TOLERANCIA Y PLURALISMO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO
I. La experiencia del pluralismo en el mundo actual.

II. Elementos y etapas del problema de la tolerancia y del pluralismo en el curso de los siglos.

III. El pensamiento de la Iglesia en el siglo XIX yen la primera mitad del XX IV. Reflexión teológico-moral:
1. Persona, verdad y tolerancia:
    a)
La conciencia, dinamismo de la persona hacia la verdad y el bien,
    b)
Verdad y bien, nunca agotables en su totalidad,
    c) Persona, misterio que no es posible juzgar nunca exhaustiva y definitivamente,
    d)
Tolerancia y pluralismo exigidos por la verdad, no por el escepticismo;
2. Persona, comunidad y tolerancia:
    a)
Cometido de la sociedad civil y del Estado,
    b)
Cometido de la Iglesia y del magisterio,
    c) Relación Iglesia-mundo en "Gaudium et spes`: modelo de la tolerancia y del pluralismo.


 

I. La experiencia del pluralismo en el mundo actual

Una de las características del mundo actual es la vertiginosa aceleración del proceso de acercamiento planetario de los hombres. Ello da origen a un dinamismo paradójico. Por un lado, las personas tienen la experiencia de la cercanía de otras personas que tienen un estilo de vida, una religión, un sistema social y político, un sistema moral, una visión del mundo sumamente diversos, a veces contradictorios, respecto a los propios o entre ellos. Por otro lado, tienen la experiencia del fraccionamiento de la homogeneidad cultural de las propias comunidades de vida y del alejamiento y diversificación de los vecinos. El creyente cristiano encuentra a su lado al hermano o al hijo ateo o de religión oriental; el que es fiel a la l indisolubilidad del matrimonio convive con el hermano o compañero divorciado [l Divorcio civil]; la parturienta encuentra en la misma sala a la amiga que l aborta voluntariamente; el joven puede escuchar en el mismo día tres posiciones diversas sobre los mismos problemas vitales a tres profesores o en una mesa redonda de la televisión.

Otra característica del mundo actual es el crecimiento en proporción geométrica del saber científico global de la humanidad y al mismo tiempo su fraccionamiento en sectores sumamente especializados y restringidos, de modo que el individuo particular es cada vez más consciente de su ignorancia y está cada vez más inseguro al pronunciarse sobre la realidad en su totalidad y en su sentido último.

Otra característica decisiva del mundo actual es el venirse abajo, ante los avances de la tecnología, confines considerados siempre irrebasables. Piénsese en la l ingeniería genética y en la inteligencia artificial o en los nuevos problemas éticos que ocultan. Esto hace cuestionables posiciones antropológicas y éticas dadas por resueltas por el sentir común.

En este contexto el problema de la tolerancia y del pluralismo se convierte en parte de la experiencia no sólo de las elites, sino también de las masas. El problema se ha planteado mucho antes de hoy; pero hoy acucia con una urgencia particular y en términos en cierto modo nuevos.

II. Elementos y etapas del problema de la tolerancia y del pluralismo en el curso de los siglos

En la historia, la cuestión del pluralismo y de la tolerancia ha coincidido generalmente con la cuestión de la libertad religiosa, es decir, de la relación entre poder político y fe religiosa. Se planteó ya en el siglo v a. C. a propósito de la filosofía de los sofistas. En el 399 Sócrates fue condenado a muerte bajo la acusación de corromper con sus enseñanzas a la juventud y de introducir nuevos dioses, extraños al culto tradicional. Platón (t 347) en Nomoi (X) exige la pena de muerte para los que niegan a Dios y no quieren corregirse, lo mismo que para los seguidores de cultos extraños. Detrás de estas posturas está la convicción -que ejercerá un papel determinante en la historia- de que poner en peligro la unidad religiosa y cultural es poner en peligro la unidad que está en la base de la convivencia socio-política.

Si el imperio romano toleró un pluralismo religioso, lo hizo principalmente para que no se. fraccionara la unidad religiosa de los pueblos sometidos, de modo que se garantizara su tranquilidad y se los pudiera dominar políticamente con más facilidad, aunque esto se basaba también en una visión sincretista de la realidad. Sin embargo, el mismo imperio perseguirá a los cristianos, porque, al no reconocer ellos al emperador como jefe de la religión y mucho menos como dios, introducían un dinamismo cultural que amenazaba la legitimación del poder imperial y todo el sistema de referencia político.

Son precisamente los cristianos perseguidos de los tres primeros siglos los que plantean de modo explícito la cuestión de la tolerancia y del pluralismo, sobre todo Justino (t165), Tertuliano (j' ca. 220) y Lactancio (j' ca. 320); tolerancia entendida como.respeto y libertad debidos por derecho a personas que no cometen delitos, que aceptan el Estado y le obedecen, que buscan el bien común de la sociedad, pero que por convicción de conciencia se adhieren a una fe que no les permite identificar el poder político con el poder religioso. El edicto de Milán, promulgado por Constantino (313), será la primera gran declaración de tolerancia religiosa, que concede a los cristianos y a todos los demás la libertad de seguir su religión. El tono del documento es todavía de concesión y está lejos del reconocimiento de un derecho debido y que la autoridad está obligada a respetar; pero el paso es grande.

La mentalidad de la tolerancia y del pluralismo está lejos de adquirirse en la cultura de la época. Los cristianos, convertidos en responsables directos de la administración del .Estado, aun reconociendo con san Agustín que "credere non potest homo nisi volens" (In Joan., 26: PL 35, 1607), ante el surgir de las herejías, ligadas por lo demás no rara vez a desórdenes y violencias, y ante la presión todavía del paganismo y de los judíos, se convierten a su vez en intolerantes y en perseguidores. Se justifican remitiéndose a las palabras del evangelio a propósito de los invitados reacios de la palabra del gran banquete: "Compelle intrare" (Lc 14,23), y teorizan con el mismo Agustín que hay una persecución injusta y otra justa (Ep., 185: PL 33,797), dictada por el amor, pues ya se ha formulado el axioma: "Extra ecclesiam nulla salus". Se trata de una inversión de la situación, en la que la tolerancia, reivindicada y obtenida para sí, se convierte a su vez en intolerancia para con los demás; inversión que se realizará trágicamente con muchísima frecuencia a lo largo de la historia (cf J.-P. FAYE, Tolleranza/Intolleranza, 292ss).

Pero en el seno del cristianismo se alzarán muchas voces contrarias a esta intolerancia llevada hasta la persecución. Piénsese, por ejemplo, en el desacuerdo de Martín de Tours, de Ambrosio y del papa Siricio a propósito de la muerte de Prisciliano (j' 385), acusado de herejía.

En el medievo, simplificando una realidad muy compleja, el estrechísimo lazo entre Iglesia e imperio hará de hecho imposible la libertad religiosa del que no se adhiere al catolicismo. Frecuentemente los reyes paganos y sus pueblos se convierten al cristianismo bajo la amenaza de las armas. No obstante, incluso en este tiempo se alzarán voces de primerísimo plano entre la jerarquía eclesiástica en defensa de la libertad de adhesión a la fe; por ejemplo, el IV concilio de Toledo, en el 633, contra la imposición forzada de la conversión a los judíos (c. 57, MANSI 10,633); Alcuino (j' 804) contra los métodos coactivos de Carlomagno (Ep., 113, MGH; Ep. Kar. Aevi 11, 164); el papa Nicolás I (j' 867) contra las coacciones impuestas a los paganos por el rey de los búlgaros Boris (DS 647).

En la teología católica se va teorizando una diversidad de actitud respectivamente hacia los paganos y los judíos, por un lado, y los herejes, por otro, basada en el principio formulado luego por santo Tomás en los términos siguientes: "Accipere fidem est voluntatis, sed tenere iam acceptam est necessitatis" (Aceptar la fe es un acto de libre elección, pero mantener la fe aceptada es una necesidad: S. Th., II-II, q. 10, a. 8, ad 3). Por eso se acepta el principio de tolerancia con los paganos y los judíos, contradicho en realidad por persecuciones y violencias en virtud de la restricción del principio enunciado, según el cual se puede usar la fuerza en contra de ellos para impedir que obstaculicen la fe, blasfemen, induzcan a otros a aceptar su doctrina o persigan a los cristianos (a. 8 en c.): piénsese en las cruzadas; no se admite, en cambio, frente a los herejes, que son juzgados dignos de muerte -pena que ha de ejecutar el brazo secular- porque la herejía es culpa grave, que viola la verdad, la caridad y la patria alterando el orden social (cf SANTo TOMÁS, IV Sent. 13, q. 2, a. 3; S.Th., II-1I, q. 11, a. 3). En realidad hay que recordar que algunos movimientos heréticos y reformistas del medievo eran altamente subversivos y a menudo con instancias anárquicas. En este contexto histórico-cultural nacía la institución de la inquisición, que, sin embargo, tenía la intención de regular jurídicamente el proceso, sustrayéndolo al arbitrio del linchamiento popular.

Esta actitud absolutamente intolerante con el hereje durará mucho más allá del medievo e incluso después de la reforma protestante, y será aceptada por los luteranos, por los calvinistas y por los anglicanos. Lutero, que inicialmente proclamó que "es contra la voluntad del Espíritu Santo que se queme a los herejes" -es una de sus 95 tesis de 1517-,terminará exigiendo castigos gravísimos contra los judíos y las brujas, y pedirá sin piedad a los príncipes que exterminen a los campesinos que se rebelaron siguiendo a Th. Münzer.

No obstante, desde el siglo xii al xvii se alzaron muchas voces, por motivos y desde posiciones muy diversos, pidiendo tolerancia religiosa. Ya Abelardo (j' 1142) había examinado uno de los puntos básicos de la cuestión: la no culpabilidad de la persona que sigue con rectitud su conciencia, aunque errónea. Habrá que recordar entre otros, los nombres siguientes: Marsilio de Padua (j' 1343), G. Ockham (j' 1349?), L. Valla (j' 1457), Nicolás Cusano (t 1464), Marsilio de Ficino (j' 1499), Pico Bella Mirandola (j' 1494), Tomás Moro (f 1535), Erasmo de Rotterdam (fi 1536), J. Bodin (fi 1529), Sebastián Franck (j' 1543?), Martin Butzer (j' 1551), Melancton (j' 1560), Giacomo Aconcio (j' 1567), Michel de Montaigne (j' 1592), Giordano Bruno (j' 1600), F. Bacon (j' 1626), H. Grocio (fi 1645), B. Spinoza (j' 1677), el poeta J. Milton (t 1674), Roger Williams (j' 1683), J. Toland (j' 1722). Habría que recordar como pasos importantes en el camino hacia la tolerancia y el pluralismo, pero con rémoras muy grandes y hasta con indicaciones precisas contrarias, el edicto de Nantes (1598) y la paz de Westfalia (1648).

Una aportación decisiva para la concepción moderna de la tolerancia vino de J. Locke (Carta sobre la tolerancia, 1689), que la funda en la separación de los cometidos del Estado y los de la Iglesia. El Estado debe conservar y promover únicamente los bienes civiles, a saber: la vida la libertad, el bienestar corporal, los bienes externos; no debe entrar en la cuestión de la salvación eterna y en el cuidado de las almas. Por su parte, la Iglesia debe ocuparse del servicio de Dios y del bien de las almas y, a su vez, no debe forzarla conciencia de las personas con un poder coercitivo. Lo único que no se puede tolerar es poner en peligro al Estado mismo que garantiza la tolerancia. Sin embargo, el mismo Locke -y ello indica la dificultad existencial y teórica de toda la cuestión, tal como se planteó y se plantea trabajosamente en la historia- excluye la tolerancia con los católicos, ya que dependen del papa, que es soberano extranjero, y con los ateos, porque carecen de la base moral para la fidelidad al Estado.

Con Locke nos encontramos ya en vísperas de los siglos xviil y xix. Será en estos dos siglos cuando se difunda en la cultura occidental la idea de la tolerancia. Asistimos a la proclamación de la libertad de conciencia como uno de los derechos fundamentales del hombre en América del Norte, primero en las constituciones de los varios Estados y luego definitivamente en la constitución de la federación de USA en 1781. En Europa la idea de la tolerancia se difundirá gracias al iluminismo y al liberalismo. Hay que recordar por su gran influjo histórico a los franceses de 1700, inspiradores y autores de la Enciclopedia, en particular Condillac, Lamettrie, Cabanis, Bayle y, de modo particularísimo, Voltaire, con su Tratado sobre la tolerancia (1763). Durante todo el siglo xvm se va difundiendo un movimiento de sensibilidad y de ideas que llevará a la asamblea constituyente francesa, durante la revolución, en 1789, a proclamar la libertad de conciencia como uno de los derechos del hombre. Por desgracia, una vez más, en la misma revolución francesa se verificará la trágica inversión con la que la anhelada y conquistada tolerancia se transformará en despiadada intolerancia con los demás, hasta el terror.

Mas con estos acontecimientos puede decirse que la idea -lamentablemente, no la práctica relativade la tolerancia, en el sentido de aceptación del pluralismo religioso y de opinión y de la democracia, dio al fin su paso decisivo.

III. El pensamiento de la Iglesia en el siglo XIX y en la primera mitad del XX

¿Cuáles son las motivaciones de la tolerancia y del pluralismo aducidas en el curso de los siglos por los autores indicados? Podríamos decir que hasta el siglo XVIII son preferentemente motivaciones nacidas de dentro mismo de la religión cristiana y en su mismo nombre: la exigencia esencial de la fe de ser adhesión libre de la voluntad; la caridad y la mansedumbre predicadas por el evangelio; la no culpabilidad de la persona coherente con su conciencia, aunque ésta sea errónea; el hecho de que el pluralismo y la tolerancia son un mal menor respecto al de la represión; la exigencia de concordia dentro de la nación y entre las naciones.

Pero ya con el humanismo, y luego de modo sistemático con el iluminismo, se introducen motivaciones diversas. Nacen éstas de un proceso de relativización de la fe y de muchos de sus dogmas, acentuando, en cambio, la función de la razón: se mira a que cesen las oposiciones basadas justamente en los dogmas y se busca reducirlos a un pequeño número de verdades comunes perceptibles racionalmente. Esta tendencia se va acentuando cada vez más, desembocando en los siglos xvili y xix, por parte de la mayoría de los defensores de la libertad de pensamiento, en el naturalismo, en el racionalismo, en el indiferentismo religioso y en un anticlericalismo radical.

La posición de la Iglesia católica en el siglo xix y en la primera mitad del xx sólo puede comprenderse a la luz de este contexto. Gregorio XVI ve en la libertad de conciencia y de opinión un "delirio" nacido de la "fuente envenenada del indiferentismo" (Mirar¡ vos, 1832: ASS 4,341). Pío IX la proclama "libertad de perdición" (Quanta cura, 1864: ASS 3,162), expresión usada por san Agustín respecto a los herejes donatistas; y en el Sfllabus anexo, el papa condena el reconocimiento por parte del Estado de la libertad de culto y de opinión, porque la ve indisolublemente ligada a la propagación de la "peste del indiferentismo" (ASS 3,176). León XIII, en la Inmortale Dei (1885), expone de modo claro el punto central de la preocupación de la Iglesia, punto delicado y difícil de toda cuestión de la tolerancia y del pluralismo, punto debatido durante siglos: la relación entre verdad y libertad. Dice el papa: "La libertad... debe tener por sujeto el bien y la verdad; y la naturaleza de la verdad y del bien no varía al capricho del hombre, sino que permanece siempre la misma y no es menos inmutable que la esencia de las cosas. La inteligencia cuando se acoge al error, la voluntad cuando se pliega y adhiere al mal no tienden a su perfeccionamiento, sino que pierden su valor y se corrompen ambas. El mal, pues, y el error no pueden tener derecho a ser aireados y propagados, y mucho menos a ser favorecidos y protegidos por las leyes" (ASS 18,17).

También la idea de la separación entre Iglesia y Estado es mirada con recelo, justamente porque, como indica también León XIII, cuando se fomenta por aquel tiempo tal idea, "ordinariamente se quiere o desentenderse del todo de la Iglesia o tenerla absolutamente sujeta al Estado" (ib, ASS 18,171). Estas ideas las sostiene también León XIII en la encíclica Libertas (1888). Sin embargo, aquí admite, "para evitar un mal mayor y conseguir y conservar un mayor bien" y "en orden al bien común", una forma de tolerancia restringida a cosas "no conformes a la verdad y la justicia" (ASS 20,609). Niega que la libertad ilimitada de pensamiento, de prensa, de enseñanza y de culto sea un derecho natural del hombre, y admite, en cambio, que "estas libertades se pueden tolerar, es cierto, cuando lo exigen causas justas, pero dentro de ciertos límites, a fin de que no degeneren en excesos" (ib, ASS 20,612). La posición de León XIII tiene como fondo la teoría de la tesis y de la hipótesis, ampliamente difundid' en los ambientes católicos. Según ella, el ideal es una sociedad no pluralista, sino uniformemente católica, que por lo tanto tenga como religión de Estado la religión católica, con la exclusión de las otras (tesis). Mas por realismo, a fin de evitar un mal mayor, se pueden tolerar, en una situación histórica de hecho pluralista, otras creencias religiosas y otras opiniones (hipótesis).

El razonamiento así enfocado es muy serio; pero no avanzará hacia una solución mientras no comience a madurar una visión de la relación verdad-libertad centrada en la atención a la persona, que históricamente busca la verdad, más que exclusivamente en la verdad objetiva. Con Pío XI y Pío XII, aunque todavía entre rémoras e indicaciones contrarias, comenzará a darse algún paso en esta dirección.

Será Juan XXIII, en la Pacem in terris (1963), el que proclame claramente la libertad religiosa y de opinión como uno de los derechos fundamentales del hombre: "Cada uno tiene derecho a honrar a Dios según el dictamen de la recta razón, y por tanto el derecho al culto de Dios privado y público" (n. 14). Proclamará que toda "acción dirigida a reprimir y a sofocar el flujo vital de las minorías es grave violación de la justicia; y lo es tanto más cuando se ejerce para hacerlas desaparecer". Proclamará que "no se deberá confundir jamás el error con el que yerra, aunque se trate de error o de conocimiento inadecuado de la verdad, en el campo moral y religioso"; y ello no simplemente por tolerancia negativa de un mal menor, sino por motivos antropológicos y cristianos precisos, porque "el que yerra es siempre y ante todo un ser humano y conserva en cualquier caso su dignidad de persona, y ha.de ser considerado y tratado siempre como conviene a tan alta dignidad. Además en ningún ser humano se extingue jamás la exigencia, congénita a su naturaleza, de romper los esquemas del error para abrirse al conocimiento de la verdad. Y la acción de Dios en él no falta nunca ("AAS" [1963] 299).

Con esta posición se ha dado ya un salto decisivo en la posición de la Iglesia en la cuestión de la tolerancia y del pluralismo. Están los elementos de la exposición que hará el concilio Vat. II. Ahora podemos presentar los términos de la reflexión sistemática, teológico-moral, refiriéndonos justamente en particular al Vat. II.

IV. Reflexión teológico-moral

Ya sólo por las referencias históricas dadas aquí, es evidente que la cuestión de la tolerancia y del pluralismo está inseparablemente ligada a la doble relación de la persona con la verdad y con la comunidad. Afrontarla desde el punto de vista teológico-moral significa preguntar si la tolerancia y el pluralismo son compatibles con las obligaciones fundamentales del hombre hacia la verdad, en particular hacia la fe religiosa, y con las obligaciones fundamentales para con la comunidad civil y política y con la Iglesia.

1. PERSONA, VERDAD Y TOLERANCIA. ¿Cómo son posibles la tolerancia y el pluralismo si se admite que hay una verdad objetiva? La única posibilidad parece ofrecerla el escepticismo. Por las referencias históricas hemos visto las dificultades que ha encontrado a lo largo de los siglos una respuesta satisfactoria. Hoy, sin embargo, mediante la aportación del largo camino histórico, parece que existen los elementos para comprender que la respuesta hay que buscarla centrando la atención en el dinamismo concreto con que la persona camina hacia la verdad en el contexto histórico de'Ja comunidad de los demás hombres. Y si la Iglesia ha cambiado profundamente su posición sobre este tema en los últimos decenios, es porque lentamente ha tomado conciencia con claridad de esto.

a) La conciencia, dinamismo de la persona hacia la verdad y el bien. La persona no puede captar la realidad, es decir, alcanzar la verdad, más que con un juicio personal que brota de una intuición y de un asentimiento interiores de la propia inteligencia, juicio que ninguna coacción exterior puede nunca producir. Del mismo modo la persona no puede decidirse por una acción como bien si no es con una decisión personal que brota exclusiva e insustituiblemente del ámbito insondable de la propia libertad. La fuente de este doble dinamismo intelectivo y volitivo es la conciencia de la persona, es decir, la raíz misma de su subjetividad, allí donde la totalidad de su personalidad irrepetible es fontalmente núcleo único, indivisible, dinámico y espontáneo de todas sus potencialidades y dimensiones, estructuralmente vuelto hacia la totalidad del ser y del bien. Toda afirmación verbal de verdad o acción exterior de la persona que no nazca de este dinamismo, en realidad no es de la persona. Si se le impusiera, sería una violencia que ataca al núcleo más íntimo de la misma, y por tanto a la intimidad de su dignidad, aunque se tratase de verdad y de bien objetivos.

Pero el juicio de verdad y la decisión de bien brotados insustituiblemente de la conciencia de la persona no nacen del vacío. Nacen del proceso histórico de experiencia que la persona hace de las cosas del mundo y del continuo proceso de confrontación con las afirmaciones intelectuales y con los comportamientos morales de los demás hombres de la comunidad. Solamente este proceso experiencial y dialogal puede poner en acción e1 dinamismo autónomo de la conciencia.

b) Verdad y bien, nunca agotables en su totalidad. A través del dinamismo que se acaba de ilustrar, el hombre es capaz de captar, y capta de hecho, la realidad en sus múltiples elementos de modo objetivo y definitivo, o sea sustancialmente inalterable. Sin embargo, en el proceso de conocimiento la conciencia está expuesta a la falibilidad. Ante la complejidad, la profundidad y la totalidad de la realidad, el hombre está siempre colocado en el límite existencial, espacial y temporal de la historicidad. Incluso está expuesto al rechazo culpable de la verdad y del bien a causa de su condición pecaminosa. No obstante, su dinamismo, hecho constitutivamente para la verdad y para el bien objetivos, permanece indestructible; por eso inevitablemente alcanza elementos de verdad y de bien objetivos, más o menos numerosos e intensos, y conserva la capacidad de ir más allá, de corregirse a través del camino histórico personal, dentro del camino de la comunidad y de su cultura. Así la verdad y el bien son captados por el hombre, pero ni él ni su lenguaje pueden agotarlos totalmente. Por eso está incesantemente en camino hacia la perfección de la verdad y del bien.

Esto vale también para la verdad religiosa, y en particular para la comprensión conceptual de la fe cristiana. Con la fe en Jesucristo el hombre en el acto de creer se adhiere intencionalmente a Dios mismo y a cuanto le ha revelado, y por tanto a la totalidad de la verdad. Pero la comprensión y la expresión conceptual de tal objeto es siempre limitada y "como en un espejo, en imagen" (1Cor 13,12). Pues el término de la fe, por serlo Dios mismo, es trascendente al mundo y a la historia, por lo que el intelecto y el lenguaje humanos, ligados al mundo y a la historia, no pueden nunca comprenderlos exhaustivamente. Si bien los conceptos humanos con que la Iglesia expresa a través de los dogmas la fe en Dios son "adecuadamente verdaderos" (Pío XII, Humani generis) -es decir, tienen un valor cognoscitívo objetivo y definitivo, en el sentido de que expresan realmente la verdad, que no cambiará-, sin embargo no son exhaustivos de la verdad, ni son necesariamente el único modo de expresarla (cf E. SCHILLEBEECKX, Conoscenza della verith..., 109ss; Y. CONGAR, Diversitá e comuniohe, 62ss). Dice la Comisión teológica internacional: "La unidad y la pluralidad en la expresión de la fe tienen su fundamento último en el misterio mismo de Cristo, que, aun siendo misterio de recapitulación y de reconciliación universal (cf Ef 2,11-12), sobrepasa las posibilidades de expresión de cualquier época de la historia, sustrayéndose así a cualquier sistematización exhaustiva (cf Ef 3,8-10)"(L únitá della fede e il pluralismo teologico, 15).

Que la verdad en su totalidad va siempre por delante respecto a la comprensión del hombre, se subraya particularmente en el cristianismo con la afirmación de que la total revelación de Cristo Señor tendrá lugar al fin del mundo, por lo que la Iglesia es siempre pueblo que peregrina hacia aquella plenitud.

Además, adherirse a la verdad de Dios, revelada en Cristo, es siempre don gratuito suyo, si bien exige la activa obra de la inteligencia y de la libertad de la persona. Así pues, en el proceso cognoscitivo hacia Dios por parte de la persona hay siempre una dimensión que no puede reducirse totalmente a las simples categorías humanas.

c) Persona, misterio que no es posible juzgar nunca exhaustiva y definitivamente. Por lo que hemos dicho en los párrafos precedentes, se ve que la persona es sujeto que trasciende los objetos del mundo y que está puesta en misteriosa relación con Dios mismo, y por tanto involucrada en su misterio, hecha realmente a imagen y semejanza suya (Gén 1,26); por eso no es nunca objetivable con conocimiento científico. Por eso también, en lo que respecta a su relación con la verdad y el bien, existe siempre una dimensión de impenetrabilidad desde fuera, y en ciertos aspectos por parte de la persona misma: un espacio reservado únicamente a Dios. Aquí se aplican el "no juzguéis" (Mt 7,1) y la parábola evangélica de la cizaña (Mt 13,24ss), igual que la afirmación de san Pablo: "Así pues, no juzguéis antes de tiempo, hasta que venga el Señor" (1Cor 4,5). Ser imagen de Dios es indeleble en la persona. Ésta es siempre positivamente portadora de signos de la verdad de Dios y es amada por él más allá de sus errores y de sus pecados. Por eso en la teología juanista en particular el conocimiento de la verdad de Dios pasa inseparablemente a través del amor al hombre; Juan afirma: "El que afirma que está en la luz y odia a su hermano está aún en las tinieblas" (Un 2,9). Por eso el que acoge a la persona en su pobreza encuentra a Dios misteriosamente (Mt 25,31ss). La búsqueda de la totalidad de la verdad y del bien no se puede realizar hasta el fondo más a través de un proceso conceptual y científico; debe pasar necesariamente también a través del amor de las personas, porque en definitiva acoger la verdad es acoger a Dios mismo, ser personal.

d) Tolerancia y pluralismo exigidos par la verdad, no por el escepticismo. De cuanto hemos dicho se desprende que tolerancia y pluralismo no se fundan en el escepticismo o en el relativismo universales. Es más, en esta hipótesis no habría fundamento para la tolerancia y no quedaría en la comunidad humana ningún punto de referencia último fuera de la imposición de la voluntad del más fuerte. Precisamente la tolerancia se resolvería en el absolutismo de la violencia. En cambio, la tolerancia y el pluralismo se fundan en el dinamismo de la conciencia en cuanto vuelto insuprimiblemente a la totalidad de la verdad y del bien. De esto le viene al hombre el conocimiento del deber, por fidelidad a la verdad ya alcanzada, de ir siempre más allá, para conseguir un mayor conocimiento suyo, que jamás puede agotarse; el conocimiento de que la relación entre la verdad y cada hombre particular presenta aspectos que no pueden ser jamás del todo objetivables desde fuera, porque es también campo de los caminos misteriosos de Dios; el conocimiento de la inviolable dignidad de la persona más allá de sus errores y de sus pecados; el conocimiento de que la totalidad de la verdad no se puede alcanzar con la sola ciencia raciocinante y objetivadora, sino que exige también la actitud de acogida de las personas, porque al final la verdad es persona, Dios.

Todo esto funda una tolerancia que no es simplemente soportar negativamente, resignación al pluralismo como a un mal menor, sino una tolerancia como respeto y estima positiva y cordial del otro; como aceptación amorosa de su persona, como atención real a sus posiciones en cuanto posibles portadoras de instancias que pueden hacer avanzar a los dos hacia la totalidad de la verdad; como diálogo realmente paritario, aunque sin fáciles irenismos, con absoluta fidelidad a lo que cada uno entiende realmente como verdad en su conciencia, con el valor de manifestar la propia disconformidad con el otro.

2. PERSONA, COMUNIDAD Y TOLERANCIA. Es hora de afrontar el segundo aspecto de la cuestión: la relación entre la persona y la comunidad.

a) Cometido de la sociedad civil y del Estado. Aclarado el derecho de la persona a la libertad interior de pensamiento, queda la pregunta: ¿Tiene derecho la conciencia objetivamente errónea, o incluso éticamente culpable, a expresarse y a obrar exteriormente en la comunidad? Por las referencias históricas expuestas l arriba, I-III, sabemos los laboriosos que han sido los intentos de dar respuesta, y que una de las posiciones fundamentales ha sido ésta: sólo la verdad y el bien objetivos tienen derechos, el error y el pecado no; a lo sumo, se los puede tolerar negativamente por la comunidad para evitar un mal mayor.

Como se ha indicado [l supra, III], hoy en el pensamiento de la Iglesia la cuestión se plantea diversamente. El Vat. II hace esta afirmación: "Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, interpretamos: en el hecho de que obre con rectitud moral o no, sino en su misma naturaleza. Por lo cual el derecho a esta inmunidad de coacción externa permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella; y su ejercicio no puede ser impedido con tal de que se guarde el justo orden público" (1311 2). Aquí el concilio habla de la libertad religiosa, pero creemos que hay en su discurso un planteamiento que vale para la cuestión de la tolerancia y del pluralismo en general.

Se distingue la obligación moral de adherirse a la verdad -sobre esto no se discute-, del derecho a no ser coaccionados por las autoridades de la comunidad civil a cumplir tal obligación. Además, el problema no se plantea en términos de derecho o no del error y de la culpa moral a ser expresados exteriormente, sino en términos de derecho o no de la persona en cuanto tal a expresarse exteriormente incluso cuando yerra. Se responde que el único criterio y motivo por el que la autoridad de la comunidad civil puede limitarla expresión exterior, prescindiendo de un juicio sobre la rectitud moral interior y de la cuestión de la verdad objetiva o no es "el justo orden público".

En este planteamiento la cuestión de la tolerancia por parte de la comunidad civil y del Estado ante el obrar de la persona ha de centrarse en las preguntas siguientes: ¿Tienen la sociedad civil y el Estado competencia para juzgar si la conciencia de la persona es errónea o no? ¿Qué criterios y normas deberían guiar a la autoridad civil en la limitación de la expresión y de la acción? El párrafo citado aduce como criterio "el justo orden público". Para comprender mejor, debemos distinguir cuatro realidades que están en juego: sociedad civil, Estado, bien común, orden público. El bien común se define en el mismo documento del Vat. II sobre la libertad religiosa como "la suma de aquellas condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, (y) consiste primordialmente en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana" (DH 6). Así concebido, el bien común es esencialmente una realidad ética, que obliga interiormente a todos a realizarla exteriormente. Es cometido ético de la sociedad civil entera en conjunto, de todos sus miembros y de todas sus instituciones, según los principios de subsidiariedad y justicia (J. COURTNEY MURRAY, La libertó religiosa..., 183). Todos han de mirar a la verdad y al bien objetivos de. la comunidad. La represión de las opiniones y acciones consideradas erróneas no puede realizarse más que con la confrontación recíproca de los varios elementos de la sociedad; confrontación a veces conflictiva, pero sólo y siempre en el ámbito del juego cultural, democrático, sin coacción exterior por parte de cualquier grupo.

No obstante, en este contexto se sitúa el cometido particular del Estado, entendido como la autoridad civil y los organismos jurídicos y políticos de la comunidad con poder coercitivo. Él tiene la función de tutelar los derechos y de hacer cumplir los deberes que están expresados fundamentalmente en la constitución, la cual condensa el patrimonio éticojurídico comúnmente estimado como propio de la comunidad. En particular, debe garantizar el orden público, que tiene un ámbito más restringido que el bien común, pero que constituye su condición sine qua non de posibilidad. El orden público puede reducirse a tres elementos: la paz pública; la pública moralidad, tal como es determinada por las normas comúnmente admitidas por el pueblo; la justicia, que asegura a los ciudadanos lo que les es debido (J. CouRTNEY MURRAY, 183). El párrafo del Vat. II antes citado habla de orden público "justo". Éste, pues, ha de reflejar lo más posible en sus formulaciones jurídicas la verdad y el bien objetivos; pero esto se verificará en la medida en que la comunidad entera en su camino cultural de confrontación pluralista consiga expresar en el derecho los valores morales verdaderos. Así pues, el Estado deberá impedir y castigar, sin transigir, todas aquellas expresiones exteriores que vayan contra el orden público, sin juzgar la conciencia y las ideas de las personas. No le será siempre muy fácil al legislador y a las autoridades establecer los confines precisos del orden público y si ciertas expresiones de los ciudadanos o de grupos lo lesionan. Ciertamente una tolerancia indiscriminada por parte del Estado haría en realidad el juego a los grupos más poderosos y conservadores, que en la dialéctica de la vida social tienen medios para imponerse (cf R.P. WOLFF, etc., Critica della tolleranza). En cambio, tiene mucha importancia que.el Estado garantice la expresión a las minorías proféticas (cf J. MARITAIN, L úomo e lo stato), aunque planteen muchos problemas no fáciles de resolver. Ellas impugnan el sistema socio-político existente, pero al mismo tiempo pueden ser portadoras, precisamente con ello, de nuevas instancias hacia una verdad y un bien común plenos.

b) Cometido de la Iglesia y del magisterio. El discurso de la tolerancia y del pluralismo referido a la Iglesia y al magisterio es muy distinto del discurso referido a la sociedad civil y al Estado. En efecto, la Iglesia es una comunidad de pensamiento y de convicciones (cf K. RAHNER, Para la tolerancia en la Iglesia, 9ss) que generalmente tiene una visión específica de la realidad y una propuesta específica de vida basadas en la fe y que obligan en conciencia. Por eso la adhesión a ella es mediante un acto libre precisamente y en cuanto se comparten sus convicciones. Así pues, en ella la tolerancia y el pluralismo de las opiniones y de los comportamientos no podrán nunca llegar hasta atacar la sustancia de la visión del mundo y de la propuesta de vida propias de la fe. Hay en la naturaleza de la Iglesia un elemento trascendente, divino, que la diferencia cualitativamente de las simples comunidades civiles. Ella tiene constitucionalmente la misión de conducir al hombre a la verdad y el bien absolutos, que es Jesucristo, Dios; a él está ya indisolublemente unida, pero aún no cabalmente. Su misión se realiza a través del espacio y del tiempo de la historia, cuya realidad provisional y limitada asume totalmente; pero a la vez se realiza por obra del Espíritu Santo, que trasciende las categorías de la historia. La Iglesia lleva, pues, en sí la unidad paradójica de historicidad y de absoluto. Todo esto tiene importancia decisiva para el discurso sobre la tolerancia y el pluralismo en la Iglesia.

En otros tiempos prevaleció en la Iglesia subrayar la dimensión de lo absoluto, dejando en la sombra la dimensión de la historicidad. En el Vat. II la conciencia de esta segunda dimensión, en perenne tensión dinámica con la primera, es subrayada fuertemente.

Una de las causas del redescubrimiento de esta dimensión fue la profundización en los decenios precedentes del estudio de la Biblia, con la consiguiente comprobación de la función de la historicidad en la revelación de Dios a los hombres. La revelación única del Dios único se ha hecho a través de lenguajes y modos diversos, según las culturas y las épocas.

La Iglesia del Vat. II, mirando su propia historia, reconoce que "se ha servido de las diferentes culturas" para difundir el mismo mensaje (GS 58). Reconoce que "una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas, conservando el mismo contenido" (GS 62); reconoce la legitimidad de los diversos caminos por los que la Iglesia de Oriente se ha adherido a la misma fe de la Iglesia de Occidente, no sólo con una liturgia, espiritualidad y disciplina diversas, sino también con "diversas fórmulas teológicas" (UR 17).

Hoy el pluralismo teológico en la Iglesia parece ser un problema mucho más complejo que en el pasado, porque la Iglesia debe pensar y presentar la fe en lenguajes, filosofías y visiones del mundo radicalmente diversos y lejanos entre sí. No obstante ese pluralismo es insuprimible y obligado en la Iglesia, ya que forma parte de la dimensión de su historicidad. Pero ¿cuál ha de ser su límite y su característica? Tiene sentido en la medida en que realmente expresa la única fe y edifica el único cuerpo de Cristo, la Iglesia, que el Espíritu anima con múltiples carismas (ICor 12-14). La oración de Jesús por la unidad es un deber ineludible (Jn 17,15ss), y comprende la búsqueda de la "armonía en el pensar y en el sentir" (1Cor 1,10).

En este contexto se ubica el cometido específico del magisterio pontificio y episcopal de garantizar la verdad del evangelio. En esto tiene una asistencia particular del Espíritu, con diversos grados de certeza, hasta la infalibilidad, según los modos y niveles de intervención (LG 24-25). La tolerancia por parte del magisterio en el ámbito preciso de la afirmación de la fe y la moral no tiene sentido. Por eso será obligado por parte del magisterio señalar riesgos, avisos, declaraciones y hasta condenas acerca de ciertas doctrinas. Esto tiene fundamentos precisos en el NT, y particularmente en las cartas de san Pablo (cf 1Cor S,lss; 1Tim 1).

Con todo -y es preciso subrayarlo bien-,también la búsqueda y la afirmación de la verdad del evangelio por parte del magisterio, bajo la asistencia del Espíritu Santo, pasan ineludiblemente a través de la complejidad y los límites del dinamismo histórico-cultural. Pasan, pues, a través del diálogo y la aportación de los teólogos, de las filosofías y de los lenguajes múltiples; pasan a través de las experiencias vitales del pueblo de Dios. No pueden, pues, saltarse nunca el esfuerzo paciente y tolerante de la confrontación y de la pluralidad de las aportaciones; la aceptación de tiempos, a veces largos, de discernimiento y la decantación de la verdad; el respeto y la implicación de los diversos carismas dados por el Espíritu a todos los componentes de la Iglesia; la conciencia de los límites de la historicidad.

Inevitablemente esto causará momentos de tensión y de conflictividad entre las diversas partes en litigio y entre las distintas posiciones dentro de la Iglesia, corriendo peligro de ocasionar incluso algún escándalo o duda en las conciencias. Pero ello forma parte de la vida de la Iglesia, y así fue desde el principio. El acontecimiento del concilio de Jerusalén (He 15), con las vicisitudes que le precedieron (cf He 11; Gál 2), son elocuente testimonio, y nos indican al mismo tiempo la importancia fundamental en la Iglesia de la tolerancia y el pluralismo, así como su finalidad y sus límites: la comprensión cada vez mayor del único mensaje de Jesucristo y la edificación de la unidad de la Iglesia. Ello exige como condición indispensable que la búsqueda de la verdad del evangelio en la Iglesia por parte de todos esté necesariamente animada siempre por el amor al hermano, a fin de ser capaces de captar las razones existenciales de su posición y de respetar profundamente su conciencia, siendo capaces de renunciar a libertades incluso lícitas y sacrosantas, si se convierten en piedra de escándalo para el hermano, como hicieron Pablo y la Iglesia apostólica con el consumo de carnes sacrificadas (He 15; 1Cor 8).

Aquí habrá que suscitar la cuestión de la l objeción de conciencia y la del l ecumenismo.

c) Relación Iglesia-mundo en "Gaudium et spes": modelo de la tolerancia y del pluralismo. No le incumbe a esta voz tratar el tema de la relación Iglesia-mundo. Nos limitamos a observar que las indicaciones de Gaudium et spes y su mismo modo de aproximación al mundo parecen la realización del modelo del pluralismo y de la tolerancia tal como se propone hoy en la Iglesia. Se trata no de ignorar los errores y los pecados, renunciando a denunciarlos y a oponerse a ellos, sino de hacerlo sólo y siempre colocándose como "real e íntimamente solidarios con el género humano y con su historia", compartiendo realmente "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren" (GS I); y con este espíritu se trata de "entablar un diálogo" sobre los temas fundamentales de la existencia, aportando fielmente la propia contribución específica de luz que viene de Jesucristo (GS 4).

Si es justo decir que una de las claves para interpretar todo el Vat. II es la exigencia de la Iglesia de "discernir los signos de los tiempos", hay que afirmar que ésta es también la clave para comprender de modo exacto los conceptos de tolerancia y de pluralismo que hoy ha hecho suyos la Iglesia. "Es deber permanente de la Iglesia escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio, de modo que, de manera adaptada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres... Pues es preciso conocer y comprender el mundo en que vivimos, así como sus expectativas, sus aspiraciones y su índole a menudo dramática" (GS 4), e intentar "discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales (la Iglesia) participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios" (GS I1).

Colocarse en una actitud de verdadera solidaridad con la persona y con la historia del otro, escuchar, buscar juntos, dialogando realmente como iguales, por ningún otro motivo que no sea el de discernir la verdad y el bien, tal es la base del pluralismo y de la tolerancia. En este contexto no se callan las diferencias, porque, a pesar de ellas, hay ya un verdadero caminar juntos hacia la unidad de la verdad, TRABAJO aunque no sin tensiones, en la consciente esperanza de que esta unidad perfecta sólo se conseguirá con la vuelta del Señor al fin de los tiempos.

[I Derechos del hombre; l Ecumenismo; l Libertad y responsabilidad; l Objeción y disenso].

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S. Mosso