IDEALISMO
DicPC


I. FILOSOFÍA Y SALVACIÓN.

¿Cuál es la razón profunda, la más profunda a la que tenemos acceso, de ese entusiasmo del pensamiento que se desplegó en lo que hoy se llama Idealismo, y que de hecho son más bien tres formidables independencias, tres poderosos y obstinados destinos, pero que sólo son eso, tres entre muchos más, tres que quizás persiguieron lo mismo que casi todos en la época? Pues más allá de Fichte, de Schelling y de Hegel es preciso ver una legión de espíritus que proyectan también su luz en aquel firmamento de los primeros años del siglo XIX. Innumerables son los que ofrecieron su palabra y su juicio ante aquel presente extraordinario, fundacional. Pero, ¿qué buscaban todos? Ese momento, que tiene mucho de cruda competencia, de lucha intelectual, de agónico combate, ¿en qué cifra realmente la prenda de la victoria? ¿De qué hablaban realmente los idealistas tras sus ingentes sistemas cerrados y completos? Cuando trasformaban su pensamiento, cuando lo corregían y lo exponían incansablemente de nuevo, ¿en qué pensaban que habían fracasado? Y un pequeño enigma posterior: si ellos confesaban permanentemente que, fuese como fuese, seguían fieles a Kant y a la filosofía crítica, ¿qué es exactamente lo que seguía uniéndoles al viejo sabio de Künigsberg? Por debajo de tantas diferencias en el fondo y en la forma, y de tan diferentes aspiraciones, ¿qué había de común entre ellos y Kant?

Es posible que aquello que les unía a la figura del fundador de la /filosofía crítica fuese también aquello que querían proponer a la época como la verdad más sagrada. Sea como fuese, es cierto que todos ellos pensaban que iban, por fin, a exponer el pensamiento de Kant perfectamente acabado, de tal manera que ya nadie pudiera reproducir objeción alguna contra su filosofía. Pero, ¿por qué era tan importante exponer bien a Kant? ¿Por qué este pensamiento les resultaba tan digno de entusiasmo, merecedor de tan obsesivo trabajo? Podemos suponer que hoy algún joven doctorando se asoma a la obra de Kant y podemos entender que prenda en él un deseo de exponerla de forma filosóficamente impecable e irrefutable. Pero lo más que podemos concederle es una buena calificación académica, o un reconocimiento universitario. Aquellos hombres pensaban estar haciendo otra cosa. Es más, un doctorando de nuestras facultades puede entregar a la tarea de leer a Kant media docena de años de su vida, complementada con la lectura de una ingente montaña de bibliografía secundaria. No nos consta que los idealistas estudiasen intensivamente a Kant una docena de años, ni siquiera media. Y sin embargo, valoraron lo que tenían que decir tras su lectura, más o menos profunda, como una verdad radicalmente importante para su época. Hoy, si cualquier joven doctorando, aspirante a profesor, compartiera esta pretensión, nos parecería insensata. Y sin embargo, eso eran realmente los idealistas: jóvenes doctores aspirantes a la cátedra. Y sin embargo, ellos sí pensaban decir una palabra decisiva para su época.

Así que sólo estaremos en condiciones de comprender qué es el idealismo si antes que nada descubrimos la posición desde la que hablaban sus hombres. Naturalmente esta posición, que incluye también sus metas, sus intereses, la función que creían realizar en su presente, todo esto no se encuentra en sus textos. Es el terreno que pisan y desde el que hablan, y por eso difícilmente reflexionan sobre él o reparan en él. De hecho, el idealismo, antes que un conjunto de proposiciones y de tesis, de /creencias y de ideas, es una concepción sublimada de la filosofía. Esta concepción depende de una valoración radical: la filosofía es la nueva forma de entender y diseñar la salvación en la tierra. Ya no sirve la vieja /religión, ya no sirve la vieja poesía, ya no sirve ninguna de las formas en que la salvación se ha abierto camino en la tierra de Europa. Sólo la filosofía proporciona la salvación. Esta comprensión de la filosofía como la heredera de la religión, y de cualquier otro rival que haya perseguido su función salvadora (el arte, la ciencia o la política) es la que reclaman estos hombres.

Pero, ¿por qué esta nueva valoración implica contar a Kant desde el principio, exponerlo sistemáticamente, elevarlo a la categoría real de sistema irrefutable? Ciertamente, porque Kant, de ser coherentemente entendido, era como Juan el Bautista, que había sido el precursor del Mesías: también Kant había extendido la idea de que era preciso librar al hombre de todo lo que coaccionase la /libertad, la idea de que era preciso acabar con todo lo que impidiese la autonomía humana, retirase del /hombre la condición de fin en sí y lo sometiese a la minoría de edad de las épocas tenebrosas del feudalismo. Pero, ¿por qué no había triunfado el programa ilustrado de Kant? ¿Por qué era preciso defender con otras armas filosóficas esta misma meta de libertad y de reino de Dios en la tierra?

II. EL REINO DE DIOS EN LA TIERRA.

Lo que los idealistas querían conseguir, con su intento de salvar a la tierra entera, no era despertar en el hombre el sentido de su libertad individual, de su sentido crítico, de su independencia de juicio, de su franqueza. Querían entregar no sólo la certeza de que el hombre, el individuo, situado en la larga marcha de la historia, caminaba por la senda oportuna, senda del /progreso, del dominio de la naturaleza, del conocimiento de sus propias capacidades y debilidades. No ofrecían al hombre la austera resignación por no obtener la totalidad de los frutos del esfuerzo humano, a cambio de la certeza de que otros, quizás sus lejanos herederos, los obtendrían. Tampoco querían meramente dotar al hombre, al individuo, de la conciencia precisa de sus derechos políticos, de tal manera que reclamara participación en el destino del Estado, capacidad de control de sus gobiernos, capacidad de incidir con sus opiniones e intereses en los cuerpos legislativos, y de intervenir como testigo y juez en las disputas civiles que se abriesen a su alrededor. Todo esto lo daban por supuesto, desde luego. Pero no era suficiente. Este panorama no dibujaba el reino de Dios en la tierra, sino que era más bien la forma sencilla de vida, propia de hombres imperfectos, que se parecía mucho a la forma de vida de los ciudadanos de Estados Unidos o a los burgueses (/burguesía) ingleses. Esta forma de vida era más bien estrecha, y carecía de todo sentido sublime de la existencia.

¿Qué querían entonces los idealistas cuando afirmaban la necesidad de que el reino de Dios en la tierra se hiciera visible de una vez? Sobre todo querían superar una comprensión de la vida que entregara la última palabra al hombre individual. El reino de Dios, ya fuese en el cielo o en la tierra, no era un conjunto de individuos libres que se trataban con el respeto distante de los vecinos de las ordenadas ciudades modernas. El reino de Dios en la tierra, si quería parecerse algo a la vieja iglesia, no a la Iglesia católica, visible y jerárquica, sino a la iglesia verdadera y escatológica, tenía que ser un reino comunitario. No se trataba de que los hombres, en la soledad de su casa, tras hacer balance de pérdidas y ganancias, entendiesen que eran libres, que vivir había merecido la pena, que algún día la historia recogería los frutos de su trabajo. No se trataba de que cada uno por su cuenta se viera como libre o sintiera vivo en sí el /deber de respetar a los demás. Se trataba de vivir con la certeza de que el centro de gravedad de su alma era compartido por los demás hombres, de tal manera que en su interior no se vieran solos y separados, sino animados por la misma alma, por el mismo espíritu que los demás. En cada uno de ellos se podía descubrir lo que estaba en todos. Profundizando en lo más singular, lo que habitaba en el pecho de cada uno, se podía llegar a lo más universal y común. El reino de Dios en la tierra sólo podía abrirse camino si se respetaba la idea de un panteísmo espiritual, que pronto encontraría en la idea de vida su soporte metafísico.

Como todo panteísmo, el idealista se basaba en la divisa de «Uno y Todo». Al conceder verosimilitud y certeza a este axioma, se recrudecieron tremendas ilusiones. Ahora los hombres querían vivir aquí, en la tierra, lo que había sido prometido desde antiguo: una experiencia de lo humano que uniera a todos los hombres, que los indiferenciara, que hiciera poco significativos los rasgos de la individualidad en sus dimensiones exclusivas. Como se había dicho desde antiguo que se viviría en el cielo, como si los hombres tuviesen una misma /alma y diferentes cuerpos, así querían los idealistas llegar a vivir. Y para eso tenían que buscar algo que lograra unir a todas las almas en la misma /verdad, algo que, cuando los hombres mirasen en su interior, pudieran ver y, con ello, reconocerse como verdaderos hermanos.

En realidad, Kant jamás había expuesto su filosofía de tal manera que se llegase a eso. Por mucho que hubiera destacado una estructura trascendental y, por lo tanto, común a todos los hombres, jamás alentó un sentimiento activo que empañara el estricto horizonte individual de la vida propia. La estructura trascendental y universal era la propiamente racional, no la sentimental. La forma de operar aquella universalidad trascendental siempre requería de la /responsabilidad individual última. Por eso, desde un punto de vista vital, Kant no había propuesto elemento alguno que permitiera relajar la conciencia individual, ni había encontrado ninguna representación metafísica —y el axioma panteísta de «Uno y Todo» lo era— que estuviera a salvo de la crítica por méritos propios. Pero no le había pesado esta perspectiva. Kant no podía imaginar que estuviera animando a los hombres a vivir como robinsones, aislados, separados, solitarios. El no podía concebirlo, pues el respeto le parecía la mejor forma de unir a los hombres, lo que más abría la puerta a la serena /amistad, a la simetría de los favores. Decididamente, Kant no pudo prever su recepción por parte de aquellos jóvenes idealistas, y sin duda ninguna le decepcionó. El caso es que los idealistas tenían un concepto de la individualidad mucho más negativo, pues ellos no tenían como referente la civilizada y educada vida de la pequeña ciudad burguesa. La individualidad había mostrado su verdadero rostro en una experiencia que Kant no había hecho hasta el final, pero que en cierto modo los idealistas ya habían identificado. Es cierto que esa experiencia era en buena medida prematura, en el sentido que todos sus rasgos terribles todavía tenían que presentarse en su plenitud. Pero los idealistas supieron anticiparla y sentirla apenas apuntó en el horizonte, y por eso comprendieron que su filosofía debía superar a la de Kant.

III. REVOLUCIÓN BURGUESA E INDIVIDUALIDAD.

Estoy hablando de la experiencia de la sociedad burguesa cuando se enfrentó a la prueba de fuego de sus propias expectativas. Estoy hablando de lo que quedó claro tras la Revolución francesa. Antes de ella se esperaba ciertamente otra cosa: que la ruptura de los órdenes del feudalismo trajese consigo una era de /felicidad para el hombre en general. Puesto que todos los hombres, desde la propia estructura de la libertad, obedecen a la misma ley moral, cuando pudieran desplegar sin trabas sus vidas equilibrarían recíprocamente sus intereses y su fuerza y fundarían un reino de la libertad en el que los arbitrios configurarían un orden jurídico justo. Los hombres, confiados en la capacidad de resolver recíprocamente sus necesidades, generarían confianza y amistad, y ese ligero bienestar moral, esa síntesis de felicidad y /dignidad, serían el fermento de una igualdad que poco a poco se expandiría a todos los ámbitos sociales, sobre toda la superficie de la tierra.

Pero el final de la Revolución francesa había mostrado algo muy distinto. Ante todo, que el aumento de conciencia de libertad tenía como consecuencia una interpretación insolidaria de la vida. La autonomía pasaba a significar individualismo, necesidad de buscarse la vida de forma despiadada, lucha intensa por la obtención de nuevos privilegios y diferencias. La soberanía del hombre respecto de todo lo que le afectara pasó a significar la /indiferencia respecto de lo que fuera otro destino humano, y la convicción de que el desastre de los otros era fruto de su propia responsabilidad y /culpa. Frente a los viejos órdenes paternalistas del Antiguo Régimen, esa lucha de todos contra todos, en que se había sumido el hombre, aparentemente guiado por los nuevos valores de la libertad y la independencia, fue vista como un retroceso moral, como una pérdida.

Pero no sólo eso. Frente a la vida, llena de representaciones simbólicas, de la existencia tradicional, la nueva existencia iba quedando desnuda de elementos simbólicos, ante el triple ataque de la crítica ideológica, de la ciencia como institución monopolizadora de la verdad, y frente a la concentración de la /voluntad en los intereses materiales, ahora canalizados por el afán de lucro, por el desarrollo técnico y por el ansia de una /propiedad que poco a poco se movilizaba y que, por tanto, se tornaba proporcionalmente insegura.

Así que no sólo se perdía conciencia de la unión social, sino que, además, la vida del individuo era un desierto en el que sólo crecía el cactus de la lucha económica, atravesado, eso sí, por los pequeños oasis de las experiencias estéticas solitarias. Para colmo, la confianza que se había puesto en fundar un Estado justo y libre había fracasado. No sólo porque la inmensa mayoría de la sociedad no tenía plena conciencia de sus derechos políticos, sino porque, finalmente, cuando eran requeridos por los nuevos poderes del Estado, los hombres eran manipulados por la propaganda oficial y, vestidos con los nuevos uniformes, eran utilizados de una manera fría, /bárbara y salvaje, que en modo alguno podía reconocerse como humana. Goya lo vio como nadie en esa época y dibujó los ejércitos de la libertad napoleónica como lo que verdaderamente eran: una fría máquina de matar humildes y desesperados seres humanos.

IV. UNA NUEVA COMUNIDAD.

La Revolución francesa, con la que se había identificado la filosofía de Kant, mostró a las claras que el pensamiento del sabio de Kónigsberg no era capaz ya de ordenar la época. Pero, ¿dónde estaba el defecto central? Porque no se podía decir que los resultados a los que aspiraba el sistema kantiano no eran los oportunos. Pero estos fines supremos de la razón no estaban bien fundados en su obra. Kant no había sabido descubrir la energía que podía asegurar a sus ideales el triunfo. El idealismo fue un extraordinario esfuerzo de búsqueda de esa energía capaz de dotar a los hombres de seguridad, de certeza en los fines de la razón. En su esencia, este movimiento aspiró a impedir que la razón se quedara sólo en el limbo de los principios abstractos. Ahora se trataba de asegurar su eficacia en la tierra.

Cómo lograrlo, o al menos cómo poner las condiciones para lograrlo, les pareció a aquellos hombres muy sencillo: reclamando para la filosofía la soberanía misma entre las actividades humanas, la supremacía radical entre las demás actividades y empresas, como la /política, la ciencia o la religión, que sólo podían ofrecer interpretaciones parciales de la vida social. De hecho, la propuesta se basaba en un diagnóstico demasiado sencillo: la filosofía había hallado los conceptos, pero no había sabido aplicarlos. Antes bien, había logrado destruir críticamente el poder del Antiguo Régimen; pero sobre el solar histórico que ella había explanado, sólo había crecido la planta del individualismo. La filosofía crítica no había logrado crear un poder espiritual capaz de asegurar su realización o, de otra manera, no había logrado ganar al poder con la finalidad de dictarle sus propias metas y órdenes, amén de sus propios consejos sobre los medios más racionales y eficaces. Hasta cierto punto, el triunfo del individualismo había sido preparado por Kant. Este no había previsto ningún poder espiritual, con excepción del propio hombre y de los órdenes consensuados que cada uno estuviera en condiciones de proponer, junto con los demás hombres. Para Kant, todo hombre, en la medida en que accediese a la /Ilustración, tenía capacidad crítica para entrar en la formación de ese poder. Cada uno tenía un poder inalienable en este sentido.

Para los idealistas, una vez que confirmaron qué es lo que buscaban realmente los hombres del sentido común de Kant, a saber: riquezas, ventajas y confort insolidario, se trataba de otra cosa. Era preciso discriminar entre los hombres y dotarlos de diferente autoridad social, según encarnasen o no las exigencias de la razón con plena autoconciencia y rigor.

El hombre del sentido común, el verdadero héroe kantiano, ahora pasaba a disponer del grado ínfimo de autoridad social. A todos los idealistas les es familiar, como fundamento último de su propia autopercepción, la diferencia entre el hombre del sentido común, ahora en cierto modo ciego y limitado, y la vida del filósofo, plena de valor, ciertamente aristocrática, capaz de indicarle ahora al hombre sencillo cuál es su deber y su función dentro del orden global de la realidad y de la sociedad. A todos les resulta necesario un sentido exotérico de la verdad, que camina en la letra de las creencias religiosas tradicionales, de los mitos viejos o nuevos, genuinos o tecnificados, de la aproximación literaria a la vida, por una parte, y un sentido esotérico que es monopolio de los filósofos, que conoce y posee la clave del orden social y del orden racional en el que se integran todos los elementos parciales de la vida moderna.

Los filósofos, naturalmente los idealistas acreditados en sus sistemas cerrados, no sólo dirigen al ser común, sino que, además, dirigen a todos los sabios, en tanto que cada uno de ellos conoce sólo un fragmento de la realidad, mientras que los filósofos conocen ahora la 'totalidad, la función de cada fragmento de realidad, la forma en que todas ellas se integran perfectamente. El axioma panteísta del «Uno y Todo» se traduce, por eso, también en la divisa de un orden organicista de la vida humana, cuyo soberano consciente es el filósofo, el único capaz de garantizar la configuración de una totalidad orgánica a partir de todos los miembros sociales.

V. UNA NUEVA IDEA DE SISTEMA.

Naturalmente, estos planteamientos llevaron a alterar toda la teoría de la /ciencia y la teoría del conocimiento de Kant. Ahora ya no se trataba de que cada ciencia tenía su propia materia, su propio campo autónomo, sus propios problemas, su propia idea regulativa. Ya no era mantenible aquella tesis de Kant según la cual era imposible deducir unas ciencias de otras, puesto que cada una de ellas se organizaba alrededor de ideas propias, originarias, intraducibles. No había forma de unificar la matemática, pues no había forma de unificar la geometría con la aritmética, ya que no había forma de reducir el espacio y el tiempo. Tampoco había posibilidad de reducir la física a la química ni viceversa. No había forma de deducir de la química la biología, ni había forma de derivar la psicología de la biología. Finalmente, no había forma de entender la libertad desde estudio alguno de la 'naturaleza y de la necesidad. Cada una de estas disciplinas aspiraba a conocer un fragmento de la realidad, pero no podía configurar un sistema, porque nos faltaba la clave última desde la que empezar a deducirlas todas. De hecho, nos faltaba ese Uno desde el que dispersar el Todo.

El idealismo se dio cuenta muy pronto de que lo que había que eliminar de Kant era justamente esa premisa última: que el hombre siempre está fuera del centro mismo de la realidad, de lo Uno. Era preciso negar la tesis de que sólo conocemos fenómenos. Era preciso refutar la posición kantiana de que el hombre está frente a la realidad como expulsado y que, por eso, no puede pretender construir un edificio de verdad indiscutible, sólido, capaz de establecer un sistema cerrado, al modo de Spinoza. En una palabra: para Kant el hombre sólo accedía a fenómenos, a realidades fragmentarias y humanas, no a la cosa en sí, a una realidad que fuese semejante a la que vería una inteligencia infinita y divina. En cierto modo, los idealistas se vieron como el ojo de /Dios en la tierra. La unidad de todas las cosas, tal y como podía verse desde Dios, ellos la captaban en su mágica intuición intelectual, de hecho un primitivo sentimiento de simpatía (/empatía) universal, más bien confuso y arcaico.

Asentados en esta intuición, ellos pensaban que podían demostrar que su penetración superaba las superficies de los fenómenos, hasta llegar a tocar el fondo mismo de la realidad. Naturalmente, hablaban de una experiencia cognoscitiva que superaba los órdenes del espacio y del tiempo. Aquí estaba la gran diferencia entre los hombres. Quien accediera a este /sentimiento de la unidad y la diversidad de todas las cosas, la unidad de la identidad y de la diferencia, como decían con fórmulas casi idénticas Hegel y Schelling, podía reclamar justamente el título de filósofo. Quien fuera suficientemente miope para hacerse con ella, debería dedicarse a alguna de las tareas parciales y necesarias para el todo humano.

Muchos, como Schopenhauer, siguieron a los idealistas en esta experiencia cognoscitiva. O creyeron seguirles. Porque, de hecho, no había forma de comunicar esta experiencia. Si alguien la tenía, ya sabía de qué hablaban los idealistas y formaba parte del círculo de filósofos. Si no se hacía con ella, no podía saber de qué hablaban y se tenía que contentar con formar parte de los filisteos burgueses, y dedicarse a las tareas más triviales de la vida cotidiana. Pero desde el punto de vista de la filosofía, parece claro lo que vieron los idealistas. Justamente porque Kant había condenado al hombre a quedarse fuera de la cosa en sí, no había tenido más remedio que quedarse en el más absoluto de los individualismos. Pues si, en efecto, el hombre sólo puede llegar a conocer fragmentos fenoménicos, resulta claro que lo que conozca un hombre vale exactamente tanto como lo que pueda conocer el otro. La igualdad entre los hombres estaba garantizada, pero a costa de quitarles todo verdadero acceso a la realidad fundamental. De esta manera, ninguno de ellos podía consentir que un hombre emergiese con un poder espiritual superior al que cualquier otro disfrutaba. Para los idealistas, esta situación era la de un verdadero nihilismo. Puesto que ninguna realidad individual era superior a otra, ningún hombre podía encontrar buenos motivos para entregar a otra algo de su soberanía, de sus intereses, de su miserable sentido de la existencia. Desde el punto de vista de una existencia fenoménica, ¿qué podía significar la /autoridad? ¿Qué podría significar el poder espiritual, esto es, una visión de las cosas que fuera interiorizada con reverencia por todo hombre y ante la que se reconociera la comunidad de alma con todo /otro? Kant reservaba esta reverencia para la libertad y la dignidad; pero, en el fondo, este movimiento era dudoso, porque lo que se garantizaba mediante esta libertad no era sino una existencia fenoménica que, al no penetrar la raíz del /ser, de la cosa en sí, de lo uno, consistía en mera arbitrariedad, en mera subjetividad, en mero particularismo. La dignidad de Kant había hecho falsamente intocable un mero fenómeno. Ciertamente eso les parecía a los idealistas un falso camino. Si la realidad profunda de las cosas no era conocida, todas las opiniones eran equivalentes en su nulidad. Así que sólo si se superaba el fenomenalismo era posible distinguir entre los hombres una autoridad. El filósofo debía acreditarse ante sus semejantes en conocer la realidad profunda y esencial o callar para siempre.

VI. VERDAD Y COMUNIDAD.

Sólo esa verdad podía fundar /comunidad. Esta es la certeza que tienen los idealistas. Pues verdad sólo puede consistir en lo que está por encima de las certezas particulares, en las que cada individuo se hace fuerte. Los /valores ahora quedaban invertidos. Aferrarse a la certeza subjetiva representaba el dogmatismo propio de quien aspiraba sobre todo a la autoafirmación de su opinión, gratuita por cuanto no podía aspirar a presentar los fundamentos últimos de su posición. La comunidad en que vivían los hombres no podía así surgir desde los procesos de /consenso configurados por los propios hombres, pues resultaba imposible, desde esa estricta igualdad de opiniones, reconocer una como superior. En el fondo, para los idealistas todo esto de la /autonomía radical de la libertad no era sino una pura ilusión, o mejor, ineptitud moral de un individuo indisciplinado, incapaz de someterse a un orden objetivo dictado por el filósofo. En realidad, los elementos comunes y determinantes de la existencia de los hombres estaban muy por debajo de sus vidas y de sus consciencias, no podían escapar a ellos y, fuese cual fuese su autoconciencia, determinaban su vida con una fuerza que ninguna libertad individual podía superar. Así, los idealistas profundizaron en el carácter derivado de la subjetividad individual, su dependencia trascendental de estructuras objetivas que superaban con mucho la débil luz de la opinión. El filósofo acreditaba su poder racional extremo desvelando esas condiciones comunitarias de todo hombre, mostrando su necesidad, su juego, su mutua influencia en vistas de la configuración de un orden plenamente humano.

Aquí, cada uno de los idealistas se especializó en una dimensión de la existencia humana, y creyó encontrar en ella el punto de apoyo de la palanca que había de mover el mundo. Fichte se dirigió a los fenómenos de la /conciencia ética, y subrayó la necesidad de una división racional de trabajo entre los diferentes oficios y profesiones, como concreciones históricas y sociales del abstracto imperativo categórico moral. El filósofo, por el contrario, debía especializarse en mantener cohesionada y unida a la totalidad nacional en la que aquellas diferentes éticas sociales jugaban. Schelling, un talento religioso de primer orden, creyó encontrar ese cemento social en la renovación de la estructura mitológica del ser humano, reeditando de forma apropiada el ideal eclesiástico medieval, ahora como iglesia del espíritu o iglesia de Juan. Hegel confió mucho más en el /Estado como verdadero heredero del trabajo histórico del espíritu, y como institución capaz de encarnar un sentido universal de la vida, interiorizado en cada individuo como sentido de la libertad, como el sentido de las funciones sociales, del trabajo.

Finalmente, cada uno de los idealistas propuso una opción por la que el hombre había de salvarse del oprobioso estado en el que le había dejado la fallida Revolución francesa. Sin embargo, ninguno de ellos trasformó seriamente la realidad: la división del /trabajo se impuso de una manera inhumana, y no dirigida precisamente por la idea /ética, sino por la obtención de capital; los mitos crecieron y se tecnificaron, desde luego, pero no alrededor de la extraordinaria idea de la comunidad universal, sino que pronto sirvieron al politeísmo pagano de la nación y de la raza: el Estado no necesitó del aliento de Hegel para imponerse como fuerza fundamental en la administración del trabajo histórico del ser humano, pero no aspiró a emancipar (/liberación) al hombre, sino a la lucha imperialista con otros Estados por la hegemonía mundial. Desde el punto de vista de la historia, los idealistas fueron más bien ilusos. De hecho, hoy apenas podemos juzgarlos como algo más que individuos megalómanos, y sus sistemas como reacciones desproporcionadas a una desesperación que tenía, como última razón, unas ansias de salvación excesivas y continuamente decepcionadas.

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J. L. Villacañas Berlanga