SOLIDARIDAD
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Premisa. 

II. Las diversas acepciones de solidaridad: 
1.
La perspectiva jurídica; 
2. La perspectiva antropológica 
3. La perspectiva sociológica. 

III. Solidaridad y ética cristiana: 
1.
La solidaridad como valor teologal; 
2. La solidaridad como instancia ética. 

IV. La solidaridad hoy: 
1.
Crisis y renacimiento de la solidaridad; 
2. Las dimensiones de la solidaridad: 
    a)
Solidaridad e igualdad, 
    b) Solidaridad y eficiencia, 
    c) Solidaridad y gratuidad.


 

I. Premisa

La valoración actual de la solidaridad, cada vez más cualificada y extendida, constituye un signo de los tiempos. Se ha venido afirmando una nueva conciencia social acerca de los lazos de cada uno con categorías necesitadas; se han constituido espontáneamente comunidades y grupos que miran a conseguir metas comunes de carácter social, económico, político y religioso y a hacer que se perciban más eficazmente las protestas contra los males sociales en orden a obtener un cambio. La palabra solidaridad suscita en muchos el deseo de contribuir a la acogida y a la promoción del prójimo necesitado de ayuda.

La solidaridad = "alacris animorum coniunctio", como Juan XXIII la llama en la encíclica Pacem in terris- recuerda sobre todo la idea de la unidad activa en compartir las situaciones de los demás, en sentirse responsables de cuanto de penoso ocurre a los hermanos, en proyectar y realizar un socorro eficaz.

 II. Las diversas acepciones de solidaridad

El concepto de solidaridad ha experimentado en la cultura occidental un proceso de transformación que se ha reflejado también en la utilización de sus diversos ámbitos de referencia. Todavía hoy se utiliza el término según acepciones diversas que merecen ser precisadas.

I. LA PERSPECTIVA JURÍDICA. Desde siempre (ya desde la época del imperio romano) el derecho ha sancionado que una pluralidad de sujetos (deudores) puede ser puesta ante una prestación que no es susceptible de división, y que por lo mismo se le puede imponer íntegramente a cada uno. Es decir, en determinados casos cada deudor puede ser llamado a responder totaliter, o sea, de la totalidad de la deuda contraída por varios sujetos. Ello puede depender de la naturaleza de la deuda misma o de la voluntad de las partes. El Código civil italiano sanciona: "La obligación es in solido cuando varios deudores están obligados todos por la misma prestación, de modo que se puede forzar a cada uno al cumplimiento por la totalidad" (art. 1.292).

En la concepción jurídica del pasado se suponía que del concurso de varios sujetos a una misma acción nacía por norma y necesariamente sólo una parcialidad de obligaciones; cada sujeto estaba obligado sólo respecto a su parte de intervención. Sólo cuando se declaraba explícitamente la solidaridad quedaba derogada e impedida la parcialidad de la obligación. Además, incluso en la hipótesis de estar establecida por ley, la solidaridad se interpretaba como un modo de ser especial de la obligación, que de por sí era necesariamente parcial. La solidaridad no anulaba la figura jurídica primaria del fraccionamiento de la obligación; sólo de modo excepcional la obligación parcial podía ser llamada a asumir la carga de la reparación por el todo, por lo cual cada deudor podía ser obligado en determinadas circunstancias a pagar la suma entera de las obligaciones parciales.

En cambio, en la cultura jurídica actual la obligación solidaria no se concibe ya reductivamente como dependiente y en correlación con la obligación parcial. Se estima que la parcial no es la única obligación jurídica natural, de forma que la solidaria quede reducida a forma anormal. En el derecho contemporáneo la solidaridad es un valor en sí legítimo y obligado, que se afirma con configuración autónoma propia.

2. LA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA. En la época contemporánea, sin embargo, el discurso sobre la solidaridad ha trascendido el ámbito puramente jurídico, adquiriendo un nuevo contexto cultural. Si al hablar de solidaridad en el pasado se pretendía recordar los deberes que una persona era eventualmente llamada a cumplir en virtud de exigencias de justicia conmutativa y social, ahora se pone de manifiesto que es el constitutivo mismo de la persona el.que exige de ella relaciones de solidaridad con los demás.

Pero la solidaridad en perspectiva antropológica varía de acuerdo con el modo de considerar la naturaleza de la persona humana. En la filosofía clásica escolástica se subrayaba la individualidad incomunicable de la persona. Cada uno era considerado responsable de sus actos; no podía ni debía dar cuenta o responder de lo que no dependía de su obrar. Lo que ocurría fuera de su ámbito a lo sumo podía urgirle a un gesto de caridad (p.ej., ofrecer limosna u oraciones por las obras misioneras), pero no suponía una responsabilidad directa. Una religiosa que se dedicaba a asistir a niños abandonados o un misionero que se comprometía a trabajar con infieles lejanos testimoniaban que cumplían un deber sugerido exclusivamente por su personal vocación religiosa.

En la ética actual ciertamente permanece la atención a la individualidad incomunicable de la persona, pero ésta se pone en estrecha relación con su configuración relacional fundamental. La persona es un ser autónomo, que vive esencialmente de relaciones interpersonales, o sea, que está en constante diálogo con el prójimo. La persona está en contacto perenne e irrenunciable con Dios, con el prójimo y con las realidades mundanas. El yo no puede llegar a la vida y conseguir su estado adulto más que en relación con el otro. El yo no se conoce más que mirando al tú; no se promueve más que sacrificándose por alguien; no desarrolla cultura o fuerza operativa si no establece cooperación. Una vida segregada en el individualismo no es una vida humana. Quizá la mejor descripción moderna del infierno podría ser la siguiente: un estado en el que el condenado-no puede ya ofrecer y recibir ninguna relación afectiva. El infierno es no saber amar. En cambio, la vida paradisiaca es estar juntos en la plena comunicación del amor. La palabra con la que se presenta el hombre conscientemente adulto no es yo, sino yo-tú.

En esta perspectiva la solidaridad ejerce una función existencial fundamental. Hace percibir que el otro -cualquier otro- es la mitad de la propia alma; por eso el hombre solidario no se concede paz a la vista de alguien que sufre, sobre todo injustamente.

El hombre moderno no atribuye a Dios la responsabilidad de la existencia de gente miserable en la tierra, pues sabe que Dios nos ha confiado la tarea de proveer al hermano necesitado, no tanto dándonos un precepto explícito particular, sino por habernos creado como hombres necesitados de una integración recíproca.

3. LA PERSPECTIVA SOCIOLÓGICA: El haber tomado conciencia de que todo lo que se refiere a la personalidad humana (su aparición, su madurar y su obrar de modo auténtico) depende de convivir en solidaridad con los otros ha cualificado el vivir en sociedad no tanto como un simple deber, sino como una exigencia primaria de la persona.

¿Cómo se debe vivir esta solidaridad social? En la sociedad podemos comportarnos como socios o bien como prójimo. Las relaciones que establecemos pueden estar dictadas por nuestra profesión o por la estructura social en que estamos insertos, la cual distribuye roles y tareas bien definidos: sindicalista, profesor, magistrado, etc. En este caso, al interesarnos por los demás entablamos relaciones que pasan a través de la mediación de la institución social, es decir, obramos solidariamente como socios.

Pero junto a estas relaciones dictadas por la situación profesional existen otras fundadas simplemente en el hecho de ser hombres. Ante un herido encontrado en la calle o un joven sin empleo, mi rol social puede que no me sugiera nada, pero mi ser de hombre me hace sentir al otro como prójimo mío y me insta a ayudarle.

La ética de la solidaridad no puede reducirse a roles sancionados por las instituciones sociales (roles que hacen de nosotros socios), ni es satisfecha por el que se limita a cumplir con su deber profesional. El otro es alguien que me afecta por encima de mi cualificación social. Es lo que ha querido enseñarnos Jesús con la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37).

El deber de ser socios y de ser prójimo no se contraponen; son aspectos del comportamiento humano llamados a integrarse. El cargo profesional ha de ejercerse en forma personalizada, de modo que exprese solidaridad de acogida y amor al otro, mientras que la ayuda caritativa al prójimo debe cualificarse por la competencia profesional.

La organización asistencial, al limitarse a la eficiencia en el plano técnico, registra una reducción de la densidad humana, dando lugar a la prestación de servicios cada vez más anónimos y burocráticos, incapaces de crear un contacto auténticamente humano respecto a los asistidos. Giorgio La Pira (fi 1977), siendo alcalde de Florencia, declaró en 1954: "Vosotros tenéis respecto a mí un solo derecho: el de negarme la confianza. Pero no tenéis derecho a decirme: Señor alcalde, no se interese por las personas sin trabajo (despedidos o desocupados), sin casa (desahuciados), sin asistencia (ancianos, enfermos, niños)... Es mi deber fundamental... Si hay alguien que sufre, yo tengo un deber preciso: intervenir de todos los modos y con todos los medios que el amor sugiere y que la ley procura para que aquel sufrimiento se reduzca o mitigue... No existe otra forma de conducta para un alcalde cristiano".

Si la justicia se puede delimitar dentro de una formulación jurídica, la caridad impulsa a una actitud de inagotable participación, que comprende la atención a descifrar los nuevos rostros de la pobreza y el esfuerzo por sensibilizar a todos para que cada uno asuma su responsabilidad con espíritu de verdadera solidaridad.

En el pasado la dimensión de hacerse prójimo estaba ligada preferentemente a motivaciones de orden religioso. Surgían instituciones y congregaciones religiosas, piadosas sociedades y archicofradías, que se dedicaban a obras asistenciales altamente benéficas. En el mundo actual, aunque el Estado ha instaurado loablemente formas públicas de asistencia social, las instituciones asistenciales siguen siendo preciosas para testimoniar que la profesionalidad debe estar informada por la caridad. Para esto han nacido libremente en nuestro tiempo grupos o movinuentos sociales laicales ordenados a ejercer simultáneamente la tarea de socio y de prójimo.

T. Goffi

III. Solidaridad y ética cristiana

El tema de la solidaridad ocupa un puesto de gran relieve en la tradición cristiana.

1. LA SOLIDARIDAD COMO VALOR TEOLOGAL. En la Biblia la solidaridad reviste ante todo las connotaciones de valor teologal antes ya que de instancia ética. En efecto, la experiencia que el creyente tiene de un Dios solidario es lo que le impulsa a vivir la solidaridad con los hermanos. La historia de la salvación es historia de la revelación progresiva que Dios hace de sí mismo al hombre como un Dios que entra en su vida hasta compartirla plenamente en Jesús de Nazaret.

La llamada del hombre a la vida en el misterio de la creación mira a hacer de él el partner del mismo Creador en el ejercicio del dominio del mundo (Gén 2,15). En cuanto "imagen de Dios" (Gén 1,26), el hombre es el interlocutor que Dios se asigna a sí mismo, el único entre todas las criaturas capaz de escuchar a Dios que habla y de responderle, estableciendo con él una relación de comunión.

La solidaridad que se entabla entre Dios y el hombre, y que tiene su fundamento en la estructura relacional de éste (Gén 2,7), está, pues, constituida por la superación de la pura dependencia y por el reconocimiento de la responsabilidad humana en el contexto de una colaboración recíproca. A1 hacer existir las cosas y confiarlas al hombre, Dios en cierto sentido se aleja del mundo, respetando profundamente la libertad humana. La comunión con Dios, que es la raíz de las relaciones del hombre con sus semejantes y con el mundo, es por ello el fundamento y el modelo de toda otra forma de solidaridad.

El don de la alianza, que sucede al drama del pecado (Gén 3), revela el sentido profundo de la solidaridad divina. La alianza restablece la cercanía de Dios al hombre, pero manifiesta también su infinita distancia: el Dios que se había alejado del hombre a consecuencia del pecado se ha hecho de nuevo vecino; pero el Dios cercano no deja de ser un Dios lejano, otro, inaccesible. El hombre está llamado a vivir en presencia de su Señor; pero al mismo tiempo debe reconocer su ausencia, esforzándose en construir el mundo y la historia de modo autónomo. El don de Dios se transforma para el hombre en tarea a la que no puede sustraerse: debe cumplirla con total entrega si quiere ser fiel a la voluntad divina. La solidaridad de Dios es oferta gratuita de una comunión que es preciso realizar bajo el signo de una reciprocidad efectiva.

Pero la revelación definitiva de la solidaridad de Dios con el hombre se produce en el misterio de la encarnación y de la pascua de Cristo. A1 compartir la condición humana, Dios hace transparente el amor que profesa al hombre (Flp 2,6-8), amor que lleva a dar su misma vida para su completa liberación (Jn 15,13). La solidaridad humana asume así las connotaciones del compartir (sercon) y del don total de sí (ser-para). El Dios cristiano es -según la feliz expresión de D. Bonhóffer- el Dios pobre, despojado, impotente; pero sobre todo el Dios ser-para-los-otros. La pobreza de Dios en Cristo no es fin en sí misma; es la suprema revelación del amor de Dios, de un Dios que es por definición amor y don.

El misterio trinitario encuentra aquí su significado último: Es el misterio de un Dios que vive en comunión de personas, las cuales se constituyen en el recíproco darse. Dios es amor en cuanto es Trinidad, y es Trinidad en cuanto es amor. La solidaridad, en cuanto valor teologal, hunde, pues, sus raíces en la naturaleza misma de Dios. Es comunión con el otro que respeta su diversidad y orientada a activar su plena responsabilidad; es compartir y don de sí, que revela en el misterio trinitario toda su densidad ontológica.

2. LA SOLIDARIDAD COMO INSTANCIA ÉTICA. El creyente, que es hecho partícipe de la experiencia del amor divino, está obligado por ello a hacer transparente en su vida cotidiana sus connotaciones esenciales: "Amaos como yo os he amado" (Jn 13,34). La solidaridad asume, en consecuencia, el carácter de instancia ética; se convierte en deber de transferir a las relaciones con los hombres el sentido y la lógica de tal experiencia.

a) Considerada bajo este aspecto, la solidaridad se presenta como el lugar de la estricta conjugación de justicia y caridad. En efecto, la atención al otro implica en primer lugar el reconocimiento de sus legítimos derechos y la creación de condiciones, también estructurales, para su ejercicio y desarrollo. No se debe olvidar -como ha ocurrido a veces, por desgracia, también en la Iglesiaque la forma primera y originaria de la caridad es el ejercicio de la justicia, o sea, la obligación de realizar un mundo en el cual los derechos humanos (de los individuos y de los pueblos) no sólo se proclamen abstractamente, sino que se hagan concretamente vivibles.

Por eso la solidaridad se identifica ante todo con la acción de denuncia de las estructuras de pecado siempre presentes en nuestro mundo, y con el esfuerzo por construir nuevas formas de convivencia que respeten la dignidad del hombre y concurran al logro de su liberación. La creciente interdependencia entre los hombres y entre los pueblos hace surgir la importancia de la dimensión política de la solidaridad. La relevancia que las instituciones han adquirido en nuestro tiempo en orden a la mediación de las relaciones interpersonales y sociales, así como el carácter cada vez más universal de la experiencia humana, evidencian el aspecto central de la cuestión del cambio estructural. El ejercicio de la solidaridad conlleva la aceptación de una precisa responsabilidad frente a las estructuras a fin de construir ordenamientos sociales capaces de satisfacer las verdaderas necesidades del hombre.

b) Pero la solidaridad no se agota en la práctica de la justicia. En definitiva, tiene como mira la persona en su unicidad, y por tanto en lo irrepetible de sus exigencias y en la singularidad de su vocación. La justicia se mueve preferentemente en el plano objetivo; tiende a la justa distribución de los derechos y a la satisfacción de las necesidades, pero ignora las dinámicas más profundas del deseo humano. Sólo la caridad, que implica un compromiso subjetivo en la óptica del compartir y del don de sí, es capaz de conferir plenitud de sentido a la vida de relación. Nuestra sociedad corre a menudo el peligro de presumir que las reformas estructurales constituyen el modo de resolver todos los problemas humanos. La solidaridad, en cuanto que integra en sí las exigencias de la justicia y las de la caridad, es la virtud que más radicalmente interpreta los deseos del hombre contemporáneo, pues a través de ella se constituye la mediación de lo personal y de lo social en el cuadro de una síntesis dinámica, cuyo objetivo es la plenitud de la liberación humana.

IV. La solidaridad hoy

El interés por el tema de la solidaridad ha crecido hoy notablemente, tanto dentro del mundo cristiano como del laico. Han desaparecido en gran medida en el mundo laico los prejuicios del pasado, que dieron lugar a adoptar una actitud de rechazo, o al menos de desconfianza, frente a ella. Estos prejuicios afectaban, aunque por motivos opuestos, tanto al área liberal-capitalista como a la marxista. Pues mientras que las corrientes liberales o neoliberales rechazaban con fuerza la solidaridad en nombre de una supuesta sacralidad de las leyes económicas, los movimientos de inspiración marxista la miraban con sospecha, considerándola como una forma de posible cobertura de los conflictos sociales, una especie de cómoda coartada en la que atrincherarse para evitar afrontar las trabas estructurales de las injusticias existentes.

Por otra parte, es cierto que la invitación a la solidaridad dentro del área católica no tuvo siempre idéntico significado. Pues si, por un lado, se invocaba la solidaridad como instrumento de reivindicación de los derechos fundamentales de las zonas más débiles y marginales -piénsese en el "solidarismo" desarrollado en el ámbito del movimiento sindical de inspiración cristiana-, por otro se confundía a menudo en la mentalidad de muchos creyentes con una atención genérica al otro o con una actitud pietista centrada exclusivamente en la limosna y en la asistencia privada.

1. CRISIS Y RENACIMIENTO DE LA SOLIDARIDAD. Así pues, la parábola del término solidaridad no es rectilínea, y su replanteamiento actual no está exento del riesgo de que se precisen insuficientemente sus contornos históricos concretos. En otras palabras, subsiste el peligro de que, a pesar de una mayor conciencia de su valencia estructural y política, se reduzca la solidaridad a una mera instancia emocional o a una proclamación abstracta de principio, no sufragada por un serio compromiso encaminado a afrontar realistamente las complejas cuestiones. de la actual coyuntura social.

Este peligro se ve agravado, por otra parte, por el estado de ambivalencia, e incluso de contrariedad, que distingue a este respecto a la sociedad en que vivimos. Se diría, paradójicamente, que la insistente invitación a la solidaridad es hoy inversamente proporcional a la práctica efectiva de este valor en la vida de los hombres.

La crisis de las ideologías del cambio histórico ha suscitado un fuerte repliegue del hombre sobre sí mismo -en la búsqueda de la propia identidad y de su autorrealizacion- con la consiguiente atenuación de la tensión social y política. La justificada reacción contra un proceso de socialización que ha terminado penalizando a la persona a través de la expansión de fenómenos de masificación y de homologación, se traduce de hecho en una exasperada subjetivización de las necesidades y de los comportamientos y en la afirmación de tendencias privatistas cada vez más marcadas.

Esta cultura individualista se ve favorecida además por las profundas transformaciones estructurales en curso. El advenimiento de la sociedad compleja, caracterizada por la multiplicación de las pertenencias y de la fragmentación de las vivencias, alimentada por el crecimiento de impulsos corporativos, en los que prevalece la búsqueda del propio interés y la falta de apertura al bien colectivo. La dialéctica público-privado asume a veces las connotaciones de la oposición radical, ya sea por la pérdida progresiva de significado de los mundos vitales, ya por la presión de la innovación tecnológica con pesadas recaídas también en la articulación de las relaciones humanas. La misma crítica al Estado social, aunque en muchos aspectos está motivada por la legítima denuncia de los límites relacionados con su actuación (derroche, procesos de burocratización, etc.), oculta a menudo una clara voluntad de afirmación individual, de exaltación de lo privado y de su eficiencia al margen de cualquier lógica de solidaridad.

A pesar de ello existen y van consolidándose, también en nuestra sociedad, procesos de signo diverso que testimonian, aunque en áreas cuantitativamente limitadas, un prometedor redescubrimiento del valor de la solidaridad. Basta pensar en el desarrollo de grupos y de movimientos de l voluntariado comprometidos en afrontar los problemas de la desviación y la marginación social o proyectados hacia el tercer mundo. El creciente aumento del límite de las estructuras existentes ha concurrido a dar vida en estos últimos años a numerosas iniciativas encaminadas no sólo a suplir las carencias de los servicios sociales, sino a veces a respaldar y a hacer más eficaces las prestaciones mediante el apoyo de presencias inspiradas en valores éticos y religiosos que favorecen una auténtica humanización.

Al mismo tiempo se manifiesta, también en el terreno político, la exigencia de promover nuevas ordenaciones institucionales que faciliten la integración entre privado y público para afrontar más seriamente los difíciles problemas de la convivencia humana y para hacer sitio a las legítimas exigencias de todos, sobre todo de los últimos. La solidaridad, que por un lado atraviesa una gran crisis, por otro recupera su plena actualidad como valor fundamental para el crecimiento de una sociedad más a la medida del hombre.

2. LAS DIMENSIONES DE LA SOLIDARIDAD. El abanico de problemas que se abren supone, por un lado, la necesidad de profundizar la solidaridad en relación con otros valores con los que debe medirse y, por otro, la exigencia de encarnarla en los diversos ámbitos de la vida personal y social, distinguiendo las posibilidades concretas ofrecidas por la situación contemporánea.

a) Solidaridad e igualdad. La solidaridad, para poder desarrollarse, implica el reconocimiento de la igualdad fundamental entre los hombres, a la vez que el respeto de la alteridad de cada persona. Esto comprende el rechazo de una lógica de exasperada diferenciación -lógica que está en la base de la afirmación de injustas distribuciones- y la superación de un igualitarismo nivelador, que conduce a formas de masificación alienante.

Esta situación fuerza a pensar de modo correcto la relación igualdaddiversidad en la perspectiva de la tutela y del desarrollo de los derechos fundamentales de toda persona humana. Los derechos a la salud, a la casa, a la instrucción, a la seguridad social son derechos inalienables, que no sólo no se pueden conculcar, sino que hay que promover en términos cada vez más amplios. El Estado social, lejos de desterrarlo, hay que ensancharlo más, aunque corrigiendo sus límites asistenciales y los aspectos de derroche.

En este sentido se hace urgente reconsiderar, en el marco de la actual complejidad social, la relación público-privado dentro de una lógica de verdadera solidaridad. Gran interés reviste bajo este aspecto la recuperación de los principios de subsidiariedad, que es uno de los quicios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia. Hay que incluirlo en el horizonte de una solidaridad ampliada, que no anula las diferencias, ni las individuales ni las de grupo, sino que las respeta y asume, instando a la vez a converger hacia objetivos de bien colectivos que hay que alcanzar mediante el concurso responsable de todos. De ahí la necesidad de restituir una efectiva posibilidad de expresión a los "mundos vitales" (en primer lugar a la familia) como ámbitos que presiden los procesos de la producción del sentido y en los cuales tienen lugar las formas originarias de personalización y de socialización.

La contraposición entre público y privado, en efecto, esa menudo la resultante de la falta de valorización de estos aspectos significativos de la experiencia humana, aspectos que se sitúan como elemento de articulación entre la recuperación de la identidad y la apertura. social.

b) Solidaridad y eficiencia. La solidaridad se les antoja también a muchos una instancia contrapuesta a la instancia de la eficiencia. Mientras que esta última -sobre todo en el terreno económico- está guiada por lógicas objetivas e impersonales, la solidaridad está radicalmente centrada en el criterio de la interpersonalidad.

Es importante al respecto recordar que la /economía, en cuanto ciencia humana, ha de perseguir el desarrollo de la persona y de la familia humana entera. A hacer más evidente la necesidad de este recurso de la centralidad del hombre han contribuido en estos últimos años algunos procesos históricos, que han puesto de manifiesto los límites de las tradicionales teorías económicas. La ley de la maximalización de la productividad (y por tanto de beneficio) se basaba, en efecto, en la presunción de una espontánea redistribución de la riqueza -redistribución que no se ha verificado-, pero estaba anclada sobre todo en la convicción de la existencia de recursos indefinidos y de un impacto ambiental positivo, es decir, capaz de absorber en condiciones razonables los efectos negativos. El acentuarse del abismo entre norte y sur del mundo y la aparición de nuevas formas de pobreza dentro de las mismas naciones desarrolladas, así como el carácter dramático de la cuestión ecológica, ponen al desnudo lo infundado de tales supuestos y fuerzan a la ciencia económica a revisar los parámetros sobre los cuales se ha construido durante mucho tiempo. Lo que, en definitiva, se somete a juicio es el modelo dominante de desarrollo, centrado exclusivamente en los aspectos cuantitativos, y por lo mismo ajeno a las exigencias de justicia distributiva de los bienes y a la calidad de vida.

El tradicional alejamiento, e incluso oposición, entre economía y ética tiende a ser sustituido por la búsqueda de puntos de convergencia en razón de un interés común -los costos ambientales y ocupacionales son también de hecho costos económicos-, que sólo puede perseguirse renunciando a la rígida afirmación del puro beneficio empresarial y yendo en dirección de un beneficio social más amplio, adquirible a través de una expansión de la responsabilidad colectiva.

La solidaridad asume en este contexto el significado de criterio guía de las decisiones económicas, de horizonte complexivo dentro del cual situar la misma eficiencia productiva, si se quiere que concurra al crecimiento global (también económico) de la familia humana. En esta perspectiva merecen particular atención los intentos en curso de dar vida al sistema cooperativista a través del cual, sin renunciar al valor de la eficiencia, se propone activar una gestión más personalizada y participante de la vida económica, promoviendo iniciativas preciosas de intervención en algunas situaciones de malestar -piénsese en la solución de los problemas del paro y desocupación juvenil- e iniciando procesos nuevos que abran el camino a una reconsideración de la actividad económica entera.

c) Solidaridad y gratuidad. La plena actualización de la solidaridad en la sociedad de hoy está ligada, finalmente, a la capacidad de hacer transparentes los valores más específicos, que tienen su culminación en la atención a la persona y a su absoluta dignidad. La solidaridad asume aquí las connotaciones de compartir y de servicio, de acogida incondicionada del otro y de don total de sí; se identifica, en una palabra, con la gratuidad.

El malestar que atraviesa nuestra civilización está determinado, además de por la insuficiencia de las medidas capaces de garantizar los derechos de todos, también y sobre todo por la escasa atención a estos valores. Las estructuras de servicio social son a menudo anónimas e impersonales, están guiadas por lógicas burocráticas o, a lo sumo, por el simple criterio de la eficiencia de las prestaciones. La masificación presente en la sociedad corre peligro de penalizar la subjetividad de los individuos, provocando graves formas de alienación. En este contexto adquieren gran significado las diversas expresiones del l voluntariado, cuya función es cada vez más importante dentro de las estructuras. Para que esta función se ejerza de modo correcto es necesario, sin duda, que asociaciones y grupos de voluntarios cualifiquen profesionalmente sus prestaciones y se abran a una plena colaboración con las varias instituciones presentes en el territorio. Pero no es menos necesario que las mismas instituciones públicas sepan reconocer los límites que las caracterizan y adviertan la exigencia de admitir la contribución de cuantos -sujetos o entidades- son capaces de aportar a la articulación de la convivencia humana un suplemento de alma verdadero y auténtico.

Se trata, por tanto, de proceder a una redefinición de la acción política, haciendo sitio a la mediación entre exigencias objetivas y exigencias sociales y superando la ruptura entre Estado y sociedad civil. Se trata, en último análisis, de orientar la política al desarrollo, en una óptica de verdadera solidaridad, mediante la constante apertura a las provocaciones que llegan de abajo y a la creación de condiciones de acogida de todas aquellas formas de compromiso social que nacen de la disponibilidad espontánea de los individuos y de los grupos asociativos.

El compromiso por la solidaridad correría peligro, sin embargo, de ser estéril si no estuviese acompañado por el esfuerzo de alimentar una nueva cultura que, reaccionando contra los impulsos individualistas generalizados, profundizara en las conciencias el sentido de la pertenencia común y de la reciprocidad auténtica. Ello equivale a decir que la consolidación de la solidaridad en nuestra sociedad depende no sólo del establecimiento de ordenaciones estructurales más justas, sino más radicalmente de una renovación interior, de la percepción común del destino a que está llamada la humanidad, y por tanto del compromiso de todos en la construcción de la civilización del amor.

[l Bienestar y seguridad social; l Caridad; l Justicia; l Política; l Político I; l Voluntariado].

BIBL. - BOURG601S L., PhiJosophie de la solidarité, París 1902- Bueea M., Yo y tú, Nueva Visión, Bs. Aires 1969; IGNATIEFF M., I bisogni degli altri. Saggi sull árte di essere uomini Ira individualismo e solidarietá, Bolonia 1966; SCHELEa M., Esencia y formas de la simpatía, Losada, Bs. Aires 1957. - JUAN XXIII, Pacem in tenis (1963); Documentos de la Comisión social del episcopado francés en "La Documentation Catholique" 81 (1984) 1011-1037. Documentos de la Comisión de pastoral social del episcopado español, en "Ecclesia" 2192 (1984) 12-17; Solidaridad: nuevo nombre de la paz, Mensajero, Bilbao 1989; Solidaridad: signo profético, Autor-Editor, Madrid 1986. - AA.VV., Volontariato, eondivisione, liberazione, Roma 1980; AA.VV., La solidaridad de los religiosos, Madrid 1980; MONCADA A., La cultura de la solidaridad, Verbo Divino, Estella 1989; SOBRINO J., Theology of Solidarity, Nueva York 1985; VEGETTI, Il volontariato internazionale nella societá e nena chiesa, Bolonia 1984; VIDAL M., La solidaridad: nuevafrontera de la teología moral, en "StMor" 23 (1985) I, 99-126.

G. Piana