TALANTE
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El término talante indica, ante todo, la disposición anímica, el estado emotivo por el que una persona se siente de una forma determinada ante /sí mismo y frente al mundo. «El hombre, cada hombre, se encuentra siempre en un estado de ánimo. Ahora bien, el estado de ánimo en que nos encontramos condiciona y colorea nuestro mundo de percepciones, pensamientos y sentimientos». Así pues, el talante «es un hábito emocional de carácter entitativo, este qualis est unusquisque que determina, o al menos condiciona, su modo de enfrentarse con la realidad»1. Por eso, quien se halla poseído por el odio, por la envidia o por el resentimiento, transfiere al mundo exterior su propio estrago y se niega a la hermosura de los seres y la bondad de las acciones, o se reconcome ante una alegría ajena, al sentir sobre sí la mirada de unos ojos puros. Y, por el contrario, es bien conocida la virtud transfiguradora del amor.

El talante puede figurar, o desfigurar, las cosas. De ahí que «cada ejercitación demanda, exige, el talante adecuado». Lo que biológicamente aparece como tono vital o temperamento es, en cuanto anímicamentevivido, el talante. Esta prelación espiritual del estado de ánimo no sólo ha sido sentida por los poetas, sino que también ha sido reconocida filosóficamente. Este, y no otro, es el sentido de la frase de Fichte de que «la filosofía que se elige, depende de la clase de hombre que se es». Esta primacía del talante, ¿acarrea el subjetivismo y la incomunicación de la verdad personal? A primera vista, parecería que cada hombre es determinado inexorablemente por su talante y que este constituye una especie de compartimiento estanco al que corresponderá una verdad puramente relativa a él. Efectivamente, «cada estado de ánimo nos defiere un aspecto de la realidad, hasta el punto de que lo que en el habla usual se llama la experiencia de la vida no consiste en otra cosa que en la articulación jerarquizada de los estados de ánimo por que se ha pasado, en haberla ido viviendo a través de todas las situaciones existenciales, a través de todas las edades, coloreada por las diversas vivencias correspondientes al niño, al adolescente, al joven, al hombre maduro, al viejo»2.

Si cada estado de ánimo nos descubre una cara de la realidad, ¿significa que el talante ha de encerrarnos, inexorablemente, en una herméticaincomunicabilidad? No necesariamente. Siempre es posible actuar sobre el ánimo, modificando su estado. Aquí radica la diferencia, desde el punto de vista ético, entre el pathos (temperamento) y el ethos, carácter o personalidad moral. El pathos se tiene, se nace con él, pero el ethos se forja. Cierto que hay un condicionamiento fisiológico y biológico del talante. «Todo el mundo sabe por experiencia hasta qué punto nuestra disposición anímica depende del estado de salud en que nos encontramos, del cansancio, de la irritación o sedación de nuestros nervios»3. Pero si toda actividad espiritual se alza sobre una base fisiológica, también es cierto que se puede modificar. La poesía, por ejemplo, constituye uno de los modos de obrar sobre el estado de ánimo propio y ponernos en comunicación espiritual –este es el modo de conocimiento llamado de simpatía–con el estado de ánimo ajeno. Pero no sólo la poesía, también la música, la filosofía, la /religión, etc.

I. JERARQUÍA DE TALANTES.

Si el talante es la disposición anímica, espontánea, prerracional, de encontrarse el hombre ante la vida, cabe decir que no hay un único estado de ánimo apto para el conocimiento, porque la vida ofrece múltiples caras, vertientes muy diversas. No hay un solo estado de ánimo, sino una jerarquía en cuya cúspide cabe situar el buen talante, donde radican la esperanza, la confianza, la fe y la paz. Pero estas disposiciones anímicas, nobles y limpias de oscuridades egoístas, no podrían prevalecer en un mundo miserable y roto, cruel y amargo, sin un fundamento supramundano, es decir, religioso; requieren el apoyo en un Dios revelado e infinitamente misericordioso, en una tradición, en una Iglesia, cuya cabeza invisible es Cristo, que nos conduzca de la mano, como a niños, a la salvación; y que este sentimiento de apoyo tenga un fundamento racional suficiente y dé al talante estabilidad, firmeza de actitud.

Esta actitud significa que no se da un talante químicamente puro (sería propio del hombre adámico), porque el ser humano es, constitutivamente, sensibilidad y razón, aun cuando predominen, en cada caso, la una o la otra, como ocurre –por ejemplificarlo históricamente– en Lutero (prototipo de hombre arrastrado por su talante) y en Calvino, quien encarnó una forma de vida rígida, conceptual, poco teñida por la sensibilidad. El término medio de interpenetración y equilibrio de estado de ánimo y razón es «el de cualquier católico normal».

El dominico Bollnow, en su libro Esencia y cambio de las actitudes, expuso con clarividencia la distinción entre talante y actitud. El apoyo en una tradición, la seguridad, el descanso en una fe racionalmente justificada, la posesión de una firme concepción de la vida, convierten el talante en actitud, es decir, dan /sentido a la vida, le prestan estilo. De tal manera que puede afirmarse que la actitud no es sino un talante informado y ordenado, un talante penetrado de lógos, como una segunda naturaleza. Y, junto al talante y la actitud, hay que situar, por su diferencia de arraigo, el estado anímico profundo y fundamental, en el que consistimos y que determina nuestro modo de ser, porque no es lo mismo ser alegre que estar alegre, ni llorar que vivir hundido en la aflicción. Hay, en suma, una jerarquía de estados de ánimo que se reducen a la autenticidad y a la profundidad. Y el temple anímico fundamental, aquel desde el que se vive y del que se vive, el temple último radical es siempre religioso o irreligioso.

II. EL TALANTE RELIGIOSO.

¿Es la religión una proyección del talante?; ¿determina, o codetermina, nuestro talante no sólo la intelección, sino también la vivencia religiosa?; ¿colorea el talante, de algún modo, la religión que se vive y en la que se vive? Según el principio tomista, «la gracia edifica sobre la naturaleza, no la destruye». Pero también es verdad que la gracia edifica la naturaleza. El hombre nuevo de san Pablo es también, por obra de la conversión, nuevo en su ser natural, en su disposición anímica, en su actitud vital. El hábito o vivencia continuada de cualquier religión, dando al alma una idea de la vida, un ethos y un ideal nuevos, la transforman, a veces hasta de raíz, poniéndola en conformidad con ellos. Aunque con exageración, no en vano se ha dicho que «el hábito es una segunda naturaleza»; cuánto más el hábito religioso: «Quien cree en un Dios colérico, arbitrario y terrible, acaba haciéndose pusilánime y aterrado, o bien estoicamente desesperado. Quien confía en un Dios bondadoso, equitativo y amante, se torna sereno y alegre o termina convirtiéndose en perezoso y temerariamente seguro de su salvación»4.

Si Fichte dijo que la filosofía que se elige depende de la clase de hombre que se es, con mayor razón puede afirmarse que cada cual busca la religión que mejor se acomoda a su habitual disposición de ánimo. O, en otras palabras, cada ser humano propende a abrazar la fe que mejor se adecua a su modo psíquico de ser y, aun la fe recibida, la vive según su personalísima idiosincrasia. No vive la religión, sino su religión.

Tanto si se admite que la religión hace o, incluso, transforma al hombre, como si se prefiere decir que es el hombre el que elige su religión o una religión recortada a su medida, la conclusión viene a ser la misma: que las religiones se distinguen entre sí objetivamente, sin duda; pero también por la estructura psíquico-estructural normal y habitual, impresa en los adeptos de cada religión. Y a ello contribuye la situación en que se vive.

El hecho de vivir en una situación de mundo religioso o irreligioso, de mundo católico o protestante, influye decisivamente en la conformación antropológica de las personas. Ortega y Gasset, en un texto preciso y claro, lo expresó así: «Imaginen ustedes dos individuos de carácter opuesto, uno muy alegre, otro muy triste, pero ambos viviendo en un mundo donde Dios existe. Al pronto tendremos que atribuir gran importancia a esa diferencia de caracteres en la configuración de ambas vidas. Mas si luego comparamos a uno de esos hombres, por ejemplo, al alegre, con otro tan alegre como él, pero que vive en un mundo distinto, en un mundo donde no hay Dios, caemos en la cuenta de que, a pesar de gozar ambos del mismo carácter, sus vidas se diferencian mucho más que la de aquella otra pareja, distinta de carácter, pero sumergida en el mismo mundo»5.

La situación religiosa influye, conforma, permite incluso discernir el ateísmo católico del ateísmo protestante —sirvan los ejemplos del antes católico Stefan George y de André Gide, protestante sin fe—, pero ello no significa, en modo alguno, la pretensión insensata de reducir la religión —mucho menos el catolicismo— a mera cultura.

III. RELIGIÓN Y CULTURA.

Hay personas que, por naturaleza, propenden al destino religioso, en cuyo caso —acorde con la máxima de santo Tomás— la gracia perfecciona la naturaleza. Por el contrario, en otras se produce una disconformidad natural con la gracia, y entonces esta reedifica la naturaleza, produce no sólo una conversión natural —adaptación del temple anímico al requerimiento de la religión—, sino, además, sobrenatural. Pero, en todo caso, la religión que se cree y en la que se vive, conforma al hombre con más fuerza que cualquier otra condición o influencia. Según como sea nuestro Dios, así seremos nosotros. La religión no es sólo cultura, aunque también lo es; es el núcleo central de toda filosofía y, en general, de toda cultura.

No es que la religión y la cultura se identifiquen, de modo que la filosofía viniera a ser la reconstrucción racionalizada de lo religioso fideísmo—, ni que la religión anticipe de modo velado lo que después la razón, trabajosamente, clarificará. Sin embargo —tomando la idea de Max Scheler De lo eterno en el hombre—, el hecho, históricamente demostrable hasta en lo más particular, es que todas las metafísicas que ha habido, permanecen en el ámbito de las categorías fundamentales religiosas. Y, porque la religión conforma una idea del hombre, las alteraciones religiosas llegan a modificar no sólo el talante individual, sino, más aún, el de los pueblos. Compárese, si no, el talante del católico español Carlos V (empapado de esencias y primores renacentistas) con el del católico —grave, severo, enlutado de vestido y alma— Felipe II, o el de otra situación histórica.

Precisamente en este punto empiezan a vislumbrarse las diferencias de talante religioso o sentimiento de Dios entre unos hombres —los protestantes— y otros —los católicos—. El catolicismo sitúa en la mística —unión con el Dios inaccesible— una de sus notas básicas de proximidad, mientras que el protestantismo abre un abismo infranqueable entre Dios y la criatura. El catolicismo establece una síntesis entre la lejanía infinita de Dios y la posibilidad de acceso a él que hay en el hombre. Cuando la síntesis se rompe del lado de la distancia divina, se cae en el protestantismo, en el Dios totalmente otro, lejano, majestad terrible, ante la que el hombre camina, transportando sobre sus débiles hombros el fardo pesado del existir; pero solo, sin ayuda, sintiéndose culpa y pecado. El católico no se siente oprimido por el peso de su destino, porque «la Iglesia le ayuda, benignamente, a llevarlo»6.

NOTAS: 1 J. L. LóPEz ARANGUREN, Obras completas I: Filosofía y religión, Trotta, Madrid 1994, 217. — 2 ID, 220. — 3 ID, 221. — 4 ID, 227. — 5 ID, 227. — 6 ID, 234.

BIBL.: AA.VV., Teoría y sociedad: homenaje al profesor Aranguren, Barcelona 1970; BLÁZQUEZ E, José Luis L. Aranguren, medio siglo de la historia de España, Ethos, Madrid 1994; GUY A., La théorie du talante chez J.L. L. Aranguren, en AA.VV., La nature humaine, PUF, París 1961, 292-296; ID, L'ambivalence du talante religieux selon Aranguren, en Mélanges André Combes III, París 1968, 469-480; LÓPEZ ARANGUREN J. L., El buen talante, Tecnos, Madrid 1985; ID, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, en Obras Completas I: Filosofía y Religión, Trotta, Madrid 1994, 209-413; ID, Talante, juventud, moral, Madrid 1975.

J. L. López Aranguren
 E. Blázquez