ESCRITURA
DicTB
 

SUMARIO: I. Canonicidad y canon de la Biblia: 1. La Biblia como libro y como problema teológico: a) El canon y la canonicidad, b) El libro y los libros, c) El dogma del canon como acto de fe en la unidad de la Biblia, d) Tradición y canon; 2. Historia del canon bíblico: a) Periodización, b) El cuerpo de las Escrituras de Israel, c) Las Escrituras antiguas en la Iglesia de los orígenes, d) Las nuevas Escrituras cristianas, e) El discernimiento patrístico del canon, f) El debate moderno sobre el canon y la canonicidad; 3. El problema teológico actual: a) Valor de los criterios de canonicidad, b) índole del juicio de canonicidad, c) Acerca del sentido del AT como Escritura cristiana, d) Canon y ecumenismo. II. Inspiración: 1. El problema; 2. El dato: a) El testimonio bíblico, b) La identificación moderna del tema y el dogma católico, c) La humanidad del libro sagrado y el carisma hagiográfico; 3. La interpretación teológica: a) La interpretación por esquemas conceptuales, b) La interpretación económica, c) Inspiración y revelación. III. Texto: 1. Los hechos; 2. Texto e inspiración. IV. Verdad (inerrancia) de la Escritura: 1. La inerrancia contra la sospecha de error; 2. La inerrancia como problema de verdad.

I. CANONICIDAD Y CANON DE LA BIBLIA. 1. LA BIBLIA COMO LIBRO Y COMO PROBLEMA TEOLÓGICO. a) El canon y la canonicidad. La entidad teológico-literaria que llamamos Biblia, tal como es reconocida en la Iglesia católica romana, consta de 73 escritos, que se distinguen en dos grupos mayores: AT (46) y NT (27). El número de los escritos recibidos en el /judaísmo es de 24. Se trata, obviamente, sólo de las Escrituras que llamamos nosotros AT, exceptuando siete libros (Tob, Jud, 1 y 2Mac, Sab, Si, Bar) y de algunas secciones de Est y Dan. El cómputo no resulta obvio a causa de algunas agrupaciones o, viceversa, subdivisiones de libros. El uso de las Iglesias protestantes coincide con el judío para el AT; con el de las otras confesiones cristianas para el NT.

El elenco de las Escrituras reconocidas (y, por metonimia, su conjunto, el libro) se llama canon, es decir, regla, norma. La lista es norma eclesiástica para la aceptación de las Escrituras; éstas a su vez son norma divina para la Iglesia y para su fe. De esta manera, canonicidad es ante todo la normatividad de la Biblia para la fe y para la Iglesia; derivada, y más formalistamente, la pertenencia de un escrito al canon bíblico.

b) El libro y los libros. Norma y elenco: por un lado, y ante todo, el libro, la Biblia, es visto por la fe como realidad unitaria; pero desde el punto de vista de la estructura literaria, de la ubicación histórica y de los contenidos teológicos, se presenta vario, múltiple y desigual. "El libro" es a la vez los libros (biblia, de donde Biblia es un plural); por no hablar de que, dentro de gran parte de estos escritos, se replantea el problema de esta unidad completa. Así pues, el problema teológico del canon es, por un lado, el del reconocimiento de la canonicidad de los escritos, y por tanto de la determinación de su elenco; y, por otro, es el problema de la unidad de la Biblia dentro de la multiplicidad de las Escrituras. El condiciona intrínsecamente la posibilidad misma de la Biblia de hacer de norma autorizada de nuestra fe. No podría ser norma sino de palabra, tanto si no fuese posible individuar qué escritos forman parte de ella como si por falta de toda lógica interna se convirtiese en un centón sin sentido y acaso contradictorio.

A los escritos bíblicos les une en primer lugar precisamente el mismo carácter formal de su canonicidad o autoridad canónica, que no se ha de entender sólo en el sentido positivo, y a la postre extrínseco e infundado, de un reconocimiento de orden eclesiástico. La Iglesia sabe que no puede decidir los términos de la Biblia y su autoridad libremente, sino que sólo puede reconocerlos sin duda y con seguridad. La canonicidad de la Biblia o, en otras palabras, su misma biblicidad es un hecho objetivo, que precede a nuestra fe, aunque está orientado a ella. Es por definición por este aspecto, en cuanto formal, por el que la Biblia es ella misma y una. Desde el punto de vista, por así decir, material, esta unidad de la Biblia toma cuerpo, sin embargo, en una tradición de fe, cuya compleja andadura histórica justamente ella, la Biblia, expresa. Si se prescinde deesta referencia a lo concreto, histórico y material, la formalidad canónica de los escritos bíblicos aparecería con el rostro desfigurado por el formalismo.

c) El dogma del canon como acto de fe en la unidad de la Biblia. La afirmación de la canonicidad de la Biblia significa entonces, en concreto, un acto de fe en la capacidad de este criterio formal de hacer de coágulo alrededor de la cual aquella historia, aquella tradición, con estos escritos que la expresan y que componen el canon bíblico, puede ser correctamente interpretada. Un acto de fe, en otros términos, en el hecho de que la Biblia es la palabra autorizada que interpreta con un juicio último y según Dios la historia de la tradición en la que ha nacido; más aún, nuestra misma historia en cuanto está en continuidad con aquélla. La Biblia dice el sentido que tienen según Dios la historia de Israel y la historia de Jesús, la historia de la Iglesia de los orígenes y, a partir de ahí, nuestra historia. En esta función y desde esta perspectiva, el dogma del canon desemboca en la capacidad de la multitud de palabras y testimonios bíblicos de ser una palabra y un testimonio.

La referencia a nuestra historia es necesaria. La Biblia no existe para sí misma, sino para nosotros. Si bien cada uno de los escritos que la componen ha tenido un origen determinado y destinatarios primitivos muy distintos de nosotros, por otro lado están abiertos a un empleo ulterior por parte nuestra; y, en particular, está orientada a ese empleo su colección, que los configura como canon. También la llamada a la fe en sentido estricto es necesaria. La Biblia no se presenta sólo como una hipótesis historiográfica y teológicamente plausible de interpretaciones de la tradición en que nació y en la que es leída, sino como su lectura auténtica y propiamente divina. Sólo así puede representar para la fe una norma en su género absoluta; esto es lo que se expresa con la doctrina de la inspiración [/abajo, II].

d) Tradición y canon. Así pues, en relación con la tradición de los orígenes y con el momento actual, la oposición Biblia-tradición, que constituyó un capítulo mayor de la controversia entre catolicismo y protestantismo, aparece radicalmente insostenible. Si es insostenible una oposición (perspectiva tendencial clásica del protestantismo), por razones del todo análogas es insostenible una yuxtaposición (perspectiva tendencial clásica del catolicismo postridentino). El problema real (porque hay un problema real; difícilmente surgen y se perpetúan controversias de estas dimensiones sin un problema real) es el de establecer los términos de una relación en todo caso necesaria. La Biblia existe en la tradición, y no tendría sentido sino dentro de ella y con vistas a ella. También las tradiciones religiosas diversas de la hebreo-cristiana tienen sus libros sagrados. También las tradiciones de orden profano tienen con frecuencia textos fundamentales, que definen no solamente sus desarrollos accidentales, sino su identidad profunda (cf las constituciones de los Estados modernos). La tradición viva, no como alternativa a la Biblia, sino como historia del pueblo de los creyentes (cf DV 8), es el único lugar en el que la Biblia se puede conservar y es posible reproponer su palabra.

Pero la Biblia es afirmada como canónica no sólo por la tradición y en la tradición, sino también para la tradición de la /fe. Esto significa que la tradición da testimonio de la Biblia como norma que la trasciende. El juicio con el que se enuncia la canonicidad de la Biblia y se identifica elcanon expresa la índole no inmanentista de la fe y de la tradición de la fe. El juicio sobre la canonicidad y sobre el canon es momento intrínseco de la autoconciencia del pueblo de Dios precisamente como pueblo que pertenece a Dios y no a sí mismo. Por eso el desarrollo de la conciencia de la fe respecto al canon, en el AT y en el NT, forma parte de modo decisivo del desarrollo de la conciencia de la alianza en el pueblo de la antigua y de la nueva alianza, desarrollo estimulado por la / revelación de Dios antes que por la meditación de los creyentes, la cual en todo caso no es autónoma. En cuanto a la Iglesia posapostólica, se debe compartir la afirmación de Cullmann, según la cual la posición del canon por parte de la Iglesia es un acto de humildad. Sin embargo, desde un punto de vista católico no se puede aceptar que esta humildad ofrezca el rostro dialéctico de la negación del valor de la tradición en oposición a la sola Escritura. Por el contrario, la tradición, al reconocer el canon bíblico (la Biblia como canon), al paso que afirma la autenticidad de su fe, confiesa la necesidad de la Biblia para el mantenimiento de esta fidelidad. En qué términos se ha de pensar esta necesidad de la Biblia y qué consecuencias se derivan de ahí para la /hermenéutica bíblica, es precisamente la pregunta que es justo y fructuoso que se haga la reflexión teológica.

Para responder a esta pregunta no ayudan sólo los términos abstractos en los cuales enuncian la teología y el dogma eclesiástico la índole sagrada y canónica (concilio Tridentino: DS 1504; Vaticano I: DS 3006; 3029) de la Biblia. Testimonio significativo e importante de la fe respecto a la Biblia es la praxis de la Iglesia y de la misma teología. Se comprueba el retorno, constante en el curso de los siglos, a las Escrituras como punto de referencia autorizada y autentificadora para la predicación y la oración, litúrgica e individual; para la reflexión teológica, para la orientación espiritual, para el discernimiento y las reformas eclesiales. En la misma Biblia encontramos enunciado este panorama de funciones: "Pues toda Escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, dispuesto a hacer siempre el bien" (2Tim 3,16-17; cf 2Pe 1,19; Qo 12,11). Y el Vaticano II dicta: "(La Iglesia), juntamente con la sagrada tradición, las ha tenido siempre (las Escrituras), y las sigue teniendo, como regla suprema de su fe... Así pues, es menester que toda la predicación eclesiástica, así como la religión cristiana misma, se nutra y rija por la Sagrada Escritura" (DV 21). "La sagrada teología estriba, como en fundamento perenne, en la palabra de Dios escrita, juntamente con la sagrada tradición, y en ella se robustece firmísimamente y constantemente se rejuvenece... Con la misma palabra de la Escritura se nutre saludablemente, y santamente se vigoriza también el ministerio de la palabra, es decir, la predicación pastoral, la catequesis y toda la instrucción cristiana, en que la homilía es menester que tenga lugar preeminente" (DV 24).

2. HISTORIA DEL CANON BÍBLICO. El canon bíblico nació en una tradición de fe, o en todo caso en el plexo histórico de una pluralidad de tradiciones. Al final (y ciertamente ya durante su desarrollo, a pesar de las dispersiones y las tensiones) se las comprendió como historia única; y a esta comprensión unitaria se debe la posibilidad de entender la Biblia como canon. Para la comprensión teológica del canon de la Biblia no podemos referirnos simplemente a un concepto abstracto de historicidad, sino que debemos considerar la historia concreta de aquella irrepetible gesta que originó la Biblia. Por eso la historia del canon tiene un interés teológico no accidental.

a) Periodización. Una periodización mayor de esta historia, ligada a las estructuras teológicas más características del canon mismo, debe prever tres tiempos, que en alguna medida se entrelazan. Ante todo el tiempo del AT y del surgir del canon veterotestamentario dentro de la(s) tradición(es) de Israel. Luego el tiempo de Jesús y de la Iglesia de los orígenes, ya sea en cuanto interpreta el AT releyendo su sentido, su estructura, su canon, ya en cuanto genera el NT. Es un tiempo bajo el signo de lo definitivo, conforme al carácter escatológico de la figura de Jesús, y por ello, en relación con el canon, tiene carácter esencialmente conclusivo. El tercer tiempo, que le sigue, es por tanto tiempo de reflexión teológica sobre el canon como dato autorizado ya cerrado, sobre el sentido y sobre la responsabilidad del cual queda, sin embargo, mucho que meditar y comprender.

b) El cuerpo de las Escrituras de Israel. La historia del canon de las Escrituras de Israel se presenta a la vez como la historia de su colección en un cuerpo de escritos y como la historia de la conciencia de su autoridad. Esta conciencia es de fe, según se ha dicho, y por tanto implica revelación. La historia de la conciencia de la fe nos ayuda, aquí en particular, a comprender los caminos del proceso revelador que supone, y que no se nos notifica independientemente si no es con pequeñas referencias. La historia de la conciencia de la autoridad de las Escrituras no supone completada su colección, en el sentido en el que luego nos preguntaremos. Es más, los dos procesos seentrelazan y mutuamente se condicionan hasta formar una única historia. En efecto, la fe en la autoridad de estos textos precede y causa no sólo su colección, sino con frecuencia también su misma redacción; y ello es tanto más cierto cuanto más ésta supone formas textuales, escritas u orales, ya precedentemente compaginadas (fuentes), ya autorizadas por la tradición de la fe, de las cuales deriva luego el documento literario definitivo y canónico.

Así la autoridad de los escritos está ligada a la autoridad de su contenido y de su forma de proponerse a la fe de Israel: los textos legales como ley de Dios, los textos históricos como memorial para la fe del pueblo de las intervenciones de Dios en los orígenes y a lo largo de la historia de la alianza, los textos proféticos como interpretación divina de la historia, los litúrgicos como lenguaje tipo de la oración de la fe, y así sucesivamente para los sapienciales, apocalípticos, edificantes, etc. La historia del reconocimiento de los escritos sagrados y fundantes, es decir, canónicos, viene a coincidir así con la historia de la conciencia teológica del pueblo de Dios, con sus desarrollos y sus involuciones, con sus maduraciones y sus crisis, con su continuidad y sus periodizaciones, con la referencia memorial a los acontecimientos instituyentes y la proyección escatológica hacia el futuro de Dios diversamente prefigurado.

En esta historia van tomando forma un primer grupo de Escrituras (tórah), libro de la alianza y de la ley como fundamento del pueblo; un segundo grupo (profetas, anteriores y posteriores), libro de la interpretación de la historia de Israel a la luz de la alianza gracias a la conservación del don en él de la palabra de Dios; un tercer grupo más heterogéneo ("escritos"), libro de los desarrollos que extienden el mensaje de la ley y de los profetas en direcciones varias, podríamos decir, como son varios los caminos de la vida en los cuales tiende a expresarse la fe.

El primer cuerpo de escritos se cierra y hace canónico después del destierro; el segundo es conocido en su forma definitiva en tiempo del Sirácida (principios del siglo II a.C.). El nieto del Sirácida, que traduce al griego la obra (finales del siglo u a.C.), conoce ya una tercera serie de escritos; pero en el judaísmo no se pronunció una palabra definitiva sobre este tercer cuerpo más que hacia finales del siglo I d.C. En tiempo de Jesús, que la fe cristiana confiesa tiempo final, escatológico, el canon de las Escrituras de Israel está, pues, definido en gran parte, pero no sancionado en sus últimos particulares. Se ha hablado de formas diversas de canon (más amplio, alejandrino; más reducido, palestinense) en el judaísmo del tiempo alrededor de Jesús. Probablemente es más correcto no hablar de cánones diversos, sino más bien de usos parcialmente no idénticos, no elevados aún a la definitiva rigidez canónica en ninguna de las áreas del judaísmo.

c) Las Escrituras antiguas en la Iglesia de los orígenes. El tiempo de los orígenes cristianos (Jesús, Iglesia apostólica) comprende para la historia de la Biblia la adopción cristiana del cuerpo de los libros sagrados de Israel y la formación del NT. Las Escrituras de Israel son releídas por Jesús y a la luz del misterio de Jesús como Escrituras que encuentran en él su cumplimiento. En este sentido se las puede aceptar como Escrituras cristianas, y no sólo recordadas como palabra de Dios para el pueblo de Israel. Así se convierten en "AT" (la fórmula, referida a las Escrituras, en 2Cor 3,14). Su estructura normativa es compaginada, y casi invertida; polarizada ahora definitivamente en Cristo, y no en la tórah, lo cual no deja de plantear problemas interpretativos de amplio relieve, ya que su estructura histórico-literaria no puede menos de seguir siendo la veterotestamentaria. En los orígenes de este fenómeno está el modo mismo de aceptar Jesús sinceramente las Escrituras de Israel y su autoridad, aunque afirmando la autoridad de su propia persona como más originaria que ellas y como clave para la inteligencia de su verdad última.

También la determinación del canon del AT debe haberse producido en este horizonte. Una aceptación material del canon judío no hubiera sido posible para aquella franja todavía indeterminada que éste presentaba en tiempos de Jesús. El criterio decisivo —más aún que el de la aceptación y el uso personal de Jesús— parece haber sido el del cumplimiento de las Escrituras en él, es decir, el hecho de haber sido aceptadas y reclamadas por la Iglesia de los orígenes con vistas al anuncio del misterio de Cristo. Esta recepción y este uso no parecen haber sido determinados, para las partes aún no estabilizadas en el canon de las Escrituras judías, a partir de una verificación analítica de cada uno de los escritos y de su cumplimiento en Jesús. Es presumible, en cambio, que en un primer tiempo se usaran las Escrituras para el anuncio evangélico como un todo, sin afán particular de determinar los criterios de canonicidad y reconocimiento; y que a todo esto, medido por el uso más general de las Iglesias de los orígenes y no por el de las escuelas y las sinagogas judías, se refiriera la Iglesia conforme se le fue planteando más explícitamente el problema del canon.

d) Las nuevas Escrituras cristianas. Dentro del anuncio apostólico del misterio de Cristo y como momento suyo, nace además el NT. Los escritos que lo componen, surgidos en y de las tradiciones de las Iglesias a través de itinerarios más rápidos, pero no menos complejos que los que habían dado origen al AT, van compaginándose en una colección de cartas paulinas (conocida ya de 2Pe, aunque no sabemos si en la forma actual) y en un grupo de cuatro escritos pertenecientes al nuevo género "evangelio" (a finales del siglo II la cuaterna es ya tan compacta que se puede alegorizar sobre el número), y en otros escritos, entre ellos He, ligado al cuerpo de los evangelios por razones literarias e histórico-teológicas, y otros que se pueden situar diversamente.

El proceso de canonización de los escritos neotestamentarios, análogamente a lo que había ocurrido para el AT, supuso discernimiento entre escritos genuinos y menos genuinos o incluso extraviados. El criterio de este discernimiento fue la memoria de Jesús transmitida auténticamente en las Iglesias, mientras que a su vez los escritos canónicos fueron reconocidos en las Iglesias como la garantía objetiva de la autenticidad de la tradición y de la fe. Las Iglesias no conocieron nunca un canon sólo neotestamentario, sino que colocaron los nuevos escritos junto a las Escrituras de Israel, que se habían cumplido en Cristo, como coesenciales, unos y otras a su modo, para el anuncio del evangelio de Jesús, para la apología, para la liturgia, para la catequesis y para la edificación. Precisamente en torno a la cuestión de la relación entre AT y NT, así como entre las respectivas Escrituras, se abre el tercer momento de la historia de la fe respecto al canon y a la canonicidad de la Biblia.

e) El discernimiento patrístico del canon. El debate eclesiástico y teológico sobre el canon y la canonicidad de la Biblia ya conclusa y confiada a la tradición posapostólica se puede dividir en tres grandes momentos: el patrístico, de la controversia marcionita a principios del siglo v; el momento de Lutero y de la definición tridentina del canon; el debate hermenéutico moderno y contemporáneo.

El hereje Marción (mitad del siglo n) no reconocía el AT (alianza y libros), que atribuía a un Dios malvado, opuesto al del NT. También en el NT mantenía un canon especial (el "evangelio": Lc, más el "apóstol": 10 cartas paulinas, todo ello depurado de las citas veterotestamentarias). Ante esta postura, las Iglesias formalizaron su propia recepción de las Escrituras de los dos testamentos, y al menos desde entonces tuvieron un canon oficial. Para el AT no era una novedad la configuración en un canon; para el NT es difícil ir más allá de la conjetura a propósito del grado de explicitación del canon y de sus extremos en los tiempos que precedieron a la controversia suscitada por Marción.

Acerca de los confines del canon, tanto del AT como del NT, todavía hay incertidumbres entre los padres sustancialmente hasta el siglo v (esporádicas las referencias sucesivas). Se refieren éstas a aquellos escritos del AT que el judaísmo no admite, y también, por razones diversas, a siete escritos del NT (Heb, Sant, 2Pe, 2Jn, 3Jn, Jud, Ap). Entre tanto, se aclaró definitivamente el rechazo de los apócrifos. La concordia sobre el canon se fue formando finalmente alrededor de un complejo criterio de apostolicidad de las Escrituras. Al sentido de este criterio en relación con el AT se ha hecho ya referencia; la reflexión teológica sobre él es muy compleja, y el testimonio patrístico no formal. Para el NT apostolicidad implicaba, en un nexo difícil de analizar, origen apostólico de los documentos, autoridad apostólica de su entrega a las Iglesias, fidelidad de su contenido a la doctrina de los apóstoles.

Basándose en el primer aspecto se suscitaron ya en la época patrística problemas de autenticidad literaria, en particular sobre la paternidad paulina de Heb (que, por lo demás, Heb no exige en rigor) y juanista de Ap. Por lo demás, la literatura apócrifa se apoyaba en general precisamente en la atribución de los escritos a figuras apostólicas o en todo caso de la primera generación cristiana. Para comprender el problema hemos de estar atentos a no abordarlo partiendo de una concepción moderna de la figura del autor y de la paternidad literaria. El uso, que para nosotros es en todo caso inadmisible, de la pseudoepigrafía (atribución ficticia), en la mentalidad antigua se juzgaba con criterios más elásticos y polivalentes. No es que se admitiera cualquier pseudoepigrafía; pero se estimaba apropiada la atribución a un jefe de escuela autorizado (incluso lejano) de escritos producidos dentro de la tradición que era heredera legítima suya. De ahí ya en el AT la paternidad mosaica de toda la ley, la davídica en general de los salmos, la salomónica de muchos escritos sapienciales. Si se prescinde de buena parte de las cartas paulinas, puede que no haya escrito en el NT que escape a una hipótesis más o menos fundada de pseudoepigrafía. Por lo demás, la atribución de algunos escritos es tradicional, es decir, que proviene de testimonios externos y no del escrito mismo (todos los evangelios, p.ej.).

Hay que notar que los padres, al valorar los escritos del NT con el metro de la apostolicidad, no consideran extensible ilimitadamente este derecho a servirse del nombre de los apóstoles. No dudan que ellos mismos son herederos legítimos de la tradición apostólica (en general son obispos, entre otras cosas); sin embargo, saben que pertenecen a una época que no está ya en condiciones de producir Escrituras. De este modo llegamos al segundo aspecto de la apostolicidad de los escritos neotestamentarios: son considerados testigos de los orígenes, y como tales son recibidos. Así ya el fragmento de Muratori (finales del siglo u) excluye del canon bíblico al Pastor de Hermas, aunque lo reconoce como bueno y edificante, por ser escrito reciente. Se inicia así (al menos por lo que sabemos) la distinción entre documentos bíblicos y documentos buenos de la tradición cristiana sucesiva; para la formación del canon es casi tan necesaria como la distinción entre escritos conformes o disconformes respecto a la tradición de la fe.

También este tercer criterio, o sea la ortodoxia, se usó en la era patrística, sobre todo para rechazar las obras de grupos heréticos que se atribuían origen y autoridad apostólicos (apócrifos). Este género de valoración supone en la tradición de las Iglesias y en los obispos de los siglos ii-v una fuerte conciencia y seguridad de su capacidad de permanecer fieles (por un don del Espíritu) a la doctrina de los apóstoles; hasta el punto de que es legítimo preguntarse qué garantía, apoyo y norma encuentra (y sobre todo busca) en los escritos una tradición ya tan segura de sí que se considera capaz de discernir los mismos escritos basándose en el contenido. En realidad, esta descripción del reconocimiento del canon por parte de los padres y de las Iglesias parece simplificadora. Un primado sin más de las Iglesias y de su magisterio respecto a los escritos neotestamentarios no existió jamás; y la tan repetida fórmula agustiniana "ego vero evangelio non crederem, nisi me catholicae ecclesiae commoveret auctoritas" expresa sólo en su carácter paradójico la mitad (y no la más importante) de la actitud de latradición. El discernimiento de la canonicidad de los escritos neotestamentarios por parte de la comunión de las Iglesias en los primeros siglos fue un hecho progresivo; y el reconocimiento o rechazo, también con el metro de la ortodoxia, de los escritos más controvertidos se verificó por la acción de las Iglesias firmemente referidas a los escritos de más serena apostolicidad y formados y regulados continuamente por ellos. Aunque no es fácil indicar la medida del fenómeno, ciertamente la coherencia interna fue un factor importante de la creciente clarificación del canon.

f) El debate moderno sobre el canon y la canonicidad. La problematización del canon tradicional a principios de la época moderna por parte de Lutero ha estado presidida por la cuestión de la pureza del evangelio, es decir, por la capacidad de las Escrituras de comunicar ("urgere") a Cristo como única palabra de salvación de Dios para nosotros. Al asumir como criterio de canonicidad —evidentemente según su propia comprensión— la doctrina de la justificación por la sola fe, en la cual veía expresada la confesión de Cristo como- único salvador y la negación de cualquier presunción de autosalvación, Lutero marginaba como de menor valor a Sant, Jud, Heb, Ap. En cambio, para el AT siguió el canon judío.

Frente a esta problematización, lo mismo que frente a críticas suscitadas por Erasmo atendiendo a razones de orden literario sobre la canonicidad de Mc 16,9-20; Lc 22,43-44; Jn 7,53-8,11, el concilio de Trento (sesión IV, 8-4-1546, DS 1501 ss) definió el canon de los escritos bíblicos, dando su lista y ordenando admitirlos "íntegramente, con todas sus partes, como es costumbre leerlos en la Iglesia católica y se encuentran en la vieja edición latina Vulgata". Por su parte, la llamada "ortodoxia protestante" (filón doctrinal y dogmático de la teología protestante más antigua, cuyo máximo representante fue J. Gerhard; fórmulas confesionales; uso de las Iglesias), abandonando el evangelismo de Lutero, se afirmó más bien en una posición biblista, volviendo al canon neotestamentario de los 27 escritos y permaneciendo para el AT en las posiciones más estrictas del canon judío.

La teología católica, empeñada en defender el dogma tridentino y la integridad del canon, ha insistido durante mucho tiempo en la idéntica autoridad de todos los escritos bíblicos, y en particular de los protocanónicos y deuterocanónicos. La distinción de escuela entre escritos protocanónicos y deuterocanónicos se debe a las elaboraciones escolásticas del siglo xvi. Se llama protocanónicos a aquellos escritos cuya canonicidad es históricamente indiscutible (prescindiendo del asunto marcionita); deuterocanónicos son aquellos escritos y fragmentos del AT y del NT cuya pertenencia al canon, como se ha ido recordando, fue objeto de disputa. La afirmación de la identidad canónica de todas las Escrituras es válida y necesaria en la medida en que, como hacía la teología católica postridentina, se adopta un concepto formal de canonicidad y nos colocamos en el punto de vista de la índole divina de la autoridad de la Biblia. En cambio, en la medida en que se atiende específicamente a la mediación humana (lingüística) de esa autoridad, reconociendo el alcance del contenido y no sólo el formal de la canonicidad de la Biblia, el problema del valor idéntico de todos los escritos debe abrirse de nuevo. No se trata de desenterrar la cuestión marcionita ni de reiniciar el debate antiguo sobre los deuterocanónicos. Se trata más bien de renovar en conjunto los términos de la cuestión, poniendo de manifiesto su significado propio, que es hermenéutico (la canonicidad como premisa que caracteriza la relación entre la Biblia y la fe del que la lee) y subordinando, como es jerárquicamente justo, la afirmación del canon a la de la canonicidad de la que recibe sentido. También esto es tradicional.

El Vaticano II se ha hecho eco de ambas direcciones de la tradición, en particular reconociendo los escritos del AT como verdadera palabra de Dios, que tiene para nosotros valor perenne (DV 14), aunque "contengan también cosas imperfectas y temporales" (DV 15) y encuentren "su completo significado en el NT" (DV 16). En cuanto al NT, en él "la palabra de Dios... se presenta de modo eminente" (DV 17). Y, en especial, "a nadie se le oculta que, entre todas las Escrituras, aun del Nuevo Testamento, descuellan con razón los evangelios" (DV 18).

La reflexión teológica más reciente tiene una prehistoria justamente en la exhortación luterana a ir más allá del texto de la Escritura para captar aquello a lo que se refiere; pues la Escritura es canónica no por afirmarse a sí misma como libro, sino con vistas a la palabra de la que es mediadora. En este sentido, como se ha dicho, esa reflexión (directamente sobre la canonicidad, y sólo en oblicuo sobre el canon) tiene un carácter precisamente hermenéutico. Ha asumido diversas formas según el modo en que se ha concebido nuestra relación con el contenido de la Escritura. Así la concepción pietista de la fe ha llevado a interpretar la canonicidad de la Escritura según el criterio de lo edificante. En cambio, la teología iluminista ha dado la preferencia a la universalidad de la religión natural o, por otro camino, a la genuinidad histórico-crítica de la documentación. La teología dialéctica ha interpretado el problema de Lutero en sentido existencialista hasta la separación bultmaniana entre el NT como fuente de acceso crítico al Jesús de la historia y como palabra que me interpela a la decisión por Dios en el Cristo de la fe. Más complejas y articuladas son las posiciones bultmanianas (Kümmel, Kásemann, Aland, Marxsen, Ebeling...).

Con referencia precisa a la cuestión del canon, esta teología se ha presentado a menudo como problema del "canon dentro del canon" (en sentido evidenciativo-verificativo o en sentido selectivo), o como cuestión de articulación y de articulación interna del canon con vistas a la elaboración eventual de una t teología bíblica. En cambio, no ha conducido (después de Lutero) a ninguna tentativa de modificación real del canon recibida en las Iglesias. Por su parte, la teología católica, mantenida por el dogma tridentino al abrigo de cuestiones sobre la extensión del canon, ha dejado también las cuestiones relativas a la canonicidad más bien en la sombra. Ha preferido seguir proponiendo también la tradición, junto a la reflexión sobre la Biblia misma (y a veces en contraposición polémica con ella) como criterio de reconocimiento del canon y la comprensión correcta y profunda de su contenido y de su autoridad. En este sentido cf DV 8: "Por la misma tradición conoce la Iglesia el canon íntegro de los libros sagrados, y las mismas letras sagradas son en ella entendidas más a fondo y se tornan constantemente eficaces".

3. EL PROBLEMA TEOLÓGICO ACTUAL. El problema teológico actual respecto al canon bíblico se podría plantear así: ¿Qué sentido tienen hoy los criterios de canonicidad usados por las Iglesias de los primeros siglos? ¿Qué itinerarios teológicos y hermenéuticos nos sugieren? La distancia de la época de los orígenes (en el sentido de contigüidad menos inmediata), el hecho de la prescripción tradicional sancionada por el dogma tridentino (pero también, en la práctica, por el uso de las Iglesias acatólicas), la teología de la revelación, madurada después de la época iluminista, la dimensión ecuménica en lugar de controversista asumida por el debate son otros tantos factores que inducen a esperar que las preguntas indicadas no sean ociosas.

a) Valor de los criterios de canonicidad. El criterio de la originalidad literaria puede proporcionar una importante dinámica de la transmisión de la revelación y garantizarle justamente a través del documento bíblico una eficacia perenne. El anuncio del evangelio, ahora y ya en los comienzos, en la predicación "oral y en la palabra escrita, por un lado es absolutamente adecuado para despertar la fe (cf Jn 20,29); por otro, es irreductiblemente diverso de la experiencia originaria del encuentro de Jesús por parte de los primeros testimonios, a partir de la cual en la Iglesia se hace memoria del Señor (cf Lc 1,1-4; Un 1,1-3). La Escritura, y en particular el NT, al permitir a través de la forma del documento escrito acceder a una formulación de primera mano de esta experiencia, ofrecería no tanto la más profunda o completa o útil o interesante formulación de la fe cuanto aquélla con la que es necesario que se enfrente toda formulación que no quiera sustituir por arbitrio e invención la objetividad y el carácter definitivo de la palabra que Dios nos ha dicho en Jesucristo.

La elaboración teológica de esta indicación requiere ante todo una apología apropiada de lo que a este propósito nos supone más problema a nosotros, a saber: del método pseudoepigráfico. Esta reflexión debería unir una investigación histórico-teológica sobre los hechos y sobre los textos que tenga en cuenta puntualmente los recientes resultados de los métodos histórico-formal, histórico-tradicional, histórico-redaccional, con una profundización filosófico-antropológica sobre la experiencia de fe, su traducción lingüística y los temas conexos. Ya en este punto se debería tener en cuenta la diferenciada concepción de la autoridad apostólica y de la apostolicidad que presentan las tradiciones neotestamentarias, lo cual es tanto más necesario cuando se las confronta con estas indicaciones que se derivan del empleo de los otros parámetros de apostolicidad usados por los antiguos.

El parámetro jurídico-cronológico, según el cual son apostólicos los escritos de la época de los apóstoles y están garantizados por su autoridad, evidencia y desarrolla, justamente en virtud de su índole positivista, el carácter no manipulable de la revelación mediata de las Escrituras. Para que el resultado de esta perspectiva no sea solamente negativo, es decir, que no se reduzca a un distanciamiento de lo que no es la revelación (valor en todo caso también precioso) sin ayudar a delinear lo que es, quizá la teología fundamental debería afanarse sobre todo en el examen y en la aplicación a este tema de las relaciones entre historia y misterio, entre memoria y tradición.

Difícilmente se podrán recorrer estos caminos sin evocar precisamente el parámetro recordado en primer lugar y el que apela al contenido apostólico de los escritos del NT. A través de esta consideración del contenido, el criterio de la apostolicidad tiende a transformarse en el de la evangelicidad en sus diversos matices (doctrina evangélica, energía evangelizadora...). De ese modo se evidencia la relatividad del documento en relación con lo que está destinado a comunicar; y así la teología se ve forzada a considerar como un hecho unitario, y a comprender justamente como tal, el discernimiento de la identidad de la Escritura y el discernimiento de la identidad de Jesús.

b) Índole del juicio de canonicidad. No parece posible un juicio definitivo, que se adueñe en una síntesis teológica de los términos objetivos de lo que estos y, eventualmente, otros parámetros expresan. La síntesis surge dentro del acto hermenéutico, en el cual hay que habérselas realmente con la Biblia; y, por tanto, sólo puede ser objetivada limitadamente y a condición de adoptar justamente la praxis hermenéutica concreta como punto de partida correcto. Esta índole limitada y esta corrección de enfoque hay que reconocerlas especialmente a la definición tridentina del canon. Pues ella toma como punto de referencia la praxis más que milenaria de la Iglesia y la fotografía en el perfil limitado y preciso de la enumeración de los escritos canónicos. Como en todo problema teológico, el hecho de que los resultados de la reflexión tengan siempre carácter no exhaustivo no significa, en definitiva, que estén privados de verdad y que no puedan manifestar un progreso en la inteligencia del misterio; justamente es lo contrario.

c) Acerca del sentido del AT como Escritura cristiana. En particular, un análisis que aspirara a ser más completo no podría descuidar lo que aquí simplemente se ha apuntado, a saber: la más que difícil problemática de la elaboración teológica de la apostolicidad del AT. Sus libros, "integralmente asumidos en la predicación evangélica", justamente así para la fe cristiana "adquieren y manifiestan su completo significado" (DV 16). También a este propósito es punto de partida prácticamente obligado la tradición hermenéutica de las Iglesias. Reinterpretando la tradición alegórica que se afirmó a partir de Orígenes y purificándola no sólo de las ingenuidades técnicas de la exégesis patrística y medieval, sino sobre todo de la concepción a pesar de todo insuficientemente histórica de la verdad de las Escrituras común en la teología del pasado, debería ser posible integrar de modo teológicamente correcto y fecundo la concepción formalista, y por tanto gris y sin relieve, del canon y de la canonicidad heredada, en lo que se refiere a la relación AT-NT, de la teología de la controversia antimarcionita.

d) Canon y ecumenismo. Finalmente, no habrá que desestimar la valencia ecuménica de este interrogarse, integrando y problematizando cada uno de los parámetros a partir de los otros (evidentemente, sobre el fondo de los datos de la historia). No es difícil reducir emblemáticamente, al menos en principio y con el justo sentido de los obligados matices historiográficos, las posiciones sobre el sentido de la Biblia mantenidas por las grandes confesiones de Occidente y por las grandes escuelas teológicas contemporáneas (iluminista-liberal, existencialista-dialéctica...) a los principales parámetros de la apostolicidad, o al menos al modo de relacionarlas entre sí. La forma (pacífica, dialéctica, relativista, sincretista, escatológica...) y los términos concretos de toda síntesis teológica respecto a la canonicidad y al canon de las Escrituras son contemporáneamente ya por sí mismos una propuesta metodológica y de contenido para el ecumenismo. Corresponden a otras tantas maneras de concebir la comunión eclesial, y los caminos para desarrollarla y, donde sea necesario, corregirla.

Por este camino, en particular, se ha movido E. Kásemann, sosteniendo que las rupturas eclesiales no podrían sanarse a partir del canon, y que por tanto el NT no es plataforma suficiente para el camino ecuménico, como muchos sostienen, puesto que él mismo es intrínseca y necesariamente conflictivo. Una propuesta ecuménica católica inspirada deberá afirmar, en cambio, posibilidades reales de comunión eclesial ya en el cauce de la historia, y correspondientemente posibilidades de síntesis en el plano de la teología bíblica. Por eso mismo, aunque consciente de los límites inevitables de cualquier proyecto, se empeñará en formular hipótesis de itinerario en esta dirección.

II. INSPIRACIÓN. 1. EL PROBLEMA. Por "inspiración" de la Biblia, y con las expresiones sustancialmente equivalentes, de las cuales la más tradicional es aquella por la cual se confiesa que la Biblia es "palabra de Dios", la fe y la teología indican el fundamento de la canonicidad de la Escritura en la trascendencia del misterio de Dios. Esta relación de la Biblia con el misterio se puede contemplar de diversas maneras. La más usual es la que señala a Dios como origen trascendente de las Escrituras. Por lo demás, no hay que excluir que el mismo concepto de inspiración valga para indicar útilmente también la presencia actual del misterio en la palabra de la Escritura y la transparencia de la Escritura en relación al misterio. Es además trascendente la finalidad de las Escrituras; ellas ofrecen "la sabiduríá que conduce a la salvación por medio de la fe en Jesucristo" (2Tim 3,15) y sostienen en el itinerario de la esperanza (cf Rom 15,4); son, pues, instrumento para la adhesión a Dios que se nos ofrece como salvación.

En virtud de la inspiración, referidas inmediatamente a Dios, son sagradas las Escrituras. Sacralidad y canonicidad de las Escrituras son inseparables, porque la autoridad que les viene de Dios las hace normativas y necesarias, es decir, justamente lo que se entiende al señalarlas como canónicas. Pero no podrían reivindicar semejante autoridad sobre la Iglesia y sobre la fe (virtud teológica que tiene como objeto precisamente a Dios) sino en virtud de una inmediatez al misterio, que es justamente lo que se expresa con la doctrina de la inspiración.

También se puede decir que la doctrina de la inspiración se refiere a la Biblia en sí, y la de la canonicidad a la Biblia en relación a nosotros. Pero menos oportunamente; sobre todo si la consideración de la Biblia en sí da a entender que se puede pensar sensatamente la Biblia por sí misma. En cambio, carecería del todo de sentido prescindir de su ser propter nos, pues Dios ciertamente no da origen a un libro suyo para satisfacer exigencias expresivas propias. La observación, sobre cuya aparente evidencia se podrían hacer observaciones sutiles, en conjunto no debe parecer superflua. La reflexión teológica sobre la inspiración de la Biblia ha sido a veces realmente víctima de abstracciones, precisamente por haber considerado el misterio divino de la Escritura desenganchado de su referencia intrínseca a aquel diálogo de la salvación en el que está inserta y para el cual ha sido pensada.

2. EL DATO. a) El testimonio bíblico. Una reflexión sobre la palabra de Dios escrita se encuentra sólo anunciada en el AT. La formación de un canon, o al menos de sus partes bien definidas, precede a la explicitación del sentido teológico de los escritos de Israel. Mas no sería correcto esperar que ya desde el principio, mientras que los documentos bíblicos y su cuerpo estaban aún tomando formas, la doctrina de la inspiración surgiese en los términos y según losinterrogantes explícitos de la teología posbíblica. El tema de la palabra de Dios, relacionado con la experiencia del Dios que habla, ha iluminado ciertamente la recepción de las Escrituras de Israel bastante antes de que se pensase en interrogarse sobre el sentido preciso de la forma escrita de esta palabra. Así la palabra de la tórah, por ejemplo, fue venerada y amada ante todo en su realidad complexiva de ley-sabiduría-palabra y escrito. Algo análogo puede decirse del tema del Espíritu de Dios, cuya acción por medio de los profetas y de los sabios de Israel (y luego de los apóstoles y de los discípulos de la era apostólica) fue reconocida en los documentos provenientes de ellos y de sus escuelas antes de que se sintiese la necesidad de formular explícitamente la pregunta acerca de los escritos en cuanto tales.

El paso, en términos generales de historia de la cultura, de una tradición preferentemente oral y consuetudinaria a otra en la que el escrito habría desempeñado un papel decisivo, debe haber constituido el fondo apropiado para la aparición de la cuestión teológica acerca de la índole sagrada de las Escrituras. Estas se convirtieron en instrumento normal de memoria de los acontecimientos originarios por los cuales fueron generadas la antigua y luego la nueva alianza, y en los que encontraron (y la segunda sigue encontrando) su propio sostén y su orientación. Para la doctrina católica, que rechaza la exclusividad del principio "sola Scriptura", esta función no se entiende como alternativa a la tradición viva, que es una forma más vasta y que, en conjunto, comprende también la Biblia, la sola forma adecuada de la memoria de la alianza.

Si no debemos esperar del AT una doctrina formal sobre el tema de la inspiración, hay que observar, sin embargo, que los temas de la experiencia de la antigua alianza ayudan a leer los textos más recientes y más explícitos sobre la Escritura y su índole sagrada, principalmente el de 2Pe 1,20-21 y el de 2Tim 3,15-16. 2Pe se refiere a la graphé como lugar de palabra profética auténtica. En el origen de esta palabra profética (de ella se habla formalmente, no de la graphé en cuanto documento) está la iniciativa no del hombre, sino del Espíritu Santo; de tal modo que ella es palabra de parte de Dios. Los mismos temas (Dios, el Espíritu) se encuentran en 2Tim en el adjetivo theópneustos, "inspirado por Dios", atribuido a (o predicado de) "toda Escritura". El sentido del adjetivo, que se hizo luego técnico, ha de establecerse, pues, a partir del tema del Espíritu que viene de Dios, o por medio del cual obra Dios. Ha de entenderse también a partir del contenido, cuyas grandes directrices teológicas son el esfuerzo por ser fieles a la doctrina (esto también en 2Pe), la "salvación por medio de la fe en Jesucristo" (v. 15), la "preparación" del "hombre de Dios" para el ministerio eclesiástico, que no carecerá de pruebas. Otro tema fundamental emerge del contexto del pasaje de 2Pe, y es el de la espera de la "estrella matutina" (manifiestamente Cristo), hasta cuya aparición nos es preciosa la palabra profética de la Escritura "como lámpara que luce en lugar tenebroso" (v. 19).

Se trata en ambos textos directamente de las Escrituras veterotestamentarias, pero a las cuales se compara esencial, y aun primariamente, la doctrina y el testimonio apostólico (también esto en ambos contextos). Se nos encamina, pues, a poder hablar de inspiración para el cuerpo entero de las Escrituras cristianas, AT y NT, pues estas anotaciones sobre la índole sagrada de las Escrituras se formulan, en efecto, en un momento en que su canon comienza a aparecer articulado en sus dos grandes secciones. 1Tim 5,18 cita, en efecto, a Lc 10,7 como "Escritura" (y la unidad interna del cuerpo de las pastorales es sólida), mientras que la misma 2Pe no vacila en comparar las cartas paulinas con las "otras Escrituras" (3,16).

Así pues, en conjunto el cuadro teológico ofrecido por los dos textos presenta indicios significativos para la comprensión de la Biblia precisamente como palabra de Dios escrita. La ausencia de Cristo, a la cual hay que ser fieles y que es esperado, hace preciosa la referencia precisamente al documento. Por su parte, el tema pneumatológico, mientras que es realmente apto para dar relieve a la eficacia de la palabra de la Escritura y a su finalidad de salvación, en una teología neotestamentaria no puede separarse precisamente de la memoria, de la confesión en la fe y de la espera de Jesucristo. El Espíritu Santo (2Pe 1,21) captado en el origen de las Escrituras proféticas no es distinto de aquel cuya efusión está en el origen de la Iglesia y de su testimonio de fe; es el Espíritu del cual declarará el símbolo de Constantinopla que "ha hablado por medio de los profetas", confesando así la continuidad de AT y de NT.

b) La identificación moderna del tema y el dogma católico. El problema de la relación entre carácter sagrado de la palabra y carácter sagrado de la Escritura (en términos más técnicos: entre revelación e inspiración) es en realidad un problema moderno. Estudiando el pensamiento de santo Tomás al respecto, la teología neoescolástica no ha descubierto más que las cuestiones sobre la profecía (S.Tb., II-II, qq. 171-174). Para que se planteara el problema era necesario pasar por la crisis de desconfianza en el lenguaje propia de la teología nominalista, y la correspondiente posición dramática del problema hermenéutico con Lutero, y por el biblicismo de la teología de la ortodoxia protestante. En la teología católica la distinción entre revelación e inspiración, y consiguientemente la interrogación sobre ésta como tema separado, surgió con L. Lessio y el debate sobre sus tesis (1587-1588). El contexto era el de la problemática conocimiento natural-conocimiento sobrenatural. Y en su tiempo, precisamente en nombre del conocimiento racional, en la teología iluminista no se podrá dejar de preguntar qué sentido tiene, y si tiene sentido, considerar la Biblia algo más y diverso de un libro como todos los otros.

Este contexto permite comprender por qué, a diferencia del concilio de Trento, que tenía sólo el problema del canon bíblico, el concilio Vaticano I, celebrado después de la crisis de la confianza en la Biblia surgida con el iluminismo, tuvo el más radical de la inspiración. Al reprobar dos teorías quizá no entre las más importantes, y al aceptar positivamente las formulaciones más tradicionales de la fe, el concilio enseña que los libros del AT y del NT "la Iglesia los considera sagrados y canónicos no porque, compuestos por sola obra humana, hayan sido luego aprobados por su propia autoridad; y tampoco solamente porque contienen la revelación sin error; sino porque, compuestos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales (es decir, como sagrados y canónicos, n.d.r.) han sido consignados a la Iglesia" (DS 3006).

Además de reiterar la enseñanza dogmática del Vaticano 1, el Vaticano II se servirá también de la otra fórmula más clásica, puntualizando de este modo la unidad diferenciada de Escritura y tradición: "La Sagrada Escritura es palabra de Dios...; la sagrada tradición transmite íntegramente la palabra de Dios" (DV 9). La afirmación de que la Escritura es realmente "palabra de Dios" no impide que el concilio no confunda revelación e inspiración: la doctrina sobre la Sagrada Escritura y su inspiración está ubicada, en efecto, dentro del discurso sobre la transmisión de la divina revelación. En cuanto al misterio del origen divino y humano de la Escritura, el Vaticano II, haciéndose eco también de la enseñanza de los papas del último siglo, insiste en el respeto que ha tenido Dios hacia los autores humanos, que son "verdaderos autores" (DV 11). Así manifiesta la Biblia la divina "condescendencia": "Y es así que las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se han hecho semejantes al lenguaje humano, a la manera como un día el Verbo del Padre eterno, al tomar la carne de la flaqueza humana, se hizo semejante a los hombres',' (DV 13).

c) La humanidad del libro sagrado y el carisma hagiográfico. Justamente a propósito de la cuestión de la verdadera y plena humanidad de la Escritura han versado los capítulos más significativos de la historia de la doctrina de la inspiración; y no es extraño, ya que precisamente la correcta relación con lo humano nos señala lo correcto de la imagen teológica del Dios que está en el origen de la Biblia y del origen de la Biblia de Dios. Es una dinámica necesaria de todo conocimiento de Dios. En particular, es teológicamente necesario que no se imagine a Dios como concurrente del hombre, sino como al que lo acoge y lo salva; la afirmación de la verdadera y plena humanidad de la Biblia y la precisión de sus términos pretenden expresar en definitiva esto.

Los principales capítulos en los que esta clarificación se ha desarrollado hasta hoy son tres: el de la plena intencionalidad humana, el de la culturalidad y de la historicidad de la obra de los autores sagrados. La primera precisión se opone a una concepción estática o de alguna forma pasiva de los autores inspirados; la segunda a una suerte de "naturalidad universal" de su palabra; la tercera impone que se comprenda todo escrito bíblico como situado en la cronología, en la sociología y en cualquier otra coordinada histórica, de modo que se siga lo puntualmente que la escucha de la palabra de la Biblia entraña el esfuerzo hermenéutico por salvar la distancia entre el texto y el lector.

Esta serie de precisiones que ha ido poco a poco exigiendo el esfuerzo de inteligencia de la Biblia y de su misterio le permite a la doctrina de la inspiración hacer justicia al origen y fisonomía reales del libro sagrado. En particular, el concepto de hagiógrafo (autor sagrado, inspirado), fundamental para la reflexión teológica sobre la inspiración, se ha de entender hoy a la luz de las más recientes adquisiciones de la ciencia bíblica. Sabemos, en efecto, que sólo raramente las páginas de la Escritura tuvieron en su origen un autor que las escribiese del modo como suelen escribir los autores modernos. En grandísima parte, los escritos bíblicos tienen tras de sí una compleja elaboración de tradiciones orales y escritas, de relecturas, recomprensiones, retoques y otras actividades redaccionales; y no en último término, la actividad de quien, al introducir los escritos en un cuerpo más vasto (canon), hizo realmente evolucionar, si no el significado verbal, el sentido del conjunto y su mensaje para nosotros [/Pentateuco; /Palabra; /Revelación].

La Escritura nace, pues, en el pueblo de Dios y en su tradición; y la inspiración es don que se ha de entender en el marco de la acción del Espíritu que plasmó la tradición de Israel y de la Iglesia de los orígenes en lo concreto de la alianza, antigua primero y luego nueva. En esta tradición del pueblo de Dios y de su fe, la inspiración es carisma que invade en diversa medida y según modalidades diversas a todos los que de algún modo contribuyeron intrínsecamente a dar origen a la Biblia. Desde este punto de vista, el carisma de la inspiración presenta una fenomenología que está lejos de ser uniforme. La reflexión neoescolástica ha realizado complejos análisis a propósito de la psicología de los autores inspirados; estos esfuerzos, aunque presentan la debida diligencia para que en nada el origen de la Biblia parezca sustraído al influjo del Espíritu que mueve e ilumina, resultan en conjunto abstractos. El primado en la reflexión debe atribuirse no a este o a aquel personaje (autor, redactor, etc.), sino al documento; él es el que está inspirado, y los que lo engendraron estuvieron inspirados en la medida en que contribuyeron a su constitución. El primado, si queremos ser precisos, se le ha de reconocer a la Biblia en su fisonomía definitiva, es decir, a todo el conjunto del canon, compuesto de AT y NT; por lo que hay que dar la razón a N. Lohfink cuando afirma que el último autor inspirado del AT fue la Iglesia apostólica, que lo adoptó en su predicación del misterio de Jesucristo.

Por lo demás, es también evidente la abstracción subyacente a este modo de entender la inspiración y al endurecer este primado del documento (por otra parte, no sabremos realmente pensar esta o cualquiera otra realidad sino abstrayendo, porque tal es la condición de nuestro humano pensar). Si la actividad de las varias personas que están en el origen de la Biblia, en su formalidad de actividad que origina la Biblia bajo el influjo de la inspiración, es actividad pasajera, no hay motivo para creer que no esté insertada en general de modo coherente en el devenir personal y eclesial de estas mismas personas. Definido en referencia a la Escritura inspirada que llega a nosotros y a la cual se refiere nuestra fe, el carisma de la inspiración aparece desgajado de manera presumiblemente más bien artificial de la que en conjunto debe haber sido la obra del Espíritu en y a través de estos creyentes, en su comunidad, en el cauce de las tradiciones del pueblo de Dios. La artificiosidad, inevitable, expresa nuestro punto de perspectiva, histórico y teológico, desde el cual consideramos a posteriori aquel documento realmente inconfundible en su misterio y en su función, que es la Sagrada Escritura. Pero nada obliga a considerar que en principio el Espíritu haya dado el carisma que llamamos inspiración de manera arbitraria. Por eso no podemos estimarnos libres de buscar la lógica de este don en la historia de la salvación, por las mismas razones por las que no podemos contentarnos con aceptar el canon bíblico como un dato meramente positivo, sino que debemos afrontar el problema teológico de su sentido articulado y de su criteriología. No se trata, en el fondo, de dos problemas diversos, sino de dos modos de enunciar el mismo problema.

3. LA INTERPRETACIÓN TEOLÓGICA. Diversas son las vías tradicionales a lo largo de las cuales se ha intentado la interpretación teológica de la relación de inspiración entre Dios y el hagiógrafo con vistas al libro sagrado. Cada una es digna de atención y de reflexión, ya sea en conexión con la actual identificación de la figura del hagiógrafo, según se ha dicho, ya sea en sí misma. Podemos catalogar estas vías en dos grandes grupos: las vías de la interpretación por esquemas conceptuales según diversas analogías y las vías de la interpretación económica, y en concreto trinitaria, histórica y salvífica.

a) La interpretación por esquemas conceptuales. Las principales imágenes ofrecidas por la patrística para la inteligencia del misterio de la inspiración son las de la dictatio, del autor y de la autoridad, y del instrumento (órganon). Cada una a su modo experimenta un proceso de rigidez en la elaboración escolástica. Pierden en este proceso un poco de la fluidez y del carácter aproximativo del antropomorfismo, pero también un poco de su rica capacidad evocadora. Adquieren rigor, y con ello la capacidad de prestarse a una profundización agudamente crítica en el dato; pero también una rigidez que las hace menos disponibles para servir, según la analogía, a las vías del misterio.

Dictare es un decir intenso: el hombre dice la palabra de la Escritura; Dios la dictat. La Escritura es palabra autorizada, nítida, profunda, sugestiva; todo esto se expresa en la imagen de la dictatio. Destinatario de esta dictatio es en primera instancia el hagiógrafo; pero a través de él lo es también todo creyente. El entumecimiento de la dictatio en "dictado verbal" (Báñez, 1584) expresa incisivamente la sacralidad puntual del documento en su realidad textual, lo cual es de suyo pertinente. Pero pierde muchos matices respecto a la palabra como misterio de comunicación en favor de este único aspecto. Hace que retroceda la atención del lector, resolviéndolo casi todo en una relación entre Dios, el hagiógrafo y el texto. Y necesita precisiones no indiferentes, por un lado para que no se conciba al hagiógrafo como una especie de copista pasivo, y por otro para que no se desenfoque en una sacralidad indiscriminada aquella relación intrínseca que vige en todo escrito entre el tenor verbal del texto, su contenido, su dinámica comunicativa, etc. Pues el carácter sagrado del texto bíblico no lo hace fin en sí mismo (sería un absurdo), sino que es característica que le compete dentro de su existir como forma de la comunicación divina.

La confesión de Dios como autor de las Escrituras, que, como se ha visto, hace suya también el texto dogmático del Vaticano I, en un sentido más general indica sólo su origen divino, que las cubre con una "autoridad" divina (en los múltiples matices de que es capaz este término polivalente que deriva justamente de "autor"). Además, el uso de la imagen con referencia a la Escritura es derivado; más originario en teología es su uso con referencia a la economía de la salvación, de la cual la Escritura es expresión particularmente significativa y auténtica. Dios es autor de los escritos del AT y del NT en cuanto que, más en la raíz, es el único autor (como decía la antigua fórmula antimarcionita, antidualista) de la antigua y de la nueva alianza. Así pues, los escritos bíblicos son fruto de iniciativa divina, de divina autoridad. Tratándose de libros, era del todo sencillo entender el concepto de autor en términos estrictamente literarios (Franzelin, 1870ss; y más aún la teología neoescolástica dependiente de la encíclica Providentissimus Deus), indicando así que Dios es origen próximo, y no sólo remoto, de la Biblia. Autor en sentido literario no sería, por ejemplo, el que simplemente sugiriese la idea o alentase su composición, financiase la edición o acogiese un libro con aplauso. Y Dios, respecto a la Biblia, ciertamente no es sólo eso. Pero cuando se presta atención a la complejidad del fenómeno literario Biblia y al hecho de que su comunicación no es simplemente aseverativa, no se puede dejar de notar que no se puede pensar a Dios en primera persona como sujeto del dudar, delimplorar, del interrogar, del imprecar de los hagiógrafos y de sus textos, como puede serlo de afirmar doctrinal o narrativamente. Y ello sugiere que no se han de descuidar los matices de los que la imagen es desde siempre realmente capaz.

La imagen del instrumento indica directamente no la relación de Dios con el libro o con el lector, sino la del hagiógrafo con Dios. De él evidencia diversos matices según el modo de entender la imagen (órgano respecto al cuerpo, pluma para el escritor, instrumento musical, son las principales declinaciones patrísticas del tema). Su endurecimiento neoescolástico en los términos de causalidad eficiente instrumental ha servido para puntualizar aspectos significativos de la actividad inspiradora de Dios: doble causalidad genuina respecto al libro, dependencia total del hagiógrafo, y también del libro, de Dios, respecto del obrar propio de cada una de las causas, divina y humana, y consiguiente posibilidad de identificar en la Biblia signos respectivamente de su origen de Dios y de su plena verdad humana, etc. Los límites de la elaboración conceptual de la imagen del instrumento en términos de causalidad eficiente instrumental son debidos a la inadecuación del concepto de causalidad eficiente para definir en general la comunicación interpersonal a través de la palabra. La Biblia corre el riesgo de ser considerada como un producto de Dios y del hombre, y no como una palabra; pero un producto es extrínseco respecto a su causalidad eficiente, mientras que en la palabra se expresa, y se comunica, la persona misma que habla. En cambio, más o menos nítidamente, esto no escapaba al uso patrístico de la imagen. Y no se trata de un matiz de poca monta: la Biblia es palabra de salvación precisamente porque a través de ella se hace memoria de la alianza, y Dios personalmente nos interpela. Además, apelar a la causalidad eficiente es rígidamente solidario de una concepción de la salvación (y, por tanto, de la misma Biblia), en la cual se entiende a Dios como si obrara propiamente según la unidad de la naturaleza y no según la trinidad de las personas. Pero esto, sobre el fondo de los caminos abiertos por la más reciente teología de la gracia (y, por otra parte, más en consonancia con el dato bíblico y patrístico), crea dificultades, sobre todo con vistas a la interpretación de la imagen princeps de la inspiración (que evoca el misterio del Espíritu) y de la de la palabra de Dios (que evoca el misterio del Verbo y de su encarnación).

b) La interpretación económica. Fundamentación trinitaria y comprensión dentro de las coordinadas de la historia de la salvación son los caminos más prometedores para una lectura actual, "económica", de la índole sagrada de la Escritura. El dato bíblico, arriba rápidamente recogido, no deja de sugerir indicaciones en esta dirección. En primer lugar es necesario dar evidencia a la índole alusiva, imaginativa, no cartesiana, del concepto mismo de inspiración; por el hecho de haberse convertido en la sigla técnica para indicar lo sagrado de la Biblia no se le priva de su lógica nativa, que es la de remitir a una acción misteriosa particular del Espíritu Santo y un soplo por parte de Dios. También la indicación de la Escritura como palabra de Dios remite al misterio del Lógos. Todo esto se ha de comprender dentro de las líneas básicas de la historia de la salvación.

El Espíritu que presidió la encarnación del Lógos y que ungió a Jesús para su misión, hace ahora memoria de Jesús en la Iglesia y mantiene despierta su espera; y ha suscitado y anima de continuo este especialísimo instrumento de la memoria y de la espera de Jesús que es la palabra de la Escritura. Así la Escritura es palabra de Dios en referencia a Jesús y como eco suyo; por lo demás, no podría ser de otra manera. Es palabra de Dios "como en un espejo, en imagen" (lCor 13,12), porque tal es hoy la condición de toda palabra que se nos ha dado para que la aceptemos en la fe. Pero es realmente eficaz para la salvación, como nos lo recuerda 2Tim 3,15-17. El Espíritu también en ella, e incluso en ella de modo particular, se revela como don y bendición suprema de Dios.

Por lo demás, no se puede eludir, en esta perspectiva tan iluminadora, el interrogante teológico acerca de la singularidad y originalidad de la Escritura. Puesto que sin el Espíritu Santo ni siquiera se podría decir "Jesús es Señor" (1 Cor 12,3), toda palabra que evangeliza el misterio de Jesús suscitando la fe y llamando a la esperanza está dicha en el Espíritu. ¿En qué consiste, pues, el carácter inconfundiblemente específico de la Biblia, por el cual es palabra de Dios y está inspirada por él?; ¿qué es la índole específica que la doctrina de la inspiración justamente se esfuerza por diversos caminos en enunciar? La renovación profunda del planteamiento de la problemática nos deja ante este interrogante desguarnecidos de soluciones teológicas ya acreditadas. Repetir simplemente la teología de la dictatio, del autor, del instrumento no sería decir cosas falsas, pero significaría dar respuestas que no atinan con la pregunta.

Parece más bien necesario permanecer fieles a los caminos de la historia de salvación y al carácter central que en ella tiene el misterio de Jesús. Puesto que el Espíritu, al suscitar la Biblia como animando toda predicación del evangelio, no nos da una palabra de Dios ulterior o alternativa respecto a Jesús (¡sería monstruoso!), sino totalmente relativa a él y al servicio de su misterio, no deberemos buscar un significado teológico independiente del misterio de la inspiración, distinto de esta relación de la Escritura a Jesucristo. La singularidad de su índole inspirada no será otra cosa, como se decía desde el principio, que el fundamento de la necesidad y normatividad (canonicidad) de la Escritura para la memoria de Jesús y para la fe en él. Toda buena explicación teológica de la inspiración debería dar cuenta ante todo de esta relación, es decir, de esta función memorial, en la cual está esencialmente incluida la relectura del AT como profecía de Jesucristo.

c) Inspiración y revelación. La DV deja abierto precisamente en este punto el problema teológico de la inspiración de la Escritura. A la ubicación de la doctrina acerca de la Escritura en el contexto de la transmisión de la divina revelación no corresponde, en efecto, una elaboración particular del tema; más bien (cosa muy comprensible en un documento conciliar) se reiteran, no sin oportunos retoques, los desarrollos doctrinales de los documentos papales del último siglo, recibidos ya sustancialmente por la teología de los manuales. Pero a partir de la ubicación de la Biblia en el contexto de la transmisión de la revelación, el problema de definir la Biblia en relación con Jesús se plantea como problema de definir la Biblia en relación con la revelación. Pues la DV enseña precisamente que Jesús es la plenitud de la revelación. A partir de Lessio, según se ha dicho, la relación inspiración-revelación no se puede pensar en términos de identidad sustancial.

El problema propiamente es éste: ¿qué sentido tiene que la Biblia sea palabra de Dios como transmisión de una palabra más originaria, si bien siendo ella tan originaria que se la debe llamar precisamente palabra de Dios? Parece necesario responder pensando la inspiración de la Escritura como componente del momento mismo originario de la revelación, aunque teniendo en cuenta el hecho de que la Biblia es documento, es decir, forma escrita para que se transmita la revelación. Si la tradición eclesiástica pertenece a la transmisión de la revelación y no a la misma revelación, la Escritura, en cambio, pertenece indisolublemente a ambos momentos. Justamente este su modo de ser dentro de un proceso (la historia de la salvación) que está sostenido y animado por el Espíritu desde el principio al fin caracteriza su inspiración. De suyo, si bien se mira, el problema es el de cómo está Dios en el origen del libro, pero con estas precisiones: que el libro no es pensado como entidad literaria de suyo consistente, sino como expresión y documentación de aquel acontecimiento personal e histórico que es la revelación; y que Dios no es identificado como causalidad eficiente absoluta, sino como el Dios que se ha revelado: en concreto, como el Padre que envía el Espíritu para hacer memoria de su Verbo Jesucristo.

Como documento, pues, la Biblia pertenece a la transmisión de la revelación y trasciende los tiempos; pero es momento intrínseco del expresarse originario sin el cual la revelación no sería real. Pues el lenguaje humano no es envoltorio casual de la revelación; en ella Dios se dirige a nosotros precisamente asumiendo las formas de nuestro modo de expresarnos. Entre esas formas, la verbal, reproducible en el documento escrito, aunque no la única, tiene una función explicitadora decisiva e insustituible. Así pues, la palabra, hablada y escrita, es momento esencial del ser, y no sólo de la sucesiva reformulación de la revelación; pero ésta no puede reducirse a palabra verbal.

Frecuentemente, la palabra que ha confluido en la Escritura es la primera enunciación del momento de la historia de la revelación que se expresa en aquella determinada página; otras veces es reenunciado de una revelación ya aclarada en sí misma, ya formulada. También en este segundo caso el paso de una formulación a otra, por hipótesis más apta para la transmisión canónica, o la misma reiteración redaccional de una formulación ya estabilizada, no pueden dejar de suponer una clarificación, una precisión, una selección de sentido, guiadas por el carisma inspirativo. En el primer caso más claramente aún, el carisma inspirador interviene activamente en el progreso de la revelación originaria.

Una comprensión teológicamente satisfactoria de la inspiración no puede, pues, prescindir de una comprensión correspondientemente atenta de la revelación. La concepción de la revelación divina como comunicación en forma conceptual y aseverativa de verdades perennes llevaba casi inevitablemente a la teología de la inspiración a fluctuar entre pensarla como notificación de nuevas verdades o como simple impulso a transmitir por escrito verdades precedentemente reveladas. Pero si la revelación, como enseña la DV, ocurre en una historia por medio de "palabras y acontecimientos intrínsecamente conexos" (DV 2), ya que la palabra es esencialmente repetible, mientras que el acontecimiento es por su naturaleza único (a menos que se reproduzca en el / símbolo, y puede que en el sacramento), no será imposible pensar la inspiración como carisma que, generando una palabra en conexión con el acontecimiento de los orígenes, ofrece a través del documento que la representa la posibilidad de ser interpelados directamente por aquellos mismos orígenes, y en concreto por Cristo, plenitud de la revelación.

Quedará por determinar ulteriormente esa conexión necesaria, es decir, propiamente la índole profética y apostólica de la palabra bíblica. En especial el AT es palabra que, al acompañar la preparación de Cristo, ya lo ha ido formulando en la esperanza, proporcionando así el humus teológico y lingüístico necesario para su revelación (por continuidad o por contraste). Está, pues, inspirado con vistas y en referencia a él. El NT recoge el testimonio originario sobre él, memoria y anuncio; sin esa palabra, Cristo no sería para nosotros plenamente revelación, porque la plenitud del acontecimiento revelador que es él permanecería prisionera de su singularidad histórica. Sin esta palabra tampoco la plenitud de presencia ofrecida por el sacramento conseguiría permanecer en la continuidad visible de la memoria y estaría privada de una de sus dimensiones esenciales. Por eso "la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como lo ha hecho con el cuerpo mismo del Señor" (DV 21); ellas de algún modo son cuerpo del Señor, su voz: "El es el que habla cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura" (SC 7). A través de ellas, hechas eficaces en la Iglesia, "Dios, el cual ha hablado en el pasado, no cesa de hablar con la esposa de su Hijo querido" (DV 8); a través de su palabra y la celebración de la memoria eucarística nos congregamos en la iglesia, para ser nosotros mismos cuerpo de Cristo.

III. TEXTO. La consideración del texto bíblico y de sus problemas completa aquella atención a la materialidad de la Biblia, para la cual ha sido ya necesario examinar la cuestión del canon. De los significados y de los límites por los cuales está marcada la cuestión del canon es casi vehículo extremo el problema del texto. Evidentemente, no se suscitarían problemas si la materialidad del texto no presentase dificultades y estuviera con indiscutible seguridad conforme con el original. Sin embargo, el acceso a toda obra antigua plantea problemas textuales en medida notable; ciertamente bastante más notables de lo que cualquier errata corrige está en condiciones de señalar, ofreciendo una solución sustancialmente adecuada para las obras contemporáneas, y más para las posteriores a la invención de la imprenta. La Biblia no escapa a la condición de cualquier obra antigua; ciertamente, no escapa en nombre de su índole sacra.

De suyo la mayor parte de los problemas relativos al texto bíblico es de orden crítico, y no inmediatamente teológico. Sin embargo, en el origen de toda gran orientación de la misma crítica textual de la Biblia hay opciones teológicas ineludibles. Si no determinan inmediatamente los métodos, sí deciden los objetivos de la crítica, por lo que no pueden menos de orientar sus caminos. En efecto, no es indiferente el modo en que se precisa el valor canónico que hay que reconocer a los diversos momentos y a las diversas formas de la transmisión del texto mismo; siempre que, desde un punto de vista crítico, se consiga establecer efectivamente una estratificación de tal suerte. Por otra parte, no podría menos de ser abstracta una consideración teológica de la problemática del texto bíblico que no prestase suma atención a la condición concreta de los mismos textos; si la reflexión teológica no puede resolverse en empirismo, tampoco le es lícito ignorarlo o descuidarlo. Por tanto, es aquí oportuno recordar, al menos a grandes rasgos, la condición efectiva de la transmisión del texto bíblico; y luego, en un segundo momento, indicar las líneas fundamentales de las sugerencias teológicas que plantea y de los problemas teológicos que suscita.

1. Los HECHOS. Desde el punto de vista de la investigación del sentido teológico del problema del texto bíblico, los hechos de mayor relieve, y que por tanto más estimulan la investigación, son, por un lado, la cantidad de los manuscritos y de las formas textuales, y por otro el panorama que ofrece el fenómeno de las traducciones. La cantidad se ha de medir sobre el fondo de la condición general de la transmisión de los textos antiguos. Lo imponente de la tradición manuscrita del AT y del NT no admite comparación con ninguna otra obra de la antigüedad, entre otras cosas por el más que comprensible motivo de que la cultura medieval de Occidente fue cristiana, y en particular monástica. Pero no sólo hemos de tener en cuenta la solicitud de la Iglesia, sino también la de las comunidades judías; fuera de ellas hubiera sido, si no imposible, del todo improbable la transmisión del texto hebreo del AT. Luego si el canon del AT, en su última determinación, no nos viene del judaísmo posterior a Jesús, sino del mismo Jesús y de la Iglesia apostólica, ciertamente somos deudores al judaísmo posterior del texto. Es verdad que, en principio, las mismas Iglesias hubieran podido conservarlo, pero de hecho ha llegado a nosotros a través de manuscritos sinagogales.

Respecto a la cristiana, la tradición judía es más específicamente "religión del libro", incluso por la fenomenología de los manuscritos bíblicos: antiquísima, y en alguna medida ya precristiana, es la fijación de un texto estándar (texto masorético, TM), y múltiples los artífices que aseguraron su copia minuciosamente fiel. Los manuscritos cristianos, y en particular los del NT, presentan una mayor variedad de formas y de familias textuales, signo de una genealogía más compleja de errores, pero también de un afán de recensión más reiterado, es decir, de revisión programada, más o menos crítica. Una y otra condición del texto tienen sus ventajas: la mayor fijación hace más fiel la transmisión del texto exacto, pero hace también más difícil enmendar eventuales errores que en él se pueden introducir. Uno y otro método manifiestan también una teología diversa. La adhesión judía más minuciosa a la letra no se ha de interpretar ciertamente a través de las categorías paulinas de la letra y el espíritu (cf 2Cor 3,6), cuyo significado no es pertinente para el problema textual. Más bien se ha de tener presente la gran importancia de los libros sagrados para la identidad misma del pueblo judío después de haberse visto éste privado de la tierra, del templo y de todas las instituciones conexas.

Junto a esta minuciosa fidelidad textual, el judaísmo (y el judeo-cristianismo mientras existió) conoció el fenómeno targúmico, es decir, de traducciones parafrásticas, destinadas sobre todo al uso litúrgico. Pertenece al área de las traducciones, pero revela una libertad que nuestra mentalidad moderna encuentra desconcertante en mayor grado que la misma multiplicidad de las variantes que hacen incierto el texto sagrado. Sin embargo, esta libertad probablemente corresponde a la minuciosidad de que se ha hablado: precisamente el carácter sagrado de la lengua clásica del pueblo de Dios engendra aquella adhesión al carácter físico del texto que la fe judía no estima deber cultivar igualmente en las traducciones. Y viceversa, la fe cristiana parece establecer una mayor soltura, sin llegar a una desenvoltura incompatible con la veneración del documento sagrado; pero también transfiere esta veneración con mayor espontaneidad a cualquier traducción a las lenguas de las gentes, a las cuales reconoce llamadas todas ellas a expresar la fe según se lo da el Espíritu (cf He 2,11).

El valor de las traducciones del texto bíblico es en principio relativo a su fidelidad al original, y esto se ha sobrentendido siempre, aunque en la Iglesia se estableciera una condición jurídica privilegiada para cualquier versión oficial (en particular para la Vulgata latina: DS 1506; 3825). Desde este punto de vista, a la crítica textual no le interesa servirse de las traducciones sino en la medida en que permiten ir más allá de sí mismas, y puede que más allá de la actual condición textual ofrecida por los manuscritos más antiguos en lengua más primitiva. (Evidentemente, en dirección diametralmente opuesta se mueve toda la problemática pastoral de las traducciones en cuanto servicio al actual frescor de la palabra.) Sin embargo, el principio de la relatividad al texto original se ha tomado en consideración generalmente en referencia inmediata a las traducciones más recientes, y en todo caso posteriores a la redacción conclusiva de la literatura canónica, entre las cuales, en todo caso se encuentra la Vulgata. No necesariamente idéntica es la condición de las traducciones más antiguas, y por tanto en cierta medida del mismo fenómeno targúmico. El problema más destacado a este propósito se refiere a la Biblia griega llamada "Setenta" (LXX), como principal transmisor de la lectura neotestamentaria del AT. Evidentemente, una crítica textual que persiga propósitos preferentemente historiográficos, es decir, encaminada a determinar formas más antiguas y más recientes del texto, y eventualmente una red motivada de dependencias, valorará las traducciones sólo a partir de su diversa fenomenología. Pero una crítica que sea momento de la investigación teológica sobre la Biblia, y por tanto a la cual le interese primariamente el texto canónico justo en cuanto tal, no podrá simplemente identificar original con antiguo. Al dato historiográficamente comprobable o comprobado deberá hacerle ulteriores preguntas, que no serán independientes del modo en que se conciban la inspiración y la canonicidad de la Biblia.

2. TEXTO E INSPIRACIÓN. En particular, no será indiferente definir la inspiración a partir del proceso que genera el libro sagrado o del resultado de tal proceso, es decir, del libro sagrado o canónico, consignado como tal a la Iglesia y reconocido por su fe. En el primer caso se tenderá a privilegiar lo que es más antiguo; en el segundo, a lo que es definitivo. Si inspiración es proceso que continúa hasta la plena definición canónica del libro sagrado, texto bíblico ("original", pues, en sentido teológico, y no redactivamente historiográfico) será el que expresa esta última determinación. Habrá que pensar que el proceso de esta estabilización no ha sido idéntico para todas las partes de la Escritura. En la medida en que la Iglesia apostólica, también por medio de su testimonio en los escritos neotestamentarios, da el último sello a la canonicidad del AT, no se puede excluir que procesos de traducción se vean envueltos intrínsecamente en esta cuestión. La paradoja teológica del canon cristiano de las Escrituras no puede menos de reflejarse en la cuestión del texto; pues la Escritura, para la fe cristiana, es documento del origen escatológico de la nueva alianza, es decir, tiene función memorial de un principio que tiene índole última.

Si la teología de la inspiración y de la canonicidad plantea problemas y avanza exigencias a la investigación del texto, la reflexión crítica sobre las condiciones del texto no deja por su parte de formular interrogantes a la teología de la inspiración y de lacanonicidad. En primer lugar, entre los aspectos de la genuina humanidad de la Biblia se impone considerar su fragilidad textual, elemento que, a priori, no tenderíamos ciertamente a tener en cuenta, y que incluso nos da un cierto fastidio porque choca contra los cánones más comunes de lo sagrado. Desde luego, no hay inconveniente en creer en una providencia divina eficaz, en una singular solicitud del Espíritu para que el documento bíblico se transmita genuinamente; pero es obligado pensar esta providencia de tal manera que explique la situación concreta del texto bíblico. Es oportuno y correcto (y útil para no razonar en términos demasiado mitológicos) pensar que la solicitud del Espíritu es mediata a través de la solicitud de la tradición de la comunidad creyente, judía y cristiana; sin embargo, es necesario darse cuenta también de los frutos negativos de la solicitud torpe o, viceversa, de la negligencia de los creyentes.

Pero además podemos percatarnos una vez más de los equívocos con que se enfrenta la reflexión teológica sobre la Escritura si se deja guiar por una concepción apriorista de lo que es documento y qué es sacralidad más que por la concepción concreta de este documento que la fe confiesa como sagrado. Con frecuencia nos vemos forzados en realidad a preguntarnos (sin tener, al menos por ahora, una respuesta clara y unívoca) qué texto se ha de considerar teológicamente original. Tenemos también escritos cuyas tradiciones textuales son discretamente diferentes entre sí (Rahlfs, en la edición crítica de los LXX, no encuentra muchas veces mejor solución que juntarlas por extenso). De algunos escritos sólo poseemos la traducción, no un texto en lengua original. De una manera más general, las variantes más o menos significativas son miles.

Además debemos rechazar también la tentación del docetismo bíblico, que ciertamente eliminaría en su conjunto el sentido de la Escritura. En otras palabras: un espiritualismo que simplemente eludiera las cuestiones suscitadas por las dificultades textuales en nombre del primado indiscutible del contenido, del mensaje, del significado global, tendría por un lado razón: las dificultades de interpretación teológica de la Biblia sólo rara vez hunden sus raíces en problemas de orden textual. Pero por otro lado destruiría el sentido mismo del documento, que está ligado intrínsecamente, aunque no exclusivamente, a su materialidad. Desvirtuaría, entre otras cosas, un dato estimulante de la experiencia exegética, a saber: lo interesantes que son con frecuencia positivamente los caminos que se abren precisamente por los resultados de la investigación crítica del texto.

Entre un materialismo bíblico sofocante, que puede también no suponer ciertamente una teoría del dictado verbal, y un docetismo que atento sólo a los contenidos redujera al límite la Biblia a un documento cualquiera de la tradición de la fe, la teología de la inspiración debe buscar aún (debe encontrar aún) los caminos que hagan justicia a la condición real, también textual, del documento. Probablemente deberá también tomar en cuenta, de manera más consciente, la diferente importancia que la materialidad del texto reviste según los géneros literarios, aunque ciertamente los problemas de crítica textual no se distribuyen adecuadamente según un criterio de este género. Pues habitualmente nacen de factores extrínsecos según la degeneración de lo físico, contra lo cual, o en relación a la cual, el pensamiento occidental desde hace dos milenios y medio se esfuerza en captar y afirmar la verdad del hombre. En particular, parece justo que se siga (porlos caminos que L. Alonso Schokel ha allanado), tomando directamente en consideración la complejidad de las Escrituras como fenómeno literario.

IV. VERDAD (INERRANCIA) DE LA ESCRITURA. El problema de la verdad de la Biblia es de por sí un problema, mejor es el problema de la / hermenéutica; por tanto, su consideración global no se debería buscar significativamente más que en esa voz. Pero en realidad puede existir alguna razón para no omitir alguna indicación al respecto a manera de apéndice de estas consideraciones. En los manuales más recientes, de la verdad de la Biblia se hablaba en los términos negativos de la inerrancia en un capítulo dedicado a los "efectos de la inspiración". Como motivo para tratar aquí el tema, esto de suyo es bastante extrínseco, y por lo tanto se podría descartar. Sin embargo, la historia entera de la reflexión católica sobre la inspiración en el último siglo ha estado muy condicionada, y casi presidida, por la problemática de la inerrancia; por lo cual no se podrían hoy separar los dos discursos sin hacer que de este modo perdiera la teología de la inspiración la memoria de sus recientes itinerarios. Además, la hermenéutica no tiene motivos para comprometerse más que positivamente con los caminos para la apropiación de la verdad de la Biblia. Las cuestiones relativas precisamente a la inerrancia como no-no-verdad podrían verse acantonadas, perdiendo también aquí, si no otra cosa, la memoria útil de los caminos erróneos que no hay que seguir.

1. LA INERRANCIA CONTRA LA SOSPECHA DE ERROR. La muy estrecha conexión entre la reflexión sobre la inspiración y sobre la inerrancia se puede documentar por contraste del mismo modo en que el Vaticano I rechaza la tesis de la simple identificación: los libros de la Biblia, enseña, son considerados sagrados y canónicos entre otras cosas "no sólo porque contienen la revelación misma sin error" (DS 3006); esto ciertamente está lejos de excluirse, pero se considera insuficiente. Para una buena comprensión teológica del sentido de este texto dogmático, es útil considerarlo sobre el fondo de la problemática general del Vaticano I. El concilio se preparaba a hablar de infalibilidad a propósito del magisterio del papa en el momento de su máximo compromiso. El concepto de infalibilidad no es muy diverso del de inerrancia, si no es en cuanto que ésta se refiere a la Biblia como hecho ya acabado, mientras que la infalibilidad mira también a eventuales formulaciones de la doctrina ubicadas en el futuro, y por tanto se mueve en el área de lo posible. Afirmar en este contexto que la inerrancia no es suficiente para explicar la inspiración de la Escritura significaba colocar la Biblia inconfundiblemente más allá de cualquier expresión de la tradición cristiana, y en particular más allá del dogma.

Por consiguiente (en cuanto es posible hablar en más o en menos sobre conceptos negativos), la misma inerrancia requería ser afirmada en términos más absolutos que los de la infalibilidad de la tradición y del magisterio dogmático que la rige y la expresa. En particular, esta infalibilidad, según la tesis unánime de la teología católica y la formulación misma que el Vaticano I usa a propósito del papa (cf también el Vaticano II, LG 25), es limitada al ámbito de la fe y de la moral, con vistas al cual tiene sentido la tradición de la Iglesia y para cuya custodia se ha constituido el magisterio. En cambio, la inerrancia de la Biblia, anclada en la verdad de Dios que es su autor, requiere ser afirmada sin limitaciones de ninguna clase; y así, en particular, sin limitaciones de ámbito, de competencia. Precisamente en estos términos se entendía y expresaba la trascendencia de la verdad de la Escritura en el contexto teológico en la transición del siglo.

La afirmación de esta ilimitada inerrancia de la Biblia en cuanto palabra de Dios ha servido de fondo a debates nada fáciles. Los problemas se suscitaban partiendo de la confrontación del texto bíblico con las conclusiones a menudo nuevas y sorprendentes de diversas disciplinas: las ciencias físicas, paleontológicas, la arqueología, la historia, etc., parecían oponer sus resultados a las declaraciones de la Biblia. Los desarrollos eventualmente originados por la discusión del dato científico interesan menos directamente al problema bíblico. A lo sumo, en particular a partir de la arqueología, se ha podido observar repetidamente que "la Biblia tenía razón". En cambio, merece tomarse en cuenta el principio propuesto incansablemente por el magisterio (desde León XIII al Vaticano II) sobre el aspecto de la verdad de la Escritura. El principio es que lo que afirma la Biblia como escrito humano, por estar afirmado por Dios autor principal de la Escritura, no puede menos de ser absolutamente cierto; es necesario, por otra parte, preguntarse cuidadosamente qué es lo que afirma la Biblia, siendo criterio de ello la intención de los hagiógrafos, valorada también en relación con las diversas formas de decir.

Lo que sólo lentamente se ha ido adquiriendo en la hermenéutica católica, y en particular en las declaraciones y directrices del magisterio a su respecto, es el sentido de la variabilidad histórico-cultural de estas formas de decir. Por ejemplo, las directrices de León XIII (Providentissimus Deus: DS 3288) acerca de las relaciones entre verdad de la Biblia y ciencias de la naturaleza conocían diversos modos de hablar de las realidades de orden físico, pero tenían a su disposición sólo criterios objetivistas para valorar la verdad o la falsedad de esos modos de decir. (Nótese que aquí lo verdadero y lo falso no se verifican sólo dentro de los modos de decir; hay modos verdaderos y modos falsos de hablar de ciertos temas.)

2. LA INERRANCIA COMO PROBLEMA DE VERDAD. Lentamente se ha hecho de dominio común, y ha sido sancionada por Pío XII (Divino afflante Spiritu) y por el Vaticano II (DV 12), la conciencia de que las formas de decir del Oriente antiguo no se pueden decidir a priori o valorarse con los criterios del Occidente moderno. Y sobre todo que el ángulo de perspectiva del sujeto hablante (el de su intención comunicativa, no el de sus opiniones personales, ángulo de perspectiva que no queda inexpresado, sino que constituye, para decirlo en términos escolásticos, el objeto formal de la comunicación) puede ser sumamente vario, y por tanto informar de modo muy diverso la materialidad de las palabras. De ahí la imposibilidad de hablar de la inerrancia de la Biblia prescindiendo de la consideración de los géneros literarios históricamente estudiados; y, todavía más puntualmente, de la intención comunicativa del hagiógrafo, es decir, de la índole cultural e histórica de la acción hagiográfica, de las cuales se ha hablado antes. De ahí también el impulso a hablar no tanto de inerrancia cuanto de verdad de la Escritura, orientando la atención a la rica variedad de lo verdadero y de sus formas, de sus significados y de su alcance existencial y salvífico, concebido en términos intelectualistas, y en todo caso con la doble y rígida univocidad de un concepto formalmente dos veces negativo (inerrante como no-no-verdadero).

También el famoso texto del Vaticano II sobre la verdad de la Biblia se ha de entender en el marco de este desarrollo del estado de la cuestión. Enseña DV 11: "Así pues, como quiera que cuanto los autores inspirados o hagiógrafos afirman ha de tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, síguese deberse profesar que los libros de la Sagrada Escritura enseñan con firmeza, con fidelidad y sin error aquella verdad que, por nuestra salud, quiso Dios quedara consignada en las letras sagradas". Ya durante el debate conciliar se declaró solícita y oficialmente que el inciso "por nuestra salud" no pretendía tener carácter limitativo a la inerrancia, sino sólo declarativo de la finalidad y de la orientación de la Escritura y de su verdad. Se notó también ampliamente que la inerrancia en este texto se entendía oportunamente como una simple caracterización de la verdad de la Biblia.

Si esto está claro, parece también bastante transparente qué es lo que en cambio requiere ulterior indagación para una aclaración que quizá no será fácil. En primer lugar, ¿cómo se ha de concebir la verdad de la Biblia allí donde las formas de decir no tienen carácter aseverativo? Ciertamente, con vistas a este interrogante se ha de leer el principio de la correspondencia entre la intención del hagiógrafo y la intención del Espíritu a través de una mediación no obvia. En segundo lugar, ¿el fin de la comunicación (y en nuestro caso el fin salvífico) es tan extrínseco respecto a la misma comunicación que no nos permite satisfacernos últimamente con la distinción entre carácter limitativo y carácter declarativo del inciso "por nuestra salvación"? Pero de esta segunda etapa nace una tercera: ¿qué relación se puede establecer en general (y especialmente para los diversos textos) entre el fin perseguido por Dios, del cual formalmente hablaba el concilio, y el fin entendido por el hagiógrafo? Pues difícilmente se podría prescindir de este último fin como criterio caracterizador, y por ello también a su modo delimitador del sentido humano del texto. Pero esta tercera pregunta no se podría afrontar seriamente sin abrir una cuarta: quién es propiamente el hagiógrafo que se ha tomado en consideración más arriba a propósito de la inspiración.

Ciertamente, ya a priori la intención salvífica de Dios tiene horizontes más vastos que la de cualquier hombre posible por inspirado que esté: esto no admite discusión para cualquier teología razonable. Parece también claro a posteriori que los autores sagrados, tanto del AT como del NT, tuvieron ciertamente alguna conciencia del destino salvífico de sus escritos, pero no dotada de aquella profundidad de perspectiva que se nos ha dado a nosotros gracias al desarrollo del tiempo de la salvación desde los profetas y los apóstoles hasta nuestra época posapostólica. Si ni los hagiógrafos del AT ni los de NT escribieron explícitamente, por hipótesis, para nosotros, hombres del siglo xx (mientras que Dios quiso sin duda también específicamente la Escritura para nosotros, pero justamente como cuerpo de aquellos escritos, de aquellos autores, con aquel significado próximo y con aquellos destinatarios directos), se puede presumir, sin embargo, y conviene que se verifique lo más puntualmente posible en los diversos textos, que ellos han escrito conscientemente dentro de una tradición abierta al futuro de Dios, mientras que la índole documentaría de sus escritos los destina connaturalmente también a lectores no contemporáneos suyos, y eso desde el principio. En estos términos hay que resolver presumiblemente la cuestión muchas veces suscitada de la conciencia que tuvieron los hagiógrafos o que no tuvieron de su inspiración. Cómo interviene este contexto de los escritos en la tradición de la alianza antigua y nueva en la determinación de la intencionalidad hagiográfica, es problema sutil pero ineludible para la hermenéutica, para la cual el problema de la verdad de la Escritura se le plantea explícitamente como problema suyo.

Parece claro también por qué no es indiferente a este propósito preguntar quién es el hagiógrafo. El primado atribuido no a este o a aquel escritor o redactor más significativo, sino al escrito canónico en su forma definitiva, aunque estratificada, permite también ver incorporada en la última redacción yen la última relectura inspirada de los escritos sagrados una conciencia de su función a lo largo de la historia de la salvación que no se puede presumir tan explícita en los autores más antiguos, y que sólo en el NT se puede comprender más plenamente también en referencia al AT. No se ha de excluir que el destino "para nuestra salvación", no en cuanto oculto en el misterio de Dios o simplemente notificado a nosotros en términos generales, sino en cuanto incorporado así a la intención hagiográfica definitiva, y por tanto a la Biblia, sirva de criterio hermenéutico verdadero y propio. De él deberíamos servirnos no ya para admitir errores en la Biblia fuera de tal área, sino para excluir como verdadero sentido bíblico lo que manifiestamente no tiene nada que ver con ello.

La inerrancia de la Biblia quedaría establecida de manera absoluta, y al mismo tiempo se podría evidenciar el alma de la verdad oculta en aquella apelación a la fe y la moral (es decir, a los temas relativos a la salvación) que a su tiempo se refutó como indebidamente limitativo. La problemática quedaría limpia de falsas cuestiones justamente por leerla en su aspecto más correcto. Podría resultar claro cómo entender que los confines de la inerrancia bíblica coinciden con los confines de la misma Biblia, pero sin distinguirse materialmente de los de la pertenencia de la tradición y del dogma. Pues no existe separación entre la intención canónica última de la Biblia y la tradición de la fe. La tarea de afirmar aquella trascendencia de la verdad de la Biblia que la teología a caballo del siglo tendía a formular en términos de contenido recaería en la relación hermenéutica, que no se podrá eludir, entre nuestra precomprensión de "nuestra salvación" y la presentación que de ella da la Escritura incluso por el solo hecho de ser esta Escritura. Esa relación irreductiblemente no es paritaria: no puede ser nuestra fe criterio del significado y de la verdad de la Biblia; pero la Biblia, palabra de Dios, es canon de nuestra fe.

BIBL.: ARTOLA A.M.-SÁNCHEZ CARO J.M., Introducción al estudio de la Biblia, Verbo Divino, Estella 1989; AA.VV., l libri di Dio. Introduzione generale alla sacra Scrittura, Marietti, Turín 1975; AA.VV., La "verita" della Bibbia nel dibattito anude, Queriniana, Brescia 1968; ALONSO SCHOKEL L., La palabra inspirada. La Biblia ala luz de la ciencia del lenguaje, Cristiandad, Madrid 19863; BARBAGLIO G., Biblia e Iglesia, en Nuevo Diccionario de Teología I, Cristiandad, Madrid 1982, 93-104; BEA A., La palabra de Dios y la doctrina del concilio sobre la revelación, Razón y Fe, S. A., 1968; BONATTI P.-MARTINI C.M., Il messaggio della salvezza. Introduzione generale, LDC, Turín-Leumann 19764; BRETON S., Écriture et révélation, Cerf, París 1979; BURTCHAELL, Catholic theories of biblical inspiration since 1810. A review and critique, University Press, Cambridge 1969; CAVEDO R., Libro sagrado, en Nuevo Diccionario de Teología 1, Cristiandad, Madrid 1982, 923-947; CITRINI T., Identitá della Bibbia. Canon, interpretazione, ispirazione del/e Scritture sacre, Queriniana, Brescia 1982; ID, Il problema del canone biblico: un capitolo di teo/ogia fondamentale, en "ScC" 107 (1979) 549-590; COURTADE G., Inspiration et inerrance, en DBS IV, 482-559; GIAVINI G., Verso la Bibbia e in ascolto del suo messaggio, Ancora, Milán 19795; GRANT R.M., La formazione del NT, Paideia, Brescia 1973; GRELOT P., La Biblia, palabra de Dios, Barcelona 1968; ID, Biblia y teología, Herder, Barcelona 19792; HAAG H., La palabra de Dios se hace libro en la sagrada Escritura, en Mysterium Salutis 1, Cristiandad, Madrid 1969, 338-447; IERSEL B. van, El libro del pueblo de Dios, en "Concilium" 10 (1965) 33-47; KxsEMANN E., Das NT als Kanon. Dokumentation und kritische Analyse zur gegenwartigen Diskussion, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1970; LAMBIASI F., Breve introducción a la Sagrada Escritura, Herder, Barcelona 1988; LoRETZ O., La veritádella Bibbia. Pensiero semitico e cultura greca, Ed. Dehoniane, Bolonia 1970; MANNUCCI V., La Biblia como palabra de Dios, DDB, Bilbao 1985; PERRELLA G.M., Introducción general a la S. Escritura, Perpetuo Socorro, Madrid 1954; RAHNER K., Inspiración de la Sagrada Escritura, Herder, Barcelona 1970; SKEHAN P.W.-MAC RAE G.W.-BROWN R.E., Textos y versiones, en Comentario bíblico S. Jerónimo V, Cristiandad, Madrid 1972, 161-240; TURRO J.C.-BROWN R.E., Canonicidad, en Comentario bíblico S. Jerónimo V, Cristiandad, Madrid 1972, 49-98.

T. Citrini