CONVERSIÓN
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Conversión moral en la experiencia de fe:
1. Vida de fe y conversión;
2. Problemática pastoral de la conversión.

II. Notas de teología bíblica:
1. Vocabulario bíblico sobre la conversión;
2. Éxodo y Sinaí
3. Historia de pecado y llamada de Dios;
4. Dimensión interior y exterior de la conversión;
5. Perdón y conversión en Jesucristo;
6. Seguimiento de Cristo.

III. Reflexión sistemática:
1.
Conocimiento de Dios:
    a)
Gratitud,
    b)
Sentido del pecado personal,
    c) Entrega al Señor,
    d)
Oración;
2. Búsqueda del bien:
    a)
Sinceridad,
    b)
Objetividad,
    c) Conversión continua,
    d)
Comunión en el bien;
3. Renuncia necesaria:
    a)
Pecado y concupiscencia,
    b)
La cruz,
    c) Las limitaciones humanas;
4. Hacia una madurez de la conciencia cristiana.

 

I. Conversión moral en la experiencia de fe

Cuando se aborda este tema conviene precisar enseguida el ámbito semántico del término "conversión" en su uso habitual contemporáneo, indicando así cuál es la realidad de la experiencia a la que nos referimos. Se dice que una persona se convierte cuando se quiere indicar su paso a la fe cristiana; suele atribuirse a una persona adulta que antes vivía con una fe distinta o sin fe alguna (explícita). En otro sentido conversión indica el paso de una vida pecaminosa a una vida moralmente buena; en particular se dice del paso del estado de pecado mortal al estado de gracia. En ambas acepciones, si consideramos la condición del sujeto y su dinamismo de conciencia, se pueden distinguir dos niveles en el significado del término: conversión como cambio de la l opción fundamental de la persona; conversión como progresiva consolidación y gradual realización de la opción fundamental misma.

Aquí hablaremos de conversión moral en la vida de un persona creyente, teniendo en cuenta su momento "inicial" o fundamental, pero atendiendo sobre todo a su evolución hacia la plenitud en la vida de los creyentes.

El tema, pues, afecta ciertamente a la intimidad de la conciencia personal, pero afecta también a la realidad concreta de los comportamientos y a la dimensión social de la vida. Una pregunta que brota a partir de múltiples experiencias de dolor: la división y oposición entre una persona y otra, lo mismo que la división y dispersión interior; el sentido de la lejanía de Dios, incluso para la persona creyente, y que no es sino nuestra lejanía de él, como ruptura entre vida y fe.

1. VIDA DE FE Y CONVERSIÓN. La raíz y el fundamento de la vida cristiana es la realidad del encuentro con Dios en Jesucristo, comprendido y asumido como determinante para toda la existencia. La vida moral, pues, con sus principios y sus valores, con los criterios inspiradores de las decisiones cotidianas, no puede ser algo que está "al lado" de la vida de fe; ésta necesariamente se encarna y se expresa en aquélla. En la unidad de experiencia de la conciencia personal, la verdad de la relación con Dios no se puede comprender y vivir al margen de la verdad de las múltiples relaciones que afectan a la libertad y la responsabilidad. La fidelidad a Dios comporta la fidelidad a la conciencia, cuya "voz" solemos interpretar los creyentes como "voluntad de Dios". Negativamente, el compromiso con la propia conciencia introduce siempre un .velo de mentira en la relación con Dios. Positivamente, el crecimiento en la adhesión a la fe lleva consigo una capacidad mayor de transparencia de conciencia.

2. PROBLEMÁTICA PASTORAL DE LA CONVERSIÓN. El modo en que la conversión es unida al sacramento de la /penitencia resulta a veces un poco simplista. Sin querer disminuir la importancia del momento sacramental, o incluso llamando la atención sobre el modo de prepararlo y celebrarlo, hay,que recordar que el problema ético y religioso de la conversión plantea la exigencia pastoral de una formación cristiana personal cuidada y profunda. Todavía existe en la mentalidad cristiana contemporánea una comprensión muy legalista de la conversión. Ciertamente que es importante que una persona en estado de pecado mortal pida la reconciliación con Dios; como es también importante la actitud pastoral de "comprensión" ante posibles recaídas, incluso cuando son razonablemente previsibles. Esto es válido también, análogamente, para los pecados no mortales, incluida la venialidad habitual. Pero no es indiferente la intencionalidad pastoral ante estas situaciones, como tampoco lo es la actitud espiritual respecto al propio pecado.

El momento de la celebración sacramental necesita integrarse en una atención espiritual y pastoral continua, en la que se traduzca la atención a una conversión real y profunda, a una continua profundización de la vida de fe y a un afinamiento igualmente continuo y conexo de la sensibilidad ética y de la capacidad de elección moral positiva. Entre los muchos problemas a los que la vida y el testimonio de los cristianos deben hacer frente hoy, está la necesidad de ser y ayudara ser personas verdaderamente adultas en la fe, con una conciencia moral formada y arraigada en la experiencia del encuentro con el Señor, lo cual no se puede considerar secundario ni subordinado a otras preocupaciones. Sobre todo en un contexto pluralista a nivel cultural, religioso y moral, el que se preocupa por contribuir a "mejorar" la vida religiosa y moral no debe hacerse ilusiones sobre la eficacia de los "ajustes prácticos" o de las prácticas acordes con ciertas orientaciones, aunque sean justas e importantes. Una "mejora" real debe contar con la dimensión personal interior de la conversión, con la capacidad de una verdadera y profunda decisión de fe y también con una profunda y auténtica libertad y responsabilidad de conciencia. Una conversión así no puede apoyarse en un sentido espiritual y pastoral regulado por las mínimas exigencias necesarias. Incluso la prudente sabiduría que sabe apreciar los pequeños avances hechos con sentido realista de lo posible necesita estar animada por una intencionalidad que busque con confianza la "realización" de una "justicia mayor" (Mt 5,17.20). Se cuestiona la verdad y la sinceridad de la vida de fe cristiana, así como la autenticidad de la experiencia moral que se vive y se entiende desde la relación personal con Dios, y la posibilidad de un testimonio auténtico y creíble en nuestro mundo.

II. Notas de teología bíblica

Quien quiera realizar una investigación sobre el tema de la conversión en los textos bíblicos debe ante todo enfrentarse con el lenguaje que lo expresa. Ya en este primer nivel, el panorama que se nos presenta, dada la enorme producción de estudios especializados, es realmente complejo. No nos encontramos con un solo término, sino con distintas agrupaciones de palabras que son complementarias entre sí y que no guardan una correspondencia exacta entre el texto hebreo del AT y su traducción griega, ni entre ésta y el texto griego del NT. De ahí la diversidad tanto en la traducción como en la interpretación y las posteriores referencias a los textos de la revelación por parte de las tradiciones espirituales y teológicas cristianas.

La reflexión hermenéutica está empeñada, a través de un gran esfuerzo para precisar el valor exacto de los términos utilizados, en interpretar el concepto y el tema de la conversión dentro del marco global de los textos revelados, resaltando su relación con otros conceptos y temas que se refieren a la vida moral, tal como se ha vivido y comprendido en la fe a lo largo de la historia, y que las tradiciones bíblicas nos presentan.

1. VOCABULARIO BÍBLICO SOBRE LA CONVERSIÓN. En el AT el término más utilizado en relación con la conversión es el verbo .füb y sus derivados: proviene de la experiencia humana, no de la específicamente religiosa ni ética; significa "volver", lleva consigo la idea de un camino y supone una dirección previa de marcha contraria. Otros términos hebreos que se refieren al tema proceden de la raíz nhm: en ellos aparece más reflejada una actitud interior, la de arrepentimiento.

En la traducción griega de los LXX al primer término y sus derivados les corresponde generalmente epistrepheín u otros varios compuestos, de strephó; al segundo corresponde normalmente metanoein y otros compuestos de noeó. También estos dos grupos de palabras griegas tienen su origen en la experiencia profana, sin un significado específicamente ético: strephó indica cambio y el movimiento del cambio, que sus compuestos precisarán como inversión o retorno (ana ), alejarse de (apo-), volverse hacia (epi-), distorsión o subversión (dia-),- los compuestos de noeó tienen en su origen un especial acento en el reconocimiento intelectual, incluso cuando se trata de un caer en la cuenta después (meta-), que implica el cambio de opinión y la pesadumbre por haberse equivocado. Traduciendo los términos hebreos del AT, por la traslación significativa que el sentido original permite, asumen el valor ético o religioso que el contexto cada vez tiene. Cuando los mismos términos se utilicen en el NT, tendrán ya una significación mediatizada por el contexto ético y religioso judío.

Los términos específicos, aun considerados en su mutua integración, debe comprenderse en referencia al vocabulario más amplio que expresa la relación con Dios, y por lo tanto el sentido de la vida humana a la luz de la revelación. Esto es válido especialmente para el NT. Referidos a Jesús y a su mensaje, los distintos elementos que indican la conversión van unidos muy intensamente -incluso a nivel lingüístico- con la fe: creer es convertirse. En Pablo y en Juan los términos específicos de la conversión ceden el puesto al vocabulario de la fe, en la cual la conversión se considera incluida.

2. ÉXODO Y SINAÍ. Los acontecimientos de la liberación de Egipto y de la alianza de Moisés constituyen la experiencia fundamental de toda la historia de fe y de costumbres morales de Israel. En el recuerdo que las distintas tradiciones literarias presentan, la referencia al éxodo y al Sinaí es la que les sirve para interpretar la existencia de las personas y la historia del pueblo. La autocomprensión de Israel y todo su proceso histórico de maduración en la fe se presentan arraigados en la comprensión de aquellos acontecimientos y en la personal aceptación de su significado, así como en la acogida del plan divino que en ellos se manifiesta. Ése es el testimonio del "credo histórico": "El Señor nos hizo salir de Egipto con mano fuerte y con brazo extendido, nos condujo a este lugar y nos dio este país donde mana leche y miel" (Dt 26 8-9).

La novedad de Cristo que caracteriza al NT se integra también en esta historia. Lo mismo ocurre con la experiencia y la comprensión de la conversión. La historia de su significado sigue muy de cerca la evolución de la experiencia del camino que Israel hace hacia la "tierra". Ya en el más antiguo recuerdo de Israel el encuentro con el Señor cercano y salvador se vive como experiencia de conversión: la salida de Egipto es experiencia de cambio de lugar y de perspectiva de existencia, de éxodo, de conversión. Es Dios el que ve la situación de su pueblo, se acuerda de la alianza hecha con los padres, se presenta para hacer salir y así liberar y crearse un pueblo que es "suyo" sólo porque él lo quiere y quiere que sea así. Ya el comienzo es un don. Es solamente la generosidad gratuita de Yhwh la que abre un camino nuevo a quienes antes vivían en una situación de esclavitud y opresión, de alienación de sí mismos, del mundo y de Dios, a quien podían hacer llegar sólo el grito de la existencia como forma de oración (Éx 2,23-25). Desde el comienzo este "salir de" no es un mero andar. A pesar de no conocer el futuro, es un caminar hacia una meta, una salida dirigida a un encuentro, a un servicio (Éx 3,12), a un reconocimiento; es un dirigirse a la alianza con Dios, y por eso un continuo andar hacia la tierra. El significado de su conversión a Dios en la experiencia de Israel obtiene su sentido profundo no de una reflexión conceptual, sino de una experiencia histórica vivida: el encuentro con Dios en la alianza, el conocimiento de Dios en el don que él le ofrece de unión eterna y absoluta con su pueblo. En el éxodo Israel "pasa" de la condición de nopueblo a ser "convertido" por Dios en pueblo. Yhwh no se conforma con llevarlo fuera de Egipto; su incesante búsqueda del hombre se entiende como voluntad de comunión: "Carilinaré en medio de vosotros, seré vuestro .Dios y vosotros seréis mi pueblo" (Lev 26,12). El don de Dios crea la posibilidad de una existencia humana verdaderamente libre.

Precisamente esta posibilidad, experimentada como condición de la existencia en el caminar a lo largo del desierto, se transforma en exigencia de responsabilidad. Yhwh que se da liberando a su pueblo pide que se le responda con la misma gratuidad. El paso del don a la exigencia no se hace según el esquema del "do ut des". La pascua de la alianza es el don eterno y radical de la posibilidad de vivir gratuitamente "como" Dios, en comunión con él y con los hombres; en una comunión de pueblo: Dios es su garantía para siempre, la tierra recibida será su sello (Ex 19,3-6; cf Gén 12,1-3).

En el camino de formación de la propia identidad de pueblo, Israel ha reconocido siempre el don de la unión entre manifestación de Dios (el Dios liberador) y nacimiento de la comunión humana, entre elección por parte de Dios y pertenencia a él como comunidad de la alianza. Desde siempre, sin embargo, en la conciencia religiosa bíblica, mientras se proclama la realidad de este don, se afirma también que "se está haciendo", que pertenece a la promesa, es término de esperanza, está confiado a la fidelidad de Dios como un futuro que viene de él. Es necesario un camino de familiaridad con Dios y de conocimiento de él. Es necesario que en este camino, reconociendo a Dios, Israel mismo se reconozca, deduciendo de aquella relación un conocimiento propio más auténtico (Dt 8,2-16).

La fidelidad de Dios hace posible, sostiene y garantiza este camino. Dios no "se arrepiente" de su amor a su pueblo; no deja de dirigirse a él, educándolo y ayudándole en su maduración. En su sentido último la historia de la conversión queda modelada por la historia de este camino, en el que Dios, lentamente y sin cansarse, guía a un pequeño "resto" a que confíe siempre en él; lo guía a la tierra en donde se realizará la alianza: "Aunque tus dispersos se encuentren en los confines del cielo, el Señor, tu Dios, te reunirá, te recogerá allí; el Señor, tu Dios, te traerá a la tierra, circuncidará tu corazón y el de tus descendientes para que ames al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, y así vivas" (Dt 30,4-6).

La tierra es siempre para Israel el símbolo de su adhesión a Dios, viviendo conscientemente el don que Dios hace de símismo. La "tierra" es lo que Yhwh y el pueblo han trabajado "juntos" en la gratuidad (cf Dt 28,1-4; 30,15-20; Éx 35,21-35). Gracias a la mediación de Israel, la tierra es totalmente don de relación de Dios con todo hombre; a la vez es obra de la autonomía de la conciencia, de la inteligencia, de la proyección del hombre, ya que Dios ha hecho al. hombre capaz de todo eso y así lo vuelve a hacer en cada intervención liberadora: "Les dio discernimiento, lengua, ojos, orejas y corazón para que razonaran. Puso la mirada en sus corazones para mostrarles la grandeza de sus obras" (Si 17,5.7). La tierra es el lugar del recuerdo y de la promesa de que la conversión a Dios es posible: por eso es vida, es paz, es shalom para siempre.

Pero el camino de conversión a Dios no es lineal, no es uniformemente progresivo. La conciencia bíblica coloca, junto al recuerdo perenne "de generación en generación" del don (liberación y alianza) y precisamente por la fuerza de esta "memoria", la otra conciencia también existencialmente experimentada de la propia resistencia a Dios, la experiencia reconocida del pecado.

3. HISTORIA DE PECADO Y LLAMADA DE Dios. En la experiencia de fe del AT el pecado del hombre no es visto y no se le conoce como un incidente o un obstáculo ocasional y provisional. En este sentido se puede recordar el lúcido testimonio que aparece en el kerigma del yavista. Precisamente en un contexto de gracia, y queriendo anunciar la preeminencia de la gracia y de la bendición (a través de la mediación de Abrahán y de su descendencia), el yavista expresa la conciencia de la seriedad del pecado. La pregunta sobre el mal presente hace madurar la reflexión sobre el porqué del pecado. La interpretación teológica expresada en Gén 3 quedará como punto de referencia y como provocación para las generaciones siguientes: Israel deberá hablar de la misericordia de Dios siempre que hable de la vida del hombre. La intensa conciencia de la incidencia histórica del pecado está presente en todo el marco de la experiencia bíblica. Basta recordar los Salmos las narraciones de las obras de Dios, la palabra profética, la experiencia sapiencial. Siempre está presente la conciencia del pecado del individuo como persona, pero como algo que le supera y le condiciona; que se exterioriza en las formas de convivencia, en los modelos de comportamiento que hacen posible la comprensión y la decisión por unos valores en las instituciones humanas, civiles o religiosas (cf 2Sam 12,1-14; Neh 9,1636; Dan 9,1-19). Está presente la conciencia de un pecado que afecta al corazón del hombre, a la raíz profunda de su existir y de su conocer, a su capacidad de libertad responsable, a su confianza, sus proyectos, su forma de relacionarse con los otros.

La narración del pecado original (Gén 3) presenta los resultados experimentales de una historia y de una condición de pecado, visible en la vida de Israel a pesar de su elección y de la abundancia de dones que marca el período davídico-salomónico en el que nace el texto: división y hostilidad entre unas personas y otras en una tierra disputada por la posesión de sus frutos, en actitud radical de no aceptar a Dios y su proyecto (2Sam 11; 13; 1Re 21,1-26). Tanto al comienzo como al final se puede reconocer el resultado de la actuación de Dios: crea al hombre en comunión (con Dios y con las personas; en un jardín" que es lugar y posibilidad de armonía y comunión); promete la reconstrucción de la comunión. Ahora la condición humana está marcada radicalmente por el pecado. Pero Dios sigue haciéndose presente y revelándose. Su palabra, a la vez que impulsa al reconocimiento del pecado, se hace promesa. Por eso la conversión es siempre un "volver a dirigirse", una vuelta que implica el distanciamiento de algo. Es alejarse de lo que nos tiene lejos de Dios, y es retorno a él (cf 1 Re 8,33-40; Jer 26,3; Os 14,2-5).

En realidad es una historia de resistencia a Dios lo que motiva la necesidad de conversión. Dios no permanece indiferente ni disminuye su compromiso de alianza: "No le quitaré mi gracia y no disminuiré en mi fidelidad. No violaré mi alianza, no cambiaré mi promesa" (Sal 89,3435). La fidelidad de Dios se expresa como solicitud para que Israel vuelva a depositar su confianza en él. Así la imagen de la fidelidad de Dios y de la conversión del hombre, que Dios hace posible, se expresará en el "tiempo" de Cristo como parábola del padre, que desde lejos, con su confianza silenciosa, atrae hacia sí al hijo y lo espera (Lc 15,11-32).

4. DIMENSIÓN INTERIOR Y EXTERIOR DE LA CONVERSIÓN. Quizá no sea casual que el verbo §úb y sus derivados aparezcan la mayor parte de las veces en los escritos proféticos (sobre todo en Jeremías) y también en el Génesis, en 1Reyes y en los Salmos. El verbo indica un cambio que en su sentido original es movimiento espacial (el retorno del exilio está indicado con este término). Y precisamente este significado de movimiento se usa con valor simbólico: dirigirse a los ídolos es signo de distanciamiento de Dios, de apostasía; la conversión a Dios es dirigirse a él, "retornar" (cf Os 6,1-6; Jer 3,12-13). Asumiendo un significado ético y religioso, el término indica la dimensión interior de la existencia humana; hace referencia al corazón de la persona; habla del cambio de todo el ser humano, un cambio global de dirección en la conducción de la propia vida. No está en juego una simple actitud o un contenido concreto de decisión; no se trata de desatender por algún tiempo algo a lo que se estaba dedicado; se trata de orientarse íntegramente uno mismo a alguien, desplazando la dirección misma del propio caminar. Una idea así del cambio de dirección, sobre todo en la época tardía, irá asociada a la de "arrepentimiento" de quien reconoce el propio error anterior y su propia responsabilidad en él, lo que se expresa de un modo más explícito en el vocabulario relacionado con nhm (cf Jer 8,6; Gál 2,12-13).

La necesidad de convertirse arrepintiéndose y volviendo a Dios es central en el mensaje profético, especialmente atento a la verdad interior. En el AT, hacer penitencia se expresa de dos modos. El primero es el cultual-ritual, y no es específico de Israel. Suele expresarse en el ayunto público, acompañado por otras formas externas (vestirse de sayal, echarse ceniza en la cabeza, etc.) y de oraciones penitenciales. Con ellas se pretende alejar el mal y se pide a Dios que aplaque su ira. Quizá en estas oraciones domine la necesidad de alejar el miedo y de detener el juicio de condena considerado inevitable (2Crón 20,3; Job 3,4-9). El segundo modo, propio de Israel, está indicado en los profetas. Para ellos la necesidad de penitencia se sitúa dentro de la relación entre Yhwh y el hombre. Domina la idea de una relación que hay que restablecer. La crítica profética a la forma de penitencia exclusivamente cultual-ritual la motiva su falta de interioridad en el corazón del hombre: Dios quiere fidelidad y piedad, experiencia y conocimiento de él, no "obras" externas de penitencia (Os 6,1-3; Is 58,5-7; etcétera). De este modo los profetas indican tanto el aspecto interior de la conversión (confianza-obediencia-fidelidad) como el aspecto personal del pecado y de la vuelta a Dios: "No se apoyarán en quien les ha confundido, sino que se apoyarán en el Señor, el santo de Israel, con lealtad" (Is 10,20). El pecado aleja a Dios porque no afecta sólo a una acción individual del hombre, sino a la orientación de su vida, lo que él busca y aquello en lo que confía, en lo que se apoya para vivir. Al mismo tiempo los profetas reclaman también la dimensión social del pecado en sus consecuencias inmediatas y en la solidaridad en el mal, que llega hasta la estructuración pecaminosa de la vida en común (cf Am 6,1-7; Is 2,1-20; Ez 22,27-31).

Fue precisamente la palabra y la experiencia profética (sobre todo Jeremías y los profetas del exilio y del posexilio) lo que indicó el horizonte de la conversión en el que se integrará el anuncio del reino en la persona de Jesús. En primer lugar los profetas indican la doble polarización en que se expresa la realidad del pecado: personal y social, fundamental y concreto. La visibilidad del gesto concreto reclama la interioridad del corazón que en él se expresa y de él vive. El carácter personal del pecado reclama un contexto social que tiende a justificarlo con la lógica de sus estructuras vitales y al hacerlo deseable con el ejemplo corriente en los comportamientos habituales; a su vez, el pecado personal contribuye a reforzar la eficacia histórica del pecado en su dimensión social. La conversión deberá afectar, por tanto, a lo interior y a lo exterior, a la dimensión personal y a la social: la conversión afecta a la unidad de la existencia y en ella se expresa. La dimensión exterior de la conversión es verificable en la relación interpersonal y social: "¿No es éste el ayuno que quiero: desatar las cadenas inicuas, romper las ataduras del yugo, volver a liberar a los oprimidos y deshacer todo tipo de sometimiento? ¿No consiste acaso en compartir el pan con el hambriento, en meter en la propia casa a los que carecen de techo, en el vestir a quien veas desnudo?"(Is 58,7-8). Las dimensiones interior y exterior de la conversión muestran sus frutos en los cambios de las condiciones de vida. De esa manera Jeremías anuncia a su desconfiado pueblo lo que constituirá el signo visible de la nueva y definitiva alianza: "En este lugar del que decís que está en ruinas, sin hombres ni ganado, todavía se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y de la esposa, la voz de los que cantan: dad gracias al Señor de los ejércitos, porque es bueno, porque es eterno su amor" (Jer 33, 10-11).

Una segunda perspectiva reclamada por los profetas es la del camino, de la "senda" que hay que preparar al Señor. Se trata de allanar el camino del encuentro con él, y que él mismo ha abierto con la gracia (Is 40,1-5). Convertirse al Señor significa decidirse a orientar la propia existencia hacia él: la obediencia hecha con la escucha interior es el milagro que él mismo hace posible (Jer 31,31-34; Sof 3, I 1-13. Se renueva así el antiguo milagro de la salvación, expresado en la historia de los padres como paso a través de las aguas y el desierto, reinterpretado ahora como victoria sobre la aridez del corazón del hombre, al que Dios hace capaz de conocer y esperar en él. Es el perdón ofrecido: "Buscad al Señor mientras se deja, invocadlo mientras está cerca. Que el impío abandone su marcha y el hombre inicuo sus pensamientos; que retorne al Señor, que tendrá misericordia de él, y a nuestro Dios, que perdona inmensamente" (Is 55,6-7). Para Israel y para cualquier hombre es posible orientarse hacia Dios porque el Padre mismo se orienta hacia el hombre: en la "plenitud de los tiempos" esto sucederá por la "vía" de la encarnación histórica del Hijo. Él será el centro y la culminación del camino de conversión. Lo será para todos los pueblos.

El oráculo de Jer 31,31-34 y el de Ez 36,24-28 pueden considerarse como la cima de la idea de conversión en el AT: la eficacia histórica de un pueblo que vive coherente con la alianza será el resultado de una renovación interior: "Pondré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31,33). "Os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo, arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os pondré un corazón de carne; vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (Ez 36,26.28). En lo más profundo la conversión es conversión del corazón del hombre. Y ésta es precisamente la gracia: este corazón nuevo lo hace Dios (Is 43,18-19.21). La ley permitía a Israel conocer el camino al Señor. Pero si la ley podía vivirse externamente, a partir de ahora el conocimiento de Dios ya no tendrá lugar "a través" de un medio externo, sino "en la" interioridad de la conciencia y de manera estable. De esta nueva conciencia procederá la decisión del hombre por la fe. Esto será posible porque Dios perdonará. En Jesús, el Padre llamará a los pecadores al encuentro con él. Ya no será posible disociar llamada y misericordia, conversión y seguimiento.

5. PERDÓN Y CONVERSIÓN EN JESUCRISTO. La novedad que Jesús anuncia y que en él se realiza es la definitiva presencia salvadora del amor de Dios [l Moral del NT II, 1, a]. En la "carne" de Jesús, Dios se hace próximo del hombre, se le revela y comunica, pronuncia y realiza su "sí" definitivo de salvación. No porque las anteriores invitaciones a la conversión fueran aceptadas, ni porque los hombres -o al menos algunos, los mejores- superaran la condición de pecado, sino porque Dios nos ha dado a su Hijo, en él ha llevado a término una alianza nueva (Le 22,20), en él nos hace ser hijos (Jn 1,12). La conciencia del interlocutor es interpelada frente al reino de Dios presente en Jesús, que lo anuncia: "El reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio" (Me 1,15). Acoger el reino de Dios, aceptar la relación con Dios en Jesucristo es reconocer y aceptarle a él como salvador, es vivir según el designio de comunión que él cumple y revela. Pero los hombres tienen necesidad de ser salvados precisamente porque son pecadores, porque viven según otros criterios, porque no son ya "personas del reino"; por eso tienen necesidad de cambiar el corazón y la mentalidad por una vida que sea entrega al evangelio y seguimiento de Jesús.

La venida de Jesús y su palabra, con su manera concreta de encontrarse con las personas, revelan al Padre, que va a la búsqueda de quien está lejos y perdido, según la ilustración de las parábolas de la misericordia (Le 15). Su manera de ir en busca de los pecadores, de hacerse invitar a casa de ellos, es un continuo hacer gestos de comunión -hacerse próximo, que es la lógica misma de la encarnación- para que en estos gestos sea reconocible la proximidad de Dios, y con ello la posibilidad de mirarlo, de entenderse en relación con él, de confiarse a él, de convertirse. La conversión se entiende ahora como posible en virtud de la donación gratuita que Dios hace de sí mismo en Cristo, y que por ser don que se ofrece al pecador, es radicalmente perdón. El estupor y la gratitud animan a la conversión. La alegría de poder dar hospitalidad a Jesús se convierte para Zaqueo en la alegría de una conversión que por sí misma es la medida de lo gratuito y no la pretensión de la perfecta observancia de la ley (Le 19,1-10).

La necesidad de la conversión se subraya con fuerza en el NT. Pertenece a la conciencia de la realidad del pecado presente, dentro y fuera del ámbito del pueblo de la promesa. Pero en el recuerdo de los discípulos, la conversión misma queda iluminada por la persona del Señor y por eso mismo declarada posible en el hoy de la proximidad de Dios: ella misma es un don que pertenece a esta cercanía salvadora.

No es sólo cuestión de gestos aislados o de decisiones parciales, sino de una orientación total de la propia vida desde la fuerza que da la relación con el Señor. De ahí la radicalidad de la exigencia que presenta: no puede haber reservas ni condiciones en la respuesta al Señor (Mt 6,24; Me 8,3438); hay que replantearlo y decidirlo todo a partir del encuentro con él (Mt 5). De aquí también la conciencia humilde de una conversión que va madurando en el tiempo, que siempre es don dispuesto a ser acogido y que puede invocarse como se invoca el perdón (Mt 6,12-13; Le 18,9-14). A Pedro se le pide que sostenga la fe de los demás, después de haberse "convertido" (epistrepsas): él comprenderá entonces qué tipo de conversión se le pide, cuando tras el anunciado canto del gallo cruce su mirada con la de Jesús, que se "vuelve" (strapheis) hacia él (Le 22, 32-34. 61 ss).

Por otra parte, la conversión que afecta al corazón y cambia la vida, no se hace realidad sino en las decisiones concretas, en las posibilidades de bien que a cada uno se le presentan (Mt 25). El lugar del encuentro es la realidad misma. Para convertirse no hay que esperar otros "lugares". Más bien, la superación de la concepción legalista de la conversión y su referencia a la persona de Jesús comportan un proceso de interiorización que consiste en asemejarse a él; un proceso nunca concluido y que afecta siempre al hoy, incluso en el fracaso y la permanente pecaminosidad. Además, frente a la entrega de Jesús hasta la cruz, ninguna condición humana es desesperada; ni la del centurión, que puede reconocer al crucificado (Me 15,39); ni la del ladrón, que puede ponerse en manos de Jesús para salvarse (Le 23,39-43); ni la de los discípulos dispersos, pues el grupo se restablece después de sepultarlo y pueden ser testigos del resucitado; ni la de los responsables de la crucifixión, a los que se les anuncia la resurrección como bendición de Dios, fiel a su promesa (He 3,13-15. 19-20.25-26).

La entrega redentora de Jesús permanecerá significada y presente en el sacramento de la eucaristía, que los creyentes seguirán celebrando en memoria suya (Le 22,19; 1Cor 11,2425). El misterio de su muerte y de su resurrección, centro de la predicación porque es el centro de la fe, será también el fundamento y alma de la conversión y el seguimiento de los creyentes en él, llamados a participar en este misterio porque están llamados a participar de su vida de resucitado.

6. SEGUIMIENTO DE CRISTO. El sentido de la conversión en cuanto que tiene su raíz en Cristo y en cuanto relación con él está en estrecha conexión con el tema del l seguimiento: se trata de dejarse convertir por Dios, de entrar decididamente en la nueva alianza y en comunión con él, lo cual se nos hace posible en el encuentro con el Hijo, que se ha hecho carne. El discípulo que camina detrás de Jesús es el que aprende a "caminar como él caminó" (Un 2,6). La llamada del comienzo continúa en la sucesiva atención (palabras y gestos) de Jesús, hasta la donación del Espíritu, quien continuará esta misma atención como don interior de familiaridad con él (Jn 14,16.26; 16,12-15; Rom 8). Conversión será su continuo seguimiento, aprendiendo de él, asumiendo en la unión otorgada sus mismas actitudes interiores; conversión será docilidad al Espíritu (Gál 5,1618.25).

En las narraciones evangélicas especialmente, se presentan "figuras" de conversión y seguimiento. De manera distinta, en lo que a indicaciones concretas se refiere, pero hay que hacer notar que las figuras de seguimiento son a la vez figuras de conversión, y a la inversa: seguir a Cristo es volverse hacia él cambiando el corazón y la mentalidad; convertirse es dejarse aferrar por él y aprender de él. Piénsese en la imagen de Pedro. Pertenece a la unidad de la narración lucana de la llamada de Pedro su reconocimiento como pecador y su abandono de los propios proyectos, porque de ahora en adelante será el encuentro con Jesús quien determine su vida (Le 5,1-11). Aquí comienza el seguimiento, pero no termina la conversión. En el momento de su clara confesión de fe en Jesús todavía tiene necesidad de conversión interior, porque su modo de pensar no es "según los criterios de Dios, sino los de los hombres" (Mt 16,23). La medida de su dificultad para aceptar plenamente el camino de Jesús se verá en su negación (Le 22,54-62). La realidad de su cambio aparece en el cenáculo, al tomar la iniciativa para sustituir a Judas y al interpretar el sentido de la misión de los doce (He 1,15-22); pero más claramente la novedad que se ha manifestado en él se ve después de pentecostés, en su manera de adoptar las mismas actitudes de Jesús, preocupándose por la salvación de aquéllos a quienes se dirige (He 2-4, en particular 3,11-26): "medida" de su conversión es la medida de cómo se ha hecho discípulo. Ahora está dispuesto a ser perseguido como Jesús, puede "seguirlo" (He 4, 5-31) como no podía antes (Le 22,3334). Y sin embargo, su alejamiento de las posturas anteriores y su confianza en el Señor no es una conquista definitiva; todavía tiene necesidad de ser guiado y dejarse conducir; le resultará difícil superar el ámbito de pertenencia al pueblo hebreo en su ministerio, como atestigua el episodio de Cornelio (He 10); se mostrará débil frente a las presiones de los judaizantes (Gál 2,1-14). Seguimiento y conversión constituyen la vida de fe de Pedro, su creer y testimoniar hasta el final (Jn 21,19).

Aunque no de modo tan claro y explícito como en el caso de Pedro, las distintas figuras de encuentro con el Señor presentadas en el NT permiten captar una relación interna semejante como don y sentido del encuentro salvífico, como responsabilidad de la respuesta que el mismo encuentro hace posible.

En el epistolario paulino el vocabulario de la fe y de la vida en el Espíritu presenta a su manera la dinámica de la conversión como seguimiento: asimilación con Cristo (Flp 2; Rom 8,9-11.28-30) y pertenencia a él (Rom 6,14; cf el frecuente uso de la fórmula "en Cristo" para indicar tanto la obra de salvación realizada por el Padre como la vida cristiana). La conciencia de que el acceso a la fe no ha eliminado la necesidad de conversión está presente en todas sus cartas, sobre todo en las secciones parenéticas, recordando la tensión existente entre carne y espíritu, entre lo viejo y lo nuevo, entre ley y libertad, entre egoísmo y caridad. El comportamiento concreto necesita hacerse expresión-encarnación de la vida redimida, del creer como confianza en el Señor, de la docilidad al Espíritu que se nos ha dado (Gál 5), de la salvación realmente acogida. Alma y sentido de la parénesis es siempre la referencia a Cristo como criterio interpretador: valores y problemas que hay que interpretar en su realidad objetiva concreta con la actitud de quien está orientado a Cristo, recuerda su palabra, vive de su pertenencia a él que el Espíritu interiormente atestigua y hace presente (Rom 8,1417). Seguimiento que requiere continua conversión es la misma vida del apóstol, como consecuencia de su mirada siempre dirigida al Señor (Flp 3; 2Cor 5,11-21).

La referencia a Cristo es el criterio que permite también resolver los conflictos: referencia no a una "palabra" directamente resolutiva, sino a "él", a lo que de él los creyentes han aprendido y pueden aprender (1 Cor 8 y 10; Rom 14-15). El concepto de conversión se une así con el de discernimiento (Ef 5,10; Rom 12,2), necesario para una progresiva asimilación a Cristo en la también progresiva distancia interior y exterior de todo lo que se corresponde con la lógica "mundana".

También en los escritos de Juan está presente la idea de la conversión en las imágenes y en el vocabulario del creer y del seguimiento de Cristo. Discípulo es quien cree en el Hijo, quien confía en él; idénticamente es el que hace el bien y no el mal (Jn 3,16-21). Él puede conocer el camino, la verdad y la vida, porque Jesús mismo lo encarna y lo revela (14,6), estableciendo una relación de amistad en la que da a conocer todo lo que ha oído del Padre (15,14-15). Como discípulo, se constituye en relación de íntima comunión con el Señor; y con la fuerza de esta comunidad que le ha sido dada puede asumir responsablemente los criterios de comportamiento propios de él (13 34; 14 15-21 ; 15,15-27; 17; 1 Jn 2,3-6). Ésta fe que transforma la vida es obra de Dios (Jn 6,28.44.65); pero es a la vez aceptación y responsabilidad del hombre, como lo atestigua el hecho de que no todos la aceptan; es conversión.

Para Juan, creer significa una alternativa radical que engloba toda la vida: ante Jesús, que revela el amor presente del Padre, el dinamismo de la conversión se identifica con este creer, que es reconocerlo como Señor y confiar en él, en su palabra. El hecho de que esta realidad sea pronunciada con palabras de comunión presenta la vida de fe como participación en la vida misma del Señor, un vivir "de" él y "como" él. Jn 6 lo interpreta en clave eucarística, subrayando que no hay otra posibilidad de salvación y que sus interlocutores son responsables de su adhesión o de su rechazo. Esta adhesión tiene carácter definitivo, lo cual no significa que el creerconvertirse se "cumpla" en un solo acto aislado. Como en los sinópticos, también en Juan los discípulos que lo han aceptado y permanecen con él necesitan seguir "aprendiendo" a aceptarlo y a "mantenerse" con él: a conservar sus palabras (8,31.51), asimilar su ejemplo (13,12-17) para que su vivir esté guiado por el amor fraterno, que tiene su raíz en su mismo amor, fruto y expresión de él (13,3435; 15; 1Jn 4). Los creyentes deberán abandonar la mentalidad del "mundo" y luchar contra ella (Jn 17; 1Jn 1,6-2,29). La conversión moral -que radicalmente es el amor fraterno, el mandamiento nuevo "de Jesús" (Jn 15,12)- es encarnación y signo de la conversión de fe; por eso es testimonio de Jesús como Señor. A1 creyente se le da una vida de comunión con el Padre en Cristo y a la vez la capacidad de reconocer (dianoia, 1Jn 5,20) este don y vivirlo hasta su culminación: en el amor fraterno de los creyentes el amor de Dios consigue su objetivo (1Jn 4,12), en él el vivir humano se convierte en interiorización de un conocimiento que es "nacido de Dios", y en la praxis ética que manifiesta su "permanencia" en él.

III. Reflexión sistemática

Vamos a tratar ahora de precisar de forma sistemática algunos elementos que parecen ser constitutivos de la conversión moral tal como se vive y se comprende dentro de la experiencia de la fe cristiana: convendrá prestar atención a la relación entre los distintos elementos; cada uno de ellos indica un aspecto parcial, y a la vez contribuye a la correcta comprensión de los demás. La experiencia personal es efectivamente experiencia unitaria, el contexto de fe es un contexto unificador, el camino de conversión a la fe es camino de unificación personal por la fuerza del encuentro personal con Dios en Jesucristo y dirigido a la búsqueda de la plenitud de tal encuentro.

1. CONOCIMIENTO DE DIOS. El sentido de la conversión en el AT fue madurando progresivamente dentro de la relación con Dios, entendida desde la teología de la alianza; en su base estaba el conocimiento de Dios, que su revelación hacía posible. En el NT la conversión, como exigencia moral, es situada dentro de la respuesta al anuncio de Jesús: una exigencia y una posibilidad que nace y madura yunto al conocimiento y a la aceptación del amor del Padre que en Jesús se realiza como salvación del hombre. Para nosotros se trata del conocimiento que es don del Espíritu, experiencia consciente de estar salvados, es decir, amados y perdonados, llamados a la comunión con Dios y hechos capaces por él de adherirnos a su llamada con una libre responsabilidad. Un conocimiento de Dios que hace posible un verdadero conocimiento de nosotros mismos y de nuestro mundo. Una experiencia de gracia que libera una verdadera capacidad de amar, y por eso mismo de responsabilidad. Podemos tratar de describir este "conocimiento de Dios" en lo que aporta a la dinámica de la conversión moral.

a) Gratitud. Una conversión que nace del encuentro con Dios en Jesucristo arranca de una experiencia de gracia, de comunión dada por la gratuita benevolencia de Dios. El cristiano entiende toda su vida a partir del regalo de este encuentro: por eso la orienta en coherencia con ese hecho. Convertirse no es otra cosa que aceptar la comunión dada con una respuesta que también es comunión; es aceptar la gracia. Adherirse a Dios es expresión de la verdadera conciencia del amor recibido, lo que se convierte en una vida radicalmente marcada por la alabanza y la gratitud. La pregunta sobre el comportamiento justo y el examen de la propia conciencia tiene su lugar de origen y de sentido en la decidida y grata voluntad de adhesión a la comunión con Dios. Se trata, en efecto, de asumir con plena responsabilidad personal la intención que puede reconocerse en la obra salvadora de Dios; y la "lógica" de la comunión con él se convertirá en la lógica de la comunión fraterna en él. El creyente no sólo reconoce haber recibido un don, sino que vive con eterna gratitud la posibilidad que se le da de conformar su mentalidad y su comportamiento a la voluntad de Dios, que es la salvación del hombre reconocida en Jesucristo; el seguimiento está totalmente marcado por la alegría de compartir, que ni siquiera el momento de la cruz puede reducir a algo superficial.

b) Sentido del pecado personal. En el conocimiento cristiano de Dios el sentido del pecado resalta por contraste junto al amor de Dios. Se le entiende en términos de relación personal: Dios es el que se preocupa por el hombre desde el comienzo y siempre, también hoy; en este hoy la persona está constituida en relación con él, como capaz de escuchar y de hablar, y por eso invitada a "responder", como responsable de la relación misma. Ante el amor de Dios el pecado se desvela en su realidad personal, y entonces la gratitud por el perdón anima la conciencia de una conversión necesaria y posible, también ella don que se ha de aceptar y cultivar. Cuanto más profundo sea el conocimiento de Dios tanto más viva será la percepción de la gravedad del pecado, a la vez que la "alegría de estar salvado" (Sal 51,14) y la decisión de aceptar la salvación. La búsqueda del bien moral se vivirá como búsqueda de transparencia de conciencia en la adhesión de fe, es decir, en el seguimiento del Señor.

c) Entrega al Señor. Quien vive el sentido del pecado personal en la gratitud por el amor del Señor que perdona puede comprender la exigencia de la conversión moral sin ninguna pretensión de autosalvación. El verdadero reconocimiento del pecado propio excluye toda pretensión de justicia y toda confianza en las propias fuerzas. La verdadera comprensión del perdón ofrecido libera de la tentación de juzgar el pecado como ineludible y de justificar así la renuncia a la conversión. La conversión se vive dentro de la estructura de la fe, corresponde a su dinámica en la persona que se sabe pecadora y que desde esa condición concreta de su existencia se entrega confiada al Señor. La búsqueda personal de una vida moral positiva se apoya en la conciencia de que Dios mismo está en el inicio de esa búsqueda y la hace posible.

d) Oración. El contexto de la vida de fe como experiencia de la comunión con Dios hace que la conversión sea la realidad que hace explícita la relación con Dios. Se trata de "volver a él", de dejarse guiar por el Espíritu, de confiar en su palabra. Desde luego que esto implica decisiones y comportamientos concretos; pero la preocupación para que estén de acuerdo con el espíritu y no con la carne encontrará su ámbito propio en el coloquio con el Señor, en la escucha de su palabra, en el abandono explícito a él de la propia vida y las propias decisiones. Sólo en la familiaridad con él se puede aprender a reconocer su voluntad. Un camino de conversión es para el cristiano un camino paralelo al de la l oración. Deberá preocuparse de los momentos y formas de su oración como lugar de encuentro explícito con Dios, para que su vida sea realmente comunión con él, "retorno" a él, para conformar el "corazón" a su palabra de salvación.

2. BÚSQUEDA DEL BIEN. El contexto de fe cristiana da a la conversión un significado esencialmente positivo y dinámico. La fórmula "evitar el mal" u otras semejantes no expresan todavía el sentido profundo de la "conversión", ni ésta se hace realidad ya acabada en un momento de lúcida y sincera decisión en el que se reniega del pasado pecaminoso. Retornar al Señor es caminar hacia una comunión más auténtica y plena. Se trata de una opción fundamental, que vive, madura y se expresa en las opciones cotidianas: la interioridad de un "corazón" que se hace cada vez más plenamente "del Señor" en la exterioridad de comportamientos cada vez más "justos" (en la medida de lo posible y de la sinceridad con la que se intenta).

a) Sinceridad. La búsqueda del bien como respuesta creyente compromete sobre todo a la conciencia en su sinceridad. Como el pecado, también sus frutos de inclinación al mal, la concupiscencia y la tentación, maduran en la mentira y operan en la mentira: aquella mentira simbólicamente expresada en la narración del pecado original, que muestra al mal como "bueno" y "deseable" (Gén 3,6). La verdad personal de la adhesión al Señor se expresa como preocupación por la sinceridad de la respuesta que lo basa todo en el encuentro con el Señor y todo lo orienta a la comunión con él, sin reservas y sin condiciones. Sería iluso pensar que una sinceridad así pueda madurar sin preocuparse y vigilar, o que no necesite tomar decisiones concretas y precisas. Se trata de cambiar de mentalidad; es necesario sacudir el propio modo de pensar, de valorar y de sentir. Si se trata de cambiar de dirección, conviene conocer bien la dirección actual y comprender cuál es el cambio que hay que realizar. Lo cual supone una verdadera libertad interior, que en la hipótesis de una persona que necesita convertirse no es idéntica a la espontaneidad. Está en juego la moralidad de la persona, su decisión de asumir con entera libertad la búsqueda responsable del bien.

b) Objetividad. La búsqueda del bien, si es sincera, necesariamente se manifiesta como atención a conocer y elegir lo que es verdaderamente bueno. Con esto indicamos la necesaria preocupación por la objetividad. Es moralmente sincero en la decisión el que se deja guiar por lo que con sinceridad considera que es objetivamente bueno. Sinceramente considera el bien que realiza quien pone en marcha las capacidades propias para comprender el valor de lo que se presenta a su elección. Se trata del discernimiento moral, que para el creyente es búsqueda de la voluntad de Dios; se trata de comprender y decidir el gesto concreto en el que encarnar objetivamente la viva comunión con Dios.

c) Conversión continua. La búsqueda del bien por parte de quien se reconoce pecador perdonado, en la perspectiva de la comunión con Dios, debe tener las características de la conversión continua. El progresivo conocimiento de Dios, en la familiaridad con él que aporta la oración, lleva consigo un más profundo sentido del pecado y una mayor capacidad para reconocer las posibilidades del bien que es preciso realizar. La libertad responsablemente realizada en el abandono de sí en el Señor da origen a una mayor capacidad de libertad. Las nuevas posibilidades objetivas, que las circunstancias de la vida van presentando ofrecen nuevos elementos para una mayor integración personal. En la relación con el Señor todo esto significa invitación a una ulterior y más plena respuesta de comunión. Ya que estas posibilidades son entendidas como don, el creyente tendrá que asumirlas como llamada e invitación en el momento presente a una comunión más plena, conversión hacia la realización plena.

d) Comunión en el bien. El sentido central del amor al prójimo en la vida de toda persona que se ha "convertido" es el criterio interpretativo en la búsqueda del "bien" que se debe realizar. Es la comunión con Dios acogida en su significado y en su lelos. Reconociéndose en una historia que ha sido redimida en Cristo, la búsqueda de comunión fraterna es cooperación con la eficacia histórica del bien, que va más allá del gesto aislado y de la persona individual. Somos conscientes de la solidaridad en el mal, en la que hemos sido engendrados y a la que ha contribuido nuestro pecado. Pero somos llamados también a reconocer la solidaridad en el bien que nos ha precedido y dado apoyo, haciendo posible nuestra conversión: una comunión históricamente eficaz, mediación del nuevo amor de Dios. En este sentido, corresponde a la sinceridad de la conversión responsabilizarse de la propia contribución a la historia del bien que brota de Cristo. La conversión cristiana se realiza entonces como tendencia ala koinonia, manifestándose en las formas concretas de la caridadcomunión y siendo consciente del camino común de conversión, donde la más pequeña aportación de cada uno es una forma real de colaborara una mayor eficacia histórica del bien: también en esto sabe el creyente en quién pone su confianza y su esperanza.

3. RENUNCIA NECESARIA. El hecho de acentuar la conversión como resultado del don recibido y como búsqueda positiva del bien no puede hacer olvidar el aspecto de renuncia, indicado siempre con mucha claridad en las tradiciones bíblicas. No es desde luego la renuncia por la renuncia, sino porque es necesaria: por causa del pecado personal, por el mal existente en el mundo, por nuestras limitaciones de seres creados e históricos.

a) Pecado y concupiscencia. Si hay que cambiar de mentalidad, si es necesario "retornar", si creer en el evangelio y abandonarse en el Señor supone una conversión real, es porque otros presuntos valores son los que ocupan la mente y el corazón, porque la persona tiene "afectos desordenados" y persigue objetivos a los que está interiormente unida y c)ue no están ordenados a la comunlon con Dios, sino que mantienen su atención dirigida a otra parte, activando preferencias contrarias a la radical y plena opción por el Señor. La conversión implica necesariamente abandonar algo. Hay que dejar Egipto, abandonar los ídolos, despegarse de los símbolos de la posesión y de la propia seguridad. Es necesario "renunciar", y esto siempre tiene el sabor de la "mortificación".

b) La cruz. Además, la conversión, que es seguimiento de Cristo, no puede desconocer la cruz; es el camino recorrido por Jesús, será el camino del discípulo (Le 9,23). Se trata de vivir una lógica de gratuidad y de comunión, como la de Cristo, en un mundo estructurado con una lógica contraria. El pecado con su eficacia negativa pesará de muchas maneras en el discípulo, como pesó en Jesús de Nazaret hasta llevarlo a la muerte. Quien se convierte a Cristo debe saberlo, aceptando él también, con la confianza y la fuerza que le vienen de su comunión con él, "cargar sobre sí el pecado del mundo" en la medida en que le sea posible hacerlo.

c) Las limitaciones humanas. La condición de criatura del hombre, con su dignidad y la grandeza de haber sido constituido interlocutor y, en cierto sentido, colaborador de Dios por la comunión con él, aun con sus positivas posibilidades tiene también un límite, los límites que solemos llamar precisamente "creaturales". En nuestra realidad histórica, marcada por el pecado y no de una manera marginal, las limitaciones de nuestra condición de seres creados se unen con los derivados de la eficacia histórica del pecado, siendo con frecuencia difícil distinguir una causa de la otra. Esto, que es cierto a nivel objetivo, lo es todavía más a nivel subjetivo, marcado también por ambas causas que lo limitan. La tentación se manifestará muchas veces en la confusión de los planos, por ejemplo como impaciencia ante la necesidad de soportar el tiempo y la necesaria constancia en la persecución de los objetivos buenos, o como no aceptación de lo limitado del bien que se puede realizar. El camino de conversión, arraigado en la fe, "liberado" por la fuerza de la esperanza, animado por la caridad, siempre tendrá necesidad de asumir interiormente el valor real -en Cristo- del "bien" limitado que es posible aquí y ahora. De este modo la progresiva integración personal de una conversión viva en la fe se manifestará como "fidelidad".

4. HACIA UNA MADUREZ DE LA CONCIENCIA CRISTIANA. La conversión cristiana se presenta, pues, como una forma responsable de asumir la respuesta de la fe en una moralidad positiva. Es la que con mucha frecuencia hoy se llama opción fundamental en la fe. Pero precisamente por ser así necesita realizarse en la continuidad del vivir personal, encarnándose en las posibilidades'concretas de bien, como continuidad del seguimiento de Cristo. Entonces se tendrá una conciencia creyente que reconoce en el Señor el fundamento de la propia búsqueda, que asume la comunión con él en la comunión fraterna como fin de su "conversión", que en el comportamiento ético encarna conscientemente su respuesta al Señor y a su amor salvador. Idénticamente, se tendrá una conciencia que reconoce y quiere el bien históricamente posible, encontrando así siempre nuevos espacios y horizontes para seguir obrando bien. La verdad de la conversión -de la opción moral positiva en la fe- se verificará en la continuidad y en la transparente tensión de las decisiones particulares personales. La madurez de una personalidad moral creyente tomará cuerpo en la continuidad de su historia; en ella se dará también a conocer, haciéndose testimonio y, por lo tanto, ayuda a la conversión.

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S. Bastianel