LIBERALISMO
DicPC


I. INTRODUCCIÓN HISTÓRICA.

Al parecer, el término liberal, en sentido político, fue usado por primera vez en España, con motivo de la aparición del partido de los liberales, en 1812. Con anterioridad a esa fecha no se disponía de un término específico para denominar al conjunto de ideas y propuestas que más tarde los historiadores han agrupado bajo el rótulo de liberalismo, sino que se hablaba más bien de las ideas de la /Ilustración, o de los enciclopedistas o incluso de las propuestas revolucionarias, dado que muchos de los planteamientos que hoy llamamos liberales fueron adoptados como guía de las revoluciones llevadas a cabo en Inglaterra (siglo XVII), y posteriormente en Norteamérica y en Francia (siglo XVIII). Algunos de los mejores especialistas actuales coinciden en situar el nacimiento del liberalismo en el final de las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVII: la /tolerancia religiosa se fue abriendo paso trabajosamente en las conciencias de una ciudadanía harta de guerras fraticidas; al principio, como una concesión realizada a regañadientes, pero recelosa y pesimista; con el paso del tiempo, sin embargo, esa actitud se fue tornando poco a poco en aceptación positiva del pluralismo religioso y de la libertad de /conciencia, dando paso a un nuevo esquema de convivencia que comenzó a tener repercusiones cada vez mayores en todos los campos de la vida, particularmente en el económico y en el político. Según esta interpretación, el liberalismo «es el movimiento ideológico y político que tiene su punto de partida en la aceptación del valor de la tolerancia como virtud básica para una convivencia pacífica en un mundo abiertamente pluralista» en que se concibe el pluralismo como una oportunidad de mutuo enriquecimiento, pese a los inconvenientes que pueda reportar.

Naturalmente, el reconocimiento. del pluralismo ideológico en el seno de los estados modernos –extensos, unificados, centralistas y burocratizados– sólo podía llevarse a cabo mediante el reconocimiento constitucional del derecho de los individuos a profesar las /creencias que considerasen oportunas, y a llevar a cabo las prácticas correspondientes a dichas creencias, de tal modo que nadie se viese menospreciado por los poderes públicos a causa de sus opciones de conciencia. Por tanto, el constitucionalismo y la aconfesionalidad del Estado aparecen inmediatamente como elementos consustanciales del liberalismo. En efecto, las primeras experiencias políticas que podemos considerar como liberales son aquellas en las que el Estado reconoce explícitamente un conjunto de derechos y garantías a los ciudadanos, teniendo en cuenta que no todos los miembros de la sociedad eran considerados como ciudadanos, sino que a menudo se excluían de dicha condición a quienes no reunían ciertas condiciones (sexo, edad, raza, condición socioeconómica, etc). Sin embargo, a pesar de la inicial exclusión de amplios colectivos de personas del reconocimiento de plena ciudadanía, lo cierto es que la aparición de las declaraciones de /derechos humanos individuales frente al poder coactivo del Estado, significa, en la práctica, el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad: el reconocimiento de la /persona como sujeto de unos derechos que ningún poder estatal está autorizado a violar.

La ruptura de la unidad religiosa y la posterior institucionalización del pluralismo, trajo consigo la aparición de nuevas prácticas económicas que anteriormente habían estado prohibidas o sometidas a fuertes restricciones (como por ejemplo, el préstamo con interés o la libre contratación de servicios sin una tarifa previa). Dichas prácticas habían sido proscritas en virtud de consideraciones religiosas que se remontan a la Edad Media, pero dejaban de tener vigencia general en una sociedad plural y en un Estado no confesional, de manera que progresivamente se abolieron las legislaciones que las prohibían. En consecuencia, durante los siglos XVI al XVIII, en Europa y en sus colonias de ultramar, se produce una profunda reforma de las prácticas económicas, que pone las bases de lo que posteriormente se ha dado en llamar sistema económico capitalista. Sin embargo, el hecho de que el liberalismo político fue uno de los factores que dieron lugar históricamente al nacimiento del /capitalismo económico, no autoriza a concluir que existe una conexión forzosa entre ambos, puesto que muchos análisis han puesto de manifiesto que no existe incompatibilidad de principio entre el liberalismo político y algunos de los sistemas económicos considerados no capitalistas.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

La ambigüedad que a menudo se observa en el uso del término liberalismo procede, muchas veces, de una confusión —a veces intencionada, a veces involuntaria— entre las tres dimensiones principales de la tradición liberal: la política, la económica y la antropológico-filosófica. Sin embargo, no es fácil decir si la aceptación del liberalismo ha de ser una cuestión de todo o nada. En nuestros días es posible contemplar cómo algunos teóricos liberales muy relevantes encuentran plenamente razonable el liberalismo político, pero no se sienten inclinados en absoluto a aceptar la totalidad de los postulados que se suelen presentar como liberales en el plano de la teoría económica o en el de la antropología filosófica. John Gray ha descrito la visión antropológica del liberalismo, conforme a los cuatro rasgos siguientes: /individualismo, igualitarismo moral, universalismo y meliorismo. Comentaremos brevemente estos cuatro rasgos, desde una perspectiva parcialmente diferente a la que sostiene dicho autor. En primer lugar, el individualismo, nacido al amparo de las garantías constitucionales y apoyado en las nuevas prácticas económicas (desaparición de restricciones tradicionalmente ligadas a la /propiedad privada, pérdida de las connotaciones negativas del afán de lucro personal), se convierte en uno de los valores dominantes del modo de vida liberal. Este rasgo puede interpretarse de dos modos muy distintos. Uno es el que puso de manifiesto C. B. Macpherson en su estudio sobre el individualismo posesivo, en el que afirma que en los orígenes del liberalismo (siglo XVII) se consideró que el /individuo humano «es esencialmente propietario de su propia persona y de sus capacidades, por las cuales nada debe a la sociedad».

Sin embargo, en las obras de algunos liberales importantes de finales del siglo XX, se observa un nuevo modelo de individualismo, que no responde a las características descritas por Macpherson, puesto que su concepto de individuo sí reconoce una deuda de este con la sociedad, particularmente en lo que se refiere alas oportunidades que ella nos brinda para desarrollar nuestras dotes naturales. El individualismo es el rasgo más denostado por la mayor parte de los adversarios intelectuales del liberalismo, entre los cuales destaca hoy en día la corriente denominada /comunitarismo. En segundo lugar, el liberalismo abre paso a una mentalidad igualitaria en lo que respecta al valor moral de los seres humanos; esta opción en favor de la igualdad, se manifestó primariamente en la desaparición de la discriminación religiosa y de los privilegios feudales, pero posteriormente ha ido extendiendo sus implicaciones hacia la abolición de todo tipo de discriminaciones (por raza, sexo, nacionalidad, etc). Este rasgo no implica, en ningún caso, la pretensión de alcanzar un igualitarismo económico, que sólo podría mantenerse mediante un férreo control estatal y con la desaparición de la mayor parte de las libertades individuales. Sin embargo, sí parece implicar —a juicio de buen número de autores liberales contemporáneos— un cierto reconocimiento de unos derechos económicos básicos, que promuevan la /igualdad de oportunidades entre los miembros de una sociedad liberal. En tercer lugar, el liberalismo suele presentarse como una visión universalista, con respecto a la validez de los derechos básicos de las personas, lo cual implica la necesidad del reconocimiento de los correspondientes deberes de respeto a los derechos de los demás. No existe unanimidad entre los pensadores de la tradición liberal con respecto a la consideración de si ciertos derechos, particularmente el derecho a la propiedad privada de medios de producción, han de ser considerados, o no, como derechos básicos. Sin embargo, sí existe un amplio consenso entre ellos en lo que se refiere a las llamadas libertades negativas (aquellas que consisten en la prohibición de interferencias arbitrarias en los planes de vida de los individuos) y en una buena porción de las llamadas libertades positivas (las que implican la existencia de cauces efectivos de participación de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas y económicas que les afectan). En general, el liberalismo es abanderado de una determinada moral mínima, que considera vinculante para todos los seres humanos, en la medida en que es la condición de posibilidad de una convivencia pacífica entre grupos y personas ideológicamente diferentes, y a menudo opuestos entre sí. Y en cuarto lugar, el liberalismo es una cultura meliorista, en la medida en que considera posible la mejora de cualquier institución social y de cualquier acuerdo político. Conserva la esperanza de que se pueden corregir los errores que se vayan detectando en la manera de afrontar los problemas de la convivencia social. En este sentido es una visión optimista del hombre y de la sociedad, pero este optimismo sólo es un rasgo común a toda la tradición liberal, a condición de que no se identifique con un supuesto profetismo del progreso permanente, ni con una supuesta seguridad absoluta en el advenimiento de un mundo mejor. Esto último fue lo que auguraron algunos pensadores liberales del siglo XIX, pero no puede considerarse en absoluto como un rasgo compartido por todos los teóricos del liberalismo. El rasgo general es más bien el de un optimismo condicionado, que podría expresarse aproximadamente así: «Si se adoptan los principios liberales, entonces el mundo puede ser mejorado; pero nadie puede garantizar que la humanidad va a adoptar inevitablemente tales principios».

En el terreno estrictamente político, el liberalismo parece configurarse en torno a afirmaciones como las siguientes: 1) La /libertad, entendida como un conjunto de derechos y garantías individuales, no ha de tener más limitaciones que las que se fijen en las leyes con objeto de hacer compatibles entre sí los derechos y libertades de todos los ciudadanos. 2) El /Estado es algo necesario, pero artificial; su existencia sólo resulta legitimada en la medida en que desempeñe funciones de protección de las libertades y derechos de todos. 3) La razón humana puede proporcionar criterios para orientar las decisiones políticas, pero dicha razón no encuentra en la Naturaleza metas positivas para ser alcanzadas por la política, sino sólo negativas: principalmente las que se refieren a evitar la muerte, la enfermedad y la pobreza; por lo tanto, no existe un único modo de vida (pretendidamente natural) que deba imponerse a todo el cuerpo social, ni tampoco una clase o casta especial de seres humanos que tenga un derecho exclusivo a regir la vida pública.

III. CONCLUSIONES.

El modo liberal de entender la política es particularmente celoso con respecto al mantenimiento de un ámbito privado, en el que cada cual ha de poder disponer de un derecho a la intimidad, frente a un ámbito público, en el que los asuntos comunes han de ser sometidos a una discusión racional y abierta.

En cuanto a las relaciones entre el liberalismo y la democracia, recordemos que Ortega y Gasset afirmó que son dos respuestas a distintas preguntas: la democracia responde a la pregunta: «¿Quién debe ejercer el poder?»; mientras que el liberalismo responde más bien a esta otra: «¿Cuáles deben ser sus límites?». En efecto, la democracia es un concepto que, en principio, sólo implica la participación del pueblo en las decisiones políticas, pero no contiene, de suyo, una limitación de los poderes del Estado para prevenir posibles abusos de su propio poder. En este sentido, una democracia puede cometer excesos que nunca serían aceptables desde el punto de vista liberal. El liberalismo entiende la democracia, no como un fin en sí misma, sino como medio para una mejor preservación de los derechos constitucionales de los individuos (el Estado de Derecho).

P. van Parijs ha propuesto una clasificación de las teorías liberales contemporáneas en dos grupos: propietaristas y solidaristas. Las primeras son las que insisten en que una sociedad justa no debe permitir nunca que se arrebate al individuo lo que le corresponde, y procuran definir con bastante exactitud qué entienden al decir que algo corresponde a alguien (ejemplo de tales liberalismos serían las propuestas de F. A. Hayek, M. Friedman, R. Nozick y otros). En cambio, las segundas entienden la sociedad justa como un tipo de sociedad organizada de tal modo que no sólo trata a sus miembros con igual respeto, sino también con igual consideración, y se esfuerzan en explicar qué significa concretamente esa igual consideración (ejemplo de este tipo de liberalismo serían las aportaciones de J. Rawls, R. Dworkin, C. Larmore y otros). En conclusión, puede decirse que el liberalismo simboliza, ante todo, el afán de preservar cierta esfera de autonomía individual frente a la autoridad política, y entonces constituye una base imprescindible para una sociedad pluralista, tolerante y abierta. En este sentido el liberalismo se constituye en adversario de todo tipo de totalitarismo y en defensor de los derechos humanos. Pero al poseer una mínima y plural fundamentación filosófica, caben dentro de él una multitud de posiciones diferentes, que no son igualmente deseables ni, a menudo, compatibles. Por ello es preciso abordar con rigor el estudio de cada una de las variantes del liberalismo y adoptar una posición concreta frente a cada una de ellas.

BIBL.: DWORKIN R., Liberalismo, en HAMPSIRE S. (ed.), Moralidad pública y privada, FCE, México 1983; FARREE M. D., La filosofía del liberalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1992; GRAY J., Liberalismo, Alianza, Madrid 1994; PARns P. VAN, ¿Qué es una sociedad justa? Introducción a la práctica de la filosofía política, Ariel, Barcelona 1993; RAWLS J., Teoría de la justicia, FCE, Madrid 1978; ID, Liberalismo político, Crítica, Barcelona 1996.

E. Martínez Navarro