PENA DE MUERTE
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Fenomenología etnológico-jurídica.

II. Testimonios bíblicos:
1. El
Antiguo Testamento;
2. El Nuevo Testamento.

III. Posiciones ético-teológicas en la historia:
1.
La edad patrística;
2. El medievo;
3. La edad moderna.

IV. Sistematización de los argumentos y contraargumentos éticos.

V. Elementos de una praxis abolicionista.


 

I. Fenomenología etnológico-jurídica

La presencia de sanciones sociales que provocan la muerte puede encontrarse en gran cantidad de poblaciones y civilizaciones diversas. Ello le confiere a la pena de muerte un carácter de evidencia casi automática, que sólo a partir de los discursos iluministas de las sociedades europeas del siglo xVIII entra sistemáticamente en crisis. En todo caso, detrás de la evidencia del hecho se oculta una serie de diferencias, tanto en las modalidades y convencionalismos jurídicos y técnicos de aplicación de la sanción capital como en los razonamientos ético-religiosos encaminados a legitimarla. Las diferencias culturales de las varias civilizaciones se patentizan en la reconstrucción de las varias modalidades de aplicación independientemente de la presencia común de la institución misma.

A pesar de las grandes diferencias geográficas y etnológicas, existe una igualdad intercultural en la primera forma adoptada por esta sanción: la venganza ejercida con los miembros de fuera del clan. Casi nunca se observa la presencia de una sanción capital dentro del grupo familiar-social. En el grupo social hostil la sanción afecta, si no es posible evitarlo, también a personas inocentes. Esta venganza viene a considerarse como deber de carácter sagrado para aplacar a los dioses y/ o respectivamente a la sangre derramada de la víctima. En este estadio del desarrollo social no se puede hablar todavía de la venganza de sangre como forma de pena jurídica, sino sólo de una sanción y reglamentación de carácter sagrado. El proceso de juridización (con la introducción de instancias judiciales cada vez más independientes y personales) puede observarse en muchos pueblos lejanos entre sí y conduce casi siempre, en todas partes, a una mayor elasticidad en la aplicación de la sanción capital. El clan delega cada vez más en órganos preestatales el juicio y la valoración de cada una de los casos, poniendo así las premisas para el desarrollo de un sistema de reglas jurídicas independientes. Este complejo proceso es decisivo si se le mira desde un punto de vista ético, puesto que en él nace y se diferencia el sentido de una responsabilidad individual tanto respecto a la acción criminal como al juicio pronunciado sobre ella.

II. Testimonios bíblicos

Un examen desapasionado de los escritos bíblicos muestra que el tema de la pena de muerte no está presente en ellos de manera central, sino más bien como institución ético-jurídica, evidente en el AT, y simplemente evocada, al menos en su acepción precisa, en el NT. Por eso el que estudia teología moral se esforzará en no caer en una forma de biblicismofácil, intentando "demostrar" una posición ético-normativa a modo de deducción directa de la tradición bíblica. 

1. EL ANTIGUO TESTAMENTO. En el AT, la pena de muerte se -importe con una cierta frecuencia, haciendo referencia también al topos de la venganza de la sangre. Según Gén 4,10, los parientes de una persona asesinada tienen el deber de vengar la sangre derramada, porque ésta grita venganza al cielo ante Dios. Se puede renunciar a este deber dejando que huya el homicida sólo en el caso de que este último haya obrado involuntariamente o por negligencia.

A través de un estudio critico de los libros del Pentateuco se advierte que en la historia del pueblo de Israel se va reforzando y diferenciando un proceso cada vez más preciso de juridización de la venganza privada. Así, la conminación de la sanción capital se reserva cada vez más a las autoridades del pueblo, sustrayéndola a las familias y a los clanes. Los casos en los que se aplica están testimoniados con bastante claridad; sobre todo en la literatura deuteronómica.

La venganza del homicidio intencional con la pena de muerte está ya clara en Gén 9,6, mientras que el Dt añadirá con mayor precisión otros "capítulos": la idolatría y la blasfemia, casos graves de inobservancia del sábado, la rebeldía grave contra los padres, los casos más cualificados de adulterio en la mujer, así como los casos de incesto, sodomía y bestialidad. Más que la casuística, es importante notar aquí la argumentación constantemente repetida por el Dt: es. preciso que el pueblo permanezca puro ante Yhwh y que alee de sí todo elemento que pueda alterar la relación de alianza entre Dios y su pueblo (cf sobre todo Dt 13,6-12). También la ley del talión, versión humanizante respecto a los excesos de venganza del clan, es comprendida de manera cada vez más individualizante (cf, p ej., los textos paralelos Dt 19,21 y Éx 21,23-25). Como correctivo ulterior se respeta una forma todavía inicial del derecho de asilo (que se relaciona con el posible "bajo la tienda" de algunos pueblos nómadas del Oriente cercano) y de fuga a las ciudades-refugio (como ejemplos diversos, cf 1Re 1,50-53 y 2,28-35).

En la literatura profética subsisten muchos elementos de reflexión que, for una parte, se relacionan con la figura de una responsabilidad colectiva y, por otra, prevén para el futuro tiempos en los cuales reinará sólo la responsabilidad personal (así, dentro del mismo libro de Jeremías, cf 18,2123 con 31,29).

El judaísmo tardío manifiesta mayor reticencia en la aplicación de la pena capital. Existen testimonios de sinedrios particulares que manifiestan su orgullo por haber aplicado muy raramente o nunca la pena de muerte (cf, p.ej., STRACK-BILLERBECK I, 261):

Parece importante subrayar esto a modo de balance muy sintético de la literatura veterotestamentaria: el proceso complejo y multiforme de juridización y personalización que va de la venganza del clan a la pena de muerte judicial no debe atribuirse a la fe específica del pueblo de Israel, de su teología de-la alianza o de su escatología, sino más bien a una experiencia común tanto a Israel como a otros pueblos vecinos, que pasaron unos y otros de la vida nómada a la sedentaria y, en parte, ciudadana. En todo caso esto no significa que la fe en la alianza con Yhwh no haya ejercido ninguna función en este proceso de valencias éticas evidentes. P. Rémy, que ha escrito sobre el argumento uno de los ensayos más iluminadores (cf bibl.), subraya sobre todo la función estabilizadora y purificadora ejercida por la teología de la alianza.

2. EL NUEVO TESTAMENTO. Salvo Rom 13,4, los escritos del NT no hablan explícitamente de nuestro tema, aunque recuerdan la presencia de la institución en cuanto tal (cf, p.ej., el episodio de Jesús con la adúltera condenada a muerte por lapidación, Jn 8,2-11).

El elemento de novedad presente en los escritos neotestamentarios no se sitúa tanto a nivel ético material cuanto en el cuestionamiento radical de la ideología del precio de la sangre. Como afirma justamente Réiny (a. e., 348), "los elementos cósmicos y biológicos quedan definitivamente desacralizados". Aparte de esta desacralización, Jesús propone una nueva estrategia para la superación del mal, que no enlaza ya con el elemento cruento, sino con la comunidad creada por un amor que abarca a amigos y enemigos. Si Mt 5,38-39 es la negación del criterio del talión, ello no ha de entenderse de manera meramente casuística, sino como revelación de las modalidades más profundas del amor perdonador de Dios: él protege a toda víctima, por lo cual no será ya necesario aniquilar o querer que el agresor sea aniquilado. El juicio pleno de misericordia de Dios relativiza todo juicio humano y cualquier pretensión absoluta (cf Mt 7,1-2).

Dentro del corpus neotestamentario, el texto paulino de Rom 13 constituye una dificultad particular; ya que parece legitimar un poder de vida y de muerte del Estado sobre los ciudadanos que no se atengan a las reglas del derecho. Sobre este texto pesa ante todo la interpretación que de él se ha dado y los efectos que ha producido a lo largo de veinte siglos la tradición cristiana. Mas si nos distanciamos de esta historia de los efectos, se reduce mucho el alcance normativo del texto: más que legitimar directamente la pena de muerte, intenta recordar a cristianos "entusiastas" que también para ellos subsiste la obligación de atenerse normalmente a las reglas del juego de una existencia histórica inserta en el tiempo y en las estructuras políticas. La enumeración de los deberes del Estado y de sus prerrogativas la toma Pablo de modelos entonces corrientes tanto en la filosofía popular estoica como en ambientes judaizantes (Filón tiene una descripción análoga a Rom 13).

Puede concluirse que el NT no conoce textos que legitimen directa o indirectamente la sanción capital. En él hay presente más bien, sobre todo en los sinópticos, que transmiten la predicación de Jesús, una invitación a renunciar a las seguridades dictadas por el derecho como panacea absoluta de los males que afligen a la humanidad. La renuncia a la venganza y el amor a los enemigos es una conducta ejemplar, aunque no puede condensarse en preceptos precisos que pone de manifiesto la lógica del reino, la lógica de la humanidad como Dios la quiere en su proyecto eterno de amor.

III. Posiciones ético-teológicas en la historia

Nos limitaremos a exponer aquí el.desarrallo y las metamorfosis de las posiciones sostenidas dentro del campo teológico cristiano, remitiendo para las religiones no cristianas a las publicaciones citadas en la bibliografía.

I. LA EDAD PATRÍSTICA. En la edad patrística prenicena pueden encontrarse sobre todo posiciones de decidido rechazo de la legitimidad de la pena de muerte. No están aisladas, sino en directa conexión con el rechazo del ejército [l Guerra], de los juegos violentos y de otras manifestaciones inmorales del imperio romano. Por todos, evocamos aquí a Lactancio (Inst. divinas, 20): "Cuando Dios prohibe matar, se refiere no sólo al asesinato con el fin de robar, sino también al hecho de que no se debe matar ni siquiera en aquellos casos en los cuales es considerado justo por los hombres". Posiciones análogas se encuentran en Tertuliano, Minucio Félix y en los Cánones de Hipólito. Si la reunión de estos testimonios preconstantinianos es fácil, más compleja- resulta su interpretación, valoración global y actualización. La abundante literatura histórica de nuestro siglo en torno a este tema, que arranca sobre todo de A. von Harnack, no ha conducido a un claro consenso. Se puede advertir en ella una tendencia minimizadora, presente en la producción de origen tanto católica como protestante, que ve en los textos preconstantinianos sólo alusiones polémicas antipaganas, de las cuales, sin embargo, no sería lícito sacar conclusiones sobre una supuesta actitud ético-política crítica de principio respecto al Estado por parte de los cristianos de los primeros siglos (como ejemplo, entre muchos, cf en la bibliografía la monografía de B. Schópf).

En pos de Harnack, muchos investigadores ven en el cambio de posición entre la época pre y posconstantiniana un predominio de la ética del compromiso, debido a haberse debilitado la tendencia de la espera escatológica del retorno de Cristo. La tendencia interpretativa que parece más fiel a los textos es la que pone de manifiesto la real radicalidad de las posiciones cristianas contrarias a la pena de muerte en la edad preconstantiniana, viéndolas sobre todo relacionadas con una polémica antiidolátrica. Es la misma actitud de fondo que une el tema de la pena de muerte con los de la ilegitimidad del servicio militar y del culto al emperador.

La literatura posconstantiniana revela el titubeo de muchos obispos .y teólogos respecto a la pena capital. De todas formas, la relación entre Iglesia e imperio ha cambiado radicalmente: ello explica el sentido de incertidumbre que se filtra a través de los testimonios que nos han llegado. Recuérdense aquí, entre otros, los de Ambrosio (cf su carta a Studio) y de Agustín (sobre todo la carta a Macedonio). La importancia del obispo de Hipona para nuestro problema la revela sobre todo el hecho de que él introduce una nueva dimensión en la discusión de los posibles criterios de juicio: el deber del poder político es ayudar a la Iglesia a combatir a los herejes. Este ángulo desde el que se mira el problema no está todavía muy difundido, pero influirá de manera decisiva en el modo de afrontarlo durante todo el medievo hasta la edad moderna. Agustín parece que no aprueba en todos los casos la pena capital, sino que confía, como correctivo, en el poder de intercesión del obispo, que, piensa él, se ha de tener siempre en cuenta. Dirigiéndose a los magistrados, puede hablar así: "Vuestra severidad es útil porque asegura nuestra tranquilidad; nuestra intercesión es útil porque suaviza vuestra severidad" (carta 153).

2. EL MEDIEVO. Un último resto de la actitud contraria a la pena de muerte lo encontramos en la carta a los búlgaros del papa Nicolás I, en la cual el pontífice se alegra de una legislación que no prevé derramamiento de sangre (cf PL 119,978). Se consolida también la gran división de las competencias entre poder temporal y espiritual, por lo cual ecclesia non sitit sanguinem. Este principio encuentra varias aplicaciones más o menos rígidas a lo largo del medievo. Así, un sínodo de Rouen en 1190 prohíbe celebrar procesos que prevean la pena de muerte en lugares sometidos a jurisdicción eclesiástica (cf MANSI, 22,584); a los clérigos les está prohibido participar en duelos y torneos.

La misma época del primer medievo conoce, sin embargo, también las excepciones más explícitas al principio de ecclesia non sitit sanguinem. La primera es la organización propia por parte de la Iglesia y la legitimación de guerras de religión como las cruzadas, similares en los efectos a sanciones indiscriminadas de muerte colectiva respecto a pueblos no cristianos. La segunda es la lucha armada contra la herejía, en la cual en lugar de la intervención mitigadora del pastor (la intercessio episcopalis) interviene la exigencia de hacer ejecutar la pena de muerte, delegada por la Iglesia en el brazo secular.

La tesis que sostiene posiciones contrarias, haciendo referencias a un radicalismo cristiano presunto o real de los orígenes, es mirada con sospecha y considerada como perteneciente al bagaje que acompaña a las opiniones heréticas (cf lo que afirma Alano de Lilla contra los valdenses en Contra haereticos, en PL 210,594599).

También la teología académica del siglo xin hace suyas estas opiniones y les da una sistematización que permanecerá por largo, tiempo en el ámbito de la teología cristiana. Testigo entre los más cualificados es seguramente Tomás de Aquino, que en la Summa contra gentiles (II, 146) afirma perentoriamente: "El bien común es mejor que el bien particular de una sola persona. Por tanto se debe sustraer un bien particular para conservar el bien común. Ahora bien, la vida de algunos hombres pestilentes impide el bien común..." La posición del Aquinate respecto a la tradición agustiniana se caracteriza por motivaciones de carácter ético-político seculares, y no hace referencia explícita a la necesidad de dar la muerte "cuando Dios lo mande".

Estos elementos voluntaristas están más presentes en el otro gran teólogo medieval, Duns Scoto. Sostiene él la necesidad de la pena capital para casos de asesinato y blasfemia, mientras que se opone a intervenir en los casos de hurto o adulterio, como se había hecho frecuente en el medievo tardío. Y concluye afirmando: "Ninguna ley terrena que establezca matar a un hombre es justa si la disposición es- para aquellos casos para los que Dios no ha hecho excepciones" (In IV Sent., dist. XV, q. 3, 220221).

3. LA EDAD MODERNA. Los reformadores protestantes no proponen una aproximación nueva a nuestro tema, sino que se mueven casi siempre siguiendo las huellas ya trazadas por la tradición medieval. El más innovador es Lutero, al menos en lo que se refiere al campo de aplicación de la pena de muerte. Habla él con naturalidad del poder de vida y de muerte por parte de la autoridad secular, porque ve como evidente la delegación de este poder por parte de Dios a los hombres investidos en tal autoridad. Refiriéndose a la práctica medieval y a sus reticencias sacrales respecto a la pena de muerte (el verdugo, p.ej--- debía hacer penitencia), el reformador de Wittenberg estima que no son fundadas, puesto que ponen de manifiesto la incapacidad del juez medieval de distinguir en su propia persona los dos poderes a los que el creyente debe referirse, según que se considere como creyente privado en el evangelio o como oficial público ligado a la ley. La doctrina de los dos poderes parece favorecer aquí una visión particularmente represiva y vindicativa del derecho. Bien mirada, esta conexión entre la doctrina de los dos poderes y el privilegio ético de la pena de muerte es más bien casual y relativamente secundario. La preocupación principal de Lutero es evitar la llamada commixtio regnorum, es decir, la confusión entre los dos poderes fundamentales de ley y evangelio. Por este motivo es él decididamente contrario a la aplicación de la pena de muerte; para los herejes. "Aquí debe descender al campo la palabra de Dios; pero si ésta no lo consigue, tampoco la autoridad temporal lo conseguirá" (Escritos políticos, 426).

En cambio, en Zwinglio y en Calvino vuelve la perspectiva medieval, que ve en la herejía también un delito político. Y en el intento de reconciliar la exigencia evangélica de renuncia al derecho, para el creyente, y la necesidad del Estado de tener tranquilidad, se remiten a los textos de san Agustín que proponen la distinción entre hombre interior y exterior.

Por parte católica, la legitimidad de la pena de muerte también para los herejes en contra de las posiciones de Lutero la defiende sobre todo el cardenal Roberto Bellarmino.

La tradición manualista en ambas confesiones (también la ortodoxia luterana conoce el género literario de los manuales de ética, aunque menos casuísticos) repetirá los argumentos sin creatividad alguna prácticamente hasta la última guerra mundial.

El cuestionamiento radical ético no se produce en campo cristiano, sino que es obra de una parte de la filosofía del iluminísmo. Manifiesto principal de la. ilegitimidad radical de la pena de muerte es la obra De los delitos y de las penas, de C. Beccaria (1764). El libro, que tuvo un éxito enorme en toda Europa, fue incluido en el Índice. Las únicas excepciones de cierto relieve por parte católica que manifiestan dudas serias sobre la legitimidad de la pena de muerte son las obras de P..Malanima (Livorno 1789) y de F.X. Linseinann (1$78).

En el campo protestante hay que señalar la crítica a la legitimación hegeliana de la pena de muerte por parte de Schleiermacher, que ve en ella una especie de estímulo al suicidio.

Nuestro siglo es testigo de una sensibilidad cada vez más intensa dentro de la reflexión ética cristiana a los argumentos que militan en contra de la pena capital. Esta sensibilidad lleva a una cierta prudencia en la repetición de los lugares comunes de la manualística. Decididamente contrario a cualquier legitimación de la pena de muerte es entre los teólogos de un cierto peso sólo K. Barth, y por motivos estrictamente cristológicos. Por parte católica, la última toma de posición papal se debe a Pío XII, que formula la legitimidad de la intervención cruenta del Estado sólo de manera negativa: no se puede impedir al Estado que recurra como medio último a esta sanción, aunque ello no constituye para él un deber preciso.

Después del concilio Vat. II varios episcopados del mundo han intervenido manifestando claramente su oposición !a la pena de muerte. Sólo queda esperar que la Santa Sede confirme solemnemente este consentimiento, muy difundido tanto entre pastores como entre teólogos y fieles.

IV. Sistematización de los argumentos
     
y contraargumentos éticos

A la pena capital se le aplican en la discusión teórica y en los debates de la vida cotidiana los mismos argumentos que se aducen para legitimar la sanción penal en general [l Justicia penal]. Aquí se recogen de manera muy sumaria estos argumentos no para discutirlos en cuanto tales, sino para mostrar su transformación, radicalización y problematicidad cuando se los aplica a la pena de muerte.

El que justifica éticamente la necesidad de sanciones penales refiriéndose a su necesaria función de enmienda y de resocialización del reo, no puede sostener contemporáneamente que deba darse el caso en que sea moralmente necesaria la pena de muerte. Pues esta última representa la desocializacióncruenta y definitiva del reo, que es coercitivamente eliminado del consorcio humano sin posibilidad de alternativa. Amenos que se quiera considerar, como ocurrió históricamente en el medievo, la entrada en la comunión de los santos como una forma de resocialización a posteriori.

Tampoco los argumentos y legitimaciones que hacen referencia a la llamada disuasión particular, es decir, respecto a delincuentes particulares, pueden ponerse lógica y éticamente en conexión directa con la pena capital. Es verdad, ciertamente, que ningún delincuente estará pose mortem ya en condiciones de delinquir, pero al precio de la pérdida irreparable de cualquier forma de autodisponibilidad. Le faltará el ejercicio de la libertad, y por tanto ni siquiera se podrá decir que tal persona se encuentra en situación de delinquir menos en razón directa de su eliminación física.

El razonamiento es más complejo cuando se recurre a consideraciones de prevención o disuasión general. Se debe distinguir aquí entre el uso de estos argumentos a nivel-especulativo-normativo (es decir, para legitimar la pena de muerte) y la verificación de su eficacia estadística empírica. Pues fácilmente se puede comprobar que los datos empíricos de que se dispone deponen en favor de la tesis del carácter no disuasivo de la pena de muerte. Pero la certeza adquirida por tales investigaciones no es tal que impida a algunos cultivadores de las ciencias sociales seguir sosteniendo la tesis contraria. Además no hay que olvidar que no es posible fundar o hacer depender una legitimación o ¡legitimación ética de la pena de muerte de informaciones provenientes exclusivamente de la investigación empírica. Se caería de= masiado fácilmente en la trampa de la llamada falacia naturalística.

Si se sostuviese la legitimidad ética de la pena de muerte como medio necesario para señalar ejemplar y eficazmente el orden moral objetivo al que todos han de atenerse siempre, se tropezaría con otros tipos de dificultad argumentativa, aquí de orden estrictamente ético-normativo. Aunque se consiguiese demostrar empíricamente que la pena de muerte aumenta de hecho el nivel de moralidad media de una población, obteniendo así efectos éticamente positivos, no se tendrían aún argumentos suficientemente apremiantes para mostrar su bondad y necesidad éticas. Pues no es lícito recurrir a cualquier medio para obtener un fin bueno. Si se pudiese demostrar que el medio de la pena. de muerte no es el único de que se dispone para obtener el fin bueno de la seguridad de la comunidad política, se debería renunciar en cualquier caso a él y escoger el medio o los medios menos cruentos que no destruyen una vida humana. Esto es seguramente lo que ocurre en la situación actual, en la que el hombre y la sociedad política tienen asú disposición medios técnicos suficientes para obtener y garantizar ehefecto de seguridad sin tener que recurrir necesariamente a la destrucción física de la o de las personas consideradas después de un proceso regular culpables de delitos gravísimos o sumamente nocivos para la convivencia social.

En el pasado se ha mantenido con frecuencia la posición de que la tranquillitas ordinis no podía alcanzarse con otro tipo de sanciones, por lo cual se intentó legitimar éticamente la pena de muerte como una variante del derecho de l legítima defensa, por encontrarse la sociedad en un estado permanente e inevitable de necesidad (según el adagio necessitas non habet legem). Dado y no admitido que en el plano de los hechos las situaciones históricas estuviesen en realidad tan privadas de alternativas, en todo caso se debería admitir, al menos en principio, que este tipo de argumentación es más pertinente que los que hacen referencia a la presunta resocialización del reo o a consideraciones moralistas sobre la función reeducadora de la pena de muerte para una población entera. A pesar de ello, tampoco la argumentación que recurre al deber de la comunidad política de garantizar el orden de la convivencia mediante la pena capital en caso de necesidad carece de contradicciones, tanto de hecho como especulativo-normativas.

Queda el recurso, históricamente muy usado, al último procedimiento argumentativo de que se dispone todavía, a saber: a una linea justificativa ligada a la fundamentación absoluta o vindicativa de la pena, no tanto como criterio de medida de esta última cuanto como legitimación suya ética intrínseca. La fundamentación absoluta de la pena [l Justicia penal), si se aplica mecánicamente a la pena de muerte, muestra aún más claramente su debilidad intrínseca y se presta fácilmente a abusos. El más evidente es el uso de la pena de muerte en función de una razón de Estado, que no deja espacio para una comprensión plena de la dignidad de la persona humana. Pues esta última no puede degradarse a puro medio, a fin de que el Estado pueda alcanzar o confirmar sus propios fines. Si puede hablarse de excepción a esta norma fundamental, es únicamente en el sentido de que el Estado puede recurrir a la llamada legítima defensa cuando exista un estado de necesidad estricto. Es el caso de una guerra defensiva estrictamente inevitable, y no el de la presencia de un peligroso delincuente, puesto que en el segundo caso el Estado tiene otros medios a su disposición para garantizar eficazmente la convivencia pacífica y no se encuentra en estado de necesidad absoluta.

Como se ha podido ver en la parte histórica, la tradición de pensamiento cristiano no ha sabido ser fiel a la exigencia de considerar la. persona humana siempre sólo como fin y nunca como medio. La infidelidad histórica no debe, sin embargo, utilizarse como motivo para atribuir también a los argumentos abolicionistas un carácter aleatorio, sino como una puesta en guardia contra la ilusión de poder conseguir hoy con nuestras solas fuerzas eliminar totalmente la violencia de la convivencia humana. No debemos hacernos ilusiones; pero al mismo tiempo hay que estar convencidos de que, como afirma K. Barth, "la justicia divina, según la doctrina cristiana, se ha manifestado ya; toda transgresión humana ha sido ya expiada, toda violación del orden público castigada con una única condena a muerte, la del Hijo de Dios".

V. Elementos de una praxis abolicionista

Nos limitamos aquí a enumerar algunos elementos que parecen importantes desde un punto de vista éticoargumentativo, considerando en particular la praxis eclesial.

Para hacer que avance la sensibilidad ética de la opinión pública parece importante cultivar, también en ambientes eclesiales, el hábito de la discusión argumentativa. Ésta no pretende, ciertamente, vencer de manera definitiva las resistencias de tipo irracional o puramente emotivo; sin embargo, la razón puede iluminar las zonas de miedos ocultos. Entre las conexiones más importantes que hay que someter a crítica se citan aquí sobre todo las que se refieren a las competencias del Estado en general. No se puede pensar en cambiar las opiniones de amplias partes de población sobre la pena capital sin revisar a la vez también las líneas de fondo de su ética política implícita.

En ambiente explícitamente cristiano parece importante hacer referencia también al argumento cristológico en contra de la legitimidad de la pena de muerte, desarrollado sobre todo por K. Barth.

Finalmente, los debates sobre la pena de muerte son una ocasión importante para evocar la necesidad ética de saber vivir sin recurrir necesariamente a la figura de chivos expiatorios, sean individuales o colectivos. También aquí la práctica del redentor ha eliminado definitivamente esta necesidad, abriéndonos la posibilidad de vivir libres.

[l Derechos del hombre; l Homicidio y legítima defensa; l Justicia

penal].

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A. Bondoyi