Martín López de Romaña Jenkins

 

Aproximaciones al anhelo de infinito en Miguel de Unamuno

 

Introducción

No se puede comenzar un trabajo de tan breves proporciones sin reconocer antes que el tema elegido es bastante ambicioso. Ciertamente, el anhelo de infinito es el "eje central" (1)del pensamiento de Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936). Al referirnos, en el título del presente trabajo, al "anhelo de infinito" pretendemos englobar no sólo lo que Unamuno llama "hambre de inmortalidad", sino también lo que suele denominar "hambre de Dios" y no haremos mayores distinciones entre estas dos cosas porque el autor no las hace.

El ser humano es un ser escatológico no sólo por estar invitado a una existencia después de la muerte, sino por el hecho de experimentarse como un ser proclive al futuro (2), de sentirse —trastocando un poco las categorías heideggerianas— como un ser para más allá de la muerte. La historia, desde las culturas más primitivas nos muestra inequívocamente un homo religiosus, que construye su existencia siempre en tensión hacia un totum novum necesariamente situado ultratumba.

La Iglesia, a lo largo de dos milenios, ha venido enseñando al ser humano desde el deposito de la fe y de múltiples maneras adaptadas a los tiempos, a verse como un ser abierto a la trascendencia, signado en lo profundo se su ser por un hambre de comunión que sólo se sacia plenamente en el encuentro con Dios Amor. "Conócete, pues, hombre", es el grito que la Iglesia no cesa de lanzar a los cuatro vientos invitando a los hombres y mujeres de todos los tiempos a reconocer en ellos mismos la huella de Dios y el dinamismo teleológico que implica.

El Magisterio reciente remarca esta verdad en incontables ocasiones. El Catecismo de la Iglesia Católica inicia su exposición de la fe, la celebración, la vida y la oración de la Iglesia afirmando con San Agustín y toda la Tradición que el hombre es capaz de Dios. "El deseo de Dios —enseña— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (3). Por su parte, la Gaudium et spes con gran profundidad de visión nos dice que el ser humano "mientras de una parte, como criatura, se siente múltiplemente limitado, por otra parte se da cuenta de que sus aspiraciones no tienen límite y de que está llamado a una vida más elevada" (4).

El anhelo de infinito en las coordenadas unamunianas de fe y razón

Cuando Unamuno, a sus dieciséis años, deja su querida Bilbao y viaja a Madrid para seguir la carrera de Letras es un fervoroso creyente de misa diaria y comunión semanal. La inocente y pura fe de su infancia ha sido acunada en la cadencia de los Rosarios rezados en familia y nutrida en la liturgia de la Iglesia de Santiago.

Es muy joven. Una misteriosa fuerza lo espolea a devorar un libro tras otro, su hambre de saber no conoce límites. Sin embargo, pronto los conocerá —o creerá encontrarse con ellos— al leer a Kant, a Hegel y a otros maestros de la filosofía moderna, verdaderos creadores de sistemas de pensamiento perfectamente coherentes en sí mismos. No tiene a mano nada para defenderse sino una metafísica medianamente aprendida en Balmes y en el Cardenal Ceferino González, a quienes no tiene mucha estima. Percibe que se diluyen los cimientos realistas que fundan su ser y su actuar, que se tambalean en su interior las cinco vías de Santo Tomás con las que comenzaba a aprender el ascenso racional a Dios. La Crítica de la razón pura le sustrae el piso y aún el techo de su existencia y percibe el vértigo que es en realidad la filosofía moderna.

Admira a la Razón, aquella que con mayúscula han escrito los exponentes de la Aufcklährung, pero no soporta la idea de verla como el único horizonte de la vida humana, como la "diosa" que se enseñorea sobre el altar de Notre Dame. No, le es evidente que hay algo más, un sentido más profundo de la vida. Sin embargo, esta razón, cientificista y, valga la redundancia, racionalista, reclama para sí todo lo "real" declarando lo que no cae bajo su espectro de luz como perteneciente a la penumbra de la superstición. A Unamuno le consta que hay algo más, pero los límites que al rededor de su razón han construido sus lecturas le niegan tal pretensión. Ese "misterio", ese "más allá", aquel "dentro" (5) se percibe por la fe y aquí comienza la segunda parte del problema, pues para entender en qué consiste el acto de creer, inexplicablemente, no busca en la doctrina de la Iglesia católica sino en autores protestantes. "En el sector católico —opina Charles Moeller en su lúcido ensayo: "Miguel de Unamuno o la esperanza desesperada"—, [Unamuno] no se interesaba por el problema de la fe, mientras que en el sector protestante, la identificaba con la ‘confianza ciega’, que Ritschl y Harnack atribuían a Lutero. La concepción unamuniana de la fe iba a orientarse hacia el protestantismo liberal y, durante algún tiempo, hacia el modernismo" (6).

Con estos presupuestos en el campo de la fe y la razón —que no son otros que los de la modernidad— no ve posibilidad de síntesis que no le sepa a componenda y él es, ante todo, un hombre honrado que odia las componendas (7). La solución, por tanto, es la no solución, la lucha, la "agonía" (8).

En esta oposición frontal —que cobra en varias páginas de obra de Unamuno el tono de una lucha sin cuartel— "el punto de encuentro es la inmortalidad personal; la razón no la demuestra, mas bien demuestra lo contrario; la fe la desea, la cree, la crea: creer es crear para Unamuno" (9). Para Don Miguel esta lucha amen de desgarradora, es fructífera, más aún, es la garantía de una vida auténtica: "Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidad humana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y verdadera finalidad a ésta. Mas he aquí que en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos. Y va a ser de este abrazo, un abrazo trágico, es decir, entrañadamente amoroso, de donde va a brotar manantial de vida, de una vida seria y terrible" (10).

Por otra parte, si bien Unamuno no recuperó nunca la fe teologal, "su voluntad de creer es todo lo contrario al ateísmo radical" (11). A la luz de lo expuesto, tampoco puede decirse en términos absolutos que no fuera católico. Hernán Benítez difícilmente se equivoca al conceptuar a Unamuno como un hombre que sufría una "terrible lucha entre la cabeza, luteranizada cada vez más, y el corazón, férreamente anclado en el catolicismo de su España" (12).

Como sea que halla sido, estas concepciones alejadas de la ortodoxia le conducen a resbalar aquí y allá en sus aproximaciones a Dios, hombre y mundo. Citamos sólo como un breve ejemplo entre muchos otros que podríamos multiplicar sin dificultad si se tratase de un trabajo más extenso: "y la creencia en un Dios personal y espiritual se basa en la creencia en nuestra propia personalidad y espiritualidad. Porque nos sentimos conciencia, sentimos a Dios conciencia, es decir, persona, y porque anhelamos que nuestra conciencia pueda vivir y ser independiente del cuerpo, creemos que la persona divina vive y es independientemente del Universo, que es su estado de conciencia ad extra" (13).

Algunas características del anhelo de infinito

Hambre de Dios e inmortalidad como "sustancia" del hombre

Aunque las criticara en más de una ocasión, Unamuno se sentía muy cercano a las proposiciones de Spinoza. El trágico judío de origen portugués que nació y vivió en Holanda postuló en su célebre Etica que los seres tienden a permanecer siendo lo que son (in suo esse perseverare conatur) y en el caso del hombre en quien esta tendencia se expresa mediatizada por su conciencia, llega a decir que es el centro constitutivo de su ser (cupiditas est ipsa hominis esentia).

Casi glosando esta proposición, Unamuno profesa su creencia en "en el inmortal origen de este anhelo de inmortalidad que es la sustancia misma de mi alma" (14). El hombre para él es cupiditas; movimiento incesante hacia el infinito y no esencia capaz de ser encasillada entre las coordenadas de género y diferencia específica. Para Unamuno, como para los existencialistas, el hombre de carne y hueso —que según él es el verdadero objeto de la filosofía—, es un ser eminentemente dinámico, pero —a diferencia de la mayoría de ellos— no pierde nunca un fundamento de su ser. El hombre no es sólo una esencia, pero tampoco es una existencia indeterminada e indeterminable.

Para Unamuno "sólo hay un supremo problema moral y práctico, el de ultratumba" (15). También para Albert Camus existía un solo problema filosófico realmente serio, el del suicido —al que no postulaba como necesario pues "hay en la humanidad más cosas nobles que miserables" (16)—. Mucho se ha hablado sobre Unamuno como padre del existencialismo, pero el rector de Salamanca está siempre un paso antes de esta corriente, pues si bien la razón reductivista con la que se aproxima a todo le cierra las puertas del más allá y de Dios, su corazón le sigue mostrando prístina la esperanza en estas dos realidades. Como bien ha notado un comentarista, para Unamuno existen tres soluciones ante el problema de la inmortalidad: "o sé ciertamente que he de morir del todo, y entonces no me queda más que una irremediable desesperación, no una actitud resignada; o me consta ciertamente que no he de morir del todo, y entonces queda solucionado el tragicismo y recobro la tranquilidad del ánimo; o no puedo saber con certeza ni una cosa ni otra, y en este caso no se da otra solución que la lucha" (17). Unamuno mora indiscutiblemente en esta tercera solución, mientras que el existencialismo de Sartre e incluso de Camus y otros se ubica en la primera solución puesto que han decidido de antemano que luego de la muerte el hombre asiste a la disolución de su propia conciencia en la nada (18).

Pocos como Unamuno han sufrido su hambre de trascendencia con tanta intensidad. Entendemos su drama si sabemos descubrir que esa hambre es el quicio de la existencia y que en saciarla o no se juega todo entero el proyecto de la felicidad. Cedamos a la tentación de transcribir algunos textos en los que palpita este anhelo del hombre Unamuno. "El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él aire que respirar. Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!" (19).

"¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más! —exclama Don Miguel—, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!" (20). Este deseo de ser Dios (21) nos sabe a primera vista a egolatría, pero Unamuno lleva hasta el límite su afirmación al citar a renglón seguido el "seréis como dioses" originario (Gen 3,5) y luego lo contrapesa todo con el "Si tan sólo en esta vida hemos de esperar en Cristo, somos los más lastimosos de los hombres" (1Cor 15,19) de San Pablo. Sabe Don Miguel que la vida ultratumba no puede ser posible sino en Dios, más aún: siendo Dios. No se pronuncia sobre el importante detalle de si se puede lograr esta q e o p o i h s i V sin Dios o si necesariamente necesitamos de Él.

Matiz importantísimo que Unamuno da a su reflexión existencial sobre el anhelo de infinito es la descalificación de la disolución en Dios también llamada mística de la aniquilación. "No, no es anegarme en el gran Todo, en la Materia o en la Fuerza infinitas y eternas o en Dios lo que anhelo; no es ser poseído por Dios, sino poseerle, hacerme yo Dios sin dejar de ser el yo que ahora os digo esto. No nos sirven engañifas de monismo; queremos bulto y no sombra de inmortalidad" (22). En ese sentido, señala en un ensayo poco conocido que "como buenos españoles, nuestros místicos sintieron viva y poderosamente la personalidad concreta, y esto les libró de caer en panteístas" y añade "si el conocimiento implica quietud y en ella, más que unión, absorción, el amor exige una cierta separación en la unión misma, gracias a la cual se obtiene el goce" (23).

La memoria de la muerte y la vanidad del mundo

La vida de Unamuno fue una permanente meditatio mortis. La muerte fue para él aquella buena consejera que se cuida más de decir la verdad que de no herir. Gusta citar nuestro autor la copla que dice:

"Cada vez que considero
que me tengo que morir,
tiendo la capa en el suelo
y no me harto de dormir.

¡No! —exclama ante esta actitud— El remedio es considerarlo [el misterio de la muerte] cara a cara" (24). Su Diario íntimo está acribillado de pensamientos en torno a la inminencia de la muerte. Tanto es esto así que, para abreviar, encabezaba con una "M" mayúscula los párrafos destinados a este tema. Oímos allí y en muchísimos otros lugares de la obra de Unamuno los broncos ecos de las coplas de Manrique llamándonos a afrontar con valentía lo que es en realidad la única certeza que tenemos: el morir. Este memento mori adquiere los visos de la obsesión para el rector de Salamanca y en ocasiones lo tortura (25). Sin embargo, desde el desamparo experimentado ante la muerte se percibe una luz nueva y misteriosa. "De lo hondo de esa congoja —nos dice Unamuno—, del abismo del sentimiento de nuestra mortalidad, se sale a luz de otro cielo, como de lo hondo del infierno salió el Dante a volver a ver las estrellas (Inf., XXXIV, 139)" (26).

Amor e inmortalidad

Este "otro cielo" al que conduce la meditatio mortis es para Unamuno el amor. "El sentimiento de la vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano y transitorio, único que rellena y eterniza la vida" (27). La visión unamuniana del amor es compleja y muy discutible, pero es constante en resaltar este papel "redentor" y "regenerador" con respecto a la muerte. El amor "es la única medicina contra la muerte" (28).

Don Miguel atisba, intuye, pero se niega a las precisiones pues son para él sinónimo de fosilización de la vida. "La sed de eternidad —afirma— es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real" (29). Es por demás interesante que Unamuno identifique el hambre de eternidad con el amor. Gabriel Marcell decía que "amar a alguien es decirle: ¡no morirás!". En efecto, el amor exige permanencia e incluso trascendencia. Es duro este lenguaje para la mentalidad actual, signada por el inmediatismo y el hedonismo, pero sólo la apertura a la eternidad —que se manifiesta en la fidelidad— otorga al amor el sello de la autenticidad.

Para el rector de Salamanca el amor nace del dolor: "los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor" (30) y, según su perspectiva, no hay mayor sufrimiento que el descubrir el carácter "fantasmal" de la propia existencia. "Los hombres encendidos en ardiente caridad hacia sus prójimos, es porque llegaron al fondo de su propia miseria, de su propia aparencialidad, de sus naderías, y volviendo luego sus ojos así abiertos, hacia sus semejantes, los vieron también miserables aparenciales, anonadables, y los compadecieron y los amaron" (31). El amor espiritual hacia los demás, uno mismo y el Universo entero es para Don Miguel la compasión ante la constatación de la sensación de ser no más que una sombra, un sueño.

Los que no perciben su hambre, los que se contentan con esta vida

Desde la llamada "crisis del 97" el hambre de inmortalidad se acentúa en Unamuno y se hace permanente, al punto que, con sus habituales trazos dramáticos, escribirá en su Diario: "es un mal del que ya no sanaré". Fundado existencialmente en esta convicción, Unamuno fustiga acremente a quienes a fuerza de sucedáneos y excusas han logrado exiliar a la periferia de su ser el hambre de inmortalidad. Los que no sienten el hambre, los "satisfechos" con este mundo, los que tienen aquí su recompensa y su "reino", fueron para Unamuno los seres más miserables del Universo. Con Pascal llama "monstruos" a quienes se les da un ardite lo que pueda ser de ellos después de la vida presente. "¿Serán de otra madera que yo?" (32), se pregunta con la solitaria angustia de los espíritus profundos.

Forjado en la sinceridad, nuestro autor hace gala de una proverbial agudeza para derrumbar como si fuesen "castillos de tomillo seco" las construcciones que el hombre inventa para tranquilizar su hambre de infinito. "Renombre, ayuda al progreso de la humanidad es sólo un triste consuelo" (33), denuncia. "Triste altruismo" (34) llama a la ilusión de alcanzar la felicidad entregando la vida a una causa intramundana por elevada que sea. El razonamiento es muy sencillo: de qué sirve la gloria si al cabo de pocos años no estaré yo para gozarla, en qué me aprovecha el sacrificio por la Humanidad si acabará lo mismo que yo, o por el Progreso si no lo veré yo en su vertiginoso asenso, que, por lo demás, habrá de acabar algún día.

Los griegos dicen que "lo viril [...] es resignarse a la suerte, y pues no somos inmortales, no queramos serlo; sojuzguémonos a la razón sin acongojarnos por lo irremediable, entenebreciendo y entristeciendo la vida. Esa obsesión, añaden, es una enfermedad" (35). Otros, lo acusan de orgulloso. ¿Quién eres tú, "vil gusano de la tierra" —como llama Pascal en sus arrebatos de rigorismo al ser humano— para ansiar en tu limitación algo que ni tu imaginación alcanza a vislumbrar en lontananza? "Para el universo nada, —reconoce Unamuno, pero añade:— para mí todo". Si lo acusan de egoísta él responde: "¡bendito egoísmo!" (36). "Eso que llamáis egoísmo, es el principio de la gravedad psíquica, el postulado necesario. ‘¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!’, se nos dijo presuponiendo que cada cual se ame a sí mismo; y no se nos dijo, ¡ámate! Y, sin embargo, no sabemos amarnos" (37). "No veo orgullo, ni sano ni insano —dice a su descreído amigo Jiménez Ilundain con el vigor propio de la sinceridad—. Yo no digo que merecemos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to!... Es muy fácil esto de decir: ‘hay que vivir, hay que contentarse con la vida’... ¿y los que no nos contentamos con ella?" (38).

En interesante polémica con Nietzsche y su gratuita idea del cristianismo como "religión de los débiles", nuestro autor revierte genialmente la afirmación observando que, en realidad, "sólo los débiles se resignan a la muerte final, y sustituyen con otro el anhelo de inmortalidad personal. En los fuertes, el ansia de perpetuidad sobrepuja a la duda de lograrla y su rebose de vida se vierte al más allá de la muerte" (39). Para Unamuno, el patético autor de Así hablaba Zaratustra no era más que un hombre que tenía mucho miedo a dejar de ser.

Valoración crítica

La esperanza y la fe de Unamuno

"Me he acostumbrado a hacer esperanza de la desesperación misma", decía Don Miguel usando una de sus más dolientes paradojas. La esperanza cristiana es una virtud muy distinta de la espera humana. La primera se funda en la confianza en Dios que promete, la segunda se asienta sobre la posibilidad. Ocurre algo análogo con las otras dos virtudes teologales.

Moeller decía, contagiado de paradoja, que "la fe de Unamuno se alimenta de dudas, se apoya en ellas hasta cierto punto, mientras que la fe cristiana se nutre de verdades [...] Unamuno sabe que no tiene fe teologal; pero afirma su voluntad de creer, su querer creer" (40).

Unamuno llama a veces al anhelo de infinito "apetito de divinidad", pero "no se trata de un afán de llegar a Dios por él mismo, sino de alcanzar la garantía de la inmortalidad, porque esta es necesaria para vivir la vida pasajera" (41). El quiere creer en un Dios garante de la inmortalidad, pero no sabe descubrir a Dios con la humilde confianza del niño. Pide con gritos desgarrados la humildad, pero lastimosamente no se abre al don que le es entregado. Es el drama de la libertad humana en toda su crudeza el que aquí nos salta a la cara. Se aproxima a Dios con miedo de no hallarlo, reza con un pie detrás. Hace profesión de una fe irracional, libre de apoyos racionales de ningún género, pero nunca acorta la distancia que establece ese "salto inmortal" —como él mismo definía casi con humor al acto de creer—. Es interesante notar que la fe irracional no supone más confianza que la fe que por que cree busca entender y porque entiende busca creer.

Visión reductiva de la percepción del hambre de Dios

Que Don Miguel de Unamuno erró el camino en muchos temas teológicos nadie lo discute, pero lo que no suele hacerse notar con la debida insistencia es que su error fundamental es antropológico.

Con la libertad que da el formular una hipótesis, aventuro que un error capital del accidentado pensamiento unamuniano es la ausencia de unidad en el ser humano. La revelación cristiana presenta al hombre como un ser que creado por Dios en armonía consigo mismo, ha sufrido por el pecado una ruptura a este nivel, pero que el Señor Jesús se ha hecho hombre para volverlo a la unidad. Cristo, es el modelo de hombre unificado, en quien todas las potencias se dirigen armónicamente al cumplimiento obediente y amoroso del Plan del Padre. Precisamente la libertad en Cristo presupone esta armonía, esta posesión de la que los Evangelios nos dan tantos ejemplos.

Probablemente Don Miguel viera en sí y en los demás al hombre corrompido en su más honda intimidad de la antropología pesimista luterana —a la cual se ha visto atraído más de un espíritu escrupuloso— (42)o quizás, influido por Hegel, lo entendiera como un ser dialéctico. El hecho es que Unamuno parte del postulado de la incapacidad del ser humano para unir armónicamente en sí mismo el pensamiento y la vida, la "lógica" y la "cardíaca", lo cual se expresa en la separación entre fe y razón.

Las potencias en el ser humano, si bien han sido des-orientadas por el pecado, responden a un designio originario y pueden, cooperando con la gracia, ser re-orientadas. En otras palabras, la "lógica" y la "cardíaca", aunque lleven entre sí una paradojal relación, pueden apuntar a la misma meta permaneciendo cada una en su ser (43). No había que ver sino el ejemplo del Señor Jesús, de Santa María y de los santos.

Un llamado a percibir el anhelo de infinito como fundamental en la vida humana

"Unamuno ha sido —dice González Caminero—, en un tiempo de insensibilidad ante los valores eternos, uno de los hombres que más se han preocupado del más allá y más de relieve han puesto la necesidad indispensable que el hombre tiene de Dios" (44). En efecto, si algo hay que alabar en Don Miguel es su terca labor de abrir los ojos del espíritu a las gentes no sólo de su época, sino de la actual. Aunque, no abrió él su interior de par en par a la verdad, entendió como una labor de corte religioso —quizás sea mejor decir de corte quijotesco— el despertar el hambre de Dios que dormitaba en sus oyentes y lectores. De aquí la sensación de un jarro de agua fría en la espalda de muchas de sus expresiones.

Según Julián Marías (45), su época tenía como horizonte final —diríamos pseudoescatológico— tres ideas fundamentales, tres entidades absolutas: el Progreso, la Cultura y la Humanidad. El "energúmeno español" —como llamara a nuestro autor Ortega y Gasset— arremetió contra estos absolutos develando la mentira fundamental que escondían: el horizonte último del ser humano no puede ser sino la eternidad y la plenitud de la conciencia individual, todo lo demás, a largo o corto plazo, se manifiesta como decepción.

El panorama actual presenta matices distintos. Los tres absolutos han sido desmentidos por la misma historia del siglo XX, pero enclenques y ruinosos como han quedado, siguen presentándose como horizonte pseudoescatológico para muchos. Para otros ya no queda sino el tedium vitae, vástago del nihilismo. Quizás la mayoría prefiere vivir de metas inmediatas, atrapado en el tráfago de la vida moderna en sus variantes de diversión o supervivencia dependiendo de los recursos que se posean.

Vivimos en tiempos en los que notamos una lamentable "dimisión de lo humano" en un enorme número de personas. "En tiempos —como señala Luis Fernando Figari— en que se ven tantos desarrollos tecnológicos, en que la humanidad cree haber avanzado tanto, el hombre es víctima de un proceso cosificador, sometido a conceptos más propios del mercado o el comercio que de la condición humana, su dignidad y su misión". En tiempos donde abundan quienes Ignace Lepp llama "traidores a su humanidad, ya que se niegan prácticamente a reconocer y asumir el carácter trascendente de su naturaleza".

Hoy es importante volver a oír la voz de Don Miguel de Unamuno llamando con gritos desgarradores a mirar hacia el propio interior y descubrir el hambre de Dios, de eternidad, de amor eternizante y eterno.

Bibliografía

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Unamuno, Miguel de. Recuerdos de niñez y mocedad, quinta edición, Espasa-Calpe S.A. Madrid, 1958.

 

NOTAS

1. Julián Marías señala que "el tema de Unamuno es el hombre en su integridad [...] y, sobre todo, su afán de no morirse nunca enteramente". Marías, Julián. Miguel de Unamuno, Espasa-Calpe Argentina, S.A. segunda edición, Buenos Aires, 1951, p. 22. Por su parte, Del Río, indica que "el ansia de inmortalidad es la clave misma de toda su obra". E. Del Río, La agonía de Unamuno, en El ateísmo contemporáneo, t. I, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1971, p. 738.

2. Ruiz de la Peña, Juan Luis. La Pascua de la Creación, tercera edición, B.A.C., Madrid, 2000, p. 3.

3. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.

4. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 10.

5. Unamuno, Miguel de. Recuerdos de niñez y mocedad, quinta edición, Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1958. p. 129.

6. Moeller, Charles. Cristianismo y literatura en el siglo XX, Gredos, p. 122. Oportuna es la salvaguarda que hace Moeller al aclarar que el acercamiento de Unamuno al modernismo fue "por un tiempo", pues no es más que un efímero coqueteo con las ideas de Loysi y Le Roy. Era imposible pasar de una componenda artificiosa entre la conflictiva "unión" entre fe y razón de Unamuno y el intento errado de síntesis entre estas dos realidades que pretendió el modernismo y no pasó de ser un "sincretismo", donde salía perdiendo no sólo la fe, sino también la razón.

7. Hernán Benitez resume este drama con ingenio no exento de precisión: "¿Qué se halla en el trasfondo religioso de Unamuno? Un racionalismo luterano condimentado con romanticismo de Kierkegaard. ¿Qué filosofía sirve de base a ese armatoste teológico? Un idealismo cordialista, vivaracha poetización de Spinoza, Kant y Hegel. ¿Por dónde le ganaron los teólogos protestantes? Por el corazón. Pintáronle materialista la Iglesia y algebraica la escolástica, en contraposición con el evangelismo intrahistórico protestante que en esta tierra es vida, devenir y ensueño. ¿Por qué no logró salir airoso del engaño? Porque desgraciadamente estaba ayuno de historia de los dogmas, terreno en el que el protestantismo racionalista planteó la controversia con los católicos, en la segunda mitad del pasado siglo. Aunque, a decir verdad, el protestantismo le presentaba batalla a Unamuno en el campo teológico, no lo hallaba mejor armado". Benítez, Hernán. El drama religioso de Unamuno, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1949. p. 154.

8. Para Unamuno en el sentido de a g w n : lucha.

9. Hirschberger, Johannes. Historia de la filosofía, t. II. Herder, Barcelona, 1994, p. 507.

10. Unamuno, Miguel de. El sentimiento trágico de la vida, Aguilar, Madrid, 1987. p 103. (utilizaré en adelante las siglas "st").

11. Moeller, ob. cit, p. 112.

12. Benítez, Hernán, ob. cit. p. 15.

13. ST a 143.

14. ST 309. Con respecto a la substanciación del hombre en su anhelo de infinito, suscribo un expresivo texto de texto de Luis Fernando Figari para quien el hambre de infinito es "la realidad más profunda del ser humano [...] se trata de una dimensión constitutiva, real, que desde lo fondal de uno mismo apunta a la plenitud de la persona en el encuentro con la realidad trascendente desde la cual todo recibe sentido". Figari, Luis Fernando. Nostalgia de infinito, Lima, Fondo Editorial, 2002, p. 8.

15. Unamuno, Miguel de. Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 150 (utilizaré en adelante la sigla

16. Ver en "La Peste": "... y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".

17. Esclasans, Agustín. Miguel de Unamuno, Editorial Juventud Argentina S.A. Buenos Aires, 1947, p. 90.

18. Cabe aclarar que a los creyentes, aunque no se nos ahorren las más hondas angustias y los riesgos interiores, sabemos que no moriremos del todo y recibimos por ello la "tranquilidad del ánimo" que hizo capaces de salir cantando a enfrentar la muerte en el Coliseo a quienes nos precedieron en la fe.

19. ST 301.

20. ST 302.

21. Con toda probabilidad Unamuno tiene como telón de fondo la doctrina católica —tan cara a los Padres orientales y sobre todo a San Atanasio— de la q e o p o i h s i V .

22. ST 308.

23. Unamuno, Miguel de. La mística española, en Biblioteca Internacional de Obras Famosas, t.III, p. 3605-3606.

24. ST 305.

25. En ocasiones, parece Unamuno olvidar que este mundo tiene el enorme valor de ser camino para el otro y que no hay una separación absoluta entre las realidades terrenas y la Patria celeste. Quizás no hiciera tanto caso, después de todo, al siguiente verso de Manrique: "Este mundo es el camino/ para el otro, que es morada/ sin pesar;/ mas cumple tener buen tino/ para andar esta jornada/ sin errar".

26. ST 304.

27. ST 302.

28. ST a 126.

29. ST 302.

30. ST a 127.

31. ST a 131.

32. D 106.

33. ver D 122.

34. D 100.

35. ST 311.

36. D 124.

37. ST 307.

38. Unamuno, Miguel de. Cartas a Jiménez Ilundain, en Revista de la Universidad de Bs. Aires, Fasc. 9, p.76.

39. ST 311

40. Moeller, ob. cit, p.111. El crítico opina que Unamuno erró su búsqueda de síntesis entre fe y razón, al no buscar en el pensamiento católico de fines del siglo XIX, en especial en el del Cardenal Mercier y de Mauricio Blondel. "en vez de buscar por este lado, se inspiró casi exclusivamente en el pensamiento alemán contemporáneo", p 122.

41. Marías, ob. cit. p. 193.

42. Es curioso notar, sin embargo, el casi inexistente peso que da Unamuno al tema del pecado.

43. Unamuno veía muy mal los intentos de armonizar fe y razón, en especial a aquel gran intento que fue la escolástica. Con toda probabilidad fundado en sus convicciones filoprotestantes tiene una muy mala opinión de ella, a la cual llama satíricamente "abogacía". "La escolástica —dice—, magnífica catedral con todos los problemas de mecánica arquitectónica resueltos por los siglos, pero catedral de adobe, llevó poco a poco a eso que llaman teología natural, y no es sino cristianismo despotencializado Buscose apoyar hasta donde fuese posible racionalmente los dogmas; mostrar por lo menos que si bien sobrerracionales, no eran contrarracionales, y se les ha puesto un basamento filosófico de filosofía aristotélico-neoplatónica-estoica del siglo XIII; que tal es el tomismo, recomendado por León XIII." st a 74. En otro lugar señala: "La solución católica de nuestro problema, de nuestro único problema vital, del problema de la inmortalidad y salvación eterna del alma individual, satisface a la voluntad, y, por lo tanto, a la vida; pero al querer racionalizarla con la teología dogmática, no satisface a la razón. Y esta tiene sus exigencias, tan imperiosas como las de la vida. No sirve querer forzarse a reconocer sobrerracional lo que claramente se nos aparece contrarracional, ni sirve querer hacerse carbonero el que no lo es". st a 77.

44. González Caminero, Nemesio. Unamuno, en El ateísmo contemporáneo, t. II, Ediciones Cristiandad, Madrid 1971, p. 290.

45. Marías, Julián. Prologo a Obras Selectas de Miguel de Unamuno, Editorial Pléyade, Madrid, 1946. p. 23.

 

Benítez, Hernán. El drama religioso de Unamuno, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1949. p. 154.

Catecismo de la Iglesia Católica.

Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes.

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Unamuno, Miguel de. Recuerdos de niñez y mocedad, quinta edición, Espasa-Calpe S.A. Madrid, 1958.

 

1. Julián Marías señala que "el tema de Unamuno es el hombre en su integridad [...] y, sobre todo, su afán de no morirse nunca enteramente". Marías, Julián. Miguel de Unamuno, Espasa-Calpe Argentina, S.A. segunda edición, Buenos Aires, 1951, p. 22. Por su parte, Del Río, indica que "el ansia de inmortalidad es la clave misma de toda su obra". E. Del Río, La agonía de Unamuno, en El ateísmo contemporáneo, t. I, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1971, p. 738.

2. Ruiz de la Peña, Juan Luis. La Pascua de la Creación, tercera edición, B.A.C., Madrid, 2000, p. 3.

3. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.

4. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 10.

5. Unamuno, Miguel de. Recuerdos de niñez y mocedad, quinta edición, Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1958. p. 129.

6. Moeller, Charles. Cristianismo y literatura en el siglo XX, Gredos, p. 122. Oportuna es la salvaguarda que hace Moeller al aclarar que el acercamiento de Unamuno al modernismo fue "por un tiempo", pues no es más que un efímero coqueteo con las ideas de Loysi y Le Roy. Era imposible pasar de una componenda artificiosa entre la conflictiva "unión" entre fe y razón de Unamuno y el intento errado de síntesis entre estas dos realidades que pretendió el modernismo y no pasó de ser un "sincretismo", donde salía perdiendo no sólo la fe, sino también la razón.

7. Hernán Benitez resume este drama con ingenio no exento de precisión: "¿Qué se halla en el trasfondo religioso de Unamuno? Un racionalismo luterano condimentado con romanticismo de Kierkegaard. ¿Qué filosofía sirve de base a ese armatoste teológico? Un idealismo cordialista, vivaracha poetización de Spinoza, Kant y Hegel. ¿Por dónde le ganaron los teólogos protestantes? Por el corazón. Pintáronle materialista la Iglesia y algebraica la escolástica, en contraposición con el evangelismo intrahistórico protestante que en esta tierra es vida, devenir y ensueño. ¿Por qué no logró salir airoso del engaño? Porque desgraciadamente estaba ayuno de historia de los dogmas, terreno en el que el protestantismo racionalista planteó la controversia con los católicos, en la segunda mitad del pasado siglo. Aunque, a decir verdad, el protestantismo le presentaba batalla a Unamuno en el campo teológico, no lo hallaba mejor armado". Benítez, Hernán. El drama religioso de Unamuno, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1949. p. 154.

8. Para Unamuno en el sentido de a g w n : lucha.

9. Hirschberger, Johannes. Historia de la filosofía, t. II. Herder, Barcelona, 1994, p. 507.

10. Unamuno, Miguel de. El sentimiento trágico de la vida, Aguilar, Madrid, 1987. p 103. (utilizaré en adelante las siglas "st").

11. Moeller, ob. cit, p. 112.

12. Benítez, Hernán, ob. cit. p. 15.

13. ST a 143.

14. ST 309. Con respecto a la substanciación del hombre en su anhelo de infinito, suscribo un expresivo texto de texto de Luis Fernando Figari para quien el hambre de infinito es "la realidad más profunda del ser humano [...] se trata de una dimensión constitutiva, real, que desde lo fondal de uno mismo apunta a la plenitud de la persona en el encuentro con la realidad trascendente desde la cual todo recibe sentido". Figari, Luis Fernando. Nostalgia de infinito, Lima, Fondo Editorial, 2002, p. 8.

15. Unamuno, Miguel de. Diario íntimo, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 150 (utilizaré en adelante la sigla

16. Ver en "La Peste": "... y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".

17. Esclasans, Agustín. Miguel de Unamuno, Editorial Juventud Argentina S.A. Buenos Aires, 1947, p. 90.

18. Cabe aclarar que a los creyentes, aunque no se nos ahorren las más hondas angustias y los riesgos interiores, sabemos que no moriremos del todo y recibimos por ello la "tranquilidad del ánimo" que hizo capaces de salir cantando a enfrentar la muerte en el Coliseo a quienes nos precedieron en la fe.

19. ST 301.

20. ST 302.

21. Con toda probabilidad Unamuno tiene como telón de fondo la doctrina católica —tan cara a los Padres orientales y sobre todo a San Atanasio— de la q e o p o i h s i V .

22. ST 308.

23. Unamuno, Miguel de. La mística española, en Biblioteca Internacional de Obras Famosas, t.III, p. 3605-3606.

24. ST 305.

25. En ocasiones, parece Unamuno olvidar que este mundo tiene el enorme valor de ser camino para el otro y que no hay una separación absoluta entre las realidades terrenas y la Patria celeste. Quizás no hiciera tanto caso, después de todo, al siguiente verso de Manrique: "Este mundo es el camino/ para el otro, que es morada/ sin pesar;/ mas cumple tener buen tino/ para andar esta jornada/ sin errar".

26. ST 304.

27. ST 302.

28. ST a 126.

29. ST 302.

30. ST a 127.

31. ST a 131.

32. D 106.

33. ver D 122.

34. D 100.

35. ST 311.

36. D 124.

37. ST 307.

38. Unamuno, Miguel de. Cartas a Jiménez Ilundain, en Revista de la Universidad de Bs. Aires, Fasc. 9, p.76.

39. ST 311

40. Moeller, ob. cit, p.111. El crítico opina que Unamuno erró su búsqueda de síntesis entre fe y razón, al no buscar en el pensamiento católico de fines del siglo XIX, en especial en el del Cardenal Mercier y de Mauricio Blondel. "en vez de buscar por este lado, se inspiró casi exclusivamente en el pensamiento alemán contemporáneo", p 122.

41. Marías, ob. cit. p. 193.

42. Es curioso notar, sin embargo, el casi inexistente peso que da Unamuno al tema del pecado.

43. Unamuno veía muy mal los intentos de armonizar fe y razón, en especial a aquel gran intento que fue la escolástica. Con toda probabilidad fundado en sus convicciones filoprotestantes tiene una muy mala opinión de ella, a la cual llama satíricamente "abogacía". "La escolástica —dice—, magnífica catedral con todos los problemas de mecánica arquitectónica resueltos por los siglos, pero catedral de adobe, llevó poco a poco a eso que llaman teología natural, y no es sino cristianismo despotencializado Buscose apoyar hasta donde fuese posible racionalmente los dogmas; mostrar por lo menos que si bien sobrerracionales, no eran contrarracionales, y se les ha puesto un basamento filosófico de filosofía aristotélico-neoplatónica-estoica del siglo XIII; que tal es el tomismo, recomendado por León XIII." st a 74. En otro lugar señala: "La solución católica de nuestro problema, de nuestro único problema vital, del problema de la inmortalidad y salvación eterna del alma individual, satisface a la voluntad, y, por lo tanto, a la vida; pero al querer racionalizarla con la teología dogmática, no satisface a la razón. Y esta tiene sus exigencias, tan imperiosas como las de la vida. No sirve querer forzarse a reconocer sobrerracional lo que claramente se nos aparece contrarracional, ni sirve querer hacerse carbonero el que no lo es". st a 77.

44. González Caminero, Nemesio. Unamuno, en El ateísmo contemporáneo, t. II, Ediciones Cristiandad, Madrid 1971, p. 290.

45. Marías, Julián. Prologo a Obras Selectas de Miguel de Unamuno, Editorial Pléyade, Madrid, 1946. p. 23.

Tomado de http://www.parresia.org/literatura/lit_01.htm