VIRTUD
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. La virtud: 
1.
La historia del término; 
2. Valoraciones contrastantes contemporáneas sobre la importancia de la virtud; 
3. El problema. 

II. El organismo virtuoso: 
1.
Los elementos que estructuran la virtud: 
    a)
La virtud está ordenada al obrar, 
    b)
La virtud connaturaliza con el bien, 
    c) La virtud es estilo de búsqueda y de fidelidad; 
2. Personas y partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,4). Virtudes infusas y adquiridas: distinción y relación; 
3. Las principales categorías de virtud: 
    a)
Las virtudes teologales y los dones del Espirita Santo, 
    b)
La virtud en la inteligencia, 
    c) Las virtudes morales-cardinales. 

III. Educarse en la virtud: ser virtuosos.


 

I. La virtud

1, LA HISTORIA DEL TÉRMINO. En el lenguaje ético y religioso, virtud indica ya sea los bienes que las personas justas y rectas persiguen, ya las prerrogativas de que están dotadas y las cualidades en virtud de las cuales realizan el bien. Es preferentemente esta última la acepción que aquí se analiza.

La historia del término es muy compleja. La virtud para los griegos es la areté, el calificativo de las personas cultivadas rectamente. Los filólogos han descubierto sus huellas en algunas antiquísimas raíces indoeuropeas. O. Bauerfeind (GLNT I, 1219-1227) indica seis acepciones diversas de este polisema: operación o dote excelente; coraje, valor militar, mérito, título honorífico; acto por el cual Dios se da a conocer; gloria y felicidad; bien al que hay que tender. Ya Platón (427-347 a.C.) usa areté en la acepción que luego se hará preferente, de prerrogativa del espíritu humano. Aristóteles (384-322 a.C.), en la Ética a Nicómaco, presenta su elaboración más completa. La describe como la actitud permanente para realizar bien el bien, por ejemplo para ser justos. "Debe decirse, pues, que toda virtud (areté) perfecciona el buen conducirse de aquel ser del que es virtud, y hace estimable su operación" (1I, 6, 1106a, 14ss): La areté es una forma específica de exés, habitus: la propensión pronta y estable a obrar (I, 13, 1103a, 9) es el habitas del justo medio (II,6,11066,36).

El equivalente latino de areté es virtus, que, por ejemplo, en Cicerón (106-43 a.C.) connota contemporáneamente madurez y fuerza: vir y vis: la persona madura y fuerte es la que es plenamente ella misma y goza de las prerrogativas necesarias para realizar sus propios deberes civiles y humanos, a pesar de los obstáculos y las dificultades. "Appelata est enim ex viro virtus: viri autem propria maxime est fortitudo"(Tusculane II,18).

Es de gran interés la reconstrucción de la evolución y de la elaboración de este concepto; ellas manifiestan el camino recorrido por el pensamiento humano para llegar a una visión orgánica del proceso a través del cual el ser humano tiende a su perfección.

En la tradición bíblica se encuentran abundantemente todos los elementos que integran el concepto de virtud. Sin embargo, el término como tal está casi ausente. En el NT se encuentra sólo en Flp 4,8; 2Pe 1,5; 1 Pe 2,9. El término más afín es dynamis, traducido también él no al azar, en latín, por, virtus.

La situación cambia con los Padres griegos y latinos. Éstos usan el término en una acepción muy variada. Denominan virtud los frutos del Espíritu, las obras bellas y buenas de los creyentes. En la línea de una tradición atestiguada ya por Filón (20 a.C.-50 d.C.), (Legum Alleg., I, 52, 48.49), que consideraba estas prerrogativas-como las dotes plantadas y perfeccionadas en el alma por la potencia de Dios, comienzan a dar aula virtud un importante realce en su enseñanza relativa al progreso -en el bien y a la lucha contra los vicios y las pasiones (if en bib1. T. Spidlik).

Agustín (334-430) (II de Libero Arbitrio, c. 19: PL .32,1268; VI de Trinitate; c. 4: PL 42,927); Ambrosio 1339-397) (Super Lucam,1. 5, c. 6, 20ss: PL 15,1653C); Gregorio (540604) (Morelia: PL 76) son los testigos más importantes de la atención, cada vez más explícita y detallada, a la realidad de la virtud. 

La introducción del término en la tradición teológica fue también lenta. O. Lottiri ha descrito algunas etapas de este proceso (if Les premiéres définitions el classifications des vertus au Moyen Age).

Las definiciones más comunes en aquel tiempo fueron la ya citada, de origen aristotélico: "Virtud es lo que hace bueno al que la posee y buena la obra que realiza", y otra, inspirada en Agustín (De libero arbitrio II 19: PL 32,1268), es conocida en la formulación que tuvo en las Sentencias de Pedro Lombardo: "La virtud es una buena cualidad de la mente, por la cual se vive rectamente, de la que nadie usa mal, que Dios obra en nosotros sin nosotros" (11 S., d. 27, a. 2; cf SANTO ToM.4s, S. Th., I-II; q. 55, a. 4).

El alcance y el valor de estas descripciones varían según la concepción teo-antropológica de los autores que las adoptan en su síntesis. Tomás de Aquino trata de la virtud en diversos contextos. Es el tema de una "quaestio disputata": De Virtutibus in communi; habla de ella en el Cvmentario al libro II de las Sentencias (II S., d. 27, a. 1; III S., 23, q. 1). Sin embargo es en la S. Th., I-II (qq. 5570) y en la II-II (qq. 1-170) donde expone del modo más completo su visión sobre el organismo virtuoso.

Según ha ido avanzando la-reflexión teológica, los términos virtud y hábito han adquirido una cualificación cada vez más específica, técnica, variada y rica. Se dice, por ejemplo, que todas las virtudes son hábitos, pera no todos los hábitos son.virtudes: La gracia se considera un habitas entitatvo, distinto de los operativos de las virtudes, pero no se la llama virtud.

Las virtudes intelectuales son virtudes, aunque en sí mismas no dicen relación al bien moral. En el campo opuesto, los vicios son hábitos que corrompen, no constituyen al sujeto.

Se trata, pues, de términos análogos, que en los diversos casos asumen una connotación específica que contextualiza su alcance y que, en conjunto, evidencian la rica pregnancia de estas prerrogativas del espíritu humano.

En español los términos que expresan estas realidades son costumbre, hábito y virtud; los dos primeros más que traducir descubren su pregnante riqueza (cf S. PINeKAERS, La virtud es todo menos una costumbre). La única afinidad . entre costumbre y hábito la constituye la referencia a la constancia y estabilidad implícita en los dos términos. La costumbre, sin embargo; se sitúa- en la línea del instinto, de la reiteración, de la no voluntariedad; en cambio, el hábito connota esencialmente dominio de sí y de los dinamismos propios, capacidad de acción responsable, humana y humanizadora; libertad liberada en la orientación al bien, en el asentimiento a él, en estar en las propias manos de modo que se realicen con fidelidad sus exigencias. R. Guardini, a propósito de Tugend (virtud), observaba: "Si tuviésemos en nuestra lengua otra palabra, la habríamos usado; pero no tiene más que ésta. Queremos, sin embargo, ponernos de acuerdo sobre el hecho de que oculta un significado vivo y hermoso. ¿Qué significa, pues?" (La virtú, 21-32).

2. VALORACIONES CONTRASTANTES CONTEMPORÁNEAS SOBRE LA IMPORTANCIA DE LA VIRTUD. a) Hace algunos años, muchos hubieran suscrito la observación de P. Valéry: "La palabra virtud ha muerto, o al menos está muriendo. No se pronuncia casi nunca... Por lo que a mí respecta... no la he oído sino muy rara vez, y siempre en tono irónico" (Variété en Oeuvres I, París 1957, 940). Y Lalande le hacía eco: "Las palabras virtud y virtuoso tienden, según parece, a desaparecer del lenguaje moral contemporáneo. Se las usa sólo en las expresiones consagradas o bien se añade una fórmula que recuerda esta semifalta de costumbre" (Dizionario critico di filosofía, Ist. ed. Internazionale, 1971, voz Virtud).

La ausencia de la voz virtud en muchos diccionarios teológicos y el papel del todo secundario que se le reserva en diversas obras contemporáneas de teología moral confirman estas valoraciones.

Esta mengua de consenso y la resonancia extraña y moralista de este fuerte término son fruto de la compleja metamorfosis que ha experimentado en el curso de la historia y que lo ha llevado a adoptar las connotaciones que todavía hoy le son inherentes. Es un fenómeno que constituye la confluencia de muchos factores.

En muchos contextos, la virtud se ha convertido en la prerrogativa reservada de las personas virtuosas, dedicadas a la vida devota, inculcada muy a menudo en una perspectiva pietista e intimista, presentada como sinónimo de renuncia y de control de los sentimientos, de obediencia a las directrices, etc. En otros, la actividad moral ha sido vista en la óptica de la teoría de los deberes de Kant (Crítica de la razón práctica), o bien valorada en sus efectos transitivos más que como actuación de toda la persona en el bien, en relación con los fines con los que se relaciona, a saber: la unión con Dios y el bien interhumano; se la ha reducido a una regulación de actos, desconociendo la maduración y la formación de las personas que lo realizan (cf O. H. PESCH, Teología de las virtudes y virtudes teológicas, 459-480). Otras veces la virtud ha adoptado una connotación preferentemente psicológica, como si el intento que se ha de perseguir fuese el equilibrio psíquico más que el consentimiento, amoroso e inteligente, al bien, entendido no como sinónimo de deber abstracto, sino como mundo de personas con las cuales permanecer en relación, por fidelidad a la propia vocación humana (cf F. GARELLI, Una morale senza virtú).

Precomprensiones de este o de otro tipo prejuzgan la propuesta sobre la virtud y no favorecen las condiciones en las cuales la referencia a ella desafía a comunidades y a personas a permanecer en la realidad para compartir gozos y temores en la línea de la misión humana en la historia. Es siempre una tarea abierta la operación indicada por Max Scheler "para una rehabilitación de la virtud" (en Crisi dei valori, trad. F. STERNHEIM, Bompiani, Milán 1938):

b) En estos últimos años la situación está cambiando. Se revisa el tema con nueva atención. La bibliografía recogida por J.-C. Wolf (Bibliografía sobre "virtud"y "virtudes" ; 507-511), evidencia un interés atento y creciente, que, sobre todo en la cultura angloamericana, se desarrolla respecto a esta categoría.

Diversos autores no se limitan a destacar la importancia de una ética de la virtud; buscan las condiciones en las cuales puede realizarse. J. Coleman, por ejemplo, siguiendo a A. Mac Intyre, R. Bellah, S. Hauerwas (cf bibl.), estima que esta categoría moral está descuidada, porque sus supuestos (comunidad auténtica, comprensión teleológica de la realidad, unidad narrativa de la existencia considerada en su globalidad, tradición) no están en sintonía con los fundamentos ideológicos predominantes en la sociedad posmoderna y con las instituciones industriales avanzadas. La vuelta a la virtud no puede realizarse si no es en él contexto de la decisión de ser una contracultura que desenmascara y critica los caracteres básicos de la sociedad moderna avanzada. "Para renovar el lenguaje de la virtud es preciso renovar la sociedad" (J. Coleman, Valores y virtudes en las sociedades avanzadas en Con 211 [1987], 365-380). También, O.H. Pesch (a.c., 459ss), reflexionando específicamente sobre las virtudes teologales, estima que la teoría del hábito y de la virtud es decisiva para fundar una ética teológica, o sea para hacer concreto el obrar humano.

3. EL PROBLEMA. La realidad es compleja. Ni la ausencia ni la presencia del término virtud en autores, áreas culturales y períodos de la historia son índice adecuado de la importancia reconocida a la realidad que indica.

En general, los términos del lenguaje moral en uso se cargan de valores negativos, y la tendencia común lleva a no usarlos en vez de aclarar su verdad. De este modo se evita una incomprensión, pero se permanece privados de la aportación de la temática que el lenguaje transmite.

Para conocer y comunicar, tenemos necesidad de términos adecuados; su falta o su uso indebido incide en la relación con la realidad que connotan. Esta exigencia en el mundo contemporáneo se impone con rigor y urgencia inéditos. Es preciso replantear la educación de las personas y de los pueblos e indicar los caminos para ser capaces de vivir en paz, para alimentar el coraje y la alegría de vivir juntos dentro de las indiferencias, para hacer frente a las exigencias ecológicas, biológicas y existenciales. Esto no puede verificarse si no madura el consenso común sobre los proyectos de vida, los fines próximos y últimos y los caminos del bien humano.

Los problemas verdaderos son ineludibles. Resolverlos significa afrontarlos racionalmente, no emotivamente, en la complejidad y en verdad. El consenso verbal, el silencio o la represión, la alternativa acrítica: virtud sí, virtud no, impiden que se aclaren los problemas relativos a la perfección humana. En el contexto teológico-moral la cuestión es antropoteológica, no léxica; es de contenido, no formal.

La visión cristiana de la vida orientó y legitimó la operación que la teología realizó en los siglos xi y xii, cuando se sirvió de la virtud para interpretar y reproponer el mensaje revelado dirigido al crecimiento de un pueblo obediente a Dios y responsable en la historia.

La revelación habla a la humanidad para educarla en responder conscientemente a la llamada que Dios le dirige en la creación y en Jesucristo. El pueblo regenerado en la resurrección de Jesucristo actualiza su propia realidad de imagen cuando es responsable de sí, cuando se acepta como principio de su dinamismo y lo orienta concretamente, no de modo veleidoso, por el camino del bien en un querer que se hace proyecto y que se encarna en la actuación justa y amistosa. La sintonía entre esta intuición teológica y las opciones antropológicas (p.ej., la de Aristóteles, que estructura también la propuesta sobre el obrar justo basándose en la referencia a la virtud) es un dato que hace reflexionar. Él favorece el evidenciar y profundizar los valores y el alcance de esta convergencia, sobre todo en el actual giro de la historia, caracterizado por la dimensión planetaria que asumen los problemas humanos y por la urgencia de hacer convergentes y comunicantes las propuestas relativas a su solución..

La Iglesia se proyecta como Iglesia de Iglesias, llamada a crecer como misterio, comunión y misión; ella repite de modo inequívoco que todos los fieles están llamados a la santidad vivida en las fronteras de la historia; la humanidad, en la múltiple variedad de los pueblos y de las culturas, se siente cada vez más atraída y atemorizada por el futuro y se ve desafiada por la urgencia a educarse en nuevos estilos personales de vida, en nuevos órdenes de comunicación entre los pueblos para una nueva presencia en la creación. Las exigencias de esta tendencia planetaria al bien humano y la necesidad de cooperar para secundarla y realizarla llevan a considerar en perspectiva diversa los elementos que han estructurado diversas tradiciones culturales, a liberarlos de las incrustaciones- que los deforman para asumir los estímulos que -transportan.

La propuesta sobre la virtud se vuelve pregnante en las.comunidades si toman conciencia de su vocación en el contexto del designio de Dios revelado en Jesucristo y si obedecen a la misión de autenticar estilos concretos de fidelidad a la condición humana superando la alternativa entre realización de sí, consenso a Dios y solicitud por el bien humano. 

El contexto de la teología sobre la virtud es el misterio manifestado en Cristo Jesús (Ef 1,10), el crecimiento de la humanidad y la liberación de la creación. La vida en Cristo crece en la sintonía permanente, espontánea y efectiva, no veleidosa, con todas las realidades; se desarrolla armonizando la unión con Dios y el compromiso convergente, constante y gozoso por el crecimiento personal en el bien.

Moral del objeto, del fin, de la persona, de la contextualidad histórica deben convertirse en contexto indiviso de la perfección varia y múltiple de los dinamismos que estructuran la persona.

La humanidad no nace perfecta; puede llegar a serlo; no llega a serlo por herencia o al azar; no renuncia impunemente a la alta responsabilidad de caminar en la verdad y en la bondad. Se trata de una responsabilidad que nadie puede delegar, de la cual nadie puede verse exonerado, que nadie realiza si trampea consigo mismo o con la realidad-, que nadie desatiende en vano. El que se sustrae a su cometido humano ¡lo se realiza y traiciona su vocación, perjudica a la comunidad y frustra el plan de Dios. Aspira a ser humano y fiel el que con valor, perseverancia y alegría se construye como persona, se sustrae a los arbitrios de las tendencias irracionales, se vincula a la creatividad fiel en Dios, "en el cual vivimos, nos movemos y existimos" (He 17,28), mantiene relaciones justas y amistosas, discierne y afronta los obstáculos que se oponen y retrasan el bien humano, piensa, ama y realiza proyectos humanizantes. Personas y pueblos, como las catedrales, difieren por el estilo de armonizar estos elementos estructurales suyos.

La dificultad de proponer hoy la virtud es de signo opuesto a la que contrastó su entrada en el mundo teológico. Entonces parecía que dejaba demasiado espacio a la inventiva e impedía subrayar adecuadamente la obra de Dios; ahora parece que vincula a las personas, inhibe la espontaneidad, como si ésta existiera sólo en un contexto de total indeterminación. La llamada a realizarse, a expresarse libremente, es común a los diversos movimientos de autoafirmación. La cuestión es otra. Se trata de discernir las condiciones que contextualizan la verdad del vivir, y de decidir, basándose en ellas, el camino del pueblo de Dios.

La paz entre los pueblos está subordinada a la fidelidad a la verdad sinceramente buscada, amada y seguida. Es el núcleo de la teología sobre la virtud.

II. El organismo virtuoso

1. LOS ELEMENTOS QUE ESTRUCTURAN LA VIRTUD. a) La virtud está ordenada al obrar. Uno de los datos más importantes en la teoría de la virtud es el que la considera ordenada al obrar, bien: es principio de actos humanos buenos, hace bueno al que obra y las obras que realiza. Es un dato complejo, y hay que precisarlo.

El obrar del que se trata, antes del transitivo (facere), a través del cual la persona transforma y perfecciona la realidad, es el agere en el que ella se realiza en la relación al bien con todas sus facultades y posibilidades; se cualifica en la prerrogativa de principio verdadero, aunque no primero y único, de la propia orientación existencial.

La persona, en cuanto imagen de Dios, está estructurada para ser en acto ella misma. "Siendo la sustancia de Dios su acción, la suma asimilación del ser humano a Dios se realiza según la operación. Y por esto se dice que la felicidad o bienaventuranza, en la cual el ser humano se conforma a Dios del modo supremo, y que es el fin de la vida humana, consiste en una operación" (SANTO TOMÁS, S. Th., 1-11, q. 55, a. 2, ad 3).

La virtud pertenece al género de la cualidad; realiza a la persona de acuerdo con su propia vocación personal; le confiere dominio de sí, sintonía con el bien, capacidad para vivir relaciones inteligentes y libres en la humanidad, con Dios, para promover la perfección del universo.

El agere realiza a la persona a través de la transformación que se opera en ella por el hecho de ratificar la pertenencia a la condición humana; se deja amar, habitar, transformar por el bien supremo al que asiente, se acoge a la vitalidad de quien la atrae y la funda en su condición en el contexto de las relaciones que configuran su presencia en la realidad.

Asentir libremente, al bien es querer orientar la vida propia en conformidad con sus exigencias. La acción buena no es una actividad cualquiera; es fundamentalmente comunión de conocimiento y de amor con el bien supremo, tal como el agente lo conoce y lo acoge. La acción moral no es adhesión a un sistema de pensamiento o la adquisición de una técnica; es gravitar personalmente en el mundo de Dios, dejarse conformar a él, secundar su moción, crecer en la disponibilidad de la escucha, en la decisión de orientar la vida propia según los indicativos que acepta de él. Esta actitud compleja cualifica al agente y las obras que realiza en coherencia con su condición.

Cuando la persona sigue este planteamiento de vida, adquiere estabilidad y rigor, y los actos que realiza, más que momentos puntuales, se convierten en expresión de relación, en estilo de comunión, en tendencia a la verdad y al bien. Los dinamismos a través de los cuales se cualifica la capacidad de obrar bien tienen valor y estructura propia y se distinguen de acuerdo con las metas que los especifican. Las relaciones amistosas, de confianza, de justicia, de gratitud y de respeto son todas ellas humanas y difieren de modo inequívoco unas de otras. Esta orientación al bien es permanente; perdura también cuando la persona, como; por ejemplo, en el sueño, no realiza concretamente sus exigencias. Obrar en acto no es el único momento humanizante: Son tales también los paréntesis de silencio; las fases en las cuales la persona vive la gestación de una disponibilidad más intensa al bien. Este silencio vigilante no hay que confundirlo con el rechazo y la omisión de la actividad, índice de indiferencia, tibieza (Ap 3,16) y falta de vitalidad (cf Jn 15,2-6) que caracterizan a quienes, aunque no abdiquen del todo de sus propias responsabilidades, desatienden de hecho sus exigencias.

A pesar de ello, es cierto que la virtud crece cuando la persona obra de hecho y se abre con aportación personal al influjo del bien. El obrar perfecciona a quien al vivirlo actualiza en verdad y sinceridad sus propias virtualidades de acción, en la docilidad a la realidad y al bien.

El acto moral tiene estructura relacional; la madurez que confiere se realiza bajo el influjo de aquellos con quienes la persona entra en relación. Este dato adquiere importancia específica en las actuaciones en las cuales la persona consiente a Dios que la une a sí. La perfección humana es perfección de comunión y crece en la interrelación de quienes concurren a construirla.

Para la persona, quererse a sí misma es querer el bien de la comunidad-en que vive, y -viceversa. Obrar virtuosamente es crecer en verdad, avanzaren el camino de la concienciación, explicar y actualizar el consenso al proyecto que inspira la propia historia y la articula en la de todos, en la fidelidad a la vocación a crecer juntos en el mundo, proyectados hacia el todavía no de la historia, orientados al bien de todos y todos en Dios. El obrar virtuoso se actualiza en este contexto, tiende a robustecerlo y se cualifica cuando la atención de la persona, habiendo interiorizado el dinamismo del obrar, puede abrirse libremente a la intensidad y verdad de la comunicación.

Es virtuosa la persona que se libera en el bien, que libera el poder de expresarse en verdad, de secundar las exigencias de la relación, de cultivar la madurez de las relaciones, de ser principio del propio obrar, o sea de tender con espontaneidad y creatividad al bien. Piénsese, por ejemplo, en los virtuosismos de los artistas que en su madurez pueden asentir con plena libertad a la inspiración; en la pregnanpia y ductilidad de comunicación de quien conoce bien aquello de que se trata. Esto se ve con mayor inmediatez en el campo del bien. Sólo el que es justo puede realizar de modo justo lo que es justo (Aristóteles). Cuanto más la atención está secuestrada por las dinámicas del obrar, menos la acción es espontánea, libre y creativa.

La virtud es la expresión del dominio de sí; es fruto de la libertad libre para dirigir las inclinaciones y las potencialidades humanas al bien, para asentir a la atracción que él ejerce, para seguir el bien amado en la variedad articulada de sus expectativas y propuestas. Cuanto más la persona es dueña de sí, más puede asentir a la atracción del bien y realizarse en comunión con tensión unificada.

La virtud es una cualidad; es un modo de tenerse, de poseerse, de estar en las propias manos, y, a la vez, es disponibilidad a dejarse tener, coger, a secundar con espontaneidad lo bello, lo bueno y lo verdadero, a vivir en las relaciones de comunión. La expresión más alta de esta potencialidad se ve en la relación con Dios. Convertirse en personas libres para hacer cuanto a él le place, encontrar la propia complacencia en hacer lo que le agrada, en vivir juntos, en caminar por sus senderos, es meta que polariza las aspiraciones y hacia la cual se está siempre en tensión. La virtud hay que concebirla en esta perspectiva, en orden a esta liberación. Esta disponibilidad no puede perseguirse por sectores. En el campo del saber o del arte se puede cultivar un aspecto; el bien o se lo realiza del todo o no se lo ama de verdad. No se puede ser seres humanos en parte o durante algún tiempo; no se llega a serlo si no se tiende con sinceridad a serlo.

La tradición ha connotado esta prerrogativa en el dato comúnmente reconocido, según el cual las virtudes de la afectividad se relacionan y capacitan para buscar y seguir en :las diversas circunstancias el bien verdadero de la persona y de las relaciones. Conexiones y mediación son prerrogativas distintas e inseparables de la virtud moral.

b) La virtud connaturaliza con el bien. La virtud- cualifica a la persona en dinamismo y en su modo de situarse ante la realidad; capacita para hacer personal y libre la inclinación al bien; plasma las facultades cognoscitivas y afectivas, racionales y sensibles, las hace dóciles a la atracción y a la consecución del bien. La persona virtuosa se relaciona no con realidades abstractas, sino con el nosotros de la solidaridad en que vive y que acrecienta cuando realiza sus exigencias con inteligencia, amor y perseverancia.

Como categoría moral, la virtud hay que verla en el contexto de la visión de la realidad en que se sitúa quien la practica y de la aspiración a que obedece. En la perspectiva cristiana, el bien con el cual la persona virtuosa se relaciona es la unión, en el pueblo de Dios y en la humanidad, con Dios, del cual se deriva, en el cual vive y al cual tiende, en Jesucristo y en el Espíritu. En el fiel las virtudes se derivan de la gracia, radican en ella y hacen crecer en la filiación adoptiva, la cual no sólo no compromete la pertenencia a la familia humana y la radicación en la historia, sino que robustece la decisión de hacer humana la realidad que Dios reconcilia consigo. El organismo virtuoso, en la compleja y armónica variedad de sus expresiones, es fruto de la trasformación que la gracia realiza en las personas que; en el pueblo de Dios, asienten a Dios mismo y cooperan a la actualización de su designio.

La vida virtuosa, en su expresión más genuina, es eminentemente teologal. Dios convierte a sí a la humanidad y a la creación, y revela el camino a través del cual la reconcilia consigo. En esta perspectiva la perfección humana es fruto y expresión de la respuesta a la vocación última de la persona, que es la divina (GS 22) y que se articula en el camino que es Cristo. Dios mismo, de un modo que él solo conoce, da a todos la posibilidad de ponerse en contacto con él; en él los seres humanos reciben los gérmenes de la virtud ("nascentia virtutum", Liturgia de las horas del 22 de diciembre, preces de laudes), es decir aquellas prerrogativas que permiten perseverar en la confianza mediante la cual la persona deja obrar al Espíritu, vive bajo la acción de la gracia, secunda las iniciativas que potencian y hacen permanente la conversión.

La virtud exige la personalización del potencial de inclinaciones y tendencias de que están dotados los seres humanos, y no lo destruye; lo sustrae a los procesos de masificación y de indeterminación, y no anula sus dinamismos; es la historia de la fecundidad de la relación con el bien, con el cual la persona se convierte en ella misma y madura las elecciones cotidianas.

Para captar el alcance de esta sublime prerrogativa de la persona no basta hacer referencia a las escuelas filosóficas o teológicas que tratan de ello; hay que referirse a quienes lo viven, a los santos y alas santas, que encarnan sus exigencias. En éstos no se confunden con la teoría que la interpreta. Cuando se verifica una separación entre doctrina y vida, a ésta hay que referirse para captar la verdad; ella muestra cómo la virtud no tiene nada en común con las formas engañosas de cálculo, con las actitudes elitistas, con las tendencias espiritualistas e intimistas, con las cuales a menudo se la confunde. La virtud crece en quienes elaboran sus potencialidades para hacerlas converger en la responsabilidad en, con y por el pueblo de Dios, y en quienes se preocupan de lo que contrasta con el bien humano y retrasa la conversión a sus exigencias.

Es fundamental en la virtud la tenacidad en perseverar en el bien y en procurarse las condiciones para realizarlo con coherencia. El que razona, crece en el conocimiento de la verdad; el que practica ¡ajusticia, se cualifica en la pertenencia a la comunidad de los justos; el que espera y ama, vive y crece en el pueblo de Dios.

La virtud se nutre de fidelidad, gratuidad, inventiva, solidaridad y participación. Se es virtuoso no aisladamente, sino en el contexto cotidiano del bien, vivido en la familia y en el pueblo de Dios y realizado en el ejercicio de las propias responsabilidades por y en la creación.

Los seres humanos son todos potencialmente libres y solidarios; sin embargo, de hecho obran en verdad sólo los que sin trampear responden a las exigencias del todavía no de las posibilidades humanas.

La virtud dice relación a todo el bien y comprende la convergencia en él de toda la persona. El que no tiene la virtud puede alguna que otra vez obrar rectamente. Pero sólo el que no desatiende las potencialidades que estructuran la propia historia se connaturaliza con la comunión interhumana en Dios.

Según la tradición, las virtudes principales son la justicia, la sabiduría, la caridad, y todas ellas actualizan la conciencia de querer introducirse en la familia humana que Dios reconcilia consigo. Este camino lleva a discernir de qué historia se forma parte, qué historia se construye, a qué historia se es fiel.

c) La virtudes estilo de búsqueda y de fidelidad. Los elementos que concurren a construir la persona recta son muchos y se articulan en el principio que unifica la existencia, plasma e informa sus actividades y dinamismos. La virtud orienta al fin último, no hace impecables, infalibles, omniscientes y omnipotentes; sostiene en la decisión de llegar a ser humanos y fieles, en la imploración del perdón, en la esperanza de adaptarse a las expectativas del bien, tal cómo se proponen y como la persona las percibe con los criterios y los medios de que dispone.

La persona recta dispone de válidos criterios de discernimiento, que alimentan la regeneración de la tenacidad de perseverar en el bien y de permanecer en camino hacia la plenitud de la verdad. El obrar virtuoso, en lo que tiene de específico, no se sustrae al control de los análisis; pero no se puede valorar con el metro con que se analizan los comportamientos externos. A menudo la persona virtuosa se siente llevada en su camino a avanzar reservas inspiradas en la propia conciencia, y éstas no son menos válidas por el hecho de no recibir siempre reconocimiento social.

Este dato es importante, sobre todo cuando se intenta valorar los reflejos socio-políticos de la vida virtuosa. No todas las personas virtuosas son reconocidas en su valor y no siempre inciden de modo importante en la realidad social. Su vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3,3) y a menudo no polariza la atención común. No por eso su camino es menos recto. La persona justa no es testaruda; pero no desiste de realizar lo que juzga hermoso y justo por el mero hecho de que es la única en perseguirlo. No reniega de la meta, ni siquiera cuando pierde y está en minoría.

La contribución del rico al templo se valora mucho más que las pocas monedas de la viuda; sin embargo, sólo ella atrae la mirada del Señor y encuentra su complacencia (cf Mc 12,41-44; Lc 21,1-4). La preferencia de Dios por los últimos y por los pobres, a la vez que desaprueba los cálculos y las resistencias de los egoístas y de los perezosos, indica el camino a través del cual la historia entra en el reino. Los indicativos evangélicos no son normas de cortesía; confirman a los elegidos de Dios en seguir la inspiración, incluso cuando ésta lleva a tomar senderos impracticables y a perseverar en el camino de la locura de la cruz (cf 1 Cor 1,18-25).

El fin primario de la virtud es teologal: es la adhesión convencida al beneplácito de Dios, la obediencia al Espíritu, que en su iniciativa conduce a personas y comunidades a elegir las vías misteriosas que se juntan en la recorrida por Cristo, al que el Padre glorificó en la resurrección (cf Flp 2,5-11).

La virtud no es un cálculo de probabilidades para fij ar la elección vencedora; es confianza, docilidad, consenso. Crecer en ella es resultado, no premisa; se consigue y madura por la interacción con la realidad amada; es estilo de consenso y contexto de iniciativa.

2. PERSONAS Y PARTÍCIPES DE LA NATURALEZA DIVINA (2PE 1,4): VIRTUDES INFUSAS Y ADQUIRIDAS: DISTINCIÓN Y RELACIÓN.-La visión teológica de la realidad reitera como fundamental el dato relativo a la estructura compleja de la persona, que es, ser humano y partícipe de la naturaeza divina, llamada a realizarse como criatura -y adoptada en la vida trinitaria. Los textos neotestamentarios hablan de la condición de creación nueva, en la cual, la humanidad es reconciliada (2Cor 5,16s); regenerada (1Pe 1,3), y en virtud de la cual es:partícipe de la naturaleza divina (2Pe 1,4).

La toma de conciencia explícita e inequívoca de los reflejos de este dato maduró lentamente en la comunidad cristiana. Sólo en el siglo xii se comenzó a tratar explícitamente de las virtudes infusas, llamadas también sobrenaturales, y se hizo en, el contexto de la profundización de la reflexión sobre la gracia y sobre las posibilidades que ella confiere al ser humano [l Virtudes teologales I, 2]. Los teólogos consideraban la categoría virtud la menos inadecuada para expresar en un plano de analogía la gran riqueza que la revelación descubre al ser humano. Ella permite subrayar algunos rasgos de la novedad de vida de la cual los fieles son hechos partícipes. La virtud infusa brota directamente de la gracia y de la caridad, capacita para crecer y obrar en la familia de Dios (Ef.2,19) en el momento mismo en que potencia y exige una vida en sintonía con la condición de, criatura.

La convicción que orientó el análisis teológico es que Dios en el orden de la gracia provee a sus criaturas de modo no menos perfecto que lo hace en el plano de la naturaleza. Habiendo elevado a la humanidad a la filiación adoptiva, ha dotado a las personas de capacidad de acción que habilita para vivir con fidelidad la nueva condición e inicia ya en el tiempo en la vida de Dios que resplandecerá plenamente en la gloria. Estas cualidades habilitan para corresponder a las expectativas de la filiación adoptiva y, en virtud del estado de gracia al que están unidas, refuerzan el poder de contrastar el "mal antiguo" (Liturgia de las horas, martes de la I.a semana de adviento, oración de laudes), que oscurece la inteligencia y debilita la tendencia a amar, decidir y obrar el bien. Este influjo se consigue con un proceso que puede denominarse reconciliador. Las personas amigos de Dios tienden a hacerse cargo de las miserias e imperfecciones que experimentan en sí y en la realidad en que están inmersas. No se convierten en víctimas suyas, no se dejan bloquear en el camino de la fidelidad; se cogen de la mano, perseveran con confianza en sus deberes sin desaliento y sin presunción. El consenso sincero a vivir en Dios se refleja en toda la persona y la dispone a cooperar con inteligencia y participación en el bien humano. Este influjo no tiene nada de automático; funda una posibilidad, no ofrece resultados; capacita para conseguirlos, pero no dispensa de vivir el proceso fatigoso y perseverante que lleva a ellos. El crecimiento en las virtudes adquiridas, aunque de modo diverso, compromete no menos que el que lleva a la madurez de las infusas. Es un camino que las personas justas están llamadas y capacitadas para recorrer, y que dura cuanto la vida; está lleno de sospresas, riesgos, tentativas, expectativas, arrepentimientos, recuperaciones, etc.

Las personas fieles, incluso cuando realizan la experiencia del mal, vigilan para no decaer; sacan continuamente recursos de racionalidad y de gracia y resisten a la tendencia de caer en una vida disociada, desordenada, que lleva a vivir como alternativas las potencialidades que deben convertirse en centrípetas.

El mal en la variedad de sus expresiones acecha constantemente el camino humano e impone vivirlo con vigilancia y temblor. Es verdad que su poder no es ilimitado, se ejerce en el tiempo y en las realidades ligadas al tiempo; sin embargo es muy insidioso y ataca a todo y a todos. El fiel sabe que el mal no tiene poder de separar de Dios (Rom 8,35s), pero que la unión con Dios expone más a sus acechanzas (Ap 12,17); por eso vigila para no ser víctima suya y para hacer efectivamente que quien lo comete se convierta y viva.

La virtud es a la vez epiclética, vigilante y creativa; sostiene en el hacerse prójimo (Lc 10,36) y en el caminar por el sendero de la reconciliación descubierta y recorrida por Cristo (2Cor 5,16-21).

Ser humano y bueno significa reconocer y secundar a la vez la seriedad y el rigor del proceso racional, la docilidad a la acción del Espíritu y la fidelidad al dinamismo de la gracia. No se trata de regímenes alternos de vida, sino de secundar la estructura unitaria y compleja de la condición humana tal como se desprende de la revelación. Las existencias de una sola dimensión son siempre pobres. Las de quienes presumen ser fieles a la gracia descuidando las responsabilidades humanas no lo son menos que las de quienes, atentos y diligentes en cultivar las prerrogativas humanas, desatienden las cualidades de los miembros de la familia de Dios.

A partir de la reforma protestante, la reflexión sobre la gracia se acrecentó constantemente en valencias nuevas. Experimentó un salto cualitativo en el Vat. I con las decisiones relativas a la distinción y a la relación entre orden de la creación y de la revelación, razón y fe (const. Dei Filius, c. 4: DS 3015-3020; 3041-3043). En el Vat. II ha tenido una nueva estructuración, sobre todo en la perspectiva de la relación Iglesia-mundo, de la vocación misionera de la comunidad cristiana, de las responsabilidades que de ahí se siguen en orden a la promoción humana y a la colaboración en la solución de los complejos problemas relativos a la paz del mundo, a la vida y al ambiente.

La Iglesia en sus miembros es cada vez más frecuentemente interpelada como experta en humanidad; dialoga y coopera con las diversas religiones y con hombres y mujeres de buena voluntad que luchan por el reconocimiento de los derechos humanos. Esto supone la urgencia de capacitarse para conjugar las valencias específicas de la condición cristiana y las de la dignidad humana.

El creyente es desafiado para vivir, activa y sensatamente, a nivel planetario, la solicitud del bien humano. Responder a la llamada a la santidad en las fronteras de la historia (sínodo de los laicos 1987) supone capacitarse para dar razón de la esperanza (1Pe 3,15), saber vivir en la justicia, aprender a administrar la creación. Se trata de asentir a la estructura unitaria y compleja de la persona y de actualizar estilos de vida ejemplares que sostengan el hacer frente con valor y habilidad a las responsabilidades humanas, cívicas y políticas. La urgencia de ser hombres y mujeres en el mundo y en la ciudad de Dios en la recíproca comunicación es un desafío para todos. En esta óptica la cuestión de las virtudes infusas y adquiridas aparece estrechamente relacionada con la de la continuidad, sin confusiones y exclusiones, entre los dones de Dios. Hoy es más existencial que teórica; desafía a los pueblos y a las comunidades, y no sólo a las personas particulares; exige propuestas de estilo de relación, no soluciones verbales. Se sabe que es posible superar la dualidad, pero no se ve cómo hacerlo todos concretamente en el contexto del mundo contemporáneo. La multiplicación de las iniciativas, de las propuestas, de las discusiones, evidencia que en este nivel es donde se experimenta la cruz de la fidelidad.

La capacitación para las tareas humanas dentro del rigor de sus exigencias debe multiplicarse con la vocación para vivir en todas las manifestaciones de la existencia con Cristo en Dios. Es el aspecto más radical de la armonía entre vida de gracia y fidelidad a lo humano. El impulso del Espíritu y las expectativas actuales convergen en favorecer estilos de vida en los cuales las perfecciones hurrianas se armonicen y no se desarrollen en alternativa. El camino que Dios invita a seguir en Jesucristo es enteramente humano y todo él filial, y estos dos aspectos interactúan recíprocamente. La meta es una humanidad de acuerdo en el consenso a la adopción filial, vivida por personas fieles a su humanidad.

Esta propuesta permanece teórica o elitista mientras no se convierte en estilo común de vida. El aspecto más interesante de la discusión sobre la autonomía moral y la ética de la fe hay que verlo en esta prospectiva (cf O. BERNASCONI, Morale autonoma e etica della fede). Las dos propuestas consideradas por separado no son imperfectas por lo que afirman, sino por los aspectos de verdad que cada una de ellas descuida. Ambas deben asumir lo que en la otra es dominante. La distinción de las virtudes, fundada en la formalidad de bien, permite valorizar estas diversas gravitaciones.

Los signos de los tiempos convalidan esta visión de la realidad. La laicidad exige que los cristianos y los creyentes compartan la vida de todos, sin reductivismos y privilegios. Al mismo tiempo es cada vez más explícita la llamada dirigida a ellos para que permanezcan fieles a su inspiración. La vocación cristiana hade vivirse dentro de la historia; en la solidaridad sincera con todo lo humano y en la fidelidad incóndicionada a la comunión con Dios.

La participación en Cristo de la filiación divina no dispensa de las tareas humanas; compromete a vivirlas. Capacitarse para hacerlo es tarea que, nunca termina. No basta ilustrarlo; es preciso disponer de estructuras de capacitación que sostengan al aclarar las propias responsabilidades y, precisar los caminos concretos para hátérles fíente. Las personas virtuosas lo son seres-aislados; crecen y obrad encarnadas en la realidad, se preocup4n de ella, fieles a su condición ya Dios, fin último de la, creación, de la humanidad 'y de su peblo: Creador es el que sé ha revelado en Jesucristo: Asentir aluno es asentir al otro.

En el contexto del asentir a Dios que revela, las, virtudes adquiridas son plenamente perfectivas del ser humano y concurren a la total expansión de sus potencialidades y posibilidades. Sólo en contexto de gracia la virtud es perfectiva, porque sólo en y por la gracia la persona asiente en verdad a Dios, fuente y vértice de la perfección de todo lo humano en todo ser humano. El asentimiento a Dios funda y convierte todos los dinamismos humanos y hace centrípetas las relaciones que las personas establecen en la familia humana, solidaria de la divina. Así como la fe no suprime a la razón, sino que la supone, la potencia y exige su actividad, del mismo modo la adhesión a Dios salvador no anula las diversas formalidades del bien humano, las exige, las dinamiza y las orienta.

La relación infuso-adquirida es el desarrollo de lo que une filiación adoptiva y condición criatural. Es necesario que caiga la barrera que aisla estas dos dimensiones de la persona, si se quiere que la humanidad sea verdadera y buena. La filiación no se desarrolla en perjuicio de la creaturalidad, sino que la potencia y le abre los horizontes sublimes de la ternura del amor filial. Eliminar las barreras de separación no significa confundir los órdenes de la realidad, sino promover la unificación de las personas en la fidelidad a la propia verdad en Dios, que lo ha creado todo en el Verbo y lo reconcilia todo en sí, en Jesucristo, el Verbo hecho carne, que da el Espíritu.

La unión salvífica con Dios es siempre y sólo teologal, pero no anula la relación inteligente y libre de la criatura con el Creador. Los dos modos de representarse a Dios y de situarse en la historia -el que se inspira en las exigencias de la racionalidad de criatura y el que se desarrolla en la línea de comunión- están .unidos, pero no son inseparables. Se puede tener las virtudes adquiridas y no las infusas, pero no las infusas sin la disponibilidad sincera a las primeras.

La unión con Dios exige el pleno reconocimiento de las exigencias de la creaturalidad y de la humanidad, aunque éstas, por la perfección misma del orden creado, pueden actualizarse sin e1 pleno y explícito sentimiento a Dios.

Los que aman a Dios y creen en él deben contrastar la ilusión de poder ignorar -impunemente las responsabilidades racionales o de ser sus árbitros; igual que los que persiguen el bien humano no prescinden sin perjuicio de referirse a la verdad evidenciada por la- intervención explícita de Dios en la historia. La unión con Dios no- dispensa del esfuerzo racional; y éste es autónomo, auténtico, pero. no único ni exclusivo.

Los grados de la realidad son autónomos, y la perfectibilidad de cada uno de ellos se verifica según dinámicas específicas. Toda realidad está ordenada a la perfección que le compete, y ésta es tanto menos fija y unívoca cuanto más se realiza en relación auténtica con la verdad primera, que se participa a sí misma según los planes de su providencia. Los fundamentalismos, los integrismos, los sectarismos, cualesquiera que sean las matrices que los inspiran, falsean la realidad y comprometen la verdad del bien humano. Las posibilidades humanas son finitas sólo por el error y la falsedad; en sí mismas son reflejo de la perfección de Dios, el cual funda la realidad en la variedad de sus formas y en la inagotable potencialidad de las riquezas que permiten obedecer al "sed perfectos como vuestro Padre es perfecto" (Mt 5,48).

3. LAS PRINCIPALES CATEGORÍAS DE VIRTUD. -a) Las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. - El aspecto teologal. El origen de la tendencia a aislar la "santa tríada" (CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Strom. IV, 7: PG 8,1265) y a presentarla como -fruto y expresión de la vida nueva , en Cristo (2Cor 5,16) se remonta a los orígenes de la tradición cristiana; ciertamente es anterior a Pablo. Él habla explícitamente de fe, esperanza y caridad; las indica con esta misma secuencia en 1Cor 13,13 y las menciona en otros varios escritos, si bien con diversas variaciones en el orden: ITes 5,8; lCor 13 7; Gál 5,5ss; Rom 5,1-5; 12,6-12; Col 1,4-5; Ef 1,15; 4,2-5; 1Tim 6,11; Tit 2,2; cf Heb 6,10-12; 10,22-24; 1Pe 1,3-9; 21ss. En su conjunto, cualifican y sintetizan las diversas expresiones del obrar de los fieles. La inteligencia que de ellas tiene la comunidad, el modo de cultivarlas es reflejo del conocimiento del plan de Dios y del modo de secundar sus exigencias en la era salvífica inaugurada en la resurrección.

La tradición teológica, al menos desde el siglo xiii en adelante, fue cada vez más unánime en reconocerlas, en llamarlas teologales y en valorar su carácter unitario. Los elementos que las caracterizan se reducen sustancialmente a los siguientes: -son el reflejo de la iniciativa salvífica de Dios; están estrechamente unidas a la vida de gracia, se infunden con ella; -capacitan para conducirse como conciudadanos de los santos (Ef 2,19) en el pueblo que Dios reconcilia consigo en Jesucristo y que en el Espíritu inicia en la conformación plena en la gloria; -su dinamismo se ilustra y orienta por la revelación y se cualifica basándose en la inteligencia que la comunidad creyente tiene de ellas bajo la guía del Espíritu (Jn 14,26).

La unión de la humanidad con Dios es por sí misma condición y contexto de fidelidad y de autenticidad. Hechos para Dios; sólo en y con él los seres humanos son ellos mismos. Las categorías activo-pasiva, que a menudo se adoptan para connotar este dinamismo, no describen adecuadamente la atmósfera vital en la cual son transformados los fieles y se hacen partícipes de la ternura trinitaria (cf .I Jn 4,16).

Las virtudes teologales son contexto y vértice de esta compleja novedad. Son prerrogativas de los particulares, porque lo son del pueblo en el que ellos son personas, del que son conciudadanos y en cuya comunión son vivificados. Vivir teologalmente es obedecer al Espíritu, asentir a él, que con sus intervenciones hace que personas y pueblos, dentro de la diversidad de sus condiciones y en las varias fases de la historia, vivan en unión con Dios-Trinidad. Este contexto es personal y personalizador, pero no siempre implica la actividad de todas estas tres virtudes. La tradición reconoce la posibilidad de un asenso cognoscitivo que no desemboca en la comunión amorosa y que no se expresa en la plena observancia de los mandamientos (Jn 15,1 s); sin embargo afirma que la unión en caridad crece en el contexto de fe y esperanza.

El aspecto teologal es fruto del sí a Dios; se nutre de consenso y de inventiva; convierte a la persona en sus dinamismos cognoscitivos, afectivos y operativos; obliga a hacer personales las relaciones que en sus exigencias concretas varían según los estados de vida y las fases de la historia de la salvación. La vida teologal es antes'que nada mentalidad, modo de situarse frente a Dios; se concretiza en el vaciamiento de las actitudes rebeldes e idólatras; hace dóciles para reconocerse originados, atraídos por Dios y viviendo en él; capacita para mantenerse en misión, sobre todo con quienes viven en el error y en la indigencia (cf Mc 2,17; Lc 5,31), para hacer que despierten a la propia vocación, asuman sus responsabilidades históricas, se sustraigan a la pasividad y a los mimetismos desresponsabilizadores, potencien voluntad e inteligencia para proyectar, realizar y verificar el camino hacia la plena manifestación de la gloria (Rom, 8,19), cuando Dios lo será todo en todos (ICor 15,28).

Los iniciados en la vida trinitaria se nutren de palabra, crecen en la celebración del misterio, viven la misión ordenada a la conciliación del mundo con Dios (2Cor 5,16ss). En lo teologal misterio, comunión y misión están indisociablemente unidas (IPe 2,21 ss). El aspecto teologal es trinitario en la fuente y en el vértice, misionero y comunional en el dinamismo histórico, encarnado y liberador en la irradiación. Es suscitado por Dios Trinidad y convierte a Dios Trinidad (S. Th, I-II, 9..109 a. 3; a.-6, ad 1); inicia para vivir en la morada (Jn 14,23), en la luz, en la vida (Jn 1,4). Los elegidos, regenerados (1Pe 1,3) en la esperanza, abren los ojos (Lc 24,31); ven todo lo que la luz ilumina y asienten con corazón dócil (cf DV 5) al Espíritu de consolación y de verdad. Dios Trinidad atrae a las criaturas que asienten a su motivación; las acoge en sí, las transforma con un proceso que, cualquiera que sea la forma concreta en que se verifica, brota de la participación de la naturaleza divina (2Pe 1,2) yestá ordenado a hacer explícito y radical el consenso a ella (cf S. Th., I-II, q. 110, a. 3, ad 1). El movimiento propio de la vida teologal es de'conversión al principio del que se deriva y en el que se injerta.

- El contexto de las virtudes teologales. La perfección humana en el tiempo tiene carácter filial (Gál 4,4s) y esponsal (Ef 5,25ss). Esta ampliación de horizonte potencia todos los dinamismos humanos, cualifica las responsabilidades personal, cívica y de criatura, valoriza y unifica toda actividad.

El bien humano es teologal, humano y creatural. Estas diversas gravitaciones están articuladas, y cada una de ellas se realiza según su propia lógica. El aspecto teologal constituye su coronación, no lo vacía; influye en él y, a través del ethos de la racionalidad prudencial y de la justicia, impregna y potencia de él sus expresiones.

Las virtudes teologales causan todas las virtudes infusas (S. Th., II-Il, q.. 161, a. 4, ad 1; q. 10, a. 1, ad 3); influyen en ellas por fundación e iluminación y, a través de ellas, inciden en todo el obrar humano.

La realidad moral es tan compleja como la antropológica, que en Jesucristo resucitado destaca en toda su grandeza. Por eso son falsas tanto las propuestas que desatienden la filiación adoptiva como las que anulan la condición creatural y las que no valorizan la interacción entre la una y las demás, como si la vocación de la persona no fuera una o la unicidad se afirmara en perjuicio de la variedad de sus componentes, los cuales, juntos todos ellos, deben armonizarse en el ser final. "De algún modo somos padres de nosotros mismos... al darnos libremente la forma que queremos..: en consideración de la virtud o del vicio"(SAN GREGORIO DE NISA, De vita Moysi lI, 3).

Vivir de la fe que obra en la caridad (cf Gál 5,6) no significa conocer verdades antes ignoradas, sino arraigarse (Ef 3,18) en el conocimiento que Jesucristo tiene del Padre (Mt 11,27) y de su designio de salvación y que participa por el Espíritu (Jn 16,13). En el hoy de la Iglesia peregrina en el mundo cómo sacramento de salvacióil; la vida teologal es esperanza (Rom 8,24) y experiencia de comunión con el Padre; por el camino de la cruz conduce a la resurrección. En esta actitud radica el discernimiento, dirigido a la transformación dé la realidad, a la realización de estructuras justas y humanas, a la superación de las divisiones qué impiden la solidaridad de todos y anulan el bien humano.

El camino hacia el crecimiento y la autenticidad del aspecto teologal pasa a través de la escucha de la Palabra, la contemplación, el hablar de Dios y con Dios, el reconocerse nacidos de Dios y llamados a vivir en él, y se expresa en el diálogo sincero con las religiones y las culturas que encarnan la creatividad de los pueblos y en la participación del esfuerzo por la paz, encaminado a convertir a los que fomentan las injusticias y dividen a los pueblos. '

- La tradición antropológica cristiana une a las virtudes teologales los dones del Espíritu Santo, es decir, aquellas cualidades que ha leída en Is 2,1.3 y que en el curso de los siglos n0 ha cesado nunca de profundizar e inculcar (cf M.M. PHILIPPON, Los dones del Espíritu Santo). La gracia de Dios no sólo funda al ser humano en la posibilidad de hacer personal la comunión de fe, esperanza y amor con él, sino también de asentir a las intervenciones que el Espíritu realiza para cualificar su dinamismo y orientar las relaciones interhumanas. Éstas son o de carácter intelectivo: ciencia y entendimiento, o intelectivo afectivo: sabiduría, consejo, o preferentemente afectivo: piedad, fortaleza y temor. Ellos potencian las virtudes teologales, connaturalizan la inteligencia y la afectividad con la vida en Dios (entendimiento, ciencia, temor, sabiduría), potencian y cualifican las virtudes intelectuales y morales. El bien supremo al que todo tiende es la unión amorosa y sabrosa con Dios. En ella convergen todas las actividades humanas y de ella obtiene vigor e impulso toda la vida moral y el esfuerzo por la justicia y la paz entre los pueblos. La vida de los santos, dentro de la indefinida variedad de sus prerrogativas, constituye el testimonio más inequívoco de la obra admirable que el Espíritu lleva a cabo en la Iglesia para que sea en el mundo luz de las gentes (cf Lc 2,32).

b) La virtud en la inteligencia. - La teología contemporánea no trata de modo sistemático el tema de la ética de la inteligencia, de las cualidades que acompañan a la búsqueda científica, filosófica y teológica, a la actividad técnica y a la cualificación del bien humano vivida en verdad y con perseverancia. A algunos, incluso en contexto cristiano, les cuesta reconocer el valor de la perfección intelectiva, a veces en el campo mismo de la conducta moral (cf I. COLOSIO, Sono possibili eventuali conflitti tta intensa vita di studio e intensa vita di pregMera?). El argumento es de gran importancia y merece mucha atención. Cultivar la inteligencia es responsabilidad diaria imprescindible para todos; no sólo para los que se dedican a las tareas específicas en la investigación, en la actividad cultural o en la socio-política. La racionalidad y la inteligencia son dimensiones de la persona humana; valorizarlas es vocación común. Toda persona debe cotidianamente afrontar el problema de vivir y capacitarse para responder con competencia y sabiduría a sus cometidos; está estructurada para conocer.

- La tradición ética clásica ha profundizado mucho esta temática. En un célebre contexto escribe Aristóteles: "Admitamos que los medios con cuyo auxilio alcanza el alma la verdad (alétheuei), ya sea afirmando, ya negando, son cinco: arte, ciencia, sabiduría (prudencia), sabiduría y entendimiento" (Eth. VI, 3, III39b,15). Son las virtudes dianoéticas: dos de ellas radican en la razón práctica: el arte y la prudencia (ésta es también virtud moral); las otras, en la teórica. En la tradición cristiana todas estas virtudes, además de adquiridas, son también infundidas con la gracia. En ella, alguna de estas perfecciones (sabiduría, entendimiento, ciencia) designan también dones del Espíritu Santo, a los cuales se puede añadir el don del consejo, que perfecciona la prudencia y la virtud de la fe.

A este complejo sector de la perfectibilidad humana se lo ha distinguido según tres campos específicos, que conciernen al conocimiento teórico, el operativo relativo al fin, a la transformación de la realidad y al que está ligado al desarrollo de la vida virtuosa. En este campo entra, según hemos indicado, el rico patrimonio relacionado con la vida de gracia. Los diversos sectores de este vasto dinamismo cognoscitivo hay que estudiarlos con un análisis diferenciado. Cada uno de ellos se desarrolla siguiendo una dinámica propia. Aquí nos limitamos a poner de relieve la aportación del conocimiento al crecimiento de la humanidad y de la realidad, y la interacción, profunda y permanente, entre vida virtuosa y actividad cognoscitiva.

El conocimiento de la verdad y la investigación científica, el desarrollo técnico-artístico, el discernimiento del obrar evidencian la ductilidad, variedad y dignidad de la inteligencia, sitúan y destacan la importancia que tiene en la fidelidad a la vocación y á la misión humana. La pasión por la verdad es vocación que hay que liberar, potenciar e irradiar. Nadie la descuida en vano; seguirla es conocer sus dinamismos, permanecer a la escucha de la realidad, valorar sus potencialidades, mantener despierta la capacidad de maravilla y dé átención. Sé trata -de un estilo de vida inequívoco. Nadie lo evita impunemente y todos cogen fruto y participan de los beneficios de la fidelidad a sus exigencias.

Antes de decidir qué saber, cómo saber, qué uso hacer del propio saber, hay que tomar conciencia de que el ser humano, e inteligente, traiciona su propia condición humana si desatiende la perfección de esta dimensión suya. La virtud no es un atajo en el camino de la búsqueda ni una metodología inédita; es fruto de la docilidad a la verdad y de la decisión de perseguirla, según las propias posibilidades y condiciones, incluso cuando se muestra rigurosa y se impone en la complejidad de sus valores. La persona virtuosa no se limita a desoír el error, asiente a la creatividad y ordena a ella tiempo, energías y facultades. La perfección de la inteligencia exige atención atenta a la realidad, ascesis de la fantasía, capacidad de síntesis; disponibilidad a investigar y a seguir la inspiración, comunicación con quienes buscan, decisión de no trampear consigo mismo y con la realidad.

La tradición cultural para connotar esta perfección ha asumido la categoría virtud, entendida no en su acepción de relación consciente y libre al bien, sino de cualificación estable y refleja de la actividad cognoscitiva. La perfección intelectiva no es un fenómeno neutro; no ocurre al azar, progresa en la disponibilidad a la reflexión y a raciocinar en el desarrollo de la dimensión comunicante de la condición humana. Las formalidades bajo las cuales puede ser conocida la realidad son innumerables: profundizar una significa a menudo descuidar las otras. Ninguna persona abraza todos los campos del saber; pero ninguna llega a la verdad si no la busca con sinceridad y perseverancia. Sólo la humanidad puede conocer toda la verdad, y únicamente la comunicación entre los seres humanos permite compartir su riqueza. Esto ocurre cuando la aspiración a la verdad vence los obstáculos que retrasan su búsqueda e impiden su irradiación. El conocimiento reflejo potencia la facultad cognoscitiva. Aunque el que se dedica a buscar no es por este solo hecho una persona justa, la búsqueda como tal perfecciona la condición humana, está potencialmente ordenada a convertirse en un bien universal y permite penetrar la belleza y la armonía de la realidad.

Cuando el término virtud se toma con connotación ético-moral exclusiva, se tiende a no valorizar su alcance en orden al aspecto perfectivo de la fidelidad a la verdad y al valor humanizante de la educación en ella: no es posible ser bueno omitiendo cultivar la inteligencia y resistiéndose a adquirir las prerrogativas que capacitan para la cooperación, libre y solidaria, en el,desarrollo humano. El hecho de que las virtudes intelectuales no tengan las mismas prerrogativas que las morales no significa que no constituyan perfecciones humanas y que no haya que sentirse responsables de ellas.

- Nadie desatiende aspectos de la actividad intelectiva sin comprometer su bien propio y el de la comunidad en que vive. En comunidades altamente tecnificadas es una grave irresponsabilidad no adquirir el mínimo de conocimientos relativos al ejercicio de las propias obligaciones. Obrar bien es ejercitar la responsabilidad respecto a sí mismo, al propio crecimiento, y por tanto conocer el fin al que hay que tender, el modo de referir (armonizar) lo cotidiano y lo eterno, lo inmediato y lo remoto. El que no sabe nada, no sabe hacer nada, no puede amar, ser justo, hacerse útil, cooperar al crecimiento humano de las comunidades de las que es miembro y al desarrollo de la creación de la que forma parte. El ser humano es el responsable primero e insustituible del bien propio. Nadie puede por sí solo activar sus poten= cialidades; pero nadie las cultiva realmente si se sustrae al rigor de la comunicación interhumana en la relación con,la realidad. Para tender personalmente al fin, cada uno debe conocerlo y valorar las condiciones de la rectitud humana en la múltiple gama de sus expresiones. El que es bueno conoce lo que está bien, y el que quiere el bien penetra sus dinamismos y potencia sin manipulación su desarrollo.

Ninguna persona se realiza auténtica si omite el conocimiento de sí y de la realidad que es indispensable para vivir, para hacerse útil en la comunidad humana y para ordenar el saber al bien. La perfección técnica, artística y científica es inadecuada si no se abre al conocimiento de la realidad en su riqueza y variedad y si no induce a reflexionar crítica y autónomamente sobre el modo de situarse uno mismo en la vida y sobre la orientación personal y solidaria de la historia. La omisión de esta dimensión falsea inevitablemente toda orientación de vida. El conocimiento que prescinde de la relación a la rectitud moral corre el riesgo de convertirse en contexto de manipulación y en instrumento de opresión. Lo mismo que la presunta rectitud que se desarrolla sin conocimiento, se vuelve emocional y da pie a todas las expresiones de lo irracional. Para amar verdaderamente es preciso conocer la realidad y la condición humana, adaptarse a sus expectativas, vigilar para discernir y contrastar las situaciones negativas que retrasan el camino hacia el bien.

La relación entre rectitud humana y conocimiento de la verdad es particularmente estrecha en el campo del conocimiento de fe y de la valoración prudencial. Su desarrollo va unido a la relación de la persona con el bien. No percibir y valorar lo negativo de algunas actitudes y orientaciones vitales es a menudo indicio de relación defectuosa con el bien y con los fines de la condición humana. Estas conexiones e incongruencias son percibidas por quien es fiel a la vocación humana, igual que algunos silencios son por sí mismos síntoma de desorden.

Cuando se trata de situaciones menos estrechamente ligadas al bien humano, la percepción de su valor positivo o negativo se libera más lentamente, se desarrolla con el consejo de los expertos y con la reflexión sobre los hechos y las condiciones de bienestar de los pueblos. Estas aportaciones, si son auténticas y no están manipuladas, no descomprometen ni desautorizan la racionalidad de la persona, sino que la sostienen en la maduración de las convicciones que potencian la capacidad valorativa y de decisión y la fidelidad cotidiana al bien humano.

Sin conocimiento del bien no hay virtud, y sin virtud la atención al bien se dispersa, anda errante, no centra los problemas y los capta de modo fraccionario y desarticulado. Rectitud e inteligencia del vivir se potencian recíprocamente. En la persona que asiente efectivamente al verdadero bien, la inteligencia se vuelve dócil, atenta, vigilante, recordativa y convergente; capta la realidad en las conexiones que la hacen verdadera y armónica; desarrolla sus valores en tensión creciente.

La inteligencia no orientada se agita, es dispersa y fragmentaria; vuela de una realidad a otra, no percibe la jerarquía de las realidades y su correlación, desatiende el bien humano y las dimensiones profundas del mismo, atribuye valor primario a realidades accesorias, por lo cual potencia la dispersión y lo genérico, típicos de quienes no saben lo que quieren y no quieren lo que concurre al bien humano.

Cuanto más positivamente la persona está ordenada al bien, más sus sentimientos se vuelven convergentes, dóciles y creativos. Es manifiesto lo infundado de los sofismas que pretenden legitimar la pereza y la irresponsabilidad. La ignorancia no es nunca una prerrogativa positiva; sobre todo no lo es cuando versa sobre lo que cada uno debe saber para vivir en comunión, para no comprometer la paz social y para no hacer injusta y nociva la vida asociada.

Calificarse a sí mismo de veras no es un hobby y no ha de ser herencia de pocos y prerrogativa de iniciados; es derecho y deber de todo ser humano. Una persona madura debe sentir la obligación de crecer en solidaridad responsable con todos, en fidelidad a Dios. Se realiza positivamente cuando obra por sentirse movida y atraída por el fin conocido y cuando personaliza las relaciones, robustece los lazos de comunión, asiente al bien y secunda sus directrices. El ser humano no es el principio primero de su obrar; pero tiene el poder de conocer a quien es su verdadera fuente, de reconocerlo, de asentir a su influjo: es coagente. A través del conocimiento, el bien amado influye en la actividad y se convierte en principio vital de dinamismo. Perseverar en este camino, cualificar y potenciar sus expresiones, hacer explícitas sus exigencias es prerrogativa específica e inalienable de la persona y es la perfección que la hace, amiga del bien amado.

- El desarrollo de la inteligencia tiene vínculos profundos con la actividad sapiencial, la cual lleva a la valoración del ser dentro 'de la riqueza y la pregnancia de sus prerrogativas. La sabiduría contempla y penetra la realidad en sus valores supremos, sostiene la ciencia en su actividad específica, pero es Autónoma frente mella; percibe el valor profundo del ser, y esta percepción cualifica la experiencia histórica y los contextos en los. cuales se actualiza la presencia humana. Ella permite ver a una luz y perspectiva específica la realidad, penetra su fecundidad, captalas correlaciones y hace que todo converja hacia la visión del vivir y del obrar que califica el camino de las personas y de las comunidades y que constituye el patrimonio más precioso de la cultura de los pueblos. En este contexto es donde madura el aspecto más cualificador de la inteligencia; el que libera las potencialidades recónditas del ser, las hace salir a la luz, permite a la realidad revelarse y a las personas crecer en el orden y convertirse en fuente de orden, en parte cualitativa y no sólo cuantitativa de la realidad; contemplarla de modo unitario y articulado; verificar sus aspectos y sectores. Las dimensiones específicas del dinamismo sapiencial convergen todas ellas hacia la potenciación de la capacidad de vivir la maravilla en y de la realidad y de abrirse a la comunicación fecunda en y con el misterio.

La inteligencia es un bien que la fe fecunda. En Jesús es la participación del Verbo, que admite al conocimiento del Padre (Mt 11,25) y otorga el Espíritu que guía a la verdad entera (Jn 17,13). La revelación es fundamento y contexto de toda la vida cristiana y es don que introduce en la luz misma de Dios (Jn 1,9ss). El que vive en ella es dócil al Espíritu, que es amor; adquiere el poder de convertirse en hijo de Dios, en creyente (Jn 1,12); de gustar y penetrar el misterio; de conocerlo por connaturafdad. Amar la verdad es estar en la luz, convertirse en sabio. Es el tema dominante de la tradición sapiencial; engasta y hace refulgir lo que es central en la mentalidad hebreo-cristiana, a saber: que Dios se revela a su pueblo para fundarlo en la comunicación y en el conocimiento amoroso de sí y de la realidad, en la comunión con el misterio trinitario. La sabiduría es conocimiento gustoso, sabroso; el que disfruta de él experimenta la dulzura, el gozo, la paz (cf S. Th., 1111, q. 45, a. 2, ad 1).

Desear ser inteligente y sabio es expresión de fidelidad a la vida en Cristo, a aquél en el cual todo ha sido creado (Jn 1,3; Col 1,15-20) con sabiduría, orden y medida a aquel que, revelando el misterio del Padre, revela el ser humano a sí mismo (GS 22) y lo capacita para ser en la historia providencia para sí y para los demás (cf S.Th., I1-11, q. 91, a. 2).

c) Las virtudes morales-cardinales. - La tradición moral occidental. Con la expresión virtudes morales se suele designar las prerrogativas que cualifican la rectitud humana y constituyen su "quicio". Tratar de ellas es indicar cuáles son, y por lo mismo enumerarlas al mismo tiempo que describir las actitudes que contrastan su dinamismo.

La tradición platónico-aristotélica reconoce cuatro virtudes fundamentales: "la prudencia, que perfecciona la mente; el valor, que es la fuerza del apetito irascible contra el mal; la templanza, que resiste a la concupiscencia; la justicia, que lo armoniza todo en la justa proporción" (Platón). Esta enumeración ha inspirado, con variantes más o menos importantes, a la tradición clásica griega y latina. También en el NT se encuentran listas de prerrogativas buenas y de actitudes negativas (ef p.ej., Mt 15,19), pero no se las denomina virtudes y vicios. Casi con seguridad han brotado de la tradición del l decálogo.

De contenido y alcance diverso son las listas que se, leen en el cuerpo paulino y petrino. Se las ha relacionado con los catálogos que se encuentran en los estoicos y en los esenios y han estructurado la didajé primitiva de la comunidad cristiana. Pablo habla de las obras de la carne (Gál 5,19-21) y de los frutos del Espíritu (ib; 22,26), y en otros contextos describe los comportamientos que los creyentes deben evitar (cf 1Cor 5,10-11; 6,9-10; 2Cor 12,20; Rom 1, 29-31; 13,13) y las obras que deben realizar (2Cor 6,6; Col 3,12-15; Ef 4,lss; cf 1Pe 1,22). Algunas de estas listas tienen una estructura específica. Los estudiosos que las han puesto de relieve las han denominado códigos, exhortaciones domésticas o familiares. Piénsese, por ejemplo, en Col 3,18-4, 1; Ef 5,21-6,9; 1Pe 2,133,9; 5,5; Mm 2,1-3,13; 6,1-2; Tit 1,79; 2,1-10; 3,1-10 (cf E. BOSETTI, Quale etica nei codici domestici ["Haustafeln'l del Nuovo Testamento?).

También los Padres griegos y latinos registran y desarrollan listas de virtudes y, correlativamente, de vicios. Un eco elocuente de esta tradición es la segunda parte de la Summa Theologiae, estructurada sobre la base de las virtudes teologales y morales, de los vicios que se oponen a cada una de ellas, de los dones del Espíritu que corresponden a cada virtud, de las bienaventuranzas, de los frutos y de los preceptos.

Hoy, de hecho, no se atiende a estas clasificaciones. Sin embargo, no parece que se consiga sustituirlas de modo válido y significativo. Se inspiran en la exigencia de proveer a la educación de la familia humana y del pueblo de Dios; en la obediencia al mandato del Señor de enseñar a poner en práctica todas sus esperanzas (Mt 28,20) y a dejarse llevar por el Espíritu que guía a la verdad entera (Jn 15,13). Las soluciones simplistas, no menos que los rigorismos fixistas, impiden esta fidelidad, que no pide transmitir esquemas,. sino educar en el bien humano en conexión vital con la comunidad, que en el curso de los siglos ha expresado en estos términos la inteligencia de la verdad sobre el bien humano. Es una operación ardua, pero imprescindible.

Los autores con aguda sutileza han descrito de modo unitario y articulado las actitudes fundamentales de la vida moral, y con habilidad y maestría han destacado su interdependencia. Se las denomina virtudes morales por sinécdoque, no porque constituyan las únicas o las principales prerrogativas de la existencia moral (en la perspectiva cristiana ésta recibe su cualificación primaria de las virtudes teologales). Se trata de una operación no infrecuente en el lenguaje moral, que está muy ligado a la tradición de los pueblos y que, en vez de sustituir los términos tradicionales, los asume, los transforma para ¡levarlos a expresar lo que quiere transmitir. .

- La virtud actualiza las potencialidades de la persona en el contexto de la realidad a la que está ordenada. Querer el bien es quererlo bien, es amarlo en su complejidad y totalidad, proyectarlo y practicarlo. Es virtuosa la persona que no se detiene a medio camino, y realiza el bien, todo el bien, porque lo ama y quiere situarse toda ella en la realidad, en la historia, en orden a Dios. La debilidad hace vivir la experiencia de la incoherencia, pero no legitima infidelidades y miserias. Es propio de la virtud capacitar y perseguir el verdadero bien humano en la conexión articulada de sus prerrogativas y en sus modalidades específicas.

Razón y revelación están de acuerdo en orientar al bien personal y comunitario y en hacer a las personas responsables en la creación, en la comunidad humana y en la obediencia religiosa a Dios. Se trata de competencias que no se improvisan y que hay que perseguir siempre. Ellas implican: -la aspiración sincera y permanente a amar, discernir .y realizar las condiciones para el crecimiento de la familia humana en la justicia y en la amistad, en sus relaciones internas y en la relación con Dios (l justicia, religiosidad, equidad, con todas las demás actitudes que estas tres fundan y potencian); -la disponibilidad a fortalecerse a fin de poder hacer converger hacia esta meta todas las energías de la afectividad (l templanza); -la fuerza de elaborar las situaciones negativas para no ser víctima suya y perseverar hasta la meta en el camino del bien (l fortaleza); -la habilitación para discernir el verdadero bien; para proveer y decidir las condiciones de su realización (l prudencia).

Estas perfecciones se expresan concretamente en una gama muy variada de comportamientos. Discernirlos y denominarlos con precisión es evocar y subrayar su importancia e indicar la aportación que suponen al crecimiento y cualificación humana. El lenguaje moral de los pueblos es un índice inequívoco del cuidado que ponen en discernir y potenciar el patrimonio de su crecimiento. Cuantas más personas y comunidades son responsables de la propia salud, más diferenciado es el análisis de las prerrogativas del espíritu humano.

Una cuestión frecuentemente descuidada, pero a la cual los expertos del bien humano conceden importancia, es la relativa a la jerarquía de las virtudes y de los bienes que perfeccionan las relaciones interhumanas y los vicios que lo comprometen. Por un motivo o por otro se indica a diversas prerrogativas y diversos vicios como principales, y con razón. La vida moral no es un cúmulo de deberes; es un organismo vivo con funciones diversas. Cada una de ellas está destinada a articularse en el todo de modo que sostenga e irradie la orientación fundamental del vivir. La función de virtud piloto puede variar también según el proyecto específico y el carisma que cualifica los diversos planteamientos de vida. La búsqueda de la verdad, la misericordia, la humildad, la simplicidad, la magnificencia, el discernimiento, el compromiso por la justicia -y la paz de los pueblos, etc., constituyen algunas de estas prerrogativas que orientan a los peregrinos que avanzan por los caminos del mundo, todos hacia la misma meta, siguiendo cada uno su itinerario e intentando sintonizar con el de los demás. Aspirar a esta meta significa capacitarse para obrar con justicia, de modo que el bien de todos se realice, participe y comparta por todos. El que ama la justicia se modera, se educa, se cultiva en el hambre y sed de la paz (cf Mt 5,6.9), discierne sus caminos, contrasta los obstáculos que la amenazan y persevera en realizar las condiciones que hacen la vida digna de ser vivida. El que quiere el bien secunda en sí y en los demás la alegría de vivir, trabaja para que la condición humana sea paratodos pacífica y amistosa. Ama el fin quien decide y recorre los caminos que tienden a él y contrasta las miras individualistas que llevan a buscar el propio interés y a perseguirlo con mañas y astucias.

- La virtud no es un comportamiento intermitente o improvisado; es orientación conocida, amada y seguida con constancia y firmeza, sin dejarse arrastrar por las situaciones negativas que impiden abrirse a las metas transhistóricas que orientan a la humanidad en el tiempo de su peregrinar.-La personalidad buena no opone resistencia a ser plasmada por el objeto de amor, por el bien, por el fin. Se deja cautivar por él, se connaturaliza con sus exigencias y lo realiza:. En esta fidelidad crece la experiencia que lleva a discernir el verdadero bien y cualifica el gusto y el gozo del obrar. Discernimiento y decisión, autodominio, constancia en perseverar justo son las prerrogativas recíprocamente conexas de las personas buenas. Éstas hacen bien el bien porque aman y quieren hacer personal la relación -con el bien-fin; se dejan "secuestrar'~-por él; tienden a cultivar la virtualidad de que disponen, apoyándose en las potencialidades de acción fundadas por la promesa de Dios en un clima de imploración, de confianza, de perdón acogido y compartido.

El ejercicio de las virtudes morales está ordenado a hacer que la familia humana se convierta en el contexto dentro del cual viven las personas libres que disciernen la capacidad de amar de sus falsificaciones o de sus realizaciones imperfectas, que son conscientes de las represiones, de las defensas y de las rémoras que impiden quererse y sentirse solidarios compartiendo las responsabilidades inherentes a la pertenencia a la misma familia. llamada a crecer como pueblo de Dios.

Esta perspectiva no es para nadie una conquista estabilizada; es para todos meta; debe convertirse en aspiración, proyecto y realización en orden a la liberación de la capacidad de amar y de la habilitación para vivir sus exigencias, para recorrer concretamente el itinerario de la vida que, compartiendo la esperanza, lleva a crecer en el hambre y sed de justicia y en la construcción de la paz.

En la escucha de la Palabra, entendida en la amplia gama de sus variedades, personas y comunidades maduran las actitudes que sostienen en el vivir juntos y diversos en la ciudad y en el pueblo de Dios.

El amor auténtico es abierto a todos, lleva a no considerar enemigos ni siquiera a los que quieren ser tales (cf Mt 5,44); es estímulo a crecer en la condición de personas que, insertas en la familia humana, perseveran en desenmascarar y vencer las acechanzas que se oponen a la paz. Y todo ello en un proceso nunca acabado de acogida, de personalización, de comunicación.

- La comunidad cristiana asume el fruto de la experiencia humana, sintetizado en la doctrina sobre las virtudes morales y cardinales, para indicar los elementos fundamentales de un estilo de vida inspirado y orientado por la obediencia a Jesucristo (1Pe 1,3), vivido dentro del pueblo de Dios, que en el tiempo apresura la manifestación del reino. Reinterpretar constantemente sus exigencias a la luz del evangelio y de la experiencia humana (GS 46) es tarea y responsabilidad personal y solidaria; hay que ejercerla siempre; todos y cada uno deben afrontarla en sus'diversos contextos culturales.

Las encíclicas de los papas en materia social constituyen un ejemplo de esta hermenéutica siempre en curso (JUAN PABLO Il, Sollicitudo re¡ socialis, 1 a parte) y del intento de continuar leyendo la realidad y de penetrar sus valores, siempre los mismos, pero nunca plenamente desarrollados. Permanecer insertos en este proceso es responsabilidad que, para vivirla, exige el ejercicio constante de todas las virtudes morales, el amor al bien de todo el ser humano en todo ser humano; la lectura de la realidad a fin de discernir y decidir el verdadero bien, la cualificación de las tendencias apetitivas y agresivas de que está dotada la persona, la realización concreta de lo que es justo. Signo inequívoco de la vitalidad de este complejo dinamismo es la disponibilidad a valorar los resultados de las ciencias antropológicas e históricas, la atención a los signos de los tiempos,, la solicitud por la paz y la tenacidad en perseguir estas metas.

Las personas justas consienten en ser discutidas y discuten. Están atentas a secundar las tendencias humanizadoras y potencian su vigor: Se dejan fecundar, fecundan, avanzan sin. ceremonias ni victimismos en el bien; vigilan sobre todo para curar los procesos inflamatorios que ponen en crisis las relaciones y los vuelven tóxicos. Es una de las funciones más vitales de la templanza, la cual tonifica la higiene del vivir y favorece la desintoxicación de las relaciones. Como las personas son siempre acechadas por el cansancio y el desaliento, por las manías fatalistas y depresivas que agudizan las tendencias al victimismo y a la irresponsabilidad, es vital potenciar las energías de agresión de los obstáculos al bien humano (fortaleza). Se trata de un planteamiento de vida cuyo valor es difícil combatir y negar su alcance.

La humanización de los dinamismos ligados a la corporeidad constituye una gran fuente de .energías en el camino moral. Es sobre todo recurso de equilibrio (fortaleza); la actitud adecuada frente a la muerte y el miedo que infunde la imaginación. Vivir en paz con la condición de llamados a la vida en Dios, con la precariedad de la existencia en el tiempo, con lo inevitable del Morir y con la importancia de una sabia orientación de vida, es para todos vocación y misión.

La armonía entre esfuerzo por vivir bien y moderación del miedo al sufrimiento, al dolor y sobre todo a la muerte es fruto de vigilancia, imploración, solicitud e inteligencia. Son las aliadas del valor de existir y del gozo de vivir. A ellas se vincula la personalización de las tendencias relacionales y el esfuerzo para sustraerlas a la posesividad, a la insensibili= dad, a la dependencia y a la capacidad de relacionarse y converger. Esta madurez se configura con prerrogativas inequívocas cuando tiene por objetó los dinamismos sexuales y la relación interpersonal. Es un dominio de la responsabilidad moral, en el cual inciden sobre todo tendencias, somatizaciones y hábitos; pero sólo si se consigue vivirlo pueden realizarse en verdad las exigencias de la vida justa y amiga: Estas prerrogativas no son abstractas y ahistóricas; maduran en las personas y se coloran de tonos diversos en los contextos y en las fases de la existencia, en los estados de vida y en las profesiones.

Cada era de la historia tiene sus ventajas y presenta dificultades especificas que es preciso afrontar y superar. La vida virtuosa no se repite nunca. Es siempre fruto de inteligencia valorativa, de inserción en el contexto histórico, de fuerza, de perseverancia y de autodominio. Las personas justas responden todas a la misma vocación y cada una de ellas tiene un nombre; no existen dos iguales y ninguna difiere en la convergencia a la perfección humana.

La virtud moral no es nunca contexto de manipulación de consenso o de aval indebido del poder; exige por su mismo dinamismo la constante tendencia a buscar la verdad sobre el bien, que sea tal no sólo en relación a las expectativas comunes, sino también a las posibilidades reales y concretas de las personas. La valoración concreta de estas exigencias es cometido siempre nuevo. Está sostenido por la disponibilidad a querer ser personas sincera y auténticamente justas (epiqueya) y a reconocer personal y comunitariamente los derechos de Dios (religión) y de todos aquéllos con quienes se comparten las responsabilidades históricas (virtudes conexas con la justicia).

La persona no está sola en la realización de esta tarea. Está sostenida por la comunión con Dios vivida en su pueblo (virtudes teologales) y por la solidaridad en la comunidad creyente y en la familia humana. Nadie puede realizar por sí solo el bien humano y nadie debería sustraerse a la responsabilidad de perseguirlo juntos, con aportación personal. La capacidad de amar que estas prerrogativas liberan está en proporción de la perfección de Dios (cf Mt 5,48), el amor supremo, que obra en la historia para unir y hacer semejantes a sí a los seres humanos en Jesucristo y en el Espíritu. Él es el pedagogo de su pueblo y lo sostiene para que se construya concretamente como sujeto de comunión: perdona los fracasos y los cansancios que mancillan las relaciones y distraen de la iniciación en la comunión trinitaria. Por esta unidad de vida oró Jesús, y en ella asimila a quienes no resisten a la acción del Espíritu (cf Jn 17,1ss). Hoy, como siempre, la tarea que se propone a las personas sensibles al desafío del bien es la construcción de comunidades en las cuales se vivan las relaciones interpersonales, no bajo el signo de la sospecha, de la manipulación, de la injusticia y de todas las actitudes que las hacen inhumanas.

La humanidad contemporánea encuentra a nivel planetario el desafío de la atracción por ciudades y civilizaciones justas, amistosas, en las cuales sea posible ser uno mismo, estar juntos, sin descuidar las diferencias. La revelación cristiana refuerza y avala esta aspiración, atestiguando que la historia tiende a la parusía y que ésta es la plena transformación en el ya de la pascua del Señor. La cruz de los creyentes es el reflejo de los obstáculos que encuentra la conversión a esta espera.

Una vez más el problema afecta a la esfera de los comportamientos; pero se deriva de la radicación en la familia humana y en la comunidad de salvación, e inquieta a personas y comunidades que creen en la remisión del pecado, es decir, en la posibilidad de existencias humanas y humanizantes. Está en cuestión la posibilidad y la identidad de una sociedad justa y amistosa en el contexto de la realidad contemporánea. La agonía de Cristo en la historia y la pasión de las personas justas y moderadas, fuertes y prudentes, no tendrá tregua -mientras que la humanidad no consienta en ser una familia de pueblos llamados a crecer y a realizar juntos las condiciones en virtud de las cuales la vida justa sea una posibilidad concreta para todos, el modo de existir de la familia de los pueblos, aspiración y solicitud común.

El problema de las virtudes morales afecta a la estructura, la identidad y la responsabilidad de la familia humana y del pueblo de Dios. Es planteado y resuelto por quien hace de la búsqueda de la solidaridad y de la justicia con todos la solicitud primaria de su vida.

III. Educarse en la virtud: ser virtuosos

La virtud, según una conocida definición de inspiración agustiniana, es ordo amoris, es consentimiento en ser piedras vivas (1 Pe 2,4) en la construcción que en Cristo crece bien ordenada (Ef 2,21). Sólo el que ama hace bien lo que hace, y ama de veras el que está vitalmente inserto en la realidad y potencia de modo armónico su desarrollo. Amar es amarse; es capacitarse para vivir juntos dentro del orden; es vencer las resistencias que impiden avanzar hacia el ésjaton y anticiparlo en el tiempo. Amar es prerrogativa personal, no anónima; personalizadora, no masificante o amorfa; dinámica, no monótona y repetitiva. Es habilitarse para perseguir iniciativas con gratuidad y responsabilidad; es hacerse capaz de libertar actividad inventiva en lo concreto de la historia.

Asentir a esta condición lleva a querer que la inteligencia se arraigue en la verdad, la contemple, se deje orientar por ella; que la afectividad asienta al bien conocido y lo asuma en la operación cotidiana en verdad y fidelidad; que la persona se abra a Dios en el pueblo que él reconcilia consigo.

Atribuir a la virtud la tarea de actualizar y armonizar este dinamismo significa tener en cuenta la diversidad de los talentos de cada uno (cf Mt 25,15ss); de las situaciones en que las personas se encuentran, de la posibilidad que tienen de no trampear consigo mismas y de no reducir arbitrariamente las propias responsabilidades. La virtud es libertad liberada, no distribuidora automática de comportamientos. "Dios no manda lo que es imposible; pero, al mandar, exhorta a hacer todo lo que se puede, a pedir lo que no se puede y ayuda para que se pueda", observa sabiamente el concilio de Trento (La giustificazione, c. 11: DS 1536) refiriéndose a un célebre pensamiento de san Agustín (De natura et gratia, c. 43,50: PL 44,271).

La virtud une estos diversos aspectos; es la convergencia de los dinamismos de la persona en la adhesión al bien en lo concreto de las situaciones. Es algo muy distinto de un camino al éxito. Es la docilidad a la verdad, al todavía no que manifiesta sus exigencias conforme se lo secunda; encarna e irradia obediencia al Creador y fidelidad a la condición final de la historia; es iniciación en la gloria, aprendizaje de lo definitivo, imploración de vida en lo eterno, en Dios. El dinamismo virtuoso tiene una orientación centrípeta; contrasta con la dispersión, descuida los procesos fusionales e inspira el bien humano en una actitud justa frente a Dios y que se cualifica a través de los acontecimientos de la vida, se nutre de admiración, alabanza y silencio; lleva a contrastar las tendencias al cálculo y a la seguridad. Todo esto pone a la persona en estado de recepción, de docilidad y de responsabilidad.

Para vivir estas prerrogativas no es necesario conocer específicamente todos y cada uno de los aspectos del dinamismo humano; es indispensable saber de quién nos fiamos; cultivarse en la confianza en Dios para ser, obrar y vivir juntos; querer superar las autodefensas y las sospechas que llevan a autogarantizarse, a fortificarse en las propias autosuficiencias y en formas de fatalismo irresponsable que impiden crecer en la disponibilidad afectiva a hacer que el bien se realice, se participe, se goce juntos, de modo que todos puedan experimentar el gozo de vivir y disfrutar de las condiciones que hacen la vida digna de ser vivida.

El problema humano es histórico y cultural. Las personas están en la historia, no son realidad a la cual accede una historia; la historicidad estructura y condiciona su presencia en el tiempo; la responsabilidad de la historia de la familia humana cualifica la actitud de toda persona recta. El que persevera en este camino madura la conciencia de los valores destructivos que actúan en el tiempo y cultiva la esperanza de la liberación y la confianza en la misericordia que salva y hace nueva la realidad.

La virtud alimenta la disponibilidad efectiva a hacerse cargo de lo negativo de la historia, a no padecerlo y no evadirse de ello, y a promover la transformación en el ámbito del proyecto de vida, que es tanto más verdadero cuanto más asume las diversas dimensiones de la verdad humana. Ésta comprende la capacitación para salvaguardar la consistencia de la realidad (perspectiva cosmológica); para garantizar el vivir asociado y promover su desarrollo (aspecto político); la actualización de la propia humanidad en la variedad de sus prerrogativas (aspecto personal); la disponibilidad a asumir la historicidad de la realidad para ser y crecer en la historia de la salvación (aspecto histórico salvífico).

Estas dimensiones deben coexistir y converger para corresponder al plan de Dios, que reconcilia el mundo consigo según un designio que se verifica en la historia y que contemporáneamente afecta a la comunidad humana, a la creación y al tiempo.

Las personas se hacen existencialmente conscientes del hecho de que el bien no es una representación subjetiva; es la fidelidad a la propia vocación en la comunidad. de las personas que interactúan en el mundo-, y sobre todo viven, en Dios, del cual proviene la humanidad y al cual tiende. Nadie puede vivir esta gama de relaciones sin representárselas de algún modo; pero nadie las vive bien si confunde la representación con la realidad. El conocimiento de la verdad acompaña a todas las fases del camino recto. Es auténtico cuando las personas se reconocen como pertenecientes a la misma humanidad y consienten en amarse y en compartir la presencia en el tiempo, la responsabilidad de lo creado y viven en Dios. Las virtudes no son teóricas; son fruto y contexto de relaciones auténticas. Describirlas es narrar cómo viven las personas que en el tiempo cultivan sus prerrogativas y se dejan guiar por el Espíritu de verdad, que convierte los corazones humanos y los lleva a tenerse en sus manos, plasmar y orientar los dinamismos propios, a superar las manías depresivas o las veleidades anárquicas o de omnipotencia, a actuar en la realidad y abandonarse a Dios. Todo esto exige .armonía entre conocimiento de sí, de la realidad y de las situaciones; educación de la efectividad, de las propias inclinaciones y tendencias; decisión y realización de las actitudes que estructuran lo cotidiano.

Llevar esto a cabo significa saber qué hacer, cómo hacerlo, querer hacerlo, perseverar en hacerlo, hacerlo concretamente, cada día, sin dejarse bloquear o paralizar por las dificultades que con metódica monotonía obstaculizan el camino. La perseverancia en el bien exige que la inteligencia, la afectividad y la ejeeutividad converjan; que la persona explicite el estilo de fidelidad al cual consentir y lo asuma como parámetro por el cual rectifica el camino.

Dominio de sí, constancia, continuidad, prontitud, perfección del obrar, gozo son las características de las personas que valoran el todavía no de su potencialidad; distinguen la capacidad de amar de las falsificaciones y de sus realizaciones imperfectas; son conscientes de las represiones, de las defensas y de los miedos que hacen esclavos de sí e impiden quererse y sentirse solidarios compartiendo en justicia y amistad las metas comunes. Esta perspectiva es para todos llamada, y debe hacerse estilo y proyecto de vida.

El estudioso teoriza sobre las virtudes; el virtuoso ama y, atraído por el amor, trabaja en sí para llegara ser el que la vocación le permite ser en el compromiso por la gestión de la realidad. La solicitud de la persona virtuosa se, orienta a la comunión; está proyectada a vivir comportamientos inspirados en el amor, en la justicia y en la verdad. Como en este campo el engaño no es abstracto o ilusorio, las personas justas están siempre vigilantes para discernir las expresiones auténticas de la existencia recta.

La vida virtuosa no es una actitud intermitente o improvisada; es modo de existir en la libertad; es orientación tendencialmente estable y fiel. Esto no significa que las personas virtuosas sean impecables; sin embargo, la experiencia de la imperfección y del límite no las induce a legitimarse, a ser indulgentes consigo mismas y severas con los demás; a tolerar su propia miseria; sufren por ella, impiden sus manifestaciones y vigilan para que no aumente su dominio.

La perfectibilidad humana es fruto de la donación de Dios, que en Jesucristo y en el Espíritu llama a promover comunidades en las cuales se vivan las relaciones interpersonales no bajo el signo de la sospecha, y en las que el compromiso por una sociedad más justa haga que los excluidos y los marginados puedan llegar a ser ellos mismos y a disfrutar de condiciones humanas de existencia.

La virtud es problema personal y comunitario; afecta a las personas en sus comportamientos y las arraiga en la. familia humana y en la comunidad de salvación; se plantea de modo auténtico cuando es en todos voluntad de vivir juntos, diferentes, respetando la condición específica de cada uno y en la corresponsabilidad por la comunidad de todos.

Considerar las virtudes prerrogativas de personas aisladas y no, como son efectivamente, expresión del vínculo que una a quienes gravitan y viven en la comunidad de que forman parte es uno de los mayores obstáculos para su afirmación. La docilidad efectiva a moderarse, a ser fuertes para no tolerar y no eliminar los obstáculos que impiden el crecimiento en la justicia y en la paz, es medida inequívoca de la madurez humana, es estilo de vida virtuosa.

[/Consejos evangélicos (del cristiano); /Gracia; /Libertad y responsabilidad; /Prudencia; /Virtudes teologales

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D. Mongillo