UN MONJE DE LA IGLESIA DE ORIENTE

 

INTRODUCCION A LA ESPIRITUALIDAD ORTODOXA

(Selección, cap. II)

De: Introducción a la Espiritualidad Ortodoxa. Editorial Lumen, Buenos Aires, 1989.
Traduccón: María Luisa Luna. págs. 36-57.

 

CAPÍTULO II

LO ESENCIAL DE LA ESPIRITUALIDAD ORTODOXA

       Hemos visto las diferentes corrientes que han formado la espiritualidad ortodoxa en el curso de la historia. Trataremos ahora de precisar el denominador común de estos elementos, más allá de las modalidades en la actitud y la expresión, con el fin de llegar a sus raíces más profundas.


El fin y los medios de la vida cristiana

       El fin de la vida del hombre es la unión (kenósis) con Dios y la deificación (theósis).

       Los Padres griegos han dado al término deificación una connotación más amplia que la que le dan los latinos, no en el sentido de una identidad panteísta, sino en el sentido de la participación de la vida divina por medio de la gracia, "... Por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina...".

       Esta participación introduce al hombre en la vida de las tres Personas Divinas y lo coloca en esta corriente incesante y desbordante de amor que va desde el Padre al Hijo y al Espíritu. Esta corriente expresa la verdadera naturaleza de Dios. Allí está la verdadera felicidad del hombre y su felicidad eterna.

       La unión con Dios es el cumplimiento perfecto del Reino anunciado por el Evangelio. El cumplimiento perfecto de esta caridad, de este amor que resumen la Ley y los profetas. Unido a la vida de las tres Personas, el hombre puede amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todo su espíritu y a su prójimo como a sí mismo.

       La unión entre Dios y el hombre no puede conseguirse sin un mediador: el Verbo hecho carne, Nuestro Señor Jesucristo. "Yo soy el camino... Nadie va al Padre sino por Mí" (Jn 14, 16).

       En el Hijo llegamos a ser hijos. "Nosotros hemos sido hechos hijos de Dios", ha dicho San Atanasio. La incorporación a Cristo es el único medio de alcanzar nuestro fin sobrenatural. El Espíritu Santo opera y perfecciona esta incorporación. Dice San Ireneo: "Por el Espíritu se va al Hijo y por el Hijo se va al Padre".

       No se insistirá bastante en el hecho de que la espiritualidad cristiana es la vida sobrenatural del alma. Esta vida no influye sobre los efectos naturales normales o supranormales, obtenidos por medio de las disciplinas humanas llamadas también religiosas. Aquí se trata de la acción de Dios y no de las acciones del hombre en el alma. La esencia de la vida espiritual no es psicológica sino ontológica. Por eso, una definición de la espiritualidad no consiste en describir ciertos estados del alma, sean místicos o no, sino como la aplicación de ciertos principios teológicos a cada alma en particular. La acción redentora de Nuestro Señor es el alfa y omega, el corazón de la espiritualidad cristiana.


La gracia. divina y la voluntad humana

       La incorporación del hombre a Cristo y su unión con Dios, requieren la cooperación de dos fuerzas desiguales pero igualmente necesarias: la gracia divina y la voluntad humana.

       La voluntad (y no el entendimiento o el sentimiento), es el instrumento humano de la unión con Dios. No puede haber unión íntima con Dios si nuestra propia voluntad no es sumisa y conforme a la suya: "Tú no has querido ni sacrificio ni oblación... He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hb 10, 5-9).

       Nuestra voluntad débil permanecería impotente si la gracia de Dios no la previniera ni la sostuviera. "Por la gracia del Señor Jesús seremos salvos" (Hch 15, 11). Su gracia logra en nosotros la voluntad y la acción.

       El Oriente cristiano no llegó a sufrir las controversias que levantaron en Occidente las nociones de gracia y predestinación. En la Iglesia Ortodoxa, la idea de gracia ha guardado la frescura primaveral que la palabra kharis tenía para los griegos: belleza luminosa, regalo (don), serenidad, armonía.

       Los Padres griegos enfatizaron la importancia del libre arbitrio en la obra de la salvación. Es un fuerte contraste con San Agustín. San Juan Crisóstomo escribe: "Si entramos por el camino recto, Dios nos ayudará a caminar. Su gracia no previene nuestra libertad para forzarla si no no gozaríamos de nuestro libre albedrío". Estas palabras podrían parecer teñidas de cierto pelagianismo si no fuera porque los Padres griegos no tenían nada que ver con esta herejía. Al contrario, tuvieron que combatir una fatalista gnosis oriental. San Juan Crisóstomo reconocía plenamente la gracia preveniente y su necesidad. "Por vosotros mismos no valéis nada porque habéis recibido todo de Dios. De Él recibisteis todo lo que poseéis: sí, no esto o lo otro, sino todo lo que tenéis. No lo debéis a vuestros propios méritos sino a la gracia de Dios. Queréis atribuirlo a vuestra fe pero lo debéis a su gracia". Orígenes ya había enseñado que la gracia fortalece la energía de la voluntad sin destruir la libertad. San Efrén escribía sobre la necesidad de la ayuda de Dios.

       Clemente de Alejandría inventa la palabra synergeía (cooperación), para expresar la acción de estas dos energías combinadas: la gracia y la voluntad humana. Hoy todavía, el término y la idea de synergeía resumen la doctrina de la Iglesia Ortodoxa a este respecto.


Ascetismo y misticismo

       La distinción entre la voluntad humana y la gracia divina y su interpenetración, nos ayuda a comprender cómo en la vida espiritual, el elemento ascético y el elemento místico pueden, a la vez, divergir y converger.

       Por ascetismo se entiende, en general un ejercicio de la voluntad humana sobre ella misma. En cuanto al término misticismo es lamentable que sea a menudo utilizado mal, a propósito. Místico se confunde con oscuro, poético, irracional, etcétera. Los psicólogos no creyentes (Janet Delacroix) y los escritores cristianos (Von Hügel, Evelyn Underhill), son muy vagos en su definición del misticismo. Definirlo como el conocimiento experimental de las cosas divinas, es siempre una aproximación. Los maestros de la vida espiritual y después de ellos, los escritores católicos romanos (Garrigou-Lagrange, Guibert, Maritain), tienen el mérito de haber precisado un poco estos términos, dando a las palabras ascética y mística, un sentido estrictamente técnico. La vida ascética es una vida en la cual las virtudes dominantes son virtudes adquiridas; y por virtudes adquiridas se entienden aquellas que resultan de un esfuerzo personal, acompañado solamente de la gracia que Dios concede a cada uno, de buena voluntad. La vida mística es una vida que, por los dones del Espíritu Santo, se remonta sobre los esfuerzos humanos. Es una vida en la que las virtudes infusas la elevan sobre las virtudes adquiridas y el alma se hace mas pasiva que activa.

       Tomemos una clásica comparación. Entre la vida ascética (en la que la acción humana prevalece), y la vida mística (en la que la acción divina prevalece) existe la misma diferencia que entre el remo y la vela. El remo representa el esfuerzo ascético, la vela la pasividad mística que se despliega para aprovechar la brisa divina. En un todo paralelo a la línea teológica de los Padres griegos. Estos no dan definiciones técnicas del ascetismo o del misticismo. Sin embargo, hacen una distinción muy clara entre el estado en que el hombre actúa y en el que es movido a actuar. El Pseudo Dionisio observa que el amor divino tiende al éxtasis, y hace salir al hombre de sí mismo, de su condición normal.

       Guardémonos, entonces, de separar de un modo demasiado tajante la vida mística de la vida ascética. El predominio de los dones no excluye la práctica de las virtudes adquiridas, así como el predominio de las virtudes adquiridas no excluye los dones, pero ciertamente uno de estos elementos es el predominante. La vida espiritual es, en general, una síntesis de lo ascético y lo místico.

       Los carismas y los fenómenos extraordinarios que acompañan a algunos estados de oración (voces interiores, visiones, estigmas), sin contar el testimonio de los occidentales, pertenecen a la vida mística. Ni estos fenómenos ni estos carismas constituyen su esencia. Por grande que sea su significado, no son más que accidentes. La vida mística consiste en la plenitud de los dones del Espíritu Santo en el alma.

       Las gracias de orden místico no son indispensables para la salvación, ni la vida mística es sinónimo de perfección cristiana. La perfección está hecha de caridad y de amor, y puede ser lograda aun por las almas que lo único que hagan sea el cumplimiento simple y amante de los mandamientos. La mayoría de los Padres griegos con su santo optimismo parecen favorecer la tesis defendida por los dominicos y los seguidores de Maritain. Según esta tesis, las gracias místicas, lejos de ser privilegio de una élite, se ofrecen a todas las almas de buena voluntad. Empíricamente, su rareza procede del hecho de que pocos responden al llamado. Son, sin embargo, el florecimiento normal, pero no necesario, de una vida cristiana auténtica. El Rey desea que todos tomen parte en el festín mesiánico. El Señor vino a traer fuego a la tierra y, ¿qué puede desear sino que las llamas ardan dentro de cada uno de nosotros?


Oración. Contemplación

       La oración es un instrumento necesario para la salvación. Casiano, que se hizo eco de los Padres del Desierto, distingue tres grados ascendentes en la oración cristiana súplica (por sí mismos), intercesión (por los otros), acción de gracias o alabanza. Estos tres grados de la oración reproducen un itinerario completo de la vida espiritual. Poco importa si la oración es vocal o mental; lo esencial es que sea amorosa.

       Por el contrario, la contemplación no es necesaria para la salvación, pero, en general, la oración asidua y fervorosa llega a ser contemplativa. La contemplación no es sinónimo de especulaciones intelectuales muy elevadas, ni de una interiorización extraordinaria que no pertenece sino aciertas almas excepcionales y elegidas. Siguiendo a los clásicos de la vida espiritual, la contemplación comienza por la oración de simplicidad u oración de simple mirada. La oración de simplicidad consiste en ponerse en presencia de Dios y permanecer un momento ante Él, guardando un silencio interior tan perfecto como sea posible, concentrándose sobre el objeto divino. Es un esfuerzo para unificar la multiplicidad de pensamientos y de sentimientos, de estar en calma sin palabras ni discursos interiores. La oración de simplicidad está en la frontera de la contemplación y es su grado elemental; no es difícil. El que tenga, aunque sea un poco, el hábito de orar, está seguro de haber hecho la experiencia de esta forma de contemplación que sólo será por unos instantes. Ella es portadora de frutos maravillosos, como el rocío en el jardín del alma, y refuerza nuestros intentos de orden moral para evitar el pecado y cumplir la voluntad de Dios.

       Los actos contemplativos son buenos, pero mejor todavía es vivir en estado de contemplación. Sin embargo, no nos imaginemos que vida contemplativa quiere decir vivir sin hacer otra cosa que contemplar. Si así fuera, esta vida no sería posible sino en el desierto o en el claustro, pero ella está abierta a todos. La vida contemplativa es, simplemente, una vida orientada hacia la contemplación. Una vida ordenada alrededor de actos frecuentes de contemplación que son como su apoyo. Si cada día concedéis a la oración de simplicidad unos minutos, si aprendéis a hacer abstracción de las personas y de las cosas de modo que no os dejéis atrapar por ellas, si en vuestros pensamientos y en vuestras lecturas guardáis siempre el recuerdo de Dios, la atención a su presencia, estáis seguros en el camino de la vida contemplativa, aun si estáis todavía en el mundo.

       La contemplación es adquirida, si los actos de contemplación son el resultado de un esfuerzo personal; y es infusa si estos actos son producidos por la gracia divina sin esfuerzo humano o casi sin él. La contemplación adquirida proviene de la vida ascética, y la contemplación infusa, de la vida mística. Ésta es el punto culminante de la vida contemplativa.

       Hay una correspondencia entre la clasificación de la contemplación en grados en Occidente y su clasificación en Oriente. Santa Teresa de Ávila ha establecido la clasificación de la primera y distingue cuatro aspectos:

       1. la oración de concentración, en calma y en silencio, del alma en Dios, que no excluye alguna distracción;

       2. la unión total en la que ya no hay distracciones. Está acompañada de un sentimiento de ligazón de las potencias del alma;

       3. la unión extática en la que el alma sale de sí misma; 4. la unión transformante o matrimonio espiritual.

       En los Padres griegos encontramos, si no una clasificación tan precisa, al menos ciertas distinciones análogas.

       La oración de la simple mirada, la oración de quietud y la unión total, son grados de la hesykhía misma que, bajo una u otra forma, son la introducción a la contemplación oriental. Más allá de la hesykhía, viene la unión extática en la que se encuentran los ejemplos del Nuevo Testamento y que está muy bien descrita por los Padres del Desierto y el Pseudo-Dionisio (en su teoría del éxtasis y del movimiento circular que conduce el alma a Dios). La unión transformante o matrimonio espiritual, está descrita por los que conciben la vida espiritual como una deificación y también por los que insisten sobre la relación nupcial entre el alma y su Señor. Una imperceptible transición, un encadenamiento de matices enlaza estos estados unos con otros. Por eso, para los ortodoxos, el Nombre de Jesús no sólo es el punto de partida sino el apoyo y el fin de los estados místicos que van de la hesykhía al éxtasis.

       Lo que se ha dicho de la vida mística, puede decirse también de la vida contemplativa, que no es un privilegio reservado solamente a algunas almas excepcionales. Aunque es cieno que el monaquismo ofrece condiciones especialmente favorables para su ejercicio, la contemplación está hecha para todos. El matrimonio, la vida familiar y profesional no excluye, de ninguna manera, ni la oración ni las gracias místicas. Al contrario, el contemplativo o el místico, resultan una verdadera bendición para los que los rodean aunque a veces los hagan sufrir. Dejando de lado los estados místicos más elevados, como el éxtasis o el matrimonio espiritual, recordemos que los estados hesicastas iniciales (la oración de simplicidad y los grados místicos que la siguen, principalmente la oración de quietud y la oración de unión no extática) constituyen el fin normal de toda vida, aunque el alma haya sido poco cuidadosa en su oración y desatenta para guardar y respetar los preceptos del Señor. A menudo, la contemplación resulta la mejor manera de serle fiel, pues ella hará crecer nuestro amor, y es el amor el que nos ayudará a observar los mandamientos, y no lo contrario.

       Debemos insistir en el hecho de que ni la contemplación ni el misticismo deben identificarse con la perfección. La perfección es caridad, es amor. Una vida contemplativa que lleva el ejercicio de la caridad al grado supremo, culmen caritatis, será igualmente el supremo grado de perfección, culmen perfectionis. Será un fin en sí misma y merecerá la ofrenda de toda una vida.


Los santos misterios

       La Iglesia Ortodoxa llama mystérion (misterio), a lo que la Iglesia Latina llama sacramentum. Los santos misterios no son ni el fin ni lo esencial de la vida espiritual. No son sino instrumentos de la gracia. Sin embargo, ellos son, en la vida de la Iglesia Ortodoxa, de una importancia que debe ser comprendida y medida con exactitud.

       Se podría calificar a la Iglesia Ortodoxa de mistérica con toda la ambigüedad del término.

       En primer lugar, la Iglesia Ortodoxa tiene una actitud realista con respecto a los sacramentos. No ve en ellos simples símbolos de cosas divinas, sino que reconoce que la realidad espiritual está adherida a un signo perceptible por los sentidos. Cree que estos misterios dispensan siempre las mismas gracias que las que le fueron concedidas, ya fuera en el Cenáculo o en las aguas donde los discípulos de Jesús bautizaban, a través del perdón que los pecadores recibieron de Nuestro Señor, o cuando descendió el Espíritu, etcétera. En todos estos dones divinos se vuelve a encontrar, tanto el aspecto místico como el aspecto ascético. El aspecto místico, pues la gracia sacramental no resulta de esfuerzos humanos sino que es acordada con objetividad por Nuestro Señor. El aspecto ascético, ya que los santos misterios no dan frutos en el alma del adulto que los recibe si no está plenamente consciente y debidamente preparado.

       La Iglesia Ortodoxa es igualmente mistérica en su reticencia para compartir sus tesoros íntimos. Ella ha conservado el sentido del secreto en la palabra mystérion. Detesta la familiaridad, vela y cubre lo que la Iglesia Latina expone y descubre. Se niega a establecer reglas concernientes a la aproximación a los santos misterios o a complacerse en declaraciones demasiado detalladas sobre la naturaleza de tal o tales misterios (como la presencia eucarística). Evita dar oficialmente definiciones muy precisas. La razón de este enfoque un poco difuso es simple: la Iglesia Ortodoxa quiere que el misterio permanezca misterio, que no llegue a ser ni un teorema ni una institución jurídica. En efecto, la Iglesia Ortodoxa no es solamente mistérica sino también pneumática, y el mystérion está condicionado por el pnéuma, el Espíritu. Pues el Espíritu es mayor que el Templo, mayor que los santos misterios.

       El axioma escolástico Deus non alligatur sacramentis, Dios no está ligado por los sacramentos, Dios está por encima de los sacramentos, que tiene un origen occidental, traduce muy bien el espíritu oriental. ¿Qué ortodoxo se atreverá a afirmar que los miembros de la "Sociedad de los Amigos", están privados de las gracias que representan los sacramentos? El ángel descendía unos momentos a la piscina y el primero en entrar, después que el agua comenzaba a agitarse, se curaba (Jn 5, 4-6). Esto no quiere decir que el hombre puede descuidar, disminuir o despreciar los caminos de la gracia ofrecidos por la Iglesia sin poner su alma en peligro. Esto significa que Dios no necesita de signos exteriores, por más útiles que sean. Quiere decir también que no existe ninguna institución, por sagrada que sea, de la que Dios no pueda prescindir.

       El materialismo sacramental es desconocido de los Padres griegos y esto nos recuerda que cuidar la Palabra de Dios es tan importante como acercarse a los santos misterios. Orígenes escribe, al hablar de las precauciones de que se rodea a la Eucaristía: "Si, cuando se trata de su Cuerpo, se toman con justicia tantas precauciones, ¿por qué querríais que la negligencia con respecto a la Palabra de Dios merezca un castigo menos grave que el de su Cuerpo?"


La Comunión de los santos

       En una visión del Pastor, Hermas ve a Rhoda, a la que él amaba, que desde el cielo le manifestaba que ella lo ayudaba, a través del Señor, haciéndole reproches llenos de ternura y sonriéndole para confortarlo. Esta visión del siglo II, muestra lo que es la Comunión de los santos: una participación de oraciones y de acciones entre los cristianos del cielo y de la tierra, un intercambio íntimo entre los bienaventurados y nosotros. La vida espiritual de la ortodoxia sería incompleta sin esta relación fraternal.

       Como ya lo hemos dicho, el culto a los santos es distinto de la latreía, adoración rendida a Dios. Se llama, por ejemplo, proskýnesis timetiké, es decir, veneración a todo aquello que está revestido de dignidad como lo dice sobriamente San Juan Damasceno. Nuestra relación con los santos va más allá de ciertas muestras de respeto. Lo mismo que un cristiano viviente puede pedir a otro cristiano viviente que interceda por él, lo mismo nosotros nos encomendamos a las oraciones de los santos. Entre ellos, según la primitiva tradición cristiana, la precedencia es concedida a los Apóstoles y a los mártires. La Iglesia Ortodoxa envuelve en un carisma especial la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo. San Gregorio Nacianceno tenía una devoción muy particular por San Cipriano; San Basilio por San Mammas; San Gregorio de Niza por San Teodoro. San Efrén escribía: "Recuerda, Señor, las lágrimas que derramé ante tus santos mártires". Los Patriarcas, los Profetas y, en general, las figuras del Antiguo Testamento, aparecen con frecuencia en el calendario de la Iglesia Ortodoxa, lo que no es así en el caso de la Iglesia Latina. Por encima de todo, están los ángeles jerarquizados por el Pseudo-Dionisio. Poco importan los detalles de la clasificación, la idea subyacente es conforme a la Sagrada Escritura. Los Padres griegos tenían predilección por los ángeles de la guarda, y ya Orígenes profesaba su existencia. Según el Pseudo-Dionisio, no sólo velan por nosotros sino que nos iluminan y nos ayudan en el camino de la perfección. San Juan Crisóstomo llama pedagogo a su ángel guardián. Basilio llamaba al suyo compañero de ruta, su preceptor. Cada lugar tiene sus ángeles. Gregorio Nacianceno oraba de manera conmovedora a los ángeles de Constantinopla. El obispo Teófano el Recluso aconsejaba "escuchar los pensamientos que vengan durante la oración, especialmente los de la mañana" , pues están inspirados por el ángel guardián.

       Bulgakov emitió interesantes teorías sobre los ángeles de la guarda. Veía en ellos algo que quizás reemplace la idea, en el sentido platónico del término, del arquetipo de cada hombre. Sin embargo, nos atendremos a la concepción bíblica que ve en los ángeles a los mensajeros de Dios y de su poder. Nada de ingenuo, nada de amanerado en los ángeles de la Biblia. Ellos son relámpagos de la luz y de la fuerza del Todopoderoso. Los primeros cristianos y los santos (los santos orientales quizás aun más que los santos occidentales), tenían visiones y sueños en los que veían a los ángeles.

       Toda vida cristiana, para ser completa, debería comportar esta relación cotidiana e íntima con el mundo de los ángeles y las experiencias de Jacob llegarían a ser nuestras: "Como Jacob proseguía su camino, los ángeles del Señor lo enfrentaron... y uno luchó con él hasta la venida de la aurora... No te dejaré hasta que no me hayas bendecido" (Gn 32, 23-27). "Él tuvo un sueño: he aquí que una escala se apoyaba en la tierra y su último escalón alcanzaba el cielo y los ángeles de Dios subían y bajaban por ella" (Gn 28, 12).

       En la cumbre de la jerarquía celestial está la Theótokos, la Bienaventurada Virgen María, Madre del Verbo Encarnado. La Iglesia Ortodoxa, sobre todo después del Concilio de Éfeso (431), la honra con un culto que supera el de todos los otros santos. A Ella están consagradas una Cuaresma especial y numerosas fiestas.

       Siendo el Evangelio la fuente principal de la piedad ortodoxa, la forma de piedad más ortodoxa con respecto a la Madre del Salvador es, evidentemente, la piedad evangélica: la piedad hacia María como se encuentra en los textos sagrados. Cuatro pasajes nos parecen importantes. El primero es la salutación del Ángel: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, Tú eres bendita entre las mujeres"; y la respuesta de María: "Yo soy la esclava del Señor, que se haga en mí según tu palabra" (Lc 1, 28; 38,42).

       El segundo pasaje nos muestra la actitud de María en las bodas de Caná de Galilea. "La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino...; su Madre dijo a los servidores: Haced todo lo que Él os diga" (Jn 2, 3-5).

       El tercer pasaje presenta un corto diálogo entre una mujer de la multitud y Nuestro Señor: "¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron...!"; pero Él dijo: "Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11, 27-28). Declaración que no disminuye a María sino que muestra dónde está su verdadero mérito. En fin, las palabras de Jesús en la cruz. "Jesús dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo; luego dijo al discípulo: He ahí a tu Madre". Sigue la conclusión práctica: "Desde ese momento el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19,26-27). Estos textos son el corazón de la piedad mariana.

       Agregaremos aquí algunas palabras sobre los iconos que tienen un papel tan importante en la vida de oración de la ortodoxia, sobre todo después del fracaso de la iconoclastia y la institución de la fiesta de la ortodoxia, el 11 de marzo del 843. Comencemos por decir que el icono oriental no es un simple parecido sino una transfiguración, que es lo que lo distingue de la imagen latina, pintada o esculpida. La Iglesia Ortodoxa, en efecto, conserva el precepto del Decálogo: "No harás ninguna imagen esculpida ni nada que se parezca a lo que está en los cielos" (Ex 20, 4). El icono es una suerte de jeroglífico, un símbolo estilizado, una escena abstracta donde sólo cuentan los rostros deificados, penetrados por la luz divina. Al tratar de reproducir los rasgos humanos así transfigurados, el iconógrafo debe someterse a los cánones establecidos por la Iglesia. Lejos de ser la manifestación de un sensualismo o de un materialismo religioso, la concepción ortodoxa del icono expresa una hostilidad casi puritana contra lo sensual. Los escritores ortodoxos contemporáneos, como Bulgakov y Ostrovsky, ven otra diferencia entre el icono y la imagen latina o la estatua. Mientras que para los occidentales el parecido es fuente de evocación y de enseñanza, el icono oriental es fuente de comunión. El icono está impregnado de la gracia de una presencia objetiva. Es el lugar de encuentro del creyente y del mundo celestial. Es también lo que enseña San Teodoro el Estudita y algunos textos griegos del siglo IX, que llegan hasta ubicar el icono en el mismo rango que la Eucaristía. Los documentos oficiales de la Iglesia Ortodoxa adoptan un criterio más reservado. El II Concilio de Nicea dice: "Pintamos los santos para imitar sus virtudes, retratamos sus vidas en los libros... para nuestro beneficio". El mismo Concilio de 787 dice también: "El honor rendido a la imagen, se dirige a su prototipo". San Juan Damasceno compara el icono a la Palabra o al Libro. Es un memorial, hypomnéma, una presencia personal santificada, aunque enteramente transparente al Amor divino, a la Palabra divina.

       Existe una piedad evangélica hacia los santos, así como existe una piedad evangélica hacia María. Cuanto más evangélica sea, más ortodoxa será. San Juan (12, 20-22) subraya esta actitud evangélica hacia los santos: "Había entonces algunos griegos que habían subido para adorar durante la fiesta. Ellos se acercaron a Felipe y le hicieron esta pregunta: Señor, queremos ver a Jesús. Felipe fue a decirlo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús". Y en San Lucas 22, 11: "El Maestro manda decir: ¿Dónde está la sala para poder comer la Pascua con mis discípulos?"


Los grados de la vida espiritual

       Desde los primeros tiempos se ha tratado de definir los grados de la vida espiritual. La distinción entre las tres vías, ha llegado a ser clásica para los occidentales, pero su origen es oriental y se remonta al Pseudo-Dionisio. San Basilio y San Casiano distinguen entre los debutantes, los iniciados y los perfectos. Los Maestros de la Escuela de Alejandría y Diodoro de Foticea, mencionan tres tipos de cristianos: el eisagogikós, que es el que ha comenzado y practica las virtudes (práxis); el mésos, el del medio, que se dedica más particularmente a la contemplación (theoría) de Dios en los seres y en las cosas y al control de las pasiones (apatheía) y, en fin, el teleíos, el perfecto, cualificado para el verdadero conocimiento experimental de Dios (theología).

       Estas clasificaciones se repiten bajo diferentes nombres. Están próximas a la realidad, pero ninguna tiene un valor absoluto. En efecto, no hay una separación neta entre los diferentes grados, pues el alma pasa, insensiblemente, de un grado a otro. En resumen, estas clasificaciones traducen los estados del alma y sirven como señales a nuestra existencia humana. Son antropocéntricas más que teocéntricas. En suma, ellas expresan las vías de eminentes escritores espirituales que no están acreditados por la Iglesia.

       De aquí esta pregunta: ¿será posible encontrar un itinerario de vida espiritual reconocido por la Iglesia, insistiendo en la actividad divina más que en la psicología del alma in via?

       Nicolás Cabasilas nos indica dónde encontrar la escala de los grados de santificación adoptados por la Iglesia Ortodoxa. Ella distingue tres momentos esenciales en la vida espiritual: el Bautismo, el Crisma (Confirmación por la unción) y la Eucaristía. Pero éste no es el punto de vista particular de él: la espiritualidad de la Iglesia Ortodoxa está consignada en su libro de santificación, el Ritual. El Ritual sigue al hombre a partir de su bautismo hasta su sepultura. Constituye el tratado autorizado en materia de vida espiritual. Los santos misterios son presentados en el orden ascendente de la santificación del alma según el espíritu y la intención de la Iglesia.

       He aquí por qué puede decirse que los tres misterios del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía son las tres etapas en la ruta que conduce a Dios. Los otros sacramentos y sacramentales pueden estar relacionados a uno o a otro de estos tres grados y misterios. La Penitencia, la primera profesión monástica, el segundo matrimonio y la unción de los enfermos, provienen del Bautismo. El primer matrimonio, la gran profesión monástica y la ordenación, se relacionan con la Eucaristía. Las ordenaciones y consagración de los reyes (en el rito bizantino), se relacionan con la Confirmación. Volveremos sobre estos puntos.

       Sólo los sacramentos o los ritos solemnes respetados como tales, son los que están alrededor de estos misterios. Están también todos los aspectos de la vida de oración de la Iglesia: sus fiestas, su calendario, sus himnos. La Santa Liturgia, en el sentido estricto, es decir la Cena del Señor, las resume. La primera parte de nuestra Liturgia eucarística se llama Liturgia de los Catecúmenos porque los candidatos al Bautismo podían asistir a ella. La parte de la Liturgia llamada anaphóra, que culmina con la epiklésis (invocación al Espíritu Santo sobre los dones eucarísticos), nos recuerda la Confirmación, sacramento del Espíritu. La parte de la Liturgia que es la Comunión, es la Eucaristía misma, la Cena alrededor del Cuerpo inmolado y de la Sangre derramada del Señor Jesús.

       ¿Significa esto que nuestra vida espiritual se reduce a la vida ritual? Desconfiemos de lo literal porque puede llegar a matar. "Es el Espíritu quien vivifica, la carne de nada sirve. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida" (Jn 6, 63). Desprendámonos del sentido literal, de la celebración solamente visible de los tres sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía y percibiremos las gracias invisibles que expresan. El Bautismo, la Confirmación y la Cena del Señor son signos. La gracia del Bautismo, la gracia pentecostal y la gracia pascual son realidad. Sí, realidades a través de los signos. Los signos confieren las realidades pero las realidades engloban los signos. Las realidades son las que importan y lo que nosotros buscamos. Tres aspectos de la gracia concedida .con los santos misterios que los expresan. Tres gracias que el Señor puede conceder a las almas que jamás accederán a los signos sacramentales. Él puede hacerlas revivir (como en el caso de la contrición perfecta), en aquellos que han recibido la gracia con el Sacramento y enseguida la han perdido. Esta revivificación no está, necesariamente, acompañada de la celebración de los ritos sacramentales. La gracia bautismal, la gracia pentecostal y la gracia pascual, existen allí donde vive el Amor sobrenatural y forman la trama de la vida espiritual.

       En el ritual de la Iglesia, la Confirmación precede a la Eucaristía. Nótese que la gracia pentecostal fue dada a los Apóstoles después de la gracia pascual. Esto es cieno, pero sólo en apariencia. En la primera Pascua, los Apóstoles no tuvieron sino una experiencia incompleta de esta última. Ellos compartieron solamente la Cena del Señor y el gozo de la presencia del Resucitado, pero no compartieron la inmolación de Cristo. No conocieron la plenitud de la gracia pascual sino al fin de sus vidas cuando, con su propio martirio, se unieron al sacrificio de Cristo. Pentecostés llegó a ser para ellos la condición necesaria de la gracia pascual en su plenitud, como el don del Espíritu es para nosotros la condición necesaria de una vida eucarística en su plenitud.

       Las tres gracias, bautismal, pentecostal y pascual, son tres armonías de una sola y misma gracia increada. No se las puede separar una de otra sino que coexisten. Al decir que en el espíritu de la Iglesia presentan un orden ascendente, queremos significar que en el desarrollo normal de un alma, cada uno de estos aspectos debería predominar en un momento o en otro.

       Hablando simbólicamente, podríamos ver en estas tres gracias teológicas, las kharitas de la antigua Hélade: estas tres jóvenes castas, generosas y bellas, tan estrechamente unidas, manibus amplexis, decía Séneca. Cantan a tres voces... Cada voz domina de vez en cuando a las otras dos sirviendo de fondo y como acompañamiento. y si recurrimos a la representación del arte cristiano primitivo, podríamos decir que la gracia bautismal encuentra su expresión en el Ikhthys, el Pez Divino. La gracia pentecostal se encontraría en el descenso de la Paloma, y la gracia pascual, en la inmolación y el triunfo del Cordero.

       Sin embargo, dejemos de lado estas tres imágenes. Estas tres gracias expresan tres momentos de la vida de Nuestro Señor: su contacto con las aguas bautismales; su recepción del Paráclito; y su envío, en fin, su Pascua, su Paso. Nuestras experiencias espirituales no son sino débiles reflejos de su vida. Es Cristo quien bautiza, Cristo quien perdona y cura. Cristo quien envía al Espíritu. Cristo, Cordero pascual. Cristo nuestra verdadera Pascua. Rostros del Señor, rasgos del Señor cuya revelación y experiencia íntima, son la vida espiritual del cristiano. Lo veremos con más detalle.