MAGISTRATURA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Magistrado y juez.

II. Las regulaciones procesales.

III. Deontología del juez:
1. La independencia;
2. La imparcialidad.

IV.. Enjuiciamiento y principio de enjuiciamiento


 

I. Magistrado y juez

"Magistrado", término derivado del latín magister, designa, en la acepción de "superior" o "jefe", al titular de un "magisterio", es decir, en sentido genérico, a la persona que goza de una función de mando y en cuanto investida de un cargo público civil.

En esta amplia acepción, algunas constituciones denominan al jefe del Estado como supremo magistrado de la nación. En otro contexto, se entiende por "magistrado" una función o cargo, y no tanto una persona; por ejemplo, magistrado del trabajo.

Todavía, en un sentido más estrictamente jurídico, se entiende por "magistrado" la persona que ejerce de forma continuada la función jurisdiccional del Estado, asumiendo entonces "magistratura" el doble significado que indica, por una parte, la misión singular del magistrado (p.ej., el juez civil) y, por otra, el cuerpo organizado de los magistrados, el "orden" o "colegio" de los magistrados (del latín ordo,grupo, compañía).

Establecida esta aclaración previa, hay que advertir cómo se circunscribe la atención a aquellos magistrados que son "jueces" ya que si, por una parte, no todos los magistrados son jueces, todos los jueces son magistrados (salvo algunas determinadas excepciones); por otro lado, la misión de declarar el derecho sólo se reserva a los jueces.

En otros términos, mientras que interrogarse acerca de la magistratura es tanto como adentrarse en terrenos de derecho político y administrativo también, la problemática acerca del juez implica la reflexión sobre lo jurisdiccional. En clave cultural y teológica, lo judicial es lo que debe alcanzar el mayor relieve.

Además, aunque la realidad jurídica presenta, según los sectores especializados en que es llamada a pronunciarse, una diversificada tipología de jueces (juez penal, civil, administrativo, laboral, fiscal, de familia, etc.) y una diversa organización estructural acorde con la función que ha de ejercerse (juez instructor, tribunal) o la instancia (primera, segunda, última instancia), aquí se enfoca la atención en la actividad del juez como tal, es decir, en la declaración del derecho según la pauta señalada por las correspondientes leyes de enjuiciamiento civil, criminal, etc.

II. Las regulaciones procesales

Resulta claro que el fenómeno de la secularización, que ha afectado, sobre todo en los dos últimos siglos, a todas las expresiones de la cultura occidental, ha influido también en el derecho y en la actividad del juez.

La manifestación jurídica más completa de este siglo es la teoría de Hans Kelsen, para quien como es sabido, el derecho no es más que una técnica de organización social y, en consecuencia, desvinculado del todo de cualquier fundamento ontológico.

En otras palabras, el derecho deja de ser un fin en sí, según la tradición escolástica, para transformarse en nuestra época contemporánea en un simple medio, aunque particularmente refinado, a disposición del hombre. El impacto sobre el plano procesal de esa difundida perspectiva cultural contempla las reglas que encarrilan el proceso como un sistema social particularmente complicado, que cumple la función específica de elaborar una decisión vinculante. Y éste es, precisamente, el punto sobre el que hay que reflexionar.

Un proceso no sirve para dar a cada uno lo suyo, sino, como lo ha notado U. Scarpelli, para imprimir el sello definitivo de la autoridad a una decisión condenada fatalmente a no ser debida en cuanto verdadera, sino a tenerla como verdadera en cuanto impuesta.

Como consecuencia, queda modificado el papel del juez. Si verdaderamente la finalidad de un proceso es sólo un sistema de organización social, el juez ya no será quien profesionalmente sea llamado a declarar el derecho, sino que pasará a ser él mismo administrador de un bien particular, como la justicia, pero proyectado siempre en la función de conflictos sociales e individuales; en una palabra, en el campo de la tutela administrativa de la sociedad.

Cómo estos enfoques culturales han penetrado la realidad de la experiencia judicial lo demuestran ya algunas leyes penales, reconociendo al acusado en los procesos de ese tipo poder reclamar, con ciertas condiciones, la aplicación de sanciones sustitutivas, con exclusión de la declaración de culpabilidad, y también la concesión de determinados beneficios a los arrepentidos.

En estos casos el juez, en vez de dar a cada uno lo suyo, según el modelo de deber incondicionado que resolvía el derecho según la tradición kantiana, se limita ahora a la actividad de administrar la calidad y la cantidad de las sanciones, por un lado, y de la culpabilidad, por otro, según ley de oportunidad práctica.

Si en nuestro tiempo tal situación provoca un problema angustioso, habrá que recuperar para el juez su auténtica función de "tercero" imparcial e independiente, a quien incumbe tan sólo declarar el derecho y no administrar la sociedad.

De hecho, la funcionalización de la actividad judicial propia de nuestra época comporta la instrumentalización del proceso para finalidades que, en realidad, le son del todo ajenas: tutelar la sociedad de las agresiones criminales (vertiente penal), fomentar nuevos equilibrios sociales y políticos según consignas; frecuentemente, ejercer la tutela, acordada por vía de privilegio, de los intereses colectivos (vertiente civil).

En todo caso, nada hay más ajeno a la estructura del proceso y a la misión del juez.

Como ha anotado un eminente procesalista, el proceso no tiene la finalidad de perseguir ni la misión de tutelar (por mucho que se lo quieran atribuir el Estado, el partido o la ideología) al margen de sí mismo, desde el momento en que el único fin del proceso es el juicio, si bien juicio y proceso son la misma cosa (S. SATTA, Il mistero del processo). Prueba de ello es que nunca, sensatamente, se puede predicar del proceso el éxito o el fracaso; tan sólo el que se concluya con una condena o con una absolución (si se trata de uno penal) o con acogida o rechazo de la demanda actora (si se trata de uno civil); así los procesos han sido un éxito: siempre han alcanzado su finalidad.

III. Deontología del juez

Las consideraciones precedentes permiten puntualizar el papel institucional y el lugar existencial propios tanto del juez como del proceso.

Se trata de un quehacer que se desarrolla íntegramente en el plano deontológico nada utilitario, desde el momento en que se trata de una dimensión de experiencia jurídica toda ella desenvuelta en perspectiva deontológica, rechazando, por mantenerse fiel a sí misma, descender al plano teleológico.

Por eso, ningún juez verdadero se contentará con cualquier verdad (o sea, con el procedimiento instruido más útil o funcional) obtenida procesalmente; porque en el proceso, que es rito más que técnica, lo que verdaderamente cuenta, como en todo rito, es el respeto y la tutela del principio (que es la verdad del proceso), y no el descubrimiento a toda costa del hecho histórico en litigio (que no es más que la falsificadora traducción ideológica del proceso). De hecho, como en el rito, lo que cuenta en el proceso no es el resultado obtenido como fruto de una investigación histórico jurídica acerca de la realidad que se juzga, porque si así fuese verdaderamente, sería del todo irracional, por insensato, anclarse en el respeto inderogable a la regla procesal; tanto más cuanto que ésta se presenta como fuente obstaculizadora o de contratiempos o de actividad que queda en pura pérdida de tiempo (piénsese, p.ej., en la minuciosa reglamentación por la que se rigen las notificaciones de los actos procesales, en las que basta la más pequeña irregularidad para que haya que devolver lo actuado para nueva instrucción, contribuyendo con ello a eternizar los procesos, realidad tan criticada hoy); sería, pues, razonable, por sensato, remodelar de vez en cuando el método a seguir en él para la clarificación del hecho que hay que reconstruir y de sus circunstancias específicas, a imitación de como proceden, muy razonablemente, el investigador naturalista o el histórico. Sin embargo, como el sentido común lo advierte ¡no se puede! Pero ¿por qué? Sencillamente porque el proceso se estructura íntegramente sobre el plano del principio, expresado por la regla de que ciertamente es posible derogar, aunque sólo en virtud y en nombre de otro principio: abolido el principio y su custodia, que es misión del juez, se desvanece el proceso. Pero el jurista, como el juez, ¿no tienen quizá hoy perdido o disperso el depositum iuris que les estaba confiado desde tiempo inmemorial para que lo custodiaran y lo transmitieran? Probablemente ahora, al margen del mundo de los principios, no queda lugar alguno para el proceso jurídico, destinado fatal y amargamente a perder su propia identidad, a convertirse en algo-distinto-a-sí-mismo; es decir, a convertirse en un proceso político.

He ahí, pues, el cuadro de referencia de la deontología del juez: la custodia de los principios procesales, el respeto a las reglas en que se traducen, fidelidad a la propia identidad, rechazo de la instrumentalización del proceso.

Ninguno de estos deberes se podrá pensar o actuar si el juez no es independiente y actual. Independencia e imparcialidad, de hecho, son los elementos estructurales imprescindibles de toda posible deontología del juez.

1. LA INDEPENDENCIA. Todos los países democráticos reconocen la división de poderes y, en consecuencia, la independencia del poder judicial para lograr la mejor administración de justicia posible. Reflexionando sobre la independencia, brotan enseguida, con evidencia, gran cantidad de intentos definitorios, situándose en los extremos de una línea ideal en que situemos a todos; por un lado, los que privilegian el aspecto institucional del problema diciéndonos que independencia no quiere decir que "los jueces no dependan del gobierno de alguna forma que pueda influirles en las tomas de decisión de los casos singulares"; en el otro extremo, los que--- a su.vez, prestando atención al interno encadenamiento del que goza la independencia, prefieren considerarla como "la liberación, en el momento del juicio, de todos los estímulos psicológicos de naturaleza egoísta en función de la soberanía de la conciencia".

Más allá de la sencillez de la primera acepción y del vocabulario tan cargado de sugerencias idealistas de la segunda, ambas comportan aún exigencias auténticas.

La primera postura tiene su génesis en la consideración de haberse ideado tradicionalmente la función judicial como una prerrogativa del soberano que, por eso, la ejerce personalmente o por medio de sus representantes personales; lo cual no extrañará si se sostiene, como en el medievo, que la investidura de la más alta autoridad política deriva de Dios directamente y no se trata de un tercero imparcial en las confrontaciones de los propios súbditos. Y es que, inmediatamente después de la fragmentación del poder político, típica de la época feudal y del surgir de los tribunales locales controlados por los súbditos en concurrencia con los centrales subordinados al rey, se presenta perentoriamente la necesidad de reafirmar el sólido dominio del monarca sobre la corporación de jueces, lo que sucede en todos los grandes Estados de la edad moderna. Se comprende así por qué en todas partes (exceptuada Inglaterra, donde ya en 1701 el Act of Settlement aseguraba a los jueces, con la cláusula de la good behaviour, particulares garantías de tipo judicial para la práctica de sus funciones, reconociendo de esta manera un elevado grado de independencia), al final del siglo XVIII y comienzos del XIX, la exigencia de conceder a la magistratura suficientes garantías de independencia es una de las principales reivindicaciones del movimiento liberal.

Que después Montesquieu, al retomar las ideas de Bolingbroke, defina el equilibrio de los tres poderes estatales, reservando al judicial un poder "de alguna forma inexistente" ("en quelque fagon nulle"), es una transferencia típica del pensamiento liberal para justificar la independencia. Desde el momento en que, de hecho, los jueces no son más que la boca de la ley, porque no tienen ninguna fuerza social ni gozan del más mínimo poder de control, no es necesario controlarlos: su independencia es absoluta.

Superado definitivamente, con y después de la lección hermenéutica de H.G. Gadamer, el mito del juez bouche de la lo¡, aún no es posible, por este camino, invocar y justificar la independencia.

Viene ahora en ayuda la segunda de las fórmulas antes mencionadas, que pospone la funcionalidad de la independencia a la soberanía de la conciencia.

Pero ése es precisamente el punto que hay que aclarar. Si no se quiere incidir en fáciles e ingenuas formas de intimismo, es preciso cuestionarse acerca del contenido de tal soberanía, es decir, en suma, acerca del fundamento de la independencia.

El hecho es que si bien la mayor parte declara -como enfáticamente constata el Preámbulo del "Proyecto de los principios sobre la independencia de la magistratura" recientemente redactado por la Asociación Internacional de Derecho Penalque la independencia es un "valor que hay que defender en todo el mundo", en realidad más que de un valor se trata de algo más importante y distinto.

Es, por el contrario, la condición de posibilidad, y al mismo tiempo de racionalidad, de la decisión del juez; es, en una palabra, el trascendental del juicio. Si sólo se tratase de un valor, podría encontrarse subordinado jerárquicamente a otros valores, no siempre mantenido prevalentemente y cuya tutela podría reivindicarse por el poder ejecutivo (piénsese en el orden social); podría impugnarse con una crítica radical semejante a aquella que llevó a F. Nietzsche a sostener el intercambio de todos los valores; más aún: podría correrse el riesgo de que fuera acogida tan sólo fideísticamente y, en consecuencia, de quedarse sin base y, por ello, aunque quedando como valor, e incluso importante, frágil y casi ridículo.

Pero si, según subraya el propio padre del decisionismo político y jurídico, Carl Schmitt, comentando la Constitución de Weimar, el juez sólo está sometido a la ley (dem Gesetz) y no al legislador (dem Gesetzgeber); y de este modo si en algo discrimina indicando, en sintonía con lo que prescribe la Constitución, sólo es en la razonabilidad de la primera en el límite y a la vez en el fundamento de la libertad de conciencia del juez, y no en el voluntarismo de la segunda, se dispone de un buen apoyo. Y es que, como queda dicho, el juez "no puede no ser libre... En el momento en que el juez no sea libre (verdadera contradictio in terminis), el proceso no será más que una ficción y el juicio perderá cualquier lazo con la investigación y con la experimentación de la verdad para convertirse en una simple ejecución (acto ejecutivo). El juez se transforma, por tanto, como se dijo en un tiempo, en un "ejecutor de las altas tareas de la justicia (o de la injusticia): ni más ni menos que en un verdugo" (S. COTTA, Decisione, giudizio, libertó 23).

La independencia del juicio no es algo simplemente funcional para la libertad de conciencia, sino un medio para asegurar su genuinidad; es el mismo juicio, desde el momento en que el juicio o es libre o no hay tal juicio.

En esta perspectiva se muestra falsa, y en su límite hasta incomprensible, la afirmación de los que prefieren ver la independencia como un simple fin que ciertamente hay que intentar conseguir, pero no intrínsecamente distinto de otros fines no menos nobles (p.ej., la coherencia de un sistema); o como un medio bastante más útil que otros para asegurar la imparcialidad del juez. Con el resultado, en el primer caso, de predicar la relatividad de la independencia, aunque sin llegar a querer hablar de otra cosa que de la propia libertad del juicio y de sus ineludibles condicionamientos; y, en el segundo caso, de considerarla como un instrumento utilizable a su modo para fines ulteriores (la imparcialidad o la certeza del derecho), aunque sin llegar a anularla ni a confundirla, perdiéndola irremediablemente al identificarla con el juicio. En ambos casos se cambia la independencia por algo distinto de ella misma. Por ejemplo, a veces se confunde la independencia judicial con la instrumentación operativa prevista en las constituciones con el fin de tutelarla.

A este propósito no está de más recordar que son bastantes los modos pensados por los distintos sistemas constitucionales para garantizar tal finalidad: un consejo del poder judicial, por ejemplo, como órgano de autogobierno de la magistratura, cuyos límites y funciones se remiten al propio ordenamiento judicial.

En cualquier hipótesis, hay que poner de manifiesto que en doctrina se tiende a distinguir la independencia funcional, como sujeción a alguien distinto de la propia ley, de la independencia orgánica considerada como independencia de la organización judicial en su conjunto.

Hay que notar también, en referencia particular a los juicios penales, que en ellos la independencia se caracteriza no sólo en orden a la declaración de culpabilidad, sino también a la configuración de la figura de delito, así como, allí donde se descubra que se ha dado, a la medida de la pena.

Todos son momentos cumbres, en los que verdaderamente, desde distintos ángulos, se requiere al juez penal para que ejerza su propia libertad.

Todo ello manifiesta, sin que pueda negarse, que la independencia del juez, y del juez penal en particular, no sólo es un extremo garantizado por el ordenamiento constitucional, sino antes y primero por la misma estructura dei acto judicial; es también al mismo tiempo una tarea que se realiza de vez en cuando en el momento en que el juez es llamado a juzgar, lo que equivale a decir que se trata de un deber.

Sólo desde esta óptica se justifica la fase de la impugnación, que es propiamente el juicio acerca del uso que el juez de primera instancia ha hecho de su propia libertad. No podía ser de otra manera: la libertad, la independencia, tienen que aceptar, puesto que son deberes del juez, el ser juzgadas, ya que de otra formase negarían a sí mismas. Serían sólo una necesidad. Y el juez no sería juez.

Cierto que no siempre le resultará fácil al juez guardar su propia independencia; pero es indispensable para que pueda ser considerado como tal. El nombre de "juez", efectivamente, se reserva para quien resuelve las controversias con espíritu de independencia e imparcialidad. No basta con que vista toga o con que formalmente esté incluido en el sistema judicial; se precisa por naturaleza que se lance a la salvaguarda y a la realización de aquellos deberes que sólo así encuentran una fundamentación racional.

En este sentido pudo afirmar Hegel que "lo que es racional es real y lo que es real es racional".

Porque la realidad o es racional o es absolutamente irreal y abstracta, opaca y privada de inteligibilidad como irreal y, en definitiva, no merecedores de lamarse "jueces" son quienes interpretan el derecho tomando partido por un lado, aunque sea el mismo Estado.

Y, además, ¿con qué títulos podría reivindicar el juez su propia independencia si se declarase y obrara al servicio del Estado?

2. LA IMPARCIALIDAD. Ya sea que quiera identificarse la imparcialidad con la objetividad del juicio, o que, haciendo de ella un medio entre la objetividad y el espíritu de parte, se quiera definirla como pertenecer a uno de los grupos de las personas que se juzgan sin haber tomado precedentemente partido por ninguna de ellas, la postura que hay que tomar es la misma que la que quedó indicada a propósito de la independencia.

Es necesario reconocer que la imparcialidad no es simplemente un valor que hay que tutelar, sino la contraseña de aquella tercera parte interviniente, sin la que ningún juez resulta concebible o designable.

El ejercicio de la imparcialidad por el juez significa no sólo que no debe favorecer un interés concreto en detrimento de los demás litigantes de la causa (p.ej., la tutela del consumidor frente a la fluidez del comercio), sino también que, en principio, no debe tomar partido por ningún posible extremo hipotético, ni siquiera por el Estado (en la doble acepción del Estado-persona o de Estado-institución). En particular el juez penal, para serlo verdaderamente en la imparcialidad, ha de vencer la tentación siempre acechante de tutelar a la colectividad de la comisión de los delitos, realizando en defensa social el enfoque prospectivo funcionalístico del proceso mencionado más arriba. Más en concreto: el juez es imparcial si, sobre la base de la autosignificación de la regla procesal, tiende a la custodia y a la afirmación del derecho, superando cualquier otra finalidad social por presionante que sea.

El único auténtico fundamento de la imparcialidad reside, de hecho, en aquella autosignificación.

IV. Enjuiciamiento y principio del enjuiciamiento

Naturalmente que en un cuadro de deontología profesional del juez tan rigurosamente conformada con respeto a las normas procesales hay que evitar el riesgo de creer que declarar el derecho se agota en la estricta observancia de la forma procesal, cualquiera que ella sea.

Un enfoque de este género lo sostiene una de las teorías más difundidas de la cultura jurídica contemporánea, sobre todo en el área anglosajona: el neocontractualismo de John Rawls.

Efectivamente, para Rawls, sólo porque el procedimiento se ha establecido libre y voluntariamente por las partes sociales a través de un sistema contractual, debe mantenerse, bien sea mitigando algunos de sus criterios de los que no se puede tratar en nuestro plano equo; y como equi, deben retenerse, en consecuencia, los resultados a los que se llega, cualesquiera que sean.

La teoría expuesta, aunque se mueve dentro de presupuestos deontológicos, puede desembocar en salidas paradójicas al negar que el procedimiento al que el juez debe atenerse se fundamenta en un principio externo a sí mismo que lo justifica y sostiene.

De hecho, para Rawls, si por un lado se da un criterio de justicia preexistente e independiente de la normativa procesal, por el otro se echa de menos un procedimiento practicable que pueda asegurar su observancia. Con particular referencia al proceso penal, Rawls identifica el criterio de justicia en la necesidad de que el acusado sea declarado culpable solamente cuando se haya cometido el delito de que es acusado, admitiendo con todo que es imposible concebir normas jurídicas tales que haya que respetar siempre y de cualquier forma el principio enunciado, porque aunque se sigan las leyes exactamente y se desenvuelva el proceso de modo equitativo, el juez corre el riesgo de obtener un resultado injusto: un inocente puede ser declarado culpable y un culpable ser absuelto.

La cuestión merece ser tomada en consideración, puesto que es un nudo teórico esencial que toca el problema de la legitimación de la actividad y de los poderes del juez.

¿Por qué no convence la conclusión de Rawls? Porque el principio auténtico y último de justicia que subyace a todo proceso penal debe reformularse en términos propios de presunción de no culpabilidad, que las modernas constituciones de las democracias occidentales reafirman de modo explícito unánimemente, o por lo menos implícito, como en la constitución de los EE.UU. de Norteamérica (V y XIV enmienda), que, sin una referencia específica a la presunción de inocencia, garantiza al procesado el "due process of Law", en cuyo ámbito.aquella presunción opera siempre como indiscutible regla probatoria de la common law y como inderogable disposición de principio.

En otras palabras, si el proceso penal, como forma principal de justicia procesal, puede presumir de una razón justificante propia que explica por qué se hace el proceso y, aunque no se haga, por qué un juez es juez aunque no ejerza, es porque se basa precisamente en la presunción de no culpabilidad y no en el criterio indicado por Rawls. Que haya que condenar al inculpado sólo y si es efectivamente culpable, como quiere Rawls, no es en realidad un principio de justicia. Es sólo la traducción, en clave teleológica, de un criterio regulador del proceso, del que no brotará ninguna justificación racional y que, además, conduce a resultados aberrantes.

Si se lo siguiera coherentemente, se llegaría por necesidad a la paradójica consecuencia de tener por correctamente realizado un proceso que condena a su procesado por haber logrado demostrar con toda certeza su culpabilidad utilizando cualquier medio en la instrucción; es decir, todos aquellos que sean funcionalmente más útiles para aquel fin, sin excluir ninguno. No se logra explicar por qué siempre se obstinan los sistemas procesales de un Estado de derecho en excluir, por considerarlos ilegítimos, procedimientos instructores como la tortura o el narcoanálisis, que, aunque violen la libertad del acusado, conducen al resultado esperado. Se trata de una verdadera aporía en la teoría de Rawls, nacida del intento (no logrado) de conjugar una interpretación deontológica de la justicia con la adopción de criterios teleológicos. De hecho, es del todo evidente que el único camino capaz de explicar por qué en el proceso es posible el recurso a medios minuciosamente regulados por la ley y no a otros excluidos por la misma ley, es la presunción de inocencia, que es un principio, es decir, origen e ineludible condición de la dimensión procesal, y no un criterio, es decir, una modalidad orientadora entre la selección de posibilidades. Y aunque no haya faltado quien, dando muestras de un notable grado de ingenuidad y suponiendo directamente "una presunción de culpabilidad", suscribiera este parecer como "paradójico e irracional", se debe hacer mención aquí de la necesidad incómoda, y en ocasiones inquietante, que quiere que todos presumamos de ser inocentes. Mas si hemos de ser tenidos por inocentes, propiamente es porque, inocente, ninguno lo es en verdad.

Como F. Kafka anota dolorosamente, "estamos en estado de pecado no sólo por haber comido del árbol del conocimiento, sino porque todavía no hemos comido del árbol de la vida". Si fuésemos realmente inocentes, no sería preciso presumir de serlo: sólo quien está libre de pecado puede lanzar la primera piedra (Jn 8,7).

En otros términos, inocencia y culpabilidad no son categorías existenciales, en virtud de las que, como amonesta la severa prohibición evangélica nolite iudicare! (Lc 6,37), se puede aquí juzgar uno al otro con la indebida pretensión de estar en la verdad. Se trata de dimensiones estrictamente jurídicas, puesto que sólo quien es llamado a declarar el derecho, el juez, puede legítimamente pronunciar la palabra que le constituye, declarando la inocencia o la culpabilidad del acusado. Precisamente porque la inocencia se ha perdido definitivamente, el derecho debe presuponerla como objeto de tutela y como regla fundamental del juicio. Sergio Cotta lo ha evidenciado muy bien al notar cómo el dualismo ausencia-presencia propio de la inocencia caracteriza toda la vida del derecho. Fingiendo que el inculpado (como todos nosotros) es inocente se puede leer el sistema procesal como una serie casi obsesiva de obstáculos refinados (piénsese, p.ej., en las prohibiciones procesales o en todo el régimen de nulidades absolutas y relativas) contra la acusación y en la tutela de la presunta inocencia que ha de sostenerse mientras no se pruebe la culpabilidad. Lo cual no quiere decir que se obtenga de cualquier modo, sino jurídicamente demostrada, o sea, según la disciplina y las limitaciones establecidas por la ley, no con cualquier medio. Esto es lo que Rawls advierte probablemente cómo el acceso a la verdad en el procedimiento deba obtenerse "de modo compatible con las restantes finalidades del sistema jurídico".

¿Y cuáles son esas otras finalidades del sistema jurídico sino las relacionadas -se sepan más o menos- con el problema de la legitimación? Quiero decir que la compatibilidad de los modos de proceder con algunas finalidades (como la tutela de la libertad o de la libertad de la persona, etc.) que tradicionalmente se tienen como propias del derecho se traducen, por haberlo así advertido expresamente el mismo Rawls en el problema de la legitimación del sistema.

Es decir, el sistema jurídico establece y preordena el procedimiento; pero éste, a su vez, plantea el problema de su legitimación. Propiamente, la pregunta es: ¿Se autojustifica el proceso? Sobre el tema se ha dicho lo esencial en el curso de una nota polémica entre los máximos exponentes de la sociología jurídica contemporánea y la escuela de Frankfurt. De hecho, por un lado, N. Luhmann, recuperando en clave sociológica la perspectiva decisionista de Carl Schmitt, sostiene que las reglas procesales legitiman la decisión, mientras que no necesitan de ninguna otra legitimación porque cumplen su función de asumir la inseguridad, combinan la incertidumbre relativa a la decisión que se adopte con la certeza con la que siempre se tomará una decisión. Por otra parte, J. Habermas, repitiendo motivos weberianos, afirma que "un procedimiento, en cuanto tal, no puede originar legitimación; más bien el mismo proceso del establecimiento de las normas está sujeto a la obligación de legitimarlas" (Legitimationsprobleme, 108).

La exactitud de esta última conclusión puede retenerse si indica la forma pura entendida en sentido amplio, keinesiano, pudiendo servir para enmascarar el arbitrio más nefando, que no puede justificarse: "La forma técnico jurídica de sólo la pura legalidad -escribe todavía Habermasnunca podrá asegurar a la larga el reconocimiento si el sistema del poder no puede legitimarse independientemente del ejercicio del poder conforme al derecho".

Propiamente éste es el papel de la presunción de inocencia desarrollado en el ámbito procesal: el de la legitimación de todo el sistema. Es el principio de legitimación de todo el proceso, a partir del cual él mismo se justifica, porque si no presumiésemos inocentes a todos aquí, no habría necesidad de proceso para probar la culpabilidad; en virtud de ello se legitima el proceso orientándose a la defensa y al servicio de la inocencia, principio existencial y no formal de la coexistencia. Pero aquella inocencia no se identifica con la realidad; es, ni más ni menos, una ficción: el origen de un juego social, sublime y necesario, en el que todos podemos ser llamados a participar en cualquier momento. Y también de esta sabiduría se hace la deontología del juez.

[l Justicia penal; l Ordenamiento jurídico y ética].

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