APOCALÍPTICA
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SUMARIO

I. Los escritos apocalípticos.

II. Génesis de la apocalíptica. 

III. La forma literaria. 

IV. La teología: 
1. La dialéctica de la historia; 
2. Ángeles y demonios 
3. Escatología; 
4. El me
sías y el hijo del hombre; 
5. Lo específico cristiano.


 

I. LOS ESCRITOS APOCALÍPTICOS. 

El primer paso que se impone para una comprensión de la apocalíptica es una verificación de los escritos que la expresan. Aun cuando la atribución de la mayor parte de los textos al género literario apocalíptico no presenta ninguna dificultad, sobre algunos de ellos los autores no están de acuerdo.

En realidad, no todos los escritos apocalípticos lo son en el mismo grado. Pero algunas características literarias típicas permiten trazar un cuadro bastante completo. El primer apocalíptico en orden cronológico que se señala como tal es el libro de Ezequiel, que, especialmente en los capítulos 38-39, parece expresar, junto con la conciencia aguda de la misión profética y la exuberancia de la forma literaria, un primer síntoma del paso de la profecía a la apocalíptica. También el libro de Isaías contiene algunas partes reconocidas como apocalípticas: el gran apocalipsis de Isaías, que comprende los capítulos 24-27, y que puede fecharse en el siglo v o más tarde, así como el pequeño apocalipsis de Isaías, que comprende los capítulos 34-35, de fecha más reciente. Encontramos luego, siguiendo siempre un probable orden cronológico, al Segundo Zacarías (Zac 9-14), que hay que situar después del destierro, y el libro de Daniel, que más que cualquier otro escrito del AT presenta las características literarias de la apocalíptica. Se compuso probablemente entre el 167 y el 163 a.C.

En torno a Daniel encontramos todo un florecimiento de literatura apocalíptica: el representante más completo es el Libro de Henoc. Escrito en arameo, sólo nos ha llegado entero en la versión etiópica (por eso se le llama también el Libro etiópico de Henoc), que a su vez es traducción de una versión griega. El material es muy amplio: los 104 capítulos se dividen en secciones: libro de los Vigilantes (cc. 1-36), libro de las Parábolas (cc. 37-71), libro de la Astronomía (cc. 72-82), libro de los Sueños (cc. 83-90), epístola de Henoc (cc. 91-104). La fecha varía según las diversas partes; a excepción de algunos añadidos más tardíos, se piensa que el libro se formó entre el 170 y el 64 a. C. El Libro de los Jubileos (llamado también Apocalipsis de Moisés o Pequeño Génesis) se interesa especialmente por la historia: presenta su desarrollo en períodos "jubilares" de cuarenta y nueve años; cada período se divide a su vez en siete semanas de años. Escrito en arameo, fue traducido al griego y del griego. al etiópico; es ésta la traducción que tenemos. La fecha es discutida, pero ordinariamente se piensa que fue escrito en el siglo n a.C.

De menor importancia, pero también significativo, es el libro III de los Oráculos sibilinos. Pertenece a una serie de libros llamados precisamente Oráculos sibilinos (15 en total, pero de los que se han perdido el IX, el X y el XV), que, copiando el estilo hermético de las sibilas, se esforzaban en presentar el mensaje judío o cristiano en los ambientes paganos. De naturaleza muy bien cuidada, el libro III fue escrito en parte a mediados del siglo n y en parte en el siglo i a. C.; algunos capítulos pueden fecharse en el siglo i d. C. Se refiere eminentemente a la ley de Moisés (la Sibila que habla es la nuera de Moisés), que, una vez puesta en práctica, acabará trayendo la paz escatológica.

El Testamento de los doce patriarcas, escrito en hebreo, nos ha llegado entero sólo en la traducción griega. El libro se presenta como expresión de las últimas voluntades de los 12 hijos de Jacob y tiene un carácter predominantemente parenético. La parte más propiamente apocalíptica está contenida en el "Testamento de Leví".

Los Salmos de Salomón constituyen una colección de 18 salmos, escritos en hebreo, pero que se han conservado en griego y en una traducción siríaca dependiente del griego, completada hacia la segunda mitad del siglo i a.C. Los salmos de carácter apocalíptico son sobre todo el 17 y el 18.

La Asunción de Moisés, escrita probablemente en arameo, nos ha llegado en una versión latina. Más que de una asunción propia y verdadera (descrita en una parte que se ha perdido), se trata de una predicción interpretativa de la historia desde la entrada en Canaán hasta los días del autor (6 a.C.-30 d.C.); la perspectiva final se abre a la conclusión escatológica.

También en la literatura de Qumrán encontramos varios escritos reconocidos como apocalípticos, por ejemplo, el libro de las Doctrinas misteriosas (1Q Myst), la descripción de la Nueva Jerusalén (5Q JN), la Oración de Nabónides (4Q Pr N), el Pseudo-Daniel (4Q Ps Dan) y el Rollo de Melquisedec (11Q Melch).

También en el ámbito del NT encontramos algunos escritos apocalípticos. Antes del Apocalipsis de Juan se encuentran ya elementos claramente apocalípticos, pero que no pueden separarse del cuadro de conjunto en que están insertos. El más conocido es el Apocalipsis sinóptico, el discurso escatológico de Jesús (Mc 13,131; Mt 24,1-44; Lc 21,5-36): la narración de Marcos es reelaborada por Mateo y Lucas, pero siempre dentro de un estilo típicamente apocalíptico, que se aparta claramente del que es usual en los evangelios. También algunos trozos de Pablo presentan las caractérísticas del estilo literario apocalíptico, como 1Tes 4,16-17; 2Tes 2,1-12; 1Cor 15,20-28. Esta misma observación vale para 2Pe 3,1-13 y, aunque en proporción menor, para la carta de Judas.

La apocalíptica, presente sin duda en el NT, no se detiene en él, sino que continúa desarrollándose posteriormente durante algunos siglos en dos filones distintos, aunque con influencias mutuas: el judío y el cristiano.

En el filón judío encontramos la Ascensión de Isaías (su primera parte se llama también Martirio de Isaías). El libro nos ha llegado en etiópico y, parcialmente, en latín. Con algunos elementos de clara tradición judía (como el martirio de Isaías partido en dos) se mezclan otros de origen cristiano, hasta tal punto que es imposible establecer una distinción clara.

Todavía en la línea judía encontramos la Vida de Adán y Eva, escrita en arameo, reconstruida según las varias versiones, especialmente latinas y griegas (estas últimas llevan impropiamente el título de Apocalipsis de Moisés). Escrito probablemente en la primera mitad del siglo r d.C. (antes del año 70), el libro es un comentario midrásico a los datos bíblicos relativos a Adán y Eva. Mayor importancia tiene el Apocalipsis de Abrahán: poseemos el texto eslavo, traducido del griego. El grifo parece haber sido escrito a finales del siglo t d.C. La parte propiamente apocalíptica (cc. 9-32) nos presenta una visión de Abrahán que, en contacto directo con Dios, ve el devenir de la historia en su sentido religioso: el hombrees responsable de ello y será castigado o premiado en el jucio que se avecina: las fuerzas paganas serán destruidas por el fuego, y Dios, al sonido de la trompeta, reunirá a sus elegidos. El Testamento de Abrahán constituye igualmente un apocalipsis judío cuyo texto griego actual es la traducción de un original semita escrito en el siglo t d.C.Presenta una acentuación marcadamente escatológica e individual; se aparecen en visión a Abrahánlos tres tipos de juicio que se llevarán a cabo y en los que se decidirá el destino de cada alma.

El libro de los secretos de Henoc (llamado también II Henoc o Menoc eslavo) fue escrito en griego en los siglos i y it d.C.;pero sólo nos queda una versión eslava. Las interpolaciones cristianas, particularmente numerosas y evidentes, le dan al libro un aspecto arreglado y sincretista, haciendo dudar incluso de su origen judío. Henoc describe los siete cielos que va atravesando; después su atención se centra en la tierra: se le revela la historia hasta el diluvio, y luego una panorámica de la era presente, que después de siete períodos de mil años llegará a su conclusión final.

El libro IV de los Oráculos sibilinos, por su alusión a la erupción del Vesubio del 79 d.C., parece ser que se escribió a finales del siglo i. Presenta las características propias del grupo de libros sibilinos anteriormente recordados.

Tiene un relieve especial el IV libro de Esdras (llamado también Apocalipsis de Esdras). La versión latina (Vulgata) añadió a lo que era presumiblemente el original arameo algunos capítulos (1-2; 15-16) que no se encuentran en las otras traducciones que conocemos (siríaca, etiópica, árabe, aramea) y que representan otras tantas interpolaciones cristianas. Parece haber sido escrito a finales del siglo t d.C. El libro, sustancialmente unitario a pesar de su carácter un tanto farragoso, se divide en siete visiones sucesivas que, con diversas imágenes, expresan una renovación radical de la situación presente de pecaminosidad: intervendrá Dios y, después de un reinado mesiánico de cuatrocientos años, juzgará a los individuos, destruirá con el fuego a sus enemigos y sustituirá la Jerusalén actual por una Jerusalén nueva y definitiva.

El II Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis de Baruc, fue compuesto a finales del siglo I o comienzos del II d.C. Se escribió en arameo, pero sólo tenemos su versión griega. Baruc se preocupa de la historia presente y futura: los justos serán oprimidos, pero resucitarán y tendrán cuerpos celestiales; las fuerzas hostiles, como las del imperio romano, serán derrotadas. A1 final vendrá el mesías y establecerá su reino.

El III Libro de Baruc, llamado también Apocalipsis griego de Baruc, fue escrito en griego, en el siglo n d.C.; queda de él un resumen en griego y una traducción sintética en eslavo. El libro tiene la forma literaria de un viaje a través de cinco de los siete cielos; el autor constata, entre otras cosas, la mediación de los ángeles y la función decisiva de las oraciones.

Con el libro IV de los Oráculos sibilinos cesa prácticamente la gran apocalíptica judía, al menos de las obras que han llegado hasta nosotros.

También en un filón específicamente cristiano se desarrolla la apocalíptica, a partir del Apocalipsis de Juan. Contemporáneo o algo posterior al Apocalipsis de Juan es el capítulo 16 de la Didajé (100-150), que recoge las ideas y las imágenes del apocalipsis sinóptico y de 2Tes 2.

La Asunción de Isaías, unida a la Ascensión de Isaías judía, se escribió en griego entre los años 100 a 150 d.C. El libro se divide en dos partes: el martirio de Isaías y su asunción al cielo, en donde se revelan las luchas que la Iglesia y los individuos tendrán que sostener antes de la conclusión positiva final

Del Apocalipsis de Pedro, escrito en griego por el 135, nos quedan un largo fragmento (llamado "fragmento de Akmin", publicado en el 1887) y una traducción etiópica (publicada en el 1910). En el gran marco de la conclusión positiva de la lucha entre el bien y el mal, presentada con mentalidad sincretista, se dedica una atención especial al premio escatológico de los buenos y al castigo de los malvados.

El Pastor fue escrito por Hermas por el 150. Su plena pertenencia a la literatura apocalíptica es discutida por los autores. Su punto de contacto con la apocalíptica es la forma literaria de visiones.

El IV Libro de Esdras (cf supra) recoge, en las antiguas Biblias en latín, dos capítulos iniciales (1-2) y dos finales (15-16) que faltan en las versiones orientales y que constituyen una obra apocalíptica cristiana. Los dos primeros capítulos se suelen llamar V Esdras y los dos últimos VI Esdras. El texto original estaba en griego.

El V Esdras se compone de dos partes: 1,4-2,9: mensaje de maldición contra Israel por su infidelidad; 2,1048: mensaje de exhortación y promesas (la nueva Jerusalén) al pueblo cristiano. Se escribió por el año 200.

El VI Esdras contiene varios "¡ay!" contra las potencias enemigas de Dios, expresadas en símbolos (Babilonia, Asia, Egipto). A los cristianos, perseguidos y oprimidos, se les hace vislumbrar la victoria final. La fecha de composición oscila entre el 250 y el 300.

En la colección de los Oráculos sibilinos (cf supra) figuran también partes cristianas, que se encuentran insertas en los oráculos sibilinos judíos o bien tienen un desarrollo autónomo. La fecha más probable de las partes cristianas es la mitad del siglo 11. Las partes que se pueden identificar con mayor probabilidad como cristianas son las siguientes: libro 1, versículos 323-400; libro II, versículos 34-56 y 150-347; libro VI, versículos 1-25; libro VII, entero; libro VIII entero (excepto algún que otro-verso).

El Apocalipsis de-Pablo se compuso en griego en la primera mitad del siglo III. De naturaleza ecléctica, la obra presenta dos visiones de Pablo, que ha subido hasta el tercer cielo. Pablo ve toda una serie de cuadros, que le va explicando un ángel: los justos son premiados, los malvados son castigados según diversas categorías, con interrupciones momentáneas (los domingos) de sus penas.

El juicio de san Agustín (" ... personas frívolas, con una presunción loca han inventado el Apocalipsis de Pablo..., lleno de no sé cuántas fábulas", recogido por M. Erbetta es quizá demasiado severo. Pero estamos ya en el ocaso de la verdadera apocalíptica -que apreciaba san Agustín- y se va cayendo en una pura y simple descripción imaginativa del más allá, del juicio, de las penas, de los premios. El estilo se va haciendo cada vez más artificioso.

Volvemos a encontrar estas características decadentes en la serie de "Apocalipsis" tardíos, que a veces se conservan tan sólo en fragmentos, como el Apocalipsis de Tomás (¿antes del siglo v?), el Apocalipsis de Sofonías (el texto copto fue escrito por el 400), el Apocalipsis de Elías (¿finales del siglo iv?), el Apocalipsis de Zacarías, tres Apocalipsis de Juan (ss. v, vi-vii, xi), dos Apocalipsis de María (ss. vii, ix), el Apocalipsis de Esteban (s. v, del que sólo hay noticias indirectas).

II. GÉNESIS DE LA APOCALÍPTICA.

En el origen de la apocalíptica se impone un hecho: sucede cronológicamente a la gran profecía, aun cuando la presencia mutua de elementos característicos de una corriente en la otra impide pensar en una separación histórica violenta.

Partiendo de este dato de hecho, algunos autores consideran que la apocalíptica es, bajo otras formas, una continuación de la profecía: representaría la antítesis de tipo profético a la tendencia legalista, que encuentra en el movimiento farisaico su expresión más patente (Charles, Rowley, Frost, Russel, Eissfeldt).

Pero esta solución no convence del todo. La gran apocaliptica, especialmente en el libro de Daniel, presenta rasgos indudablemente sapienciales. El primero y más destacado es la existencia de una interpretación, de un desciframiento de enigmas, expresados en sueños, visiones o imágenes de otro tipo. Y a Daniel se le designa expresamente como un sabio (cf Dan 2,48). ¿Por qué, entonces, no ver la apocalíptica como un desarrollo de la literatura sapiencia¡? (G. von Rad). Sobre todo si se tiene en cuenta que el estilo profético en su sentido más pleno parece haber sido empleado, a partir del siglo v, sólo por Juan Bautista y por Jesús (J. Wellhausen, G. Duhm), mientras que la apocalíptica se ocupa del plan general de Dios sobre la historia (O. Plóger, D. Rössler).

¿Origen profético u origen sapiencial? Una mirada a la situación histórica judía sugiere una tercera solución. Las causas que llevan a un agotamiento de la gran profecía son múltiples. Una de las más evidentes hay que buscarla en el hecho de que, tras la vuelta del destierro, había desaparecido el elemento político oficial. Cesaba así aquella antítesis dialéctica entre el rey y el profeta que encontramos en tantas grandes figuras proféticas, desde Elías hasta Jeremías. Esta antítesis acaba con la destrucción de Jerusalén y con Ezequiel, que es un profeta típico del drama religioso de la destrucción y, a la vez, es también el primer apocalíptico. Una vez reconstruido el templo y reorganizado el culto, nace una religiosidad nueva, que se desarrolla casi durante dos siglos.

La situación socialmente aséptica y tranquila supone, por una parte, la posibilidad de una profundización y de un desarrollo sin perturbaciones; por otra, eliminando los diversos tipos de antítesis (religión-política, religiosidad-culto, disparidades sociales-religión, etc.), le quita a la profecía tradicional su espacio de supervivencia.

En el pueblo judío no existe ya libertad política. Se da, sin embargo, una notable libertad para la vida religiosa, que se desarrolla y se profundiza unidireccionalmente, casi por su propia cuenta, sin la confrontación obligada con la situación política y social. Una nueva prueba de esta profundización silenciosa que se ha llevado a cabo se tiene cuando los dominadores políticos intentan entrar en el terreno religioso (Antíoco IV Epífanes); entonces la reacción es tan fuerte que se convierte en sublevación política.

En este punto nace la verdadera y auténtica apocalíptica. Es fruto, por una parte, de la profundización religiosa que fue madurando en el AT; y por otra, de la urgencia imprevista de interpretar religiosamente unos hechos nuevos y desconcertantes, como las persecuciones de Antíoco IV Epífanes. La apocalíptica intenta aplicar a la historia concreta la visión religiosa del AT. Para hacer posible el paso de las categorías religiosas abstractas a una interpretación válida de los hechos, interviene una forma nueva de discernimiento sapiencial. El sabio es aquel que, por un lado, sabe comprender el plan de Dios sobre la historia en sus dimensiones fundamentales y lo sabe explicar; por otro lado, sabe identificar y señalar las implicaciones concretas que atañen al comportamiento de los personajes contemporáneos. Los hechos históricos desconcertantes provocan una exigencia de lectura profética, que se realiza de una forma en la que ocupa un papel predominante el intérprete sabio. Vuelven a nacer la sabiduría y la profecía, pero constituyen ahora una nueva síntesis original: "La apocalíptica es una hija legítima de la profecía, aunque tardía y particular, la cual, aunque no sin haber sido instruida en sus años juveniles, se fue abriendo a la sabiduría con el correr de los años" (P. von der Osten-Sacken, Die Apokalyptik in ihrem Verhültnis zu Prophetie und Weisheit, München 1969, 63). Un desarrollo análogo se encuentra en la apocalíptica cristiana. Las expresiones más antiguas que tenemos -Pablo, apocalipsis sinóptico- muestran una clara dependencia de la apocalíptica judía en su contenido teológico y en su forma literaria. Pero en el I Apocalipsis de Juan la apocalíptica cristiana encuentra su propia expresión original y autónoma, que la distingue también de la judía. El vacío en el tiempo que había habido en el área judía entre la profecía y la apocalíptica aquí simplemente no existe. El Apocalipsis de Juan se presenta expresamente como "profecía" (Ap 1,3); la función del sabio la ejerce aquí la comunidad que escucha (cf Ap 1,3), la cual tiene que utilizar "la mente que tiene sabiduría" (cf Ap 13,18) tanto en la interpretación del mensaje del Espíritu como en el desciframiento y en la aplicación del símbolo a la realidad histórica.

Nacido en tiempo de "tribulación" (Ap 1,9), como eí libro de Daniel, el Apocalipsis de Juan, lo mismo y más aún que el de Daniel, presenta ciertas categorías teológicas que habrá que aplicar en todos los tiempos. La Iglesia podrá siempre, descifrando el mensaje y aplicándolo a su simultaneidad histórica, interpretas su propia hora, con la misma validez y eficacia incisiva de la gran profecía del AT.

Efectivamente, el Apocalipsis de Juan, más que de la apocalíptica judía precedente, depende en gran parte del AT; la experiencia profunda, quizá litúrgica, del mensaje del NT le lleva a una reelaboración original del AT, al que nunca se cita expresamente. Se tiene así una síntesis nueva del contenido religioso tanto del AT como del NT, que habrá de aplicarse en la interpretación histórica.

Los apocalipsis cristianos sucesivos ofrecerán muchos elementos útiles de clarificación, pero raras veces añadirán otros nuevos. El nivel, aunque notablemente rebajado en comparación con el del Apocalipsis de Juan, se mantendrá durante algún tiempo, para degenerar luego, con el correr del tiempo, en simples fantasías.

III. LA FORMA LITERARIA.

Nacida a impulsos del afán de contactar con la revelación divina anterior, que fue madurando y que se profundizó en el trato con el campo fluido de la historia, la apocalíptica tenía que recurrir al símbolo. Una exposición sin símbolos se habría resuelto fácilmente o en una repetición del mensaje teológico anteriormente madurado, pero sin ninguna vinculación con. las realidades históricas concretas, o bien en una exposición de los hechos con una interpretación religiosa inevitablemente circunscrita.

Para la apocalíptica el simbolismo es una exigencia endógena [I Símbolo].

El punto de partida del simbolismo apocalíptico es el sueño; el sueño constituía en la mentalidad antigua, incluso en la bíblica, un modo de entrar en contacto con Dios, una forma de revelación de Dios al hombre (cf Gén 37,5.10; Sab 18,17; Job 4,1221; Dan 7,1; Jl 3,1; etc.), pero que luego tiene necesidad en concreto de la interpretación de un sabio iluminado y ayudado por Dios (cf Gén 41,8.38; Dan 4,Ss.15; 5,11.14).

Al evolucionar, el sueño se convierte en visión: un cuadro simbólico, a veces límpido y preciso, pero de, ordinario sobrecargado de imágenes. Tal es la forma habitual de expresarse de la apocalíptica: la función del sabio que interpreta la desarrolla en parte un ángel, llamado precisamente ángel intérprete, que es una figura constante en la apocalíptica, y en parte el mismo que lee o que escucha el mensaje: la comunidad, los discípulos, los "hijos" del apocalíptico que han sido invitados a escuchar, a convertirse, pero sobre todo a comprender.

El contenido de las visiones se expresa a través de diversas cifras simbólicas que, por repetirse con una cierta constancia, constituyen una de las características literarias más típicas de la apocalíptica. El símbolo más llamativo suelen ser las convulsiones cósmicas: el sol, la luna, las estrellas cambian de naturaleza; la tierra tiembla y sobre ella se ciernen fenómenos particulares, totalmente fuera del curso ordinario de las cosas. De este modo se señala una presencia muy especial de Dios en el desarrollo de la historia que, presente en la evolución de los hechos, los orienta hacia una consumación positiva que supere el mal o potencie infinitamente el bien. Bajo el impulso de Dios, el mundo actual tendrá que cambiar.

Es típico de la apocalíptica el simbolismo teriomórfico. Intervienen a menudo seres fuera de lo normal e incluso monstruosos, que desempeñan a veces el papel de protagonistas. De este modo se refieren a una esfera de realidad y de acciones que está por encima del simple nivel humano, pero por debajo del nivel propio de Dios.

El simbolismo aritmético, quizá de origen persa, atribuye generalmente a los números un valor cualitativo, más allá del valor cuantitativa que tiene en el lenguaje normal. Este valor a veces sigue siendo genérico, pero a veces se determina y se hace específico; así, por ejemplo, el número 7 y sus múltiplos indican la totalidad; la mitad de 7 y las fracciones indican la parcialidad; 1000 es el número de Dios, etc.

En dependencia del AT, la apocalíptica recoge y reelabora muchos de sus elementos simbólicos: el cielo es la zona propia de Dios, y señala la trascendencia; la tierra es la zona propia de los hombres, en donde se desarrollan los hechos de su historia; el abismo (el mar) es el depósito del mal, etc.

Una forma literaria típica de la apocalíptica, que aparece también en los escritos sapienciales, es la pseudonimia. El autor se expresa en primera persona, pero sin decir su verdadero nombre; se presenta como un personaje conocido del pasado remoto o reciente, con el que siente cierta afinidad y al que considera particularmente adecuado para pronunciar su mensaje. De este modo vamos escuchando a Henoc, a Moisés, a Elías, a Isaías, a Baruc, a Esdras, a Juan, a Pedro, a Pablo, etc. Esta evocación de los personajes del pasado nace de la exigencia de la apocalíptica de unir el pasado con el presente. No se trata de una falsedad literaria -eso sería increíble-,sino de un recurso literario de eficacia particular.

IV. LA TEOLOGÍA.

La apocalíptica se propone una meta atrevida, que no siempre logra alcanzar plenamente: la lectura de la historia concreta a la luz de un mensaje religioso anterior.

Es posible trazar un cuadro a grandes rasgos de los elementos que están implicados en esta función.

La apocalíptica tiene como materia específica los hechos de la historia. Pero los hechos no se ven ni se prevén en los detalles de su crónica. Tienen una lógica superior, un hilo que los liga por encima de cada episodio; existe un plan que los encierra y los engloba a todos ellos; es el plan de Dios, creador y artífice trascendente de la historia. Los hechos "tienen que acaecer"; están unidos entre sí en un proyecto de Dios, proyecto que no se le revela al hombre en su totalidad, sino sólo en aquellos puntos de referencia orientativos que le permiten captar el sentido religioso de su situación.

1. LA DIALÉCTICA DE LA HISTORIA. Dado que la apocalíptica se ocupa de la aplicación interpretativa de un mensaje religioso a los hechos que "han de acaecer", adquiere un relieve especial en el cuadro de su teología la concepción dualista de la historia.

La historia se desarrolla linealmente hacia una conclusión, pero su desarrollo es de tipo dialéctico: se realiza a través de un choque entre el bien y el mal, concretamente entre los justos y los malvados, identificados estos últimos normalmente con los paganos. Este choque se desplaza del plano individual al colectivo, y afecta a grupos sociales de diversa extensión: categorías, centros de poder, estados, etc. No es un dualismo de tipo maniqueo. Por encima de las vicisitudes humanas y, en. cierto modo, envuelto en ellas, está Dios, dueño absoluto de la historia y de su desarrollo.

2. ÁNGELES Y DEMONIOS. Es típica de toda la apocalíptica una presencia acentuada de los /ángeles y de los demonios. Siempre se les ve a los unos y a los otros por debajo de Dios y por encima del puro nivel humano. Normalmente no se hace ninguna lucubración sobre su identidad, pero se acentúa su función dialéctica: participan en el choque entre el bien y el mal que se desarrolla en la historia, hasta llegar a convertirse en sus protagonistas especiales. Pero el choque no suele ser directo; tanto los unos como los otros tienden a insinuarse en el mundo de los hombres y a obrar con los hombres y por medio de ellos.

3. ESCATOLOGÍA. El contraste se desarrolla en una serie de episodios dramáticos. Cabe la posibilidad de una victoria de las fuerzas hostiles a Dios; esto significará, por otra parte, persecuciones, sufrimientos, tribulaciones, muerte... Habrá también períodos de victoria de las fuerzas positivas; pero esto no tiene que engañarnos, ya que las potencias del mal siguen estando activas. A1 final llegará la conclusión: las fuerzas positivas vencerán definitivamente, y las negativas no sólo quedarán derrotadas, sino que desaparecerán por completo, aniquiladas por una intervención de Dios que se indica con imágenes múltiples y diversas (juicio, derrota campal, fuego que baja del cielo, etcétera).

La situación definitiva que se constituye de este modo traerá consigo la resurrección, una renovación radical del ambiente en el que se desarrollará la vida, que ya no se verá acechada por las dificultades y limitaciones de ahora (muerte, enfermedad, cansancio).

En este marco se le atribuye una importancia destacada a la situación de los justos que desaparecieron de la escena de este mundo. Aguardan la conclusión final, están seguros; los malos ya no pueden hacer daño ni librarse del juicio de Dios; los buenos están ya parcialmente recompensados y colaboran con sus oraciones al desarrollo positivo de la historia.

4. EL MESÍAS Y EL HIJO DEL HOMBRE. El gran protagonista que impulsa hacia su conclusión positiva el choque entre las fuerzas positivas y las negativas es el "mesías". Se recogen y condensan los datos que se encuentran sobre él en el AT; en la apocalíptica judía surge ya con claridad la figura del mesías elegido por Dios: hijo de Dios, resume en sí toda la fuerza que Dios manifiesta en la "guerra santa" del AT. Sabrá derrotar a todos los enemigos del pueblo de Dios, realizando de este modo el reino definitivo, que coincide con la situación escatológica final. El reino de Dios realizado por el mesías no será una situación soñada, sino que tendrá su concreción. Ésta llega a veces hasta el punto de que se afirma la existencia de un reino del mesías, previo al reinado final, de duración limitada. La concepción de un reino mesiánico preescatológico ronda por toda la apocalíptica, asumiendo duraciones, tonos y contenidos diversos: situación de premio, participación funcional en el reino definitivo en devenir, expresión puramente simbólica de la presencia activa del mesías en la historia. Relacionada más o menos estrechamente con el mesías, identificada a veces con ella, está la figura enigmática del "hijo del hombre". Expresión inicial probablemente de una personalidad corporativa y casi identificado con el pueblo, el hijo del hombre adquiere poco a poco un relieve más marcadamente personal. En unión con el mesías, subraya su vinculación con la historia propia de los hombres [l Jesucristo III; I Mesianismo].

5. LO ESPECÍFICO CRISTIANO. Las persecuciones de Antíoco IV Epífanes habían hecho tomar bruscamente conciencia de que en el AT el material religioso que había madurado estaba dispuesto para ser aplicado a la historia. Un fenómeno análogo se verifica para la apocalíptica del NT. El cristianismo había tenido contactos interesantes, pero esporádicos, con la sociedad civil no cristiana. Con las persecuciones llega una sacudida que obliga a mirar cara a cara una realidad social compleja y ordinariamente hostil; resulta irremediable una confrontación teológica global. Obligada a enfrentarse con los hechos, la apocalíptica cristiana consigue expresar su mejor mensaje, que encontramos especialmente en el Apocalipsis de Juan. Los temas teológicos que habían aparecido en la apocalíptica judía encuentran así una profundización característica. Dios, señor de la historia, es trascendente y nunca se le describe en sus rasgos, pero está presente y envuelto en la historia, que es a la vez salvación y creación. Y sobre todo, incluso teniendo en cuenta la historia tal como se desarrolla, Dios es Padre de Jesucristo (cf Ap 1,6; 3,21).

La figura central del mesías y la otra más fluida del hijo del hombre de la apocalíptica judía confluyen en Cristo y encuentran en él una expresión nueva, inconcebible a nivel del AT: en Cristo mesías (cf Ap 12 10) e hijo del hombre (cf Ap 1,13; 14,14), aparecen los atributos operativos de Dios mismo. Se da una cierta intercambiabilidad entre ellos: son Padre e Hijo, y esto lleva su acción en la historia a un nivel vertiginoso de paridad recíproca: Dios "vendrá" en Cristo y Cristo será llamado alfa y omega, no menos que Dios (cf Ap 1,4 y 1,7; 1;8 y 22,13). Se da un desplazamiento de perspectiva también en lo que se refiere a las fuerzas intermedias, entre el cielo y la tierra, que colaboran en el desarrollo de la historia de los hombres. Lo demoníaco se hace más histórico la conexión entre las fuerzas del abismo y la historia humana se hace más estrecha y más completa: afecta al Estado, a los centros de poder negativos, a "Babilonia", a la concreción consumista de la ciudad secular (cf Ap 17,1-18).

Las fuerzas positivas reciben mayor claridad e importancia: los ángeles colaboran con el hijo del hombre (14,14-20); el hijo del hombre asocia a su acción activa al pueblo que le sigue (cf Ap 1,5 y 19,14). Y el mesías hijo del hombre es presentado audazmente como una fuerza positiva inmersa en la historia al lado y en contraste con las fuerzas hostiles (cf 6,1-2).

En síntesis: aunque no podamos compartir la afirmación de E. Kasemann, según el cual la apocalíptica es la madre de toda la teología cristiana, no podemos desconocer el papel que ha representado la apocalíptica en el paso de los hechos brutos de la historia de la salvación a su comprensión teológica. Precisamente porque su especificidad está en la interpretación sapiencial de la realidad dialéctica y fluida de los hechos, la apocalíptica estimula la formulación de todos aquellos elementos del mensaje religioso que necesita en su interpretación. A1 mismo tiempo, la constante apelación a la realidad en que se vive ahora y al futuro que se prepara impide a la teología propiamente apocalíptica degenerar en fantasía o girar ociosamente en torno a sí misma.

U. Vanni