REVELACIÓN
Y EPIFANÍA DEL OTRO
DicPC
 

Juzgar a la Historia a propósito del /mal que ella enmascara al racionalizarlo, supone poner en entredicho el primado de la presencia y, correlativamente, el de la conciencia, así como encausar la conciliación de presencia y conciencia que alcanza su apoteosis en la conciencia de sí. En efecto, en esta, la presencia se cumple al darse a la conciencia, y la conciencia queda satisfecha al entregarse a la presencia que la vuelve transparente para sí misma. Las sombras y los desfallecimientos que desgarran su caminar en pos de semejante reconciliación, en un Absoluto diáfano, aparecen como hitos necesarios y justificados, y por ende justos. Partícipes del brillo que emana de la verdad cumplida, dichas sombras componen un juego de luces del que, por ella misma, la conciencia no logra salir. Arrostrar y rasgar la trama que tales reflejos han tejido, requiere oponer resistencia al poder apropiador de esa red asimiladora que es lo Mismo. Ahora bien, sólo será resistencia, si al poder no le opone otro poder, pues, en tal caso, habría claudicado al servirse de la lógica del rival, que consiste en reducir lo Diferente para asimilarlo a lo Mismo. Si Poder y Mismo son intercambiables –el Poder puede reducir lo otro a lo mismo-, la resistencia al poder sólo podrá venir de lo Otro, esto es, de lo diferente al Poder: de la desprotección más absoluta. Lo Otro por excelencia tiene, pues, que ser lo que me aborda de cara en la desnudez de su rostro: el /otro hombre. El rostro del desvalido es la epifanía de lo Otro, y su resistencia, por ende, sólo puede ser ética. Este tipo de resistencia se define por poner en cuestión el poder como tal, por desafiar al poder del poder, y no a su debilidad. Por todo ello, el rostro no es visto; habla. Se resiste a ser prendido en la visión, que lo asimila a esquemas previos.

El rostro habla, se expresa, asiste a su manifestación: desborda cualquier totalidad. Infinito, no se deja contener en ninguna forma: su fuerza reside, paradójicamente, en su desnudez, en su humildad, en su extranjería. Expulsable de cualquier pago, su significado no procede de ningún contexto: tú eres tú. La /alteridad o la desmesura que se expresa en el rostro, rasga cualquier disfraz, brota, sale de sí hacia el interlocutor, al que habla cara a cara. Pero ponerse cara a cara, enfrentarse radicalmente, significa encausar moralmente. Su extranjería es la que, conminándome a la hospitalidad, me despabila de mi abotargamiento, y me constituye como alma o psiquismo. Así es como se rompe la /totalidad, así es como se revela la exterioridad: como juicio moral, como resistencia ética que saca al yo de su ensimismamiento. Como escribe Lévinas, en clara confrontación con Heidegger, «hablar, en lugar de dejar-ser, solicita al otro», esto es, lo apela a responder a la exterioridad inscrita en el rostro. Esta apelación, cuya altura se expresa como el mandato de no matar, no anula la libertad del yo, pero sí la empuja a reconocerse arbitraria, culpable y tímida, al tiempo que la pone ante una disyuntiva extrema frente al otro hombre: o responderle, o matarle. Ante el rostro, donde el /infinito-inapropiable interpela y encausa al yo, este carece de un dominio absoluto, pero puede aniquilarlo, con lo cual está ejerciendo un poder que, en la destrucción homicida, se reconoce, no obstante, impotente para apresarlo o comprehenderlo: «El homicidio ejerce un poder sobre aquello que se escapa al poder. Todavía sigue siendo poder, porque el rostro se expresa en lo sensible; pero ya impotente, porque el rostro desgarra lo sensible»1.

I. EPIFANÍA Y REVELACIÓN COMO DESGARRO.

Precisamente a dicho desgarro es al que se refieren los términos epifanía y revelación: una manifestación que no pertenece al dominio del ser, que desborda toda visión y toda comprensión; una manifestación de lo imprevisible, de lo ajeno, al ámbito de lo manifestable, y que se convierte en expresión, esto es, en una suerte de manifestación elevada al infinito y, por ello, incontenible, cuyo espacio apropiado de revelación pasa a ser el lenguaje, en el que el otro me habla, en lugar de hablar de mí, y yo le hablo, en lugar de hablar de él. Sólo el rostro, epifanía o /huella del Otro, posee la extraña fuerza capaz de arrancarnos de la totalidad que amenaza con engullirnos. A tal efecto, la primera argucia de esta consiste en llevarnos a la creencia de que nos hallamos inmersos en una farsa que se despliega y alcanza su sentido, en la escena del mundo y de la Historia, sin contar con nosotros. Quebrar el monolitismo de dicha pretensión totalitaria sólo se puede a partir del Otro, de su revelación que es discurso, desde la exterioridad que me interpela en el rostro, rostro que, por consiguiente, ha de inspirar una nueva /Razón. Esta, frente a la Razón ajustadora por arrasadora, alberga el recuerdo de los destrozos que ha producido semejante allanamiento. Sería una Razón Profética o Anamnética, y, como su nombre indica, se caracterizaría por estar animada por el 'sufrimiento de los vencidos. Como tal Razón compasiva, sólo ella puede remover los tiempos que corren, el presente dominante, y hacer posible algo nuevo, otro tiempo. A través de dicha memoria irrumpe, en el transcurrir del tiempo y a modo de revelación, la palabra salvadora, porque la salvación, si la hay, es «la interrupción del tiempo presente»2. Todo lo cual entraña un nuevo concepto de experiencia, entendida como experiencia doliente, que se compadece o conduele del dolor de las víctimas. Lo peculiar de este concepto de experiencia estriba en que, en lugar de digerir las quiebras y armonizar los desajustes, carga con lo que la rompe, con lo que la roe o remuerde: con el mal. No se trata de ningún dolorismo complaciente, sino de la experiencia de lo inasumible; experiencia, en suma, de lo que no cabe convertir en objeto de experiencia: quizá sería, por ello, más riguroso hablar de revelación, y no de experiencia del mal.

Pero también por lo siguiente. Si la experiencia comporta cierta pasividad que, intelección mediante, el aparato trascendental integra comprensivamente cual experiencia, el mal, entendido exceso y, por tanto, como inasumible, entraña una pasividad más profunda que la inercia –una sensibilidad cuya hondura es /vulnerabilidad–, pasividad que, en realidad, es una conmoción del alma, y que significa una rotura de la lógica del poder, el cual, frente al mal radical, queda impotente. Por lo mismo, más que del /sujeto trascendental de una experiencia, pues no hay tal, hablaríamos, como hacen Lévinas y Nemo, de psiquismo humano o de alma, respectivamente, es decir, de aquello cuyo ser es condolerse del mal, y que excede del entramado que la narración histórica compone con los avatares. Sacudida por el mal, el alma está llamada a convertirse, a voltearse, pasando de sujeto intencional a ser blanco de una llamada. Más que la conciencia, la caracteriza la vigilia, en la que su /mismidad está habitada por lo Otro que la inquieta y la convoca a lo que, más profundo que ella, excluye toda apropiación que la reafirmase y en la que se repusiera o se reposase. Sin cobijo en el que embotarse, el alma vivencia lo que Descartes llamó «la idea del Infinito en mí», como su ininterrumpido insomnio o desgarramiento en el que, desviviéndose, vive su responsabilidad para con su hermano. Todo esto representa una inversión de la conciencia intencional, que ha pasado de ocupar el polo activo, a ocupar el polo pasivo como objeto de la interpelación. Ya no es ella la que, en calidad de sujeto constituyente, establece la medida de su responsabilidad, por los efectos que su obrar haya podido producir en una sociedad auténtica, configurada por «voluntades que se conciernen por su obrar», a la vez que se «observan cara a cara»: «Mi intención no mide exactamente el sentido de mi acto». En otros términos, «la significación objetiva de mi acción prima sobre su significación intencional»3, lo cual significa que la llamada excede de la respuesta que quepa darle: ¿sobre qué se fundan el hablar y el escuchar: sobre la posibilidad o, más bien, sobre la imposibilidad de corresponder a la llamada, sobre la posibilidad o, más bien, sobre la imposibilidad de escuchar? Si la llamada apelase a una posibilidad previa en nosotros de escuchar, nosotros seríamos su origen, como «si estuviera inscrito en hueco en nosotros, ya reclamado por nosotros; como si fuéramos nosotros quienes llamáramos a la llamada». Para ser de verdad creativa, la llamada comienza por desagregar «todo cuanto se haría fuerte de ser por sí mismo antes de la llamada, o con independencia de ella». Por ello, es «la sola imposibilidad de escuchar la que puede oír la llamada»: «Nada corresponde a esa llamada..., la respuesta es la imposibilidad de cualquier correspondencia». La imposibilidad de corresponder significa que apelar, llamar a alguien a la palabra, implica que este no se la guarde, pues, incontenible como es, le desborda; implica, en suma, que el interpelado, a su vez, la dé: recibir la palabra para darla.

II. EL ORIGEN DE LA PALABRA.

A tenor de lo dicho, cabría preguntarse cómo es ese origen de la palabra que, en sí mismo, es ya llamada. Si es llamada, quiere decirse que la palabra reclama una respuesta, esto es, que «la llamada responde –sin lo cual ni siquiera sería una llamada– de la posibilidad que tiene de ser oída, de constituir una llamada para alguien, de apelar a alguien»4. Pero, como hemos dicho, no hay respuesta a la llamada que la satisfaga, lo cual quiere significar que toda respuesta evidencia un vacío en el que anida la palabra, un desajuste entre la llamada y la respuesta que se le devuelve, una carencia de la respuesta que la pregunta está reclamando, un desequilibrio por el que se torna o se reconoce, en sí misma, llamada a otras voces. El origen que apela, dispone de la distancia que separa llamada y respuesta, y que separa incluso a la respuesta de sí misma, en la (des)medida en que esta se entiende insuficiente. La palabra originaria es, pues, otredad: una misma intriga vincula la llamada con la escucha de la llamada y con la respuesta a la misma, de manera que, como escribe Lévinas, «la llamada se oye en la respuesta». Y aquí volvemos a tropezar con el problema de la /libertad, pues si tan estrecha es la unión de llamada y respuesta, ¿qué hay de mi libertad de responder? ¿Acaso no queda anulada, pues toda llamada, a lo que parece, acarrea su respuesta? No, y precisamente por la paradójica razón de que es mi respuesta a la llamada la que decide acerca de su estatuto mismo de llamada: esta no lo es, mientras no sea acogida como tal. Puedo perfectamente ignorarla, hacerme libremente oídos sordos. En esto radica la intransferible 'responsabilidad de mi libertad: en que responde del Infinito, del cual da –o no– testimonio. La llamada la encuentro, no antes de responderla, sino en la respuesta misma, pues mi respuesta es la audición apropiada a la llamada y mi obediencia precede a la escucha de la orden: «El retorno se designa en el ir»5.

Tal es el sentido profundo del profetismo, que no consiste en hacer presente el futuro, sino en señalar en dirección de la causa errante, siempre anterior, en sí misma anárquica, irrepresentable, de la que mi responsabilidad es la huella. Respuesta, pues, que sólo se torna tal respuesta si, en lugar de pretender acceder directamente al Bien deseable, se desvía hacia el menesteroso, la víctima, hacia el que no encuentra cobijo en el orden y nos saca, indeseable, de las casillas: esta «irrectitud... alcanza más altura que la propia rectitud»6. Porque pretender una respuesta directa al /Absoluto equivale a considerarse, como señala F. Rosenzweig, «únicamente como el bienaventurado destinatario de la Revelación», esto es, «solamente como objeto del amor divino», lo cual lo separa del mundo y lo encierra en /sí mismo, ya que sólo desea ser el bienamado de Dios. Fundido con su Dios, confiado y soberbio, reniega del mundo para considerarlo, a lo sumo, como algo puesto «completamente a su disposición, justo para subvenir a las necesidades momentáneas del instante en el que le conceda una mirada»7. Este es el peligro de inmoralidad que entraña la pretensión de abordar directamente el Bien. Por el contrario, una relación ética con el Absoluto ha de ser tal, que no quede enredada en la /violencia propia de lo sagrado, esto es, requiere un ser separado o ateo: separado del Bien o Absoluto. En esta perspectiva, la relación con el mundo cambia, porque este ya no es una pertenencia del único existente, sino que está marcado por la exterioridad característica de las otras personas, cuya libertad es exterior a la mía y contra la que mi poder de apropiación se muestra impotente: «El mundo de la percepción manifiesta un rostro: las cosas nos afectan como poseídas por los demás». La justa respuesta implica la imposibilidad de una plena correspondencia. Unido a ello, va también concebir la trascendencia como humillación. Esta /humildad de la verdad trascendente, hay que entenderla en dos sentidos estrechamente ligados: por un lado, como ese abajamiento que comporta el que la gloria del Infinito se exprese en su pobreza; por el otro, como su dependencia con respecto a la acogida que el respondente le conceda al responder «del apátrida, de la viuda y del huérfano». Volvemos a encontrarnos con el rasgo característico de la revelación: «Podemos preguntarnos si la primera palabra de la revelación no debe proceder del hombre como en aquella antigua plegaria de la liturgia judía en la que el fiel da gracias, no de aquello que recibe, sino del hecho mismo de dar gracias»8.

NOTAS: 1 E. LÉVINAS, Totalidad e Infinito, 208, 217 y 212. –2 R. MATE, La razón de los vencidos, 24. – 3 E. LÉVINAS, Entre nosotros, 33 y 34. – 4 CHRÉTIEN J. L., L' appel et la réponse, 33, 34 y 15. – 5 E. LÉVINAS, De otro modo que ser, 227. – 6 ID, De Dios que viene a la Idea, 123. – 7 F. ROSENZWEIG, L' Étoile de la Rédemption, 245 y 216.- 8 E. LÉVINAS, Entre nosotros, 31 y 74.

BIBL.: CHRÉTIEN J. L., L' appel et la réponse, Minuit, París 1992; DÍAZ C., De la razón dialógica a la razón profética, Madre Tierra, Móstoles 1991; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Entre nosotros, PreTextos, Valencia 1993; ID, De Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995; MATE R., La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona 1991; NEMO P., Job y el exceso del mal, Caparrós, Madrid 1995; RoSENZWEIG F., L' Etoile de la Rédemption, SeuilEsprit, París 1982; ID, El nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989.

J. Mª. Ayuso Díez