MUERTE
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

Muy acertadamente, la Gaudium et spes declara: "Es ante la muerte donde alcanza su cima el enigma de la condición humana" (GS i 8).

1. UN APARENTE SINSENTIDO. Algunos de nuestros contemporáneos han descrito la muerte como el absurdo supremo de la vida. Para Jean Paul Sartre, la muerte es ruptura, quiebra, límite, caída en el vacío. Lejos de dar un sentido a la vida, le quita toda significación. La muerte, como el nacimiento, es inesperada y absurda. Se nace sin motivo, se muere por casualidad. La muerte le quita al hombre su libertad y anula todas sus posibilidades de realización. Nos arroja como presa a los vivos, a merced de sus juicios. Para Albert Camus, en el centro de la vida está el hombre, con su vida absurda, privada de sentido, llena de dolor y limitada por la muerte. Lo que aparece es la vida que tiende a la plenitud, mientras que la muerte es fuente del absurdo. La vida tiene la primera palabra, pero, la muerte tiene la última. Los millones de suicidas anuales han sacado la misma conclusión: la vida carece de sentido, es, absurda, más vale suprimirla.

El hombre vivo, creyente o no creyente, en su conciencia de ser un muerto en prórroga, no escapa a la tentación de razonar del mismo modo. La prensa, la televisión, el teatro, la novela, el cine no traen más que noticias o imágenes de muerte: guerra civil, genocidio, terrorismo, invasiones brutales, tragedias del aire o de la carretera. ¿Por qué tantas vidas reducidas o segadas en el mismo momento en que iban a fructificar? ¿Por qué tantas enfermedades mortales y no merecidas? ¿Por qué la humanidad, a pesar de sus progresos y de sus técnicas, vuelve a caer en las mismas injusticias, en los mismos crímenes? Esta amenaza de la muerte, como presencia brutal y "puntual", engendra una psicosis planetaria. En el momento en que conoce la embriaguez del progreso, el hombre está triste, tiene miedo. ¿Es verdad que está trabajando por su destrucción?

¿Es un ser para la muerte o para la vida? Ante esta pesadilla y este escándalo de la muerte, muchos se refugian en el olvido: se divierten, se aturden, se drogan, y mueren por ello. Sin embargo, aunque nos repugna hablar de la muerte, hemos de hablar de ella, ya que la vida tiene el sentido que le damos a la muerte. Si la muerte es para la vida, entonces podemos esperar. Pero si la vida tiene que acabarse en un naufragio total, del cuerpo y de los bienes, entonces la vida misma carece de sentido, porque no desemboca en nada.

2. LA MUERTE COMO CONSUMACIóN Y ADVENIMIENTO. Ante el sinsentido y el absurdo aparente de la muerte, el cristianismo presenta una plenitud y hasta una sobreabundancia de sentido totalmente inédita. Este potencial de significatividad, que le viene de la revelación, lo pone en el camino de la credibilidad.

La verdad es que tan sólo un misterio puede responder al misterio de la muerte: el de la muerte temporal para la vida eterna. La muerte es a la vez consumación y advenimiento. En la visión cristiana el hombre no es un ser para la muerte, sino para la vida; esto significa afirmar y al mismo tiempo superar la muerte. La vida tiene sentido porque la muerte tiene sentido; es una "pascua", un paso que desemboca en la vida eterna.

El rasgo más sorprendente de la revelación cristiana sobre la muerte es que Dios ha hecho de la muerte del hombre el misterio del amor de Cristo al Padre y al mismo tiempo el misterio del amor del Padre a Cristo y, a través de él, a todos los hombres. La muerte humana se ha hecho acontecimiento de salvación para Cristo y para el. mundo. Por tanto, Cristo no niega la muerte, sino que le da a la muerte su sentido más profundo. Él conoció y vivió nuestra muerte en todo lo que tiene de amenazador, de tenebroso; en todo lo que representa de rompimiento, de angustia, de desconcierto, de experiencia de la impotencia humana. Más que nadie, Cristo conoció una muerte de soledad completa, de sufrimientos corporales indecibles, de humillación y de fracaso completo. No se le ahorró nada de lo que representa la muerte, la aniquilación de la existencia humana. Pero Cristo le dio a la muerte su verdad y su sentido más profundo. La muerte, que es manifestación concreta del pecado del hombre y de su ruptura con Dios, se convierte en Cristo en la expresión suprema de la sumisión a Dios. El pecado y el amor alcanzan aquí su efecto mayor. En el momento en que el pecado de las hombres alcanza su colmo y crucifica al justo, al inocente, la muerte de Cristo se hace abrazo de amor del Hijo que se entrega al Padre. También el amor alcanza aquí su colmo, porque Jesús mantiene hasta el fin su alianza con el Padre: "Tú eres mi Dios". Por su entrega total al Padre y su esperanza en él, Cristo venció a la muerte. Este don de sí mismo al misterio del Dios amor, en la aceptación de su fracaso en la cruz, fue el que dio un sentido a la existencia humana "cumplida" finalmente en la muerte. Sin perder nada de su carácter tenebroso, la muerte se convierte en otra cosa, a saber: en la entrega de todo el hombre a Dios para vivir de su vida.

3. LA MUERTE COMO SACRAMENTO Y ACTO TEOLOGAL. Cristo nos revela una dimensión nueva de la gracia de la salvación. Su muerte adquiere, en el mismo momento en que abunda el pecado, la fuerza sobreabundante que permite vencerlo. La muerte, que era aniquilamiento de la existencia humana y expresión del pecado, se hace en Cristo abandono al amor y al poder salvadores de Dios, diálogo de amor con el amor. Cristo transforma la muerte en sacramento, en signo expresivo y eficaz de la realización absoluta de la existencia humana en Dios.

Para los que viven su vida como un misterio de muerte y de vida con Cristo, la muerte se convierte en el punto culminante de la apropiación de la salvación, inaugurada por la fe y los sacramentos. No es tanto límite como cumplimiento, maduración y fructificación. Es pérdida de sí, pero encuentro con Dios y vida en Dios.

En efecto, la muerte es el acto teologal supremo. Por la fe, el hombre encuentra su fondo en Dios. La realidad del más allá invade el presente e inspira todas sus acciones. Pero en la muerte se juega el todo por el todo. Ante la muerte, que en apariencia no es más que tiniebla absoluta, desesperación y frío mortal, cree "por la palabra de Dios" que ese derrumbamiento desemboca en la vida y que vivirá eternamente. La fe no puede llegar más lejos: va hasta el fondo de ella misma. En la muerte, que es esperanza contra toda esperanza, el hombre se abandona al Dios de la promesa. La muerte así vivida y realizada en este abandono total y confiado se convierte realmente en encuentro con Dios en Jesucristo. Por la esperanza, el cristiano se proyecta en Dios y le confía su vida para toda la eternidad. Finalmente, en su muerte, la caridad, que es amor de Dios por encima de todo, encuentra su expresión y su consumación suprema. Con nuestros pecados hemos resistido muchas veces a las llamadas de Dios. Pero he aquí que se nos brinda la ocasión de decir un sí total. Muchas veces hemos sufrido por no poderlo dar todo o por no dar más que con la punta de los labios. Esta vez podemos de alguna manera recoger todo nuestro ser y ofrecérselo a Dios como hostia viva: "Señor, en tus manos entrego mi espíritu". Al penetrar la muerte, estas tres fuerzas fundamentales de la vida cristiana -la fe, la esperanza y la caridad- transforman la muerte. La muerte no es ya una segunda muerte, sino la victoria definitiva de la vida de Dios sobre la muerte: vida feliz y para siempre.

La muerte se hace entonces asimilación real a esa muerte de Cristo que se realiza místicamente por los sacramentos y que transforma la muerte. En efecto, por el bautismo nos sumergimos en la muerte de Cristo (Rom 6,3), crucificados con él (por la muerte al pecado), sepultados y resucitados con él. La vida cristiana no es más que el desarrollo progresivo y continuo, la aplicación práctica a través de toda nuestra vida del doble resultado de muerte y de vida que produce el bautismo. En nuestra muerte real acabamos de vivir nuestra configuración con Cristo. Morimos realmente con él, para resucitar con él. El signo coincide con la realidad; hemos muerto y resucitado efectivamente. Por la eucaristía anunciamos sin cesar la muerte de Cristo, que es nuestra muerte y nuestra vida. Pues bien, si en la eucaristía anunciamos a Cristo "entregado por nosotros", es preciso que participemos de este misterio, experimentándolo en la realidad de nuestra propia vida: esto es lo que se realiza en nuestra muerte real. Finalmente, la unción de los enfermos es el sacramento de la situación de muerte. Hace manifiesto que el cristiano, fortalecido por la gracia de Cristo, sostiene la última prueba de su vida y realiza su última acción, su misma muerte, en comunión con el Señor. De este modo, el comienzo, el medio y el fin de la vida cristiana quedan consagrados por los tres sacramentos; son la apropiación progresiva de la muerte de Cristo como nuestra salvación y nuestra resurrección.

La gran verdad que subyace a esta visión cristiana de la muerte es nuestra relación con Dios: una relación vertical, inmediata, continua en el orden del presente. En cada instante, cuando respondemos a la llamada de Dios, nos disponemos a entrar en el descanso del Señor, con la única diferencia de que el último instante recapitula, ratifica todos los instantes precedentes y nos hace entrar definitivamente en la vida eterna. Lo esencial de nuestra vida es esta presencia de Dios en cada instante de nuestra vida, orientada totalmente hacia él como la flor que sigue el movimiento del sol toda la jornada. Dios no está al fin de nuestra vida, esperándonos, sino que su mirada está continuamente puesta sobre nosotros; en el último instante esa gran presencia se revela y se hace luz para siempre. Un velo diáfano distingue esas dos presencias: ahora... y en la hora de nuestra muerte.

Esta visión de las cosas nos puede ayudar a superar el escándalo de la muerte que siega una vida en flor, que deja una obra inacabada. Sea lo que sea la vida de un hombre, su duración, se mide, en definitiva, por la inmensidad del amor que lo habita y que es el amor mismo de Dios. Pues bien, ¿quién puede medir la inmensidad de ese amor? Esta interioridad y esta actualidad del amor divino nos sitúan a cada instante al final de nuestra propia historia. Que el hombre sea salvado por gracia significa que la historia humana personal, que no está nunca acabada, alcanza siempre su fin, que es la entrada en la comunión divina, en el amor infinito que nos cubre con la luz sin tinieblas.

Desde que murió Cristo no hay ya en el universo un acontecimiento más importante que la muerte. Si morimos con él, el hecho banal de morir se ve arrastrado al misterio de Dios. El verdadero sentido de la vida es prepararse a morir, es decir, a madurar para la vida eterna. Morir es nacer para siempre; después del nacimiento a la vida temporal, después del nacimiento del bautismo, que es el renacimiento en el agua y el Espíritu, está el nacimiento a la vida eterna. El cristiano es aquel que tiene fe en la buena nueva de la muerte que desemboca en una vida en la que ya no se conoce ninguna muerte. Podemos sentir la impaciencia de no ver, pero sabemos que llegará el día que no acabará nunca. "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1,23).

La reflexión que hemos propuesto evoluciona evidentemente en el interior de la fe cristiana. Por otra parte, si ante el sinsentido aparente de la muerte veo surgir un resplandor, que es un rostro, ¿no habré de volverme hacia esa mirada que me penetra más que yo mismo? ¿No será Cristo esa plenitud de sentido en un mundo en busca del sentido perdido? Cristo, como la muerte, sigue siendo un misterio; pero un misterio iluminador, fuente de sentido siempre activa. El que se abra a él verá abrirse ante sus ojos un camino de luz.

BIBL.: AA.VV., La muerte y el cristiano, en "Concilium" 94 (1974); AA.VV., El dolor y la muerte, en "Sal Terrae" (octubre 1977); BOROS L., Mysterium moros. El hombre y su última opción, Paulinas, Madrid 1972; JANKELEVICH V., La mort, París 1966; LATOURELLE R., El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Sígueme, Salamanca 1984, 405-430; MARTELET G., Victoire sur la mort, París 1962; RAHNEF: K., Sentido teológico de la muerte, Herder Barcelona 1961; RUIZ DE LA PERA J.L., El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971; ID, El último sentido, Madrid 1980, 131-154; TRO15FONTAINES, Yo no muero..., Estela, Barcelona 1966.

R. Latourelle