LA BÚSQUEDA Y EL ENCUENTRO

Fragmentos de una conversación entre MARIE-MADELEINE DAVY y ERIC EDELMAN

 

¿Quizá es usted en nuestra época una de los raros filósofos para quienes la filosofía conserva todavía su sentido etimológico?

Mis estudios de filosofía y teología me han permitido considerar la filosofía como una sabiduría. Antes de consagrarme durante largos años al pensamiento medieval, o más exactamente a autores del siglo XII, yo era una apasionada de la filosofía griega. Todavía lo soy, pues me parece rigurosamente esencial, con excepción de Aristóteles, cuyos intérpretes y comentadores ejercieron en el siglo XIII una desastrosa influencia. Pero no olvido, sin embargo, que el pensamiento filosófico griego está en la base de nuestra tragedia occidental. Heidegger tenía razón, cuando decía: «El reino incondicional de la técnica no es sino la última consecuencia metafísica de los griegos». A causa de la calidad de los profesores de la Sorbona que puede conocer en mi juventud, creí que la filosofía era privativa de los catedráticos, o incluso de los clérigos, en el sentido antiguo del término. Hoy ya no lo pienso en absoluto. Muy al contrario, me parece que los clérigos, en parte, han sido los sepultureros de la filosofía y, por consiguiente, de la sabiduría. Su traición comenzó en el siglo XIII, o sea que no es reciente. Desde esa época puede hablarse precisamente de una doble alienación: la del hombre y la de Dios. Nunca nada es rigurosamente nuevo. Así, el profeta Oseas, al termino de su libro, invita a Israel a convertirse. Y el pueblo responde por una triple renuncia a las alianzas políticas a la fuerza militar y a la idolatría. He aquí todo un programa que no se podría fijar en una época determinada y que podría convertirse en sujeto de reflexión para los clérigos de hoy y para todo clericalismo de aire sociológico.

Los verdaderos filósofos son hombres de reflexión y meditación. Estos se niegan a escindir la filosofía y, por consiguiente, a destruirla. Dividir la filosofía no puede desembocar sino en su descomposición. La primacía dada a la psicología y a la sociología rompe la unidad de la filosofía y trae aparejada la desaparición de la metafísica. A este respecto, una vez más, nada es nuevo. El gusano se infiltró en el fruto desde el siglo XIII con la extensión de la anquilosante escolástica.

¿El estudio de la filosofía como disposición de conceptos o construcción de sistemas está, según usted, superado?

No sólo superado, sino rigurosamente caducado.

¿En qué sentido la filosofía, en esta acepción que usted da, interesa a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y no ya precisamente al hombre considerado como una entidad abstracta y alejada de nuestra individualidad propia?

En una perspectiva tradicional, la filosofía se consagra al descubrimiento de los secretos, y es, por consiguiente, descubrimiento y desciframiento. El filósofo es un vidente, ve en el interior, va más allá de la exterioridad, de la corteza de la letra. Sabe que el hombre en cuanto microcosmo es una totalidad, que nada está separado. Todo converge hacia un orden, una medida. Como el hombre es a la vez terrenal y celestial, no hay en él oposición, sino jerarquía de niveles. Por el contrario, la filosofía que ignora la verdadera tradición se orienta a otras salidas. Alejándose de la sabiduría, corre el peligro de no responder ya a su nombre. Su manera de hacer consiste en plantear problemas y en examinarlos. Hace novillos interesándose en investigaciones que no le convienen. Operando en un constante dualismo, como el de cuerpo y alma, de hombre y cosmos, se consagra la exterioridad. De dónde el peligro de quedarse pegado en «las cosas» sin por ello amar la vida ni captar su sentido profundo.

¿Estamos actualmente en un momento crucial, o bien es que estos sistemas se difuminan por sí solos y, por consiguiente, ceden el lugar a otra cosa?

Ciertamente, estamos en un momento crucial. Pero no es el primero, ni será el último. La novedad está en su carácter acelerado, hemos pasado de la diligencia al Ferrari. Por lo demás, tenemos una mayor conciencia del hombre y los peligros que corre la humanidad. Si al hombre se le retira el carácter sagrado, pierde necesariamente la vía que conduce a la sabiduría. Por eso se vuelve a poner en tela de juicio la filosofía así como el propio hombre, por otra parte. La dimensión humana es una conquista; no puede llevarse a cabo más que en el interior de una sabiduría, o, por lo menos de un acceso a la sabiduría, de una orientación a ella.

El hombre privado de raíces y que ha perdido su carácter sagrado, se vuelve vulgar. Ya no es más que un personaje sociológico; se aniquila su misterio y sus poderes secretos. Un hombre tal ya no es más que producto de supermercado. La dimensión humana sólo puede adquirirse por la interioridad, en provecho de una estructura que le permite ocupar el lugar que le corresponde y al que tiene derecho. La radio, la televisión, las revistas panorámicas tipo Digest confieren al hombre un saber horizontal que lo «hincha» y le produce la ilusión de un conocimiento que amenaza bastarle. Sin embargo, se presenta un factor nuevo que me parece esencial. La visión del hombre se extiende -geográficamente hablando- y lo saca de su ghetto, el de su patria, por ejemplo, de su familia, del conjunto de sus menudas preocupaciones cotidianas, de sus propias obsesiones. Así puede ampliar su campo de interés y de abertura. Hoy en día, se traducen numerosos textos pertenecientes a tradiciones diversas, están en las librerías y se los puede consultar en bibliotecas. Antes, sólo el historiador de las religiones «con patente» podía tener un conocimiento de las diversas tradiciones. Actualmente, la lectura de textos que provienen de la China, la India, el Tíbet o el Japón forman parte de la cultura del hombre moderno. Numerosas obras concernientes a temas esenciales son una aportación preciosa que favorece el conocimiento de sí, del cosmos y del Principio unificador. Estos textos también pueden dar un nuevo enfoque a la noción del tiempo, del espacio, de la historia y la metahistoria, y de la psicología y su superación.

Es ese un enriquecimiento de inestimable valor. Lo es tanto más, cuanto que el pensamiento oriental puede convertirse en algo así como la crecida de un río, que limpia el terreno que inunda y permite así nuevas siembras y cosechas. Naturalmente, como decía Masui en un Cahier de´Hermes, es importante no confundir el apofatismo cristiano con la vacuidad budista. No se trata, pues, de mezclar los caminos, sino de comprender que las tradiciones se imbrican y completan. Si la metafísica oriental pudiese enseñarle al occidental la importancia de la meditación, la primacía dada a la contemplación sobre la acción y la adquisición, sería ya harto preciosa y la sabiduría obtendría de ello un gran provecho. El hombre occidental, vinculado originariamente a una tradición griega y judeo-cristiana, puede rechazar estas diversas aportaciones y encerrarse en su fortaleza con desprecio. Por el contrario, puede recibirlas como una invitación a conocer mejor sus propios orígenes y a regocijarse de vías que no son las suyas, pero que poseen indudablemente su propia belleza. No obstante, la gama de conocimientos que le son propuestos al lector no le serán provechosos más que en la medida en que, desembarazado de los diversos autoritarismos, sea capaz de tomar las propias riendas y asumirse a sí mismo.

(...)

¿Según usted, la verdadera revolución es metafísica y psicológica?

La verdadera revolución es de orden espiritual, o sea que se presenta a nivel pneumático (pneuma=espiritual), pudiéndose considerar el espíritu como la fina punta del alma. Sin embargo, conviene pasar por el plano psicológico, a condición de no quedarse en él. Es evidente que por ignorancia de una u otra dimensión, muchos individuos se establecen en él. A este respecto, tomemos un ejemplo: el de la religión. La religión del alma provoca una indiscutible alienación. Es autoritaria, considera a aquello que llama la verdad como un objeto. Además, fabrica un Dios que por lo demás no es sino un ídolo. En nombre de ese Dios, juzga, excomulga, aniquila, asesina, prende hogueras. Experimentando la necesidad de etiquetar, de clasificar sistemáticamente, de tranquilizar a los hombres que se sitúan bajo su protección, denigra a todos cuantos están prendados del misterio y lo sagrado, pues están en un nivel que se les escapa. Esta religión del alma desconoce el mundo de lo inteligible puro y el mundo intermediario entre lo inteligible y el mundo sensible. A causa de esto, el mundo sensible pierde su función de espejo, ya no es reflejo. Pegada a la historia, al desarrollo de los acontecimientos lineales, esa religión del alma ignora que los acontecimientos de la historia sagrada han de considerarse «en el presente» en el sentido de las palabras del Apocalipsis: «vino, viene, vendrá». Lo cual significa que el acontecimiento interiorizado está siempre vivo pero no puede ser captado más que por la conciencia superior; ésta va infinitamente más allá que la conciencia psicológica.

La religión del espíritu pertenece a los hombres del Octavo día, a los de la hierohistoria, de la historia sagrada cuyo tiempo está formado de unidades de tiempo discontinuo, para emplear el lenguaje de Henry Corbin. La inteligencia espiritual provoca el despliegue del sentido interior. El octavo día simboliza la resurrección, cuando lo creado pasa a lo increado. Ahora bien, sólo la mirada interior es capaz de tal visión. La raza de estos hombres, que pertenece a la religión del espíritu, es la de los profetas, místicos, videntes, sabios, poetas, todos cuando son movidos por su espíritu santo, en una palabra: concierne a los iniciados, los hombre de luz, todos aquellos que poseen la experiencia de la vía divina, de la unión divina, guardándose de charlatanear sobre Dios.

En nuestro occidente, en nuestra sociedad, se habla a menudo de Dios. ¿No es, en el fondo, el hecho de hablar de Dios, instalar automáticamente una separación ente el hombre y Dios? ¿Es Dios, por último, la idea que tenemos de él?

Los místicos poseen una experiencia de Dios, por eso son discretos cuando se trata de hablar de Dios. Lo eterno se oculta a fin de ser buscado y encontrado. La expresión quaerere Deum es significativa, sin embargo se puede temer que el movimiento de búsqueda sea tal que exista un riesgo, el de ya no saber discernir los instantes en que ya no hay más que buscar. El Cantar de los Cantares ilustra lo que yo quisiera significar aquí. Ese canto contemplativo, Theoricus serno, según la expresión de Bernardo de Claraval, es a la vez el de la búsqueda y el encuentro. Cuando hay encuentro, no hay ya nada que buscar. Este encuentro se opera cuando Dios nace en el alma y el alma en Dios. El maestro Eckhart habló magníficamente de esa doble habitación: es un misterio; poco importa si en Occidente se tiene tendencia a hablar de Dios, cada cual puede percibir solamente según el nivel en el que está; el propio teólogo muy a menudo corre el riesgo de estar privado de experiencia, si no sería menos diserto y afirmativo. Sabemos que, para los semitas, el «nombre» evoca el misterio incomunicable de la personalidad. Dios no puede ser nombrado, de ahí la importancia de la vía apofática presentada por Dionisio Areopagita y que se descubre en la espiritualidad del desierto, en Evagrio Póntico y los capadocios. El pensamiento ortodoxo se dedicó a distinguir en Dios la esencia imparticipable de lo que llama las energías divinas. Éstas son increadas. Manifestando la esencia divina de la que han salido, operan la asunción de lo creado, deificándolo.

Filón habló de tres tipos de hombres. Esta triple división fue recogida por los autores de la Edad Media bajo los nombres de principiantes, progresantes y perfectos. El hombre animal -que, por lo demás, se sitúa por debajo del animal- no puede ver ni comprender más que a su nivel, o sea que se mantiene en la confusión y desprecia lo que le escapa. El progresante echa mano de la razón. Pero la razón no hace presa en lo incomunicable y no puede sino oscurecer. El perfecto, que significa el espiritual, designa al hombre de intuición y experiencia cuyos conocimientos y amor se interpenetran. Sin embargo, éste se mantiene en la humildad, tiene conciencia de su indigencia. Así, Sócrates comprendía que no era un sabio pues sabía la diferencia entre sophos y philosophos. Asimismo Kierkegard reconocía que no era cristiano. Ahora bien, esa conciencia de no ser cristiano hacía de él un cristiano. Esto para significar que sólo los principiantes y los progresantes pueden dejarse «hinchar» por un pseudoconocimiento y sentirse con la conciencia limpia. Son incapaces de captar la amplitud de su no saber, o sea de su ignorancia. En este aspecto, una religión, cuando no es vivida interiormente, puede presentar peligros para la vida espiritual creando una vana seguridad cuyas consecuencias son ilimitadas.

¿En cierta forma, es exacto decir que eso puede ser un opio?

Totalmente. Pero la religión desfigurada es sólo un opio entre otros opios. El peligro está en pertenecer a una colectividad y tener la conciencia tranquila de su pertenencia, exteriorizar y socializar la religión. Si tomamos como ejemplo el cristianismo , es evidente que al principio era menos una religión que un arte de vivir y amar. El cristianismo ha sido desfigurado desde hace siglos por los cristianos, y nosotros soportamos las consecuencias. Y ello tanto más cuanto que los cristianos son particularmente ignorantes con respecto a su propia tradición, leen poco las sagradas escrituras y todavía menos a los padres griegos y latinos. Tal lectura los sacaría de las supersticiones, de un dogmatismo a menudo petrificado, y de un dualismos anestesiante. Por eso, como he tenido ocasión de decir, creo en la importancia de los encuentros ente las diversas metafísicas. Los métodos presentados por el yoga y el zen pueden ayudar a aquellos que se creen o se pretenden cristianos a tomar una nueva conciencia de la fisiología, y la psicología. Superando estos grados, o, mejor aún, asumiéndolos a otro nivel, la atención y la meditación obtendrán un gran provecho.

(...)

En cuanto a la concepción del mundo a la que usted ha aludido, me parece difícil hablar de ella, pues todo depende de la óptica en la que uno se sitúa. Cuando Cristo aconseja vivir en el mundo sin ser del mundo, la expresión «este mundo» es significativa. No se trata de un lugar situado en el espacio, sino de un estado.

El mundo designa el estado de oscuridad que rechaza la luz. Es confusión, ignorancia, juego, mentira, y, por consiguiente, está desligado de Dios. «Dejar el mundo» no significa necesariamente «huir» a un lugar exterior, vivir como un ermitaño o entrar en un monasterio, pues «el mundo» está en el hombre. Sin embargo, renunciar al tumulto y la agitación del exterior favorece la interioridad.

El retiro, la soledad y el recogimiento son positivos, y, en cierta manera, indispensables para la vida interior, para el conocimiento de los inteligibles. Filón mostró que no son las diferencias de lugar lo que engendra las buenas o malas disposiciones, pues es Dios quien lleva a donde quiere «el carro del alma». Sin embargo, apartarse de la muchedumbre, vivir en contacto con la naturaleza parece necesario a veces. ¡Es tan difícil no dejarse contaminar por la mediocridad! O bien, habría que hacer como Zaqueo, que se encaramó sobre un sicómoro para ver a Cristo que la muchedumbre le ocultaba. Una posición así no es muy confortable que digamos. Zaqueo es presentado como un hombre, de corta talla, pero ¿quién no es pequeño? Una vidriera de Chartres muestra al apóstol Juan, sobre los hombros de profeta Ezequiel. Juan es un enano y Ezequiel un gigante. La visión de Juan es más amplia, pues está en una cima. Cuando nuestra comprensión se hace más total siempre estamos encaramados a hombros de los sabios y los santos. De todos modos, si se mantiene uno al nivel de la conciencia común y anida en ella, la visión permanece oscura. Nada hay de análogo entre los que son del mundo y los que no lo son, entre los durmientes y los despiertos, los esclavos y los hombres libes. Vivir en los condicionamientos, diversiones y preocupaciones que pertenecen a la dimensión «mundo», impide mantenerse en sí mismo, habitar consigo: habitare secum decían los antiguos. El hombre interiorizado se recoge en sí mismo, no para encerrarse egoístamente como en una concha, sino para hacer la experiencia de su belleza, esto es, su profundidad ilimitada. Gracias a ella descubre su relación fraternal con todo el universo.

¿La elección esencial que condiciona la felicidad se ha de operar finalmente entre el ser y el tener?

Esta división entre ser y tener me hace pensar en Gabriel Marcel, cuya ausencia lamento tan vivamente. A decir verdad estas nociones me son completamente indiferentes. En cuanto a la felicidad, por experiencia, sí lo que este término significa. Sin embargo la felicidad varía en cada individuo. Aquello que me regocija puede no ser un motivo de gozo para mi vecino. No creo demasiado en la felicidad exterior; es todo tan fugaz... creo sobre todo en la felicidad experimentada interiormente. Al hablar de los terapeutas, Filón los describe esforzándose constantemente por aprender a ver claro, elevándose en su contemplación por encima del sol sensible, llevando una vida que conduce a la perfecta felicidad. Filón compara su embriaguez celestial a la de los coribantes. Estos terapeutas son al mismo tiempo ciudadanos del cielo y del universo. Expatriándose del mundo sensible, pertenecen al mundo inteligible en el cual se establecen. Se convierten así en hombres despiertos, en vivos.

¿Lo que le parece esencial es la vida, la búsqueda de la vida?

Buscar por buscar es insuficiente. Ya hemos visto anteriormente los peligros que puede traer aparejados. La búsqueda es comparable a un viaje. No se puede estar siempre de viaje. Es importante sentarse y permanecer tranquilo, sin preguntarse por ello si ha realizado uno progresos en el orden de su perfeccionamiento interior. Una pregunta tal hecha a sí mismo sería absolutamente ociosa. Claro, la lámpara se ha de encender con un tizón. Cuando la lámpara alumbra, el tizón se ha hecho inútil. Es imposible captar el instante en que se extiende la claridad. Sólo se sabe que antes uno no veía y que, de pronto, ve. Lo importante es que esa luminosidad pueda amplificarse. ¡Ay! Uno puede volver a caer mil y una veces en la noche de las dudas y la inquietud. Si tratamos de reflexionar cómo se ha operado el paso desde la oscuridad a la luz, podemos alegar métodos, técnicas, pero sabemos bien que no son ellas las que han hecho brotar la chispa. En un instante, ha habido gracia, una misteriosa gracia. Los párpados se han levantado y la vista ve; los velos que oscurecían son corridos súbitamente. Y el rostro interior lleva marca de quemaduras. Pero cómo se ha operado la quemadura, cómo ha podido surgir la experiencia de la visión, cómo ha alumbrado la lámpara el tizón, se ignora...

¿Acaso en nuestra civilización moderna e industrial, hay en algún lado un tizón que puede alumbrar la lámpara?

Me hace usted una pregunta tremenda. Me atrevería a esperar que sí, aunque por momentos lo dudo. Durante mucho tiempo pensé que en las órdenes religiosas, las grandes órdenes como los cartujos, cistercienses o benedictinos, que había en ellas tizones; y lo sigo pensando, pero creo que el peso de las instituciones, de los estatutos y reglamentos, a veces, impide que la lámpara se convierta en faro. En el fondo comprendo muy bien que unos hombres que quieren entregarse a una búsqueda espiritual dejen el mundo. Cuando digo el mundo, entiendo por ello la mundanidad. Pienso que, en nuestra civilización actual, es extremadamente difícil vivir intensamente una vida interior: todo corta el paso, bloquea, aísla, todo hace que el ser que sigue una verdadera búsqueda se haga marginal, cuando debiera haber contactos e intercambios para reanimarse en caso de penuria. Pues bien, eso sucede muy raramente. El hombre que se orienta hacia una vía de liberación está condenado a la soledad por el simple hecho de su elección. Esa soledad se convierte en su paraíso cuando comprende que puede descubrirlo todo en sí mismo. Claro, a veces, habría uno de poder hacer intercambios, de encontrar compañeros de viaje. El grupo puede convenirles a algunos, más para otros sería un peso intolerable, una trampa. Los patos salvajes vuelan en compañía, las ocas, salvajes también; y muchas aves son solitarias. Cada uno ha de saber a que raza pertenece. Somos tremendamente débiles, la miseria humana es agobiante. En nuestra civilización todo es detención, frontera y límite para impedir que el tizón se inflame.

Para algunos buscadores es bueno agruparse. Si hay grupo, colectividad, enseguida surge el gran animal en el sentido de Platón, del que también habló Simone Weil. La vida eremítica me parece de una incomparable excelencia. Creo en el valor de la vida eremítica aunque pensando que hay un gran porcentaje de fracasos: ¿y por qué no hablar de un eremitismo interiorizado?

Dicho de otro modo, un hombre o una mujer que aspire a una felicidad totalmente legítima y que se enfrenta a problemas cotidianos, problemas familiares, profesionales, sexuales ¿no puede esperar?

No se trata de esperar o de desesperar. El hombre, sea o no sea solitario, es siempre hombre. El solitario que en sí mantenga en sueños, deseos o ansias, no es un amigo del silencio y la soledad. Tampoco se trata de sexualidad. Prefiero el donjuán, el libertino, que el solitario reprimido.

El problema no se sitúa en absoluto a este nivel, sino con respecto a las «preocupaciones» que tal o cual modo de vida provoca.

¿La felicidad sólo les está prometida a los que son monjes o místicos?

Una vez más, ¿qué significa la felicidad? Habría que ponerse de acuerdo sobre este término, la felicidad varía con cada persona, no hay definición fija de la felicidad; es indefinible. La felicidad puede nacer de un encuentro, una búsqueda, o una visión interior o exterior.

Entonces ¿por qué aislarse necesariamente?

No se trata de querer aislarse. Fuera de la elección de un lugar solitario, el sabio se aísla en razón de su orientación que lo aleja del común de los hombres. Es importante dejar a cada ser la libertad de sus opciones, sin hacer intervenir nociones de valor. A cada cual su camino. Los caminos elegidos no se han de comparar. El camino que toma una dimensión vertical se vuelve eficaz con respecto a todos los hombres.

¿Es esto contrario al aislamiento, precisamente?

No es estrictamente necesario comunicar por la palabra o el escrito. El vivo comunica la vida, y el liberado la liberación, por el simple hecho de estar vivo y liberado, sin por ello tener necesidad de ver u oír a aquellos a los que da la vida y la liberación. El liberado percibe dentro de sí mismo las llamadas de aquellos a los que ayuda a tomar consciencia de las simientes de vida que en sí mismos poseen. Los hombres liberados no fecundan; colaboran en la aparición de una vida nueva. Todo sucede en el anonimato, con respecto al don y su recepción. No sólo existen las llamadas de los hombres en vías de liberación. Se presenta otra llamada, cuyo grito es perceptible a la audición interior, la llamada del Espíritu, presente en el corazón del hombre, a la espera de ser descubierto y reconocido. De todos modos, el verdadero conocimiento es incomunicable por la palabra. Sí, hay seres verdaderamente liberados, que han alcanzado la liberación...

Algunos lo afirman...

... Están en armonía con el universo y comunican su conocimiento y su amor. Sin embargo, ningún hombre puede decir de sí mismo que está liberado. Su lucidez le permite tomar conciencia de la distancia que le separa de la verdadera liberación. A este respecto, me parece que el cristiano «interiorizado» posee mayor conciencia de su fragilidad humana que el «jivan mukta». Sin duda porque mantiene un sentido particular de la caída y una visión de la imitación de Cristo considerado como modelo ejemplar. Esto, por lo demás, es más válido para el ayer que para hoy en día. Budismo y Cristianismo, o, al menos, Vedanta y Cristianismo por mucho tiempo han tendido a exaltar el espíritu y a minimizar el cuerpo. No ocurre lo mismo con los Tantras, que de buen grado ponen en énfasis el cuerpo. La tendencia actual del Cristianismo y el Yoga es rehabilitar el cuerpo, y de tal manera que el interés por el cuerpo domina. Los platillos de la balanza han modificado su equilibrio; así se asiste a un juego de columpio. Hoy en día, numerosos cristianos exageran la importancia dada al cuerpo y sus instintos, lo que, desequilibrándolos, conduce a una cierta desintegración y a la pérdida de una armoniosa unidad.

El hombre siempre es el hombre; independiente del flujo de la historia y los cambios de civilizaciones. Lo esencial permanece incambiable. Las modificaciones no pueden concernir más que al fárrago que se ha añadido en curso de los siglos y que, naturalmente, ha de rechazarse. Pero es importante no arrojar el niño con el agua del baño, si no todo se destruye. Para los judeocristianos, las sagradas escrituras siguen siendo esenciales, incluso si se les da con ojos nuevos. Querer adaptarse a toda costa prostituyéndose a un nuevo tipo de humanidad, que no puede ser más que pasajero, me parece irrisorio. Querer matarse a toda costa en una nueva y pasajera forma de cultura me parece un error. Desde luego, el budismo y el cristianismo al principio fueron movimientos revolucionarios y deberían serlo aún con respecto a un mundo que se materializa cada vez más y del que una de las notas dominantes es la confusión. Menospreciado u olvidando las leyes profundas que rigen al hombre y al universo, se destruyen las raíces del hombre y del universo.

La búsqueda interior no puede pactar con una civilización materialista. Ciertos monjes budistas y ciertos monjes y religiosos cristianos han cambiado totalmente de comportamiento con respecto a su inserción en el mundo. Antes rechazaban un compromiso político y ahora lo reclaman, corriendo el peligro de desinteresarse de lo que habría de constituir lo esencial en su gestión. Es importante comprobar, en el interior de la vida monástica, los paralelismos entre Oriente y Occidente con respecto a una evolución común. Hay por ambas partes lo que se llama una «apertura al mundo», que tiende a secularizar las metafísicas y las religiones y a reducir a una simple dimensión humana. Que se alivie el peso del dogmatismo, que se quiten las adicciones inútiles y se destruya las supersticiones, sería normal y justo. Pero que se pode lo esencial para adaptar mejor las religiones al mundo moderno, queriendo reducirlas a toda costa para hacerlas aceptables, me parece un grave error. So pretexto de favorecer la encarnación creadora del hombre, se lo corta de sus tradiciones, que no hay que confundir nunca con las instituciones y las medidas disciplinarias. Estas corresponden a épocas determinadas y así, forman parte de la historia; es posible pues, rechazarlas. A menudo, son los propios laicos quienes poseen el sentido de la verdadera realidad espiritual y reclaman respeto para ésta. Yo no pienso que esas metafísicas y esas religiones de dimensión únicamente humana le convengan al hombre de hoy y de mañana. Sin embargo esta destrucción quizá sea necesaria para que haga brotar mejor algo nuevo, menos impuro y más verdadero.

¿Qué quiere usted decir?

¿Cómo no pensar en el advenimiento de una religión ya no del alma sino del espíritu, en la que el hombre se vuelve su propio templo? Cristo mismo hizo alusión a ello en su diálogo con la samaritana: «Tiempo vendrá en que se adorará al Padre en Espíritu y en Verdad». Sabemos que ninguna chapuza, ningún arreglo sería eficaz, ¿no rompe los odres viejos el vino nuevo? Algunos hombres han comprendido siempre la importancia de la iglesia interiorizada y el valor de la experiencia personal. Se ha de abandonar la pusilanimidad en provecho de la audacia. No se trata de dar la primacía a la introversión o a una introspección sicológica que serían, ambas, completamente vanas. La «nueva alianza» puede radicar en el encuentro del hombre en el Espíritu Santo que lo habita y cuya presencia ha ignorado demasiado a menudo. Joaquín de Fiore profetizó esa nueva era. Unos pocos hombres la han vivido y la viven pues han sido fieles al espíritu; es posible que se generalice. Tal descubrimiento suprime los ghettos y vuelve atento y abierto a las diversas tradiciones, sean cristianas o no.

El mundo moderno aparece separado de Dios pues es idólatra. En cuanto al hombre, interiorizándose, puede realizar la experiencia de sus propias leyes, vuelve a encontrar de inmediato su estructura, y Dios cesa de ser un ídolo construido por sus esfuerzos; entonces se vuelve un contemplativo dedicado a la visión de las cosas divinas súbitamente reveladas gracias a la orientación de su mirada. Todo se opera por transparencia en la aparición de la luz. Así podrá el hombre aprender a vivir en sí mismo, a fin de habitar consigo mismo. La mayoría de los hombres viven fuera de sí mismos, en la exterioridad. Están exiliados de su verdadera patria sin que noten por ello la dificultad del exilio.

Habitar consigo mismo supone en primer lugar el conocerse. El conocimiento de sí está en la base de todo avance que lleve al descubrimiento de la interioridad. La contemplación -que en cierta forma se puede considerar como una salida de sí- ha de comprenderse más bien como un despliegue de su centro, que permita así el conocimiento espiritual, el del mundo de los inteligibles. En ese instante, las repuestas dadas a las propias preguntas de uno ya no provienen del exterior, sino del interior. El hombre se encuentra con capacidad de escuchar a su maestro interior y en cierta manera se basta.

Mas habla usted de sabios, de hombres que parecen vivir en la libertad y la serenidad; digamos que eso puede parecer muy utópico. Ni los cuentos de hadas ni las novelas de ciencia-ficción se atreven a imaginar un hombre tal y como usted lo describe.

Ya comprendo que eso pueda parecer absolutamente ridículo y loco. Me imagino que incluso va a venir un tiempo -y sin duda está muy cercano- en el que si alguien habla de sabiduría y de vida espiritual lo cogerán para meterlo en un manicomio, para curarlo. Sin embargo no creo en absoluto que sea una utopía o un mito, sino una realidad. Los hijos de la luz no siempre son localizables allí donde normalmente se pensaría encontrarlos. En las metafísicas, en las religiones, a veces se está demasiado atado a hábitos, se es demasiado dependiente de un pasado autoritario tremendamente pesado que frustra el hombre y verdaderamente le impide vivir la verdadera vida. Tanto en el interior de esas formas, como fuera de ellas, pueden encontrarse hombres humildes, sencillos, verdaderos y auténticos. Es conveniente, servirse de métodos para alcanzar la liberación, aunque dejándolos en un momento dado. Ya sabe usted lo que suele decirse: «el tizón, cuando ha prendido la lámpara, ya no hace falta». Las formas, las técnicas y los métodos, nos ayudan a prender el tizón, pero es importante que no seamos perturbados por ellas.

¿La vía según usted es una vía de despojamiento, una vía hacia la «pobreza en espíritu», de «descreación», que decía Simone Weil?

Es realmente una vía de desprendimiento más que de adquisición y por consiguiente de «pobreza de espíritu» y «descreación». Es la única vía que a mi parecer conduce al conocimiento y el amor: un amor incondicional. Amar al prójimo sin por ello exigir un movimiento de retorno. Saber amar es extremadamente difícil, porque amor es querer el bien del otro y puede que el bien del otro no corresponda con el mío.

¿Amar a los enemigos?

Hay un momento en el que no se tiene enemigos. Las puntas de las flechas lanzadas no pueden hacer diana y, por consiguiente, no hieren verdaderamente. Mi «enemigo» me presta un servicio pues me fuerza a un desapego, quizá me obliga a distinguir en mí algo de verdadero que yo mismo no conocía. Por lo demás, pienso que se sufre más por los amigos que por los enemigos. De los primeros se espera calor, ternura y comprensión. De los segundos no se espera nada, no puede surgir ninguna decepción. Creo profundamente en la amistad, a condición de que los amigos no lo petrifiquen a uno, que acepten con inteligencia los movimientos, digamos incluso los cambios que el hecho de profundizar genera. Conviene que nunca se desee ser comprendido por los amigos, y no afligirse por sus reacciones. Lo mejor es no provocar su asombro y seguir simplemente el propio camino respetando los caminos de los demás, permaneciendo más atento a la belleza de su luminosidad que a sus sombras. Mi mirada ha de fijarse sobre mi propia sombra. El hombre es sombra y luz al mismo tiempo. Es importante, pues, que yo descubra mi sombra y la asuma sin por ello negarla. Si asumo mi sombra, ésta podrá transformarse. Si no, se volverá cada vez más espesa y correrá el peligro de acompañarme sin que yo la descubra para hacerle sufrir una completa metamorfósis.

(...)

La revelación ofrecida por un sabio nunca es cruel. Emana de un amor privado de juicio. Quiere el bien del que pregunta. En ese caso, la revelación no hiere más que a los ojos legañosos, o sea la mirada interior incapaz de soportar el resplandor de la realidad. Por el contrario, el hombre tosco proyecta sobre los demás su propia sombra. Su corazón de piedra lapida al prójimo con agresividad. Nutriéndose de fealdad, se entrega a las charlas cargadas de murmuraciones y de calumnias. Ni unas ni otras alcanzan al hombre de luz. El sabio, como posee un corazón de carne y no de piedra, puede comprender la malignidad. Sin embargo de buen grado se aparta de los hombres vulgares, no por desprecio, sino porque conviene dejarles llevar a cabo sus propias mutaciones.

El hombre orientado a la adquisición de la sabiduría está provisto de discernimiento. No pude confundir las aguas contaminadas con el agua viva. La tragedia está en tratar más o menos vanamente de descubrir la fuente pura. Está oculta y es misteriosa. El error sería querer evacuar el misterio. «Guardad el misterio, y él os guardará», dice una de las Odas de Salomón.

Claro, hay instantes cuya intensidad permite tener una experiencia de las proximidades de la fuente, pero las más de las veces, no descubrimos sino hilillos de agua que corren entre las riberas. Miramos el agua en su movimiento, cuando lo que importaría sería el contemplarla en el brotar de su pureza original. En el desierto árido de la existencia, los puntos de agua coinciden con instantes de eternidad: están en nosotros y, por reflejos, fuera de nosotros. Así, la belleza de la naturaleza nos revela una enseñanza. Una simple hierba iluminada por el sol evoca una vegetación paradisiaca. La fuente luminosa puede filtrarse a través de un rostro iluminado, una mirada de hombre o de animal, un gesto espontáneo o en palabras; un silencio que provenga del corazón, nos alcanza en el centro de nosotros mismos. Una escultura, un cuadro, una melodía, el campaneo de los cencerros de las vacas paciendo en los pastos de la montaña nos devuelven a la memoria lo que olvidamos. Fuera percibimos llamadas. Invitándonos a responder, nos colocan de nuevo en la vía que momentáneamente hemos podido abandonar por distracción, diversión o incluso por olvido. Sin embargo, el hombre no clama su sed más que dentro de sí mismo.

En ciertos casos, quizá cuando el hombre descubre de una manera plena la luminosa fuente que lleva en sí, sea en el instante último de la muerte. Una visión tal depende sin duda de la orientación y de la intensidad de su mirada durante su existencia. Andamos hacia ella; a tientas, pero andamos. A cada paso, la capacidad interior se despliega; la fuente tiene sed de ser bebida, dice Ireneo de Lyon. Si nosotros tenemos sed de beberla, es imposible no encontrarla.