INDIFERENCIA RELIGIOSA
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO:

I. Indiferencia religiosa (J. Martín Velasco).

II. Causas de la indiferencia religiosa e intentos de solución:
1. La indiferencia a la propia religión
2. La indiferencia religiosa propiamente dicha;
3. Los factores de esta situación;
4. Más allá de la indiferencia (A. Charron).

 

I. Indiferencia religiosa

Con la expresión "indiferencia' religiosa" se designa ordinariamente en la actualidad una forma peculiar de increencia. Una actitud vital en la que el sujeto no acepta ni rechaza a Dios, sino que prescinde de él, organizando su vida totalmente al margen de la práctica religiosa, Se trata; pues, de una actitud que se caracteriza por el "desinterés y la desafección hacia Dios y la dimensión religiosa de la existencia", actitud a la que se refería el concilio Vaticano II al mencionar, entre las formas de ateísmo, el ateísmo de aquellos que "ni siquiera plantean la cuestión de la existencia de Dios porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso" (GS 19,2).

Emparentada con la indiferencia está sin duda la actitud designada con el término de l "agnosticismo", sobre todo cuando se emplea para referirse, más que a una doctrina en relación con la posibilidad del conocimiento de. Dios, a una, actitud vivida de "instalación en la finitud"(Tierno Galván) y de adaptación a lo real, identificado con el mundo en su conjunto. En estos casos el agnosticismo añade tan sólo un cierto grado de reflexión a la,actitud vivida y un intento de justificarla.

Entendida en su sentido radical, "indiferencia religiosa" designa una actitud más negativa en relación con la religión que la designada con la expresión "indiferentismo religioso", que se refería a la "actitud de quien no toma partido entre las diversas formas religiosas o las considera a todas de igual valor". Naturalmente, en la actitud designada por la expresión caben grados diferentes de radicalidad, pudiendo coincidir los casos menos radicales con las situaciones en las que el sujeto abandona toda práctica religiosa, aunque conserve alguna forma de interés o inclinación a lo religioso o alguna forma de identificación con alguna de sus formas.

Los datos de que disponemos permiten afirmar que la indiferencia religiosa en su forma radical afecta a una parte considerable de la población española. En efecto, existen numerosas encuestas en las que, ofreciéndose a los encuestados la posibilidad de identificarse como católicos más, menos o nada practicantes, un número importante de ellos se autodefine como indiferentes. Con todo, resulta imposible deducir de los datos de las encuestas si la radicalidad de la indiferencia de los que se declaran indiferentes es tal que deben ser considerados como una variedad de no creyentes, o si, por el contrario, constituyen un grupo intermedio de personas entre los creyentes y los no creyentes, un grupo, pues, de creyentes, pero afectados por la duda. En todo caso, el número de indiferentes parece suponer algo más del 11 por 100 de la población adulta y el 18 por 100 de la población joven. Tales porcentajes superan en ambos casos los de quienes se declaran ateos o no creyentes (8 y 7 por 100, respectivamente) de forma que, si se la considera equivalente a la increencia, la indiferencia representaría en España la forma más numerosa de increencia en la actualidad.

Una fenomenología más cuidadosa de las situaciones a que se refieren estas cifras permite descubrir diferentes formas de indiferencia, que van desde la falta continuada de práctica religiosa hasta la insensibilidad para las cuestiones últimas y los valores trascendentes, pasando por situaciones intermedias de falta de atención, interés, aprecio o incluso sensibilidad a lo específicamente religioso. Es evidente que cada una de estas formas significa un distanciamiento diferente en relación con lo religioso. Mientras las primeras formas designarían situaciones más o menos religiosas, pero intermedias entre la fe y la increencia, las más radicales representarían el grado mayor posible de alejamiento de la religión, ya que en ellas se trataría, siguiendo la expresión de F. Lammenais, de enfermos que ignoran su enfermedad, haciendo así imposible cualquier remedio a la misma; o, en palabras de S. Weil, de personas con hambre, que llegan a convencerse de que no la tienen, con lo que están condenadas a consumirse de inanición. Por otra parte, algunas de las formas actuales de indiferencia religiosa es posible que sean repercusiones en el terreno religioso de formas de ser y de pensar, de actitudes difundidas por una "sensibilidad" sociocultural. Así, parece claro que el eclipse y la pérdida de vigencia de las ideologías, el derrumbe de las utopías, la extensión del desencanto, la invasión del individualismo hedonista que caracterizan al talante "posmoderno" crean un clima cultural que favorece la indiferencia religiosa más que la fe o la decidida increencia. En la misma dirección parecen operar otros rasgos de la actual situación socio-cultural, como la presión de los más variados mensajes a través de los medios de comunicación y la oferta de innumerables caminos de salvación que supone la "libre circulación" de religiones, sectas y movimientos espirituales.

No es fácil descubrir las causas de la indiferencia, sobre todo porque, como en todas las actitudes muy personales, suelen ser determinantes los itinerarios biográficos de las personas. Pero, refiriéndonos a las más frecuentemente aducidas, señalaremos: la instalación en formas de vida y en formas de pensar intrascendentes, el olvido de sí mismo y el cultivo sistemático del divertimiento, la relativización de todas las cosmovisiones y sistemas religiosos que puede producir una situación de pluralismo no suficientemente dominada. No convendría ignorar las razones para la indiferencia, que han podido suponer formas inadecuadas de vivir y presentar la vida religiosa por parte de los creyentes. Entre éstas se subrayan actualmente, con razón, las guerras de religión en Europa al comienzo de la época moderna, que llevaron a los filósofos de la ilustración a concebir una religión natural o de la razón que permitiese superar los enfrentamientos de las religiones establecidas o positivas, así como las equivocadas pastorales que se servían de la motivación del miedo para inculcar las prácticas religiosas o recurrían a procedimientos depresión indebida sobre las conciencias.

La indiferencia religiosa constituye sin duda una de las dificultades más importantes para la acción pastoral de la Iglesia. La instalación en ella parece privara la persona de los "órganos" de recepción del mensaje, indispensables para la comunicación y la transmisión de la fe, y del terreno común mínimo requerido para que pueda entablarse el diálogo religioso. Probablemente, las situaciones de indiferencia radicalizadarequieran como posibles pasos previos al anuncio del evangelio: la sensibilización al ámbito de realidad de lo sagrado a través de las experiencias de los órdenes ."vecinos", tales como el de la experiencia estética, la conciencia ética, las preguntas radicales, la relación interpersonal, etc.; la presentación, a través del testimonio, de valores de trascendencia asequibles al margen de una vida expresamente religiosa, tales como la verdad, la justicia, el amor desinteresado, etc.; la colaboración de los creyentes en la búsqueda de soluciones a los problemas humanos más apremiantes: injusticia, violencia, paz, ecología, y, sobre todo, el testimonio de comunidades creyentes que representen una forma alternativa de vida en que se manifiesten los valores del reino de Dios que vivió y predicó Jesús.

La indiferencia constituye, además, un problema teórico importante para la comprensión del hombre propia de la teología cristiana. ¿Cómo se explica que un hombre, creado a imagen de Dios y constitutivamente referido a él como al fundamento y fuente permanente de su ser, pueda ignorarlo de tal forma que carezca de todo interés, de toda atención y de todo aprecio por esa presencia que le constituye? ¿Cómo, si la religión es una dimensión constitutiva de la persona, pueden los indiferentes instalarse en una forma continuada de vida, en apariencia al menos, perfectamente arreligiosa? Estas preguntas se hacen más urgentes desde el momento en que hay que aceptar que existen personas religiosamente indiferentes que viven la condición humana en niveles notables de perfección y profundidad y realizan los valores fundamentales que la dignifican y le dan sentido. Excluida por la Iglesia, sobre todo a partir del concilio Vaticano II, la descalificación y la condena de éste, como de los demás tipos de no creyentes, la teología deberá también excluir las valoraciones del mismo que conduzcan a hacer de los hombres que los representan hombres necesariamente truncados en su naturaleza, condenados a vivir dramáticamente su existencia y a no realizar proyectos de realización personal y social más que inhumanos. Para ello la teología deberá profundizar una comprensión del hombre que descubra en él posibilidades de realización de la apertura a la trascendencia a través del cultivo de otras dimensiones que la explícitamente religiosa y de la aspiración a los valores no expresamente religiosos, en los que esa trascendencia puede hacérsele presente. Tal comprensión, por otra parte, no tiene por qué conducir a la teología a designar a tales hombres con el título de /cristianos anónimos. Además, la superación de estas y otras más o menos sutiles descalificaciones que se han dirigido mutuamente cristianos y no creyentes a lo largo de la historia sólo se conseguirá de forma definitiva cuando unos y otros, desde sus creencias respectivas, colaboren lealmente en la solución de los urgentes problemas que la humanidad actual tiene planteados y que ensombrecen de forma peligrosa su futuro.

BIBL.: FUNDACIóN SANTA MARTA, Jóvenes esparsoles 1989, Madrid 1990; MARTIN VELASCO J., Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 19902; STOETZEL J., ¿Qué pensamos los europeos? Mapfre, Madrid 1983; VALADIER P., Société moderne el indifférenée religieuse, en "Catéchése" (1988) nn. 110-111, 63-73.

J. Martín Velasco

 

II. Causas de la indiferencia religiosa e intentos de solución

La indiferencia religiosa es, por su propia naturaleza, una realidad difícil de definir. Sin un discurso propio, sin una argumentación, ordinariamente pasiva, connota habitualmente cierta indeterminación. Sin embargo, la indiferencia religiosa representa un fenómeno observable de nuestra época, que tiene una extensión y una difusión cada vez más amplia, sobre todo en Occidente. Conviene distinguir dos tipos principales de indiferencia, la una aparentemente superficial, la otra radical -y profunda.

1. LA INDIFERENCIA A LA PROPIA RELIGIóN. El primer tipo es, la indiferencia de un individuo a su confesión religiosa de pertenencia. Puesto que la mayoría de la población es de pertenencia cristiana en los países occidentales,-se hablará aquí sobre todo de indiferencia al cristianismo. Efectivamente, en muchos se trata de un descenso de interés notorio por ciertos elementos importantes de la religión cristiana. El primer índice de ello es el abandono de la práctica litúrgica, de la.celebración eucarística y de los otros sacramentos. Es verdad que un cristiano puede seguir siendo creyente aunque se aparte de la práctica del culto público; esta frecuencia no es más que un elemento de la práctica cristiana más amplia, que es la existencia vivida según el espíritu de Jesucristo en todas las situaciones de la vida, en sus relaciones y actividades. Pero la celebración litúrgica sigue siendo un test de la vitalidad religiosa. Deliberadamente o por negligencia, algunos creyentes no están dispuestos a confesar su fe en público, a compartirla y a celebrarla. Una encuesta científica ha demostrado incluso que existe una correlación entre el descenso de la práctica dominical y la disminución de la importancia que se concede a los otros elementos de la fe, es decir, las grandes creencias en Dios, en Jesucristo, en la moral, en la oración y en la pertenencia a la comunidad cristiana.

Sin embargo, el abandono de la celebración litúrgica no representa un abandono de la religión. A pesar del descenso de la asistencia a las iglesias, la afiliación religiosa sigue siendo estable: no se rompen los lazos. Suelen mantenerse los ritos tradicionales: la mayoría se dirigen a grupos religiosos para el bautismo, el matrimonio y los funerales.

El diagnóstico es más severo cuando se mide el compromiso según parámetros objetivos. El compromiso religioso afecta a las dimensiones de la creencia, de la oración privada, de la experiencia de la presencia de Dios y del saber religioso elemental. Las tres verdades fundamentales siguen siendo la existencia de Dios, la divinidad de Jesús y la vida futura. Sólo un 20 por 100, según una encuesta hecha en Canadá por R. Bibby, muestran una integración en su fe de estas tres grandes creencias, de la oración en privado, de la experiencia de Dios y de los conocimientos religiosos a un tiempo. Esto significa que "sólo un 20 por 100 dan alguna prueba de que se adhieren a lo que podría considerarse como la expresión tradicional del compromiso judeo-cristiano integral. La religión de la gran mayoría es una religión de fragmentos aislados". Cuando se acepta el método de dejar que la gente hable por sí misma, el 40 por 100 se consideran cristianos comprometidos (de los que tan sólo un tercio muestran una buena integración de las grandes dimensiones de la fe), el 40 por 100 se consideran no comprometidos y el 20 por 100 se declaran como no religiosos. Y confiesan que hacen una selección entre los elementos de creencia, de práctica y de culto aislados.

Se saca la conclusión de que la religión influye poco en la vida. Son numerosos los que acuden a -la religión como consumidores, adoptando una creencia aquí y una práctica allá. Tienen tendencia a constituir su religión según un menú a la carta. Algunos completan su menú cristiano con otras creencias sobrenaturales. Mientras que una confesión religiosa está pidiendo una síntesis articulada y coherente, estamos más bien ante una religión desmantelada de creencias aisladas y de prácticas ocasionales. Una religión ofrecida como artículos de consumo que se colocan entre otros elementos cómodos que se pueden usar o desechar. La mayor parte de la gente ignora el compromiso y se apega a unos fragmentos de religión.

La vida de fe es difícil de medir. Los resultados del mencionado sondeo, aproximativos, nos informan sin embargo de algunos hechos. Si se intenta una breve interpretación, hay que registrar que una proporción significativa de cristianos están comprometidos: hay signos, observables por todas partes, que manifiestan una renovación cristiana y también una responsabilidad cristiana. Por otra parte, los sondeos confirman el diagnóstico de que muchos cristianos hacen una selección entre los artículos del credo, las enseñanzas de la Iglesia y la aplicación de las normas morales. Tenemos ahí en primer lugar toda la parte del camino personal que hay que saber reconocer en una vida de fe: no todos han llegado a la integración deseada de las diversas dimensiones de la fe, y hay dificultades inherentes a este proceso de búsqueda, de comprensión y de profundización. Tenemos también la parte del discernimiento entre lo esencial y lo accesorio en el cortejo de creencias y de prácticas, que busca el sentido de las cosas más bien que la sumisión a unos preceptos, que privilegia la práctica evangélica sobre la preocupación por la ortodoxia. El cristianismo es una experiencia antes de ser un sistema. Y muchos creyentes, celosos de una autonomía difícilmente adquirida con las conquistas de la modernidad, se muestran desconfiados ante los sistemas, incluidos los sistemas religiosos.

Por otra parte, esas selecciones de fragmentos de una religión en migajas pueden deberse al hecho de que se ha querido retenerla creencia, la norma moral o la enseñanza que más gusta, que mejor le viene a uno, descartando las demás. Se selecciona lo que se quiere conservar, y cada uno arregla las cosas a su manera. Cada uno se da la religión que menos le perturbe, de la que pueda disponer a su antojo. Se cae entonces en una disolución de la confesión religiosa. En el plano de los conocimientos, se acaba perdiéndose en la confusión; en el de las prácticas, se cae en la inconsecuencia y se corre el riesgo de olvidar la identidad cristiana. Ya no existe aquella coherencia que daba sentido a la vida y llamaba a la superación y al crecimiento espiritual. Cada vez se deja uno enseñar menos por el evangelio. Cuando además confiesan su falta de compromiso, es posible preguntar qué papel juegan en esa vida esos trozos de religión. Se mantiene la afiliación confesional por fidelidad al patrimonio, se mantienen los ritos tradicionales por su ambientación festiva, se constata la pobreza del sentido religioso y la privatización de la religión. Cuando se acepta esta situación, se está muy cerca de la indiferencia práctica por la religión a la que uno pertenece. Porque se es indiferente a facetas enteras de lo qué constituye la vida de fe.

Se trata entonces de una indiferencia de descomposición. Se establece un desnivel no sólo respecto a la institución eclesial y sus consignas, sino respecto a la comunidad de los creyentes y a algunos elementos cada vez más próximos al núcleo de la fe. El alejamiento se refleja en una abstención sin debate, en un distanciamiento tranquilo, poco a poco, o en la pérdida de percepción de la coherencia simbólica de las representaciones y de las prácticas. Este alejamiento va acompañado muchas veces de una mala creencia. Incluso cuando la gente dice masivamente que cree en Dios, la idea de Dios se limita en muchos a identificarlo como energía vital, fuerza superior, espíritu impersonal, destino o fatalidad. Su concepción de Jesucristo se reduce a la de un hombre excepcional, un profeta o una voz sapiencial. Incluso bajo un conformismo de superficie, gran número de ellos acaban viviendo como si Dios no existiera. Algunos cristianos entran en la indiferencia a partir del momento en que no pueden ya percibir en qué la fe cristiana puede inspirar su proyecto humano y su vida en sociedad. Se insertan en un proceso de distanciamiento que puede llevarles a la indiferencia religiosa radical.

La encuesta de 1985 del Secretariado romano para los no-creyentes revela que esta forma de indiferencia es el fenómeno más significativo en los países de Europa, como Italia (59 por 100), Francia (25 por 100), Alemania, Suiza, Austria, Portugal, Suecia y los demás países escandinavos. Van en aumento en la mayor parte de los países de América del Sur, luego en Canadá y en los Estados Unidos. Se la encuentra incluso en la India, en Corea, en Nueva Zelanda (La foi et 1 áthéisme dans le monde, Desclée, París 1988).

Sin embargo, esta primera forma de increencia no es radical. No interrumpe necesariamente la búsqueda de una vida espiritual. Algunas personas intentan incluso una recomposición, acudiendo a las t sectas, a las l gnosis, a las paraciencias de lo paranormal. Allí encuentran referencias que dan sentido, entre grupos o gurús cuyas consignas pretenden unificar su existencia rota. Pero incluso allí el individuo acude a unos jirones de la religión amañados en función de sus necesidades de orden cognoscitivo o afectivo. Están a su alcance unos bienes religiosos de consumo, sin que se suscite una conversión exigente más allá de la salvación por el conocimiento, del dominio de las energías psíquicas ocultas, de armonía con su cuerpo y con las fuerzas cósmicas. Más que abrirse a otro, que se manifestó como amor y liberación en Jesús, se corre el riesgo de no salir de la preocupación individualista de sí mismo, de su propio porvenir y bienestar. Este retorno de lo religioso tiene ciertamente un aspecto positivo, pero ambiguo.

2. LA INDIFERENCIA RELIGIOSA PROPIAMENTE DICHA. El segundo tipo es la indiferencia religiosa propiamente dicha, profunda y radical. No se trata ya solamente de una indiferencia por la religión de pertenencia, por muy total que sea, sino de la indiferencia por toda religión y por todo lo que se refiera a la religión.

La indiferencia religiosa es la falta de interés por Dios y por la religión. Dios, exista d no exista, no es un valor. Dios ha muerto, en el sentido de que ha dejado de ser un valor vital, una realidad importante: No estamos ante un rechazo reflejo de Dios, sino ante un desinterés. Más aún, se trata de una insensibilidad a la misma cuestión religiosa. Es una falta de preocupación "en materia religiosa".

La insensibilidad en materia religiosa es un aspecto de la falta de cuestionamiento fundamental sobre el sentido de lo humano, de su destino y del mundo. En efecto, el simple hecho de que lo humano plantee cuestiones sobre uno mismo y su mundo implica que está buscando algo que lo ate a otra cosa distinta, a un l sentido que le dé el significado y la orientación de lo que él es y de su proyecto, a un absoluto o a otro que le dé fundamento. /"Religión" evoca la búsqueda de lo que ata (refgio, religare). "Religión" responde también a la necesidad de recogerse, de reencontrarse, en la relectura y la interpretación de la existencia para llegar a hacer una elección (relegere). El hombre está naturalmente abierto a la trascendencia, sea cual sea el nombre que le dé. Esta búsqueda fundamental de la persona es el espacio en que se arraiga la "fe" en la opción cristiana, pero también en la de la increencia refleja, que implica una decisión de conciencia.

El indiferente, por su parte, se muestra insensible a este cuestionamiento, metido como está en el juego pragmático del mundo y hasta sumergido muchas veces en el materialismo de consumo. Está bloqueada la apertura, ahogada la aspiración, diluido el horizonte trascendente. Se ha eliminado toda inquietud espiritual. Al desaparecer la cuestión religiosa, Dios desaparece con la cuestión. Esta indiferencia es una especie de embotamiento espiritual en donde ni siquiera existe el coraje del cuestionamiento y del examen. Es una increencia sin contenido, salvo en algunos casos raros, en donde se discute la posibilidad misma de una trascendencia. Es una despreocupación más que un compromiso, en donde el espíritu anda ocupado en otras cosas, si no está disperso; es a veces una huida, un mecanismo de defensa contra la angustia de creer. Frente a los ateos que discuten ampliamente la cuestión de Dios, los indiferentes no se preocupan de ella. Es la forma más radical de increencia.

En efecto, entre los no creyentes están los ateos, que niegan o rechazan la existencia de Dios y que se esfuerzan en justificar racionalmente esta negación; su ateísmo es la otra cara de una fe positiva en la autonomía absoluta del hombre, y está sistematizado muchas veces como pensamiento filosófico o ideológico. Están los agnósticos (/Agnosticismo), que renuncian a reconocer a Dios porque no pueden saber nada de él con seguridad y satisfacción, ya que no pueden demostrarlo por el coriocimiento humano ni verificarlo por el método de las ciencias empíricas. Están los librepensadores, que, aunque acepten quizá una fuerza vital del mundo, no reconocen un Dios trascendente y personal; entre ellos están los deístas, los panteístas, los que ponen su fe en el hombre o en la razón o cuyo credo se limita a las declaraciones de los derechos de la persona. Están también los no-creyentes, los "sin-religión" por herencia cultural o tradición familiar, en la ignorancia objetiva del Dios de las religiones. Los indiferentes, por su parte, no sólo no se pronuncian ni a favor ni en contra de la existencia de Dios, sino que niegan prácticamente la consistencia misma del problema religioso. La ausencia de Dios no es tan total en ninguna otra parte. La indiferencia religiosa es una actitud poco refleja, que no quiere ser crítica. No toma realmente ninguna opción "en materia religiosa". Es una increencia por defecto. Al estar monopolizadas las energías por la satisfacción de las necesidades de la vida corriente, sucede que la conciencia ni siquiera se preocupa de los grandes problemas de la humanidad y de las visiones del mundo en discusión. Esta indiferencia es la posición menos accesible al diálogo, ya que el diálogo no les presenta ninguna cuestión de interés común donde encontrarse.

La indiferencia religiosa, ¿es una actitud individual o un fenómeno cultural? Sin duda, las dos cosas. Porque hay una actitud personal. En Occidente se ha pasado desde hace poco de una fase de contestación y de emancipación, y hasta de una increencia de rechazo, a una manera de existir sin Dios en la que uno es serenamente irreligioso. Para algunos, la cuestión de Dios parece gratuita; la de la salvación, un lujo. Lo que importa es el juego de este mundo, el oficio o la profesión, la preparación científica y técnica, la felicidad del confort y del dinero (que se tiene o que se quiere tener). Los jóvenes, a juicio de sus padres, muestran una indiferencia religiosa al que no creen que pueda haber otra cosa más que lo material, el éxito a conquistar, el ideal de pasarlo bien y de aprovecharse de las circunstancias. La religión no significa nada para ellos. Una posición tan radical como la indiferencia religiosa, ¿no será más que una actitud temporal para un período limitado en la vida de un individuo? Parece ser que son pocos los que se instalan de forma permanente en una actitud tan extrema.

Pero la indiferencia religiosa debe considerarse también como un fenómeno cultural. Ligado a un universo mental cada vez más extraño a las referencias religiosas, que busca su coherencia en una visión del mundo tecnocrática, ciencista, materialista o hedonista, el fenómeno de la indiferencia religiosa progresa silenciosamente y sin choques, eliminando las condiciones de posibilidad de plantearse un cuestionamiento religioso. Se le respira como el aire del tiempo. Ahogado en las cosas, ahogado en el ruido forzado por los decibelios de la música, ahogado en un espacio sonoro sobrecargado de palabras muchas veces banales, se ha expulsado al ! silencio como camino de interioridad en donde pueden surgir las cuestiones fundamentales y la reflexión sobre el obrar. A1 faltar este silencio, escribe Didier Piveteau, "todos nuestros esfuerzos por despertar a los jóvenes, por transmitirles unos valores, resultan ridículos. Les ofrecemos respuestas a unas preguntas que nunca se plantearon... ¡Dichosa soledad que permite descubrir el tesoro que cada uno ha de encontrar durante su existencia, él mismo!" Se constata entonces la opacidad ante lo espiritual. "El mundo religioso pertenece a otro planeta que envía quizá señales, pero que nadie piensa descifrar, las pocas veces que se toma conciencia de su existencia". Lo que está sobre el tapete es la falta de equipamiento intelectual y afectivo indispensable para captar el significado de lo espiritual. "Lo que creo que falta a los jóvenes, como a nuestros contemporáneos, pero más marcado, es la posibilidad de concebir la esperanza y la capacidad de búsqueda de un sentido. Son como ciegos en medio de esplendores posibles, incapaces de gozar de la luz por carecer del equipamiento sensorial indispensable. No rechazan a Dios después de haberlo conocido o porque lo hayan conocido. Ni siquiera sospechan su realidad; más aún, no sienten la curiosidad, el deseo de explorar quién podría ser" (Lumen vitae [1983],183191).

3. LOS FACTORES DE ESTA SITUACIÓN. Para captar bien estas realidades, hay que remontarse a las causas, o mejor aún a los factores de explicación. Sólo señalaremos algunos, ya que son muchos. Está en primer lugar el gran cambio cultural que atraviesan nuestras sociedades occidentales. Primero, el de la civilización científica y técnica, fruto de la relación del hombre moderno con la naturaleza y con su mundo. El hombre contemporáneo se caracteriza por la búsqueda de una acción transformadora sobre la naturaleza y la sociedad. La lógica de su universo está totalmente centrada en la racionalidad científica, con su traducción operatoria en la racionalidad técnica. Defiende el crecimiento indefinido del progreso. Todos disfrutamos de este trabajo del genio humano, del desarrollo de los conocimientos exactos, de sus efectos por mejorar nuestros servicios colectivos, por hacer que retroceda la pobreza y se restaure la dignidad humana.

Pero esta racionalidad científica y técnica corre el riesgo de desorientarse cuando se la toma por norma exclusiva. Extiende entonces su imperialismo a toda la realidad, para un mundo unidimensional. Se cree bueno y válido lo que es eficaz. Cada uno es apreciado por su oficio, por su competencia y sobre todo por su eficacia. La vida pública está determinada por la producción y el consumo, los intercambios funcionales, y las mismas relaciones humanas giran en torno a esos objetos. Esta racionalidad se interesa por el "cómo" de las cosas, no por su "porqué", por su finalidad. Se dejan de lado algunos problemas humanos importantes: vivir, amar, saber por qué se vive y se muere... El terreno de la religión queda relegado a la esfera de lo privado. La fe es considerada gratuita, inútil o ineficaz en esta sociedad instrumental y funcional. Las preocupaciones religiosas desaparecen en los que no tienen la fuerza o los medios para entrar en su interioridad.

A esto se añade la ideología de la sociedad de consumo. Se produce para consumir, se trabaja con frenesí sin dar pausas para la reflexión, para la sensibilidad a todo lo que sea otra cosa. Se carece de concentración para interrogarse, para intentar precisar la visión sobre el mundo. La gente se evade en el ruido. Se agita para escapar del sufrimiento personal. Es la sociedad del parecer, más que la del ser. Es la de la autosuficiencia. El atractivo de este materialismo bloquea la apertura a lo espiritual y a los valores evangélicos.

Es también el reino de lo inmediato, de lo espontáneo, de lo transitorio a corto plazo; el del retorno narcisista al yo, al enclaustramiento dentro de un pequeño mundo que se tiene como propio y único. El americano Allan Bloom habla del ocaso de la cultura general, de la escasa atención que se dirige en la formación a los grandes libros, como la Biblia, las humanidades, la historia, la filosofía, ¿Qué es el hombre? ¿De dónde vengo y a dónde voy? Les faltaría a los jóvenes "una razón real para no contentarse con el presente y tomar conciencia de que hay soluciones de recambio... Se ha atenuado la aspiración a un más allá... A1 no tener capacidad para interpretar las cosas, sus almas son como espejos que reflejan, no ya la naturaleza misma, sino lo que está alrededor... Falta la conciencia tanto de las profundidades como de las cumbres: falta entonces la gravedad" (L'fime désarmée, Guérin, 1987). La escasez de modelos de adultos consistentes, que descarta prácticamente la posibilidad de identificación, de oposición o de agresividad, no favorece entre los jóvenes la estructuración de su autonomía.

Otro factor es la l secularización de la sociedad. Terminó la influencia predominante de las .visiones totafzantes religiosas o sacrales sobre el pensamiento, la de la Iglesia sobre la organización de las instituciones. Se ha proclamado la autonomía de lo profano. Este fenómeno ha de considerarse, desde luego, positivamente. Ya el judeo-cristianismo había desmitificado la naturaleza sacral. No se ve ya a Dios como al tapagujeros de las ignorancias e impotencias humanas. Vemos afirmarse la autonomía de las ciencias, del derecho, de la política. Todo esto es bueno. La secularización contribuye además a callar una referencia demasiado inmediata al cristianismo: habrá que descubrirlo por otros senderos y tomarlo en cuenta de otro modo. La modernidad secular lleva además consigo la segmentación y la fragmentación de las actividades. La religión, identificada con un universo sectorial, ocupa poco espacio en esta sociedad con actividades interesantes múltiples y diversas. En la profusión, al no poder interesarse nadie por todo lo que se propone, cada uno hace una selección, mostrándose indiferente a lo demás. Pero podría suceder que este movimiento llevara al secularismo, es decir, a una ideología positivista atea que predica la autonomía absoluta de la razón científica y técnica, hasta el punto de hacer a Dios radicalmente ausente respecto a las cuestiones de significación del mundo y de inspiración sobre el objetivo de la vida.

En muchas sociedades tradicionales se ha dado un paso repentino de la cristiandad unánime al pluralismo. La ampliación del universo mental a otras corrientes de pensamiento y la apertura del cristianismo a la libertad religiosa han traído consigo la aceptación de la pluralidad de posiciones en materia religiosa. Se observa una especie de carrusel de corrientes religiosas competitivas, con la proliferación de sectas y de nuevas religiones del potencial humano. Este pluralismo tiene sin duda sus ventajas. Pero en él han perdido muchos su antigua coherencia sin encontrar otra nueva. Si se ha liberado el espacio para algunas opciones más personales en materia religiosa, hay muchos que viven con creencias que han explotado o que se muestran indiferentes "sin querer saber nada de eso", y para los que "todo es igual". ¿Relativismo? ¿Confusión? ¿Inconsistencia? Parece pasarse de la universalidad a una neutralidad de nivelación. Porque la agresividad de antaño ha dejado sitio, no ya a una sana confrontación, sino a la indiferencia.

Hay muchos que se dicen decepcionados de la Iglesia; se trata de algo más profundo que el mero resentimiento contra el clericalismo. No quieren el.modelo religioso que se les. impuso eñ la infancia: religión de preceptos, de prohibiciones, de mortificación, de oscurantismo. Traumatizados todavía# transmiten su despecho contra la familia y la escuela a las jóvenes generaciones, que recogen esas mismas quejas sin haber conocido aquella época. Curiosamente, unos y otros permanecen en una ignorancia primaria de la evolución de la vida de la Iglesia y de su renovación evangélica. Partiendo de una crítica a veces justificada a la religión, no siempre perciben que lo que está en discusión es un modelo religioso local, efectivamente deficiente o caduco, y rechazan la religión junto con ese modelo cultural. Ignoran los contenidos mismos de la fe y su necesaria interpretación. Por otra parte, el discurso eclesial no logra.traducir los contenidos de fe en unas categorías culturales contemporáneas y propone con frecuencia una moral de normas poco atentas a las situaciones reales de los hombres y a las exigencias de la conciencia adulta. Las homilías revelan muchas veces la falta de cultura y depuesta al día de los sacerdotes, que banalizan la palabra. Las celebraciones se hacen mecánicamente, sin dejar sitio al silencio y a la meditación. En parte tienen la culpa de esto los cristianos, que dejan hacer, que buscan una religión cómoda, intimista, timorata.

Finalmente, un factor interesante es el trabajo ya realizado por los jefes, de fila del ateísmo en favor de la autoafirmación absoluta de sí mismo, en la que el hombre es el ser supremo para el hombre. Está también el escándalo del mal, que pone en crisis la concepción de un Diosabsoluto-de-bondad, como si Dios tuviera que ser responsable de todo, como si el mundo no fuera contingente y débil y como si Jesucristo, asumiéndolo en sus luchas, no hubiera dado un sentido al mal. Está, finalmente, la dificultad, de creer. Y, desde luego, la libertad de seguir siendo indiferente. ,

4. MÁS ALLÁ DE LA INDIFERENCIA. Ninguno de los factores mencionados m su conjunto engendran fatalmente la indiferencia religiosa. La modernidad puede abrir un espacio sensible a todas las dimensiones de lo humano, hoy más que, nunca. La tecnología tiene repercusiones positivas para la humanidad. La sociedad pluralista y secularizada es una oportunidad para la fe, obligando a hacer opciones personales. Todo esto está pidiendo un comportamiento responsable: ahí está el quid de la cuestión.

Esta indiferencia tampoco está generalizada. Hay creyentes cada vez más comprometidos. Hay también un retorno a lo religioso por parte de los adeptos de las nuevas religiones que, desamparados ante el vacío espiritual, dan testimonio a su modo ir de una aspiración, de la sed de creer, de la necesidad de pertenencia a un grupo. Es lógico que el frenesí por aferrarse a cualquier creencia, esotérica o ecléctica, puede ir muchas veces acompañado de ingenuidad y de ambigüedad y prestarse fácilmente a explotaciones de todo tipo. Sin embargo, los dos tipos de indiferencia que hemos señalado se extienden cada vez más.

El gran desafío para enfrentarse con la indiferencia religiosa es que cada uno clarifique su propia situación de vida con plena conciencia en el nivel de ciudadano, en el nivel de hombre y de mujer. Que cada uno pueda llegar entonces a hacer una opción fundamental respecto a los valores primeros de su existencia, viviendo en consecuencia. Hacer una opción fundamental es optar por una fe, religiosa o no religiosa, en el cristianismo, en otra religión o en la increencia. Los ateos y los creyentes comprometidos merecen respeto: han hecho una opción, han tomado tal religión en serio, bien para asumirla, bien para justificar su rechazo y sustituirla por otros principios. Si uno no quiere dejarse llevar por el camino de la inconsciencia, de la desesperación o del nihilismo, hay que identificar y escoger una fe. Hay que obrar de manera que, en el cristianismo o en la increencia, la posición personal alcance el estatuto de una fe. El indiferente radical, por su parte, no llega a una opción real de conciencia, siendo víctima de un mundo de masa.

¿Qué es la l fe, sino una toma de posición sobre lo que da un fundamento a la vida humana y motiva sus razones de vivir? Tener una fe es entregarse a un l "sentido" que nos precede, que da significado y orientación al proyecto humano. Es apoyarse en ese "sentido" para ser precisamente responsable de la conducta de su vida. Es optar por una clave de comprensión, por una estructura de significación que exige una forma de vivir y de practicar. Pues bien, hay varias soluciones que pretenden resolver el problema humano: la cristiana, la de otras religiones, la del humanismo sin Dios. En este nivel de exigencia, la increencia puede ser de hecho una fe distinta, y el no-creyente puede ser otro tipo de creyente.

El cristiano percibe que el Sentido, el Otro que buscaba, no es algo, sino Alguien. Descubre que la estructura de significación del mundo y de la vida está'constituida ciertamente por valores humanos e ideales universales, pero que está basada definitivamente en un sentido consistente que es un ser personal. En Jesucristo reconoce que el sentido que buscaba es un Dios-amor, con un rostro y una palabra propia, y que se propone en alianza con los ombres. Allí encuentra gestos para que él, su interlocutor, pueda realizarse y conducir a la humanidad a su plenitud. En el no creyente, la estructura de significación se polariza en torno a un valor humano llevado a lo absoluto, que se convierte en la meta última de su existencia y que parece ser a los ojos del cristiano un sustituto de Dios: el hombre, la historia, la ciencia... A muchos les vendría bien pasar de creencias dispersas o superficiales a una fe recentrada y unificada de este modo. Empezando por los cristianos.

Para vencer la indiferencia establecida como un fenómeno de civilización, difuso y no reflejo, se necesita trabajar. Hay que intervenir en las condiciones de acceso a lo espiritual, preparar el terreno. Hay que reintroducir el interés por las cuestiones humanitarias y por el porvenir del mundo; el interés por el cuestionamiento fundamental, despertando a la persona al misterio de su origen y de su fin hasta llegar a la interrogación última. Hay- que favorecer la entrada en el centro de sí mismo para oír las voces interiores, enfrentarse con el propio misterio, con el sin-sentido, recobrar la capacidad de escuchar, la disponibilidad para dejarse hablar por otro.

Todo comienza en ese nivel de radicalidad en que el individuo intenta distanciarse de su vida, de sus conflictos, de sus tensiones, y busca lo que hace vivir, lo que permite construir, obrar y esperar. Todo comienza en ese nivel en que uno tiene que escoger un género de vida, un proyecto de humanidad y de felicidad. Hace una experiencia de los valores, se refiere a unos ideales, pero descubre cómo resultan precarios y casi imposibles si no tienen un sentido determinante, un apoyo consistente que dé razones para vivir dentro de los éxitos frágiles, de la felicidad efímera, de las insuficiencias para comunicar y para amar, de los fracasos dentro del juego de intereses, de la l soledad, del l sufrimiento y frente a la l muerte. Se plantea con bastante naturalidad la cuestión del Dios creador, fuente, robustez y garantía de lo que él es y de lo que hace. ¿Pero dónde se da a conocer ese Dios, si existe? ¿Dónde encontrarlo? ¿Quién es? Si el individuo tiene acceso al Jesús del evangelio, podrá ver cómo vivió, habló, actuó y amó en su experiencia de hombre. Podrá descifrar la manifestación inédita que es Jesús de la profundidad de Dios. Podrá reconocer en Jesucristo la figura de ese Dios que presentía confusamente y que ahora encuentra, finalmente, como un amor y una palabra para él. Entonces se abre la puerta, capta el parentesco tan estrecho que hay entre los gestos y las enseñanzas de Jesús y su propia experiencia de la existencia. Hay una confirmación y una superación de sus esperanzas: recibe una buena nueva de vida. Ser cristiano es optar, decidirse por un género de vida., Tendrá que aceptar convertirse en un individuo que tiene algo del Espíritu de Jesús, un individuo-para-los-demás, fiel a las causas que promovió Jesús. Progresivamente irá aprendiendo a conocer mejor los contenidos de su fe y a verbalizar sus conocimientos en unas palabras creíbles para él y en unas representaciones creíbles para el mundo de hoy. Se verá llevado a expresar su relación con Dios en la oración, luego en la liturgia. Descubrirá, dentro de la misma: inténcionalidad cristiana, la importancia de unirse a la comunidad prevista por Jesús de sus hermanos y hermanas en la fe, la Iglesia. Se comprometerá en un obrar consecuente en todos los planos de su actividad humana. Son éstas otras tantas dimensiones constitutivas de la actitud de fe. Se trata de una llamada a integrarlas y a superar el fraccionamiento del comportamiento cristiano.

Como vemos, la vida cristiana es del orden de la experiencia. Implica un caminar, un aprendizaje, un itinerario de crecimiento. Como no pueden integrarlo todo espontáneamente, algunos piensan que no lo conseguirán jamás. Si hay un caminar, hay sitio para una maduración, para unas dificultades en el recorrido, para la duda. Las cosas de la fe no son evidencias; ni siquiera la afirmación de Dios. La cultura no ofrece ya presupuestos religiosos como antaño; la actual civilización occidental es la primera de la historia que no es religiosa. Por tanto este caminar requiere un trabajo de interpretación, de purificación, de verificación. La duda representa una voluntad de examen, un tiempo para resolver las objeciones, una manera de no hacer trampas, una exigencia crítica para superar la credulidad ingenua y alcanzar convicciones plausibles. Lo que importa es no cerrar el dossier.

En el primer tipo que hemos identificado, hay una forma de indiferencia que es una negativa a adherirse a la institución eclesial. Esta indiferencia consiste concretamente en ponerse fuera del alcance del poder eclesiástico; es muchas veces el comienzo de todo un proceso de desinterés. Sabemos, por ejemplo, el papel que tuvo en este sentido la encíclica sobre la anticoncepción. La gente tendrá interés en saber que la Iglesia es ante todo la comunidad en donde los cristianos experimentan la vida cristiana en comunión unos con otros. Esta comunidad está estructurada, supone una organización y un poder de liderazgo que es esencialmente un servicio. Presos de una concepción maximalista de la infalibilidad, los cristianos ignoran que ésta sólo se ejerce raras veces, que son libres para hacer su propio discernimiento y que deberían participar mucho más en los debates que les conciernen sobre las realidades de la fe, de la moral y de las prácticas, sobre la interpretación de sus contenidos y la reapertura de alguna de las posiciones convencionales. Esto supondrá la constitución de pequeños grupos en los que se estudie más allá de los prejuicios, en los que se reapropie el lenguaje de la fe, volviendo a las fuentes, repensando el discurso cristiano con sus exigencias de coherencia y de pertinencia en relación con la cultura contemporánea. Los cristianos están invitados al ejercicio del sentido de la fe, que practica un trabajo de interpretación ilustrada en concertación eclesial. La Iglesia es un proyecto inmenso lanzado al mundo por Jesús, que requiere el compromiso total de todos sus miembros. Sería trágico que la marginación engendrara la falta de compromiso, y luego la indiferencia.

Finalmente, lejos de huir de la sociedad secular, el cristiano tiene que convertirla en el terreno de su vida y su acción. En este terreno es donde está llamado a la transparencia y al equilibrio de lo que debería ser, según el designio de su Creador. Es allí donde el cristiano será el testigo del valor personal del hombre, más allá del ahogo de la sociedad instrumental. Es allí donde contribuirá a la renovación de su mundo, en conexión con todo lo que hay de más noble en la civilización técnica, a saber: la lógica de transformación al servicio de la humanización. Ante la violencia, la carrera por el confort, la amenaza nuclear y las manipulaciones genéticas, ante "la insostenible ligereza del ser", Dios se muestra, sin determinismos ni atentados contra nuestra libertad, como el recuerdo de la finalidad del genio humano, como el tercero que inspira amor, como garantía de la justicia, como invitación a la superación, como la esperanza de salvación. La salvación no es una cosa superflua. No sólo hay un más allá final; está el más allá de cada día. La salvación es transfiguración y liberación: implica una opción entre el crecimiento hacia un cumplimiento o la degeneración hacia una pérdida. Se construye y se ejerce en el nivel de la existencia, en el corazón del drama humano, hasta que el trabajo de una vida llegue a su plenitud en el día del paso de la muerte. El proyecto del "reino de Dios" es que la humanidad alcance su plena humanidad.

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A. Charron