La Iglesia, contemporaneidad de Cristo

con el hombre de todo tiempo

 

 

José Luis Illanes

 


"La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia" [1]. Estas palabras, que se encuentran en el número 25 de la Veritatis splendor, constituyen, sin duda alguna, la declaración eclesiológicamente más significativa de ese documento. Pero no la única, ya que la Iglesia está presente desde el principio hasta el final de la encíclica. No sólo porque en ella, como en todo documento eclesiástico, es, de un modo u otro, la Iglesia la que habla [2]; sino también porque a lo largo de sus páginas se habla ampliamente de la Iglesia: la Iglesia es, en efecto, no sólo sujeto sino tema, y tema importante, de la Veritatis splendor.

Así lo reclamaba el objetivo central de la encíclica, ya que resulta imposible tratar "de las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología moral" [3], y más en un contexto marcado por un ya largo debate, sin hacer referencia a la autoridad que la Iglesia y, dentro de ella, quienes han recibido misión pastoral y de magisterio poseen para ocuparse de esa cuestión y ofrecer una orientación al respecto. De hecho el número 25, en el que se encuentra la frase citada al principio, constituye el inicio de una detenida reflexión en ese sentido. Pero, aunque sea esa temática la que, de un modo inmediato, ha conducido a Juan Pablo II a hablar de la Iglesia en la Veritatis splendor, la realidad es que la doctrina eclesiológica tiene en la encíclica una resonancia mucho mayor, como permite comprobarlo una lectura, incluso rápida, del documento.

Las declaraciones de carácter eclesiológico contenidas en la Veritatis splendor abarcan, en efecto, un amplio arco de cuestiones que, de forma esquemática, cabe sintetizar como sigue:

--la luz que, viniendo de Dios, está destinada a iluminar a todos los hombres, resplandece en Cristo, que la comunica a la Iglesia: la Iglesia, enviada por Cristo para anunciar el Evangelio a toda criatura, surca así la historia ofreciendo a los hombres el mensaje sobre el sentido de la vida que brota de la palabra y los hechos de Jesús [4];

--esa testificación de Jesucristo a la que la Iglesia está llamada implica no sólo el anuncio de su persona, sino también la trasmisión de las prescripciones morales que derivan del Evangelio y contribuyen a configura el seguimiento de Cristo: la armonía entre fe y vida pertenece al núcleo de la vivencia cristiana [5];

--toda la Iglesia participa del munus propheticum de Cristo; toda ella está, pues, llamada a dar testimonio de Cristo, es decir, a proclamar la fe y a manifestar, con palabras y obras, del comportamiento o modo de vivir que la fe reclama: vida de los cristianos, sentido de la fe de todo el pueblo de Dios, reflexión teológica y ejercicio del magisterio contribuyen cada uno a su modo, y en conexión orgánica, a transmitir el mensaje evangélico y testificarlo con la propia existencia [6];

--los Pastores de la Iglesia tienen por misión acompañar a los fieles, guiándolos con su magisterio, para que puedan dar testimonio de Cristo [7]; la profunda conexión que existe entre fe y obras reclama, en efecto, que la función de magisterio diga referencia no sólo a la fe, sino también a la vida moral [8]; así ha sido reconocido y vivido siempre por los Pastores de la Iglesia que, en todo tiempo, han formulado y expuesto enseñanzas sobre los múltiples y variados ámbitos de la vida humana, y así debe continuar siendo reconocido y vivido hoy [9];

--al ejercer su función de magisterio, y situar al hombre ante las exigencias ético-morales, la Iglesia no violenta la libertad ni la humilla, antes al contrario la presupone, la sirve y la potencia situándola ante la verdad que la conduce a plenitud [10]; en la Iglesia y en su magisterio los cristianos encuentran y encontrarán siempre, por tanto, una ayuda decisiva para la formación de su conciencia [11];

--la vida moral cristiana se caracteriza no sólo por la referencia a las prescripciones morales propias del Evangelio, sino también, y sobre todo, por la acción del Espíritu, ya que la ley nueva es ante todo ley interior, escrita en los corazones por el Espíritu Santo, presente en la Iglesia y comunicado por ella [12];

--los sacramentos de la Iglesia insertan al cristiano en Cristo y le otorgan el don del Espíritu, haciendo así posible una imitación y un seguimiento de Jesús y, en consecuencia, una vida moral no meramente exteriores, sino vitales y profundos [13].


Presupuestos antropológicos y cristológicos de la eclesiología de la "Veritatis splendor"


Hace ya algunos años tuve ocasión de señalar que los tratados y manuales de teología moral de los siglos XVI y siguientes y los de nuestros días difieren profundamente entre sí precisamente al modo de referirse a la Iglesia [14]. Las obras de las centurias que preceden a la nuestra --y las de la primera parte de nuestro siglo-- incluyen ciertamente, en la parte dedicada a la moral general o fundamental, referencias a la Iglesia, pero más bien someras y limitadas a la consideración de su capacidad para dictar leyes que obligan en conciencia; falta en cambio toda consideración de la Iglesia como maestra, es decir, como fuente del conocimiento moral. El panorama cambia a en los años cincuenta y sesenta, fechas a partir de las cuales la literatura sobre la función de la Iglesia, y más particularmente de su magisterio, en orden al conocimiento y proposición de las exigencias éticas es amplia, más aún, exuberante.

Las causas que explican ese fenómeno son numerosas y variadas, no en último lugar los cambios experimentados por la vida eclesial y los tensos debates surgidos en torno a algunas cuestiones morales concretas. Sería un error, sin embargo, explicar esa evolución acudiendo sobre todo a factores de ese tipo, ya que su influjo, aunque innegable, es, en realidad, más bien secundario o accidental. La llegada a primer plano de la reflexión sobre la función de la Iglesia en orden a la comprensión de la vida moral es fruto, en efecto, no tanto de circunstancias históricas coyunturales cuanto del proceso de renovación teológica iniciado en el siglo XIX, con amplias repercusiones tanto en el campo de la ética y de la antropología como en el de la eclesiología, y del que la Veritatis splendor constituye, en más de un aspecto, una prolongación.

No es este el momento de analizar ese proceso y, menos aún, de describir sus etapas, ya que un intento de ese tipo nos alejaría de la cuestión que directamente nos ocupa [15]. Sí parece, no obstante, necesario comentar, aunque sea brevemente, algunas cuestiones que constituyen, a nuestro juicio, el trasfondo de la doctrina eclesiológica de la Veritatis splendor y permiten, por tanto, captar con exactitud su alcance y sus implicaciones. Esas cuestiones son básicamente dos, muy relacionadas entre sí: la radicación teologal de la vida ética y la configuración cristológica de la invitación y la respuesta morales.


a) La radicación teologal de la vida ética


El moderno proceso de renovación de la teología moral está marcado por el deseo de superar tres planteamientos que habían marcado fuertemente la historia de la reflexión ética: el voluntarismo de Ockam, el esencialismo de Suárez y el formalismo de Kant. Desde perspectivas diversas y, en más de un punto, contrapuestas, esos tres planteamientos han contribuido a promover y consolidar un enfoque de la moral que toma como eje el concepto de deber u obligación y centra la atención en los actos singulares, aisladamente considerados, para juzgar de su adecuación a la norma, dejando en un segundo plano o incluso perdiendo por entero de vista la consideración unitaria del existir. Es precisamente esa consideración unitaria lo que la teología contemporánea se ha esforzado y se esfuerza por recuperar.

El hombre es, ciertamente, un ser que advierte la incumbencia del deber, la fuerza de lo que debe ser hecho porque es bueno en sí, independientemente no sólo de la utilidad que produce o del empeño que reclama sino que de cualquier otro deseo o intención. Pero es también, y sobre todo, un ser que se interroga sobre el destino, que se propone metas últimas, que despliega sus virtualidades a través de un proyecto vital. La pregunta "¿qué debo hacer?" que Kant presenta como presupuesto para toda antropología, es, sin duda, importante, pero aún lo es más --como Nietzche y el surgir del problema del nihilismo lo han puesto dramáticamente de relieve-- otro de los interrogantes kantianos: "¿qué puedo esperar?", ¿cuál es el sentido del vivir?, ¿hacia qué fin se encaminan el devenir y el discurrir incesante de la vida?

La Veritatis splendor, en su análisis del diálogo entre Jesús y el joven rico, entronca esa preocupación y con ese enfoque. El interrogante con el que el joven se dirige a Cristo --"¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?"--, "más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es --afirma la encíclica-- una búsqueda de plenitud de sentido para la vida"; una pregunta --prosigue-- que surge "desde la profundidad del corazón", pues quien la formula "sabe que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino" [16].

Hasta aquí Juan Pablo II se hace eco de una inquietud, o, si preferimos, de un planteamiento presente en muchos pensadores de nuestra época. Pero su reflexión no termina ahí: dando un paso más, ofrece enseguida una respuesta, introduciendo de forma decidida las perspectivas teologales. "Interrogarse sobre el bien --continúa, en efecto, la encíclica-- significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad"; la pregunta moral es, por eso, en última instancia, "una pregunta religiosa", ya que "la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo" [17].

La pregunta ética puede, ciertamente, suscitarse en muchos contextos y de muchas maneras, también, obviamente, al margen de toda referencia religiosa. Juan Pablo II no lo ignora, pero afirma a la vez que esa pregunta alcanza su sentido pleno cuando se la sitúa en un contexto teologal y cuando, en consecuencia, la advertencia del deber, la percepción del impulso interior que ordena al bien y que lleva a interrogarse sobre los valores y sobre los ideales, se manifiestan como expresión de un dinamismo del espíritu humano suscitado por Dios mismo a fin de abrir el hombre a la plenitud de su destino, o sea, a fin de atraerlo hacia Sí [18].

Dicho con otras palabras, la ética, aún siendo una de las dimensiones básicas de la existencia humana, no es la última y radical, ya que el ser humano no alcanza su meta en el cumplimiento del deber ni tampoco en la adecuación a un ideal, sino, más profundamente, y asumiendo todo lo anterior, en el despliegue de una relación interpersonal; más concretamente, de una relación interpersonal que une entre sí al hombre y a Dios. La pregunta moral dice, pues, referencia esencial, también para la Veritatis splendor, a la determinación de lo que hoy y ahora debe ser hecho, es decir, al juicio de conciencia, cuestión de la que trata amplia y detenidamente en toda su segunda parte. Pero, a la vez --y, desde una perspectiva ontológica, incluso precedentemente--, al manifestarse de Dios, al reconocimiento de esa manifestación por parte del hombre y al encuentro que de ahí nace y a partir de ahí se despliega.


b) La configuración cristológica de la invitación y la respuesta morales


Colocar el centro de la vida moral en el encuentro, y en un encuentro que surge como fruto de una iniciativa divina, implica dar entrada a una perspectiva de carácter narrativo, es decir, a la descripción o narración de los hechos a través de los cuales Dios se ha acercado a los hombres para comunicarse a ellos. Y, como momento culminante de esa narración, a Jesús de Nazaret, en quien esa comunicación llega a su cenit. "La luz del rostro de Dios --declara así, en uno de sus números iniciales la Veritatis splendor-- resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible», «resplandor de su gloria», «lleno de gracia y de verdad»: El es «el Camino, la Verdad y la Vida»" [19].

Las consideraciones teologales arriba esbozadas se prolongan y completan, pues, con las cristológicas, con las que están profundamente unidas. Procediendo de forma esquemática podemos decir que la realidad de Cristo incide en la configuración de la vida moral desde tres perspectivas o, por mejor decir, a tres niveles:

a) en primer lugar, porque en Jesús de Nazaret se manifestó de forma plena el designio salvador divino, la llamada a la comunión con Dios, en la que radica el sentido último del acontecer, y en consecuencia esa verdad profunda del hombre y del mundo en la que el actuar moral encuentra su pleno fundamento;

b) en segundo lugar, porque en Jesús de Nazaret, al mismo tiempo que se nos daba a conocer la meta, se nos manifestaba la vía o camino que conduce a ella: Cristo es no sólo revelación, sino también paradigma o modelo; el cristiano está no sólo llamado a acoger la palabra de Cristo, que le desvela el sentido de su vivir, sino también a vivir según Cristo, a hacer suyos los sentimientos de Cristo, con conciencia de que sólo recorriendo el camino que recorrió Cristo se alcanza la meta que su palabra y su vida desvelan;

c) en tercer lugar y finalmente, porque de Cristo viene la fuerza que permite aspirar a la meta y recorrer el camino que conduce a ella: Cristo es no sólo luz y paradigma, sino también impulso que hace posible la recepción de su palabra y la efectividad de su seguimiento.

Todo ello es así porque Cristo no es una mera etapa en la historia de las intervenciones divinas que, haciendo posible el encuentro, fundan de modo pleno la vida moral, sino su culminación. Y ello no por razones extrínsecas o voluntaristas --el simple cesar o interrumpirse de una historia--, sino substantivas. En Cristo no se anuncia una comunicación divina que acontece al margen de su persona o que, de un modo u otro, le trasciende, sino una comunicación divina que en El y a través de El acontece, más aún, que en El y a través de El es llevada a plenitud. Cristo es, en efecto, el punto de inserción de Dios en la historia humana y el de la incorporación de la humanidad a Dios.

La vida moral, tal y como en Cristo se nos desvela y a partir de El se estructura, no implica, pues, sólo imitarle, ni tampoco sólo continuar la causa por El iniciada, participar de sus sentimientos, de sus actitudes y de su entrega, sino, a la vez y sobre todo, incorporarse a El, insertarse en El y así, en El y por El, entrar en comunión con Dios Padre. Esta incorporación vital a Cristo no excluye, huelga decirlo, la imitación y la sequela --al contrario, las reclama--, pero las sitúa en un contexto que, implicando la moralidad, la trasciende. "No se trata aquí solamente --afirma la Veritatis splendor, inmediatamente después de haber señalado que el discípulo de Cristo está llamado a seguirlo-- de escuchar una enseñanza y de aceptar por obediencia un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús" [20], entrar en su órbita de acción, dejarse arrastrar por su dinamismo, lo que se manifestará, sin duda --y radicalmente--, en comportamientos éticos, pero a partir de un núcleo --la comunión con Cristo y en Cristo con el Padre-- que tiene su asiento en el nivel más hondo de la persona. El seguimiento está, en suma, subordinado a la identificación, la vida moral hunde sus raíces en la ontología, lo que tiene amplias consecuencias, también respecto a la eclesiología de la que estamos ya en condiciones de ocuparnos derechamente.


Contemporaneidad con Cristo e Iglesia


La íntima relación entre el cristiano y Cristo a la que acabamos de hacer referencia puede ser evocada y descrita con muy diversas expresiones. De todas ellas debemos detenernos en una, ya que a ella acude la Veritatis splendor, precisamente en el texto que citábamos al principio y que constituye, según dijimos, la más significativa de sus declaraciones eclesiológicas, es decir, la afirmación de una contemporaneidad entre Cristo y el cristiano.

La expresión "contemporaneidad con Cristo" evoca un nombre, un acontecimiento e incluso una fecha: Soren Kierkegaard y la publicación en 1844 de sus Philosophiske Smuler (Migajas filosóficas). En su oposición frontal a Hegel, Kierkegaard advirtió con claridad que la consideración de la historia como un proceso cuyas etapas posteriores subsumen cuanto les antecede equivale a postular un Moloch que devora a quienes le sirven y adoran: los individuos y las generaciones desaparecen y sólo permanece una especie, un gattung, un género que se despliega a costa de quienes lo integran. La plenitud --afirma, pues, con fuerza-- no está en el futuro, sino en el ahora, en el instante, en la medida en que el hombre --no el género humano, sino cada individuo concreto-- yendo hacia lo hondo, profundizando en la existencia, entra en comunión con Dios. Más concretamente, en la medida en que, acogiendo en la fe la palabra que anuncia a Cristo, trasciende al tiempo hasta colocarse en el instante mismo en que Cristo, muriendo en la cruz, desvela la llamada a la comunión con Dios y hace posible el nuevo nacimiento. De ahí el concepto de contemporaneidad con Cristo, con cuanto implica de oposición a un historicismo en el que nada permanece y de afirmación de una trascendencia ante la que todo hombre se encuentra situado y por referencia a la cual puede adquirir definitiva consistencia [21].

Sin participar de todas las resonancias que el vocablo "contemporaneidad" tiene en la obra y el pensamiento de Kierkegaard, más aún, tomando distancia frente a algunas, es innegable su valor intelectual y su fuerza expresiva. Cristo no es un hito en el proceso de progresiva toma de conciencia por parte de la humanidad, ni una figura, aunque excelsa, del pasado, sino el centro de la historia, el punto radical de referencia. Y lo es en cuanto que resucitado, en cuanto que vivo. Hablar de contemporaneidad con Cristo equivale, en suma, a manifestar al hombre que la verdad profunda de su ser y de su destino y, en consecuencia, el fundamento de su vida moral radican precisamente en Dios que en Cristo se le acerca y ante el que él, hoy y ahora, se encuentra situado.

No es por eso extraño que la Veritatis splendor, que aspira a reconducir la reflexión moral a su núcleo existencial y religioso y, en consecuencia, a subrayar la intima conexión entre moralidad y sentido, haya hecho suyo ese concepto kierkegaardiano. Pero, importa notarlo, con matices y modificaciones de relieve:

--en primer lugar, porque a diferencia del texto kierkegaardiano, que no contiene connotaciones expresamente eclesiológicas --el acento está puesto en la relación entre el discípulo y el maestro, entre el creyente y Cristo--, el de Juan Pablo II hace referencia a la Iglesia, y de modo sobresaliente: la Iglesia es, en efecto, presentada como el medio gracias al cual o, mejor, en el cual esa contemporaneidad acontece;

--en segundo lugar --tal vez deberíamos decir, en primero-- porque en Kierkegaard el punto de partida de esa relación que la contemporaneidad implica es el discípulo, el hombre que, en la fe, se hace contemporáneo de Cristo; en la Veritatis splendor, en cambio, el inicio del proceso de acercamiento se sitúa en Cristo: no es el discípulo quien deviene contemporáneo de Cristo, sino que es Cristo quien se hace contemporáneo del hombre, de cada hombre.

Lo que la Veritatis splendor tiene, en suma, ante sí, y lo que aspira a describir y proclamar, es la realidad de un dinamismo de comunicación que, partiendo del núcleo mismo de la intimidad divina, se trasvasa a Cristo y de Cristo a la Iglesia. "La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Cristo", afirma la encíclica en su número 2, con frase ya citada, para añadir poco después, en ese mismo número: "Jesucristo, «luz de los pueblos», ilumina el rostro de su Iglesia" [22]. En la Iglesia reverbera la luz de Cristo, reflejo y resplandor a su vez de la luz de Dios. De Dios a Cristo, de Cristo a la Iglesia, se difunde una corriente de vida que se extiende a lo largo de toda la historia humana.

"El diálogo de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy", proclama a su vez el número 25 Veritatis splendor, reafirmando la misma doctrina desde una perspectiva y con un lenguaje distintos, más neta y directamente personalistas. "El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita a su seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros", prosigue el texto, para concluir precisamente con la frase de la que parten nuestras consideraciones: "la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia" [23].

Estas proposiciones de la encíclica han de ser entendidas con todo el profundo realismo que a los vocablos que en ellas se contienen les corresponde según la dogmática cristiana, tal y como la eclesiología reciente ha puesto de relieve [24]. La Iglesia no es, meramente, una comunidad de creyentes en la que pervive la memoria de Cristo, el recuerdo de sus palabras, el impacto producido por su vida, sino, mucho más honda y radicalmente, una comunidad que vive de la vida de Cristo, que ha recibido su Espíritu, que forma con El --es decir, con Cristo vivo-- una profunda unidad. La relación que hay entre Dios y Cristo y entre Cristo y la Iglesia no es una relación de intermediación, sino de presencia: en Cristo está presente Dios y en la Iglesia está presente Cristo. Cristo no anuncia el bondad, la riqueza, el amor, de un Dios ajeno a su propio ser, sino la realidad de una comunicación divina que le hace ser y le constituye. Y la Iglesia no anuncia a un Cristo del que proviene, pero del que, durante su peregrinar terreno, se encuentra alejada, sino a un Cristo del que vive, ya que constantemente se le entrega. Cristo está realmente presente en ella, actúa en ella y a través de ella, y por eso se hace, a través suyo, contemporáneo de todo hombre y de todo periodo de la historia.


Anuncio de Cristo y formación de la conciencia cristiana


Las grandes perspectivas teológico-dogmáticas evocadas en los párrafos que preceden, rigen toda la doctrina de la Veritatis splendor, ofreciendo la clave hermenéutica última para el conjunto de sus afirmaciones. No constituyen, sin embargo, el objeto sobre el que, de modo inmediato y directo, versa el documento pontificio, sino más bien un horizonte o trasfondo en relación con el cual se analizan las cuestiones que son objeto de interés directo. Dicho en términos más concretos: la realidad de la que la encíclica se ocupa no es tanto el designio divino de comunicarse a los hombres cuanto la actividad moral vista como momento integrante del relacionarse de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De ahí que, presuponiendo la radicación trinitaria y cristológica de la Iglesia, aborde las cuestiones que a ella se refieren preponderantemente desde la perspectiva del actuar cristiano y de la función que a la Iglesia le corresponde en orden a ese actuar y a su servicio.

La realidad de Cristo, verdad y vida, no sólo norma sino, también e inseparablemente, fuente de la vida moral, tiene su reflejo en la realidad de la Iglesia que no es sólo maestra sino madre: su función no consiste sólo en evocar a Cristo, en recordar y proclamar su mensaje, sino, además, en comunicar su vida. Este último aspecto es, sin duda, el más radical y decisivo, también respecto a la vida moral. En ese sentido sería lógico comenzar por ahí nuestro análisis. La estructura de la Veritatis splendor, su referencia primordial al actuar cristiano y, por relación a él, a la formación de la conciencia, aconseja que sigamos otro orden, partiendo, como lo hace la encíclica, precisamente del proceso de formación de la conciencia y de la palabra de la revelación que a esa formación contribuye.


a) La Iglesia, ámbito de formación de la conciencia cristiana


La referencia al papel que la Iglesia juega en orden a la formación de la conciencia está presente en la encíclica desde el comienzo. Así en la introducción, concretamente, en el número 2, inmediatamente después de la afirmación según la cual la luz de Jesucristo ilumina el rostro de la Iglesia, Juan Pablo II pasa a señalar, sin solución de continuidad, que Cristo envía a su Iglesia "por todo el mundo para para anunciar el Evangelio a toda criatura", lo que comporta --añade-- una particular referencia al orden ético-moral. "La Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones --continúa diciendo--, mientras sigue atentamente los nuevos desafíos de la historia y los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio" [25].

Poco después, en uno de los primeros números del capítulo primero, los conceptos de envío y de misión reaparecen de nuevo, referidos a la vez a Dios que envía y a la Iglesia que se sabe enviada. "Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia"; "en efecto --prosigue, retomando un conocido texto de la Redemptor hominis-- ella «desea alcanzar solamente este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida»" [26]. Finalmente, para no alargar la enumeración, en el número 25 la afirmación de la contemporaneidad de Cristo respecto a todo hombre a través de la Iglesia da entrada, precisamente, a la exposición de la tarea que a la Iglesia corresponde en orden a custodiar y trasmitir el mensaje y la vida de Cristo [27].

Comenzábamos nuestra exposición señalando que, para la Veritatis splendor, la pregunta ética connota e implica una pregunta sobre el sentido. Desde la perspectiva en la que estamos ahora situados conviene añadir que la encíclica hace suya también la tesis inversa: la pregunta sobre el sentido se abre de manera espontánea, más aún, necesaria, a la pregunta ética, a fin de plasmar en obras la actitud existencial que la percepción del sentido trae consigo. Dicho en términos teológicos: fe y vida son inseparables [28].

La neta afirmación de la íntima conexión entre fe y vida, que presupone --como resulta obvio y la encíclica lo señala expresamente-- la realidad de Cristo como verdad y como camino, como revelación y como paradigma, se prolonga, a nivel eclesiológico, mediante la consideración de la Iglesia como comunidad en la que perviven tanto la verdad de Cristo --el anuncio de lo que Cristo es y del sentido de la vida que en el se desvela-- como su ejemplo y su ley, es decir, el modo de vivir que la fe en su palabra reclama. De ahí una conclusión neta: el ser y el existir cristianos se alcanzan en y a través del incorporarse a la Iglesia, del adquirir, al vivir en ella, el conocimiento del mensaje y los mandamientos de Cristo, así como, y más radicalmente, el temple espiritual y moral que hace posible el seguimiento efectivo de Cristo y la manifestación de la fe en las obras.

La reflexión ética contemporánea, enfrentrándose con el racionalismo unidimensional que caracterizó al planteamiento ilustrado y llevó a presentar la tarea educativa y la formación de la conciencia como procesos meramente intelectuales, ha desembocado tanto en una valoración del ejemplo, visto no como mera plasmación en los hechos de normas o verdades abstractas sino como irradiación de una fuerza interior que arrastra y eleva [29], cuanto, paralelamente, en una decidida reafirmación de la comunidad como ámbito en el que se entra en conexión con las tradiciones y los valores morales y en el que, por tanto, se desarrolla y configura la personalidad ético-moral [30].

Estas perspectivas adquieren particular densidad desde una perspectiva teológica y en referencia a la Iglesia, comunidad en la que vive Cristo y en la que actúa el Espíritu, "principio y fuerza de la fecundidad de la Santa Madre Iglesia", al que se deben "el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad con su gran variedad de vocaciones, dones, responsabilidades y condiciones de vida" [31]. Estar y vivir en la Iglesia es, ciertamente, entrar en comunión con una tradición, pero con una tradición no meramente humana sino expresión y fruto del hacerse presente de Dios en la historia, del pervivir, a través de la acción del Espíritu, el manifestarse y entregarse de Dios en Cristo Jesús.

Si la conciencia es siempre un "cum-scire", un saber con otros, un saber sobre la vida adquirido en comunión con otros, a través de la mediación del lenguaje y de la común participación en la experiencia humana, la conciencia cristiana es un scire cum Ecclesia que, gracias a la presencia activa del Espíritu, implica un scire cum Christo, con todas las implicaciones existenciales que de ahí derivan [32]. Ser cristiano es, ciertamente, recibir una enseñanza, pero no sólo eso. Es participar de una vida, ver plasmado en obras --en vidas concretas: la de los cristianos que nos rodean y la de las grandes figuras del pasado que nos han precedido-- el ideal evangélico. Y, como trasfondo y substancia de todo ello, saberse y sentido situado ante Cristo, al que la Iglesia nos remite y con El que nos relaciona. En ese contexto, en el que conocimiento y vida, palabra y testimonio, interpelación e impulso se entrecruzan y complementan, se forma y desarrolla la conciencia cristiana.


b) Formación de la conciencia y responsabilidad eclesial


Hablar de la Iglesia como ámbito de formación de la conciencia cristiana implica, sin duda, hablar de la necesidad de unión con la Iglesia, de sintonía con la vida que en ella se recibe y con la tradición espiritual que en ella se respira. Pero también, desde otra perspectiva, de responsabilidad: toda tradición implica, en efecto, un proceso de trasmisión y recepción que dice referencia, y por cierto en ambos sentidos, a la totalidad de la comunidad, puesto que los receptores del don están llamados a, asimilándolo y haciéndolo propio, comunicarlo a las generaciones sucesivas.

La Veritatis splendor es consciente de esta realidad; más aún, aspira a proclamarla con particular fuerza, hasta el punto de que puede decirse que uno de sus objetivos básicos es, precisamente, subrayar la responsabilidad que la Iglesia tiene de trasmitir fielmente la memoria de Cristo. De hecho a lo largo de todas sus páginas aflora, de modo expreso unas veces, implícito otras, una preocupación fundamental: subrayar de forma neta y sin ambages que la Iglesia tiene por misión anunciar a Cristo, y anunciarlo de modo que ese anuncio implique una interpelación concreta, vital, pastoralmente incisiva, y, por tanto, dé lugar a un verdadero encuentro, a una relación interpersonal, a un compromiso de vida. Fidelidad implica, en efecto, no mera repetición, sino actualización: trasmisión del mensaje de forma que despliegue toda su fuerza y vitalidad existenciales [33].

En algunos pasajes la encíclica señala que la responsabilidad de esa trasmisión y aplicación fiel incumbe a toda la Iglesia, ya que toda ella participa del munus propheticum de Cristo, y recuerda, a ese respecto, que el conjunto del cuerpo eclesial, que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo, no puede equivocarse en la fe [34]. No obstante, como resulta lógico en un documento destinado a pronunciarse sobre cuestiones que afectan al estructurarse de la teología moral y al influjo que la difusión de las investigaciones y reflexiones teológicas tienen en la comunidad cristiana, su atención se dirige preferentemente a la teología, a la que atribuye una particular importancia en orden a la "búsqueda creyente de la comprensión de la fe" [35], y, sobre todo, al magisterio y, en consecuencia, a la actuación de los Pastores, a los que, en ejecución de un de Cristo y contando "con la asistencia especial del Espíritu de verdad", les corresponde una especial responsabilidad en la custodia e interpretación del patrimonio moral cristiano [36].

Esta problemática es, por lo demás, abordada por la encíclica en dos lugares distintos: a) al final del capítulo primero, donde sigue un esquema histórico, describiendo el tránsito de Cristo a los Apóstoles y de éstos a sus sucesores [37]; y b) en el capítulo tercero, en el que adopta un enfoque parenético, glosando la responsabilidad que, en el horizonte de la nueva evangelización, recaen sobre Pastores y fieles en el momento presente [38]. De forma sintética la doctrina que expone en uno y otro lugar puede resumirse en las siguientes proposiciones:

1ª) La función de trasmitir el mensaje de Cristo no se realiza de forma material y mecánica sino viva, en coherencia con ese carácter vital que tiene la tradición; en ella se hermanan, por tanto, continuidad y crecimiento; lo que, respecto a la doctrina moral, implica interpretación, aplicación a las sucesivas y diversas situaciones históricas, en suma, actualización [39];

2ª) Esa tarea de trasmisión y actualización, a la que contribuye la totalidad del pueblo de Dios y en la que a la teología le corresponde un papel importante, se realiza en comunión con los Pastores y bajo su vigilancia, ya que a ellos les corresponde el oficio de "vigilar sobre la recta conducta de los cristianos", de "promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la doctrina moral", de "interpretar auténticamente la palabra de Dios" y de discernir los comportamientos que son conformes a las exigencias de la fe o se oponen a ella [40].

3ª) La Iglesia y, dentro de ella, los Pastores cuenta con la asistencia del Espíritu Santo, que la conserva en la fidelidad a Cristo: "el mismo Espíritu, que es la fuente de la revelación de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados religiosamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos" [41].

4ª) En la enseñanza de la Iglesia resuena en consecuencia "la voz de Jesucristo, la voz de la verdad sobre el bien y el mal" [42]. Asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia, en efecto, "ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no sólo sobre la fe, sino también sobre el comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cfr.. 1 Tes 4, 1)" [43].

5ª) Los fieles cristianos encuentran por tanto en la comunión eclesial y en las orientaciones de los Pastores, "una gran ayuda para la formación de la conciencia" [44]. Y "la Iglesia, con su vida y su doctrina, se presenta como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral" [45].


Magisterio de la Iglesia y comportamientos éticos concretos


Ese núcleo doctrinal, clásico en su substancia e incluso en su formulación y, en ese sentido, básico o genérico, adquiere plena fisonomía en la medida en que se desciende a ulteriores desarrollos, algunos de los cuales han dado origen a una amplia literatura e incluso a debates en la teología contemporánea. En algunos de esos debates, aún siendo importantes --piénsese, por ejemplo, en la problemática referente a la extensión del magisterio a temas de ley natural, o al alcance de la infalibilidad en las enseñanzas sobre cuestiones morales-- no entra, de modo directo, la Veritatis splendor, aunque los presuponga y sus enseñanzas puedan contribuir, en más de un punto, a clarificarlos [46]. Sí aborda, en cambio, frontalmente la pregunta sobre el contenido de la ley evangélica, y más concretamente sobre su extensión no sólo a actitudes éticas básicas sino también a comportamientos o actos determinados, con las implicaciones eclesiológicas que de la respuesta a esa pregunta derivan.

La doctrina que expone gira en torno a dos tesis fundamentales:

a) las narraciones evangélicas, la catequesis apostólica y la predicación cristiana en general contienen no sólo una revelación sobre el sentido de la existencia humana y orientaciones sobre las actitudes morales básicas, sino también "una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento" [47], que contribuyen a configurar, presupuestas las actitudes básicas, la imitación y seguimiento de Cristo;

b) el magisterio eclesiástico, con las funciones y prerrogativas que implica, extiende su competencia a la totalidad de la catequesis evangélica y apostólica, es decir, tanto a las orientaciones morales básicas como a los preceptos particulares y determinados, que debe --unas y otros-- custodiar y actualizar, a fin de situar ante Cristo con plena y radical incisividad a los hombres de todas las épocas de la historia.

Nos encontramos ante una problemática central en la Veritatis splendor, con hondas implicaciones eclesiológico-pastorales, si bien sus raíces provienen no de la eclesiología sino de la antropología. Estamos ante una temática que ha surgido en la escena teológica contemporánea no como consecuencia de debates eclesiológicos, sino ético-antropológicos desde los que ha saltado a la eclesiología. La cuestión fundamental en juego es, en efecto, la relación entre libertad, conciencia y verdad, en la que conviene por tanto que nos detengamos.

En el pensamiento contemporáneo la concepción que de forma más neta ha separado entre sí libertad y verdad es, sin duda, la sartriana. Jean Paul Sartre, radicalizando el voluntarismo implícito en las ideas de Kant sobre la capacidad autolegisladora de la conciencia humana, presenta la libertad como fuerza que se autodetermina a sí misma de modo radicalmente autónomo, excluyendo (la existencia precede a la esencia) toda referencia a naturaleza o realidad trascendente alguna; de así su ateísmo explícito y postulatorio. Los autores católicos que han hablado de "moral autónoma en un contexto cristiano", aunque entroncan con la preocupación por la subjetividad, la creatividad y la autonomía que caracterizan nuestra cultura se encuentran, como es obvio, a leguas de distancia del planteamiento sartriano. Aspiran, ciertamente, a afirmar una autonomía de la conciencia --y una autonomía entendida no ya como interioridad y racionalidad, sino como creatividad y capacidad autonormativa--, pero situando esa autonomía en un contexto teónomo o de referencia a Dios [48].

La pieza en torno a la que gira su planteamiento es la distinción, expresada con unos u otros términos, entre normas trascendentales, referentes a actitudes morales y existencial básicas, y categoriales, que dicen relación, en cambio, a comportamientos determinados. Más concretamente, la consideración según la cual sólo las primeras --las trascendentales-- gozan de universalidad, mientras que las segundas --las categoriales-- carecen de valor absoluto y están, por tanto, en dependencia de los cambios históricos y del progresar de los saberes y las ciencias. En otros términos, ya directamente teológicos, lo único normativo en la moral evangélica es lo referente a las actitudes y motivaciones interiores, que ofrecen así el marco o contexto en cuyo interior la conciencia individual, de modo autónomo y en diálogo con la ciencia del propio tiempo, determina los comportamientos que pueden o deben realizarse.

Las consecuencias eclesiológicas son claras: la predicación y el magisterio eclesiásticos tienen competencia, pueden pronunciar una palabra autoritativa, sólo respecto al primer plano (el ethos de la salvación); todo intento de intervenir autoritativamente en el segundo plano (el ethos mundano), expresando algo más que un parecer que la conciencia debe sopesar y valorar autónomamente, constituiría una intromisión indebida, un atentado a la creatividad con que la conciencia, en el contexto de las motivaciones y orientaciones evangélicas, establece su propio camino.

La Veritatis splendor comparte por entero la necesidad de subrayar tanto el carácter íntimo y racional de la moralidad (las exigencias morales sólo son tales, es decir, morales, si surgen del interior del sujeto, de la percepción por parte del sujeto de la fuerza intrínseca que esas exigencias poseen), como la centralidad de la libertad, sin la que la moralidad --y la misma personalidad humana-- se disuelve. Pero rechaza a la vez toda interpretación de la distinción entre normas trascendentales y categoriales que implique una neta separación entre ambas y que, en consecuencia, confine al ethos de la salvación y al ethos mundano en esferas yuxtapuestas, meramente tangenciales [49].

Ese modo de pensar --afirma la encíclica-- no corresponde ni a lo que atestigua la experiencia (que pone de manifiesto el dinamismo unitario del proceder moral), ni a la percepción que la Iglesia tiene de la ley evangélica y de su propia misión. La ley moral y, más concretamente, la ley evangélica contiene, en efecto, orientaciones no sólo respecto a actitudes generales, sino también a "comportamientos y actos concretos", como indican, con esas y análogas expresiones, los textos que antes reseñábamos y cuyo alcance podemos percibir ahora con mayor claridad [50]. Es pues necesario --concluye el texto-- reafirmar la verdadera fisonomía de la enseñanza moral cristiana como enseñanza que incide, también con preceptos e indicaciones concretas o materiales, en el actuar ético y, en lógica consecuencia --entre las afirmaciones sobre la naturaleza de la ley evangélica y las referentes a la competencia y función del magisterio eclesiástico hay, como ya apuntamos, un estricto paralelismo--, reprobar el parecer de quienes opinan que "el magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida" [51].


Comportamiento ético, vida en Cristo y maternidad de la Iglesia


Todo ello se encuentra situado en la Veritatis splendor en el interior de una amplia reflexión sobre la libertad encaminada a mostrar su nexo intrínseco con la verdad [52]. La libertad implica trascendencia sobre el mundo, señorío, capacidad de dominio sobre la realidad que nos circunda, y, más radicalmente aún, poder sobre sí mismo, capacidad de dominio sobre los propios actos. Esa capacidad de dominio en que consiste la libertad no gira en el vacío, ni encierra al sujeto en la propia autoafirmación, sino que se orienta a la comunicación. Ser libre es ser capaz de amar, estar en condiciones de asumir la propia existencia para abrirla a la relación con los demás y, en última instancia, con Dios.

El proceder de la libertad y, en consecuencia, el de la razón en orden a determinar el rumbo de la propia y personal actividad se presenta así, a la vez e inseparablemente, como proceder espontáneo, connatural, ya que surge de lo más profundo de la propia intimidad, y abierto, encaminado a entrar en sintonía con el amado a fin de, identificando las voluntades, formar una sola cosa con él. Libertad y apertura y, por tanto, libertad y verdad no se contraponen, sino que, al contrario, se reclaman: no hay comunión vital con la verdad sin libertad, sin aceptación personal de la conexión con ella; pero tampoco hay, a la inversa, libertad y, más concretamente, libertad plena, acabada, llevada a su término --es decir, al amor realizado-- sin verdad, sin reconocimiento y aceptación de quien sale a nuestro encuentro. La dignidad de la conciencia humana radica, en suma, supremamente, no en una espontaneidad caprichosa o arbitraria, ni en una autonomía entendida como pura expresión de la propia creatividad, sino en la posibilidad de captar la verdad de quienes nos rodean y, en última instancia, de participar, con nuestra razón, en el conocer divino, anclando así la propia vida en esa verdad que, por ser la verdad de Dios, es también la verdad de nuestro destino y de nuestra plenitud y, por tanto, nuestra propia verdad [53].

Estas últimas afirmaciones presuponen, ni que decir tiene, la verdad de la creación y, en consecuencia, la trascendencia e inmanencia o presencia de Dios en la criatura y, específicamente, en el ser humano, es decir, la realidad de Dios como ser distinto del hombre, pero no distante sino íntimo a él: intimius intimo meo, según el dicho agustiniano. Y, más concreta e inmediatamente, la verdad de Cristo en quien se nos da conocer de modo supremo la cercanía de Dios y de su amor, la hondura y la fuerza con la que Dios invita al hombre a participar de su intimidad. Más aún, en quien y por quien somos introducidos ya hoy y ahora en esa intimidad divina, y en quien y por quien, en consecuencia, alcanza su fundamento y su sentido último el actuar moral, cuya radicación ontológica se hace así patente.

Tocamos aquí el ápice --o, si se prefiere, el núcleo central-- de la comprensión cristiana de la vida moral. A la vez que reentroncamos con las grandes perspectivas teologales y cristológicas que esbozamos al comienzo de nuestro escrito. La Veritatis splendor se refiere a todo ello retomando la doctrina que, partiendo de las enseñanzas proféticas y apostólicas, desarrolló la tradición teológica en torno a la ley nueva o evangélica como ley "interior", ley "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo", ley que no se le impone al espíritu humano desde fuera de él mismo, sino que brota de su interioridad en la medida en que ese espíritu, vivificado por la gracia, aspira con todas las fuerzas de su ser a identificarse con Dios y actuar en coherencia con ese amor. Ser cristiano, actuar en cristiano, radica, esencialmente, en vivir según un espíritu, en desplegar en las obras un impulso que viene de dentro, de lo más profundo del propio corazón [54].

Todo lo cual nos remite una vez más a la Iglesia, depositaria no sólo de la palabra que desvela la verdad de Cristo, sino de los sacramentos que comunican su vida, como la Veritatis splendor recuerda en diversos momentos, y particularmente en su número 21: "Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura realmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y la resurrección, lo «reviste» de Cristo (cfr. Gal 3, 27) (...). El bautizado, muerto al pecado, recibe una vida nueva (cfr. Rom 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cfr. Gál. 5, 16-25). La participación posterior en la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (cfr. 1 Cor 11, 23-29), es el punto culminante de la configuración con Cristo, fuente de «vida eterna» (cfr. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo" [55].

Ciertamente, en la medida en que el hombre es un ser en camino, un ser que no ha llegado todavía a la meta y que, en consecuencia, vive en la fe y no en la visión, la realidad de la ley evangélica como ley interior, no excluye una ley exterior, una proposición mediante la palabra --proveniente por tanto desde fuera del sujeto-- de cuanto el ideal evangélico implica: al contrario, la presupone y reclama, ya que sólo con la ayuda de la palabra que le desvela el camino, que le recuerda lo que implica el seguimiento de Cristo, puede el hombre dirigirse eficazmente a la meta. Pero esa proposición exterior no hace en realidad sino dar forma, contribuir a que alcance concreción histórica el impulso que viene del interior, de la acción del Espíritu y, en última instancia, de esa destinación al bien, a la plenitud, al amor, a Dios, que marca al hombre desde lo más íntimo de su ser [56]. La vida moral no es tanto --repitámoslo-- la respuesta a un mandato, cuanto, mucho más profundamente, la expresión de una vida, que el mandato presupone y a la que se ordena.

Respecto a ambos planes --vida y verdad, impulso interior a la acción y palabra que contribuye a su expresión y concreción en las obras-- la Iglesia juega un papel decisivo, siendo así a la vez, como antes apuntamos, madre y maestra. En la Iglesia y por la Iglesia Cristo se hace presente para interpelar al hombre, para darle a conocer el designio salvífico de Dios e invitarlo al seguimiento. En la Iglesia y por la Iglesia Cristo comunica su vida, otorga el don del Espíritu en virtud del cual no sólo se hace posible responder a la llamada, sino que esa llamada se manifiesta como lo que realmente es: el desvelamiento de nuestra verdad y la expresión del valor profundo de nuestro propio ser.

La vida moral cristiana "consiste fundamentalmente --como afirma la Veritatis splendor en uno de sus últimos números-- en el seguimiento de Jesucristo, en el entregarnos a El, en el dejarnos transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia", realidades "que --añade el texto-- nos llegan en la vida de comunión en su Iglesia" [57]. Con su palabra y con sus sacramentos, con la totalidad de su vivir, la Iglesia realiza verdaderamente la contemporaneidad con Cristo con el hombre de todo tiempo y, al realizar esa contemporaneidad, abre al hombre a esa conciencia y esa vivencia de lo teologal desde la que la vida y el comportamiento éticos reciben su plenitud de sentido.

 

Notas


[1] Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor (VS en adelante), n. 25.

[2] Este punto es subrayado por Juan Pablo II, que repite una y otra vez --con reiteración obviamente querida: nn. 28, 45, 47, 50, 52, etc.-- que la doctrina que expone no quiere ser sino un eco o actualización de la enseñanza y tradición constantes de la Iglesia.

[3] VS, 5.

[4] VS, nn. 2, 7, 119.

[5] VS, nn. 3, 25, 26, 88-89, 106-107.

[6] VS, nn. 29-30, 109-113.

[7] VS, 3.

[8] VS, 3.

[9] VS, nn. 4, 26-27, 28-30, 84, 114-117.

[10] VS, nn. 95, 96.

[11] VS, 64.

[12] VS, nn. 45, 108.

[13] VS, 21.

[14] J.L. Illanes, Continuidad y discontinuidad en el magisterio sobre cuestiones morales. Trasfondo de un debate, en AA.VV., Persona, veritá e morale, Roma 1987, pp. 257-259.

[15] Sobre la situación de la Veritatis splendor en relación con el proceso de renovación teológica y sus vicisitudes, pueden verse las consideraciones que hemos expuesto en Verdad moral y dignidad del hombre, en "Annales Theologici" 8 (1994), 315-337; cfr. también E. Molina, La encíclica «Veritatis splendor» y los intentos de renovación de la teología moral en el presente siglo, en "Scripta Theologica" 26 (1994), 123-154.

[16] VS, nn. 7-8.

[17] VS, 9.

[18] "El lazo intrínseco que Veritatis splendor establece entre la respuesta a la pregunta humana por el bien y Dios mismo, muestra --ha señalado un comentarista-- que (el encíclica) busca superar una perspectiva teológica, propia de los manuales de moral típicos de la época moderna, construida sobre la afirmación de dos fines --natural y sobrenatural-- para la vida del hombre y centrada alrededor de la idea de obligación. (...) La perspectiva en que se sitúa Veritatis splendor es claramente la de la unicidad del fin sobrenatural del hombre" (A. Carrasco, Iglesia, magisterio y moral, en G. del Pozo, dir., Comentarios a la «Veritatis splendor», Madrid 1994, p. 460. En el mismo sentido, antes de la Veritatis splendor y subrayando de modo incisivo las implicaciones que ese planteamiento tiene en orden a la resolución de la problemática relacionada con la clarificación del ámbito del magisterio en cuestiones morales, y más concretamente con su extensión a las cuestiones de ley natural, A. Scola, La competenza del magistero a definire «in re morum». Elementi per una fondazione teologica, en AA.VV., «Humanae vitae»; vent'anni dopo, Milán 1989, pp. 529-536.

[19] VS, 2, citando Col 1, 15, Heb 1, 3, Jn 1, 14 y Jn 14, 6. Para un análisis de los planteamientos cristológicos de Veritatis splendor ver A. Amato, La morale cristiana como vita in Cristo, en R. Lucas (dir.), «Veritatis splendor». Testo integrale e commento filosofico-teologico, Cinisello-Balsamo 1994, pp. 169-185, I. Biffi, La prospettiva biblico-cristologica della «Veritatis splendor», en G. Russo (dir.), «Veritatis splendor». Genesi, elaborazione, significato, Roma 1994, pp. 87-96, r, Tremblay, La antropología de la «Veritatis splendor. «Para ser libres nos liberó Cristo» (Gal 5, 1), en G. del Pozo (dir.), Comentarios a la «Veritatis splendor» cit, pp. 403-428, .

[20] VS, 19; cfr. también n. 21.

[21] El original danés de las Migajas filosóficas puede encontrarse en las Samlede Voerker, 3ª edición, Copenhague 1962-64, vol. VI. Hay versión italiana (Briciole di filosofia , Bolonia 1963) y francesa (Miettes philosophiques, en Oeuvres complètes, t. VII, París 1973, pp. 3-103). La doctrina sobre la contemporaneidad con Cristo fue retomada y desarrollada por Kierkegaard en otros escritos posteriores, particularmente la Enfermedad mortal y el Ejercicio del cristianismo. Para un análisis del planteamiento kierkegaardiano, entre los numerosos estudios existentes, puede consultarse, con referencia explícita a nuestro tema, C. Fabro, La dialettica qualitativa della libertà in S. Kierkegaard, en Riflessioni sulla libertà, Perugia 1983, pp. 231-270.

[22] VS, 2.

[23] VS, 25.

[24] Desde esta perspectiva la Veritatis splendor es heredera no sólo de la renovación de la teología moral ya antes aludida, sino también de la gran profundización eclesiológica que, iniciada también en el siglo XIX, recibirá particular consagración e impulso en la Lumen gentium, a la que, por lo demás, alude, aunque sin mencionarla, el número 2 de la encíclica, como habrá podido percibir todo lector avezado.

[25] VS, 2.

[26] VS, 7, citando Redemptor hominis, n. 13.

[27] La exposición se extiende hasta el n. 27, con el que se cierra el capítulo primero, prolongándose en los números iniciales del capítulo segundo.

[28] El tema es constante en la encíclica. "No se debe causar ruptura alguna --leemos en uno de sus números-- de la armonía entre la fe y la vida" (VS, 26). "Hay que recuperar y presentar una vez más --reitera en otro-- el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que el entendimiento ha de aceptar y tener por verdaderas. Es, al contrario, un conocimiento profundo de Cristo, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que ha de ser cultivada" (VS, 88). "Una palabra --añade-- no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica"; "la fe --insiste-- es una decisión que afecta a toda la existencia: es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14, 6). Exige un acto de confianza y comunicación cordial con Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cfr. Gal 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (Ibidem).

[29] El filósofo español Xavier Zubiri lo ha subrayado gráficamente, acudiendo al concepto de poder, de fuerza que otorga la capacidad de obrar. El hombre, en la convivencia con otros, encuentra --escribe-- una nueva y distinta forma de poder, "es --explica-- el poder de las demás personas con las que convive. A ese poder le llamaré genéricamente «compañía». La compañía no es un mero estado vivencial; tampoco es una función meramente física de la realidad de mi persona en tanto que participante de la vida personal de otro. En cierto modo la fuerza de la compañía es la «irradiación». Es uno de los casos en los cuales una cierta causalidad ejemplar cobra carácter físico. Era necesario apuntar a la dimensión del poder, para haber podido comprender en qué puede consistir el carácter físico de la mera ejemplaridad. Los antiguos decían que las palabras indican y los ejemplos arrastran. La ejemplaridad no consiste en que hay un modelo, un paradigma; la ejemplaridad tiene un poder positivo de irradiación, en lo que consiste el carácter poderoso de la ejemplaridad" (Sobre el hombre, Madrid 1986, p. 322).

[30] Tal vez sea Alasdair Macintyre el autor que más decididamente ha subrayado este punto, con acentos polémicos en más de un momento, pero a la vez con innegable penetración intelectual. Ver especialmente sus obras After virtue, Notre Dame (Indiana) 1984, y Three rival versions of moral enquiry, Notre Dame 1990; de ambas hay traducción castellana: Tras la virtud, Madrid 1987, y Tres versiones rivales de la ética, Madrid 1992.

[31] VS, 108.

[32] Sobre este tema ver L. Melina, Morale: tra crisi e rinnovamento, Milán 1993, pp. 31-33 y 97-102, donde en parte retoma y sintetiza consideraciones ya expuestas más ampliamente en escritos anteriores: Simbolismo sponsale e materno nella formazione della coscienza morale cristiana, en "Anthropotes" 1 (1992) 171-196 y Coscienza, libertà e magistero, en "La Scuola Cattolica" 120 (1992) 152-171 (también, en versión castellana, en "Communio" 14, 1992, 162-180).

[33] Es particularmente expresiva a este respecto la parte final del n. 2 de la encíclica, que reproduce un texto tomado de la Const. Gaudium et spes, n. 4: "En la Iglesia --afirma-- está siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas»". Resulta también significativo que en el mismo número en el que habla de contemporaneidad de Cristo con los hombres de todo tiempo ponga el acento precisamente en la Iglesia como depositaria fiel de la enseñanza evangélica; por eso --afirma-- es decir, en orden a esa contemporaneidad, "el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo que les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cfr. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva en el mundo"; "los preceptos morales, dados por Dios en la Antigua Alianza y perfeccionados en la Nueva y Eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre --añade--, deben ser custodiados fielmente y aplicados asiduamente en las diversas culturas a lo largo de la historia"(VS, 25).

[34] Cfr VS, n. 109; cfr. también n. 27.

[35] Ver especialmente VS, nn. 4, 29 y 109-113

[36] VS, 25.

[37] Cfr. VS, nn. 25-27; ver también nn. 28-30.

[38] Cfr. VS, nn.106-117.

[39] Este proceso es descrito especialmente en el número 27 de la encíclica. El termino "actualización" proviene de la versión oficial castellana, y traduce la expresión "ad effectum rem deductio" que emplea el texto oficial latino.

[40] VS, nn. 26, 27, 40-41, 110.

[41] VS, 27.

[42] VS, 117.

[43] VS, 28.

[44] VS, 64.

[45] VS, 27. Otros intentos de resumen de la doctrina de la encíclica a este respecto pueden encontrarse en G. Russo, Il valore dottrinale ed ecclesiologico della «Veritatis splendor» y G. Concetti, Vescovi presbiteri e teologi: ministerialità e responsabilità nella «Veritatis splendor», en G. Russo (dir.), «Veritatis splendor». Genesi, elaborazione, significato cit, pp. 35-66 y 155-178, así como en L. Vereecke, Magistère et morale selon «Veritatis splendor», en "Studia Moralia" 31 (1993) 391-401 y en R. Fisichella, Teologi e Magistero, en R. Lucas (dir.), «Veritatis splendor». Testo integrale e commento filosofico-teologico cit, pp. 153-168.

[46] De hecho la indefectibilidad e infalibilidad están constantemente connotadas, y algo parecido ocurre en relación a la extensión del magisterio a temas de ley natural, respecto a la que, además, ofrece perspectivas decisivas para su estudio, como apuntan los textos citados en la nota 18.

[47] VS, 26. El mismo modo de hablar, e incluso las mismas expresiones, aparecen en otros textos: "preceptos particulares y determinados" (n. 110; normas que dicen "relación (...) a precisos y determinados comportamientos y actos concretos" (n. 99).

[48] Los autores que han expuesto más detallada y coherentemente estas ideas tal vez sean Franz Böckle (ver, por ejemplo, su Fundamentalmoral, Munich 1977, pp. 86 ss.) y Bruno Schüller (ver, entre otros textos, Eine autonome Moral, was ist das, en "Theologische Revue" 78, 1982, 103-106); ya después de la Veritatis splendor, ha reiterado esa posición el discípulo de Böckle, K. W. Merks, Autonome Moral, en D. Mieth (dir.), Moraltheologie im Abseists? Antwort auf die Enzyklika «Veritatis splendor», Friburgo de B. 1994, pp. 46-68. Para un análisis critico ver A. Laun, Das Gewissen, Innsbruck 1987 (trad. castellana: La conciencia, Barcelona 1993) y M. Rhonheimer. Autonomía y teonomía moral según la encíclica «Veritatis splendor», en G. del Pozo (dir.), Comentarios a la «Veritatis splendor»  cit, pp. 543-578 y Autonomia morale, libertà e verità secondo l'enciclica «Veritatis splendor», en G. Russo (dir.), «Veritatis splendor». Genesi, elaborazione, significato, 2ª ed, Roma 1995, pp. 193-215.

[49] Para el juicio de la Veritatis splendor sobre el planteamiento al que nos referimos, ver nn. 35 y ss., especialmente los números 36-37.

[50] Y, más aún, si los ponemos en relación con una de las enseñanzas fundamentales de la Veritatis splendor: la reafirmación de la existencia de actos intrínsecamente malos, de comportamientos que, antes e independientemente de cualquier motivación o intención, implican una maldad moral y, por tanto, no puede ser nunca realizados lícitamente (cfr. especialmente, nn. 76-83). Para un comentario, ver J. Finnis y G. Grisez, Gli atti intrinsecamente cattivi, en AA.VV., Lettera enciclica «Veritatis splendor». Testo e commenti, Città del Vaticano, 1994, pp. 227-231, A. Rodríguez Luño, El acto moral y la existencia de una moralidad intrínseca absoluta, en G. del Pozo (dir.), Comentarios a la «Veritatis splendor» cit, pp. 693-712, W.E. May, Los actos intrínsecamente malos y la enseñanza de la encíclica «Veritatis splendor», en "Scripta Theologica" 26 (1994), 199-219 y M. Rhonheimer, «Intrinsically evil acts» and the moral viewpoint: clarifying a central teaching of «Veritatis splendor», en "The Thomist", 58 (1994) 1-39; desde una perspectiva opuesta: J. Fuchs, Die sittliche Handlung: das «intrisece malum», en D. Mieth (dir.), Moraltheologie im Abseists? Antwort auf die Enzyklika «Veritatis splendor» cit, pp. 177-193.

[51] VS, 4; cfr. también el n. 37, en el que el tránsito desde los planteamientos ético-antropológicos a los eclesiológicos es señalado expresa y explícitamente. Las referencias podrían ampliarse, ya que, a lo largo de todo su texto, la encíclica alude repetidas veces a la autoridad de la Iglesia en este campo y, en consecuencia, a la obligación de seguir sus indicaciones, también las referentes a comportamientos precisos y determinados; baste, a modo de ejemplo, con reproducir dos textos uno de ellos, de tono fuertemente deontológico, proviene de los números destinados a poner de manifiesto la existencia de actos intrínsecamente malos, el otro, de carácter más teológico-espiritual, de la conclusión con que se cierra la encíclica: "los fieles están obligados a conocer y cumplir los preceptos propiamente morales, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor" (n. 76); "´procurar que el dinamismo del seguimiento de Cristo se desarrolle ordenada y claramente, sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias morales, con todas sus consecuencias, es tarea del magisterio de la Iglesia. Quien ama a Cristo observa sus mandamientos (cfr. Jn 14, 15)" (n. 119).

[52] VS, 38-41. Para un comentario de estos números, y en general, de la doctrina de la encíclica sobre la libertad, ver Tremblay, La antropología de la «Veritatis splendor. «Para ser libres nos liberó Cristo» (Gal 5, 1), en G. del Pozo (dir.), Comentarios a la «Veritatis splendor»  cit, pp. 403-428, J. Merecki y T. Styczen, Un'enciclica sulla libertà, en AA.VV., Lettera enciclica «Veritatis splendor». Testo e commenti cit, pp. 177-181 y M. Zieba, Truth and freedom in the thought of Pope John Paul II, en J. Wilkins, Understanding «Veritatis splendor», Londres 1994, pp. 35-40, así como B. Fraling, Libertad, ley y conciencia. Reflexiones sobre la «Veritatis splendor», en G. del Pozo (dir.), Comentarios a la «Veritatis splendor» cit, pp. 579-592, aunque este autor no expresa en el presente escrito la totalidad de su pensamiento.

[53] De ahí que la obediencia a Dios no sea --precisa la encíclica--, "una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad"; sino, más bien, una "teonomía", o, mejor, una "teonomía participada", porque "por la libre obediencia a la ley de Dios la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y de la providencia de Dios", y el hombre, participando del saber divino, se mueve en la historia con una libertad y un dominio que son reflejo de la libertad y el dominio de Dios (VS, 41). Y, en consecuencia, que la Iglesia al dar testimonio del mensaje evangélico y recordar sus implicaciones éticas no humille a la razón ni aherroje o deprima a la libertad, sino que, al contrario, las afirme y se ponga a su servicio, ofreciéndoles esa verdad de Cristo para que la que el hombre está hecho y a la que desde lo hondo de su ser, aunque sea inconscientemente, aspira (cfr VS, nn. 64, 95-96, 117).

[54] VS, 45, retomando, junto a textos proféticos (Jer 31, 31-33) y paulinos (2 Cor 3, 3; 2 Cor 3, 17; Rom 8, 2), la exégesis o comentario realizado al respecto por Tomás de Aquino; otros textos significativos en nn. 103 y 119. Para una ulterior consideración de esta temática en la Veritatis splendor, ver. S. Pinckaers, La Ley Nueva y el papel del Espíritu Santo, en AA.VV., Enséñame tus caminos para que siga en tu verdad. Comentario y texto de la encíclica «Veritatis splendor». Valencia 1993, pp. 169-174 y A. Quirós, La ley de Cristo, verdad del hombre, en "Scripta Theologica" 26 (1994), 155-170

[55] VS, 21.

[56] De ahí que, como ha escrito el Cardenal Ratzinger, el hombre, hecho a imagen de Dios, posea una "anámnesis de su origen", una "memoria original del bien y de la verdad", una "tendencia íntima hacia cuanto es conforme con Dios", "un sentido interior", "una capacidad de reconocimiento" que guían su proceder intelectivo y hacen que, al verse situado ante la verdad, se abra a ella, la reconozca, es decir, la perciba como propia, como realidad que le plenifica ya que, en última instancia, forma parte de su propio ser (J. Ratzinger, Conciencia y verdad, en La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, p. 109).

[57] VS, 119.