HUMANISMO
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Aunque este término parece que fue utilizado la primera vez por F. J. Niethammer en 1808, el término humanista se viene utilizando habitualmente en Italia, al menos desde el siglo XVI. Como se sabe, el término se aplicaba a los que, siguiendo a Cicerón, se dedicaban al cultivo de los studia humanitatis como actividad liberal, frente a los profesionales juristas, médicos o canonistas. Este uso histórico del término lo conecta con la cultura renacentista; pero lo más habitual hoy es utilizarlo, al margen de cualquier limitación cronológica, como defensa de cualquier ideal humano, aunque se sigue aceptando que esta actitud tiene en el Renacimiento una referencia inexcusable.

I. EL HUMANISMO EN LA HISTORIA.

Mucho se discute si aquel humanismo renacentista designa una filosofía o, al menos, un estilo filosófico nuevo. Así lo creyeron los propios humanistas que se entendieron a sí mismos en ruptura con la etapa histórica anterior. En su clásico libro La cultura del Renacimiento en Italia, J. Buckhardt veía en el humanismo una ruptura tajante con el teocentrismo medieval. Uno de los factores que lo determinan es lo que el historiador suizo llamaba paganismo, que quizá no es tal, sino una nueva sensibilidad hacia los valores humanos, con independencia de cualquier referencia trascendente; más bien estaríamos frente al surgimiento de un nuevo antropocentrismo, que toma al hombre como centro del eje de coordenadas que abarcan toda la realidad. En ello se fundará el tópico reiterado de la dignidad del hombre, plasmado en la briosa Oratio de hominis dignitate, de Pico della Mirandola, tema que tiene tras de sí toda la doctrina cristiana de la persona. El otro factor, llamado por Burckhardt individualismo, se refiere a la suficiencia del /individuo en cuanto realización concreta de la /persona; esto lleva consigo nuevos planteamientos en los que el individuo es la referencia última y a él deben subordinarse las instituciones y organizaciones legales; la humanización es básicamente un proceso individual, y el hombre sólo se realizará dentro de su propia intimidad, algo que en el campo religioso difundió la devotio moderna y será uno de los factores importantes de la reforma protestante.

Pero tampoco carecen del todo de razón quienes niegan al humanismo así entendido cualquier relieve filosófico específico. Aducen que es un movimiento literario, demasiado volcado hacia una veneración acrítica de las letras clásicas; que no es posible encontrar ninguna línea que unifique obras tan variopintas como las de Cusa, Erasmo o Bruno; que, finalmente, los usos retóricos dominantes se perdieron en palabrería incapaz de encontrar alguna solución consistente a los problemas en debate. Es indudable que, en adelante, el término irá siempre asociado al estudio de las lenguas clásicas como instrumento privilegiado de formación (Paideia, Bildung), y no lo es menos que frecuentemente ello se hizo desde una imagen edulcorada y superficial del mundo antiguo. Por ello, el propio término humanismo generará violentas diatribas y, ya desde el Renacimiento, su causa parece unida a la del antropocentrismo, la primacía de la retórica y el individualismo. Esto explica que desde comienzos de la Edad Moderna el humanismo haya sido invocado, con muy diversos contenidos, como complemento de distintas corrientes.

Para la posterior historia del humanismo europeo, la cultura renacentista, con sus luces y sus enormes limitaciones, actuará como referencia básica. Allí confluyeron dos líneas de pensamiento que, por lo demás, son las que alimentan todo el pensamiento occidental. De una parte, la mencionada remisión a las letras clásicas no tendría sentido si no vehiculasen una imagen del hombre que es considerada como modelo ejemplar; esa imagen es la de una milagrosa armonía entre las distintas fuerzas que actúan en la naturaleza humana (sophrosyne) y que alcanza su culminación en la perfecta simbiosis de bondad y belleza (kalokagathía). De otra parte, está actuando la idea cristiana de la irreductibilidad de la persona al orden intramundano, con su consiguiente /dignidad inviolable. Estas dos fuentes –griega y judeocristiana–no han dejado de generar posibilidades creadoras y también frecuentes conflictos.

El triunfo de la ciencia moderna, bajo el esquema fundamental de un mecanicismo ciego y necesitarista, permitió un lugar bien delimitado para la causa humanista. La naturaleza así considerada es un mundo inhóspito y el hombre tiene que crear su propio lugar; es preciso un cultivo, una cultura que construya una segunda naturaleza para que puedan desplegarse todos los factores del /sentido de la existencia humana. Esta causa humanista, durante la /modernidad, camina por dos vías fundamentales, que en realidad deberían haber sido complementarias. A la primera vía la podemos denominar /metafísica, y en el mundo moderno presenta la forma de una defensa de la subjetividad (casi siempre bajo la forma de autoconciencia) en su carácter irreductible al mundo físico; siempre resultará una vía polémica, afectada de lleno por las discusiones entre las distintas corrientes y los distintos pensadores. La segunda vía es más bien de orden moral; su principal reclamo es la libertad de la persona como fundamento de un orden de valores morales irreductibles a la lógica del conocimiento físico; esta vía resultó muy eficaz como arma contra las formas antiguas de absolutismo en la concepción moderna del Derecho natural y en la nueva concepción política, que por vez primera hará realidad el liberalismo. Pero quizá sea Kant quien la lleva a su cenit; su concepción de la autonomía moral y la primacía de la razón práctica confluyen en la centralidad ética del imperativo categórico, una de cuyas formulaciones –«Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, no sólo como medio, sino también como fin»– pasa por divisa de todo el humanismo posterior, aunque casi siempre separada del preciso contexto kantiano de un riguroso apriorismo moral y un decidido formalismo ético.

Es a partir del siglo XIX cuando la causa del humanismo va a convertirse en campo de encarnizadas batallas, no sólo teóricas sino también con evidentes repercusiones en muchos órdenes prácticos de la vida del individuo y de los pueblos. Por una parte, el desarrollo de la ciencia genera entonces un cientificismo que, en buena lógica, debe engullir todo humanismo posible. Por otra parte, el sostenido antropocentrismo moderno entra en crisis, y los intentos de mantener la centralidad del hombre desde una fundamentación puramente racional, que deje de lado cualquier referencia teológica o religiosa, no tuvo excesivo éxito. A partir de entonces, la cultura parece atravesada por una gran falla, que simbólicamente podría personificarse en la oposición irreductible entre la cultura ilustrada y la cultura romántica (con todos los neos que vengan al caso). Esta fractura entre lo que en nuestros días C. P. Snow llamó «las dos culturas» ofrece una imagen rota de la realidad: por una parte, estaría el estrato sólido y consolidado del conocimiento científico, con todos los problemas internos que se quiera, y tentado siempre de abarcarlo todo bajo sus esquemas, algo que nada tiene que ver con el humanismo; por otra parte, el humanismo parece caminar a remolque invocando lo que Bergson llamaba «un suplemento de alma» capaz de detener la avalancha cientifista. Desde entonces, la causa humanista y el propio término humanismo se oscurecen hasta convertirse en armas arrojadizas, de las que se echa mano en los contextos más dispares. Se desembocará así en la no concluida disputa entre humanismo y antihumanismo; pero desde ahora habrá que tener en cuenta que no siempre el antihumanismo quiere ir contra el hombre, sino que la debilidad teórica de algunos llamados humanismos lleva a pensar que una adecuada defensa del hombre obliga a tomar un camino expresamente antihumanista.

El carácter polémico del humanismo adopta una actitud vigilante frente a cualquier intento de sustraer al hombre algo que presumiblemente le corresponda por su naturaleza y, por tanto, signifique una evasión hacia otra dimensión mediante una pérdida irreparable para la humanidad. Especial sensibilidad se despierta frente a cualquier intento de someter al hombre, lo mismo a fuerzas infrahumanas que a fuerzas suprahumanas. En este segundo aspecto, Feuerbach sistematiza en su libro La esencia del Cristianismo (1841) un humanismo ateo asentado en dos pilares: una teoría materialista y sensualista del conocimiento y la denuncia de una teología excesivamente trascendentalista; así, la /religión aparece como una proyección alienante de lo humano en un mundo suprahumano ficticio, frente a lo cual se propugna su restitución a la humanidad mediante una reducción antropológica de la teología. Esa obra servirá como cantera de la que se extraerán la mayoría de los argumentos del humanismo ateo, con las peculiaridades aportadas por el punto de vista de cada autor: Marx, Freud, los cientificismos y una gran parte de los existencialismos reiteran una y otra vez el esquema argumental básico. Sin embargo, ello aboca a un drama, remedando el título de una espléndida obra de H. de Lubac: sin alguna referencia a sus raíces cristianas la posición privilegiada que se reclama para el hombre aparece como una propuesta gratuita, el cientificismo más radical es difícilmente contestable y ese cientificismo engulle todo posible humanismo. Por otra parte, la concepción de la trascendencia que ataca Feuerbach, aun reconociendo que no le faltan razones históricas, es definitivamente refutable.

En este ambiente, sólo Nietzsche parece haber aportado novedades de relieve, pues si bien alguno de sus argumentos puede parecer similar a los que acabamos de resumir, su perspectiva antihumanista parece muy distinta. La famosa expresión «Dios ha muerto», puesta en boca del hombre loco 1, es el resumen conciso de la descomposición interna de una civilización multisecular, civilización desviada de raíz el mismo día en que Sócrates suplantó la natural voluntad de poder con el artificio de una moral a la que el platonismo prestó cobertura metafísica y que el Cristianismo santificó. La acumulación de conceptos disecados, que fosilizan el dinamismo creador de la vida, dio lugar a un humanismo mostrenco, hecho a la medida del más despreciable producto de la humanidad corrompida. Se necesita desbancar un humanismo fatuo, que actúa como obstáculo para toda innovación creadora, a fin de reavivar las posibilidades de futuro que sigue conservando la vida. El sentido del /hombre no puede ser el último hombre, ese camello cargado de espaldas e incapaz de otear el horizonte; el sentido de la humanidad depende de su inmersión en la corriente creadora de la voluntad de poder y en su capacidad de innovación futura: super-hombre.

II. CORRIENTES HUMANISTAS CONTEMPORÁNEAS.

No es exagerado decir que las numerosas polémicas del siglo XX no aportan contenidos fundamentales nuevos; lo que aportan es un nuevo contexto. Los grandes desastres del siglo, como las dos grandes guerras o la utilización militar de la bomba atómica, convirtieron el humanismo en una cuestión urgente, como defensa de lo humano contra nuevas amenazas, que incluso hacen peligrar la misma supervivencia de la especie. Esto hizo que el humanismo fuese mucho más que una cuestión teórica. En los difíciles años en torno a la segunda gran guerra es cuando arrecia esta exigencia; la disputa entre las grandes corrientes de la época se presenta como una competencia para demostrar cuál de ellas está mejor equipada para defender la causa humanista. Tres grandes corrientes aparecen como principales contendientes: el humanismo marxista, el humanismo existencialista y el humanismo cristiano.

Las primeras recepciones del /marxismo no muestran ningún componente humanista destacable. Al contrario, el marxismo es difundido como una ciencia de la sociedad y de la historia, donde el término ciencia tiene el sentido fuerte que por entonces apoyaba la difundida ideología positivista. Esta línea ve en el marxismo un rígido sistema, el materialismo dialéctico (Diamat) que, en rasgos generales, será consagrado como la versión ortodoxa apoyada por los ideólogos oficiales de la antigua URSS. Por contraposición, el marxismo disidente europeo introdujo, ya desde las históricas obras de Lukács y Korsch (1923), un determinante componente humanista que, al mismo tiempo, es siempre una defensa del componente estrictamente filosófico del pensamiento de Marx. Para el desarrollo de esta línea aportaron un apoyo decisivo la recuperación y posterior publicación de escritos juveniles de Marx, sobre todo La ideología alemana y los Manuscritos de París de 1844, aunque luego esto haya provocado la interminable e ideologizada disputa entre el joven y el maduro Marx. Pero es difícil encontrar ideas comunes para una corriente tan dispersa, si no es su constante oposición a la interpretación ortodoxa oficial. No obstante, siempre late la idea de que el objetivo último de Marx no es la construcción de ningún sistema científico, sino abrir camino a un hombre nuevo, un hombre verdaderamente humano en tanto que liberado de la perversa red de alienaciones que atenazan su desarrollo. El mantenerse siempre en el ámbito intramundano y el buscar una modificación de las condiciones reales de la humanidad, fueron las principales cartas exhibidas por sus defensores para reclamar para este marxismo la causa del auténtico humanismo, aunque los temas varían considerablemente según los distintos autores.

Cuando comienzan a popularizarse las líneas más radicales del existencialismo, este ofrece una imagen dramática y desconsoladora de la existencia humana. La singularidad de cada existencia suspendida sobre el vacío de la nada, condenada a realizarse para no quedar engullida en el abismo que la rodea, sin ningún tipo de referencia supraindividual válida, convertía el proyecto existencial en algo que, siendo irrenunciable, estaba abocado al fracaso definitivo. Sartre concluía su voluminosa obra El ser y la nada (1943) con la desoladora constatación: «El hombre es una pasión inútil»; y, por los mismos años, A. Camus, en El mito de Sísifo (1942), proponía la figura mitológica de Sísifo, encarnación del absurdo en estado puro, como parábola universal de toda existencia. A la acusación de inhumanismo, respondió Sartre en su histórica conferencia El existencialismo es un humanismo (1946), en la que se destacaba la impronta humanista del existencialismo y, en realidad, se reclamaba para él la causa del verdadero humanismo. Se trataría de un humanismo cuyo eje central reside en la libertad, una libertad que, careciendo de fundamento, tampoco tiene ataduras y, por tanto, exige una responsabilidad total, que sólo parece posible mantener desde una moral con acentuados rasgos heroicos.

El humanismo cristiano es más complejo porque, aun vertido en las exigencias específicas de la nueva situación, se apoya en una historia multisecular. Conectado con formas más positivas del /existencialismo, a través de la fuerte personalidad de G. Marcel, se conservan allí contenidos importantes de la tradición espiritualista; la influencia de M. Scheler, a su vez, dota a este humanismo de unos rasgos marcadamente personalistas, que se canalizan a través de la rica personalidad de E. Mounier, como alternativa a una importante crisis de civilización; por su parte, el neotomista J. Maritain aporta un decisivo soporte metafísico y, en su obra Humanismo integral (1936), hace un considerable esfuerzo por desligar la causa de este humanismo de cualquier individualismo. Se trata, pues, no sólo de reeditar viejas ideas unidas ahora en síntesis más o menos estables, sino de hacerlas operativas en un momento en que el derrumbamiento de los valores tradicionales sume a los seres humanos en una fuerte incertidumbre; no obstante, algunas de esas viejas ideas (así, planteamientos acusadamente sustancialistas) no parecen fácilmente desligables de contextos que precisamente aparecen incluidos entre los que provocaron la propia crisis que se quiere superar.

A estas tres grandes direcciones habría que añadir todavía las posturas de corrientes muy conectadas con el desarrollo de las ciencias. No sería justo afirmar que en el siglo XX falten posturas cientificistas, pero ya no existe una unión entre ciencia y cientificismo que parezca casi natural, como sucedía en el siglo anterior. Varias corrientes epistemológicas resaltan el carácter convencional y limitado del conocimiento científico y, por tanto, denuncian como irracional todo intento de convertir la ciencia enun absoluto. Así, el pragmatismo, tanto en la obra de F. S. C. Schiller como en la de W. James, es presentado explícitamente como una forma de humanismo. Algo similar podría decirse de la influyente obra de K. R. Popper que une a una epistemología probabilista y falibilista una fuerte defensa liberal de las sociedades abiertas frente a cualquier tentación de tiranía.

La difusión de algunas de las líneas más radicales del existencialismo y, al mismo tiempo, la fuerte polémica interna entre las distintas formas de pensamiento que se presentan como humanistas, va a producir una amplia reacción antihumanista. Heidegger, repensando a fondo algunos motivos ya presentes en Nietzsche, denunciará en el humanismo un inconsistente subjetivismo antropocéntrico, estrechamente unido a una metafísica propia de una época ya periclitada, que nos precipitó en el nihilismo y es incapaz de hacer justicia a las verdaderas posibilidades humanas; en su Carta sobre el humanismo (1947) el tema de fondo es muy explícito: «Se piensa contra el humanismo, porque este no coloca suficientemente alto el lugar desde el cual poder empezar a pensar la humanidad del hombre». Por su parte, el estructuralismo maneja motivos bastante similares, aunque en este caso servidos bajo el ropaje de un provocador cientificismo de estructura formalista y casi matemática. Los estructuralistas denuncian la inconsistencia efímera del sujeto, la limitación histórica de cualquier antropocentrismo, la parcialidad insuperable de cualquier punto de vista sobre la totalidad de lo humano, frente a la solidez imperturbable deunas estructuras subyacentes que se revelan a la luz de un análisis arqueológico. M. Foucault provocó un gran revuelo intelectual al cerrar su brillante obra Las palabras y las cosas (1966) con el anuncio, sin tapujos, de una próxima «muerte del hombre», una «invención de fecha reciente» y que cabe augurar que se borrará en un futuro próximo «como en los límites del mar un rostro de arena».

III. PERSPECTIVAS DE FUTURO.

No puede afirmarse que esta acometida antihumanista no haya hecho mella en las formas tradicionales del humanismo. La denuncia de la estrecha alianza histórica entre humanismo y conceptos propios de épocas ya agotadas, su lugar natural dentro de una imagen del mundo ya desbordada por todos lados, son hechos reales. Todo humanismo arrastra siempre consigo una determinada imagen del hombre, que incluye las notas básicas que delimitan su naturaleza, un ideal de humanización, una concepción del sentido de la existencia y alguna postura frente a su destino último; las ideas del hombre presentes en nuestro mundo son múltiples y tienen perfiles algo vagos, pues no suelen ser resultado de una antropología explícita y bien elaborada; para el humanismo parece bastar con una idea genérica que mantenga algún tipo de originalidad en el ser humano frente al resto del cosmos, pero, más allá de ese mínimo, sus contenidos aparecen como difusos y difíciles de apresar. A pesar de estas y otras dificultades, tampoco es cuestión de ignorar que la marea de lo inhumano crece día a día, y mucho menos de despreocuparse o resignarse ante su avance.

Pero la pregunta es si para estas amenazas sirve el viejo humanismo y, en el caso de que la respuesta fuese negativa, si es posible rehacer y revitalizar ese humanismo; o si, por el contrario, eso ya es algo inservible e irrecuperable de raíz. ¿Habrá salido el propio término humanismo tan maltrecho de estas batallas, que la defensa de lo humano exige precisamente olvidarse de cualquier referencia o cualquier connivencia con el humanismo? No parece que hoy tengamos ninguna respuesta satisfactoria a esta cuestión y tampoco parece fácil adivinar con cierta seguridad cuál sería el camino para obtener una respuesta válida para el siglo XXI.

NOTAS: 1 F. NIETZSCHE, El gay saber, Narcea, Madrid 1973, § 125: «¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que, con una linterna encendida, en la claridad del mediodía, iba corriendo por la plaza y gritaba: "Busco a Dios"?».

BIBL.: CONILL J., El enigma del animal.fantástico, Tecnos, Madrid 1991; CORETH E., ¿Qué es el hombre?, Herder, Barcelona 1991; DE LUBAC H., El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 1990; FARRÉ L., Antropología ,filosófica. El hombre y sus problemas, Madrid 1968; FROMM E. (ed.), Humanismo socialista, Paidós, Buenos Aires 1968; HELLER A., El hombre del Renacimiento, ED.62, Barcelona 1985''-; JAEGER W., Paideia. Los ideales de la cultura griega, FCE, México 1942; MOREY M., El hombre como argumento, Anthropos, Barcelona 1987.

A. Pintor-Ramos