Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica
 

Ignacio Blanco Eguiluz

 

Introducción

En el Credo profesamos que la Iglesia es una, santa, católica, y apostólica (1). Estos son los llamados atributos, propiedades o notas (2) de la Iglesia. Encontramos en ellos una inagotable cantera de profundización en la verdad acerca de la Iglesia y su misterio. Se trata de cuatro atributos que «inseparablemente unidos entre sí indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión» (3). En palabras de Yves Congar, quien quiera «comprender qué es la Iglesia deberá preguntarse ante todo qué significa la confesión del Símbolo: "Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica» (4).

Con la conciencia de que la Iglesia es una realidad que participa del misterio, y por tanto es inabarcable, queremos en la presente monografía aproximarnos al contenido teológico de sus cuatro atributos. Al ser estudiadas por separado, la unidad de estas cuatro propiedades de la Iglesia se pone aún más de manifiesto. En efecto, «las propiedades de la Iglesia son aún más íntimas, más idénticas a la esencia misma de la Iglesia, de la cual sólo se distinguen por el análisis. Por eso tampoco ellas son separables entre sí» (5).

Nos abocamos a este trabajo en el espíritu del Concilio Vaticano II. Este acontecimiento eclesial ha sido una piedra miliar en la conciencia de la Iglesia sobre sí misma. Precisamente, las enseñanzas conciliares tuvieron como marco la reflexión en torno a la Iglesia, la pregunta «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?» (6). Ahora bien, como enseña el Papa Pablo VI, «esta introspección no tenía por fin a sí misma [la Iglesia], no ha sido un acto de puro saber humano ni sólo cultura terrena: la Iglesia se ha recogido en su íntima consciencia espiritual, no para complacerse en eruditos análisis de psicología religiosa, o de historia de su experiencia, o para dedicarse a reafirmar sus derechos, o a formar sus leyes, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio, o sea el designio y la presencia de Dios, por encima y dentro de sí, y para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría» (7).

El trabajo consta de cinco partes. La primera presenta algunas consideraciones en torno a la fe en la Iglesia, y sus bases cristológicas y trinitarias. Las cuatro restantes corresponden a cada uno de los atributos de la Iglesia. Finalmente se recogen las conclusiones del trabajo. En la exposición de los temas somos conscientes de estar dejando de lado cuestiones que hubiéramos querido desarrollar, pero cuya riqueza lamentablemente se traduciría en una extensión que escapa a los parámetros de este trabajo.

1. Credo Ecclesiam

El misterio de la Iglesia no se comprende si no es a la luz del misterio del Verbo Encarnado y del misterio de la Trinidad. Una mirada de conjunto al Símbolo de los Apóstoles nos hace ver cómo dentro de la estructura eminentemente trinitaria, la Iglesia está inserta en un lugar elocuente y catequético, a partir del cual el creyente toma consciencia de que «creer que la Iglesia es "Santa" y "Católica", y que es "Una " y "Apostólica" (como añade el Símbolo Niceno-constantinopolitano) es inseparable de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo» (8). La Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, en esta línea, comienza precisamente con una confesión de fe en Cristo, Luz de los pueblos (9), en quien la Iglesia es «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (10), e inmediatamente después explicita la relación de la Iglesia con el Padre (n. 2) el Hijo (n. 3) y el Espíritu Santo (n. 4). En este sentido, la Lumen gentium dirá con palabras de San Cipriano de Cartago -en cuya teología «la unidad de la Iglesia es uno de los puntos fundamentales» (11)-, que la Iglesia es «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (12).

Dios providente preparó un pueblo para obrar la salvación del género humano. En Cristo, con Cristo y por Cristo, nacido de María por nosotros y nuestra salvación, nace el nuevo Pueblo de Dios en el cual, por el don del Bautismo, el Espíritu congrega a los hijos de Dios (13). Por tanto, el misterio de la Iglesia forma parte esencial del misterio cristiano en su conjunto. Su lugar en la economía de la salvación es esencial pues ella es la continuadora de la misión reconciliadora que, por designio del Padre, el Señor Jesús obra con la fuerza del Espíritu Santo. Creer, pues, en la Iglesia no es un asunto opcional para el discípulo de Cristo. Como dice el documento de Puebla, «Jesús señala a su Iglesia como camino normativo. No queda, pues, a discreción del hombre el aceptarla o no sin consecuencias. "Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza" (Lc 10, 16), dice el Señor a sus apóstoles. Por lo mismo, aceptar a Cristo exige aceptar su Iglesia (Presbyterorum ordinis, 14c). Ésta es parte del Evangelio, del legado de Jesús y objeto de nuestra fe, amor y lealtad. Lo manifestamos cuando rezamos: "Creo en la Iglesia una, santa, católica, apostólica"» (14).

Es, pues, desde esta perspectiva cristológica y trinitaria, en el marco de la economía salvífica, que debemos aproximarnos al estudio de las cuatro propiedades o notas que «emanan de la naturaleza misma de la Iglesia» (15). Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades» (16).

La relación íntima de la Iglesia con el Señor Jesús se pone de manifiesto en las "raíces" eminentemente cristológicas de cada uno de los atributos. Para el p. Congar, «se podrían considerar nuestras cuatro propiedades como la expresión, la consecuencia y el fruto de la única mediación de Cristo en el sentido en que habla de ella 1Tim 2, 1-6a: unidad, porque existe un solo mediador; santidad, porque nos restablece y nos introduce en la comunión con el Dios santo; catolicidad, porque es el sacramento eficaz del amor salvífico de Dios hacia todos los hombres y para todo el hombre (cf. 1Tim 2,4); apostolicidad, porque todo procede de Jesucristo, "hombre que se entregó como rescate por nosotros"» (17).

Es importante apuntar una precisión que se percibe claramente en el texto latino del Símbolo de los Apóstoles y ha sido estudiado por diversos autores y recogido en el Magisterio. Rezamos en el citado Símbolo: Credo in Deum Patrem [.]; in Christum Iesum [.]; in Spiritum Sanctum; y luego se dice: Credo Sanctam Ecclesiam Catholicam. De acuerdo con el Catecismo, «en el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa ("Credo... Ecclesiam"), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia» (18).

Este no parece ser un asunto baladí pues nos pone de cara a la naturaleza de la fe y de su objeto. La fe, en sentido estricto, se profesa sólo en Dios. Por ello, el creyente puede tener fe sólo en Dios Trinidad de Amor. Tomando la palabra en todo el alcance de su significado, nosotros no creemos ni podemos creer, es decir, no podemos tener fe sino sólo en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El asunto es bien presentado por Henri De Lubac, en cuya opinión «al decir "creo a la Santa Iglesia católica", nosotros proclamamos nuestra fe no "en la Iglesia", sino "a la Iglesia", es decir, en su existencia, en su realidad sobrenatural, en la unidad, en sus prerrogativas esenciales. De igual manera que hemos proclamado nuestra fe en la creación del cielo y de la tierra por Dios Todopoderoso, y en la Encarnación, en la muerte y en la resurrección y en la ascensión de Jesucristo nuestro Señor, así también profesamos que la Iglesia ha sido formada por el Espíritu Santo» (19).

Nos situamos así ante una cuestión esencial: la relación de la Iglesia con el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. No en vano el lugar de la Iglesia en el Símbolo de la fe, siguiendo la división ternaria -correspondiente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo-, se ubica en la parte correspondiente al Espíritu Santo (20). Es Él quien realiza la admirable unión de los fieles en Cristo (21); es Él quien santifica a la Iglesia; es la fuerza que actúa la salvación para todo el hombre y todos los hombres; es el Espíritu quien guarda la fiel transmisión de la enseñanza apostólica, y anima la vida y el apostolado de la Iglesia. El Concilio Vaticano II enseña respecto a la íntima relación entre la Iglesia y el Santo Espíritu: «Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf. Jn 17, 4), en el día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo para santificar continuadamente a la Iglesia y dar a todos los creyentes por Cristo el acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef. 2, 18). Este es el Espíritu de vida, es la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39); por Él vivifica el Padre a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom 8, 10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Cor. 3, 16; 6, 19) y en ellos ora y da testimonio de su adopción de hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16 y 26). Por diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22), a la que guía hacia toda verdad (cf. Jn 16, 13) y unifica en la comunión y en el ministerio. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva continuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22, 17)» (22)

Para concluir este acápite, debemos señalar que sí existe un sentido en el que se puede decir creo en la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los creyentes en donde se recibe la fe, se vive la fe, se celebra la fe. Por tanto todo católico cree en la Iglesia. Es ése su hábitat de creyente (23). Como decía Tertuliano, «nosotros, pequeños peces, llamados así por el nombre de nuestro "Ictys", Jesucristo, nacemos en el agua y no podemos conservar nuestra vida de otro modo, sino permaneciendo en ese agua» (24).

2. La Iglesia es una

El amor de Dios se ha manifestado en Cristo, el Verbo Eterno nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo, muerto y resucitado, sentado a la diestra del Padre, el cual vino para «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (25). Al iniciar este apartado sobre la unidad y unicidad (26) de la Iglesia nos remitimos a las palabras inspiradas del Apóstol de Gentes quien exhorta a «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (27). «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (28).

La unidad como propiedad de la Iglesia constituye parte esencial de su misterio. Por ello, «en conexión con la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por Él fundada» (29). Esta única Iglesia de Jesucristo, «establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» (30).

2.1. ¿Por qué la Iglesia es una?

«La Iglesia es una debido a su origen» (31) enseña el Catecismo de la Iglesia Católica. Ya en el s. I, el Papa Clemente Romano, ante los problemas disciplinares de la Iglesia en Corinto, cuestionaba, en clara recepción de la enseñanza paulina, a los perturbadores de la unidad: «¿a qué vienen entre nosotros contiendas y riñas, banderías, escisiones y guerras? ¿O es que no tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue derramado sobre nosotros? ¿No es uno solo nuestro llamamiento en Cristo?» (32).

Desde los inicios, pues, la Iglesia tiene la autoconciencia de ser una ya que uno solo es Dios, su Señor. La unidad de la Iglesia es en su realidad íntima participación y reflejo de la unidad de Dios Uno y Trino (33): «que sean uno como nosotros somos uno» (34).

Sobre el origen de la unidad de la Iglesia encontramos en la teología patrística diversos testimonios. «A todos los Padres, la unidad se presentaba como una propiedad esencial de la Iglesia, al igual que como un signo de su autenticidad» (35). Por citar algunos casos significativos, San Cipriano de Cartago decía que «hay un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia, una sola fe y un solo Pueblo, conjuntado en la sólida unidad de un cuerpo mediante el vínculo de la concordia» (36). San Cirilo de Alejandría por su parte señalaba que «también nosotros, como divididos por subsistir en una naturaleza individual, nos reunimos en Cristo en una unidad espiritual: ¡tenemos una sola alma y un corazón solo!» (37). Recogemos, finalmente, un texto de Clemente de Alejandría que trae el Catecismo de la Iglesia Católica: «¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia» (38).

Ahora bien, esta «unidad del Cuerpo Místico de Cristo, unidad sobrenatural, supone una primera unidad natural, la unidad del género humano» (39). Los Padres de la Iglesia igualmente manifiestan esta concepción en la que Dios crea la humanidad para que participe en la comunión con Él. Por el pecado esta unidad se rompe y se cae en el reino de la división y la dispersión. La Encarnación del Hijo de Dios, preparada durante siglos, es la manifestación sublime del amor de Dios que sale en búsqueda de la oveja perdida (40). Entonces Cristo, reúne a los que estaban dispersos por la fuerza de su Espíritu y crea una nueva humanidad; un sólo Cuerpo del que Él es la Cabeza. En este sentido, es enriquecedora la referencia a la teología de la recapitulación, de ecos paulinos (41) y tan querida a San Ireneo (42).

La imagen del Cuerpo -que merecería un tratado aparte por su amplitud e importancia (43)- resulta sumamente significativa para expresar la unidad de la Iglesia, «una con Cristo» (44). San Agustín, por ejemplo, desarrollando la teología del Christus totus decía: «hay muchos hombres y hay un solo Hombre, muchos cristianos y un solo Cristo: estos cristianos, con su Cabeza que subió al cielo, son un solo Cristo. No es Él uno y nosotros muchos, sino que, siendo nosotros muchos en aquel que es uno, somos uno. Luego Cristo es uno: Cabeza y Cuerpo» (45).

Entre muchas otras virtudes, la imagen del Cuerpo en relación con la unidad de la Iglesia tiene la capacidad de expresar una plástica comprensión de cómo la gran riqueza de la diversidad de los miembros del Cuerpo no anula su unidad, pues «hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos» (46).

De otro lado, es importante señalar que la unidad de la Iglesia se "reproduce" en todas las porciones de la misma que se constituyen con su obispo a la cabeza en lo que se ha dado en llamar iglesias locales o particulares. La diversidad de las mismas, su estar diseminadas por todo el orbe, en nada disminuye la unidad de la Iglesia. Como enseña el Concilio en Lumen gentium, «esta variedad de Iglesias locales, dirigida a un solo objetivo [la unidad] muestra aún con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa» (47). Se pone así de manifiesto una dimensión de la fecunda relación entre unidad y catolicidad en la vida y misión de la Iglesia.

2.2. Vínculos de la unidad

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los cristianos de la primera comunidad cristiana, en compañía de María, la Madre del Señor, «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. (.) Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (48). Estas palabras son sumamente significativas pues al tiempo que describen la vida de los primeros cristianos nos ofrecen elementos perennes y esenciales de la unidad de la Iglesia (49). Así, pues, nos aproximaremos brevemente a cada uno de ellos.

El primer vínculo de unidad en el Pueblo de Dios es la profesión de una misma fe recibida de la enseñanza de los Apóstoles (50). «Pregunto si eran una sola cosa por la fe en Dios aquellos que tenían una sola alma y un solo corazón. Ciertamente por la fe» (51). Los primeros siglos de la vida de la Iglesia son copiosos en la reflexión sobre este punto, pues la lucha contra las diversas herejías, cismas u otras rupturas de la unidad, afirmaron la importancia insoslayable de la unidad en la única fe de la Iglesia: «quien no guarda la unidad de la Iglesia, ¿va a creer que guarda la fe? Quien resiste obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que está en la Iglesia?» (52).

La fe es central en la vida de la Iglesia. Es principio de unión interna entre los fieles (53). En efecto, todos los cristianos creemos lo mismo, y por la fe nos sabemos unidos en nuestro origen y destino, partícipes de la vida divina en Cristo, llamados a ser hijos en el Hijo. «Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes» (54).

Pero la fe es también principio de unidad externa de los creyentes. La fe se transmite, se celebra y se anuncia en la Iglesia. Para ello el Señor Jesús confió a sus Apóstoles el ser "testigos y maestros de la verdad" de palabra y de obra, y éstos eligieron sucesores que hasta el fin de los tiempos garantizan la transmisión fiel de la verdad revelada. El Señor Jesús quiso cimentar esta fe en la fe de Pedro: «pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos"» (55). San Hilario de Poitiers, en un hermoso texto en el que comenta el pasaje de la confesión de Pedro, dice que «sobre esta piedra de la confesión de fe se basa la edificación de la Iglesia. (.) Esta fe es el fundamento de la Iglesia» (56). Ahora bien, esta dimensión externa si bien crea una institución se diferencia de cualquiera existente por Aquel de quien proviene y participa, que es su principio vital; por la misión que ha recibido y por la plenitud de gracia de la que es portadora. En un metafórico texto De Lubac dice que «la Iglesia que brotó del Costado herido de Cristo en el Calvario, y se templó en el Fuego de Pentecostés, avanza como un río y como una llama. Ella nos envuelve a su paso para hacer manar en nosotros nuevas fuentes de agua viva y para encender una nueva llama. La Iglesia es una institución que perdura en virtud de la fuerza divina que ha recibido de su Fundador. Más que una institución, es una Vida que se comunica. Ella pone el sello de la Unidad sobre todos los hijos de Dios que reúne» (57).

El segundo vínculo de unidad que encontramos en la cita de los Hechos de los Apóstoles es la comunión y la fracción del pan. Los cristianos, unidos en una misma fe, celebran la fe, creando lazos de comunión que se expresan en un mismo culto, en cuyo centro está Dios. El culto se realiza plenamente en los sacramentos. «En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, es un encuentro entre Cristo y la Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la "comunión del Espíritu Santo" que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo» (58).

La celebración Eucarística merece especial atención pues es la realización plena de la unidad de Dios con el hombre y de los hombres entre sí. Es el «sacramento de la unidad perfecta» (59) en el que, con Pedro y los obispos en comunión con él, el Pueblo de Dios participa de la vida divina, fortalece los lazos entre los fieles uniéndolos en un mismo Cuerpo. El Catecismo llega a decir, en este sentido, que «la Eucaristía hace la Iglesia» (60).

Finalmente, como tercer vínculo de unidad, está la unidad en la caridad. Santo Tomás señalaba precisamente como tercer elemento de la unidad de la Iglesia «la unidad de la caridad, porque todos los cristianos se unen en el amor de Dios y entre sí en el amor mutuo» (61). Es el Espíritu de Dios quien suscita y anima la caridad entre los fieles, cuyo fruto es la unidad entre los miembros del Cuerpo. Por ello «si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo» (62). Esta dimensión de la unidad de la Iglesia tiene inocultables consecuencias en las relaciones entre los cristianos que podrían expresarse como el llamado a vivir la comunión y el servicio como fruto y manifestación de la caridad. Cabe recordar, en este sentido, que el mismo Señor Jesús puso el amor fraterno como signo de la unidad de sus discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros"» (63).

El servicio como concreción de la unidad en la caridad encuentra una dimensión fundamental en la autoridad. Enseña al respecto el Concilio Vaticano II que «para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministerios que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación» (64).

3. La Iglesia es santa

«Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (65). Estas palabras de San Pedro nos introducen al segundo atributo de la Iglesia: la santidad. En efecto, la Iglesia fundada por el Señor Jesús sobre Pedro, la Roca, «creemos que es indefectiblemente santa» (66).

El atributo de santidad de la Iglesia es tal vez el más antiguo en el testimonio de la Tradición y nunca ha faltado en el Credo. Hacia el año 110 d.C. Ignacio de Antioquía dirige una de sus cartas «a la santa Iglesia de Trales» (67). San Hipólito de Roma, en el año 220, introduce en la fórmula bautismal la pregunta «¿Crees en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia?» (68). A partir de los Símbolos de Jerusalén (69) y el llamado Símbolo de Epifanio (70) estará presente en todas las siguientes profesiones de fe.

3.1. ¿Por qué es santa la Iglesia?

Ante todo vale la pena recordar brevemente el contenido del término santidad en la Sagrada Escritura (71), pues si bien la expresión Iglesia santa no se encuentra exacta en la Escritura, sin embargo «los orígenes de la expresión son ciertamente bíblicos, como lo son también su sentido y contenido fundamental» (72) y así fue recepcionado por la Tradición (73).

En el Antiguo Testamento, el Santo por excelencia es Dios, «"Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot» (74). De modo análogo se predica la santidad de toda persona que está consagrada a Él. Es, pues, Dios mismo la fuente de la santidad: «Porque yo soy Yahveh, vuestro Dios; santificaos y sed santos, pues yo soy santo» (75). De otro lado, la santidad también se dice análogamente de todo objeto que está separado para el culto divino. En el Nuevo Testamento, el Santo es Dios, Padre (76), Hijo (77) y Espíritu Santo. Es Dios tres veces Santo como lo proclama el vidente del Apocalipsis (78). El ser humano es santo en la medida en que participa de la santidad del Único Santo, y está consagrado a Dios en Cristo, en quien «nos ha elegido antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (79). Se pone así de manifiesto una dimensión más interior de la santidad en donde «el santo es aquel que no solamente está consagrado a Dios sino que está unido a Él por la pureza de su vida, la práctica de la virtud y la lucha contra el mal» (80).

De esta forma nos situamos en el meollo de la respuesta a la pregunta por la santidad de la Iglesia. San Pablo lo expresa de esta manera: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (81). Es, pues, el Señor Jesús el origen y centro de la santidad de la Iglesia (82). En este sentido es muy elocuente el uso neotestamentario del apelativo de santos para los miembros de la Iglesia de Cristo (83).

3.2. Dimensiones de la «santidad»

Al hablar de la santidad de la Iglesia distinguimos dos dimensiones en las cuales podemos predicar que la Iglesia es santa. Se habla de la «santidad de los principios» y de la «santidad de los miembros» (84), o también de la santidad que se da en la «Ecclesia congregans» y en la «Ecclesia congregata» (85). «Nosotros, en efecto, profesamos que la Iglesia es santa -credo sanctam Ecclesiam- y que ella es la Iglesia de los santos -Ecclesia sanctorum-; (.) diciendo siempre en relación a Aquel que es el "único Santo", que ella es por una parte la Iglesia santificadora y por otra la Iglesia santificada por el Espíritu Santo, o la Iglesia de los santificados, lo cual equivale a decir la Iglesia de aquellos que fueron "llamados a ser santos", y llegaron efectivamente a serlo en Cristo» (86).

Ecclesia congregans

La Iglesia es santa, ante todo por don de Dios, en lo que podríamos llamar sus «principios». En efecto, la Iglesia ha recibido de lo Alto «el depósito de la fe, los sacramentos de la fe y los ministerios correspondientes. Estas realidades son santas en sí mismas por proceder de Dios y apuntan a la santidad» (87). En Cristo, que «es autor y causa de santidad» (88), estos principios de santidad son esencialmente santificadores para el ser humano. La Iglesia, «está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha santificadora» (89).

La Iglesia es así sacramento universal de salvación, continuadora de la misión del Señor Jesús hasta la consumación de los tiempos. Ella recibe, pues, los medios de santificación a través de los cuales Dios, en Cristo, continúa obrando la salvación de los hombres y los santifica por la fuerza del Espíritu Santo.

El papel del Espíritu Santo en esta obra es esencial. Algunos Padres de la Iglesia llegaron a denominarlo alma de la Iglesia (90). El Concilio Vaticano II pone esta relación de manifiesto aproximándose de manera muy cauta y precisa a este tema: «para que incesantemente nos renovemos en Él (cf. Ef 4, 23), nos ha hecho participantes de su Espíritu que, siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con la que el principio de la vida, el alma, realiza en el cuerpo humano» (91).

Ecclesia congregata

«Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (92). Estas palabras de San Pablo nos sitúan ante la segunda dimensión de la santidad de la Iglesia. Hemos sido elegidos en Cristo para ser templos santos del Espíritu. «Los fieles todos, de cualquier condición y estado de vida que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a aquella perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto» (93). La vocación a la santidad, como lo ha recordado el Concilio Vaticano II (94), es universal pues «ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (95).

Ahora bien, esta dimensión de la santidad exige de los miembros de la Iglesia una activa cooperación. Renacidos en Cristo por el Bautismo debemos hacer germinar la semilla de santidad sembrada en nuestro corazón, abriéndonos a la fuerza vivificante del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. Se da, pues, una maravillosa armonía entre la gracia del Único Santo y la libertad del ser humano. Al hablar de la «Iglesia de los santos», esta segunda dimensión que es fruto y fin de la primera, estamos, pues, ante una realidad en la que es indispensable el concurso de cada individuo. Pío XII lo expresaba maravillosamente cuando señalaba el error de aquellos que «pretenden deducir de nuestra unión mística con Cristo una especie de quietismo disparatado, que atribuyen únicamente a la acción del Espíritu divino toda la vida espiritual del cristiano y su progreso en la virtud, excluyendo -por lo tanto- y despreciando la cooperación y ayuda que nosotros debemos prestarle. Nadie, en verdad, podrá negar que el Santo Espíritu de Jesucristo es el único manantial del que proviene a la Iglesia y sus miembros toda virtud sobrenatural. (.) Sin embargo, el que los hombres perseveren constantes en sus santas obras, el que aprovechen con fervor en gracia y en virtud, el que no sólo tiendan con esfuerzo a la cima de la perfección cristiana sino que estimulen también en lo posible a los otros a conseguirla, todo esto el Espíritu celestial no lo quiere obrar sin que los mismos hombres pongan su parte con diligencia activa y cotidiana. Porque los beneficios divinos -dice San Ambrosio- no se otorgan a los que duermen, sino a los que velan» (96).

Esta dimensión de la santidad de la Iglesia en ningún sentido debe confundirse con la creencia en una Iglesia de los puros, o de un grupo de santos predestinados en el sentido donatista. «Cuando las primeras generaciones cristianas, adoptando un término bíblico y paulino, hablaron de "la Iglesia de los santos", no es que se forjaran el concepto orgulloso de una Iglesia, grande o pequeña, en la que sólo los puros tenían cabida» (97). La clave está formulada por el Catecismo al señalar la perspectiva escatológica que acompaña esta dimensión: «"La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (Lumen gentium, n. 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar» (98). Podemos señalar tal vez que ésta es una de las dimensiones de la Iglesia en donde se puede ver con claridad cómo vive inmersa en la dinámica del ya pero todavía no.

Son éstas, pues, dos dimensiones de la única Iglesia de Cristo que nos permiten aproximarnos al significado de su ser santa. En ningún sentido significan separación. Ambas le son esenciales. Como lo indica bien el nombre, son dimensiones de una única realidad. Terminamos citando unas bellas palabras del p. De Lubac que recapitulan bien la cuestión: «la Iglesia -dice el teólogo francés- es un poder de reconciliación al mismo tiempo que la familia de todos los reconciliados» (99).

3.3. Santidad y pecado

El nacimiento a la vida nueva en el Bautismo nos ha hecho «santos e inmaculados ante Él» (100). Pero, esta realidad no suprime la debilidad de nuestra condición caída en el pecado original ni la inclinación al mal. Por ello el cristiano está en lucha permanente por su conversión, despojándose de todo lo que es muerte y adhiriéndose a la vida verdadera, de modo que con la fuerza de la gracia se acerque al horizonte de plenitud en la caridad al que es invitado por el Señor. Así, pues, la Iglesia santa y divina porque divina es su Cabeza, está compuesta por hombres pecadores. A semejanza de su Señor, que vino a redimir a los pecadores (101), «la Iglesia congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación» (102).

El pecado reside en los miembros de la Iglesia quienes son llamados a purificarse sin cesar en Cristo Cabeza. Por ello, «la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y la purificación» (103), hasta que al final de los tiempos la Luz de Cristo brille con todo su esplendor en su rostro. La perspectiva económica de la salvación, tan presente en los Padres, permite comprender cómo es que la Iglesia es santa y está a la vez en tensión de santidad, hasta la consumación de los tiempos.

3.4. María toda santa

La Inmaculada Virgen María es modelo y figura de la Iglesia en el orden de la fe, la caridad y la conformación perfecta con su Hijo (104). En María «la Iglesia es ya enteramente santa» (105), pues sólo ella ha realizado ya en su persona la santidad de la Iglesia, por lo que puede ser llamada cumplimiento escatológico de la Iglesia (106).

Dado que «la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección» (107), los miembros de la Iglesia que aún luchan por crecer en la santidad levantan esperanzados sus ojos a María. Ella es la Stella Maris que intercede sin cesar por sus hijos, «a cuya generación y educación coopera con amor materno» (108). Por todo ello, «la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo; en ella mira y exalta el fruto excelente de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, desea y espera ser» (109).

4. La Iglesia es católica

Creemos que la Iglesia que es una y santa, es católica. La catolicidad es una propiedad de la Iglesia de Cristo que integra dinámicamente una variedad de significados. Esto hace que no se pueda dar una única definición de lo que significa que la Iglesia sea católica, y a la vez ofrece una gran riqueza en la comprensión del ser y misión de la Iglesia.

Al hablar de la catolicidad de la Iglesia debemos tener presente que no se trata sólo de un adjetivo que califica la manifestación histórica o geográfica de la Iglesia, como tal vez sea la acepción más difundida. Estamos ante una propiedad que es propia de su naturaleza íntima y que por tanto nos remite al origen de su ser y su misión, el Señor. «Como la santidad la catolicidad es un principio intrínseco a la Iglesia» (110).

4.1. Aproximación al término

La expresión «católico», que proviene del griego katholikos, no aparece en la Sagrada Escritura, «aunque la realidad aparece de modo inequívoco en los datos fundamentales de la Iglesia de Cristo» (111). El término en griego se aplica a lo general, designa lo universal (112).

La primera vez que aparece en relación a la Iglesia parece ser en la Carta a los Esmirniotas de San Ignacio de Antioquía. «Donde quiera apareciere el obispo -dice el santo mártir-, allí esté la muchedumbre, al modo que dondequiera estuviere Jesucristo allí está la Iglesia universal (katholiké Ekklesía (113). Posteriormente la expresión aparece también en el Martirio de Policarpo (114). San Ireneo no utiliza la palabra aunque la idea está presente en su obra (115), mientras que Clemente de Alejandría y Tertuliano sí la recogen en sus escritos. Desde el s. III el uso del término se encuentra ya difundido y se va cargando de gran riqueza de sentido, que pasará luego al uso de la escolástica.

En lo Símbolos la expresión se emplea como una de las notas de la verdadera Iglesia. En los llamados Símbolos primitivos la expresión la encontramos en el papiro Dêr-Balyzeh, en Egipto (116); luego en el Símbolo comentado por San Cirilo (117) y en el de Epifanio (118), y definitivamente en el Símbolo nicenoconstantinopolitano (119). En Occidente, la expresión habría aparecido en el s. V según testimonio del obispo Nicetas de Remesiana (120).

4.2. Sentidos del término

En vistas a aproximarnos «entre las diferentes acepciones de catolicidad, a aquella que responde directamente al artículo de fe: Credo Ecclesiam catholicam, se hace necesario (.) consultar el uso de la tradición» (121). Hemos considerado oportuno aproximarnos en primer lugar al sentido del término a través de dos testimonios elocuentes de la época patrística, para luego abocarnos al sentido que encuentra hoy en Iglesia a través del Catecismo de la Iglesia Católica.

Testimonios patrísticos

El citado texto de San Ignacio de Antioquía es punto de partida. Diversos autores encuentran ya allí la presencia de dos sentidos del término católico aplicado a la Iglesia. De un lado, estaría la universalidad de la Iglesia, en cuanto totalidad -cuya Cabeza es Cristo- relativa a la particularidad de las Iglesias locales -con sus obispos a la cabeza-. «Los obispos (.) no son sino sus representantes y delegados [de Cristo]»; y «las comunidades locales encuentran su realidad, su vida, su fuerza en la medida en que forman parte de la Iglesia universal» (122). De otro lado, en este texto «la

expresión "Iglesia católica" no significa solamente un valor de totalidad, sino, además, un valor de verdad, de autenticidad» (123). Así, concluye Congar, «a partir de fines del siglo II, "católica" aparece frecuentemente aplicado a la Iglesia en el sentido de verdadera Iglesia» (124).

El segundo testimonio es el de San Cirilo de Jerusalén (s. IV), quien recoge otros sentidos del término: «La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las verdades de fe que los hombres deben conocer (.); también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres (.); y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella posee todo género de virtudes, cualquiera sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales» (125).

Encontramos hasta cinco sentidos en este texto: 1) el término recoge la extensión geográfica de la Iglesia; 2) la posesión de toda la verdad de la fe; 3) la capacidad de congregar a todo ser humano para el culto; 4) la capacidad para sanar todo mal en el hombre; 5) la posesión de toda virtud y toda clase de dones espirituales. Todos ellos, sin embargo, están en relación con la idea de universalidad, aplicada a diversas realidades de la Iglesia y su acción.

Esta época, pues, legará a la teología sobre la Iglesia estos dos sentidos fundamentales -universalidad y autenticidad (ortodoxia) de la Iglesia-, los cuales serán recogidos por los mayores representantes de la escolástica.

Es importante señalar que desde el inicio el sentido de la extensión geográfica no es exclusivo ni el más significativo. Como dice De Lubac, «la Iglesia no es Católica porque esté extendida por todo el mundo y pueda reunir gran número de miembros. Ella ya era Católica en la mañana de Pentecostés, cuando todos sus miembros podían ser contenidos en una pequeña habitación» (126).

Magisterio actual

«La Iglesia es católica en un doble sentido» (127) dice el Catecismo. Éstos son:

- es católica porque Cristo está presente en ella y le confiere la plenitud de los medios de salvación: confesión de una fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. En este sentido, era ya católica en Pentecostés;

- es católica porque ha sido enviada por Cristo a la totalidad del género humano a cumplir su misión. Sobre este punto el Catecismo cita la primera parte del n. 13 de Lumen gentium, párrafo dedicado a la catolicidad de la Iglesia.

Como consecuencia de todo esto, el Catecismo (128) señala que cada una de las Iglesias particulares es católica, pues en ella está presente Cristo, quien constituye a la única Iglesia santa, católica y apostólica. En ningún sentido se debe, por tanto, entender que la Iglesia universal es la suma de todas las Iglesias particulares (129).

4.3. Catolicidad y misión

La misión de la Iglesia es una exigencia de su ser católica (130). «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser "sacramento universal de salvación", por exigencia de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador, se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres» (131). En el cumplimiento de su misión evangelizadora, la Iglesia actualiza todas las dimensiones de su ser católica. En este sentido, su misión toca lo más íntimo de su naturaleza y la pone en contacto con el origen trinitario de todo lo que ella es y hace: «La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (132). Responder, pues, al impulso evangelizador no es para el hijo de la Iglesia algo facultativo. En última instancia se trata de ser fiel al designio salvífico de Dios «nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (133).

Esto nos pone de cara a dos temas de gran importancia que queremos mencionar, aunque sea brevemente y que se pueden plantear a partir de dos preguntas: ¿hay salvación fuera de la Iglesia? Y, ¿Cómo se relaciona la universalidad de la Iglesia con la pluralidad de culturas y realidades humanas en las que desde el inicio se ha encarnado?

En relación a lo primero, el Catecismo de la Iglesia Católica aborda la cuestión y enseña: «¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo: "El santo Sínodo... basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que, sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella" (Lumen gentium, n. 14)» (134).

Esto no impide comprender que aquellos «que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (135).

La respuesta a la segunda pregunta se encuentra en el tema de la inculturación del Evangelio. Se trata de una realidad tan antigua como la Iglesia misma que «significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas» (136). La aproximación a la cultura y las culturas del hombre exige aquella estima, respeto y discernimiento que, desde los tiempos de los Apóstoles, distinguía la actitud misionera y del misionero. San Pablo en su discurso en el areópago da una muestra clara de ello (137) y en la tradición se encuentran numerosas muestras de esta realidad. «Al desarrollar su actividad misionera entre las gentes -dice el Papa Juan Pablo II-, la Iglesia encuentra diversas culturas y se ve comprometida en el proceso de inculturación. Es ésta una exigencia que ha marcado todo su camino histórico» (138). Fruto del encuentro de la fe y la cultura y las culturas del ser humano, se opera una transformación de la cultura misma en cuanto realidad humana, pues en ese encuentro se plenifica en la verdad. Al abrirse a la fe, que es católica y por lo tanto universal, los valores de cada cultura participan de esa dimensión, alcanzando una proyección desconocida hasta haber sido evangelizadas.

 

5. La Iglesia es apostólica

La apostolicidad es la cuarta y última de las propiedades o notas que en el Credo profesamos con respecto a la Iglesia. Como se ha indicado, se encuentra ya presente en el Símbolo de Epifanio (139) y definitivamente en el nicenoconstantinopolitano (140). La apostolicidad de la Iglesia es -en expresión de Von Balthasar- como el esqueleto sin el cual el Cuerpo del Señor no se puede sostener (141). Esto nos da una idea cierta de la importancia estructural de este aspecto en la identidad y misión de la Iglesia (142). Ahora bien, como señala el mismo teólogo, no se trata sólo de una «nuda successio» (143). La apostolicidad de la Iglesia hunde sus raíces en su origen divino, y se proyecta en su misión por todos los siglos. «Desde ahora podemos presentir que la apostolicidad no consiste en una mera estructura externa, es decir en la identidad de doctrinas e instituciones, sino en que, al igual que la unidad de la Iglesia, la apostolicidad tiene por principio interior al Espíritu Santo» (144).

Congar ofrece una suerte de definición sugerente de citar al comenzar este acápite: «La apostolidad -dice el teólogo dominico- es la propiedad merced a la cual conserva la Iglesia a través de los tiempos la identidad de sus principios de unidad tal como los recibió de Cristo en la persona de los apóstoles» (145)

5.1. ¿Por qué es apostólica la Iglesia?

A esta pregunta el Catecismo de la Iglesia Católica responde: «la Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles» (146). Esta respuesta nos remite a los orígenes, a la fundación de la misma Iglesia.

«Como el Padre me envió, también yo os envío» (147). Así como el Señor Jesús fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los apóstoles, llenos del Espíritu Santo a predicar el Evangelio a todo el mundo (148), y a continuar la obra de salvación mediante el sacrificio y los sacramentos. La apostolicidad de la Iglesia encuentra su origen último en la misión encomendada por Cristo a sus apóstoles para continuar la obra que el Padre le hubo encomendado. Por ello, nos dirá San Pablo, «ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (149). Se pone así de manifiesto la dimensión intrínsecamente cristológica y trinitaria de la apostolicidad de la Iglesia, como continuación de la misión del Señor Jesús, y por lo mismo se manifiesta en la Iglesia desde los orígenes su ser sacramento universal de salvación.

La aproximación a algunos de los testimonios de la Tradición muestran la continuidad de esta doctrina (150). Los Padres de los primeros siglos rinden ya claro testimonio de la conciencia de la Iglesia de ser despliegue del núcleo apostólico, instituido por Cristo, en línea de continuidad garantizada por los obispos, sucesores de los Apóstoles. Así, por ejemplo, San Clemente Romano decía: «los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo: Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo» (151). San Ireneo, en el s. II, señalaba la relación entre la doctrina verdadera y la tradición apostólica: «para todos aquellos que quieran ver la verdad, la Tradición de los Apóstoles ha sido manifestada al universo mundo en toda la Iglesia, y podemos enumerar a aquellos que han sido constituidos obispos y sucesores de los Apóstoles hasta nosotros» (152). Por su parte, Tertuliano, en un texto donde señala elementos claves de la apostolicidad como la relación con la unidad o el origen en la misión recibida de Jesús, decía: «todas estas iglesias, tan numerosas y grandes, no son otra cosa que la única Iglesia primitiva fundada por los Apóstoles, de la cual todas derivan, siendo así todas primitivas y apostólicas, en cuanto todas son aquella única Iglesia (.). Si es así es lógico que toda doctrina en sintonía con aquellas iglesias matrices y origen de la fe, debe ser considerada verdadera, por conservar sin duda lo que las iglesias recibieron de los Apóstoles, éstos de Cristo, y Cristo de Dios» (153).

Siglos después, Santo Tomás de Aquino en su comentario al Credo expresa la misma verdad con la categoría de firmitas (firmeza) de la Iglesia, cuyo «principal fundamento es Cristo. (.) Fundamento secundario son ciertamente los Apóstoles y su doctrina. Por eso la Iglesia es firme (.) y es apostólica» (154). Ya en nuestro siglo, el Concilio Vaticano II señala que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (155).

5.2. Tres aspectos de la apostolicidad

Hemos dicho que la Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los Apóstoles. Ahora bien, esta realidad tiene diversos aspectos que el Catecismo de la Iglesia Católica sistematiza en tres (156).

Por una parte, la Iglesia es apostólica pues fue y permanece edificada sobre los testigos que el Señor escogió y envió. En este sentido, como dice el Apóstol de Gentes, la Iglesia está edificada «sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (157).

En segundo lugar, porque la Iglesia guarda y transmite con la asistencia del Espíritu Santo la enseñanza de los Apóstoles. «Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones. Por eso, Cristo Señor (.) mandó a los Apóstoles (.) que el Evangelio (.) lo predicaran a todos los hombres como fuente de toda verdad salvadora y de toda ordenación de las costumbres. Esto lo realizaron fielmente tanto los Apóstoles, que en la predicación oral transmitieron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra. (.) Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, "dejándoles su encargo en el magisterio"» (158).

Finalmente, porque la Iglesia sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles en la persona de aquellos que los suceden en su ministerio hasta la segunda venida del Señor Jesús: el colegio de los obispos con el Sucesor de Pedro a la cabeza. Los Apóstoles, enseña el Concilio Vaticano II, «para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (159). En efecto, «así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás apóstoles forman un único colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles» (160).

 

5.3. El apostolado

A lo ya dicho se debe añadir un elemento más presente en la apostolicidad de la Iglesia: el haber sido "enviada" a predicar el evangelio al mundo entero. En este sentido, todo hijo de la Iglesia está llamado al apostolado, es decir, a participar en la misión de anunciar a Cristo hasta los confines del mundo. Ciertamente, cada uno cumplirá este cometido de diversas maneras. Como dice el Decreto sobre el apostolado de los laicos del Vaticano II, «el fin de la Iglesia es que, al dilatar el reino de Cristo por toda la tierra para gloria de Dios Padre, haga participantes a todos los hombres de la salvadora redención; y que por medio de ellos el mundo entero se encamine realmente hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama "apostolado", que la Iglesia ejercita en diversas formas, por medio de todos sus miembros; porque la vocación cristiana por su propia naturaleza es también vocación al apostolado. Así como en la trabazón de un cuerpo vivo no hay miembro alguno que sea meramente pasivo, puesto que con la vida del mismo cuerpo participa al mismo tiempo de su actividad, así también en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, todo el cuerpo crece según la operación propia de cada uno de sus miembros (Ef 4, 16)» (161).

El ardor y los frutos del apostolado de los miembros de la Iglesia están en relación directa a su vinculación con Cristo Cabeza. «Yo soy la vid -dice el Señor-; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (162). Por ello, la vida en Cristo, a través de los Sacramentos y especialmente en la Eucaristía, «fuente y cima de toda la vida cristiana» (163), es indispensable para una labor apostólica fecunda.

De todo esto se desprende que el apostolado es una tarea profundamente eclesial (164). Se trata de una labor que cada cual realiza en la Iglesia, como miembro de la Iglesia y participando de la única misión de la Iglesia recibida del Señor por medio de los Apóstoles. En este sentido, la comunión con Pedro y con los obispos es signo distintivo de un apostolado que contribuye a la edificación de todo el cuerpo en la caridad y al anuncio fiel del mensaje evangélico.

 

Conclusiones

El origen divino y la naturaleza íntima de la Iglesia se manifiesta en sus cuatro propiedades. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad más profunda. El origen de dichas propiedades no es ella misma, sino es el Señor Jesús quien da a su Iglesia ser una, santa, católica y apostólica por virtud del Espíritu Santo.

Sólo la fe puede reconocer que en la Iglesia se encuentran cada uno de sus atributos. Ahora bien, cada uno de ellos se manifiesta históricamente como signo de credibilidad de que en la Iglesia católica subsiste la Iglesia de Cristo.

Como un único sujeto, la Iglesia reúne sus cuatro propiedades. Cada una de ellas no puede ser separada de las otras tres.

La Iglesia es una pues uno solo es Dios, origen de su ser y misión; una es la fe en la que cree, custodia y transmite; uno es el Cuerpo en el que se congregan sus miembros renacidos en el único bautismo por la fuerza del Espíritu Santo.

La Iglesia, congregando en su seno a hombres pecadores, es santa pues Santo es Dios que la santifica y la envía a santificar. La Iglesia es santa pues sus miembros, encendidos en el Amor divino, están llamados a hacer brillar en sus vidas la santidad de Dios. En María la Iglesia es ya enteramente santa. Por ello los cristianos aún peregrinos imploran su auxilio e intercesión.

La Iglesia es católica pues ha sido enviada a anunciar la totalidad de la verdad a todos los hombres de todo tiempo; posee la plenitud de los medios de la salvación y por lo mismo es capaz de sanar a todo el ser humano en el encuentro con Cristo: es sacramento universal de salvación.

La Iglesia edificada sobre los Apóstoles con Pedro a la cabeza es apostólica. Cristo, en la persona del Sucesor de Pedro y el colegio de los obispos, la santifica y la gobierna. A ella se ha confiado la fiel transmisión de la enseñanza de los Apóstoles, asistida por el Espíritu Santo.

Las propiedades o notas son realidades dinámicas y vitales de la Iglesia. Lejos de todo razonamiento esencialista, la profundización en su contenido teológico es un fuerte llamado a profundizar en la identidad eclesial, así como en el compromiso con la misión que la Iglesia ha recibido de su Señor y que es su razón de ser, su gozo y su gloria.

En cada una de las propiedades de la Iglesia se pone de manifiesto la tensión escatológica en la que ésta vive hasta la venida definitiva del Señor. Es decir, la Iglesia las vive ya pero aún espera su plenificación al final de los días.

La Iglesia que es una, santa, católica y apostólica se encuentra en toda porción de la misma -en toda Iglesia particular- pues es Jesús el Señor quien la constituye como tal bajo la autoridad de su obispo, en comunión con Pedro.

Quisiera terminar recogiendo unas palabras de Su Santidad Pío XII: «Nada más glorioso, nada más noble, nada, a la verdad, más honroso se puede pensar que formar parte de la Iglesia santa, católica, apostólica y Romana, por medio de la cual somos hechos miembros de un solo y tan venerado Cuerpo, somos dirigidos por una sola y excelsa Cabeza, somos penetrados de un solo y divino Espíritu; somos, por último, alimentados con una misma doctrina y un mismo angélico Pan, hasta que, por fin, gocemos en los cielos de una misma felicidad eterna» (165).

Bibliografía

     

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  32. WOJTYLA, Karol. La renovación en sus fuentes. Madrid; BAC 1981.

     

1. El Símbolo de los Apóstoles en sus primeros testimonios reza la santa Iglesia (cf. Denzinger, Heinrich y Hünermann, Peter. El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Barcelona; Herder 1999, nn. 10. 12. En adelante se citará DH y el número correspondiente). El primer testimonio de los cuatro atributos reunidos estaría en el llamado Símbolo de Epifanio (374 ca.) en la fórmula «creo.. en la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (DH, n. 42-44). Esta confesión sobre la Iglesia alcanza su forma definitiva en el Concilio I de Constantinopla (381), en el Credo conocido como Credo nicenoconstantinopolitano (DH, n. 150). [Regresar]

2. La categoría de propiedad o atributo está más referida a la naturaleza misma de la Iglesia, mientras que con el término nota se destaca la expresión externa de una realidad que sería precisamente una nota distintiva de la verdadera Iglesia. Durante la escolástica el término más usual fue conditio. Posteriormente, en los siglos XV y XVI aparece el término signa. Ya entrado el siglo XVI figuran términos como qualitates, rationes, indoles, praerrogativae, proprietates, y finalmente notae. (Cf. Congar, Yves. Propiedades esenciales de la Iglesia. En, Löhrer, M. y Feiner, J. (eds.) Mysterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación, Vol. IV, t. I . 2da. Ed. Madrid; Cristiandad 1984, pp. 371-373). [Regresar]

3. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 811. (En adelante se citará con la siglas CCE y el número correspondiente). Pío IX decía que «la verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo afirmamos debe creerse; y cada una de estas notas de tal modo está unida con las otras, que no puede ser separada de ellas» (S.S. Pío IX. Carta del Santo oficio a los obispos de Inglaterra. 16/9/1864. En DH, n. 2888). Cf. Auer, Johann. La Iglesia. En Auer, Johann y Ratzinger, Joseph. Curso de Teología Dogmática. Vol. VIII. Barcelona; Herder 1986, p. 345. [Regresar]

4. CONGAR, a. c., p. 372. [Regresar]

5. Ibid., p. 376. [Regresar]

6. Cf. Wojtyla, Cardenal Karol. La renovación en sus fuentes. Madrid; BAC 1981, p. 27. [Regresar]

7. S.S. Pablo VI, Discurso de Conclusión del Concilio Vaticano II. 7/12/1965, n. 3. [Regresar]

8. CCE, n. 750. [Regresar]

9. «Lumen gentium cum sit Christus» (Concilio Vaticano II. Constitución dogmática Lumen gentium, n. 1). En adelante los documentos del Concilio Vaticano II se citarán con el nombre latino y el número correspondiente. [Regresar]

10. Loc.cit. [Regresar]

11. Michel, A. Unité de l'Église. En Dictionnaire de Théologie Catholique. A. Vacant, E. Mangenot y E. Amam (eds.). Vol. XV, t. II. París; Librairie Letouzey et Ané 1950, col. 2184. En adelante se citará esta obra bajo las siglas DTC, el volumen, el tomo , el año y la columna correspondiente [Regresar]

12. Lumen gentium, n. 4. «El prólogo de la Constitución termina con una llamada densa y concisa del tema: Ecclesia de Trinitate, la Iglesia fluye de la Santa Trinidad» (Philips, Gérard. La Chiesa e il suo mistero. Storia, testo e commento della Lumen gentium, Milano; Jaca Book 1975, p. 87). «En el primer capítulo de la constitución Lumen gentium sitúa el Concilio a la Iglesia en lo más hondo del misterio trinitario: iniciativa del Padre, sabiduría del Hijo y bondad del Espíritu Santo, hacen de la Iglesia el Pueblo unido en la unidad de tres personas divinas (.). Con esto se coloca el Concilio dentro de la más pura corriente bíblica y patrística» (Collantes, Justo. La Iglesia de la palabra. Vol. I. Madrid; BAC 1972, p. 153). [Regresar]

13. «Donde está la Iglesia ahí se encuentra el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia» decía San Ireneo. (Cf. San Ireneo de Lyon. Contra las herejías, III, 24, 1. Traducción de González, Carlos Ignacio. Revista Teológica Limense. Vol. XXXIV. Lima, enero/agosto 2000. En adelante se citará esta traducción con la sola referencia a la obra y los números correspondientes). [Regresar]

14. Puebla. Conclusiones, n. 223. [Regresar]

15. CONGAR, a. c., p. 376. [Regresar]

16. CCE, n. 811. [Regresar]

17. CONGAR, a. c., p. 378. [Regresar]

18. CCE, n. 750. El Catecismo romano señala en este sentido: «En los artículos anteriores del Credo afirmábamos nuestra fe en las tres Personas de la Santísima Trinidad (.). En éste, en cambio, variando la fórmula, afirmamos creer no en la santa Iglesia católica, sino la santa Iglesia católica; y esto para distinguir, aun en el mismo modo de hablar al Dios creador de las realidades creadas, y para referir a su inmensa bondad divina todos los beneficios concedidos a la Iglesia» (Catecismo romano, c. 9, n. 22. Traducción, introducción y notas de Martín Hernández, Pedro. Madrid; BAC 1956). [Regresar]

19. De Lubac, Henri. Meditación sobre la Iglesia. Madrid; Ediciones Encuentro 1980, p. 35. [Regresar]

20. «El Símbolo romano subraya esta relación con un ingenioso acercamiento de términos: Credo in Spiritum sanctum, sanctam Ecclesiam. El binomio Sanctum-sanctam sugiere elocuentemente que la Iglesia una y católica es santificada por el Espíritu Santo» (Philips, o. c., p. 88). [Regresar]

21. Cf. Unitatis redintegratio, n. 2. [Regresar]

22. Lumen gentium, n. 4. [Regresar]

23. «Hay ciertamente un sentido según el cual el fiel puede e incluso debe decir que cree en la Iglesia. (.) Los antiguos nos hablan de una fides ecclesiastica. Se trataba sencillamente de "la fe de la Iglesia", es decir, de la fe que le ha donado el Señor, que viene a ser en ella una fuerza ardorosa que la fundamenta y sostiene, la fe que nosotros no podemos profesar, si no nos asociamos a toda la Iglesia (.) aquella fe viva y vivificante, que fructifica en el mundo entero, en la que se enciende e inserta la fe de cada uno de los individuos, que la nutre y la reconforta, hasta tal punto que cuando alguno de nosotros dice: "yo creo en Dios", siempre habla en la Iglesia y en dependencia de la Iglesia. "La confesión de fe en el símbolo se pronuncia siempre como en nombre de toda la Iglesia"» (De Lubac, o. c., pp. 44-45). Se puede ver también para este asunto Alcalá, Ángel. La Iglesia, misterio y misión. Madrid; BAC 1963, pp. 362ss. [Regresar]

24. Tertuliano. Tratado del Bautismo, 1. Citamos la obra con el número correspondiente a los 20 capítulos en los que está dividida. La traducción la hemos tomado de la obra El Bautismo según los Padres de la Iglesia. Traducción de Susana Belmartino. Buenos Aires; Editorial Lumen 1978, pp. 33-57. Ciertamente el agua a la que hace referencia Tertuliano es el agua del bautismo; permanecer en ese agua es permanecer en la Iglesia, asamblea de aquellos que han renacido en Cristo en las aguas del Bautismo. [Regresar]

25. Jn 11, 52. [Regresar]

26. Junto al término unidad -que es una- se encuentra en ocasiones aplicado a la Iglesia el de unicidad -que es única-.Son como dos expresiones de una misma realidad. De hecho, en los Símbolos no se distingue entre unidad y unicidad de la Iglesia. Se confiesa simplemente que la Iglesia es una. El primer documento oficial en el que se distingue la unicidad de la unidad es la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII (Cf. DH, n. 870) a partir el cual su uso se encuentra en letras pontificias. Tanto en el Concilio Vaticano I, el Vaticano II como en el Catecismo de la Iglesia Católica el término no aparece aplicado a la Iglesia, aunque el concepto está implícito. Recientemente la Declaración Dominus Iesus lo ha utilizado repetidas veces. [Regresar]

27. Ef 4, 3-6. [Regresar]

28. Gál 3,27-28. [Regresar]

29. Congregación para la Doctrina de la Fe. Declaración Dominus Iesus. 6/8/2000, n. 16. [Regresar]

30. Lumen gentium, n. 8. [Regresar]

31. CCE, n. 813. [Regresar]

32. San Clemente Romano, Primera Carta a los Corintios, XLVI, 2. Traducción de Ruiz Bueno, Daniel. Padres Apostólicos. Madrid; BAC 1993. De esta obra de Ruiz Bueno hemos tomado todas las traducciones de textos de Padres Apostólicos que citemos en adelante, salvo que se indique lo contrario. [Regresar]

33. «El supremo modelo y supremo principio de este misterio es en la trinidad de personas la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio, 2). [Regresar]

34. Jn 17, 22. «[Esta oración] concierne al cuerpo entero de la Iglesia, es decir la jerarquía apostólica, así como la multitud de los creyentes sometidos a esta jerarquía» (Michel, a. c., col. 2172). [Regresar]

35. Ibid., col. 2198. [Regresar]

36. San Cipriano de Cartago. La unidad de la Iglesia. Madrid; Editorial Ciudad Nueva 1991, p. 97. [Regresar]

37. San Cirilo de Alejandría, La adoración en espíritu y verdad, 17. Traducción de Sabugal, Santos. Credo. La fe de la Iglesia. El símbolo de la Fe: historia e interpretación, Zamora; Ediciones Monte Casino 1986, p. 884. [Regresar]

38. San Clemente de Alejandría, El Pedagogo, 1, 6, 42. Citado en CCE, n. 813. [Regresar]

39. De Lubac, Henri. Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid; Ediciones Encuentro 1988, p. 21. Cf. Lumen gentium, n. 13. [Regresar]

40. En la que muchos Padres ven figurada a la humanidad entera. [Regresar]

41. Cf. Ef 1, 10. [Regresar]

42. Cf. San Ireneo, o. c., III, 16, 6; III, 22, 1, 3. Cf. Lumen gentium, n. 13. [Regresar]

43. Pío XII decía que «para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo -que es la Iglesia santa, católica, apostólica, Romana- nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que aquella frase con que se la llama el Cuerpo místico de Cristo; expresión que brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña» (S.S. Pío XII. Carta Encíclica Mystici corporis. 29/6/1943, n. 6. [Regresar]

44. CCE, n. 795. [Regresar]

45. San Agustín. Enarraciones de los Salmos, 127, 3. Traducción de Sabugal, o. c., p. 902. [Regresar]

46. 1Cor 12,4-6. Cf. Lumen gentium, n. 13. [Regresar]

47. Lumen gentium, n. 23. [Regresar]

48. Hech 2, 42.44. [Regresar]

49. «Aquí están los tres elementos que manifiestan la unidad de la Iglesia (.). Es lo que suele llamarse el vínculo simbólico, el vínculo jerárquico y el vínculo litúrgico» (Collantes, o. c., p. 313). [Regresar]

50. Cf. CCE, n. 815. [Regresar]

51. San Hilario de Poitiers. La Trinidad. VIII, 9. Traducción de Ladaria, Luis F. BAC; Madrid 1986. [Regresar]

52. San Cipriano de Cartago, o. c., 8. Traducción de Sabugal, o. c., p. 877. [Regresar]

53. La fe es el «principio de vida». (San Ignacio de Antioquía. Carta a los Efesios, XIV, 1). [Regresar]

54. Presbyterorum ordinis, 4. [Regresar]

55. Lc 22,32. [Regresar]

56. San Hilario de Poitiers, o. c., VI, 36. 37. [Regresar]

57. De Lubac, Henri. Meditación sobre la Iglesia. o. c., p. 53. [Regresar]

58. CCE, n. 1097. [Regresar]

59. San Hilario de Poitiers, o. c., VIII, 13. Se puede encontrar una breve historia de la relación entre unidad y Eucaristía en Collantes, o. c., pp. 19ss. [Regresar]

60. CCE, n. 1396. «Todo esto nos invita a considerar las relaciones entre la Iglesia y la Eucaristía. Se puede afirmar que hay una causalidad recíproca entre ambas. Puede decirse que el Salvador ha confiado la una a la otra. Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia» (De Lubac, o. c., p. 112). [Regresar]

61. Santo Tomás de Aquino. El Credo, 129. Traducción de Abascal, Salvador. México; Editorial Tradición 1972. [Regresar]

62. 1Cor 12,26. [Regresar]

63. Jn 13,34-35. [Regresar]

64. Lumen gentium, n. 18. [Regresar]

65. 1Pe 2,9. [Regresar]

66. Lumen gentium, n. 39. [Regresar]

67. San Ignacio de Antioquía. Carta a los Tralianos, 1. [Regresar]

68. DH, n. 10. [Regresar]

69. Cf. DH, n. 41. [Regresar]

70. Cf. DH, n. 42. [Regresar]

71. Cf. Congar, a. c., pp. 473ss; Auer, Johann. Op. cit., pp. 450s; Michel, A. Sainteté. DTC, Vol. XV, t. II. 1950, cols. 841ss. [Regresar]

72. Congar, a. c., p. 472. [Regresar]

73. Cf. Michel, a. c., Cols. 843ss. [Regresar]

74. Is 6,3. [Regresar]

75. Lev 11,44. [Regresar]

76. «Padre santo» (Jn 17, 11), reza el Señor Jesús. [Regresar]

77. «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». (Jn 6, 69) [Regresar]

78. Cf. Ap 4, 8. [Regresar]

79. Ef 1,4. [Regresar]

80. Michel, a. c., col. 842. [Regresar]

81. Ef 5,25-27. [Regresar]

82. Cf. Lumen gentium, 39; CCE, n. 823s. [Regresar]

83. Cf. Rom 16,16; 1Cor 14,33; 16,1.20; 1Tes 5, 26; 1Pe 5, 14. [Regresar]

84. Cf. Michel, a. c., cols. 848-849. [Regresar]

85. Cf. De Lubac, o. c., p. 90ss. El p. Congar recoge esta terminología en su desarrollo sobre la santidad de la Iglesia. Cf. Congar, a. c., p. 477. [Regresar]

86. De Lubac, o. c., p. 92. [Regresar]

87. Congar, a. c., p. 479. [Regresar]

88. S.S. Pío XII, o.c., n. 23. Cf. Ibid., n. 43. [Regresar]

89. CCE, n. 824. [Regresar]

90. Sobre este tema, cf. Congar, a. c., pp. 479-480. [Regresar]

91. Lumen gentium, n. 7. [Regresar]

92. Ef 2,19-22. [Regresar]

93. Lumen gentium, n. 11. [Regresar]

94. Cf. Ibid., nn. 39-42. [Regresar]

95. 1Tes 4,3. [Regresar]

96. S.S. Pío XII, o. c. n. 38. Cf. Lumen gentium, n. 40. [Regresar]

97. De Lubac, o. c., p. 100. [Regresar]

98. CCE, n. 825. [Regresar]

99. De Lubac, o. c., p. 93. [Regresar]

100. Ef 1, 4. [Regresar]

101. Cf. Mc 2, 17. [Regresar]

102. CCE, n. 827. [Regresar]

103. Lumen gentium, n. 52. [Regresar]

104. Cf. Ibid., n. 63. [Regresar]

105. CCE, n. 829. [Regresar]

106. Cf. S.S. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Mater, 25/3/1987, n. 6. [Regresar]

107. Lumen gentium, n. 65. [Regresar]

108. Ibid., n. 63. [Regresar]

109. Sacrosanctum Concilium, n. 103. [Regresar]

110. De Lubac, Henri. Catolicismo. O. c., p. 38. [Regresar]

111. Auer, o. c., p. 414. [Regresar]

112. Cf. Liddell-Scott-Jones. Lexicon of Classical Greek. Voz Katholikos. En http://www.perseus.tufts.edu/lexica.html. [Regresar]

113. San Ignacio de Antioquía. Carta a los Esmirniotas, VIII, 2. [Regresar]

114. Cf. Martirio de San Policarpo, obispo de Esmirna. Saludo; VIII, 1; XVI, 2; XIX, 2. A modo de ejemplo citamos uno de estos textos: «Al número de estos elegidos pertenece Policarpo, varón sobre toda ponderación admirable, maestro en nuestros mismos tiempos, con espíritu de apóstol y profeta, obispo, en fin, de la Iglesia católica (katholikés ekklesías) de Esmirna» (Ibid., XVI,2). [Regresar]

115. Cf. San Ireneo, o. c., III, 3, 2. [Regresar]

116. Cf. DH, n. 2. [Regresar]

117. Cf. DH, n. 41. [Regresar]

118. Cf. DH, n. 42. [Regresar]

119. Cf. DH, n. 150. [Regresar]

120. Cf. DH, n. 19. [Regresar]

121. Moureau, H. Catholicité. En DTC. Vol. II, t. II. 1923, col. 1999. [Regresar]

122. Bardy, Gustave. La Theólogie de l'Église de saint Clément de Rome à saint Irénée. Paris; Les Éditions du Cerf, 1945, p. 65. [Regresar]

123. Congar, a. c., p. 493. [Regresar]

124. Loc. cit. [Regresar]

125. San Cirilo de Jerusalén. Catequesis XIII, 23. [Regresar]

126. De Lubac, o. c., p. 49. [Regresar]

127. CCE, n. 830. [Regresar]

128. Cf. CCE, nn. 832ss. «La diócesis es una porción del Pueblo de Dios, que se confía a un obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica» (Christus Dominus, n. 11). [Regresar]

129. Cf. CCE, n. 835. [Regresar]

130. Cf. CCE, n. 849. [Regresar]

131. Ad gentes, n. 1. [Regresar]

132. Ad gentes, n. 2. [Regresar]

133. 1Tim 2,3-4. [Regresar]

134. CCE, n. 846. [Regresar]

135. Lumen gentium, n. 16. [Regresar]

136. Asamblea Extraordinaria de 1985. Relación final, II, C., 6. Citado en S.S. Juan Pablo II. Carta Encíclica Redemptoris missio. 7/12/1990, n. 52. [Regresar]

137. Cf. Heb 17, 22-31. [Regresar]

138. S.S. Juan Pablo II, o. c., n. 52a. En Ecclesia in America decía hermosamente el Papa: «El rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el Continente un símbolo de la inculturación de la evangelización, de la cual ha sido la estrella y guía» (S.S. Juan Pablo II. Exhortación postsinodal Ecclesia in America. 22/1/1999, n. 70). [Regresar]

139. Cf. DH, n. 42-44. [Regresar]

140. Cf. DH, n. 150. [Regresar]

141. Cf. Von Balthasar, Hans Urs. Católico. Aspectos del misterio, Madrid; Ediciones Encuentro 1988, p. 89. [Regresar]

142. «La apostolicidad no es otra cosa que la identidad de la Iglesia para con ella misma a través de los tiempos desde Cristo y los apóstoles» (Bainvel, J. Apostolicité. En DTC. Vol., II, t. I. 1923, col. 1618). [Regresar]

143. Von Balthasar, loc. cit. [Regresar]

144. Congar, a. c., p. 552. [Regresar]

145. Ibid., p. 547. [Regresar]

146. Cf. CCE, n. 857. [Regresar]

147. Jn 20,21. Cf. Jn 17, 7s; [Regresar]

148. Cf. Lumen gentium, n. 17. [Regresar]

149. Ef 2, 19-20. [Regresar]

150. Se puede encontrar un breve desarrollo del uso de la palabra en la Tradición en Bainvel, a. c., cols. 1622ss. [Regresar]

151. San Clemente Romano. o. c., XLII, 1-2. [Regresar]

152. San Ireneo de Lyon. o. c., III, 3, 1. Cf. Ibid., III, 2, 2. [Regresar]

153. Tertuliano. De praescriptione haereticorum, 20-21. Traducción de Sabugal, o. c., pp. 875-876. [Regresar]

154. Santo Tomás de Aquino. o. c., 140. [Regresar]

155. Lumen gentium, n. 20. Cf. nn. 8, 19. [Regresar]

156. Cf. CCE, n. 857. [Regresar]

157. Ef 2,20. [Regresar]

158. Dei Verbum, n. 7. [Regresar]

159. Lumen gentium, n. 20. [Regresar]

160. Ibid., n. 22. [Regresar]

161. Apostolicam actuositatem, n. 2. [Regresar]

162. Jn 15, 5. [Regresar]

163. Lumen gentium, n. 11. [Regresar]

164. Cf. S.S. Pablo VI. Exhortación post Sinodal Evangelii nuntiandi. 8/12/1975, n. 60. [Regresar]

165. S.S. Pío XII, o. c., n. 41. [Regresar]

Tomado de http://www.parresia.org/teologia/teo_01.htm