INDIFERENCIA
DicPC
 

I. APROXIMACIÓN ETIMOLÓGICA.

Puesto que de una actitud vital se trata, no es fácil tematizar la indiferencia. El vocablo latino indifferentia es usado en los autores clásicos en acepciones diversas. Entre ellas, la que aquí nos interesa es la que Cicerón remite al griego ádiaforou, indiferente, semejante. Prescindiendo de la alfa privativa, la indagación etimológica nos lleva a los verbos diaforeo y foreo, llevarse y llevar de un lado a otro, los cuales nos remiten de nuevo a la raíz latina de indefferens, que, sin el in privativo, procede de los verbos differo y fero, «llevar de aquí para allá».

En definitiva, en sentido activo, differens viene de differo, el que lleva, el que se atreve a diferir; el prefijo privativo in nos da su sentido pasivo, y así indifferens sería el que es llevado de aquí para allá, arrastrado por su indiferencia a no diferir o a no apreciar la diferencia y la distinción. Esta es la razón por la que, tanto en griego como en latín, la cualidad de la diferencia va asociada a la de distinción, el provecho y la importancia, de tal manera que StátIopou, la /diferencia, es así mismo lo que importa y tiene interés; claro que también es la discordia, el cambio de fortuna, e incluso la catástrofe. Por contra, la indiferencia se asocia a lo común y sin importancia, que se sobrelleva «sin especial sentimiento ni gozo» (Suetonio), pero también a la semejanza, la conveniencia y la conformidad.

Esta aproximación etimológica pone el acento, más que en la cualidad abstracta, en el sujeto u objeto al que se refiere. La indiferencia es la cualidad del indiferente. Y entre las distintas acepciones nos interesan aquellas que expresan falta de interés, de cariño o afecto en la persona a la que se refiere. De esta manera, la indiferencia aparece, ante todo, como un modo de actitud o situación psíquica en la que la ausencia total de preferencia parece haber acabado, no sólo con la voluntad de elección, sino con la voluntad misma.

II. LA INDIFERENCIA ANTE DIOS.

«El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... El que no ama a su hermano, al que ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» (lJn 4,8 y 20). Quien no reconoce en el rostro del otro el rostro de su hermano no puede reconocer en el rostro de Dios el rostro del Padre; quien sencillamente no mira al rostro del otro no puede ver el rostro de Dios, no le puede reconocer. De esta manera, la ausencia de Dios y la ausencia del hermano aparecen como las dos caras de la moneda de la indiferencia. La ausencia de Dios no tiene en nuestro tiempo el aspecto de negación militante que tuvo en el pasado próximo; la ausencia de Dios se nos presenta hoy más bien como el eclipse de Dios. De la necrología nietzscheana hay que borrar el «nosotros lo hemos matado» y sustituirlo por un «nosotros lo hemos dejado morir» o un «no necesitamos a Dios; vivimos sin echarlo en falta para nada». Así pues, el /ateísmo militante ha dado paso a un ateísmo práctico —negativo— que ni siquiera se plantea el problema de Dios; la supresión del juicio acerca de esta cuestión no se debe a la ausencia de argumentos claros a favor o en contra, sino a la ausencia de interés alguno: exista o no, Dios no es un valor digno de tener en cuenta en la vida.

Más que de una teorización, la indiferencia religiosa consiste, entonces, en una actitud vivida, en una experiencia, en una sensibilidad o, más bien, una falta de sensibilidad, en cuyo seno el sujeto Dios no tiene lugar. Puede encontrarse, sin embargo, teorizada en algunas corrientes y autores y en algunas psicologías reduccionistas, para las cuales la religión no corresponde a ninguna necesidad específica del hombre. Eso es precisamente lo que está sucediendo en la actualidad: el número de personas que se consideran ateas en sentido clásico no ha aumentado de forma significativa; sí lo ha hecho, en cambio, el de las que se consideran indiferentes, hasta el punto de que la indiferencia se ha convertido en un fenómeno cultural que se asimila como cualquier otro, lo que ha llevado a algunos a hablar de indiferencia cultural1.

¿De dónde arranca tal situación? La indiferencia es un fenómeno moderno, o mejor, posmoderno, puesto que al menos la /modernidad creía en el hombre, en la razón y en la ciencia al servicio del hombre, mientras que la /posmodernidad se ha vuelto escéptica incluso ante las pretensiones humanistas. Tal vez una mezcla de desconcierto, dudas y hastío, derivados de los enfrentamientos y las controversias religiosas insolubles que asolaron Europa tras la Reforma, fuera una de las raíces de la indiferencia. En esta situación espiritual se alimentó el escepticismo de la /Ilustración ante las religiones positivas y su confianza en una religión natural y racional, superadora de lo que el ilustrado ya consideraba el fanatismo de las Iglesias en su pretensión de ser todas verdaderas. Estas raíces fructificaron con abundancia en nuestro tiempo, pues, mientras que, hasta hace relativamente poco tiempo, la increencia era patrimonio de minorías intelectuales que afirmaban combatir la alienación, y luego de movimientos obreros militantes irritados y escandalizados por el mal del mundo, ahora es un fenómeno de masas que afecta a todas las clases sociales, y de manera destacada a las burguesas: una increencia por apatía, desdramatizada y pacífica, una situación heredada o, en palabras de J. Guitton, «algo prestado, pero que se convierte en propio por el uso». A esta inconsciencia del préstamo de actitudes vitales predominantes que se convierten en propias, es precisamente a lo que Gallagher llama increencia cultural2. Este mecanismo inconsciente va acompañado, con frecuencia, por otro que Gallagher llama de desolación cultural: «Las presiones de la cultura dominante dejan a mucha gente bloqueada, en una desolación cultural, a nivel de disposición o disponibilidad para la fe. ¿Por qué? Porque lo trivial "secuestra" su imaginación, quitándoles la libertad para escoger la Revelación». La consecuencia sería, pues, la de una auténtica pérdida de la libertad para la fe 3.

Esta situación ilustra a la perfección hasta qué punto progreso y bienestar económicos han empujado a muchos —según una conocida expresión de Nietzsche— a «desenganchar esta tierra de su sol» y a que «el más grande y reciente acontecimiento —a saber, que Dios ha muerto, que la fe en el Dios cristiano ha caído en descrédito— comience desde ahora a extender su sombra sobre Europa»4. Lo que Nietzsche anunció solemnemente como grandioso acontecimiento, ha sucedido en medio de la irrelevancia propia de los acontecimientos cotidianos. Nietzsche fue moderno en el sentido que planteaba una epopeya de salvación del hombre por el superhombre, liberado de todas las opresiones religiosas, morales y culturales; su proyecto se encuadra mal que bien en el conjunto de las /utopías humanitarias del siglo XIX. El fracaso de esas utopías modernas ha conducido al escepticismo radical de la posmodernidad, con sus secuelas de desconfianzas, de desapasionamientos y de individualismos, no sólo morales, sino metafísicos. A ello hay que añadir el hecho de que el bienestar y el /progreso económico, y la consiguiente satisfacción de las correspondientes necesidades, han conducido a abandonar la búsqueda de sentido último y, en definitiva, al abandono de toda actitud religiosa, como si esta fuera una necesidad más, cuando en realidad es una pregunta fundamental. Y quizás pueda sorprender el hecho de que la situación aquí descrita convive en muchas personas con el mantenimiento de ciertas prácticas religiosas; no debe olvidarse tampoco que tal hecho sólo es posible en esas personas cuando han vaciado de todo contenido religioso auténtico dichas prácticas, quedando únicamente en pie su fachada cultural.

El fenómeno de la indiferencia está también en relación con el de la /secularización, que caracteriza la civilización occidental contemporánea. Pero, llegados a este punto, es legítimo preguntarse si se da realmente la indiferencia absoluta, como desinterés absoluto por las preguntas últimas y los valores absolutos, o si, más bien, lo que se da es un ocultamiento de estos tras los intereses y preocupaciones inmediatos. Quizás la insignificancia de las experiencias religiosas y la consiguiente insignificancia del lenguaje religioso –convertido en una auténtica lengua extranjera para muchos hombres de hoy– nos muestra una de las explicaciones más plausibles de la indiferencia actual: esta es el resultado de la tensión entre la experiencia de la suficiencia de la felicidad y el placer y la experiencia de la aspiración a la salvación. Así, paradójicamente, la alegría, que es un momento de plenitud interior, parece alejar a Dios, y el placer parece excluirlo. Dios, entonces, no resiste esta confrontación sin fundamento, y en ese preciso instante nace su ausencia, de la experiencia de no necesitarlo para nada o de ser estorbo inútil.

III. LA INDIFERENCIA ANTE EL PRÓJIMO.

Es insostenible en la experiencia, y de todo punto injusto, relacionar la indiferencia con la degradación moral, pero es legítimo preguntarse si, en la situación actual, no hay una correlación entre el abandono de la trascendencia y el abandono de la utopía de lo contingente; es decir, si no habría una correlación entre la indiferencia religiosa y la indiferencia por el otro, de tal manera que sería triste realizar lo que muchos habían anunciado: que «la muerte de Dios acarrea en el hombre la muerte del hombre». Una confirmación de esta sospecha vendría de la comparación entre el llamado humanismo ateo de la segunda mitad del siglo XIX y la actual indiferencia, caracterizada por el generalizado escepticismo, que no sólo ha abandonado la fe en Dios, sino también la fe en el hombre y en sus posibilidades de /liberación. En efecto, en la indiferencia se da una confrontación sin fundamento entre la libertad proporcionada por las satisfacciones inmediatas, ciertas, y la amenazadora y lejana presencia de un Dios, aunque ausente, vetador; de tal manera que semejante conflicto es vivido como una batalla por la libertad y subjetividad humanas, frente a la amenaza de la presencia –ausencia— del Otro, de /Dios. Este conflicto vivido es tematizado por Sartre cuando afirma que la pasión del hombre por escapar de la contingencia es el origen del concepto de Dios como ens causa sui. Pero como para Sartre la idea de Dios es contradictoria, el hombre sacrifica inútilmente su libertad: «El hombre es una pasión inútil». Sartre, pues, propone su existencialismo ateo como la recuperación de la /libertad del hombre, que es la que confiere valor y significación a la vida humana.

Ahora bien, ¿está planteada correctamente esta lucha por la libertad? ¿La subjetividad humana no es más que afirmación de /sí mismo? Una respuesta absolutamente afirmativa a estas preguntas no sólo cierra cualquier apertura a la trascendencia, sino también al otro /prójimo que, inevitablemente real, es visto como una amenaza a mi libertad: «El infierno son los otros». Toda la existencia no es, entonces, más que una lucha alienante contra los demás, coronada por la facticidad de la muerte, la última victoria de los otros sobre mí. Por eso, según Sartre, es ilusorio creer —como hace el optimismo marxista y positivista— en el porvenir y la trascendencia de la humanidad. He aquí cómo, cuando el escepticismo y la indiferencia se instalan en el horizonte vital, acaban oscureciendo, no sólo la perspectiva sobre Dios, sino también la perspectiva sobre el propio hombre. La indiferencia ante el otro es una actitud que consiste en desposeerle de su diferencia en cuanto otro, es decir, de todo su valor en cuanto otro diferente, subsistente y autónomo; en desposeerlo de su otredad. El indiferente se convierte así en el único, es decir, en el supremo / valor, instalado en un conformismo solipsista que dice no necesitar de otra presencia. La indiferencia es, así, una especie de ausencia querida y buscada. Desposeído de pasión y dominado por la apatía, su actitud se aproxima al egoísmo y el individualismo, al que Mounier calificó acertadamente como la «metafísica de la soledad integral»: soledad frente a la verdad, frente al mundo y frente a los hombres. Injustamente, sin embargo, se confunde la indiferencia con la /tolerancia, cuando en realidad son contrarias, pues mientras esta tiene en consideración y lo acepta precisamente en lo que tiene de diferente —de ahí nace la necesidad del respeto—, la indiferencia lo anula en su valor, al no considerar siquiera su verdad, prescindiendo de su presencia. Ahí radica precisamente la vecindad entre la indiferencia y el relativismo, pues en este todo depende del punto de vista propio: una especie de ultra-liberalismo espiritual, un laissez faire, laissez passer vital enmascarado de tolerancia, que refleja el radical individualismo que penetra hasta los huesos al hombre hodierno.

La indiferencia ofrece también un aspecto que, con frecuencia, es objeto del olvido. Se trata de la indiferencia considerada como huida. Desde su nacimiento, el ser humano es un yo-entre-los-demás; esta relación, en la que el hombre se convierte en guardián de su hermano, puede ser vivida con angustia o con confianza, y en ambos casos existe la tentación de la huida. La indiferencia se convierte de esta manera en el supremo esfuerzo por huir del sufrimiento: bien del /sufrimiento causado por la presencia amenazadora del otro o del sufrimiento que nacería del amor que compromete y crea lazos indelebles, cuando el / amor no es correspondido o el ser amado es la fuente de la propia preocupación. En ambos casos, la presencia del /prójimo corre peligro de desaparecer, bajo la apariencia de preocupaciones más altas y objetivas. Guiado por una especie de instinto de autodefensa, el indiferente reduce o anula las superficies de contacto ante la angustia del conflicto o el temor al sufrimiento causado por el sacrificio y el amor.

IV CONSIDERACIONES FINALES.

La indiferencia nace cuando, en las inevitables relaciones intersubjetivas, por unas u otras razones, el hombre deja de experimentar la presencia del otro como un valor en sí mismo y se convierte en obstáculo para una libertad pretendidamente ilimitada y exclusivamente afirmadora de la propia subjetividad. Sin embargo, la libertad y la subjetividad humanas también pueden ser vividas como afirmación del otro por sí mismo, como apertura y acogida del otro en cuanto / otro. Y no solamente esto puede ser así; es así. La existencia humana en libertad no puede producirse sin un marco de referencia, en una completa soledad, sino que sólo se produce en plenitud en el / encuentro con el otro y con el mundo. La libertad auténtica es apertura y diálogo, pues sólo afirmando y conociendo al otro, puede el hombre autoafirmarse y re-conocerse como tal.

Esto es así porque toda persona es un ser necesitado y menesteroso, de donde surge la interdependencia esencial del ser humano. Y precisamente por eso la aparición del otro en la vida se presenta siempre como un interrogante que espera una respuesta: toda persona es siempre pregunta y respuesta. Ignorarlas es ignorar la presencia del prójimo, hacerlo ausente; pero también es disminuirse uno mismo: volverse sordo y mudo. Esta concepción de la existencia como contingencia interdependiente es incompatible con la indiferencia. La conversión a la persona que propugna el /personalismo, nos lleva a postular, frente a la indiferencia, la pasión y la compasión. No se trata aquí de movimientos ciegos o meramente contemplativos, sino de una compasión activa, comprometida, luchadora, incluso política. Es significativo observar que la palabra /compasión está ausente del vocabulario usual: ya no se pronuncia sino en rara ocasión, y cuando no se pronuncia es que no se siente ni se vive. Es necesario, pues, volver a pronunciar activamente compasión, no sólo para contemplar la presencia del que está próximo, sino también para reconocerlo en su diferencia y responder a su demanda. Pero reconocerlo exige mirar a su rostro.

Seguramente, en este tiempo de comunicaciones masivas, falta cada vez más una comunicación intensa, lo que Lévinas llama la «epifanía del semblante». El /rostro del otro puede ser, además, y con frecuencia, el rostro del afligido e indigente, del /pobre. Entonces la compasión se llama misericordia: el corazón que late al compás de la miseria ajena cuando el corazón se parte y se reparte con el que de él es indigente. La misericordia es el poder del débil sobre mí, el poder que me salva, pues al cambiar mi indiferencia en solicitud me convierte de infierno (Sartre) en hermano. El hermano es mi salvación cuando, en su debilidad, es el poder que me empuja a responder: adsum, aquí estoy; cuando por fin mis ojos son capaces de escuchar del otro: adsum. No es, pues, en la indiferencia altiva donde yo me reconozco, sino en el descubrimiento del otro donde se me revela la persona, mi persona, y donde se me revela mi grandeza y la grandeza del totalmente Otro, de Dios. Esta revelación del otro como hermano es la aurora de nuestra persona y nos pone en presencia de Dios.

NOTAS: 1 M. P. GALLAGHER, Nuevos horizontes ante el desafío de la increencia, 280. — 2 ID, 281-284. — 3 ID, 286-288. — 4 F. NIETZSCHE, La Gaya ciencia, Narcea, Madrid 1973, 125 y 343.

BIBL.: BUBER M., Eclipse de Dios, Nueva Visión, Buenos Aires 1970; ID, Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993; DíAz C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós, Madrid 1994; GALLAGHER M. P., Nuevos horizontes tinte el desafío de la increencia, RyF 1165 (1995) 279-293; GUARDINI R., El fin de la modernidad, PPC, Madrid 1995; LÉVINAS E., Humanismo del Otro Hombre, Caparrós, Madrid 1993; MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1993'; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; MOUNIER E., Obras completas, 4 vols., Sígueme, Salamanca 1988-1993; RICOEUR P., Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993.

L. M. Arroyo Arrayás