SIMBOLISMO
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

El símbolo (l Semiología, II) aparece con predilección en algunos terrenos de la experiencia humana; surge naturalmente en las actividades psíquica, poética y religiosa. Destacaremos algunos caracteres comunes a los diferentes tipos de símbolos, antes de centrar más particularmente nuestra atención en el significado del lenguaje simbólico presente en la Sagrada Escritura.

El rasgo más general de la expresión simbólica es el encuentro, en ella, de la representación y del dinamismo: el símbolo es una imagen cargada de afectos. El significado que transmiten los símbolos se sitúa por tanto en un nivel preconceptual, en la penumbra de la sensibilidad y de la afectividad. La imagen puede ser la representación de una cosa percibida o inventada por el sujeto: lo demuestra el unicornio lo mismo que el lobo o que la ballena. Los afectos ligados a las imágenes les dan su peso, su calidad y su diversidad: un afecto masivo e indiferenciado como la angustia, o bien alguno de los sentimientos que constituyen la gama de la afectividad humana, o bien, finalmente, una mezcla de sentimientos, a veces contradictorios- y a veces complementarios.

Estas imágenes cargadas de afectos dan a la vida humana su densidad y su seriedad: indican su dirección, su entusiasmo y sus reticencias, su apertura y.sus bloqueos. Es fácil com. prender entonces que constituyan el objeto privilegiado de la mirada y de la'acción del psicoterapeuta. Quizá sea en el psicoanálisis donde se manifiesta con mayor evidencia la carga afectiva que anima a ciertas imágenes: la angustia impulsiva que se evoca cada vez que el pequeño Hans percibe tal tipo de caballo ilustra muy bien el aspecto dinámico de ciertas imágenes. Igualmente, la obra de un poeta encierra imágenes cargadas de los sentimientos dominantes de su autor; se trata; como dice Gaston Bachelard, de temas que interesan. Finalmente, es bien sabido que la experiencia religiosa se expresa en imágenes fuertemente impregnadas de afectos tales como los que explicita Rudolf Otto en. su obra clásica Lo sagrado.

Las imágenes y los afectos no están fijados de una vez para siempre en un individuo; se modifican en la medida en que éste se desarrolla o retrocede. Así es como Karl. G. Jung evalúa el progreso psíquico de un ser humano según las figuras que surgen regular= mente a lo largo del proceso de individuación. Para Karl Rogers, el éxito de una terapia está en función de la aparición de sentimientos nuevos y diferenciados, que suceden a los sentimientos globales y apenas presentes en el campo de la conciencia; y al revés, una regresión va siempre acompañada de figuras que hacen nacer la angustia. Igualmente, un progreso en la experiencia religiosa irá acompañado, por ejemplo, de una transformación de la imagen de Dios y de los sentimientos vinculados a ella: el padre sustituye al tirano y el amor sucede al miedo; el sentimiento de distancia deja sitio a la certeza de la presencia familiar.

Los símbolos no expresan solamente la experiencia de los individuos considerados aisladamente; pueden igualmente ser compartidos por una colectividad: nación, grupo lingüístico, cultura, religión. Algunos símbolos tienen, por consiguiente, una historia y dan origen a una tradición. En cierto platonismo, el cuerpo puede ser considerado como la cárcel del alma, el lugar en donde tiene que pagar su deuda. En las religiones teístas, la divinidad suprema es paternal, está relacionada con los cielos, y mantiene con el hombre una relación de palabra y de escucha. A1 contrario en una religión cosmobiológica, el hombre está unido al cosmos por toda una serie de correspondencias vitales. Los grupos pueden desarrollarse o retroceder lo mismo que los individuos. Paul Ricoeur, en La symbolique du mal, ha mostrado cómo en la tradición judía del AT se han transformado los símbolos del mal, pasando sucesivamente de la mancha acompañada de un terror ciego, a través del pecado unido al temor de la cólera de Dios, hasta la culpabilidad mezclada con remordimientos de conciencia; al mismo tiempo, cada figura nueva reinterpreta y conserva en sí misma las figuras superadas. En sentido inverso, Nietzsche considera como una regresión el hecho de que la figura de Dionysos, central en Grecia y que dio origen a las tragedias de Esquilo y de Sófocles, fuera sustituida por la figura del socratismo en las obras de Eurípides y en la enseñanza de Sócrates, subsistiendo tan sólo de forma subterránea en los misterios griegos.

Más aún, algunas experiencias parecen estar compartidas por todos los individuos, sea cual fuere su lenguaje, su cultura o su religión; por tanto, los símbolos que las expresan son universales y pueden recibir el nombre de arquetipos. Jung y su escuela han insistido particularmente en la presencia de imágenes primordiales, que se portan como centros energéticos y que trascienden los límites de los individuos y de las colectividades.

Los símbolos no significan del mismo modo que los.conceptos, sino que obedecen a las leyes de la imagen y del afecto. No expresan un significado unívoco. Por el- contrario, significan en la medida en que forman como una red, hablándose entonces de "constelación de signos": imágenes que tienen cierto parentesco entre sí y que evocan afectos parecidos apuntan hacia un significado que sugieren sin explicitar. Por eso es posible estudiar los símbolos de un paciente que sigue una cura psicoanalítica, de un poeta o de un jefe religioso. De los informes sobre L homme aux rats, de las obras de Víctor Hugo o de los escritos de Juan de la Cruz se han podido deducir "universos" simbólicos, que presentan en cada caso una organización original y coherente. Este estudio puede proseguir en un nivel más elevado y tomar como objeto la configuración imaginaria de movimientos culturales o religiosos, como el romanticismo, el cristianismo o la Auf7dürung. Finalmente, se puede intentar una empresa más complexiva todavía: agrupar los materiales simbólicos, sea cual fuere su .origen, dentro de ciertas estructuras bien determinadas. Tal es el proyecto desarrollado por Gilbert Durand, en su obra Les structures anthropologiques de 1 imaginaire. Parte de las tres dominantes reflejas sacadas de la reflexología betcheveriana: la dominante vertical (postural), la dominante nutritiva (ingestión) y la dominante sexual (rítmica). Su tesis consiste en constituir tres grandes universos simbólicos en la prolongación de las tres dominantes reflejas. El primer gesto está en correlación con la altura, la luz y la visión, con las técnicas de separación y purificación, simbolizadas frecuentemente por las armas, las flechas y las espadas. El segundo gesto está en correlación con la ingestión, y evoca las materias profundas, como el agua y la tierra, así como los objetos que contienen algo, las copas y los cofres. Finalmente, los gestos rítmicos están en correlación con los ritmos de las estaciones y los movimientos astrales, y evocan los numerosos sustitutos del ciclo: la rueda, la rueca, el torno y el encendedor. De este modo distribuye todo el campo de lo simbólico en dos estructuras: la diurna, ligada al gesto postural, y la nocturna, ligada a los reflejos digestivo y sexual.

¿Cómo se agrupan los símbolos para formar una red cuya extensión y complejidad pueden ampliarse hasta llegar a determinar una visión global del mundo? Tomaremos como ejemplo un símbolo que el hombre ha considerado siempre como expresivo de su vida, con sus ciclos y sus crisis, sus sufrimientos y sus esperanzas, y que Mircea Eliade estudia en el capítulo IV de su Tratado de historia de las religiones.

El hombre ha reconocido en los fenómenos lunares un modelo de su, propio comportamiento: ha comprendido y expresado la modalidad de su existencia en el modo de ser lunar. La luna es el astro que "mide" el tiempo con su propia duración. Tiene una "vida" dramática y patética: nace, crece, mengua y muere. Encarna al tiempo, en la medida en que está en devenir, sujeta a la transformación y a la muerte. Sin embargo, la muerte de la luna no es definitiva, ya que resucita a los tres días. Esta intuición es el punto de partida de una inmensa síntesis, en la que el hombre expresa su visión del mundo y su inserción en el cosmos. Lo mismo que la luna, el hombre nace, crece, va disminuyendo y muere; pero esta muerte no puede ser definitiva. Su esperanza de supervivencia en la muerte y más allá de ella encuentra a la vez su expresión y su confirmación en la luna nueva, que renace de la muerte de la luna vieja.

La "ley" lunar no rige solamente el comportamiento humano; el cosmos entero está sometido a ella como a un principio de unificación y de organización. Toda forma está sometida al devenir y ha de volver al estado caótico; la muerte es una regresión, una entrada en lo informe. Pero la regresión y la muerte no marcan más que una etapa en el proceso cíclico: la etapa del descanso de las formas, de su hibernación, con vistas a un nuevo nacimiento. La muerte y las tinieblas tienen un valor positivo: es la época de la Noche cósmica en la que todo descansa, en la que todas las formas son posibles, en la que se permiten todas las esperanzas; la muerte constituye un estado en que el tiempo queda abolido y "matado", en provecho de una entrada en lo transhistórico.

El simbolismo lunar puede llegar a extender su imperio sobre todas las esferas cósmicas y a formar un "sistema" perfectamente coherente. Así es como toda la vida vegetal se somete al devenir lunar. La planta cumple un ciclo que se renueva sin cesar: vuelve al estado de semilla y de hibernación, durante el cual se regenera el poder vegetal para dar en primavera una nueva vegetación. Consideradas desde el punto de vista simbólico, la tierra y la luna son perfectamente intercambiables; las dos son el lugar de donde parten todas las formas y en donde todas las formas se absorben de nuevo con vistas a su renacer. La tierra es la luna, y la luna es la tierra. También las aguas se integran en la síntesis lunar. Además de estar sometidas a un ritmo periódico, son germinativas, como la tierra y la luna: tienen la función de dar origen a todo lo que tiene forma en el cosmos y de reabsorber en sí mismas todas las formas que "han tenido su tiempo". La catástrofe acuática tiene un carácter lunar, y el héroe que sobrevive para inaugurar una humanidad regenerada es el compañero de la luna nueva que ha pasado por la muerte. Otras series de relaciones igualmente importantes se establecen entre la luna y la mujer o entre la luna y los difuntos.

El "parentesco" de estas imágenes nos muestra cómo puede un símbolo como la luna convertirse en núcleo de una red inmensa, en la que cada cosa toma un sentido en la medida en que participa de un aspecto revelado por la luna. De esta forma, una multitud de objetos se convierten en símbolos lunares: el caracol, la serpiente, la rana, el perro, el oso y la araña; las plantas, las hierbas y las conchas; las perlas y el rocío; la espiral y el rayo; la rueca y el huso.

Este ejemplo nos permite comprender cómo actúa la ley de la imagen. Los objetos enumerados anteriormente no valen ante todo por su sentido literal y unívoco. Todos ellos son intercambiables entre sí e idénticos a la luna, porque todos ellos expresan el mismo esquema fundamental. Así pues, este esquema unifica todo el universo y constituye el lazo de una síntesis en la que "se sostienen" todos los objetos del mundo, sometidos a la misma ley. El mismo hombre forma parte de esta síntesis cósmica, ya que es reconocido en ella con su condición. Su condición, hecha de sufrimiento y de grandeza, de amenaza de muerte y de deseo de vivir siempre, recibe una valoración y una estima al someterse a una ley que la supera. De esta manera, el hombre participa del mismo modo de existencia que el resto del universo. Sus actividades adquieren entonces una dimensión cósmica. La realidad por excelencia se manifiesta en ellos; son portadores de una realidad que hace saltar los límites de su individualidad y les confiere un "sentido de universo".

Este "plus de sentido" o este "sentido de universo" que caracteriza a los símbolos cósmicos ha dejado sus huellas a nivel de los símbolos personales. Imágenes cargadas de afectos, los símbolos expresan, en el plano de la sensibilidad, el modo de ser general del sujeto humano. Esto significa que el significado transmitido por el símbolo precede a toda diferenciación en facultades o virtualidades particulares, cognoscitivas o afectivas, intelectuales o sensibles. La imaginación es precisamente ese lugar intermedio por donde el significado circula libremente entre las diversas funciones humanas: las exigencias corporales se integran en los niveles más elevados de la psique y del espíritu; el espíritu recibe su complemento sensible necesario, y, finalmente, la imagen y el afecto se ajustan entre sí.

Esta significación preconceptual, presente en el símbolo, revela por tanto el conjunto del ser humano, en la medida en que se sitúa en el mundo con sus opciones fundamentales respecto a sí mismo, a los demás y a Dios. Los símbolos reflejan la condición existencial del sujeto, que vive sus opciones fundamentales en el gozo o en la tristeza, en la paz o en la lucha, en el asombro o en la decepción, en la esperanza o en el desaliento o en una mezcla de sentimientos que se refuerzan o se contradicen entre sí. Por consiguiente, todo símbolo tiene un plus de sentido en la medida en que evoca la apertura del sujeto a la totalidad de su mundo, en donde sugiere el aspecto absoluto de sus opciones más esenciales. De esta manera el símbolo guarda relación con el absoluto, al que está abierto el sujeto humano; es, por así decirlo, su resonancia en su sensibilidad y su afectividad. Más que el concepto tiene aptitud para hacer vislumbrar los infinitos matices que modulan la forma como se sitúa cada uno en la totalidad del universo.

Cuando un símbolo es familiar a alguien, su comprensión consiste en seguir el movimiento de la imagen que lo conduce espontáneamente a lo que ésta sugiere. Pero cuando uno es introducido en un conjunto simbólico que supone una distancia en el tiempo o en el espacio cultural, está obligado a dar un largo rodeo de interpretación. Sirviéndose de los diversos métodos de lectura, puede llegar a alcanzar lo que pretende el texto, es decir, la clase de mundo que le propone el mismo texto.

El hombre actual se encuentra con el texto bíblico en una distancia que la exégesis tiene la tarea de colmar. Encuentra allí símbolos que se arraigan en la tradición judía, pero que no son extraños a otras unidades culturales ni quizá a todo ser humano. Sin embargo, incluso para estos últimos, su comprensión exige que se tenga en cuenta su inserción en un contexto de símbolos, en el que adquieren su sentido. Por ejemplo en la Escritura el agua es un símbolo importante. Acoge una serie de valores que parecen casi universales: las aguas disimulan las. formas, borran las culpas, purifican y regeneran, contienen los gérmenes de todas las posibilidades de la existencia. Sin embargo, mientras que otras culturas han desarrollado una cosmogonía acuática, el símbolo del agua se reinterpreta en la Biblia en función de un contexto teísta y, en el NT, en función de un contexto cristológico. Así es como el agua, fuente de vida y de fecundidad universal, viene a su vez de Dios o de Cristo como de un origen más profundo. El agua está en relación con otros símbolos de vida, como el vino o la tierra; pero éstos son recogidos a su vez por un conjunto de símbolos propiamente teístas, como la luz, la altura, la palabra, el soplo, el padre, el juez, etc. El símbolo del agua, reinterpretado en un contexto teísta, traduce a su vez lo divino, que integra en él los ritmos y los ciclos vitales.

Así pues, la significación de lo divino no es unívoca. Lo divino se revela a medida que se exploran los múltiples símbolos en los que, a lo largo de los siglos, un pueblo ha ido depositando la riqueza y la diversidad de su experiencia, en la complejidad de sus situaciones particulares. Su experiencia de lo divino la inscribió el pueblo judío en su vocabulario, con los múltiples matices, representativos y afectivos, que señalan su encuentro con Dios. Estos símbolos se arraigan en el mundo de la altura (Dios es luz, reside en los cielos y se manifiesta a los hombres en la montaña), en el mundo de la vida (Dios es fuente de las aguas, de la vida y de la fecundidad), en el mundo de las relaciones interpersonales (Dios es padre, esposo, rey); etc. Estas representaciones evocan sentimientos variados y contradictorios: la trascendencia y la presencia familiar, el espanto y el cariño, el celo y la misericordia, etc.

Además, en el NT, los símbolos no sólo aluden a lo divino, sino que se identifican con Jesús, como si encontrasen su recapitulación en ese único símbolo portador de lo divino que es Jesús en su humanidad. Jesús es a la vez la luz del mundo, la palabra del Padre, la fuente de agua viva, el verdadero templo, el juez escatológico, el siervo doliente, etc.

La revelación de Dios en Jesucristo, en la medida en que se fijó en un lenguaje rico en símbolos, está pidiendo una cristología que se haga hermenéutica, que recoja y explore las múltiples significaciones de lo divino encarnadas en el tiempo y el espacio y asumidas en Cristo muerto y resucitado. Gracias al proceso infinito de la interpretación es como puede el creyente, sobre la base de su experiencia religiosa inserta en la Iglesia y con la ayuda de diversos métodos de lectura, comprender la clase de mundo que le ha abierto el texto evangélico, designado muchas veces como el reino de Dios o el nuevo nacimiento.

BIBL.: BAUDOUIN Ch., Psicoanálisis del símbolo religioso,, Paulinas, Méjico 1958; CHEvALIER J. y GHEERBRANT A., Diccionario de los símbolos, Hetder, Barcelona, 1986; DURAND G., Les structures anthropologiges de t'imaginaire, Poitiers 19693; ELIADE M., Tratado de historia de las religiones, Cristiandad, Madrid 1974; LONERGAN B.J.E, Método en teología, Sígueme, Salamanca 1988; RAHNER K., Para una teología del símbolo, en Escritos de teología 4, Taurus, Madrid 1964 283-321; RICOEUR P., Interpretation Theory: Discours and the Surplus of Meaning, Tejas 19764.

J. Naud