POSMODERNIDAD
DicPC
 

I. CRISIS DE LA MODERNIDAD.

Los descubrimientos espectaculares de la /ciencia, así como la lucha contra el Antiguo Régimen y el dogmatismo religioso, dotaron al proyecto moderno de una fuerza inigualable; pero en cuanto las realizaciones prácticas fueron reemplazando a las promesas empezó a erosionarse el prestigio acumulado. Ya los padres de la sociología fueron bastante críticos con la /modernidad. Max Weber, por ejemplo, sostenía que el resultado final sería una sociedad inflexible, opresiva, programada científicamente – «una jaula de hierro»– seguida quizás de una profunda quiebra cultural y de la muerte de todo sueño humano.

Muchos piensan hoy que el proyecto moderno ha fracasado y una nueva /cultura –la posmodernidad- está ocupando su lugar. «La modernidad –dice Michel Leiris– se ha convertido en mierdonidad». Otros (como Habermas) consideran que la modernidad es un «proyecto inacabado» pero con futuro y, aunque sea necesario enderezar su rumbo, debe sobrevivir para el bien de la humanidad.

El tiempo nos dirá si la cultura moderna va a sucumbir ante el empuje de las ideas y creencias posmodernas, o más bien serán estas las que desaparezcan como una moda efímera. De momento, ni siquiera estamos en condiciones de adivinar cuál será el nombre propio (al estilo de Renacimiento, Reforma o /Ilustración) por el que un día se conocerá a esta nueva época, que supuestamente estaría comenzando ahora. Como es lógico, posmodernidad debe ser considerado tan solo un término heurístico (heurístico, en su forma adjetiva, es lo que sirve para encontrar). Tener que recurrir a él conlleva una humillación no pequeña, porque el prefijo post revela que, hoy por hoy, la modernidad es la auténtica sustantividad.

II. EL ESPEJISMO DEL PROGRESO Y LA DISOLUCIÓN DE LA HISTORIA.

La modernidad se había caracterizado por una fe inconmovible en el progreso ilimitado de la humanidad. Y como todo el mundo creía saber lo que había que hacer, pusieron manos a la obra. Los ilustrados concentraron sus esfuerzos en la educación del pueblo, los marxistas esperaron que la lucha de clases condujera a una sociedad reconciliada y los capitalistas pusieron sus esperanzas en la /revolución tecnoindustrial. Pero a unos y a otros les fallaron las previsiones, y el siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de esperanzas. En el continente que se preciaba de ilustrado, estallaron dos guerras —extendidas pronto al resto del mundo— que, sin apenas hipérbole, podemos decir que hicieron experimentar el infierno en la tierra; los regímenes marxistas acabaron convirtiéndose en lúgubres campos de concentración, y la gente de los países capitalistas occidentales está descubriendo que, en medio de su opulencia, carecen de razones para vivir.

En opinión de Vattimo, «el momento que se puede llamar el nacimiento de la posmodernidad en filosofía es la idea (nietzscheana) del eterno retorno de lo igual; el fin de la época de la superación». Con otras palabras: el progreso de la humanidad en el que creían nuestros abuelos y nuestros padres ha resultado ser un espejismo.

Algunos van más lejos todavía: no solamente el progreso ha resultado ser un espejismo, sino que también se ha evaporado la /historia. Hay —desde luego— muchas historias pequeñitas. Cada individuo tiene la suya. Pero todas esas historias pequeñitas se entrecruzan sin que el conjunto de ellas tenga el menor sentido. La historia en singular se la han inventado los historiadores seleccionando caprichosamente aquellos acontecimientos que les parecían susceptibles de enlazarse entre sí, dando la sensación de un todo unitario y lleno de sentido. Con otras palabras: el precio que ha habido que pagar para que la humanidad viva con la ilusión de estar haciendo historia es relegar al cubo de la basura cantidades inmensas de materiales que no encajaban en el esquema. Si los historiadores hubieran pretendido registrar y ordenar todo cuanto ocurre, encontraríamos ante nosotros una masa absolutamente informe. «La historia es una supersti

III. DE LA ÉTICA A LA ESTÉTICA.

Al haberse evaporado la ilusión de la historia, la / estética sustituye a la /ética. Si no venimos de ningún sitio ni vamos a ninguna parte, estamos en la misma situación que un viajero sin brújula. Puede ir a donde se le antoje, porque ninguna dirección es mejor que otra. «La filosofía —escribe Vattimo— no puede ni debe enseñar a dónde nos dirigimos, sino a vivir en la condición de quien no se dirige a ninguna parte». Y, como es lógico, si esa es la condición humana se imponen dos consejos:

a) El primer consejo es disfrutar ya, sin aplazar las satisfacciones. En términos freudianos diríamos que los modelos anales de comportamiento (acumulación de bienes y fomento del ahorro), propios de la cultura moderna del siglo XIX, están siendo sustituidos en la posmodernidad por modelos orales. Si el hombre moderno estaba obsesionado por la producción, el posmoderno lo está por el consumo. La moral puritana ha cedido paso al hedonismo: el placer de la buena mesa, el goce sexual, los esfuerzos por conservar una apariencia juvenil, las vacaciones de lujo... Y es lógico: cuando no se espera nada del futuro es preferible vivir al día y pasárselo bien.

b) El segundo consejo que da la filosofía posmoderna a quien no se dirige a ninguna parte y sabe que el progreso se ha vuelto imposible, es retirarse al santuario de la vida privada, donde se da la única felicidad modesta— que el hombre puede conseguir. «Es necesario —dice Raymond Ruyer— que los cerebros individuales aprendan a producir la miel de la dicha, cada uno en su alvéolo». Asistimos, de hecho, a una creciente indiferencia hacia las cuestiones de la vida colectiva (abstencionismo político, crisis de militancia, etc.) mientras sube enteros en el mercado de las cotizaciones sociales todo lo referente al propio yo: grupos de encuentros, terapia de sentimientos, cuidado del cuerpo, feedback bioenergético, masaje psíquico, pedagogía del contacto...

IV. CREPÚSCULO DE LA RAZÓN Y EXPLOSIÓN DEL SENTIMIENTO.

Los individuos modernos estaban orgullosos de «la afanosa e incorruptible razón que apremia al hombre para desarrollar las capacidades en él depositadas y no le permite volver al estado de rudeza y de sencillez de donde salió» (Immanuel Kant). Hoy, en cambio, se publican libros titulados La miseria de la razón (Isidoro Reguera), La razón sin esperanza (Javier Muguerza), La crisis de la razón (Francisco Jarauta)... Es necesario —nos dicen— despertar del sueño dogmático de la /razón: un /sujeto finito, empírico, condicionado, nunca podrá establecer lo incondicionado, lo absoluto, lo incontrovertible. Sólo hay lugar para un saber precario.

Surge una pregunta obligada: si ninguna de las cosmovisiones filosóficas, políticas o religiosas que movilizaron a los hombres modernos están fundadas sobre tierra firme, ¿qué son entonces? Lyotard responde sin dudarlo un momento: tan sólo «grandes cuentos»; no pueden reivindicar ninguna objetividad, son simples narraciones. Y además, la experiencia pone de manifiesto que esas grandes narraciones son peligrosas, porque, antes o después, apelan al terror para imponerse. El cristianismo recurrió a la Inquisición, el /marxismo a la KGB, el nazismo a los campos de exterminio, y la civilización occidental a la bomba atómica. Así pues, es muchísimo más higiénico renunciar a los discursos omnicomprensivos y contentarnos con un pensamiento débil. La razón ha muerto, pero gracias a los posmodernos nadie llevará luto por ella.

Al destronamiento de la razón ha seguido un despertar impetuoso de la subjetividad y el /sentimiento. Como declaraba Francisco Umbral en una entrevista: «Lo que te pide el cuerpo es verdad, no lo traiciones nunca». En consecuencia, el posmoderno no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende y sus opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas. Hemos pasado de la mayúscula a las minúsculas en todos los órdenes de la vida. Y las mayúsculas que todavía permanecen, sólo son mayúsculas para cada uno.

A ello han contribuido también –en opinión de Vattimo– los medios de comunicación de masas. Adorno preveía que la radio (más tarde también la televisión) tendría el efecto de producir una homologación general del pensamiento. Pero ha ocurrido justo lo contrario. A pesar de los esfuerzos de los grandes monopolios de la información, la radio, la televisión y la prensa están difundiendo las concepciones del mundo más diversas. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas han tomado la palabra, y el individuo posmoderno, sometido a una avalancha de informaciones y estímulos, difíciles de estructurar, ha hecho de la necesidad virtud y ha optado por un vagabundeo incierto de unas ideas a otras.

Abandonada ya la idea de que sólo existe una forma de humanidad verdadera, y solicitado por múltiples racionalidades locales, cada cual compone a la carta los elementos de su existencia, tomando unas ideas de acá y otras de allá, sin preocuparse demasiado por la mayor o menor coherencia del conjunto (ya hemos dicho que hoy no manda la razón, sino el sentimiento). El resultado se parece mucho a esas vallas publicitarias en las que quedan trozos de los distintos carteles que estuvieron pegados en ellas resultando así un conjunto fragmentario y contradictorio. En lugar de un yo integrado, la fragmentación parece el destino insuperable del hombre de hoy.

¿Tendremos que contraponer a este mundo fragmentado la nostalgia de una realidad sólida, unitaria, estable y autorizada? La respuesta de los posmodernos es rotundamente negativa. Esa nostalgia pondría de manifiesto una actitud neurótica; el esfuerzo por reconstruir el mundo de nuestra infancia, donde la autoridad familiar era a la vez amenazante y aseguradora.

V. EL RETORNO DE DIOS.

La posmodernidad ha supuesto también un cambio de actitud ante los problemas religiosos. No debe extrañarnos demasiado que retorne /Dios, puesto que han caído en desgracia quienes le desterraron: el racionalismo extremo y la fe autosuficiente en el progreso ilimitado de la humanidad.

Sin embargo, la nueva cultura no permite que Dios recupere todos sus derechos. El hombre posmoderno no podrá nunca amar a Dios «con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y con toda su mente» (Dt 6,5; Lc 10,27 y par.), porque ya hemos dicho que a él le van las convicciones débiles que se viven sin pasión y se abandonan sin dificultad.

Además, como el individuo posmoderno obedece a lógicas múltiples, frecuentemente se prepara él mismo su cóctel religioso combinando creencias cristianas con creencias hindúes (el 23 por ciento de los católicos europeos y el 21 por ciento de los protestantes creen en la reencarnación de las almas) o de otras procedencias. Viene a la memoria el modelo de mercado religioso, sugerido por Berger: en las sociedades actuales, el individuo desempeña el papel de cliente ante una variada oferta religiosa, dentro de la cual podrá elegir –practicando cierto sincretismo– las creencias que más le gusten.

Por último, el individuo posmoderno desconfía de las Iglesias, porque le parecen excesivamente controladoras del pensamiento y de la conducta. Preferirá vivir su fe por libre y –en el límite– aparecerá esa religión invisible de la que hablaba Luckmann. En resumen, que no debemos lanzar las campanas al vuelo demasiado alegremente.

VI. EL «BOOM» DEL ESOTERISMO.

En la posmodernidad no sólo retorna Dios; también los brujos. Estamos asistiendo a un auténtico boom del esoterismo: chamanismo primitivo, teosofía, sufismo, somanes, vida después de la muerte, tarot, kábala, alquimia, antroposofía...

En opinión de algunos, todo ello noes más que una reacción ante la incapacidad del racionalismo moderno para proporcionar un sentido a la vida. «La verdad de la cuestión es esta –nos dice Roszak–: ninguna sociedad, ni siquiera la de nuestra tecnocracia más secularizada, puede pasarse absolutamente sin misterio y sin ritual mágico». En cambio Marvin Harris piensa que el boom del esoterismo no se debería tanto al deseo de encontrar un sentido último para la vida, como al deseo de encontrar soluciones de tipo mesiánico para los problemas económicos y sociales que han aparecido en estas últimas décadas: desempleo, inflación, alienación laboral, sentimiento de aislamiento y soledad, inseguridad ciudadana, etc. En mi opinión, ambos llevan algo de razón. En los nuevos cultos se mezclan la sugestión, la magia, la búsqueda de lo novedoso o anómalo y probablemente también auténticas inquietudes religiosas. Es tal su complejidad, que Roszak defiende en otro lugar la conveniencia de inventar alguna palabra inutilizable para designarlos, por ejemplo, psico-místico-paracientífico-espiritual-terapeútico.

Lo malo es que, en los nuevos cultos, el repudio posmoderno de la razón y el espíritu crítico suelen alcanzar el paroxismo, volviéndose sumamente peligrosos. Basta pensar en las sectas destructivas: Secta Moon, Los Niños de Dios, Movimiento Hare Krishna, Misión de la Luz Divina, Cienciología, etc. Como es sabido, en ocasiones han llegado a matar, haciendo del asesinato un gesto litúrgico. El mundo entero se estremeció ante los homicidios cometidos por la comunidad de Charles Manson y, sobre todo, por lo ocurrido el 18 de noviembre de 1978, en aquel calvero de la jungla de Guyana, donde Jim Jones, líder de una secta californiana llamada el Templo del Pueblo, y más de 900 seguidores, se quitaron la vida. Así pues, este siglo increíble, que se inició con la confianza en la ciencia, la razón, la ilustración y la modernidad, se encuentra en sus postrimerías con todo aquello que ya creía enterrado desde hace mucho tiempo, incluyendo el retorno de los brujos.

VII. LUCES Y SOMBRAS DE LA POSMODERNIDAD.

Las relaciones entre el cristianismo y la modernidad se caracterizaron, sobre todo en los países de tradición católica, por una confrontación ideológica total. Existe una herejía, cuya denominación –dejando aparte cualquier consideración sobre su contenido– no puede ser más significativa: El modernismo. Por fin, después de mucho tiempo, el Vaticano II nos invitó a poner nuestros relojes en hora con la modernidad, pero fue precisamente cuando esta conocía la crisis que hemos descrito en estas páginas. ¿Qué debemos hacer ahora?

Ante todo, excluir cualquier nostalgia de un pasado premoderno. Como es sabido, existe hoy –más entre los judíos y los mahometanos, pero también entre los cristianos– un notable auge del fundamentalismo. En opinión de Gilles Kepel, «tanto el discurso como la práctica de estos movimientos, están cargados de sentido: no son producto de un desorden de la razón o de la manipulación de fuerzas oscuras, sino testimonio irremplazable de una enfermedad social profunda que nuestras tradicionales categorías de pensamiento ya no permiten describir. Como el movimiento obrero de ayer, los movimientos religiosos de hoy poseen una capacidad singular para señalar las anomalías de la sociedad». Pero una cosa es reconocer eso y otra muy distinta es dar por buena la terapia que propugnan. Intentar restaurar una sociedad sacral, ni es posible en Europa ni, desde luego, sería deseable. Ya hemos visto que en la cultura moderna existen grandes valores, aunque a menudo los encontremos parasitados por contravalores. Si debemos tener algo claro en este tiempo de profundos cambios culturales, es que no tiene sentido añorar los tiempos pasados.

Tan solo debemos prestar atención, por tanto, al contencioso existente entre la modernidad y la posmodernidad. En mi opinión, sería peligroso desear la victoria de una cualquiera de ellas sobre la otra.

El esfuerzo y la autodisciplina que los hombres modernos se exigían a sí mismos eran, sin duda, despiadados. ¿Acaso no es más humano aquel «trabajar para poder holgar» de Aristóteles, que el trabajar para trabajar, y así ad infinitum, de los modernos? Pero parece como si la posmodernidad se hubiera ido al otro extremo desvalorizando completamente el trabajo, el mérito y la emulación.

También parece evidente que el racionalismo extremo de la modernidad mutiló al sujeto, pero es difícil admitir que la solución esté en sustituir la tiranía de la razón por la tiranía del sentimiento.

Malo era considerar la religión como un residuo premoderno condenado a la extinción porque sólo resultaban legítimas aquellas verdades que fueran susceptibles de verificación empírica; pero no se sabe si no es peor todavía prestar oídos ahora a cualquier ayatollah casero, por disparatadas que sean sus enseñanzas.

Y así podríamos seguir. Lyotard compara la posmodernidad al trabajo propuesto por Freud en La interpretación de los sueños, es decir, un camino de terapia psicoanalítica por la anámnesis, que permita aflorar lo reprimido. Todo hace pensar, sin embargo, que en lugar de integrar lo reprimido, hemos caído víctimas de ello y hemos reprimido lo vivido hasta ahora, con lo cual permanece la represión y solamente cambia de objeto.

En mi opinión, lo que necesitan las sociedades modernas es integrar una gran parte de lo que han /excluido, ignorado o despreciado. Podemos decirlo en términos hegelianos: La modernidad formuló una tesis que pretendía ser verdadera. Fue la fase afirmativa. Sin embargo, era parcial y por eso ha surgido esa antítesis que llamamos posmodernidad. Es la fase negativa. Ha resultado ser también parcial, y ahora debemos buscar la verdad a un nivel superior, en la síntesis de ambas.

BIBL.: FOSTER H., (ed.), La posmodernidad, Kairós, Barcelona 1985; GERVILLA E., Posmodernidad y educación, Dykinson, Madrid 1993; GONZÁLEZ FAUS J. I., La interpelación de las Iglesias latinoamericanas a la Europa posmoderna y a las iglesias europeas, SM, Madrid 1988; GONZÁLEZ-CARVAJAL L., Ideas y creencias del hombre actual, Sal Terrae, Santander 19933; ID, Evangelizar en un mundo poscristiano, Sal Terrae, Santander 1993; ID, Con los pobres, contra la pobreza, San Pablo, Madrid 19933; LYOTARD J. F., La posmodernidad (explicada a los niños), Gedisa, Barcelona 1987; ID, La condición posmoderna, Cátedra, Madrid 1986; MARDONES J. M., Posmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento, Sal Terrae. Santander 1988; PICO J., (ed.), Modernidad y posmodernidad, Alianza, Madrid 1988; VATTIMO G., El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona 1986.

L. González-Carvajal Santabárbara