se abre a la historia de la salvación, a la koinonía de los seres humanos: el Espíritu es la unidad que Dios regala a sí mismo, y la unidad en la que Dios se regala a sí mismo.

Amor y don son usados igualmente como nombres propios del Espíritu, pero no debilitan ni disminuyen la fuerza de lo que hemos dicho. Amor define a Dios como Trinidad, pero asimismo es la propiedad del Espíritu en cuanto tercera Persona (cf. 1Jn 4,12-16). Dios, según el razonamiento de san Agustín, es amor, pero igualmente el amor es de Dios.

El Espíritu es también Don aunque el mismo término pueda ser aplicado a Dios en su tripersonalidad. Hay, según san Agustín, tres modos de proceder de Dios: natus, datus, factus. El Espíritu ciertamente no es ni hecho ni engendrado. Es dado y es regalo, el movimiento específicamente caracterizador de lo santo y espiritual (heilig-geistliche). En la intimidad intradivina surge una apertura a la historia y así se consuma la dinámica del donum y del datum: Dios no regala como Dios otra cosa más que a Dios (Dios en cuanto regalo es efectivamente Dios). De este modo se ratifica la dinámica constantemente percibida: la koinonía propia de Dios se puede hacer koinonía protagonizada por los seres humanos en virtud de la iniciativa divina.

7. La Iglesia koinonía: eclesiología eucarística

En la teología de Joseph Ratzinger la relación entre eucaristía e Iglesia ocupa un lugar central desde sus inicios biográficos y desde sus principios sistemáticos. La Iglesia surge de y consiste en que el Señor se comunica a los hombres, entra en comunión con ellos y los lleva a comunión mutua. La Iglesia es la comunión de Dios con nosotros, que crea simultáneamente la verdadera comunión de los hombres entre sí. Ya para su tesis doctoral "Pueblo de Dios y Casa de Dios en la doctrina sobre la Iglesia de san Agustín" eligió como lema "Unum panis unum corpus sumus multi". La espontánea articulación entre los presupuestos filosóficos y los desarrollos teológicos de la koinonía hunde por tanto sus raíces en lo más genuino del pensamiento de Ratzinger, como lo venimos comprobando en esta exposición.

Es igualmente comprensible por ello que saludara con agrado la eclesiología de comunión tal como fue planteada por el Sínodo de los obispos de 1985. Si, por un lado, es cierto que permitía contrapesar determinadas derivaciones de las polémicas de la recepción postonciliar, no es menos cierto, por otro lado, que en ello veía una sintonía perfecta con lo que había sido su reflexión desde los comienzos de su producción intelectual, la cual venía intentando precisamente una adecuación entre los datos del misterio cristiano y la reflexión sobre la realidad. La eclesiología de comunión, comprendida adecuadamente y sobre los presupuestos indicados, permite una síntesis de los datos conciliares y de los diversos elementos que configurar la Iglesia.

En su valoración de la eclesiología del Vaticano II reconoce desde un principio que el Concilio pretendía ofrecer un discurso sobre la Iglesia, pero un discurso que debía ser ante todo teológico. La crisis de la Iglesia es en realidad una crisis del discurso y de la experiencia sobre Dios. No se debe caer en la tentación, advierte citando a Metz, de ocultar como crisis de las estructuras eclesiales lo que es en realidad una crisis más profunda, que la Iglesia sólo puede afrontar y superar si se ve, se presenta y actúa desde Dios. Esta era la intención de los Padres conciliares: subordinar la reflexión sobre la Iglesia al discurso sobre Dios, es decir, hablar de una Iglesia que tiene como tarea testimoniar y anunciar a Dios. En este sentido, observa, el desarrollo de los acontecimientos posteriores quedaron por detrás de la intención y de las expectativas de los obispos reunidos en Concilio.

Sucedió algo semejante con otros documentos conciliares, concretamente con Sacrosanctum Concilium. Al ser el primero de los documentos aprobados en el Vaticano II, se quería recordar que lo primero en la Iglesia era la adoración, es decir, que en el principio se encuentra Dios, y por ello la Iglesia debe vivirse y organizarse desde Dios. Muchos, sin embargo, centraron su atención en la estructura externa, preocupándose ante todo de lo que debían hacer con las cosas de la liturgia a fin de que resultara más atractiva o más participativa. Un destino semejante le correspondió a la designación "Pueblo de Dios", imagen que fue considerada como la aportación más peculiar del Vaticano II. Relegando el aspecto de la familiaridad de Dios y su dimensión vertical, muchos la comprendieron y la utilizaron en clave sociológica desde una perspectiva horizontalista.

Ratzinger por el contrario repite insistentemente que la teología de la Trinidad ha de ser la medida y el criterio de la eclesiología. La apertura a la historia de la salvación, como hemos visto, surge a partir de los conceptos Logos y Amor/Don. Tanto la cristología como la neumatología encierran una versión histórica que es la comunión en que consiste la Iglesia (en íntima vinculación, como veremos, con la eucaristía).

La neumatología recibe un sentido concreto, existencial, en cuanto se despliega en la historia como eclesiología y vincula con ello la eclesiología a la teología. Es el Pneuma el que funda e instituye a los hombres como comunión, con lo que se afirma efectivamente como "don" de Dios en este mundo. Desde esta óptica no es excesivo equiparar Iglesia y amor (o decir que la Iglesia es caritas).

La cristología confluye en la misma desembocadura, a la cual apuntaba la exposición que hemos ido realizando. En este contexto recurre Ratzinger con fuerza a 1Jn 1,3, que considera criterio y medida para toda comprensión cristiana de koinonía: "Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que vivais también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo". Este es el punto de partida de toda communio en el ámbito humano: el encuentro con el Hijo de Dios encarnado, que viene a los hombres en el anuncio de la Iglesia. La eclesiología también se enraíza en un dato cristológico: la participación de los hombres en la comunión entre hombre y Dios que es la encarnación del Logos.

Así surge la comunión de los hombres entre sí, que se apoya por su parte en la comunión con el Dios trinitario. La comunión con Dios es mediada por la comunión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y de este modo con el Padre en el Espíritu Santo. Todo ello está orientado a la alegría consumada: la Iglesia porta en sí un dinamismo escatológico.

Al ser cristiano, en virtud de la koinonía, pertenece la aceptación de toda la comunidad de los creyentes, que se llevan unos a otros de modo recíproco: en lo concreto ello significa que en la Iglesia no hay ningun extranjero, que cada uno se encuentra en casa y no sólo como huésped. La Iglesia es por su naturaleza relacional, una relación establecida por el amor de Cristo, que funda la nueva relación de los hombres entre sí.

El yo del creyente es un paso continuo del yo privado al yo eclesial, como se expresa claramente en la confesión del símbolo de la fe. El yo de las fórmulas del credo es un yo colectivo: el yo de la Iglesia creyente al que pertenecen todos los "yoes" particulares en cuanto creyentes.

Esta unión sin embargo tiene una raíz y una mediación fundamental: la eucaristía. Esta profunda implicación de Iglesia y eucaristía (desde la perspectiva que nos interesa) se muestra en que en el lenguaje bíblico y patrístico koinonía une ambas significaciones: eucaristía e Iglesia. En una visión aún más amplia, como la que aquí hemos intentado, se puede decir que en la eucaristía se logra el telos más profundo de la creación y del ser humano según ha sido querido por Dios: lograr la unidad personal, que no sea fusión indiferenciada, tal como lo reclama el logos y el amor que se encuentra en la base de todo lo creado.

La eucaristía es necesaria en la historia de la salvación, necesidad que va unida a la de la Iglesia. Ello se comprende fácilmente si recordamos la importancia de la Pascua como expresión de comunión y la exigencia de que ese misterio pascual se haga comunicable y actual para los hombres de tiempos sucesivos. En el transfondo aletea la teología de los misterios de O. Casel, a quien dedicó una monografía G.Söhngen, profesor mencionado con especial predilección por Ratzinger. La eucaristía hace que el misterio salvífico penetre en la historia y que se manifieste la fuerza de la verdad que irradia de la realidad toda.

La importancia de la eucaristía en su dimensión eclesiológica, en cuanto creadora de koinonía, se manifiesta especialmente en la imagen de Cuerpo de Cristo, tan valorada por nuestro autor precisamente porque muestra la mutua referencia de eucaristía e Iglesia y recoge las implicaciones cósmicas y antropológicas. Por ello es la síntesis en que se condensa la eclesiología eucarística de comunión.

1Cor 6,12-19 es un texto abundamentamente comentado por Ratzinger para aclarar el verdadero uso de una metáfora empleada también en el ámbito profano. El empleo teológico no se puede explicar a partir de la antigua sociología del cuerpo físico humano o de la asociación corporativa de muchos hombres. La verdadera clave de comprensión le viene del entrecruzamiento de eucaristía e Iglesia: no sólo la Iglesia se edifica en la eucaristía, la Iglesia es eucaristía precisamente porque comulgar significa devenir Iglesia. "El que se une al Señor se hace un espíritu con él" sintetiza el contenido nuclear del mysterion: el descenso y la autodonación de Dios y el memorial sacramental del evento pascual hace posible la unión de existencias según la analogía espiritual de lo que acontece en la unión entre hombre y mujer; el rebasamiento de las fronteras de lo creatural es asumido por el Dios que ha descendido en Cristo (el telos de lo real, como eros humano, es acogido en el ágape divino).

1Cor 10,1-22 explicita la misma idea con una más clara referencia a la eucaristía: la participación en el mismo pan nos convierte en un único cuerpo. La Iglesia no es otra cosa que esta unidad, producida merced a la comunión eucarística, de los muchos en el único Cristo. 1Cor 11,17-33 desarrolla esta idea desde la conexión concreta entre eucaristía y asamblea. En el transfondo se encuentra la asamblea del Sinaí en el establecimiento de la alianza. En aquel momento sin embargo se simbolizaba la comunión de la sangre. La eucaristía, que es nueva alianza, es la renovación de la asamblea del Sinaí, en cuanto crea el Pueblo de Dios a partir del cuerpo y de la sangre de Cristo. Con ello se abre la posibilidad máxima de lo que anhelan las asambleas humanas. Es un paso de lo viejo a lo nuevo. Se presupone una reunión previa elemental, la salida de los hombres de su vida privada, de cara a realizar un tipo nuevo de asamblea. Es lo que faltaba a aquella comunidad de Corinto: desdibujaban el verdadero sentido de la nueva asamblea eucarística porque aún permanecían grupos divididos. Quien no celebra la eucaristía realmente con todos no realiza más que una caricatura de eucaristía, porque no ha llegado a expresar adecuadamente el hecho de que todos los cristianos son un cuerpo porque el cuerpo de Cristo es uno y único. La eucaristía nunca es un acontecimiento entre dos, un diálogo entre Cristo y yo. La comunión eucarística apunta a una reconfiguración total de la propia vida: quiebra el yo entero del hombre y crea un nuevo "nosotros". La comunión con Cristo es necesariamente comunicación con todos los que son suyos: recibir al Señor en la eucaristía significa entrar en la comunión ontológica con Cristo, en aquella apertura del ser humano respecto a Dios, que a la vez es la condición de la íntima apertura de los hombres entre sí.

Conviene precisar un poco más esta idea para que se destaque con suficiente claridad que no se trata solamente de la unión del hombre (o de los hombres) con Cristo sino que ello significa la realización de la Iglesia en su ser de Iglesia. Ambos aspectos se exigen, pero la koinonía en la eclesiología eucarística se refiere a la Iglesia en cuanto tal. Nuestra unidad con Adán puede servir de contrapunto para entender la peculiaridad de nuestra unidad con Cristo. Nuestra unidad con Adán se funda en la descendencia corporal, pero respecto a Cristo somos injertados en su realidad espiritual, en virtud de lo cual somos transformados en un nuevo organismo, en un nuevo cuerpo. Esta transformación en el nuevo Adán se produce por el bautismo. Así se percibe el origen de la Iglesia: injertado en el nuevo Adán, el individuo queda arrancado de su aislamiento y entra en la unidad del cuerpo de Cristo.

Pero ¿cómo realiza la Iglesia misma su ser de Iglesia? ¿Cómo permanece una con el Señor, permanencia en que consiste la realidad de su nueva existencia? Porque, en cuanto Cuerpo de Cristo, lo es cada vez de nuevo por la eucaristía. El pan-Cristo, numéricamente uno, no se deja asimilar en nuestra sustancia corporal sino que, al contrario, nos asimila a nosotros en su cuerpo y así nos hace a todos un solo Cristo Tiene sentido recordar que la Iglesia no es mero cuerpo místico de Cristo, sino cuerpo real. Aunque, como reconoce Ratzinger, la expresión puede parecer excesiva o escandalosa, indica algo decisivo: la imagen "Cuerpo de Cristo", que son los cristianos, no es sólo una comparación sino que expresa la realidad esencial de la Iglesia. Pablo no habla del "cuerpo místico de Cristo" sino siempre simplemente del "Cuerpo de Cristo". Ello quiere decir que, por su cuerpo sacramental, Cristo atrae a los cristianos dentro de sí, gracias a lo cual prolongan su existencia a lo largo de los tiempos. Cita al respecto a A. Schweitzer que, aún con ciertas matizaciones, tiene razón al afirmar que todos los intentos de distinguir en Pablo entre el cuerpo personal y el cuerpo místico de Cristo carecen de sentido.

La presencia de Cristo no es algo pasivo, sino una fuerza que nos atrapa y nos absorbe, queriéndonos introducir en ella. San Agustín, a quien tanto costaba comprender la corporalidad del misterio cristiano, oyó una voz que le decía: "Yo soy el pan de los fuertes, ¡cómeme! Pero no serás tú el que me transformes a mí, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí mismo". En las comidas habituales el hombre es el más fuerte: es él quien toma las cosas y es él quien las asimila, de modo que llegan a formar parte de su propia sustancia: ellas se transforman en él construyendo su cuerpo material, su propia existencia. Pero en nuestra relación con Cristo sucede a la inversa: el centro es él, él es el protagonista. Cuando comulgamos verdaderamente somos despojados de nosotros mismos y asimilados a él, somos hechos uno con él y, a través de él, con la comunidad de los hermanos.

La koinonía eclesial posee una determinación apostólica. La apostolicidad, con su dimensión personal e institucional, se concreta como estructura permanente de la Iglesia. Precisamente como expresión y como salvaguarda de la koinonía eucarística. Baste citar, desde la experiencia eclesial originaria, el análisis que Ratzinger ofrece de Hech 2,42: aquella forma eclesial ejemplar para todos los siglos incluye la doctrina y enseñanza de los apóstoles, la fracción del pan y la oración, juntamente con la koinonía. La permanencia constante en la enseñanza de los apóstoles es por tanto garantía de la comunión. En el mismo sentido se debe entender el "apretón de manos de la comunión" (Gal 2,9) que Pablo realiza con las columnas de esa koinonía. En la eclesiología dinámica que nos ofrece el Nuevo Testamento resulta irrenunciable la dimensión institucional y personal que se concreta en la enseñanza de los apóstoles. Ello refleja la misma lógica de un mysterion que se despliega en la historia y que por ello no puede renunciar a la positividad del hecho cristiano.

Dentro de la misma lógica hay que valorar determinados gestos o ritos, que no deben ser considerados como añadiduras externas sino expresión de una necesidad interna. El hecho de que en la celebración eucarística sean nombrados el papa y los obispos no es sólo una manifestación de cortesía sino un dato teológico: la eucaristía no es sólo un encuentro entre el cielo y la tierra, sino también un encuentro entre la Iglesia de entonces y la de hoy, entre la Iglesia de aquí y la de allí, porque constituyen la misma y única Iglesia de Jesucristo.

Esta vinculación entre Iglesia y eucaristía es la base de la doctrina, tan fuertemente defendida por el cardenal Ratzinger, acerca de la prioridad tanto ontológica como cronológica de la Iglesia universal sobre las iglesias locales. En las objeciones que se han dirigido a tal postura menciona Ratzinger especialmente la dificultad que muchos tienen para percibir algo concreto (más allá del papa y de la curia) bajo la expresión "Iglesia universal". También para cada iglesia local es la eucaristía el lugar de su inserción en el Cristo uno, la unificación de todos los comulgantes en la communio universal que abraza cielos y tierra, vivos y muertos, pasado, presente y futuro. La eucaristía no brota de la iglesia local ni acaba en ella. Más bien significa siempre de nuevo que es Cristo el que desde fuera penetra a través de nuestras puertas cerradas para insertarnos en su único cuerpo. Desde este punto de vista el pan y el vino del único Cristo antecede a cada iglesia local y le da razón de existir.

8. La vida cristiana como koinonía

La vida cristiana debe desplegarse desde la fuerza de la verdad que brotan del amor, amor que encuentra su consumación en la koinonía del Dios trinitario presente en la historia en virtud de la celebración eucarística que constituye a la Iglesia. En este sentido la vida cristiana debe verse a la luz de la liturgia como culto "racional" en su pleno sentido.

Hablar de liturgia en este contexto es lanzar la mirada más allá de los meros ritos para captar el verdadero espíritu de la liturgia. El culto no es algo a disposición del hombre, de modo que pudiera configurarlo conforme a las necesidades estéticas, sicológicas o culturales. Si el culto es arbitrario o egoísta, en el que no se trata de Dios sino de crearse un mundo propio alternativo, la liturgia es abandono de Dios. No tendríamos ya esa experiencia de liberación convertida en acontecimiento allí donde tiene lugar un encuentro con el Dios vivo.

El sentido de la liturgia es más profundo y más amplio. El culto cristiano considera que la destrucción del templo de Jerusalén fue definitiva y teológicamente necesaria: su lugar lo ocupa ahora el templo universal de Cristo Resucitado, cuyos brazos extendidos en la cruz se abren al mundo entero para acoger a todos en un abrazo eterno de amor. Hablar de liturgia es hablar por tanto de la esencia del cristianismo. En ella se vinculan la misión de Cristo y la misión de los cristianos en cuanto, por el Espíritu, son el Cuerpo de Cristo.

El sacrificio y la entrega de Cristo fue aceptado hace ya mucho tiempo. Pero no ha finalizado debido a que permanece como función vicaria de los cristianos. El semel quiere alcanzar al semper. El sacrificio de Cristo, dicho de otro modo, sólo será completo cuando el mundo se haya convertido en el lugar del amor. Para cada creyente la eucaristía es la entrada en la liturgia celestial, coincidir en el nivel del tiempo con el acto de adoración de Jesucristo gracias al cual, por medio de su cuerpo, asume el tiempo del mundo, a la vez que lleva incesantemente al creyente más allá de sí mismo arrancándolo de su propio ser e introduciéndolo en la koinonía del amor eterno.

La meta del culto y la de la creación es en el fondo la misma: la divinización, un mundo en libertad y en el amor. Con ello lo histórico y lo cósmico se mueven en un dinamismo común. El cosmos no es un recipiente que gira sobre sí mismo y en el que, a lo sumo, se puede desarrollar la historia. Participa del logos y del amor depositados por el Dios creador. El culto cristiano por ello implica universalidad. Nunca puede reducirse a las necesidades o sentimientos de la comunidad concreta. Ha de abrirse a la libertad que Jesús hizo posible e introdujo en el mundo para que se personalizaran el logos y el amor de la realidad entera. Por eso el culto se refiere en última instancia al orden de toda la vida humana. Quien deja a Dios al margen de su visión de la realidad sólo aparentemente es un realista. Solamente si la relación con Dios es verdadera, estarán ordenadas todas las demás relaciones de los hombres. La adoración, la forma correcta del culto, de la relación con Dios, configura la existencia humana en el mundo. Y ello es así precisamente por ir más allá de la vida cotidiana, ya que nos hace partícipes del mundo de Dios y hace irrumpir la luz del mundo divino en nuestro mundo. Como anticipación, augura una existencia más definitiva que, precisamente por eso, proporciona su medida a la existencia presente real. Una vida y un mundo sin esa anticipación, en que el cielo dejara de abrirse, se convertiría en una vida pesada y vacía porque estaría al margen de la koinonía.

Así podemos comprender todo el alcance de la existencia cristiana como culto logiké. Sería insuficiente traducirlo como racional. Pretende más bien destacar el sentido pleno del culto, que a la luz del Nuevo Testamento ha superado sus insuficiencias y pone de relieve sobre todo que el verdadero ofrecimiento a Dios debe ser la propia vida desde su intimidad. Así el logos creacional y el Logos encarnado hacen que la vida entera del creyente esté consagrada al servicio humano y a la alabanza divina. Sería en definitiva dejarse insertar en el dinamismo de la entrega misma de Cristo que vive de la koinonía del Dios Trinidad que se abre (y abraza) a la realidad toda.

Así la eucaristía ha de ser considerada como el origen de la misión en cuanto ésta es más que mera propaganda. La eucaristía, en cuanto centro místico del cristianismo, hace que el amor de Dios salga de sí para abrazar a todos los hombres El modo como lo vivió Teresa de Lisieux puede servir de paradigma. No pisó físicamente ningun lugar de misión ni realizó directamente actividades misioneras. Pero supo comprender y vivir que la Iglesia tiene un corazón, que es precisamente el amor. Comprendió que los apóstoles no pueden anunciar nada ni los mártires pueden derramar su sangre si este corazón no palpita. Experimentó que el amor es el que abraza todos los tiempos y lugares. Y ella, aún en la clausura del carmelo, podía estar con Cristo en el corazón de la Iglesia a favor de todos los hombres. Este amor (y este dinamismo) es el que brota de la koinonía celebrada en la eucaristía y ofrecida a todos los hombres.