INICIACIÓN CRISTIANA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Unidad y carácter orgánico de la iniciación cristiana. 

II. El camino sacramental de la vida cristiana: 
1. El
bautismo; 
2.
La confirmación; 
3.
La eucaristía. 

III. Iniciación y "ethos" cristiano: 
1.
Liturgia y vida cristiana;

2. El
significado teológico-moral del itinerario de iniciación; 
3.
La estructura sacramental de la vida moral.


 

I. Unidad y carácter orgánico de la iniciación cristiana

La expresión "iniciación cristiana" es de uso relativamente reciente. Se ha acudido a ella para expresar el carácter unitario y orgánico de los tres sacramentos (bautismo, confirmación, eucaristía) mediante los cuales se va produciendo gradualmente el ingreso en la plenitud de la vida cristiana. Estos sacramentos, en efecto, no deben considerarse de manera aislada -como ha venido sucediendo durante mucho tiempo de acuerdo con una visión fuertemente reductora-, sino que constituyen más bien un unicum sacramental. Se los define como sacramentos de la iniciación no sólo por estar situados cronológicamente al inicio de la vida cristiana, sino sobre todo porque representan el momento ejemplar y típico del encuentro con Cristo en la Iglesia. Momento qué, junto con una sincera búsqueda de fe por parte del sujeto receptor de los mismos, comporta la presencia de una comunidad eclesial capaz de acogerle y ayudarle a crecer en la escucha de la palabra, en la experiencia de la celebración litúrgica y en el compromiso de caridad para con los hermanos.

El uso de la categoría de iniciación sirve, además, para recuperar una  antigua institución pastoral de la Iglesia: el catecumenado, entendido como itinerario de comprensión del misterio cristiano y de participación en la vida de la comunidad eclesial. Pero la fecundidad de esta categoría la da sobre todo el hecho de que a través de ella es posible captar con más profundidad la referencia esencial de este itinerario a la eucaristía, sacramento que manifiesta plenamente cómo la existencia cristiana tiene sus raíces en la comunión en el misterio pascual del Señor. Bautismo y confirmación aparecen así como sacramentos de iniciación a la eucaristía, como una "condición" para acceder a ella, que es por definición el sacramento del misterio de Cristo y de la constitución de la Iglesia, La acción bautismal y el don del Espíritu tienen, en efecto, origen en la voluntad de la Iglesia de extender a otros la comunión-misión con Cristo que ella celebra en la eucaristía, contribuyendo de esta forma a su propio crecimiento. En calidad de sacramentos de iniciación son gestos que interesan a la comunidad y de los que la comunidad se constituye en guardiana y garante.

Este planteamiento, cristocéntrico y eclesiológico a la vez, favorece por un lado la superación de una concepción estrecha, que durante mucho tiempo ha servido de base a la definición de la especificidad del bautismo y de la confirmación -concepción que reducía el bautismo a sacramento necesario para la salvación (de ahí el angustioso problema de los niños muertos sin haberlo recibido) y la confirmación a sacramento de robustecimiento de la fe-, y por otro permite la inserción vital de estos sacramentos en el camino de la madurez cristiana, que tiene como lugar privilegiado la vida de la Iglesia y como centro la eucaristía.

En la introducción general al Rito de iniciación cristiana de adultos, que es el texto más significativo para captar la nueva sensibilidad teológica y pastoral de la Iglesia al respecto, se lee lo siguiente: "Los tres sacramentos de la iniciación cristiana están tan íntimamente unidos entre sí, que llevan a los fieles a la madurez cristiana que les permite llevar a cabo en la Iglesia y en el mundo la misión propia del pueblo de Dios" (n. 2). Este mismo texto, tras recordar la unidad de los sacramentos de la iniciación cristiana (nn. 1-2), subraya la relación bautismo-fe (n. 3), la incorporación absolutamente original a la Iglesia que el acontecimiento bautismal efectúa (n. 4) y los dones del Espíritu que el sacramento produce, como son la remisión del pecado de origen y la vida nueva que brota de la pascua del Señor.

Es evidente que estos datos constituyen otros tantos puntos de referencia en orden al desarrollo de una acción pastoral centrada en una correcta comprensión del itinerario de iniciación, el cual comporta además la apertura del cristiano a la experiencia de la oración y al conocimiento de la palabra en profundidad, así como al testimonio de la caridad en la comunidad cristiana y en el mundo. Son muchos a este respecto los problemas que podrían debatirse -piénsese sobre todo en la necesidad de criterios precisos para la celebración del bautismo de los niños-; pero no es éste el lugar para afrontarlos. Nuestro propósito aquí es sólo explicar el significado de cada uno de los sacramentos de iniciación en el marco de la visión unitaria mencionada, que tiene su momento culminante en la eucaristía, con el fin de dejar claro que la iniciación cristiana, revelando el progreso y múltiple intervención de Cristo, estructura a los creyentes en la vida de comunión con el Señor, habilitándoles para el ofrecimiento ---espiritual" de la propia vida al Padre en beneficio de los hermanos.

II. El camino sacramental de la vida cristiana

El camino sacramental de la vida cristiana tiene su comienzo en el bautísmo, su perfeccionamiento por medio del sacramento de la confirmación y su culminación en la eucaristía.

1. EL BAUTISMO. El bautismo cristiano tiene su fundamento y su arquetipo en el bautismo de Cristo en el Jordán (Mi 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Jn 1,29-34); en él hemos sido bautizados todos nosotros. Los evangelios nos ayudan a captar su profundo significado simbólico. Tiene ante todo -y Jesús es plenamente consciente de ello- valor de cumplimiento de la historia de la salvación (Mt 3,14-15). Las aguas sobre las que sopla el Espíritu son el signo de la nueva creación, mientras que el Jordán, evocando el paso del pueblo elegido a través del mar Rojo y la travesía del mismo Jordán por Josué, anuncia la realización de la promesa de Dios, el nuevo y definitivo éxodo del pueblo redimido por Cristo.

La consagración de Jesús como "predilecto de Dios" recuerda la elección-consagración de Israel y establece al mismo tiempo una nueva consagración del pueblo, "signo" de la presencia y de la bendición de Dios a todas las naciones de la tierra. Las palabras pronunciadas por el Padre, que se inclina sobre el Hijo amado, y en las que resuenan las expectativas del AT (cf Sal 2,7: un salmo de entronización del rey; Is 42,1; 61,1; 63,1516; 64,7), revelan el carácter comunitario de la vocación bautismal. El amor del Padre al Hijo -expresado por medio de la fórmula nada habitual en la Biblia de ho yiós, ho agapetós (en el AT se encuentra únicamente en Gén 22,2.12.16, y en el NT se aplica sólo a Cristo)- va dirigido por medio de él a Israel y, más en general, a la Iglesia y a toda la humanidad. Jesús recibe el Espíritu de Dios en orden al cumplimiento de su misión, que es misión de salvación para todos los hombres. Al someterse al bautismo de Juan aun sin tener pecado (Mt 3,14), manifiesta su solidaridad con la humanidad pecadora Y pieanuncia que su realeza es la realeza de la cruz (Mc 10,38; 12,50), es decir, del siervo obediente hasta la muerte (cf Is 42,1).

El bautismo de Jesús es, pues, el momento en el que él acepta en plenitud su vocación y es consagrado para el ejercicio de su misión. En ese bautismo llega a su cumplimiento la historia de la salvación, porque mediante el "sí" del nuevo Adán -un "sí" que es expresión de humildad, de obediencia y de servicio- la humanidad ha sido hecha partícipe de la bendición de Dios. Desde ese momento toda la existencia de Jesús se hace obediencia a la vocación bautismal; en otros términos, se hace vida caracterizada por la lógica de la pobreza y del servicio. El Espíritu que le fue conferido en el bautismo capacita a Jesús para ganar la batalla contra Satanás (cf el episodio de la tentación en el desierto, Mt 4,1-11; Lc 4,1-12), proclamando así su realeza sobre el mal; le confiere la fuerza de anunciar con autoridad la buena noticia (cf Lc 4,16-21), poniéndole en condiciones de ejercer su función profética; por último, le lleva a entregar en la cruz su libertad al Padre hasta la muerte (Heb 9,14), haciendo realidad plena su misión sacerdotal.

La analogía entre el bautismo de Jesús y nuestro bautismo resulta evidente. En la Iglesia, llamada a vivir y a hacer transparente en la historia el misterio pascual de Cristo, todo creyente participa, por medio del bautismo, en la misión regia, profética y sacerdotal del Señor, anunciando la victoria sobre el pecado y la llegada del reino y tomando parte, por medio del sufrimiento propio, en la pasión de Cristo, de modo que ésta sea instrumento eficaz de salvación para todo el género humano.

La enseñanza de Pablo profundiza en el kerigma de los sinópticos, evidenciando la profunda transformación que el bautismo opera en el cristiano mediante una serse de símbolos que hacen referencia tanto al gesto bautismal cuanto a los efectos del bautismo mismo. El bautismo es presentado ante todo como un baño (ICor 6,9-19), efectuado en nombre de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Por su medio el cristiano vive la experiencia del éxodo (ICor 10,lss) y queda revestido de Cristo (Gál 3,27). Los efectos del acto bautismal se simbolizan de diversas maneras: con la circuncisión (Rom 4,9ss), el sello del Espíritu (Ef 1,13; 4,30; 2Cor 1,21), la luz (Ef 5,14).

Con todo, el sentido profundo del bautismo consiste, según Pablo, en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo), misterio que fundamenta toda la existencia cristiana en sus dimensiones individual y comunitaria (Rom 6,111). Se deriva de ello que la vida cristiana debe desarrollarse según un rito bautismal, es decir, debe hacer suya la ley del morir y del resucitar con Cristo, liberándose del pecado, que es cierre egocéntrico del hombre en sí mismo, y acogiendo la vida nueva, que abre al hombre a la donación de sí mismo a Dios y a los hermanos. El indicativo de salvación, constituido por el "nuevo ser" en Cristo, se transforma en imperativo de salvación para el individuo y para la comunidad cristiana (cf 1Cor 5,1-13; 6,1-11). Sustrayéndolo al dominio del pecado, de la ley y de la muerte, el bautismo hace del cristiano un hombre reconciliado, abierto a la acción del Espíritu y llamado a participar de la vida eterna. El cristiano no está ya sujeto a la concupiscencia (1 Cor 10,1-3; Jn 6,22-59; Heb 10,1939), que le impulsa a encerrarse en sí mismo, sino que está guiado por la fuerza del amor, que libera su existencia eliminando cualquier forma de miedo, incluido el de la muerte. La vocación cristiana asume así las connotaciones de una existencia de donación (Rom 14,7); es vida "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

Tarea del creyente es abandonarse a la acción del Espíritu, dejando que su vida fluya a partir de la participación en la vida de Cristo, como fluyeron de su costado la sangre y el agua sacramentales, y pregustando la comunión de amor que el Padre quiere ampliar a la humanidad entera.

La dimensión cristocéntrica y pascual constitutiva del bautismo no debe llevarnos a infravalorar su esencial dimensión eclesial. Cristo ha confiado el bautismo a la Iglesia para que difunda por el mundo el misterio de la salvación de Dios. El bautismo es, pues, un gesto de la comunidad, que agrega nuevos creyentes a ella (cf He 2,41) y se construye como Iglesia. Si es verdad, por una parte, que es toda la comunidad la que bautiza -sin negar por ello la función indispensable del ministro-, no lo es menos, por otra, que es la propia comunidad quien recibe en cierto sentido el bautismo, en cuanto que queda introducida más profundamente en la sacramentalidad de la Iglesia (cf el Rito de iniciación cristiana de adultos, n. 4). Es como decir que el bautizado está llamado a compartir una experiencia comunitaria, asumiendo por tanto un nuevo estilo de existencia, enraizado en el contexto concreto de la propia Iglesia local por cuyo medio él obtiene la salvación (Ef 4,13-16). El vínculo con la comunidad cristiana, de la que entra a formar parte, no es un hecho accidental o accesorio; es parte integrante de su vocación, puesto que por medio de ella se realiza la participación en la vida misma de Cristo, la inserción en sus misterios.

Todo esto presupone obviamente la fe como condición. El bautismo es sacramento de la fe, bien porque constituye su proclamación histórica real, bien porque exige un ambiente de fe para que Dios pueda actuar. Esta fe es afirmación de la gracia como negativa de una salvación entendida como autojustificación humana; es esperanza puesta en el misterio pascual de Cristo, aceptando pasar por la cruz, con la certeza de que sólo si la semilla muere puede dar fruto; es acogida cotidiana del proyecto del Señor, que se hace presente en la historia, y compromiso total en la relación con él. El bautismo se convierte así en el "signo" por cuyo medio la existencia cristiana, conformándose a Cristo en la Iglesia, queda inmersa en la lógica del reino y con capacidad pMra proclamar y testimoniar la fuerza de liberación que de él proviene.

2. LA CONFIRMACIÓN. El canon $79 del CIC -canon que trasluce influjo del Vat. II- pone de manifiesto que por medio del sacramento de la confirmación el bautizado prosigue el camino de la iniciación cristiana, obteniendo con mayor abundancia la gracia del Espíritu Santo y entrando en una vinculación más íntima con la Iglesia. Esta vinculación compromete al bautizado a un testimonio más riguroso y a una difusión más valiente de la fe.

Se pone claramente de manifiesto el lazo que une a la confirmación con el bautismo, pero está ausente toda referencia a la eucaristía, en la que, en cambio, insiste la enseñanza conciliar. La constitución apostólica Divinae consortium naturae afirma: "La confirmación está tan estrechamente vinculada a la sagrada eucaristía, que los fieles, marcados ya por el bautismo y la confirmación, mediante la participación en la eucaristía quedan insertos plenamente en el cuerpo de Cristo".

La colocación de la confirmación entre el bautismo, que es el comienzo radical de la vida cristiana, y la eucaristía, que constituye su perfección y cumplimiento, es un dato constante de la tradiaión. El Oriente cristiano ha mantenido rigurosamente este orden, considerando al presbítero ministro ordinario de la confirmación. En Occidente, en cambio, por motivos de carácter práctico -el primero de ellos el hecho de que la confirmación se reservara normalmente al obispo- se tendió a posponer la confirmación a la eucaristía, especialmente cuando se introdujo la práctica de conferir la eucaristía a los niños. Aunque dictada por razones pastorales no del todo peregrinas, esta práctica altera, sin embargo, el orden interno que caracteriza a la estructura de la iniciación cristiana al aislar el sacramento de la confirmación del marco del itinerario coherente de crecimiento previsto por el desarrollo del catecumenado. El sentido de. la confirmación debe, en efecto, buscarse en el hecho de que completa al bautismo, no sólo porque fomenta la gracia bautismal confiriendo los dones del Espíritu, que habilitan para el testimonio y para la misión de la Iglesia, sino también porque contribuye a proseguir el -desarrollo de la vida cristiana, impulsando al joven a confirmar la fe, que con ocasión del bautismo había sido expresada por medio de los padres y los padrinos. El don del Espíritu Santo conferido en la confirmación tiene, en efecto, la función de hacer partícipes a los bautizados en la misión mesiánica de Cristo. Si el Espíritu conferido en el bautismo es Espíritu de adopción como hijos de Dios, aquí el mismo Espíritu viene otorgado al cristiano para cumplimiento de una misión particular, que lo compromete a continuar la obra misma de Cristo. Como señaló con agudeza Tomás de Aquino, mientras que en el bautismo el cristiano recibe el poder de realizar los actos que pertenecen a su salvación, en la confirmación recibe el poder de realizar los actos que pertenecen al testimonio público de la fe (cf S. Th., III, q. 72, a.5).

La confirmación es, pues, el sacramento que confiere al cristiano una perfecta madurez espiritual, habilitándole para comunicar la propia vida a los demás, sobre todo por medio del testimonio de la fe, y asignándole al mismo tiempo una función oficial en la Iglesia. El "carácter" propio de este sacramento consiste, en definitiva, en la designación del creyente para ser, en virtud de un ministerio especial, apóstol de Cristo, testigo cualificado de su amor y de la "buena noticia" del reino.

3. LA EUCARISTÍA. Hemos dicho ya que la eucaristía representa la culminación de la iniciación cristiana, aquello hacia lo que ésta converge en último término. Por medio de la eucaristía, en efecto, la Iglesia crece en calidad a imagen de su cabeza; pues no sólo confiere la gracia, sino que contiene al autor de la gracia. La gracia eucarística es comunión con la actitud de donación de Cristo y es participación inmediata en su misma misión entre los hombres. En este sentido la eucaristía hace de la Iglesia la comunidad de aquellos que, participando en el único pan (el cuerpo del Señor), forman un solo cuerpo (1Cor 10,17) y reciben del Espíritu de Cristo una tarea y una misión particular para la vida del mundo (I Cor 12,12-31). El misterio eucarístico construye y revela la identidad profunda de la Iglesia como comunión de los discípulos en la suerte de Cristo, en su condición y en su misión, que hallan su plena expresión en el sacrificio de la cruz.

Se comprende, en este marco, el papel central que ocupa la eucaristía en el organismo sacramental cristiano y el carácter de sacramento fuente y culmen de la vida de la Iglesia, que el Vat. II, en expresión feliz, le con= fiere. La experiencia cristiana, como experiencia de encuentro con Cristo en la Iglesia y de asimilación a su misma vida, está como resumida en este sacramento, el cual debe marcar las etapas del desarrollo de la comunidad cristiana en los diversos tiempos del año litúrgico. Contemplándola en la perspectiva de la iniciación cristiana, reviste particular importancia la atención a la dinámica celebrativa, al crear las condiciones para una progresiva asimilación de su significado mediante una "comprensión" cada vez más honda del ritmo interior que la constituye, ritmo que acompaña paso a paso al creyente, ayudándole a percibir la presencia de Cristo en la asamblea convocada, a escuchar la palabra del Señor y, por último, a vivir automáticamente la acción de gracias y la comunión en el cuerpo de Cristo para ser enviado en misión al mundo. En otras palabras, el bautizado debe ser conducido gradualmente, a través del desplegarse de la celebración -cuyo contenido teológico hay que hacer transparente enseguida-, a participar en la vida de la comunidad cristiana, convocada por el Señor resucitado para proclamar su muerte y anunciar su resurrección hasta que él vuelva.

La iniciación cristiana es, pues, iniciación en la eucaristía y en la Iglesia al mismo tiempo. Su objetivo es la plena madurez espiritual del creyente, a fin de que sea protagonista para sí mismo y para los demás de la salvación, que es don del Señor. Es tarea ineludible de las comunidades cristianas, mediante la riqueza de carismas y de ministerios que en ellas florecen, hacer transparente el sentido de este itinerario, para que la proclamación resulte creíble.

G. Colombo

III. Iniciación y "ethos" cristiano

La relación entre sacramentos de iniciación y ethos cristiano se ha convertido en nuestros días en algo particularmente problemático. La desmitificación de lo "sagrado", consecuencia de la acentuación del proceso de secularización y del desarrollo de la cultura tecnológica, reduce el espacio de la actividad simbólica, la cual para muchos no pasa de ser un residuo anacrónico del pasado. Por otro lado, es preciso reconocer que, incluso en el ámbito de las comunidades cristianas, los ritos litúrgicos han quedado reducidos a menudo a expresiones de un formalismo vacío, privado de todo compromiso histórico-concreto. La liturgia resulta, en su conjunto, poco vinculada a la vida y al acontecer de la historia, incapaz de suscitar nuevas modalidades de presencia en el mundo y de iluminar globalmente el significado de la existencia.

El problema de fondo, que se debe, consiguientemente, afrontar con urgencia, es el del restablecimiento del nexo entre rito, fe y vida cotidiana. Esto comporta, por una parte, la recuperación de una actividad simbólica que responda a las instancias antropológicas propias del actual contexto cultural y, por otra, el redescubrimiento de la relación fecunda entre rito y ethos cristiano, a fin de favorecer el desarrollo de una acción litúrgica realmente encarnada en el acontecer humano, individual y colectivo.

Nuestra reflexión quiere hacer hincapié sobre todo en las condiciones fundamentales para el restablecimiento de una relación correcta entre liturgia y vida cristiana, con el fin de poder captar el profundo significado teológico-moral del itinerario de la iniciación cristiana y la dimensión ética connotada por cada sacramento.

1. LITURGIA Y VIDA CRISTIANA. Es evidente que, para comprender el significado auténtico del rito religioso; hay que salirse de una concepción antropocéntrica rígida de la vida. El rito, en efecto, no puede quedar reducido, como quiere la mentalidad iluminista y positivista ampliamente difundida en nuestros días, al simple reflejo de aspectos de la estructura social. La experiencia litúrgica debe medirse en el nivel que le es propio, el simbólico-sacramental, rehusando, por consiguiente, el empleo de parámetros exclusivamente sociopsicológicos.

Esta recuperación esencial de la relación que vincula el símbolo religioso con la realidad trascendente no debe, sin embargo, hacer olvidar la exigencia de atender a las raíces antropológicas del símbolo mismo y, consiguientemente, a la necesaria contextualización histórico-cultural. Si se quiere que el símbolo se convierta en el lugar en el que el hombre se abre, en la escucha y el compromiso, a Dios, origen de su existencia y que lo llama a salir de sí mismo, es indispensable de todo punto que sintonice con las exigencias más hondas de la experiencia humana en el mundo. Esto equivale a decir que toda celebración debe estar siempre en situación, es decir, guardar relación con la historia concreta de la comunidad cristiana. La tarea de toda celebración es la de establecer la continuidad entre el acontecimiento que se recuerda y su hacerse presente en medio de nosotros, facilitando así el paso de la vida de Cristo resucitado por nuestra vida. Para percibir el nexo del símbolo con la vida, en otras palabras, para que el símbolo lleve a la persona a un compromiso existencial efectivo, la condición primera y más fundamental es el equilibrio entre la conservación del significado trascendente del símbolo, es decir, de su relación vital con el pasado, y su actualización en el presente y, consiguientemente, su mediación cultural.

Pero esto sólo no basta. La eficacia de la celebración litúrgica va también vinculada a la relación que se establece entre celebración y práctica cristiana, individual o comunitaria. Es preciso reconocer que una de las razones de la ruptura entre fe y vida, entre ortodoxia y ortopraxis, que caracteriza a la conciencia de los creyentes, se debe a no subrayar suficientemente el valor ético de la celebración litúrgica. El momento celebrativo en cuanto vértice de la experiencia cristiana es, en efecto, el lugar natural en el que deben soldarse existencialmente doctrina y acción; es por su propia naturaleza "el momento explicativo de la lógica de los acontecimientos salvíficos y el momento de verificación de la fidelidad con la que cada conciencia responde a la acción del Espíritu" (E. RUFFINI, Simbolismo..., 301) en la realidad de las situaciones cotidianas.

El significado de este aspecto comporta el que la vida real, con todas sus manifestaciones, entre dentro del horizonte de la celebración. No se trata, ciertamente, de hacer del rito litúrgico un lugar de debate social o de búsqueda de soluciones técnicas a los problemas de la política; se trata, más bien, de tener en cuenta el compromiso concreto de la persona, llamada, en los diversos sectores de la vida, a dar curso a un orden fundado en la justicia y en la caridad, y de estimularla a que asuma más radicalmente dicho compromiso. En otras palabras, se trata de crear un clima apropiado, que acoja las vivencias de la vida cotidiana de forma que éstas entren sin brusquedades en el contexto celebrativo, contribuyendo a la eliminación del dualismo entre fe y vida cristiana. Esto reclama la superación tanto del riesgo de una abstracción celebrativa que haga del rito litúrgico un tiempo aparte de la vida de las personas, cuanto del peligro no menos grave de una reducción de la celebración a simple expresión de posiciones ideológicas ante los acontecimientos histórico-sociales. La liturgia debe, en efecto, conservar el carácter de lugar de la proclamación de una salvación que, aun estando radicada en la historia, no se agota en ésta. Por ello es necesario que en la liturgia tengan cabida tanto la tendencia hacia los horizontes últimos de la fe cuanto la acogida de la vida real en su desplegarse concreto en el mundo, de manera que se ayude a la persona a comprometerse en la realidad, descubriendo en ella horizontes siempre nuevos y abriéndose a la dinámica del reino.

El lenguaje litúrgico debe hacer transparente el "recuerdo" del acontecimiento de Cristo; pero debe hacerlo de manera tal que suscite en las personas un interrogante permanente sobre el sentido de la historia, haciéndolas conscientes de la tensión existente entre la esperanza en una manifestación del poder de Dios y el impulso a actuar con la ayuda de su Espíritu. La historia, lejos de quedar desnaturalizada, queda de esta manera asumida en su potencialidad liberadora. Pasado, presente y futuro se compenetran entre sí y se unifican como elementos de un todo que se despliega dinámicamente. El presente, poseedor siempre de algo original e inédito, recibe significado del pasado, es decir, de la fuerza de acontecimientos antiguos que conservan una riqueza inagotable, cuyo descubrimiento se va haciendo poco a poco gracias a las situaciones nuevas de la existencia humana en el mundo. Y el mismo futuro no se presenta como algo aparte, desligado del pasado y del presente, sino como una dimensión que está latente en todas las realizaciones pasadas y presentes.

Sumergiéndose en esta dinámica y haciéndola propia, la celebración litúrgica supera la tentación del mito, de la ideología y de la utopía misma, que inducen a lecturas abstractas de la realidad y terminan por emp?brecer la comprensión del misterio cristiano. El elemento unificador de toda la acción litúrgica es, en efecto, el acontecimiento pascual; acontecimiento que da razón del destino humano, a laven que explica las contradicciones presentes, valorando el sufrimiento mismo y haciendo madurar el compromiso ético de construir la justicia y la libertad, a sabiendas de que en ellas y por medio de ellas se abre camino en la historia la presencia del reino.

La vida queda así asumida y, al mismo tiempo, juzgada y cuestionada. La liturgia, en efecto, proclama con fuerza la dimensión ética del cristianismo, pero nos recuerda también que el cristiano no se agota en esa dimensión. La experiencia de la fiesta, en laque nos introduce, desmitifica al etleos cristiano en su pretensión de algo absoluto y de totalitario, al igual que desmitificalas lógicas de la eficiencia y de la utilidad hoy predominantes. El compromiso de transformar el mundo no queda anulado, sino asumido en un marco más amplio, que libera al hombre tanto de la resignación como de la desesperación. La esperanza, que la fe reaviva y que encuentra expresión en la pascua de Cristo, tiene su fundamento en el futuro de Dios. Este futuro alimenta en el creyente la responsabilidad para con el mundo y la espera de lo que Dios llevará a cabo al final, cuando, de manera totalmente gratuita e imprevisible, haga irrupción en la historia para reconducirlo todo hacia sí. La fiesta liberadora, celebrada en la liturgia, es signo y anticipo de este acontecimiento; nos introduce en el mundo nuevo ya comenzado, y a la vez nos abre a la novedad absoluta de los "cielos" y de las "tierras" que Dios entregará a la humanidad el último día.

2. EL SIGNIFICADO TEOLÓGIC0-MORAL DEL ITINERARIO DE INICIACIÓN. La relación entre liturgia y vida cristiana era claramente visible en el itinerario a través del cual la Iglesia de los orígenes introducía a los fieles en la plena asimilación y comprensión del misterio cristiano. La iniciación, que incluía la celebración de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía, se concebía como un todo unitario, aunque caracterizado por el sucederse de una serie de etapas que permitían a la persona ir ahondando gradualmente en la hondura existencial del acontecimiento cristiano. El catecumenado cumplía esta función pedagógica, y la catequesis mistagóglca, centrada en la liturgia, contribuía a fundir en una unidad el momento de la captación doctrinal y el de la educación concreta para la práctica ética. La vida cristiana estaba claramente concebida como "vida en Cristo", que tenía su fuente en la celebración de los misterios. Por medio de ellos la persona se asemejaba a Cristo y se desplegaba en el /seguimiento de él en los diversos contextos de la vida cotidiana. El gran principio paulino de la participación-imitación encontraba su desarrollo natural en la acción litúrgica. En ella y a través de ella, en efecto, la persona participaba en la vida divina, y consiguientemente se veía impulsada a hacer suyas las actitudes y el comportamiento de Cristo, su estilo de existencia en el mundo. El indicativo de salvación -eres en Cristo una criatura nueva- se transforma de esta manera en imperativo de salvación: camina en novedad de vida.

El itinerario de la iniciación cristiana respetaba, por otra parte, la historicidad esencial del acontecimiento cristiano. En cuanto acontecimiento histórico-salvador, el cristianismo se desarrolla en una serie de etapas, que van de la creación a la encarnación y de ésta a la resurrección y la parusía. Revelándose al hombre en la historia y haciéndose él mismo historia en Jesús de Nazaret, Dios ha aceptado hasta sus últimas consecuencias las dimensiones del espacio y del tiempo, que son las dimensiones propias de la historia; ha hecho suya la ley de la gradación, que caracteriza la experiencia humana en el mundo. Esta historicidad esencial del acontecimiento cristiano comporta como exigencia que el hombre recorra progresivamente los diversos momentos a fin de que pueda hacer suyo el desarrollo concreto de los misterios de Dios.

Pero el itinerario de iniciación, caracterizado por la experiencia del catecumenado, quería también tener en cuenta la psicología humana y, más en profundidad, la estructura ontológica misma del ser humano. La asimilación existencial del misterio cristiano, que comporta el logro de un verdadero y genuino estado de connaturalidad expresado en las opciones de vida, no se consigue en un momento, sino que tiene lugar a lo largo de un camino gradual. El conocimiento del acontecimiento cristiano no se reduce a un conocimiento intelectual estéril. Es más bien una experiencia que implica la inserción vital en una comunidad de personas capaces de transmitir con su testimonio el sentido profundo de la verdad de Dios. Es asimilación existencial del evangelio a través de un proceso educativo en el que cuenta la calidad de las relaciones que se establecen con quien tiene la tarea de educar; cuenta el clima general que se respira en la comunidad; cuenta sobre todo la experiencia que se tenga del misterio en el contexto de una celebración que tiene su inserción en la vida y que transparenta la necesidad de conducir la vida a aquella experiencia. Complejas razones históricas, a las que aquí sólo es posible hacer referencia escueta, han contribuido, desgraciadamente, a desnaturalizar el sentido de este itinerario. La gradual intelectualización de la fe y de la catequesis cristiana -debida a la separación del dogma y de la moral del ambiente vital de la liturgia en el que originariamente se elaboran-, así como el cambio de contexto cultural determinado por el nacimiento del régimen de cristiandad, produjeron la crisis del catecumenado. Consecuencia de ello fue que la vida cristiana dejó de girar en torno al momento celebrativo, con graves consecuencias a su vez para el desarrollo de la identidad cristiana. Al perder contacto con el misterio, la verdad cristiana terminó por empobrecerse, a la vez que la moral quedó reducida a casuística estéril, privada de la capacidad de proclamar la radicalidad del evangelio.

Si es verdad que la moral cristiana no se basa sólo en el mensaje de Jesús y ni siquiera sólo en su práctica histórica, sino, más radicalmente, en el misterio de su persona, en el acontecimiento crístico en cuanto participado por el hombre, se comprende entonces la importancia de recuperar el carácter central de la acción litúrgico-sacramental, por cuyo medio se renueva el misterio, a fin de que el hombre, sumergiéndose en él y asimilándose a él, encuentre la fuerza de vivir como Cristo nos ha enseñado. La liturgia se convierte de esta manera en la fuente misma de la vida moral, en el lugar del que el creyente debe partir y al que debe estar haciendo referencia constante para asimilar ontológicamente la vida de Cristo y transparentarla en sus decisiones cotidianas.

El camino de la iniciación adquiere en este contexto toda su riqueza de sentido. A través de esta iniciación el cristiano consagrado, hijo de Dios por el bautismo, es llamado por el don del Espíritu, recibido en la confirmación, a participar en la misión de Cristo, que es misión de proclamación y de testimonio del reino, y recibe en la eucaristía el sello último de su identidad como discípulo del Señor, llamado a seguirle en la aceptación de la cruz y en la proclamación de la resurrección, fundamento de la esperanza escatológica.

Todo esto se hace obviamente realidad en el vivir de la comunidad cristiana, que acompaña paso a paso al cristiano en este camino introduciéndole en la participación de su misma vida y transformándose con él en comunidad caracterizada por el dinamismo del Espíritu, el cual, a su vez, la hace instrumento creíble y eficaz de salvación para toda la humanidad y para el mundo.

3. LA ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA VIDA MORAL. El desarrollo del misterio cristiano a través de las diversas fases de la iniciación permite enfocar aspectos diversos y complementarios de la vida moral del creyente que tienen su origen en la dinámica litúrgico-sacramental.

La existencia cristiana es ante todo existencia basada en el bautismo, el cual, liberando al hombre del pecado por medio de la participación en la muerte de Cristo y haciéndolo hijo de Dios, lo capacita para hacer suya la lógica de la cruz a fin de dejarse asimilar al misterio de la resurrección del Señor. La vida moral se caracteriza, pues, por el rechazo permanente del pecado y por la conversión gradual a la vida divina; o, lo que es lo mismo, por la renuncia a la búsqueda de sí mismo, de la propia autorrealización, entendida como cerrazón egocéntrica y autosuficiente, para perderse en donación a Dios y a los hermanos. La inmersión en la muerte de Cristo y la configuración con su pasión introducen al cristiano en el flujo abundante de la gracia de la redención; pero al mismo tiempo lo estimulan a asumir responsablemente el compromiso de dar cumplimiento a lo que Dios, en virtud de un don exclusivo suyo, ha comenzado a obrar en él. La existencia cristiana asume de esta manera las connotaciones de una respuesta constante a la acción gratuita del Señor: respuesta hecha de acogida de la intervención divina y de capacidad de hacerla fructificar, explicitando su infinita riqueza en los diversos contextos en los que se desarrolla la vida de los humanos. La conversión que el Señor concede al hombre en el bautismo es el comienzo de un camino que marca por completo la totalidad de la existencia, llamada a volverse a sumergir continuamente en el baño purificador del agua y del Espíritu, a fin de llegar a ser cada vez más existencia redimida. La dimensión moral del misterio cristiano queda señalada aquí tanto en su aspecto negativo de renuncia al pecado cuanto en el positivo de asentimiento a la gracia y de desarrollo de las potencialidades que ella contiene. El compromiso de crear las condiciones, en sí mismo y en el mundo, para la acogida del reino de Dios, que es reino de liberación, va acompañada por la conciencia del valor que revisten también los aspectos de derrota o de fracaso de la experiencia humana, como son el dolor y el sufrimiento, la marginación y la muerte. La certeza de que, en la muerte de Cristo, se recupera también lo negativo, lo cual incluso se transforma paradójicamente en ocasión y vía de salvación, guía a la persona a dar sentido también a aquellas situaciones que, a la luz de una lógica puramente mundana, continúan revistiendo un carácter trágico y absurdo.

El compromiso de transformar la realidad para liberar al hombre de todas las formas de condicionamien, to material y espiritual se funde casi armónicamente con la disponibilidad para aceptar el límite de cualquier conquista humana y con la precariedad de cualquier forma de cambio histórico. La cruz, en efecto, señala al hombre que el camino de la vida es el camino de la renuncia a sí mismo, porque sólo muriendo germina la semilla y da fruto.

Por otra parte, el don del Espíritu, conferido por el sacramento de la confirmación, alimenta en el hombre una nueva capacidad de reacción ante la vida y da un impulso nuevo al actuar humano. Liberado de la propia autosuficiencia, es decir, del poder de la "carne", y colocado bajo el régimen de la gracia, el hombre se libera incluso de la opresión de la ley. La vida moral no es ya fruto de una conformidad exterior con las obras prescritas por la ley escrita en piedra, que se ha revelado impotente acusando al hombre de pecado, sino fruto de la acción del Espíritu, que actúa como un impulso interior, impulsándole a cumplir espontáneamente la voluntad del Señor. La libertad de los hijos de Dios está toda ella comprendida dentro de esta "novedad" ontológica, que estructura en profundidad al ser humano, caracterizado -como afirma Ireneo- por la copresencia de cuerpo, espíritu y Espíritu Santo. La acción del Espíritu impregna el dinamismo de la existencia gracias a la multiplicidad de dones que cada uno recibe, y a los que debe corresponder haciéndolos fructificar en beneficio de la vida del mundo.

La vida "según el Espíritu", que es la connotación propia de la existencia cristiana, es vida sustraída al legalismo, al condicionamiento de una casuística árida y despiadada, que conduce al formalismo y a la materialidad de la letra. Es vida plenamente dominada por la conciencia de una realidad interior de la que se es partícipe y a la que uno se adhiere con todo lo que es. La ley tiene entonces sólo una función secundaria: ayudar al creyente a verificar si su comportamiento deja espacio y está en sintonía con la acción del Espíritu, o bien si se opone a esta acción reduciendo, en consecuencia, las Posibilidades de expansión.

Pero, sobre todo, el don del Espíritu hace al cristiano partícipe de la misma misión de Cristo, es decir, proclamador del evangelio y testigo del reino. La conciencia, adquirida en la fe, de la identidad de hijo de Dios le habilita para proclamar la palabra del Señor, participando de la misma misión profética de Cristo en el mundo. La ética cristiana está toda ella vinculada al ejercicio de esta función, por cuyo medio la historia recupera el sentido del propio destino, abriéndose a la dimensión del futuro absoluto de Dios.

Por último, la entrada en la plenitud del misterio cristiano mediante la recepción del sacramento de la eucaristía confiere al creyente la posibilidad de ejercer su sacerdocio en sentido pleno. Participando del único sacerdocio de Cristo mediante el bautismo, el creyente entra a formar parte del gran pueblo sacerdotal que Dios mismo se ha construido y continúa construyéndose, es decir, de la Iglesia, llamada a renovar el sacrificio del Señor en perenne acción de gracias. Las personas, en efecto, participan de la salvación cristiana por la mediación de la comunidad cristiana, la cual, a su vez, se constituye en torno a la mesa eucarística. Todo el itinerario catecumenal, cuyo objetivo es la asimilación a Cristo, es itinerario eclesial, en el sentido no sólo de que tiene lugar en la Iglesia, sino de que implica sobre todo su pleno compromiso como comunidad que tiene su celebración en la eucaristía, asumiendo y proclamando a la vez la propia identidad.

La vida moral del cristiano es, pues, esencialmente vida eucarística y eclesial. Es vida eucarística porque es vida eclesial, y es vida eclesial porque es eucarística, pues ambos aspectos se implican recíprocamente, dando lugar a un movimiento vital circular que constituye el meollo mismo del misterio cristiano. La eucaristía, en efecto, no es sólo un rito que se celebra; es comunión con Dios y con los hermanos que hay que vivir y testimoniar en la vida diaria por medio de opciones personales y comunitarias caracterizadas por el espíritu de servicio. Es recuerdo vivo de un acontecimiento por el que la humanidad, reconciliada con Dios, halla el camino de la propia reconciliación y está llamada a explicitarlo en el mundo mediante la lógica de la comunión y del compartir. En cuanto existencia eucarística, la existencia cristiana está guiada por el compromiso de transformar la realidad según la perspectiva de una convivencia amplia, a través de la realización de la justicia y del amor, de la fraternidad y de la paz. Sin olvidar que la fuente de esta comunión es el amor mismo de Dios, que se ha manifestado en la historia en Jesucristo, sobre todo en el misterio pascual, y que tiene su radicación última en el misterio trinitario.

La participación en la vida de Dios, en la qué el cristiano es introducido gradualmente por medio de la iniciación, es, en definitiva, participación en la caridad, la cual constituye la naturaleza misma del Dios cristiano en cuanto Dios trinitario. La vida cristiana es inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu en la conciencia y el corazón del creyente. El modelo trinitario, que es el modelo de un Dios en relación, en el que la donación recíproca constituye a las personas, es el arquetipo en el que debe inspirarse continuamente la actuación del creyente; arquetipo que obliga a quien lo hace suyo de verdad a despojarse radicalmente de sí para transformarse en pura donación, a ejemplo de Cristo, cuya identidad -como ha señalado agudamente Bonhóffer- está toda ella comprendida dentro de la paradoja de la pobreza de aquel que ha sido por entero ser-para-los-demás.

La Iglesia halla aquí su sentido y la lógica de su actuación. Fruto del proyecto del Dios trinitario y fundada por Cristo, participa en la eucaristía del misterio de amor que se ha manifestado en la historia por medio de la pascua, para que, a su vez, lo manifieste a la humanidad proclamando la presencia del reino y anunciando proféticamente el cumplimiento futuro. En cuanto vida eclesial, la vida cristiana es vida para el reino. Esto significa que el compromiso moral del cristiano debe tender a la realización del reino, realización que, para poder alcanzarse, implica un compromiso responsable y participativo en la comunidad cristiana, intérprete privilegiada de los signos del Señor en la historia y artífice, por medio de la acción sacramental, de la liberación que él trajo a los humanos.

La iniciación cristiana introduce, pues, al creyente en la experiencia cristiana viva, que es al mismo tiempo e inseparablemente experiencia de fe y experiencia moral. A través de una sucesión de etapas progresivas, el creyente es introducido en la plena madurez de la vida cristiana, convirtiéndose en adulto en la fe y adquiriendo la capacidad de testimoniarla en la existencia cotidiana en fidelidad a los valores del ethos evangélico.

[Consejos evangélicos (del cristiano); l Religión y moral; l Sacramentos; l Santificación y perfección].

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G. Piana