JEREMÍAS
DicTB
 

SUMARIO: I. Jeremías y la historia: 1. La historia personal (las "Confesiones"); 2. La historia nacional. II. Jeremías y su libro: 1. Redacción; 2. Calidad literaria. III. Jeremías y la "palabra": 1. La teología de la historia; 2. La fe; 3. La esperanza: a) La nueva alianza, b) El vástago justo.

 

I. JEREMÍAS Y LA HISTORIA. Seis kilómetros al nordeste de Jerusalén se encuentra una modesta aldea sacerdotal, Anatot. Allí había estado recluido el sacerdote Abiatar, protector de Adonías, el rival de Salomón: "El rey dijo al sacerdote Abiatar: `Vete a Anatot, a tus tierras, pues eres reo de muerte. No te doy hoy muerte porque has llevado el arca del Señor, Dios de mi padre, David, y porque tuviste parte en todas las tribulaciones de mi padre'"(1 Re 2,26). Allí, alrededor del 650 a.C., le nació al sacerdote Jelcías (Jer 1,1) un hijo, esperado y acogido con alegría (20,15), Jeremías (la etimología es discutida: "Yhwh puso el fundamento", "Yhwh exalta", "Yhwh ha liberado el seno"). Allí, el 626 a.C. (año trece de Josías: 1,2), el joven tímido y apocado recibe su vocación, descrita en el capítulo 1 según el esquema "mosaico" de la llamada "con objeción" ("Ah; Señor Dios, mira que yo no sé hablar; soy joven": 1,7), con el signo divino (la rama de almendro y el juego fonético hebreo con el verbo "velar", saqed/sóqed) y la promesa de la protección divina (I,l0ss). Allí, en Anatot, el profeta soñará con cerrar algún día sus ojos en una casa construida en los terrenos de su primo Janamel (32,7), adquiridos como signo de esperanza de la restauración de la vida en Judá ("Aún se comprarán casas, campos y viñas en este país": 32,15). En realidad, este hombre verá solamente el caminar irrefrenable de su nación hacia la destrucción, y su voz se apagará en la soledad. Jeremías, un poeta convertido en profeta, seguirá siendo la conciencia no escuchada y pisoteada de un pueblo. Y sus palabras, repetidas en son de burla, resultarán una trágica verdad: magór missabfb, "terror por todas partes" (6,25; 20,3; 46,5; 49,29).

1. LA HISTORIA PERSONAL (LAS "CONFESIONES"). "El mundo caraterístico de Jeremías es su alma, tomada en la mano y mirada a contraluz con una asombrosa sinceridad. Jeremías lo ve todo a través de sí mismo: su alma es el espejo mediante el cual el mundo se hace presente a él" (E. Vallauri). Sabemos que Jeremías nos ha dejado un diario íntimo de su drama interior, las llamadas "Confesiones", dispersas entre el capítulo 10 y el 20 de su volumen. Merecen una lectura especial 11,8-12,3 (Jeremías "enemigo del pueblo"); 17,14-18 (ironía de sus adversarios: "¿Dónde está la palabra del Señor? ¡Que se cumpla!": 17,5); 18,18-23 (la persecución); 20,7-9.14-18 (la crisis de vocación). También el fiel secretario Baruc registró en diversas ocasiones la larga cadena de sufrimientos de su maestro: el proceso y la sentencia de lapidación (c. 26), la huida bajo la amenaza del rey Joaquín (c. 36), el insulto del profeta de corte Ananías y el espionaje a que se ve sometido después de una carta de Jeremías a los desterrados de Babilonia (cc. 27-29), la cárcel y el abandono en una cisterna llena de barro bajo el rey Sedecías (37,11-38,13).

En estas páginas el testimonio de una personalidad sensible se funde con la desesperación por una situación imposible. Su timidez, conocida ya por el relato de su vocación, tiene que superarla en medio de la continua contestación pública. Es además el drama de un "romántico", ligado a su patria, a su religión, a los afectos y al amor, que, sin embargo, es excomulgado (36,5), perseguido por sus mismos paisanos de Anatot (11,18ss), denunciado por sus parientes y amigos (12,6; 18,18.22; 20,10), que no puede construirse una familia y debe permanecer célibe (16,1-13: el celibato en Jeremías es signo "oficial" e impuesto por Dios, y anuncia la soledad y la muerte). Un hombre sentimental y abierto a los demás, que es condenado, sin embargo, a ser un solitario, un excéntrico (como lo eran los célibes en el antiguo Israel). Rodeado tan sólo por el odio (15,17; 16,12), maldecido (20,10), perseguido (26,11), golpeado y torturado (20,1-2), bajo la amenaza de atentados (18,18), vagabundo (36,26): tal es el Getsemaní de Jeremías. Un idealista que siente horror por la corrupción de su pueblo (9,1), que siente la misma indignación de Dios (5,14; 6,11; 15,17), que sólo con un inmenso dolor interior anuncia la ruina inminente (4,19-21; 8,18-23; 14,17-18) y que, en cambio, es considerado como colaboracionista con el enemigo y derrotista por interés privado (17,16). Su vida es un signo de contradicción, "hombre de querella y de discordia para todo el país" (15,10). "¿Por qué mi dolor no tiene fin y mis llagas incurables no quieren curarse?": el interrogante se apaga en este "¿por qué?", que es la síntesis de un debate interior desgarrador.

La fidelidad a la vocación es entonces una conquista cotidiana, que pasa por dudas y crisis y que a veces pesa como una maldición, sobre todo cuando se experimenta el silencio de Dios (15,15.18; 20,7). Es fundamental en este sentido 20,7-18, "confesión" amarga pronunciada después de la flagelación (20,1-6). Con una metáfora atrevida el profeta evoca la hora decisiva de su vocación. Aquel día el Señor lo "sedujo", lo atrajo con una fascinación irracional, como se seduce a un inexperto con falsas promesas (1,18-19), para que consienta estúpidamente en los planes de quien lo manipula. Rondando con la blasfemia, Jeremías acusa a Dios de vileza y de engaño. El ministerio profético sólo le ha acarreado "oprobio y burla" (20,8). La tentación de renunciar es muy fuerte: "No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre" (v. 9). Pero la palabra de Dios es como un incendio que devora los huesos y que el hombre es incapaz de aplacar y de extinguir (Am 3,8; 1 Cor 9,16). El grito se hace entonces desesperado. La maldición se dirige contra el día del nacimiento (cf Job 3) y se transforma en el deseo de no haber existido jamás: es la imagen fortísima de la transformación del seno materno, fuente de vida, en sepulcro de un aborto que no ve nunca la luz. "¡Quién convirtiera en fuente mi cabeza y mis ojos en manantial de lágrimas, para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo!" (8,23).

2. LA HISTORIA NACIONAL. El trasfondo general dentro del cual se sitúa la experiencia personal de Jeremías aparece ininterrumpidamente en su misma profecía y es uno de los más trágicos de la historia hebrea. Nacido bajo el "impío" rey Manasés y hecho profeta con el "piadoso" Josías, rey reformador (2Re 22), pero político desafortunado (eliminado por el faraón Necao el año 609 a.C.), Jeremías desarrolla su actividad pública en cuatro grandes etapas.

Del 627 al 622, año de la reforma religiosa de Josías, estimulada casi ciertamente por la corriente deuteronomista [/ Deuteronomio I], el profeta apoya la monarquía y su obra, aunque manteniendo ciertas reservas sobre la constancia del pueblo. Un largo paréntesis, del 622 al 609, año de la muerte infausta de Josías en Meguido (2Re 23,29-30), prepara la segunda fase bajo el rey Joaquín, que se desarrolla del 609 al 604. En contra de la obcecación del régimen político y sacerdotal, que exalta el nacionalismo hebreo, Jeremías anuncia el hundimiento de Judá, atrayéndose así la fama de derrotista y de traidor a la patria (8,11-23; 9,20). La ruina se presenta puntualmente el año 605 con la ocupación inicial de Palestina por Nabucodonosor, rey de Babilonia.

Otro período de silencio introduce el tercer momento de la predicación de Jeremías (597-586). Es la hora crucial del reino de Judá. No domado todavía a pesar de una primera deportación de funcionarios, de técnicos y de militares (2Re 24,10-17), realizada en el 597, el reino de Judá, gobernado por Sedecías, un rey impuesto por las fuerzas de ocupación babilónicas, se ve sometido a luchas intestinas y manipulado por un poderoso partido pro-egipcio. Nabucodonosor pone sitio a Jerusalén y la saquea, destruyendo el templo y llevando a cabo una segunda deportación (año 586: 2Re 25). Jeremías, en este momento, ante la tragedia nacional, transforma su mensaje en oráculos de esperanza, anticipando la futura restauración de Israel en su tierra. Había visto en Babilonia el "martillo" implacable del juicio de Dios (véase el espléndido 51,20-23); ahora espera el perdón y la liberación de Dios. Habiéndose quedado en la madre patria por decisión de los invasores, satisfechos de su anterior actitud filobabilónica, el profeta comienza la fase última y más oscura de su actividad. Un atentado elimina a Godolías, el gobernador impuesto por Babilonia a los territorios ocupados. Los conjurados tienen que huir de las violentas represalias de Babilonia, y en este antiéxodo se ve envuelto Jeremías, que se había mostrado hostil a esta decisión. Emprenden el camino de Egipto y, obligado a encaminarse hacia un destino que el silencio de Dios le muestra como absurdo (c. 44), el profeta desaparece de la historia.

Este panorama político tan atormentado ha dejado huellas consistentes en toda la predicación de Jeremías, que, por otra parte, estuvo en primer plano en las vicisitudes de su nación. Como Elías y Eliseo en relación con la dinastía septentrional de Omrí (1 Re 19,15-18; 2Re 9-10), como Isaías (1,4-9; 7; 22,1-4; 30,1-18; 31,1-3), como Oseas en relación con Israel (5,13; 7,11; 8,9; 12,2), también Jeremías es hombre de su tiempo, a cuyos acontecimientos atribuye el sentido que Dios le revela. Su responsabilidad de profeta carismático lo pone a menudo en antinomia respecto al poder oficial, político y sacerdotal. En los orígenes de su intervención pública profética está también la legitimación teocrática de la nación hebrea, pueblo de elección divina y de alianza sagrada con Dios. En esta concepción es decisiva la función del profeta, a quien los soberanos intentan captar en provecho de sus opciones políticas (l Re 22,10ss); por algo Jeremías será siempre un constante defensor de los valores genuinos, humanos y religiosos, frente a los "profetas de corte", siempre dispuestos a secundar las opciones del poder real (c. 28). En esta línea, la acción política del monarca no es ya aceptada por el profetismo como si fuera en sí misma sagrada, sino que exige una verificación y una autocrítica, como cualquier otra acción humana, sobre la base de la palabra de Dios y de la conciencia del individuo.

II. JEREMÍAS Y SU LIBRO. El volumen de Jer es el único libro del AT que ofrece datos, aunque parciales, sobre su primera y su segunda edición. En efecto, en el capítulo 36 se dice que en el 605-604 "Baruc escribió, al dictado de Jeremías, todas las palabras que el Señor había dirigido al profeta" (v. 4). Este rollo fue leído al rey Joaquín, que lo fue rasgando y tirando al fuego, burlándose de su contenido (36,21-23). Pero el profeta no se desanimó, y Baruc, una vez más, "escribió al dictado de Jeremías todas las palabras del libro que había quemado Joaquín, rey de Judá. Fueron añadidas además otras muchas del mismo género" (36,32). Naturalmente, esta primera colección de materiales se completó con los demás oráculos pronunciados bajo el reino posterior de Sedecías y con la narración de los sucesos posteriores a la caída de Jerusalén.

1. REDACCIÓN. El plan actual del libro según el texto hebreo (la versión griega de los LXX discrepa notablemente del mismo y le falta casi la octava parte del texto hebreo) puede delinearse de este modo:

1,10-25,14: oráculos para Jerusalén y Judá;

25,15-38 y 46-51: oráculos para las naciones;

26-35: oráculos positivos para Israel y Judá;

36-45: narraciones de Baruc.

En este conjunto redaccional convergen varias manos, varias voces, varios géneros. La poesía y la prosa se entrecruzan libremente; tras la primera persona viene el relato en tercera persona; el rib (o requisitoria profética) contra las violaciones de la alianza por parte de Judá (2,9.29; 12, lss) va acompañado de la liturgia penitencial (14,1-15,16); junto a los dichos sapienciales (17,5-11) figuran los discursos parenéticos (4,14), etc. En una obra que se ha hecho famosa, Zur Komposition des Buches Jeremia (Kristiania 1914), S. Mowinckel introdujo una división tripartita de las fuentes del libro:

  1. oráculos poéticos jeremianos,

  2. prosa biográfica en tercera persona (en los cc. 25-46),

  3. discursos en prosa ampulosa, retórico-oratoria.

Esta distinción, aunque demasiado rígida, refleja, sin embargo, la situación real del texto jeremiano.

En primer lugar está la presencia del mismo Jeremías, que se complace en expresarse en poesía con oráculos breves y vigorosos, pero también con poemas (y a veces narraciones) más extensos, a menudo en primera persona ("Confesiones"). Hoy nadie compartiría la opinión de B. Duhm, que, en el siglo pasado, sólo reservaba como auténticos a Jeremías 270 versículos de todo el libro (y 200 a Baruc), considerando todo lo demás espúreo. Viene luego la obra del fiel secretario Baruc (36,26.32), que acompañará al profeta hasta Egipto. A él le debemos algunos relatos biográficos sobre el maestro, normalmente encuadrados histórica y cronológicamente: capítulo 26 (el templo); 19,1-20,6 (la flagelación); 36 (el rollo); 45 (oráculo para Baruc); 28 (Ananías); 29 (carta de Jeremías); 51,59-63(Serayas y el oráculo arrojado al Éufrates); 34,1-7 (asedio de Jerusalén); 37-44 (asedio y caída de Jerusalén). Finalmente hay unos diez discursos jeremianos que por su estilo deben atribuirse a la escuela deuteronomística, que había encontrado en el profeta un protector cualificado (cf Dt 10,16; 30,6, y Jer 4,4). El tono puede reconocerse enseguida por su monotonía retórica. También el esquema es bastante constante: advertencia como exordio ("Escuchad la palabra del Señor"), el pecado ("No habéis escuchado"), el castigo ("Jerusalén será destruida"). Se trata quizá de desarrollos de algún dicho o texto de Jer por parte de los predicadores (7,1-8,3; 11,1-14; 17,19-18,12; 21,1-10; 25,3-14; 34,8-22; 35).

2. CALIDAD LITERARIA. Con Jeremías —escribía G. von Rad— "encontramos por primera vez lo que hoy llamaríamos poesía lírica". El testimonio autobiográfico hace muchas veces candentes las páginas; el estilo personal de Jeremías se reconoce enseguida; la pasión religiosa es genuina y se traduce en oráculos intensos, recorridos por imágenes vivas y originales. La sensibilidad típica de su temperamento se enriquece con insospechadas atenciones, registradas luego en el escrito. La naturaleza, por ejemplo, es descubierta de nuevo como fuente de paz y como signo de un mensaje secreto. Jeremías contempla el mar (6,23), el "viento ardiente del desierto" (4,11), las aves del cielo (5,27; 8,7), los prados y los pastores (6,3), la "asna salvaje que en el ardor de su deseo sorbe el viento" (2,24), la cierva sedienta (14,5), el león (2,15.30; 4,7), el lobo y el leopardo (5,6), los sementales rollizos y vigorosos (5,7). Su mirada sabe sacar del aljibe agrietado, en comparación con la fuente de agua viva, una de las definiciones simbólicas más impresionantes de Dios (2,13); se posa sobre los pozos del desierto (6,6), sobre el trabajo del fundidor (6,29), del alfarero (17,1ss), del médico (6,14). Le impresiona la sequía: "El suelo no da su fruto, porque no hay lluvia en el país; los labradores, consternados, se cubren la cabeza. Hasta la cierva, en pleno campo, abandona su camada por falta de hierba. Los asnos salvajes, tendidos sobre las colinas peladas, aspiran el aire como los chacales, mientras sus ojos palidecen por falta de pasto" (14,4-6).

Le conmueven las cosas sencillas: "los cantos del esposo y de la esposa" (7,34), las diversiones festivas (30,19), el sonido del tamboril y la danza (31,4), el ruido acompasado del molino y la luz de la lámpara. El simbolismo nupcial es recogido por este profeta célibe con especial ternura para describir las relaciones de Dios con Israel: "Me he acordado de ti en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia, cuando me seguías en el desierto, en una tierra sin cultivar" (2,2). Ni siquiera falta el drama clásico de la prostitución de Israel (2,20; 3,2; 4,20; etc.). Efectivamente, la obra de Jeremías es una mezcla de tonos y de colores literarios. Tras la elegía viene la dulzura serena, la tragedia va seguida de la esperanza. "Las descripciones de los desastres causados por la invasión y por las batalles con los movimientos de las tropas, el avance de los carros de guerra, el grito de los vencedores y de los vencidos, la huida de los derrotados, los inútiles intentos de buscar refugio en lugares recónditos, todo esto se expresa con una vivacidad que no resulta fácil olvidar" (G. Boggio).

III. JEREMÍAS Y LA "PALABRA". Si en el siervo de Yhwh (Is 53) el dolor personal parece transformarse en redención para la comunidad, el sufrimiento personal de Jeremías da una tonalidad nueva a su mensaje al pueblo de Dios. Su religión se interioriza a través de las pruebas. La oración se hace auténtica, la relación con Dios es espontánea y total, libre de todo carácter artificioso. Nace una religión más madura, genuinamente profética, privada de formalismos. F. Ndtscher afirmaba que Jer presenta una religión que es comunión de corazones entre Dios y el hombre. Dios la da y el hombre la acoge a través del esfuerzo de la búsqueda dolorosa.

Pero la áspera experiencia vivida por Jeremías le ha permitido también proponer una visión distinta del hombre, captada sobre todo en su conciencia individual. Jeremías no se pierde entre las opiniones ya hechas de una masa ahogada por sus mitos nacionalistas y embriagada en ilusiones incluso sagradas. El descubre el verdadero sentido de la historia, intuye el destino que se cierne sobre Judá y el desenlace final de las peripecias que le ha tocado vivir. Un desenlace que es ante todo de juicio, tal como lo atestigua su predicación rigurosa sobre un Dios severo y exigente, antítesis de aquel Dios "Emanuel" tantas veces pisoteado por el pueblo: "¿Acaso soy Dios sólo de cerca —dice el Señor— y de lejos no soy Dios?" (23,23). Pero también un desenlace de esperanza, que florece precisamente cuando se han derrumbado todas las certezas humanas, cuando se han hundido todos los apoyos, cuando han fallado todas las ilusiones. Así pues, Jeremías es un gran maestro en la ciencia de conocer a Dios y al hombre.

1. LA TEOLOGÍA DE LA HISTORIA. La mayor parte de los oráculos jeremianos, precisamente dentro del espíritu de la profecía, son una lectura sistemática de la historia. En ella actúa la salvación que Dios ofrece, pero también se yergue en ella violento el rechazo de los hombres, "la obstinación de su propio corazón perverso" (3,17). Esta expresión (serirüt leb), si exceptuamos Dt 29,18 y Sal81,13, es una expresión típicamente jeremiana (3,17; 7,24; 9,13; 11,8; 13,10; 16,12; 18,12; 23,17) e introduce la definición de un verdadero y propio "péchéétat", un estado de pecado, como han escrito A. Fournel y P. Remy (Le sens du péché dans Jérémie, en "BVC" 5 [1954] 45).

Como paradigma interpretativo de la historia, tal como nos la presenta Jer, nos parece ejemplar el bloque poético que va del 2,1 al 4,4, que es una auténtica premisa a la colección de los oráculos de juicio sobre Judá (y a veces también implícitamente sobre Israel). La felicidad pasada, la ruina causada por la apostasía, la recuperación gracias a la conversión: es un esquema que guarda relaciones con el planteamiento de la historiografía deuteronomista (Jue 2,11s). Después de evocar el glorioso pasado por medio de la simbología nupcial y del recuerdo cúltico de las "primicias" consagradas a Dios (vv. 1-3), el capítulo 2 abre un gran rib, un proceso que el Señor quiere entablar contra su pueblo después de la apostasía (vv. 4ss). La requisitoria alega todas las acciones salvíficas llevadas a cabo por Dios y confesadas en el "credo" histórico de Israel; a ellas ha respondido el pecado sistemático de Israel, manifestado en la idolatría (v. 5) y en los cultos de la fertilidad (v. 7). También han pecado todos los responsables de la nación: los sacerdotes, los reyes, los magistrados, los profetas (v. 8). El debate judicial aduce un argumento a fortiori (v. 13). Los pueblos extranjeros, como los Kittim (fenicios o Chipre) y los nómadas árabes de Quedar, no han apostatado nunca de sus divinidades, a pesar de que no son más que sombras de dioses. Con mucha más razón Israel debería haber sido fiel, puesto que posee un Dios persona, activo como una fuente de agua viva. Sin embargo, ha ido en busca de aljibes de agua estancada e impura, que muy pronto quedarán reducidos a pozos fangosos. El desenlace, entonces, es inevitable, y queda expresado por medio de dos interrogantes y de dos respuestas en los versículos 14-19. Israel es un esclavo humillado y presa de las potencias leoninas de Asiria y de Egipto. La raíz de esta desventura es únicamente haber "abandonado", el verbo de la traición religiosa (v. 19).

El discurso se desarrolla en las siete estrofas de los capítulos 3-14,4, estrofas interrumpidas por fragmentos de oráculos diversos (3,6-13.14-18). Jeremías tiene ante la vista el recuerdo de la destrucción del reino septentrional de Israel bajo los asirios en el año 721 a.C. En la tragedia de la nación hermana ve ahora prefigurado el destino de Judá, y la invitación a la conversión que dirige a los supervivientes de Israel es una anticipación del mensaje que ahora necesita Judá, que ha llegado también ahora al final de sus días. El pecado queda violentamente caracterizado como culto a la fertilidad en las dos primeras estrofas del capítulo 3 (vv. 1 y 2-3a). Como un nómada en el desierto, Israel corría a través de caminos y de colinas en busca de amantes-ídolos, con la ilusión de obtener la fertilidad gracias a Baal, siendo así que "es el Señor, nuestro Dios, el que nos manda la lluvia, la lluvia temprana y la lluvia tardía, a su tiempo" (5,24). La obstinación en el pecado —continúa la tercera estrofa (vv. 3b-5)— llega hasta el punto de reducir al mismo Yhwh al modelo de Baal. Las invocaciones: "¡Padre mío, tú eres el amigo de mi juventud!" (3,4), se le dirigen a él no en su sentido genuino, sino en el significado vergonzoso del culto idolátrico. Pero el Señor no es ni amigo ni padre de quien obra el mal. La cuarta estrofa (3,19-20), en un tono de lamentación, pone en escena la desilusión del Señor. La imagen nupcial y la paternal llegan ahora a fundirse entre sí. El "llanto" divino es el de una persona enamorada que, aun frente a la traición, no sabe dejar de amar y es incapaz de odiar. Pero ¿acaso Israel rebelde le quita todas las esperanzas a Dios? La respuesta es negativa, y se la formula en la quinta estrofa (3,21-22), donde se pone en acción la conversión. Israel llora como un hijo pródigo su miseria. A la invitación de Dios ("Volved, hijos rebeldes"), la esposa adúltera —es decir, el Israel pecador— celebra su acto penitencial, que se concreta en el gesto del retorno ("Aquí estamos, a ti venimos") y en el de la reconstrucción de la alianza ("Tú eres el Señor, nuestro Dios": fórmula de la alianza). El examen de conciencia, formulado en la sexta estrofa (3,23-25), recae naturalmente sobre el pecado de idolatría. Los lugares del culto baálico (collados y montes), sus coreografías orgiásticas (el clamor y los alaridos), la prostitución sagrada, el culto a Moloc (v. 24), son "mentira", "infamia", "destrucción", "vergüenza", "confusión", "pecado". "Realmente sólo el Señor, nuestro Dios, es la salvación de Israel" (v. 23). En la última estrofa (4,1-2), se recompone la intimidad nupcial entre Dios y su pueblo, intimidad que se alimenta de la fidelidad al decálogo, resumido en 4,2, en el juramenta que se hace en el nombre del Señor, "con verdad, rectitud y justicia". Dios volverá a ser la raíz de la historia de Israel y brillará de nuevo en el horizonte la bendición de Abrahán.

2. LA FE. Jeremías presenta una / fe muy personal, y hasta inquieta y atormentada; de genuina vitalidad, libertad y verdad. Es la fe del diálogo directo con Dios, expresado sobre todo en sus "Confesiones". Pero hay además un núcleo central en la fe de Jeremías, que se remonta a la más pura tradición profética y que es la afirmación rigurosa de la vinculación entre fe y vida, entre culto y existencia (cf Am 5; Os 6,6; ls 1; Miq 6,6-8). El apoyo ofrecido inicialmente al movimiento deuteronomista y a la reforma religiosa de Josías iban precisamente en esta dirección; se trataba de la llamada a la "circuncisión del corazón" (4,4; 9,25; Dt 10,16), en contra de un ritualismo puramente exterior y vacío; se trataba de la recuperación de la pureza del culto en el templo de Jerusalén (11,15; 14,12); se trataba, pues, de una visión de Dios altamente trascendente y de la propuesta de una relación de amor con él. Pero en el momento de la crisis, la confianza mágica en las instituciones sacrales, en vez de la fidelidad interior y existencial, obliga al profeta a remachar su concepto de fe. Como texto ejemplar, tomamos el capítulo 7, que es de reelaboración "deuteronomista".

En el capítulo 7 Jeremías habla a la puerta del templo y su discurso presenta una estructura de tipo forense. La requisitoria (vv. 3-7) tiene como objeto la confianza mágica en el templo, como si éste pudiera asegurar automáticamente la salvación a Jerusalén, prescindiendo de la fe y de la vida de sus habitantes. Ahora bien, la presencia de Dios en el templo está condicionada por la respuesta humana a partir de la justicia y de la fidelidad: justicia en los tribunales (v. 5); defensa del extranjero, del huérfano y de la viuda; eliminación de los homicidios y de la idolatría (v. 6; 22,3). La acusación (vv. 8-11) va sellada por una viva interrogación dirigida precisamente contra el uso exterior y ofensivo del templo: "¿Es que a vuestros ojos es una cueva de ladrones este templo que lleva mi nombre?" (v. 11). Los fieles que acuden a orar al templo de Sión tienen realmente sobre sus espaldas un pasado de violaciones sistemáticas del decálogo, sobre todo en sus dimensiones sociales. El texto del decálogo se evoca por medio de tres mandamientos: no robar, no matar, no cometer adulterio. Y en este punto el culto es una farsa; lo mismo que una cueva representa la salvación para los bandidos, así el templo se ha convertido en guarida de refugio para los pecadores (cf Mc 11,17). Su fuerza salvífica es realmente nula cuando está separada de la adhesión a Dios en la fe y en la justicia.

Entonces aparece la sentencia (vv. 12-15). Recordando a Silo, el antiguo santuario septentrional del arca, que ha quedado reducido ahora a un montón de ruinas (Sal 78,60), el profeta recuerda que la presencia de Dios es personal, y que por tanto puede cesar por su libre decisión. Detrás del espléndido complejo del templo salomónico y detrás de la fastuosidad de sus ritos, se perfila ya el espectro de la destrucción y de la profanación, incluso exterior, que sella la otra profanación interior llevada ya a cabo por los hebreos infieles. Detrás de la tierra prometida aparece ahora la próxima devastación y el castigo del destierro (véase también la reedición de la arenga del c. 7 en el c. 26). Así pues, Jeremías se ha situado en la línea del verdadero profetismo, para recordar que sólo la fe que ha calado en la existencia puede ser raíz de salvación y alma de todo culto verdadero.

3. LA ESPERANZA. Con la terrible destrucción del 586 a.C. y con el hundimiento de todas las instituciones, Jeremías comienza una nueva fase de su predicación. Una vez más se revela como el hombre de la contestación auténtica: a la desesperación, que es ahora la palabra más lógica, él opone en el nombre del Señor la proclamación de la esperanza en páginas de un elevado esplendor. Nos gustaría referirnos en especial a los capítulos 30-31, que constituyen un librito autónomo semejante al libro de la consolación del Segundo Isaías. El tema fundamental es la esperanza; sus destinatarios originariamente debieron ser los israelitas del reino destruido del norte; más tarde, como lo muestra la introducción (30,1-3), el fascículo fue dedicado también a Judá, destruido y desterrado. El final de estos once oráculos, en los que se entremezclan algunos fragmentos secundarios en prosa (30,5-7; 30,10-11; 30,12-17; 30,18-22; 31,26; 31,7-9; 31,10-14; 31,15-20; 31,21-22; 31,3'-34; 31,35-37) se declara en 30,3: "Porque vienen días --dice el Señor— en que haré volver a los desterrados de mi pueblo, Israel y Judá --dice el Señor ; los haré volver a la tierra que di a sus padres y la poseerán".

a) La nueva / alianza. "Esto dice el Señor: tu herida es incurable, insanable tu llaga; todos tus amantes te han olvidado; yo te devolveré la salud": la sustancia del tercero (30,12-17) de los once poemas de los capítulos 30-31 prepara el gran anuncio que se proclama en los demás. El camino del destierro, recorrido con los ojos nublados de lágrimas, volverá a recorrerse ahora con un inmenso gozo. Se reanudará la vida en el templo, las danzas y la música marcarán la reconstrucción de la ciudad y la reanudación de la vida agrícola: "Con amor eterno te he amado; por eso te trato con lealtad" (31,3). Dios, que es el artífice de esta transformación social, histórica y cósmica, aparece como padre (31,9), como pastor; incluso como madre, como esposo (31,20.22). Es él el que realiza el acto extremo, que se describe en la célebre décima lírica en prosa rimada (31,31-34).

Jeremías propone audazmente la superación del antiguo pacto del Sinaí mediante una "nueva alianza" con el Señor: "Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días: pondré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (v. 33). Raíz de todos los movimientos espirituales (incluso en la misma comunidad de Qumrán, que se consideraba la "comunidad de la nueva alianza"), este oráculo, que será recogido también por Ezequiel (11,14-21; 36,25-27), es indudablemente una de las cumbres del AT. Lo recuperará el mismo Cristo en su última cena ("Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre": Le 22,19-20; 1Cor 11,23-25), lo citará íntegramente la solemne homilía de la carta a los Hebreos (Heb 8,8-12) y el mismo Pablo se complacerá en recordárselo a los cristianos de Corinto (2Cor 3,3-6). El acento recae sobre el adjetivo "nuevo"; en efecto, la alianza Dios-hombre de cuño político-bélico del Sinaí es sustituida por una relación basada radicalmente en el corazón, es decir, en la conciencia y en la interioridad del hombre. Las tablas de piedra quedan reemplazadas por las tablas de carne del corazón humano transformado. La imposición casi externa (v. 34) da paso al "conocimiento" interior (Jer 5,5; 4,22; 8,7; 24,6-7), que es adhesión de la inteligencia, de la voluntad, del afecto y de la acción. A la ley le sucede la gracia, al pecado el perdón, al temor la comunión íntima, que crea una adaptación profunda entre persona cognoscente y persona conocida. Es la transformación total del ser humano realizada por Dios mismo; el hombre, "elevado" de este modo, obedecerá con gozo a la ley y será siempre fiel a la alianza. Y la salvación de Israel será estable y perpetua (31,35-37).

b) El vástago justo. También es posible percibir en Jeremías un hilo de esperanza mesiánica, basándose precisamente en la prueba decepcionante ofrecida por la dinastía davídica en los últimos años de su vida. Como texto ejemplar podemos tomar un oráculo inserto en un conjunto de textos dedicados a la casa real de Judá (21,11-23,8). El texto, presente en 23,5-6 y reeditado en 33,14-15, utiliza una imagen que aparece igualmente, aunque con un léxico distinto, en Is 11,1, y que luego fue recogida por Zac 3,8 y 6,12. Para Isaías, del tronco cortado y seco de la dinastía davídica infiel brotaba un vástago, un comienzo inesperado y gratuito de vida. Este vástago, gracia inmerecida, iba adquiriendo progresivamente connotaciones mesiánicas. Jeremías resume este simbolismo atribuyéndole nuevos significados: "Vienen días en que yo suscitaré a David un vástago legítimo, que reinará como verdadero rey, con sabiduría, y ejercerá el derecho y la justicia en la tierra. En sus días se salvará Judá e Israel vivirá en seguridad. Y éste será el nombre con que le llamarán: `El Señor nuestra justicia'" (23,5-6). Quizá, como en el caso de Ezequías para ls 11, el punto de partida sea concreto: hay una elevada alusión al último rey davídico, Sedecías, cuyo nombre, impuesto al monarca por los conquistadores babilonios (2Re 24,17), significa precisamente "Señor-mi-justicia". Pero Jeremías sabe que este rey no es más que una figura pálida y desdibujada de aquel que podrá definirse plenamente como "Señor-nuestra-justicia". El será realmente un "vástago justo", que reivindicará el derecho y la justicia como programa de gobierno, convirtiéndose así en "verdadero rey", y no en un simple juguete de intrigas y de manipulaciones terrenas, como Sedecías. Precisamente por esta tensión hacia el futuro, en la repetición de 33,15-16 Jer no aplica ya el oráculo a un soberano específico, sino a toda la dinastía davídica (33,17), cuya sucesión, en la perspectiva cristiana, tiene que llegar hasta "Jesucristo, hijo de David" (Mt 1,1).

El resultado de la profecía de Jer parece haber sido un fracaso clamoroso; su misma muerte en tierra extranjera y en el silencio de Dios parece casi una catástrofe para un profeta. Sin embargo, su palabra tendrá una fecundidad insospechada. No sólo porque a Jeremías se le atribuirán otras obras, posteriores a él, como las / Lamentaciones y la "Carta de Jeremías" en / Baruc, y no sólo porque las leyendas y la piedad popular del judaísmo volverán a proponerlo como figura ejemplar (2Mac 2,1-8), sino sobre todo porque su persona y su mensaje se convertirán en el anuncio del mesías [/ Mesianismo] en la tradición judía y cristiana. Algunos piensan que hay rasgos jeremianos en la figura doliente del siervo de Yhwh, cuya vocación en Is 49,1-6 parece copiar la de Jeremías. Para los cristianos Jesús, en Nazaret (Le 4,29) es criticado y rechazado por sus paisanos como Jeremías (11,18); la delicadeza del profeta (1,6) lo acerca al Jesús de Lucas y a la enseñanza de Mt 5,39. Como Jesús (Mt 23), ataca al poder religioso (26,8) y al templo (7,11 y Mt 21,13); célibe como Cristo, ama a los sencillos y a los puros de espíritu (Jer 35). Flagelado (20,2), es conducido como cordero (11,19) a su pasión, y la tradición popular ha identificado el lugar de su prisión en la cisterna enfangada (37,16) con la cárcel de Caifás (Jn 18,24). Su lamentación sobre Jerusalén (32,28) se aproxima al llanto de Jesús sobre la ciudad amada (Mt 23,37) y la nueva alianza que anunció (31,32) fue estipulada —como hemos visto— por Cristo con su sangre (Mt 26,28).

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G. Ravasi