MISTERIO
DicPC
 

La etimología estricta de misterio todavía no ha sido clarificada por completo. Lo más probable es que derive del vocablo griego: µysterion, que significa secreto. Es un derivado de los verbos : myo o myeo yo cierro, del infinitivo myein, cerrar la boca.

En la lengua griega el concepto misterio aparece generalmente en plural (mysteria), designando los misterios o ritos iniciáticos arcanos a los que sólo unos escogidos e iniciados tenían la posibilidad de acceder. El testimonio más antiguo de la voz misterios lo encontramos en el oscuro Heráclito1. Y Aristófanes sostuvo que se llamaban misterios porque quienes los escuchaban debían mantener la boca cerrada, esto es, no debían contar a nadie lo oído ni lo visto.

El misterio tiene múltiples acepciones, entre las que destacan las siguientes: el rito religioso secreto, al que sólo tienen acceso los iniciados y a través de los cuales estos alcanzan la salvación (sotería), mediante la unión mística con la divinidad; desde Pitágoras y Platón, el misterio adquiere el sentido de una doctrina tan oscura como arcana; también significa una acción mágica; en la gnosis tiene el sentido de una revelación de Dios, oculta a los no iniciados; también se habla de los «misterios del cristianismo», así como del «misterio de la vida» o del «misterio del universo»; igualmente se dice que «esta persona es un misterio», etc.

En definitiva, a lo largo de la historia de las religiones y del pensamiento, el misterio ha tenido una considerable gama de diferentes interpretaciones. Originalmente fue utilizado por los autores de la tragedia griega, y lo encontramos ya en el siglo XVIII a.C., para designar las fiestas mistéricas de Eleusis (donde se celebraban los misterios de Deméter), en las que se entremezclan la magia y la /religión. Las religiones mistéricas parece que son oriundas de Asia Menor, aunque tuvieron su apogeo literario en Occidente, en el mundo antiguo, así como en el helenístico y el romano, donde se desarrollaron cultos mistéricos a Isis, Mitra, Osiris, etc. Aquí, el iniciado, que era arrebatado en un trance místico, dice llegar más allá de la esfera de la razón, hasta el interior del misterio mismo de la divinidad, donde el espíritu humano por fin halla reposo y conocimiento, participando del mismo ser divino, y donde el mystes o iniciado se deifica. También existen derivaciones filosóficas de los misterios o, mejor, religiones mistéricas que tienen una impronta filosófica, donde se insta a los iniciados a conservar el arcano, como ocurre con el pitagorismo y el orfismo. El orfismo, por ejemplo, es una doctrina influida por el panteísmo. La religión órfica asegura que el /alma humana es inmortal, pero que está mancillada por una mancha original, por lo que el hombre debe ser purificado en sucesivas reencarnaciones; pero, sobre todo, por la iniciación mistérica, donde el alma puede unirse místicamente con Zeus, que es el alma universal. La clave del orfismo circula alrededor de los ritos iniciáticos, donde, entre reencarnación y reencarnación, el mystes expía sus pecados o faltas. Únicamente los mystes conocen los secretos mágicos que le posibilitan llegar a la ansiada fusión con Zeus, interpretada con características panteístas. Estos mystes, al morir, eran sepultados con unas laminillas de oro, donde estaba escrita la profesión de fe órfica, y que le abrían las puertas del alma universal o Zeus.

El misterio también tiene su importancia en el pensamiento de Platón, que traslada al lenguaje filosófico algunos conceptos propios del culto mistérico, como percibimos cuando describe el camino hacia el ser supremo como un acceso al mundo de lo sagrado2. Y contra lo que era usual en su época, Platón utiliza la voz misterio en singular y no en plural (misterios), siendo, posiblemente, el primero que lo hace.

I. EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES MISTÉRICAS.

En la /teología cristiana el misterio se refiere a la doctrina revelada por Dios, esto es, a la revelación de los secretos de la vida íntima de Dios y de sus planes sobre el hombre y el universo, que el fiel debe creer y que, sin ser irracional, está situado más allá de lo que la pura razón especulativa solitaria puede probar, ya que nunca es alcanzado racionalmente por completo, por lo que a ese misterio sólo se puede acceder gracias a la revelación que el mismo Dios hace de sí. Cuando Dios no se revela, el acceso a su conocimiento o bien está vedado al hombre o bien siempre es desmedidamente precario. Los Padres de la Iglesia, a partir del siglo IV, hablaban ya abiertamente del misterio para referirse a las cosas y ritos sagrados, y particularmente al sacramento de la Eucaristía (Mysterium fidei). Los primeros escritores cristianos vertieron la voz mysterion tanto por su forma latinizada mysterium como por sacramentum, y aunque esta voz con posterioridad pasó a designar los sacramentos, su significación primera era a todas luces más amplia.

Se ha discutido y escrito mucho sobre la influencia de las religiones mistéricas en el cristianismo, concretamente en los escritos de san Pablo.

Pero es importante que tengamos en cuenta que el grueso de la literatura mistérica data del siglo III d.C., por lo que difícilmente pudo influir explícita y directamente en los primeros escritores cristianos, como san Pablo o los evangelistas canónicos. Además, el /cristianismo no es una religión mistérica, sino profética, y lejos de pretender la unión panteísta o fusión del iniciado con la divinidad, el cristianismo sostiene que en el mundo escatológico la persona humana conserva su individualidad ontológica en la filiación adoptiva. En este sentido, podemos afirmar que el concepto de misterio en el cristianismo, sobre todo en el Nuevo Testamento, no guarda una relación directa y esencial con las religiones de los misterios, sino que tiene sus particularidades propias, y más que referirse a las prácticas del culto religioso, su significado es apocalíptico y escatológico, designando, sobre todo, al mundo del misterio absoluto: /Dios. Así pues, el uso cristiano de misterio no proviene de las religiones mistéricas ni de su origen filosófico pitagórico o platónico, sino que está directamente emparentado con la apocalíptica proveniente del / judaísmo, refiriéndose a las realidades escatológicas, que son manifestadas con anticipación a los elegidos o a los /profetas en las visiones.

Aunque Zubiri afirma, sin que le falte cierta razón, que «mucha de la terminología de san Pablo procede de las religiones de los misterios», esto no es en modo alguno un sincretismo, sino que se trata justamente de lo contrario; pues es en realidad «una utilización de conceptos ajenos para con ellos actualizar y desenvolver internas posibilidades que existen en el cristianismo. Es lo contrario de todo sincretismo»3. Observamos, entonces, que si se adoptaron vocablos y conceptos de las religiones mistéricas fue para revestirlos de un nuevo sentido, completamente diverso. Por esto podemos vislumbrar claramente algunas diferencias entre las religiones mistéricas y el cristianismo, siendo las principales las siguientes: a) los dioses mistéricos propiamente no resucitan, como sí hace Cristo, según confiesa la /fe cristiana. Así, Diónisos, una vez muerto, es engendrado de nuevo por Zeus, pero no resucitado. Y Adonis, dios de la vegetación, une su ciclo vital y mortuorio con el resurgir y morir de la naturaleza, en primavera y otoño. Y Osiris, asesinado por su hermano Set, no resucita, sino que vive en el reino de los muertos o bien es asumido por su hijo Horus. Y aunque del amante de la diosa Cibeles, Attis, se afirma su resurrección, ello se debe a un cierto sincretismo, pero enormemente mitigado, que algunos ambientes cristianos realizaron entre la fe cristiana en la resurrección y el viejo mito; b) la fusión del mystes con las divinidades mistéricas no conlleva una trasformación moral del iniciado; las religiones mistéricas, en contra de lo sustentado por el judeocristianismo, desconocen por completo el concepto de conversión personal, pues lo propio de esas religiones es la asunción enajenadora del iniciado, vía extática y quietista, en el seno de la divinidad; c) los dioses mistéricos nunca mueren en un acto de entrega voluntaria, como hace Cristo, sino que son asesinados por otros dioses o héroes, al ser derrotados por ellos, pero contra su voluntad expresa. Por esto la mayoría de los mitos de los dioses de las religiones mistéricas se resuelven en una identificación con los ciclos de la naturaleza, cosa completamente ajena al misterio de la muerte de Cristo. En suma, estas diferencias —y otras muchas—muestran las enormes desemejanzas entre los ritos mistéricos y el misterio cristiano, con lo que no estamos autorizados a afirmar el influjo expreso de las religiones mistéricas en el cristianismo.

En este contexto se entenderá lo que santo Tomás afirma del misterio de Dios: «Lo máximo del conocimiento humano sobre Dios consiste en saber que no conocemos a Dios»4. Aunque el Aquinate no afirma en modo alguno la ininteligibilidad absoluta, sino más bien la necesidad de respetar el misterio de Dios a tenor de los límites de la razón humana y la desproporción existente entre el Dios absoluto y su criatura humana contingente. Por eso, de Dios sabemos cosas, aunque las sabemos más claramente cuando aceptamos la revelación de Dios mismo sobre sí; aunque también podemos vislumbrar algo sobre su existencia partiendo de la razón humana. Mas, con todo, de Dios más sabemos lo que no es que lo que es. En definitiva, para el cristianismo la verdadera gnosis y la auténtica sabiduría se da en la /fe, pues la pístis es la entrada en la gnosis cristiana, que tiene lugar como respuesta humana graciosa y agradecida a la revelación interpelante, proveniente de Dios mismo sobre lo que él ha revelado de sí propio. Por esto, ninguna gnosis eliminará definitivamente en la historia intrahumana el misterio divino, ni hará superflua la fe.

II. LA FENOMENOLOGÍA DE LA RELIGIÓN.

En la fenomenología de la religión ha sido Rudolf Otto quien mejor ha tematizado el misterio, al describir lo más específico de la experiencia religiosa y del mundo de lo / infinito e incondicionado que la constituye. Transitando más allá del orden de la fría racionalidad abstracta y objetivadora, Otto insiste en la descripción no tanto de las condiciones subjetivas del sujeto religioso, cuanto en el objeto al que tiende, en lo santo (Das Heilige), revestido de lo numinoso (numen). En este contexto le parece insuficiente reducir el ámbito de lo santo a la especulación filosófica y se inclina por el respeto descriptivo de la /fenomenología de sus principales características. Para Otto, lo sagrado o lo santo no es definible y no podemos aprehenderlo con un mero acto de razón, sino que se capta con un acto de /sentimiento de lo numinoso, sin que por ello sea un acto subjetivo, vacío por completo de contenido, pues tiene como correlato la relación a un valor objetivo. Otto considera que las experiencias contrarias, aunque armoniosas, que se dan en el encuentro con lo santo, son el mysterium tremendum y el mysterium fascinosum; el primero es un misterio que estremece —y que ya está presente expresamente en la obra de san Juan Crisóstomo, así como en el llamado Pseudo-Dionisio Areopagita—, y tiene lugar cuando la presencia de lo santo conmueve íntimamente al hombre religioso que se halla ante su presencia, situándolo en su condición humana, contingente, pecadora y humilde (pues homo, humus), aunque no por ello tiene como resultado el repudio del hombre en su precariedad. El pecado aquí no es una simple trasgresión moral, sino más bien la falta de atención y de respeto ante lo santo, a lo totalmente otro; por ello la consideración de la humilde condición mortal conlleva la sumisión reverente ante la manifestación de lo sagrado, la hierofanía (la afortunada expresión de Mircea Eliade), donde aparece lo que los pueblos melanesios llamaban el mana. Allí donde la hierofanía tiene su aparición, ese lugar se convierte en el centro del mundo; y si lo que aparece no es sólo lo santo, sino que se revela El Santo, entonces no se trata propiamente de una hierofanía, sino de una teofanía. Por su parte, el mysterium fascinosum significa todo lo contrario al temor: es la certeza de la acogida graciosa, la alegría de la aceptación y la presencia de un / amor incondicionado; es un misterio que maravilla y fascina. Lo santo y su mundo, lo divino, se manifiestan, de esta forma, como salvación y gozo para los que aceptan la /relación con el misterio trascendente, y como amenaza para quien rehúsa su manifestación y su presencia en la vida humana.

III. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

A tenor de lo que hemos visto, podemos afirmar que acercarse al sentido del misterio significa acceder a la hondura de la realidad, donde se encuentran las personas, los acontecimientos e incluso el mundo material, que en tanto que /mundo, es más que mero cosmos físico-cósico. Su proximidad y su aceptación en la vida humana no conlleva rebajar y menospreciar el ámbito de la racionalidad, ya que en la irracionalidad encuentra su suicidio el hombre como tal; sino que significa más bien dejarse afectar por la profundidad de las personas, del mundo viviente y de las cosas, en lo que tienen de protesta a la tentación de su completa cosificación fisicalista. Pero no se trata del gusto por lo misterioso en tanto que podría significar la dejación de los deberes de objetividad y racionalidad del hombre con su mundo, ya que esto significaría la enajenación del hombre en un supuesto mundo platónico, del que se afirma su verdadera realidad, en la medida en que despoja a la cotidianidad humana de su necesaria asunción. La aceptación del misterio del ser y su respeto por parte del hombre no implica en modo alguno el abrazo de lo arcano por el hecho mismo de ser algo escondido o ininteligible; esta actitud configura en verdad una patología del mundo humano y no sólo en el orden gnoseológico, sino también en el ontológico, e implicaría la banalización del ser humano y de su propio misterio personal. Pero también, al contrario, es degradar al hombre y su complejo mundo espiritual no reconocer que las cosas, y con mayor razón, Dios en sí mismo y el mundo intrínsecamente peculiar de la persona humana, se resisten a una aprehensión cognoscitiva acabada y definitiva, pues ningún saber sobre Dios, sobre la persona o sobre el mundo es completo y permanente. Por eso, desconocer que en el mundo personal no existe la compleción cognoscitiva es violentar al hombre.

Sin embargo, en la /filosofía se corre a veces el riesgo de dividir la realidad en dos compartimentos estancos, completamente inconmensurables: lo racional y lo razonable (lo que comprendemos y podemos pensar y decir) y lo irracional y lo ininteligible (lo que no comprendemos ni podemos pensar ni decir). Este dualismo ha motivado que muchos releguen el misterio a este último ámbito; pero quizás el misterio –como en otro sentido, también el mito– se encuentra en medio de los dos. El misterio no es, propiamente, lo ininteligible, sino lo que la inteligencia humana no puede comprender completamente, pues remite a realidades no primeramente incomprensibles, sino más bien inabarcables. Y hemos de estar atentos a no confundir el misterio con lo absurdo, pues este repugna a la razón; pero no ocurre así con el misterio, que es, rigurosamente, lo que muestra los límites de la razón al sobrepasarla, sin que por ello repugne como contradictorio per se. De aquí que Mounier sostenga que afirmar el misterio no significa en modo alguno instalarnos en el falso confort del arrojo impersonal al mundo de lo misterioso: «El misterio no vale por su oscuridad, como se cree corrientemente por y contra él, sino porque él es el signo difuso de una realidad más rica que las claridades demasiado inmediatas. Su dignidad está completamente en su positividad difusa, en la presencia que anuncia. No es lo suficientemente duro para estar a salvaguarda de peligro»5.

Por otra parte, desde el pensamiento dialógico se ha insistido en el carácter humanizante del /encuentro con Dios como paradigma del encuentro interpersonal, también aplicable al ámbito de lo humano. Autores como F. Ebner, F. Rosenzweig, M. Buber o M. Scheler (/personalismo alemán), entre otros muchos, insisten en que el hombre se encuentra consigo mismo en el encuentro gracioso y misterioso con el otro. En efecto, en el orden del mundo personal, ¿quién no percibe que cada uno es un misterio para sí mismo? ¿Quién puede presumir de ser para /sí mismo como un libro abierto, que no contenga escondrijos inexplorados en su interior? Y si es así, ¿cómo no serán un misterio las otras personas para mí? Todo conocimiento de uno mismo y del otro es apofático, por imposibilidad de apropiación del sujeto cognoscente del misterio propio y del otro. Pero esa apofaticidad, en el mundo del /otro, es clarificadora y graciosa, pues implica que dependemos de la revelación que la otra persona nos quiera hacer para poder comprenderla, y eso sin olvidar que lo que ella nos quiera decir de sí misma depende directamente de lo que ella conozca de sí. Además, pensar una realidad nunca agota a la realidad misma y, como sostenía Zubiri, no nos es posible delimitar la totalidad de las notas constitutivas de un objeto, y ni siquiera es sencillo que conozcamos hasta qué punto esas notas son verdaderamente constitutivas. Y si ello vale para un objeto cósico, tanto más sirve para pensar a Dios y a la persona humana.

Quizá el filósofo que mejor ha pensado sobre el misterio del /ser ha sido Gabriel Marcel. Para Marcel el ser está impregnado de misterio, no sólo en lo que concierne a cada ente en particular, sino al misterio funda-mental, al misterio del ser, al que hace llegar no sólo a ser lo que alguien o algo es, sino el que hace que algo simplemente sea. Sin embargo, «los filósofos (...) tienen la costumbre de dejar el misterio bien a los teólogos, o bien a los vulgarizadores, ya sean de la mística, ya sean del ocultismo»6. Además, para Marcel no cabe hablar del problema del otro, sino de su misterio, pues un problema es algo que reclama una solución y cuando esta se logre dilucidar, el problema habrá terminado. El problema, pues, se concibe como algo que no nos afecta íntimamente, cosa que no sucede con el misterio, sobre todo con el misterio ontológico, el misterio del ser, que nos envuelve y en cuyo interior vivimos; por lo que nos afecta personal y esencialmente. Yo existo y estoy aquí, y el otro existe y está ahí; pero ambos estamos acogidos en la realidad ontológica, que es previa a nuestro propio existir. Por esto el racionalismo falsifica la realidad y la empobrece, introduciendo en las relaciones interpersonales un abstraccionismo cosificador; y lo mismo hace el positivismo en cualquiera de sus tematizaciones, pues sitúa a la persona en el ámbito de lo puramente cósico, con lo que no puede acceder acabadamente al mundo peculiar de la persona, que es irreductible al mundo cósico. Y si tanto el racionalismo como el positivismo reducen el misterio a mero problema, desde una consideración acertada de la complejidad del mundo humano es necesario alzar nuestra voz ante semejante reduccionismo cosificador, por mucha aceptación que tenga en nuestros días.

NOTAS: 1 Frag. 14. — 2 Gorgias 497c. — 3 X. ZUBIRI, El problema filosófico de la historia de las religiones, 264. – 4 Quaest. di.sp., 7, 5 ad 14. – 5 E. MOUNIER, Revolución persona-lista y comunitaria, en Obras completas 1, gueme, Salamanca 1992, 203. — 6 G. MARCEL, Aproximación al misterio del Ser. Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico, Encuentro, Madrid 1987, 21.

BIBL.: BLÁZQUEZ CARMONA F., Marcel, Del Orto, Madrid 1995; BORNKAMM G., Ilua tiplov, en KITTEL G.-FRIEDRICH G., Grande lessico del Nuovo Testamento VII (edición italiana de MONTAGNINI F.-SCARPAT G.-SOFFRITTI O.), Paideia, Brescia 1971, 645-716; CASPER B., Das dialogische Denken. Eine Untersuchung der religion.sphilosophischen Bedeutung Franz Rosenzweigs, Ferdinand Ebners und Martin Bubers, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1967; ELIADE M., Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1974; MARCEL G., Aproximación al misterio del ser. Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico, Encuentro, Madrid 1987; ID, Ser v tener, Caparrós, Madrid 1996; MARTÍN VELASCO J., Introducción a la,fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid 1978; Orto R., Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Revista de Occidente, Madrid 1965; SCHEEBEN M. J., Los misterios del cristianismo, Herder, Barcelona 1950; ZUBIRI X., El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza-Fundación Xavier Zubiri, Madrid 1993.

M. Moreno Villa