RELACIÓN Y PERSONA
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El Diccionario de la Lengua Española define la relación como la «conexión, correspondencia entre una cosa con otra» y también como la «conexión, correspondencia, trato, comunicación de una persona con otra». De esta forma nuestra lengua propicia una confusión entre la relación que se establece entre seres racionales y libres, y entre la que existe entre los entes cósicos entre sí. Pero pensamos que la altura de dicha relación no es estrictamente sinónima, como vamos a ver.

I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.

De la misma forma que el concepto de persona no se entiende si prescindimos de su origen cristiano, lo mismo sucede con el concepto de relación. En efecto, desde la célebre definición de Boecio de la persona como naturae rationalis individua substantia1, esta ha sido comprendida como racionalidad y enticidad; pero esta definición pasó por alto, entre otras cosas, la relación, que es un constitutivo esencial y no accidental o superpuesto a la persona. Boecio predicaba de la persona lo que Aristóteles enunciaba de las cosas naturales; para el griego la persona era entendida como un suppositum (un supuesto, como las cosas), con lo que la persona era entendida como una cosa entre otras, aunque, al estar dotada de racionalidad, sería una metacosa o supracosa.

En la reflexión teológica cristiana, fundamentalmente con las aportaciones de san Agustín, se clarificó que la tripersonalidad divina era en realidad la existencia de relaciones en su seno. Desde aquí se pudo dar paso, análogamente, a la explicación del hombre como ser relacional. La reflexión teológica desbrozó el camino a la investigación antropológica filosófica, marcándola, en cierto modo, hasta el presente, aunque esto no sea deseable. Pero de lo que no cabe dudar es de que la reflexión filosófica sobre el hombre como ser de relación, debemucho a la tematización que de este concepto se hizo en la teología cristiana a partir de san Agustín.

Para el hombre bíblico la fe no consiste en creer en algo, ni siquiera en verdades, sino más bien creer en Alguien, en un Dios que interpela al hombre, sea de forma personal, para el judaísmo, o tripersonal, para el cristianismo. Para el semito-cristianismo la fe consiste, por tanto, en una relación / interpersonal entre Dios y el hombre, aunque no sea una relación paritaria, como debe ser la que tiene lugar entre las personas humanas. En la relación interpersonal entre la persona humana y Dios la desproporción existente /entre los dos miembros de esa relación es mayor que la similitud, pero, en todo caso, es una relación gratuita y libre. El Dios bíblico sale al encuentro del hombre y establece con él una alianza, porque el hombre puede percibir esa interpelación de Dios, y es así como el hombre se reconoce a sí mismo como persona, al estar convocado a una relación de /amistad con El. El que en sí es totalmente /otro, por gracia interpela al hombre, e incluso se deja interpelar por este; y es de este modo como el totalmente otro es percibido como relación hacia el hombre.

En el mundo griego, desde el viejo Heráclito, hay destino y eternidad, pero no existe, contrariamente a la tradición judeocristiana, creación, ni novedad, ni alteridad entre Dios y el mundo. El hombre griego no es alguien completamente distinto del ente material, no es el vértice de lo existente, diferente por su cualidad ontológica de las cosas físicas. De la misma forma, no existe tampoco la relación interpersonal, tal y como la percibimos en la tradición semita y cristiana; el hombre aquí no es interpelado, ni tiene que dar cuenta de su vida ni de la de sus semejantes, pues en el destino todo está atado y bien atado, y el hombre sólo se limita a sufrirlo; el griego carece de responsabilidad, esto es, no debe responder de alguien ante alguien. Se entenderá, entonces, la importancia que el pensamiento dialógico y ético de E. Lévinas, partiendo de la influencia del pensamiento semita, concede a la responsabilidad para con el otro2; la responsabilidad es, básicamente, relación. El hombre griego vivía en un cosmos concebido como eterno, en donde estaba sometido al designio inmutable del destino; el griego no conoce, propiamente, la interpelación; conoce el logos, pero no verdaderamente el diálogo ni la relación, en el sentido en que nosotros la entendemos. Además, su concepción de la historia es circular, en donde el eterno retorno de lo mismo cierra las puertas a la esperanza de lo nuevo, a la reconstrucción, a la creación y la recreación; en el destino no hay perdón ni rehabilitación, ni regeneración, sino sometimiento. El mundo trágico aparece como una puerta cerrada e impenetrable, en donde sólo queda resignarse al destino que se teje al margen de los hombres.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

La falta de comprensión de muchos hacia la categoría de relación, se debe a que están atados a una interpretación de la categoría de relación tal como la ofrece Aristóteles, aunque no todos interpretan igual lo que el padre de Nicómaco entiende por relación. Este calificaba a las categorías como hijos (retoños) o «concomitancias del ser»3. Aristóteles propició una cierta confusión, perceptible sobre todo entre algunos teólogos y filósofos medievales, entre la sustancia y las restantes categorías, precisamente por sostener que la primera era una de estas, aunque fuera la protocategoría. En efecto, según Aristóteles la relación (pros tí), es la categoría que define lo relativo o referencia de una cosa a otra, como lo que une lo que mide con lo medido, o como la referencia de una cosa hacia otra. Es uno de los ocho o diez significados fundamentales del ser, es un género supremo del ser, pero accidental y no sustancial4. Para la reflexión cristiana, por el contrario, la relación intratrinitaria se identifica con la persona verdaderamente distinta, y no sólo accidental, mientras que, análoga pero no unívocamente, también la persona humana es relación sustantivamente, y no sólo adjetivamente. Para Aristóteles las categorías eran ocho, a saber: sustancia, cualidad, cantidad, relación (tó pros tí), acción, pasión, lugar y tiempo5 (aquí la situación y el hábito no aparecen), aunque en algunos otros textos añade dos más: situación y posesión. Como vemos, el número de las categorías varía en las diferentes obras aristotélicas. En los Tópicos y en las Categorías indica las citadas diez6, mientras que en la Ética a Nicómaco sólo menciona seis7. Para él, la cantidad y la cualidad son determinaciones intrínsecas de la sustancia, y las restantes, incluida la relación, son determinaciones extrínsecas. Por supuesto, esto no podrá ser aplicado a la reflexión teológica trinitaria.

Lo que quería resaltar el filósofo griego es que cualquier predicado atribuido a un /sujeto indica lo que es el sujeto en cuanto tal (hypokeímenon), o bien alguna determinación del mismo. Frecuentemente se dice que Aristóteles distingue en las categorías entre la sustancia y los accidentes, entendiendo por tales las restantes categorías, hecha excepción de la primera. Pero estimamos que, a diferencia de algunos comentaristas medievales de la obra de Aristóteles, las categorías que no son la sustancia tienen una mayor densidad /ontológica que el mero accidente, pues para Aristóteles las categorías expresan los atributos esenciales y más generales de la realidad, aunque no tengan la primacía que atribuye a la sustancia. Y aunque las categorías son ser en virtud de su vinculación con la sustancia, no son simplemente equiparables a los accidentes, sino que expresan los significados fundamentales y primarios del ser, son las divisiones o géneros supremos del ser. En efecto, una sustancia real y dada en la existencia, puede existir sin un determinado accidente concreto. Pensemos en una silla de color amarillo; este ser amarillo de la silla es lo accidental, como es accidental que esté encima o al lado de la mesa; pero no puede darse en la realidad una silla que no tenga ningún color o que no esté en un lugar ni en el tiempo. El estar en el espacio y en el tiempo no le es a la silla accidental, aunque sí lo es que esté en un determinado y concreto lugar en un momento temporal determinado. Por eso, se hace necesario distinguir entre las categorías —las restantes de la sustancia— y los accidentes. Una sustancia real que no tenga cualidades es tan imposible como que las cualidades existan separadas de la sustancia.

En lo referente a la categoría de relación, una pierna no la define Aristóteles primeramente por ser la pierna de Sócrates (relación), sino por ser la pierna (sustancia) del mismo; pero necesariamente debe ser la pierna de alguien y este ser de alguien es algo de lo que la pierna no puede prescindir. El griego considera inconcebible que una sustancia sea, estrictamente, relativa, genitiva; un niño no se define por ser hijo de tal, sino por ser un individuo del género humano. Así, pues, en las categorías hay que diferenciar un aspecto genérico, común a todas ellas y que le distinguen de la substancia, y otro aspecto específico, con el que podemos distinguir unos accidentes de otros. Estas categorías son ser para Aristóteles, que distingue a cada una de las demás. En definitiva, la tematización de las categorías que realiza Aristóteles no puede librarse de la importancia excepcional que tiene, para él, la sustancia, que si bien es la protocategoría, no deja de ser, sin embargo, una de ellas. Pero esto significa que las restantes categorías corren el riesgo de ver oscurecida su importancia y son vistas como predicados que reposan a la sombra de la protocategoría, que descansa sobre sí.

La reflexión cristiana, desde los primeros siglos, en particular desde san Agustín, se separó de esta doctrina aristotélica de las categorías, al pensar los datos teológicos, interpretando que era esencial sostener relaciones en el seno de la /Trinidad, pero sosteniendo que dichas relaciones no podían ser accidentales. El problema, tal como lo plantea san Agustín, consiste en que no es posible referir a Dios lo que es accidental, sino sólo lo que es sustancial8. Mas al no poder atribuir a Dios lo accidental, ¿está legitimado atribuirle relaciones? Si estas se toman desde la enseñanza aristotélica, la respuesta debe ser necesariamente negativa. Además, la categoría de relación en la tematización aristotélica aparecía tan genérica y de contornos tan poco precisos, que pierde su entidad disolviéndose en la generalidad de su significado tan extensivo; y es sabido que la extensión de un concepto redunda en la mengua de su intensión. Un indudable mérito de san Agustín consistió en quitarse de encima el peso de Aristóteles, pues entre la predicación sustancial y la predicación puramente accidental debe abrirse una vía distinta, y no necesariamente ecléctica. El teólogo de Hipona superará a Aristóteles con su doctrina de la relación, que, dejando atrás la dualidad sustancia-accidentes, muestra que la relación no es ni una cosa ni otra, pues ni es ser in se, ni es ser in alio; la relación es un ser (ens) cuya enticidad consiste en estar ordenado ad aliud (hacia otro), sin ser in alio (en otro). En efecto, san Agustín percibe que, si bien de Dios no podemos predicar la accidentalidad, no todo lo que de él se dice se predica según la sustancia9. Esta vía alternativa a la encerrona aristotélica es la relación, pero comprendida no como algo accidental sino como algo sustancial; de este modo, podemos predicar de Dios relaciones esenciales. San Agustín se lamentaba de tener que recurrir a la voz persona, llevado por la pobreza del lenguaje, pues la persona era un concepto que le sonaba a algo absoluto (autónomo, independiente) y no relativo, ya que persona, aplicado al hombre, significa incomunicabilidad y subsistencia, esto es, algo sustancial; pero al afirmar tres personas en Dios pensaba que podría caerse en el triteísmo, el peligro contrario al sabelianismo10; de ahí su preferencia a pensar sobre el misterio del Dios Trino en términos de relación. Para el doctor africano «persona ad se dicitur, non ad aliud»11. Precisamente por esto su aportación principal a la reflexión trinitaria consistirá en su tematización de la categoría de relación, que le parecía más apropiada que la de persona. Para santo Tomás, en la Trinidad hay personas porque hay relaciones y estas no son accidentales, sino subsistentes12. Pero otra cosa será aplicar la categoría de relación a la persona humana. En Dios, para santo Tomás, lo que distingue a las personas es la relación, pero no ocurre así en el hombre, que se distinguen unos de otros, como las criaturas, por la materia signata quantitate. Tras identificar en Dios relación (subsistente) y persona, sin atarse al accidentalismo de la relación, cuando el Aquinate aplica la relación al hombre, vuelve sobre sus pasos aristotélicos y contempla la relación como accidentalidad: la relación –dice– tiene una débil entidad y es un ser «debilísimo e imperfectísimo»13, pues no es aliquid o algo a se, sino ad aliquid o pura relación entre dos términos. De este modo, el concepto de relación, en santo Tomás, cambia de sentido cuando se refiere a Dios y cuando se refiere al hombre. Y ello no le extraña al Aquinate lo más mínimo, pues piensa que nada puede predicarse de un modo unívoco de Dios y de las criaturas. Aunque si no estamos avisados sobre esto podemos deslizarnos en no pocos equívocos.

Precisamente la ausencia de la categoría de relación hizo que san Buenaventura se sintiera incómodo con la definición de Boecio antes citada. Pensaba que la relación es un constitutivo esencial no sólo de Dios, sino también, por analogía, de la persona humana. Para él la persona «se define por la sustancia o por la relación; si se define por la relación, entonces persona y relación serán conceptos idénticos»14. La relación, así, es vista por el filósofo franciscano como un constitutivo ontológico, y no ya accidental. Para él relación significa referencia de una persona a otra y conlleva una trascendencia de la persona hacia toda la realidad. «La categoría relación no es puramente predicamental o accidental, como acontece en la filosofía tomista, sino trascendental o esencial. El hombre, desde sí mismo, se encuentra proyectado y orientado a otras realidades: al mundo, a los otros y a Dios. Este hecho de estar relacionado no es, pues, algo casual, sino un constitutivo formal y configurador que hace que la persona, desde su singularidad, incomunicabilidad y suprema dignidad, esté viviendo con las cosas, con los demás, y en apertura radical al creador. La antropología bonaventuriana posee un carácter eminentemente dinámico y el hombre no es un estado, sino un proceso»15.

Por su parte, otro franciscano, Duns Scoto, al que tampoco satisfacía el concepto boeciano de persona, «al definir la persona (...) no se contenta con subrayar una categoría negativa, como es la incomunicabilidad, sino que acentúa también otro aspecto positivo, consistente en un dinamismo de trascendencia, en una relación vinculante, pues la esencia y la relación constituyen la persona», de tal forma que «el hombre escotista no se encierra en el solipsismo metafísico, tentación permanente de las filosofías del espíritu, sino que aparece claramente como apertura y relación, como ser indigente y vinculante, como una realidad que anhela ser saciada»16. Con esto nos aproximamos ya a la posterior reflexión personalista y dialógica, que acentúa la esencial importancia de la relación en la constitución de la persona humana. En este sentido, pensaba Jean Lacroix que la misma verdad de las cosas sólo es posible descubrirlas en la relación interpersonal, pues la verdad es dialógica17. Si es así, con mucha más razón el /amor es, de modo necesario, intrínsecamente dialógico, interpersonal por definición.

La relación indica tendencia, respectividad, apertura y trascendencia, fundamentalmente entre los hombres entre sí o entre la persona humana y Dios. El /hombre tiene, en su entraña más íntima, la orientación a las demás personas, a Dios mismo e incluso hacia las cosas físicas; aunque en su referencia hacia estas sólo podemos hablar de relación por analogía a lo que es la verdadera relación, que es la que se establece entre seres espirituales libres, sean las personas divinas, sean las humanas. Hasta tal punto esto es así, que incluso la reflexión filosófica implica siempre, de un modo constitutivo, la /interpersonalidad, en el paso del logos solitarioal /diálogo interpersonal. Y esto es así porque el pensador no puede dejar de ser persona cuando piensa, y ha llegado a ser persona en plenitud sólo en la relación con las demás. Con razón, algunos de los más importantes filósofos dialógicos (es decir, relacionales), como F. Ebner o F. Rosenzweig, han primado la importancia esencial de la /palabra en la constitución de la persona como tal, pues la palabra es el vehículo privilegiado de la relación humana, aunque no el único. Y para M. Buber la palabra fundamental no comienza con el yo solitario, sino que es el par yo-tú: «Una palabra básica es el par / Yo-Tú»18

A diferencia de esta relación interpersonal, no es posible sostener que un objeto puramente cósico se encuentre en estricta relación con otros objetos igualmente cósicos; por eso preferimos hablar de referencialidad, para designar la relación existente entre la persona y los entes no personales –y, por ende, ni interpelantes, ni respondientes–, en lo que tienen de análogo, sabiendo que es más lo que diferencia que lo que asemeja. El objeto cósico no sabe, ni conoce, ni siente, ni se entrega; por ello se hace necesario indicar que la referencialidad entre las cosas, sólo es tal para el sujeto cognoscente. No obstante, esa referencialidad que este percibe entre las cosas, no es algo que el sujeto simplemente pone en las mismas (como sostendría el idealismo), sino más bien algo que este descubre, en tanto que percibe las cosas en el interior de un mundo (no sólo un cosmos) ordenado estructuralmente y que no es una mera yuxtaposición caótica de objetos. En este sentido, la relacionalidad entre las cosas no puede decirse que sea absolutamente accidental, sino que, de alguna forma, el sujeto la percibe como constitutiva de los entes. Si no sostuviéramos esto, deberíamos afirmar, entonces, que la referencialidad es un invento extrínseco de la comprensión del hombre del mundo, y no correspondería a la existencia, perceptible, de estados de cosas que forman un mundo, y no un simple cosmos. Cuando nosotros percibimos las relaciones entre las cosas lo hacemos porque de alguna forma la propia naturaleza de las cosas nos lo posibilita.

Angel Amor Ruibal, reprochaba a la escolástica el cosismo y el estaticismo de su concepción de la realidad, que exige ser considerada en sí misma, cuando pretende aprehender la organicidad psicodinámica de lo real, so pena de olvidar lo individual en beneficio de lo universal, y lo estático en detrimento de lo evolutivo. El filósofo pontevedrés propuso una visión correlacionista de elementos mutuamente referentes entre sí, en toda la estructuración de la realidad, tanto la personal como la física, aun-que sin confundirlas19. Según Amor Ruibal, el concepto de relación fue entendido por la escolástica como una adherencia accidental a los términos correlacionados; no es otra cosa sino un predicado o un accidente. En cambio, según él, se trata de un trascendental de los seres, un constitutivo intrínseco de los mismos, a cuyos elementos sirve de estructuración in-terna, tanto desde su consideración esencial ad intra, como ex-trínseca, en tanto que pone a cada ser en relación con los demás. Para él la sustancia es, con una magnífica definición, la «permanencia de relaciones objetivas en el ser»20. Existe, por tanto, una correlación universal ontológica entre los seres. Esto, aplicado a las relaciones interpersonales, hará que estas adquieran, lejos del accidentalismo relacional que aletea en la filosofía occidental, bajo el influjo aristotélico, un carácter sustantivo en la constitución de la persona. Esto posibilita contemplar, en el interior de la sustancia, la co-relacionalidad, que permite defender tanto la permanencia como la trascendencia, el ser y el devenir, la polémica siempre recurrente desde los viejos Parménides y Heráclito. Así, podemos afirmar que la persona, en su cuidad, no es reducida a algo estático, fijo e inamovible, sino que también introducimos en ella el movimiento libre y creador, sin que lo sustantivo se disuelva en el devenir libre, sino que es expresión de su verdadero asentamiento. Este correlacionismo que sostiene Amor Ruibal nos sirve para afirmar la necesidad que tiene el pensamiento personalista de pensarlo y repensarlo todo desde la perspectiva dialógica, sea de la relación (entre personas), sea de la referencialidad (hacia las cosas). De este modo superaremos el abstraccionismo impersonal que ha caracterizado a muchas corrientes filosóficas, también de nuestros días. Sólo en la relación interpersonal adquiere sentido la persona, y también la adquieren las cosas, en tanto que son para las personas. Desde esta perspectiva debía pensarse un programa ecologista, que, lejos de romanticismos estériles, ponga a la luz la relacionalidad que existe entre las personas y la naturaleza. También Kant se refiere a algo parecido en su analítica trascendental —aunque en otro sentido que Ruibal— cuando habla de la «relación de influjo», que se percibe entre las diferentes sustancias que contienen el fundamento de las «determinaciones existentes en las otras», y que denomina «relación de comunidad o de acción recíproca»21.

El hombre no vive entre otras personas ni en el mundo, de una manera accidental u optativa, sino que su relación con lo que le rodea es esencial, constitutiva intrínsecamente, tanto de su personeidad como de su /personalidad (según la afortunada distinción zubiriana); la relación, en la persona, es algo de suyo. El hombre no es algo estático, sino alguien dinámico; la persona sólo conseguirá plenificar su ser, en la medida en que se relacione con las demás; la persona no sólo es estado, sino también quehacer, es aventura por su esencial apertura; aunque, precisamente por esa apertura, es abertura por la cual la persona puede ser fácilmente herida. La relación interpersonal es, de alguna forma —sea constructora o sea destructora del otro—, una relación práxica; de este modo, insistir en que la persona es relacional, es lo mismo que decir que es un ser práxico. Por su parte, la referencia hacia las cosas, y su trabajo con ellas, es la poiética. Aristóteles distinguió entre ambos tipos de relaciones cuando sostuvo que «la praxis y la poíesis son distintas»22.

En la importancia hacia la referencialidad de la persona a las cosas, se hace necesario romper con la tradición especulativa racionalista de la filosofía desde Grecia, que concibe de un modo reduccionista al hombre como animal de logos, pues esto, explayándose, es una unidimensionalidad inaceptable. La ineludibilidad de la praxis y la poíesis humana, fue puesta de relieve por Marx, como percibimos en sus Tesis sobre Feuerbach, pero también por el pensamiento personalista. Desde esta perspectiva, en 1953, un personalista británico reflexionaba sobre la persona a partir de la siguiente tesis fundamental: «Contra la presunción de que el yo es, por lo menos primariamente, un sujeto cognoscitivo, he mantenido que su subjetividad es un aspecto derivado y negativo de su naturaleza. Esto corresponde al hecho de que la mayor parte de nuestro conocimiento y todo nuestro conocimiento primario, surge como un aspecto de actividades con objetivos prácticos, no teoréticos. Y que este conocimiento es un aspecto de la acción en sí mismo, hacia el cual toda la teoría reflexiva debe referirse. En contra de la presunción de que el yo es una individualidad aislada, he sostenido que el yo es una persona, y que esa existencia personal está constituida por las relaciones personales»23. Aunque nosotros no podemos sostener que la subjetividad sea un aspecto negativo de la naturaleza del hombre, pues hemos de evitar, precisamente desde una visión correlacionista, caer en un praxicismo que considere la racionalidad como un adjetivo extrínseco a la naturaleza humana. Entre la tentación de absolutizar la acción o la racionalidad como excluyentes, afirmamos la unidad de la persona real, sin caer en la falacia de primar uno de estos constitutivos esenciales de la misma, enmarañándonos en la paradoja de la gallina y el huevo.

III. CONCLUSIONES.

El ser persona del hombre está incardinado en la naturaleza esencialmente dialógica del mismo, y precisamente la percepción de ser tal, se efectúa en la praxis relacional con el otro, sea /Dios o sean las otras personas humanas. El hombre está esencialmente convocado a una relación amorosa, de tal forma que, si desoye esa llamada, se frustra en el hombre su constitución original.

Es necesario levantar la voz y protestar ante la cosificación que sufre la persona en nuestros días. La persona es intrínsecamente relación, apertura y trascendencia, y no sólo ante las otras personas que salen a su encuentro, sino también hacia una trascendencia que remite a lo alto y a lo bajo, y también hacia lo hondo, a lo divino, al último misterio del ser.

La persona es siempre, inexcusablemente, incomunicabilidad y trascendencia; en tanto que es lo primero, es cuidad; en tanto que es lo segundo es comunicabilidad y relación; y es ambas cosas sustancialmente, porque es propiedad y respectividad. La persona descubre su propia unidad interior en su relación consigo mismo (y ser de suyo es ser de sí y también para sí, aunque no exclusivamente para sí) y en su relación con las demás personas (su ser suyo le posibilita la relación, el encuentro y la entrega, esto es, poder ser para los demás). De este modo, la sustancialidad y la relacionalidad, lejos de repelerse, se armonizan en la unidad propia de la persona concreta, existente y real. La incomunicabilidad no es en la persona algo accidental, sino óntico; la relacionalidad no es en ella algo accidental, sino igualmente óntico. Difícilmente podrá la persona trascender hacia –mejor que hasta– los demás, si no sabe vivir en su propio interior. Difícilmente se percibirá la persona en toda su propia riqueza interior, si no trasciende hacia las demás. No podrá el hombre ser persona para los demás, si no es persona también para sí mismo; imposible le resultará ser persona para sí mismo, si no se vincula a las demás personas y, en un sentido distinto, de menor gradación, también con las cosas. La persona no podrá entregarse a los de-más si no se posee a sí misma, por la sencilla razón de que sólo es posible entregar lo que se posee.

NOTAS: 1 De duabus naturis et una persona Christi; PL, 64, col. 1343 D. – 2 De otro modo que ser, o más allá de la esencia, 52ss. – 3 Ética a Nicómaco, 1096,21a. - 4 Metafísica, Z 3, 1029 a 21. – 5 Metafísica V 7, 10017 a 25; Física V, 1, 225 b 5-7. – 6 Categorías IV, 1 b 25-27; Tópicos I, 9, 103 b 20-23. – 7 Eth. Nic. 1, 6, 1096 a 20. – 8 De Trinitate, V, 3-6. – 9 ID, V, 5,6. - 10 ID, VII, 4,9. – 11 De Trinitate, 1, 7, nn. 9-11: PL 42, 914-948. – 12 S. Th., q. 29, a. 4. - 13 Cont. Gent. 4, 14. — 14 SAN BUENAVENTURA, De Trinitate, q. 2, a. 2. – 15 J. A. MERINO, Historia de la filosofía franciscana, 71-72. - 16 ID, 248-249. – 17 J. LACROIx, Le personnalisme: sources, fondements, actualité, 123. — 18 M. BUBER, Yo y tú, 9. — 19 A. AMOR RUIBAL, Cuatro manuscritos inéditos, 457. – 20 ID, 89. – 21 I. KANT, Crítica de la Razón Pura, B 258. – 22 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VI, 4; 1140 a 17: Práxis kaí poíesis éteron. – 23 J. MACMURRAY, El yo como agente. La forma de lo personal, 10.

BIBL.: AMOR RUIBAL A., Cuatro manuscritos inéditos, Gredos, Madrid 1964; BUBER M., Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993; KANT 1., Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 1994'°; LACROIX J., Le personnalisme: sources, fondements, actualité, Chronique Sociale, Lyon 1981; LÉVINAS E., De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; MACMURRAY J., El yo como agente. La forma de lo personal, Barral, Barcelona 1974; ID, Personas en relación. La forma de lo personal, Barral, Barcelona 1974; MARCEL G., Presence et inmortalité, Flammarion, París 1959; MERINO J. A., Historia de la filosofía franciscana, BAC, Madrid 1993; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, Sobre la categoría de «Relación» en la reflexión sobre la persona, Scripta Fulgentina 11 (Murcia 1996) 61-76.

M. Moreno Villa