SANTIDAD
DicTB
 

SUMARIO: I. La santidad en el AT: 1. Santo, santo, santo es el Señor; 2. El pueblo santo del Señor; 3. Los "signos" de la santidad divina. II. La santidad en el NT: 1. El rostro del Dios tres veces santo; 2. La Iglesia "santa" del Señor. III. La ciudad santa del futuro.


La idea de santidad está presente en todas las religiones, aunque con acentos y perspectivas diversos. En el mundo semítico, y en particular en el cananeo, la santidad expresa ante todo y fundamentalmente, la noción de una misteriosa potencia que está relacionada con el mundo divino y que es también inherente a personas, instituciones y objetos particulares. De esta potencia brota, como segundo elemento caracterizador, el concepto de separación: lo que es santo debe estar separado de lo profano para que pueda conservar su carácter específico, y al mismo tiempo para que lo profano no se vea afectado por la peligrosa energía de lo santo. La santidad aparece, pues, como un valor sumamente complejo, que implica las nociones de sagrado y de pureza y que se encuentra relacionado especialmente con el mundo del culto.

Israel, aunque tomó la terminología cananea relativa a la santidad, llevó a cabo una profunda reinterpretación de esta concepción, convirtiéndose los términos santo, santidad, santificar (derivados todos ellos de la raíz semítica qds) en unos de los más característicos y significativos de la revelación bíblica.

I. LA SANTIDAD EN EL AT. Efectivamente, en todo el AT, "santo" es un término que únicamente puede aplicarse de modo absoluto y total al Señor (Yhwh), Dios del / éxodo y de la / alianza, pues designa la dimensión inefable de su misterio. La extensión del término a Israel, al templo, a Sión y a los objetos cultuales, comprendida a la luz de este dato fundamental de la fe de Israel (sólo el Señor es el Santo), permite entender el misterio de Dios como amor que se comunica haciéndose continuamente "presencia" de salvación en la historia de su pueblo.

1. ¡SANTO, SANTO, SANTO ES EL SEÑOR! El significado específico que asume el término santo en la revelación bíblica del AT aparece de modo característico en Os 11,9: "No actuaré según el ardor de mi ira, no destruiré más a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no me gusta destruir". Como se desprende del paralelismo, "santo" indica aquí al Señor en cuanto Dios, y no hombre; por tanto, en el misterio más íntimo de su esencia (cf Abd 3,3; en Am 4,2 el Señor jura por su santidad, es decir, por sí mismo). Para Oseas, la santidad de Dios consiste en su mismo amor: amor de Padre que libra a su hijo de Egipto y le enseña a andar (cf Os 11,1-4); amor de esposo, que perdona y renueva a su esposa, para que pueda vivir en la experiencia de su salvación, y por tanto en la comunión de su alianza (cf Os 2,16.21-25). En este contexto la santidad divina aparece como la fuente de la misericordia perenne que renueva y transforma la vida de Israel como pueblo del éxodo y de la alianza.

En el mismo horizonte se sitúa la singular experiencia profética de / Isaías, tal como se describe en Is 6,1-11. El Señor es "santo, santo, santo" (Is 6,3), lo cual significa que la santidad constituye la dimensión típica y absoluta de su ser. Esta dimensión íntima de su naturaleza se manifiesta en la tierra como "gloria", como poder de amor que lleva a cabo la salvación. Pues el Señor santo es el rey (Is 6,1.5), el que abre a su pueblo el camino que conduce a la comunión de vida con él. Si el hombre pecador al encontrarse con el Dios santo viene a estar en una condición de muerte, Isaías es un signo profético de que la santidad de Dios se refiere al hombre no como una energía que destruye, sino como amor que salva perdonando y llamando a una misión de salvación. Esta dimensión salvífica de la santidad de Dios la subraya la expresión santo de Israel, acuñada por el mismo Isaías y que está presente sólo en el libro que lleva su nombre y en los textos que dependen de él (cf Is 1,4; 10,20; 12,6; 30,11-12; 43,3.14; 49,7; 60,14; 2Re 19,22; Jer 50,29). Si santo indica a Dios en cuanto Dios, y por tanto en su radical distinción del hombre y de toda realidad creada, la expresión santo de Israel pone de manifiesto, en profunda sintonía con toda la tradición del éxodo y de la alianza, el misterio de Yhwh, el cual justamente en cuanto Dios se comunica y se manifiesta al hombre para hacerlo partícipe de su vida y, de algún modo, de su mismo ser. El Señor, en cuanto santo de Israel, es fuego que purifica a su pueblo de toda impureza, es potencia que realiza el juicio contra toda infidelidad (cf Is 10,16); pero él es sobre todo misterio de amor y de gracia, que infunde confianza y esperanza a cuantos se abren a él (cf Is 30,15). Este aspecto tendrá un desarrollo grandioso en el Déutero-Isaías, para el cual el santo de Israel es el único Dios, el único salvador, que realiza el nuevo éxodo (cf Is 43,3-5.16-21); es el creador de su pueblo, el que ama con amor fiel y ternura esponsal (cf Is 54,4-10), el que con su perdón misericordioso manifiesta el camino del verdadero éxodo en la alegría y en la paz (cf Is 55,5-12a).

Este significado profundo que adquiere el término santo en la fe del AT no lo testimonian sólo los profetas. Incluso ellos apelan, profundizándola, a la tradición litúrgica, la cual guiaba a Israel a actualizar el acontecimiento salvífico del éxodo en una vida de auténtica comunión con su Dios. De esta tradición tenemos un precioso testimonio en el Sal 99, donde la triple confesión de Yhwh santo (vv. 3.5.9) es fundada e iluminada por varios temas convergentes entre sí: la realeza salvífica del Señor, que se manifiesta en Sión y por encima de todos los pueblos (vv. 1-2); la guía de Israel por el camino del derecho y de la justicia (v. 4; cf Is 5,7); la revelación, que se expresa particularmente en el culto, en la obediencia a la palabra y en la experiencia del perdón divino (vv. 6-8; el v. 8bc es traducido así por M. Dahood: "Te convertiste para ellos en el Dios que perdona, en el que los purificaba de sus delitos").

Apelando a la tradición litúrgica y a la profética anterior a él, / Ezequiel, después de la caída de Jerusalén en el 586, anima a los desterrados anunciando que Yhwh santificará a su pueblo, es decir, que mostrará su santidad sacando a su pueblo de entre las gentes y conduciéndolo otra vez a su tierra (Ez 36,23-24). La obra con la que Dios revelará la santidad de su presencia salvífica alcanza su culminación en la profunda transformación aquí anunciada. Pues recurriendo a la promesa de la nueva alianza de Jer 31,31-34, Ezequiel habla del Señor que purifica a su pueblo dándole un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Se trata del espíritu mismo de Dios, gracias al cual Israel podrá vivir de modo nuevo en comunión vital con el Señor, según lo atestigua la llamada fórmula de la alianza: "Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (Ez 36,28).

Así pues, la confesión del Dios santo orienta la fe hacia la dimensión más íntima e inefable del misterio divino, descubriendo al mismo tiempo justamente en esta dimensión oculta del ser de Dios el sentido último de la revelación del Señor, y por tanto de su presencia salvífica, que convierte la vida de su pueblo en un camino progresivo dentro del ámbito del éxodo y de la alianza.

2. EL PUEBLO SANTO DEL SEÑOR. El hecho de que el término santo, característico para indicar el misterio de Dios en lo inefable de su trascendencia, sea aplicado a Israel en cuanto pueblo del Señor constituye quizá el testimonio más sugestivo de la grandeza alcanzada por la fe en el AT. Esto ocurre precisamente en la reflexión teológico-espiritual de la escuela deuteronomista. "Tú eres un pueblo santo para el Señor tu Dios" es la animosa afirmación que encontramos en algunos pasajes neurálgicos del / Deuteronomio (Dt 7,6; 14,2.21; 26,19; 28,9). La santidad de Israel únicamente se puede entender como participación de la santidad divina, y por tanto de su ser, de su vida y de su amor. Así se desprende en primer lugar del hecho de que la santidad del pueblo es vista como fruto de la elección divina, que miraba a hacer a Israel propiedad personal (segullah) del Señor, y, como tal, íntimamente unido y vitalmente orientado a su persona. A su vez, la elección no es debida a méritos particulares antecedentes de Israel; al contrario, brota únicamente del amor de Yhwh y de la fe perenne en sus promesas (cf Dt 7,6-7). De ahí se sigue que Israel no podría afirmar nunca que es el pueblo santo de Yhwh si antes el Señor mismo no lo hubiese hecho tal por pura gracia, y por tanto no le hubiese revelado mediante su palabra la nueva identidad que le había sido comunicada (cf Dt 26,18-19).

En segundo lugar, la santidad de Israel está íntimamente relacionada con el hecho de que él es / pueblo del Señor, es decir, con la fórmula de la alianza con la cual la teología del Deuteronomio quiere reproponer en toda su riqueza la realidad de la comunión de vida que une a Israel con su Dios. Este dato, que se remonta a la misma tradición patriarcal, y por ello ha de tenerse por el centro de toda la revelación, mediante la fórmula de la alianza está íntimamente relacionado con la imagen filial y la imagen esponsal (cf Os 2,1.21-25). Efectivamente, en Dt 14,2 la afirmación de que Israel es pueblo santo para el Señor va precedida de la solemne declaración de que todos los israelitas son hijos del Señor, su Dios (Dt 14,1).

La comunión con el Señor en la experiencia de su amor esponsal, implícita acaso en el Deuteronomio en virtud de la llamada que el libro hace a Israel para que se una a su Dios (cf Dt 4,4; 10,20; 11,22; 13,5; 30,20; cf Jos 22,5; 23,8; 2Re 18,6), es presentada explícitamente por un profeta anónimo posexílico como don del Señor, que renueva a su pueblo para que sea virginalmente santo (Is 62,4-5.12).

En cuanto participación de la vida y de la familia de Dios, la santidad comunicada al pueblo asume necesariamente una connotación existencial, y por tanto vinculante. Israel deberá expresar en todos sus caminos su identidad de pueblo santo del Señor. Bajo este aspecto es significativoque la afirmación de la santidad del pueblo de Dios esté relacionada por el Deuteronomio con el compromiso que le incumbe a Israel de caminar por los caminos de su Dios observando su ley (Dt 26,17-19; cf Dt 7,6.9). La vida moral aparece en este contexto como fruto que brota de la condición en la cual ha puesto a Israel el Dios del éxodo y de la alianza; en definitiva, es expresión de la santidad misma de Dios, según lo afirma categóricamente la ley de la santidad: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo" (Lev 19,2) [7 Levítico; / Ley I, 4].

En esta perspectiva, después del anuncio de que el Dios santo pondrá su espíritu en lo íntimo de su pueblo (Ez 36,27), el pecado aparecerá como una rebelión que entristece al santo espíritu del Señor (Is 63,10). Análogamente, la experiencia del perdón se configurará como encuentro con el amor fiel y misericordioso del Señor, el cual, en su ternura, no priva al pecador arrepentido de su espíritu de santidad (cf Sal 51,13).

3. LOS "SIGNOS" DE LA SANTIDAD DIVINA. A la luz de la santidad divina, participada por gracia a Israel, surgen de modo especial algunos signos permanentes, por los cuales el pueblo del AT es orientado a la fe en el Dios santo.

Entre éstos, en el ámbito de las personas, figura en primer lugar el sacerdote, signo de la santidad del Señor, que santifica a todo el pueblo y lo llama al banquete sacrificial de la plena comunión (cf Lev 21,6-8). Esta función simbólica del sacerdocio aparece de modo paradigmático, después del destierro, en el sumo sacerdote, que lleva en la cabeza una lámina de oro con la grabación Santo para el Señor, y así puede invocar eficazmente el perdón y el favor del Dios santo sobre todo el pueblo (cf Ex 28,36-38).

También el nazireo, que se comprometía con un voto a un tenor riguroso de vida (voto que duraba, toda la vida en la tradición antigua, pero que la legislación sacerdotal posexílica hizo temporal), era un don de Yhwh en el cual resplandecía el poder de la santidad divina en favor de su pueblo (cf Gén 49,26; Dt 33,16; Jue 13,5-7.14; 16,17; 1Sam 1,11; Núm 6,5-8).

El término santo se atribuye también a determinados objetos pertenecientes al ámbito cultual. Si aquí es más evidente el influjo cananeo, hay que subrayar, sin embargo, que la santidad no se predica como una potencia incontrolable que reside en algunos objetos, sino únicamente en cuanto que ellos, destinados al culto de Yhwh, se convierten en un signo o un memorial de la santidad divina que obra salvíficamente para su pueblo. Así, el arca es santa porque es el símbolo de la presencia de Dios que habla a Moisés, y por medio suyo a todo el pueblo (Ex 25,10-22; 1 Sam 6,20; cf Sal 99, que supone la simbología del arca de la alianza). Santo es el templo porque en él se expresa la presencia salvífica del Señor (Ex 25,8; Sal 11,4; Hab 2,20), que da su bendición (Sal 118,26), su palabra (Sal 60,8) y su ayuda (Sal 20,3), escuchando y oyendo la oración de su pueblo (cf 1Re 8,30-40). Santas son las ofrendas sacrificiales (cf Lev 6s; 8,31ss; 14,13), porque el sacrificio en sus múltiples formas es signo del hombre que, aceptando el don divino de la reconciliación, llega a la comunión con el Señor (y de este modo se sitúa en el dinamismo auténtico del éxodo; cf Éx 19,4). Santos, aunque por diverso título, son los objetos del templo, de modo especial el altar (cf Ex 29,36ss) y los varios instrumentos empleados para el culto. Aunque el judaísmo tardío no evitó siempre el peligro de una comprensión materializada (cf Mt 23,17-19), sin embargo los textos bíblicos ofrecen una legislación y dan testimonio de una praxis lingüística que captan en el culto y en lo que él comprende los signos que orientan la fe de Israel a la experiencia del Dios santo, y al mismo tiempo le recuerdan al pueblo las exigencias vitales que brotan de la alianza con su Dios (cf Jos 24,19-20). Esa dimensión simbólica es confirmada ejemplarmente por el Déutero-Zacarías, para el cual en los tiempos mesiánicos también las realidades más simples de la vida cotidiana se verán afectadas por la salvación divina, por lo cual podrán presentar la inscripción reservada al sumo sacerdote: Santo para el Señor (Zac 14,20-21).

Finalmente, la santidad es atribuida al tiempo de la fiesta en cuanto representa el hoy en el cual el Señor convoca a su pueblo, y éste, en la celebración, renueva el memorial del éxodo para actualizarlo en la vida de fe y de fidelidad a la alianza (cf Dt 29,3). De modo particular es llamado santo el sábado (cf Is 58,13), ya que es el día en que Israel experimenta que el Señor es el que lo santifica (Ez 20,12.20) y lo hace partícipe de su mismo "reposo" (Ex 20,8-11; 31,8-17).

La dimensión de compromiso existencial que presenta la fiesta en cuanto tiempo santo encuentra su máxima expresión ideal en el jubileo, cuando la proclamación del año santo coincide con el anuncio de la liberación para todos los habitantes del país (cf Lev 25,10). El tiempo santo es, en definitiva, el día en el cual se realiza el éxodo salvífico del Señor y se renueva la comunión con él, Dios vivo, en la experiencia de su amor y de su misericordia (cf Is 61,10-11).

II. LA SANTIDAD EN EL NT. El NT acepta de la fe veterotestamentaria la noción de santidad y le confiere una particular intensidad de significado. Esa intensidad tiene su origen en la fe pascual de la Iglesia y en la experiencia del Dios único, que en Jesús se revela en su riqueza inefable de Padre, Hijo y Espíritu Santo. De ahí el carácter eminentemente personal de la santidad divina, que del misterio de la vida trinitaria se comunica como salvación a los hombres.

1. EL ROSTRO DEL DIOS TRES VECES SANTO. La santidad de Dios es continuamente supuesta por los escritos del NT. Pero hay algunas afirmaciones explícitas particularmente significativas. En un himno litúrgico del / Apocalipsis [III] se encuentra el eco del trisagio de Isaías, uniendo el tema de la santidad divina con el de la omnipotencia salvífica (Ap 4,8). La santidad y la omnipotencia de Dios son términos que se iluminan recíprocamente (cf Lc 1,49), para convertirse en gozosa experiencia en el pueblo que acoge la revelación del Dios del éxodo: "El que era, el que es y el que viene". Puesto que el verdadero éxodo es el realizado por Jesús (Lc 9,31), Dios es el "Padre santo"(Jn 17,11) que revela su gloria en la cruz y resurrección de su propio Hijo. En Jn 12, las numerosas alusiones a los términos salientes de Is 6 permiten afirmar que para el cuarto evangelista la santidad de Dios se manifiesta plenamente en la exaltación del Hijo, es decir, en su muerte y resurrección. La gloria de Dios llena toda la tierra porque Jesús "exaltado... lo atrae todo a sí" (Jn 12,32). Así pues, la santidad de Dios está íntimamente unida con su inmenso amor (Jn 3,16), tal como se revela en el amor de Jesús (Jn 13,1), que da su vida propia para que todos tengan la vida en abundancia (Jn 10,10) [/ Juan, Evangelio de II].

Bajo este aspecto la santidad de Dios se presenta como el fundamento último de la vocación de los cristianos y la motivación de su vida renovada (cf lPe 1,15-16). A esta realidad salvífica se refiere la primera petición enseñada por Jesús. "Santificado sea tu nombre". Con ella, en efecto, se pide a Dios que manifieste su santidad, comunicando la salvación realizada por el Hijo, y por tanto haciendo a los hombres partícipes de su amor, de su vida y de su Espíritu [/ Oración I, 8].

La santidad de Dios en el NT pertenece de modo total a Jesús. El es santo por ser, a título único, Hijo de Dios (cf Lc 1,35), por lo cual participa de la vida del Padre. Siendo "el santo de Dios", posee el Espíritu de Dios y da este Espíritu que vence las potencias del mal (cf Lc 4,34; Mc 1,24). En la tradición juanista, la expresión el santo de Dios pone de manifiesto que Jesús recibe los mismos atributos de Dios (cf Jn 6,69; Ap 3,7 con 6,10), tiene palabras de vida eterna en cuanto que revela al Padre (Jn 6,68; cf Jn 1,18; 14,9.20) y da la unción del Espíritu Santo (Un 2,20). Por participar en cuanto Hijo de la santidad del Padre, Jesús se manifiesta con su vida como el santo siervo (He 3,14; 4,27.30), como el que lleva a cumplimiento la misión del siervo de Yhwh, ofreciendo su vida en sacrificio de salvación y de reconciliación (cf Is 53,10; 1 Pe 1,18) en favor de todos los hombres (cf Is 42,1-4; 49,1-6; Rom 3,21-24; He 4,10-12). La santidad personal de Jesús se manifiesta en la santidad de su redención: él se santifica a sí mismo (acoge en su existencia humana la santidad del Padre) para que todos los que creen en él sean hechos partícipes de la santidad y de la gloria de Dios (cf Jn 17,19.22). Esta obra salvífica de Jesús alcanza su ápice en la / resurrección, al ser él "constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación" (Rom 1,4). Con. la resurrección alcanza Jesús, también en su naturaleza humana, la plenitud del Espíritu Santo y recibede Dios el poder de derramar el Espíritu, fuente de toda santificación (cf Jn 7,37-39). En su condición gloriosa de resucitado, Jesús puede ser definido como el que santifica; y a su vez, los que creen en él, por recibir su Espíritu, son los santificados, aquellos a los que Dios ha introducido en su propia vida (cf Heb 2,10-11).

Referido a Dios, el término santo lo usa el NT para designar sobre todo al / Espíritu Santo. El es el origen del nacimiento redentor de Jesús (Mt 1,18; Lc 1,35) y de su misión de salvación (Mt 3,13). La efusión del Espíritu sobre Jesús en el momento de su bautismo significa que es enviado por Dios para formar una humanidad nueva, liberada de las fuerzas del mal. A este significado está particularmente atento Lucas, en cuyo evangelio el bautismo de Jesús remite a pentecostés, cuando el Espíritu llena a todos de su presencia e inaugura la misión de la J Iglesia (cf He 2,3-4). Prometido en el AT como don característico de la nueva alianza (cf Ez 36,24-28, que ha de leerse a la luz de Jer 31,31-34), el Espíritu constituye la gran experiencia de salvación, en la cual vive con gozo y laboriosidad la Iglesia del NT. El adjetivo santo, aplicado al Espíritu, quiere subrayar justamente que es él quien realiza la santidad divina en el pueblo de la nueva alianza, puesto que comunica la vida del Padre y del Hijo. Efectivamente, mediante el Espíritu, el amor de Dios se derrama en el corazón de los creyentes (Rom 5,5), los cuales reciben así el don de la dignidad filial (Rom 8,14) y son introducidos en la "verdad", es decir, en la / revelación del Padre realizada por Jesús (cf Jn 16,13; 17,3). Es también el Espíritu el que capacita al bautizado para testimoniar la santidad de Dios mediante la caridad y los diversos carismas que él distribuye para la utilidad común (1Cor 12,4-11), de modo que la Iglesia pueda edificarse a sí misma en el amor (Ef 4,15-16.30). Finalmente, el Espíritu, recibido al presente como arras, es garantía de la resurrección futura de los creyentes, cuando sean hechos plenamente conformes con Cristo resucitado (cf Rom 8,11) y su dignidad de hijos de Dios alcance su definitivo cumplimiento (Rom 8,23; Flp 3,20-21; Un 3,1-2). A la luz de esta fe del NT se comprende el dicho de Jesús acerca del / pecado contra el Espíritu Santo (Mt 12,31s). El que después de pentecostés, y por tanto en la economía de la nueva alianza, se cierra responsablemente al don del Espíritu, rechaza la salvación única de Cristo que el Padre ofrece a los hombres (cf Heb 10,29). En definitiva, también estas palabas testimonian la fe de la Iglesia primitiva, para la cual el don del Espíritu estaba íntimamente unido con el perdón de los pecados (cf He 2,38-39; Jn 20,22-23), y el que lo acogía mediante la fe en Jesús era introducido en la comunidad de la nueva alianza, en el pueblo de los que han sido santificados por la "sangre de la alianza" (Heb 10,29).

2. LA IGLESIA "SANTA" DEL SEÑOR. Según la fe del AT, Dios comunicaba a su pueblo su misma santidad. Este anuncio sublime llena con luz nueva y deslumbrante todo el NT. La Iglesia, en cuanto comunidad de la nueva alianza, es el pueblo santo y sacerdotal llamado a proclamar las maravillas de su Dios (cf lPe 2,9-10, donde se funden las tradiciones litúrgico-proféticas de Ex 19,5-6; Is 43,20-21 y Os 2,25); por eso ella es la familia de los que por vocación son santos (Rom 1,7; 1Cor 1,2), y por tanto realizan en toda su existencia aquella santidad que para el AT se expresaba de modo típico en la asamblea convocada en presencia de Yhwh (cf Ex 12,16; Lev 23,2-3). Según el sugestivo texto de Ef 5,27, la Iglesia es la esposa santa e inmaculada, a la que Cristo, en su amor, libra de toda mancha (y por tanto la hace virgen en el sentido de Is 62,4-5), renovándola en la juventud de la fe y de la caridad.

La santidad de la Iglesia se manifiesta en todos sus miembros, también santos e inmaculados (Ef 1,4) por ser partícipes de la resurrección de Cristo (Rom 6,4), y por este título hijos de Dios (Lc 20,36). Aquí es posible percibir la profundidad que ha alcanzado en el NT la noción de santidad. Jesús, con su resurrección, participa plenamente de la vida y de la santidad de Dios; del mismo modo, también los bautizados son santos por participar de la resurrección de Cristo, tienen el Espíritu del que ha resucitado a Jesús (Rom 8,11). Por lo tanto, la santidad de los bautizados es un don de Dios, "que nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino de su Hijo querido" (Col 1,13). En este nivel no designa tanto una meta que alcanzar, sino más bien una condición de existencia en la cual son puestos los creyentes por la gracia salvífica de Dios, como se ha manifestado en el Señor Jesús y en la obra del Espíritu Santo (cf lCor 6,11). Se sigue de ahí que el bautizado, aunque está en este mundo, no es ya de este mundo (Jn 17,14); pertenece a la nueva creación, que ha tenido comienzo en la resurrección de Cristo. Efectivamente, el Espíritu Santo une al bautizado con el Señor resucitado, transfigurándolo en su imagen gloriosa (cf 2Cor 3,18), de modo que éste puede.hacer suya la afirmación de san Pablo: "Cristo vive en mí" (Gál 2,20).

Partícipes de la resurrección de Jesús, también los cristianos están colmados de la presencia del Dios santo y a ellos puede atribuirse el significado espiritual del templo del AT, justamente en el sentido pascual con que Jesús se lo atribuye a sí mismo (cf Jn 2,19-22). Efectivamente, los bautizados son "templo santo del Señor (Ef 2,21), "templo del Dios vivo" (2Cor 6,16; lCor 3,16-17), "templo del Espíritu" que mora en ellos (1 Cor 6,19).

Como alcanzado por la santidad de Dios, el discípulo de Jesús vive del Espíritu y expresa la novedad de su vida dejándose guiar por el mismo Espíritu y manifestando el fruto de su presencia santificadora (cf Gál 5,18.22). La santidad constituye en esta óptica el fundamento del compromiso moral del bautizado: la vida nueva de la resurrección se manifiesta en la existencia cotidiana con toda su energía vivificadora y transforma a los santificados a imagen del Creador (cf Col 3,1-15). Por eso la moral del cristiano es moral de la nueva alianza, de la resurrección, del Espíritu. Sólo a esta luz es posible situar evangélicamente los imperativos que exigen que el hombre sea perfecto como es perfecto el Padre celeste (Mt 5,48), que sea imitador de Dios como hijo carísimo (Ef 5,1), que ame con el mismo amor de Cristo (Jn 13,34-35; 15,12-13; cf Rom 15,7; Ef 5,2.25; Col 3,13; Flp 2,5). Lo que le es imposible al hombre, lo realiza Dios con el poder de su Espíritu, habiéndonos "santificado de una vez para siempre por la ofrenda del cuerpo de Cristo" (Heb 10,10).

Por este motivo los términos sacrificiales del AT no sólo fueron espiritualizados y referidos a la ofrenda que Jesús hizo de sí mismo, sino también a la existencia santa de los cristianos. Pues ellos, mediante la caridad, son capacitados por el Espíritu para ofrecerse a sí mismos "como sacrificio vivo, santo y grato a Dios" (Rom 12,1). San Pablo anuncia el evangelio entre los paganos a fin de que ellos, mediante su nueva vida, se conviertan en "ofrenda agradable a Dios, consagrada por el Espíritu" (Rom 15,16). Como para Jesús (cf Heb 10,1-10), también para el cristiano el amor que se realiza en la ofrenda de sí mismo por los hermanos se transforma en epifanía continua de la santidad salvífica de Dios, en testimonio profético de la resurrección de Cristo ya verificada en la Iglesia (cf Jn 13,35; Gál 5,6 y 6,15) [/ Sacerdocio II].

La Iglesia, sin embargo, en esta tierra posee sólo las primicias del Espíritu, y únicamente en la vida futura se hará realidad la plena participación en la resurrección de Cristo. Por eso la existencia cristiana se caracteriza por la lucha, por la prueba, por la ascesis.

En esta condición de ya (santo) y todavía no (totalmente santificado), el creyente lleva a cabo, por la docilidad al Espíritu, su propia santificación (2Cor 7,1), creciendo de fe en fe (Rom 1,17), tendiendo a la perfección (2Cor 13,11); en una palabra, abriéndose cada vez más al amor del Santo que lo santifica.

III. LA CIUDAD SANTA DEL FUTURO. Ya el AT, cuando llegó a la fe en la resurrección (cf Dan 12,2-3), releyó las páginas de su fe a una luz nueva. El hombre, formado por la sabiduría santa de Dios (cf Sab 9,1-2 y 7,22), fue creado a imagen de la naturaleza divina (cf Gén 1,26) para la inmortalidad (Sab 2,23). Así pues, la santidad divina participada es el fundamento de la resurrección; Dios no dejará que su santo vea la corrupción (Sal 16,10).

La fe pascual del NT permite captar de manera aún más fuerte el nexo íntimo entre santidad y / resurrección. En la resurrección de Cristo se revela la santidad de Dios; en la participación de los bautizados en la resurrección del Señor se comunica la santidad divina por obra del Espíritu Santo. Por eso la Iglesia, que tiene las primicias del Espíritu de santificación, se siente impulsada por su fe a contemplar la Jerusalén celeste, la ciudad santa del nuevo cielo y de la nueva tierra (Ap 21,1-2), cuando se haya cumplido el don del éxodo y de la alianza y nosotros "estemos siempre con el Señor" (ITes 5,17), hechos "semejantes a él" (1Jn 3,2). Esta contemplación no es una realidad incolora y abstracta; al contrario, se vuelve cada día, en la vida de la Iglesia y del cristiano, espera ardiente y vigilancia orante. La Iglesia, que mediante el sacramento del / bautismo está ya afectada por la resurrección salvífica del Señor (lCor 12,13; Rom 6,4-5), en cada eucaristía se une al resucitado y se sacia de su Espíritu (lCor 12,13). De este modo crece no sólo en el deseo de conocerle a él, el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos, sino también en la esperanza de poder alcanzar la resurrección de los muertos (Flp 3,10-11) y la plenitud de la santidad cuando Dios sea todo en todos (cf 1Cor 15,28).

Como es sabido, esta espera caracterizó fuertemente los comienzos de la Iglesia (cf Mt 25,1-13). Tenemos un eco de ello en el Apocalipsis, donde la invocación del Espíritu y de la esposa —"Ven, Señor Jesús" (Ap 22,17.20)— ilumina las palabras: "que el santo siga santificándose" (Ap 22,11). Con este grito se pide a Dios que comunique a los creyentes, con un continuo aumento de gracia, su santidad, para que sean cada vez más, entre los hermanos y en el mundo, testigos de la resurrección y de la nueva vida de la fraternidad y del amor. La espera del Señor, bajo este aspecto, no es evasión de los compromisos de la existencia, sino que se manifiesta como fuente de caridad coherente y activa (cf Tit 3,8), que introduce ya ahora en la historia de los hombres los signos y la energía de la nueva creación hasta el día en que "no haya ni luto, ni lamentos, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido" (Ap 21,4). Entonces, en el cumplimiento definitivo de la revelación y en la experiencia eterna de la santidad divina, la Iglesia, "gran multitud de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7,9), entonará el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero: "Tú solo eres santo" (Ap 15,3).

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G. Odasso