FILOSOFÍA CRISTIANA
DicPC


I. BREVE RESEÑA HISTÓRICA.

La expresión filosofía cristiana aparece en bastantes autores antiguos, entre los que merecen citarse, sobre todo, san Justino y san Agustín. Para ellos se trataba, bajo ese nombre, de una auténtica sabiduría teológica, en la que las verdades divinamente reveladas entraban, junto con las alcanzadas por la sola razón, en un único cuerpo de doctrina. Y esa misma concepción se mantiene en muchos otros autores antiguos, medievales y modernos, como Salviano, Hugo de San Víctor, Erasmo, Javelli, Luis de Granada, Formey, etc.

Dentro de los autores modernos es Francisco Suárez el primero que, distinguiendo con claridad la razón de la fe, y la filosofía de la teología, enseñó expresamente, al comienzo de sus Disputaciones metafísicas, que la filosofía, aunque es esencialmente distinta de la teología, debe, sin embargo, ser cristiana, o sea, no sólo no opuesta a las verdades divinamente reveladas, sino también positivamente conforme a ellas. Y así escribe: «De tal manera desempeño en esta obra el papel de filósofo, que jamás pierdo de vista que nuestra filosofía tiene que ser cristiana, y servidora de la teología divina». Por ese camino fueron después otros muchos autores, como Luis Carbón, Juan Martínez de Prado, Antonio Goudin, Salvador Rosselli y Cayetano Sanseverino. Y en la misma línea se encuentra también León XIII, al hablar en sus encíclicas, sobre todo en la Aeterni Patris, de sabiduría cristiana.

Mas la cuestión misma de la filosofía cristiana fue objeto de famosas controversias a partir, sobre todo, del año 1931, fecha de una reunión de la Sociedad Francesa de Filosofía, dedicada al tema. Los nombres más representativos de esas controversias fueron Emilio Brehier y León Brunschvicg, por una parte, y Esteban Gilson y Jacobo Maritain, por otra. Veamos sus distintas posturas.

La expresión filosofía cristiana, dice Brehier, puede tener uno de estos dos sentidos: o que sea una filosofía enteramente conforme con la fe cristiana y aprobada por el Magisterio de la Iglesia, y entonces es absorbida por la doctrina de la fe y deja de ser filosofía, o quiere significar que la religión y la fe cristianas han excitado el trabajo puramente filosófico de la razón natural, en la investigación y en el hallazgo de una nueva concepción del mundo, y esto, de hecho, nunca ha ocurrido.

Por su parte, Brunschvicg dice que, como la verdad no puede ser sino una y la misma para todos, no se debe añadir el adjetivo cristiana a la realidad de la filosofía. El adjetivo cristiana niega el sustantivo filosofía, porque la revelación cristiana, según se supone, proporciona una verdad indudable y ya conseguida, y por lo tanto excluye radicalmente la inquietud y la búsqueda de la verdad, que pertenece a la esencia de la auténtica filosofía.

En contraste con ellos se encuentran Maritain y Gilson. Para Maritain la filosofía, al menos la filosofía moral, tiene una dependencia esencial respecto de la sagrada teología, a la que debe subalternarse –y por tanto, también a la fe–, para que sea una verdadera ciencia y esté adaptada a su propio objeto en la presente condición de la naturaleza humana. La ética, pues, debe ser, no sólo positivamente, sino esencial y formalmente cristiana.

Por su parte, Gilson defiende que el espíritu de toda filosofía cristiana es teológico. Pero el espíritu es lo que hay de más formal en la filosofía. Luego, según él, la filosofía de los Padres de la Iglesia y de los Doctores escolásticos es esencial y formalmente cristiana, y no sólo en cuanto a su parte moral, sino en todas sus partes. Y parece que a la misma conclusión llega Mauricio Blondel, aunque este proponga su tesis bajo otro aspecto: el práctico y de la acción vital. La filosofía, viene a decir, descubre su propia imperfección y su radical insuficiencia en el orden de la vida, y allí reclama naturalmente un complemento y plenitud, que ella no puede darse a sí misma. Simultáneamente, sin embargo, viene a su encuentro la revelación cristiana, que le ofrece una completa liberación de esa miseria y de esa insuficiencia natural. De todo lo cual resulta que la filosofía y la revelación cristiana se exigen mutuamente y se completan entre sí de modo esencial, con lo que la filosofía debe ser íntima y esencialmente cristiana. Es el resultado de ese reclamo mutuo entre las exigencias cristianas de la filosofía y las exigencias filosóficas del cristianismo.

Mas, aparte de esas dos posturas extremas, se han dado otras intermedias.

En primer lugar, la de Desiderio Mercier y otros, que proponen que la fe cristiana no es, no puede ser, para el filósofo un motivo de adhesión o una fuente directa de conocimientos, sino sólo una salvaguarda o una norma negativa. Y semejante a esta es la postura de Fernando van Steengerghen, que considera esencial, en este asunto, la distinción entre el filósofo y la filosofía, de suerte que si bien se puede hablar con sentido de filósofos cristianos, es un error de bulto hablar de filosofía cristiana, ya que esta expresión abstracta no puede significar otra cosa que filosofía esencialmente cristiana, lo que entrañaría una contradicción en sus propios términos.

Otra postura intermedia es la de Luis Bogliolo, quien defiende la tesis de que la llamada filosofía cristiana es, desde luego, formalmente filosofía, aunque también sea materialmente cristiana; tiene, pues, de filosofía todo lo que les es propio a los saberes que se apoyan sólo en la luz natural de la razón, pero tiene también de teología el ocuparse de asuntos de los que trata asimismo la teología, aunque bajo otra luz.

Finalmente tenemos la postura de Santiago Ramírez, que defiende la posibilidad, y también la existencia, de una auténtica filosofía cristiana, que ha de ser, desde luego, sustancial o esencialmente filosofía, pero que también debe ser accidentalmente cristiana.

II. LA VERDADERA NOCIÓN DE «FILOSOFÍA CRISTIANA».

Viniendo ahora a la determinación sistemática de la noción de filosofía cristiana, conviene comenzar diciendo lo que no debe ser dicha filosofía.

No debe ser, en primer lugar, teología sagrada, o parte de la teología. Y esto indudablemente ocurriría si, en su elaboración, se apelara positivamente, como a una fuente directa de conocimientos, a la revelación divina y a la fe sobrenatural. Estaríamos entonces ante una filosofía esencialmente cristiana, lo que es imposible. En efecto, lo esencialmente cristiano en la línea del conocimiento, o es la fe divina, o lo deducido de la fe divina de manera necesaria e intrínseca. Y entonces la expresión filosofía cristiana tendría este sentido: filosofía de la fe teologal, o extraída de la fe, o sea, filosofía divinamente creída. Lo que es una contradicción in adiecto, puesto que la filosofía, en cuanto ciencia, versa sobre lo intrínsecamente evidente (con evidencia inmediata o mediata), mientras que la fe divina versa de suyo sobre lo intrínsecamente inevidente. Santo Tomás ha escrito a este respecto: «No es posible que una misma cosa, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, sea sabida y creída, porque lo sabido es visto, y lo creído, no visto»1.

Mas, por otra parte, tampoco se puede aceptar la tesis de Brehier, Brunschvicg y otros, que niegan de plano la existencia, y hasta la misma posibilidad, de una filosofía cristiana. Dicha filosofía cristiana ha existido de hecho, y sigue existiendo, como es el caso de muchos Padres de la Iglesia y de los Doctores escolásticos. Todos ellos, aunque principalmente fueron teólogos, también fueron filósofos, y han aportado, sin duda, al acervo cultural de la Humanidad, un gran caudal de conocimientos importantísimos, estrictamente filosóficos, como son las doctrinas sobre la unidad y trascendencia de Dios y de su providencia, del origen del mundo por creación a partir de la nada, de la espiritualidad y de la inmortalidad personal del alma humana, etc.

Pero si la filosofía cristiana, en muchas de sus manifestaciones, ha existido realmente, y, por otro lado, no es posible entenderla como una filosofía esencialmente cristiana, es evidente que habrá que entenderla como una filosofía que, siendo formalmente filosofía, y no teología sobrenatural, sea, sin embargo, también cristiana, bien materialmente, bien accidentalmente.

La primera de estas posibilidades es la defendida por Luis Bogliolo, para quien la llamada filosofía cristiana debe ser formalmente filosofía y materialmente cristiana. Lo que quiere decir, en la práctica, que dicha filosofía habría de ocuparse de los asuntos de que se ocupa la teología sagrada, pero no desde la perspectiva teológica, y con el método teológico, sino precisamente desde el punto de vista filosófico y con la metodología propia de la filosofía. Pues bien, el defecto de esta postura está en que los asuntos propiamente teológicos, por lo menos en su mayoría, no pueden ser abordados y resueltos a la sola luz de la filosofía. Algunos sí, pero no todos, ni siquiera la mayor parte de ellos; con lo que la coincidencia material entre la filosofía y la teología sería sólo en parte, y aun se podría decir que en una parte muy pequeña.

Parece, entonces, que la única posibilidad que queda es que la filosofía cristiana sea formalmente filosofía y accidentalmente cristiana; que es la postura mantenida por Santiago Ramírez. Para el pensador español, en efecto, si la fórmula filosofía cristiana ha de tener un sentido real y verdadero, es necesario que el apelativo de cristiana no sea tomado en sentido esencial o formal, sino justamente en sentido accidental, o sea, el correspondiente al quinto predicable: algo que se une de modo contingente a una esencia, y que puede afectarla o no afectarla, sin que varíe la susodicha esencia. Por eso, la esencia de la filosofía permanece la misma, tanto si es cristiana como si no. Y si un filósofo cristiano cae en herejía o en infidelidad, no pierde por ello su filosofía, como pierde realmente su teología un teólogo herético. En una palabra, que la apelación de cristiana debe atribuirse a la filosofía, no sustancialmente, sino cualitativamente, y como una cualidad contingente.

Concretando más, hay que decir también que la apelación de cristiana no debe ser meramente extrínseca o negativa –una mera denominación extrínseca, como dicen Mercier y otros–. Esto no bastaría para que la filosofía pudiera decirse real y verdaderamente cristiana, porque así comono es suficiente el que alguien no se oponga o no contradiga a la fe cristiana, para que pueda decirse realmente cristiano, así tampoco puede bastar con que una filosofía no contradiga a la doctrina cristiana para que pueda decirse, con verdad y positivamente, cristiana. La fórmula filosofía cristiana debe entenderse, pues, como una apelación positiva, pero contingente, al igual que en la fórmula hombre blanco, el apelativo blanco afecta real y positivamente al hombre de raza blanca, pero sólo de modo accidental y contingente.

III. REIVINDICACIÓN DE LA FILOSOFÍA CRISTIANA.

La filosofía cristiana así entendida, no sólo constituye un hecho histórico-cultural de primer orden, sino que se revela incluso como una exigencia perfectiva de la propia filosofía, en cuanto se la pone en relación con ese otro hecho, asimismo innegable, de la revelación divina y de la llamada universal de todos los hombres a la obediencia de la fe.

Además, de ese carácter de cristiana sólo pueden derivarse ventajas para la misma filosofía. En efecto, la fe divina, recibida en el intelecto del filósofo, no sólo no destruye la filosofía de este, sino que más bien la salvaguarda, la perfecciona y la eleva. Porque la fuerza cognoscitiva de la razón natural no disminuye al sobrevenir la fe, sino que más bien aumenta y se enriquece con la cercanía de esa nueva luz sobrenatural. El hábito de la fe divina no sólo potencia a nuestro intelecto en orden al conocimiento de los misterios sobrenaturales, sino que también lo torna más capaz y robusto en orden a la investigación de muchas verdades fundamentales que, de suyo, son naturalmente cognoscibles.

Por un lado, en efecto, la fe instruye a la filosofía acerca de sus limitaciones y posibles fallos, para que no se exalte en demasía, como acontece en los racionalistas. Pues le da a conocer que, más allá, y por encima de la razón natural, existen misterios intrínsecamente sobrenaturales, que exceden, de modo absoluto, las fuerzas de nuestra razón. Y en cuanto a las mismas verdades acerca de Dios, que no exceden de suyo a dichas fuerzas naturales, también la fe enseña al filósofo las muchas imperfecciones a que está sujeto en la presente condición del género humano, por el vulnus de la ignorancia, que oscurece y debilita nuestra razón.

Y, por otra parte, también la fe conforta a la razón contra el pesimismo de los fideístas y de los agnósticos, enseñándonos que la razón humana, por su propia energía nativa, puede conocer muchas verdades, de modo seguro e indudable, como los primeros principios (a saber, el de contradicción, el de identidad, el de causalidad, el de finalidad) y también la misma existencia de Dios, como causa primera y fin último de todas las cosas, así como la espiritualidad, la inmortalidad y la libertad de nuestra alma. Todo lo cual constituye una gran ayuda para filosofar rectamente.

Y además de esto, la especulación teológica, al tratar de penetrar en los misterios sobrenaturales con la ayuda de las analogías tomadas de las cosas naturales, ha excitado y agudizado de un modo admirable la obra de la razón filosófica. Por poner algunos ejemplos, pensemos en las investigaciones filosóficas acerca del verbo mental, o del amor, o de la naturaleza y la persona, o de la esencia y el ser, o el de la mutación y sus clases. Tales investigaciones no hubieran llegado a tan alto grado de profundidad y de finura entre los escolásticos, si no les hubieran dado ocasión e impulso para ello los misterios de la Trinidad, de la Encarnación y de la Eucaristía.

Esta es la auténtica filosofía cristiana: una filosofía autónoma dentro de su esfera, que se centra en sus propios objetos, y los investiga desde sus propios principios y con su propio método, sin ir más allá de sus fronteras, que son las amplísimas de los conocimientos naturales del hombre en cuanto tal. Pero una filosofía también armonizable, y armonizada de hecho, con la fe y con la teología sagrada; que no se opone, por tanto, a ninguna de las verdades divinamente reveladas, y que en sus desarrollos, plenamente coherentes, permite un uso ulterior de sus asertos en apoyo de la fe, proporcionando así unos materiales preciosos para la edificación de la sagrada teología. Finalmente, una filosofía subordinada a la fe de manera indirecta y accidental, pues no deja nunca de ser formalmente filosófica, ni admite otra iluminación intrínseca que la que procede de la luz natural de la razón, pero que, valiéndose asimismo de esa luz racional, evita caer en todos los errores contrarios a la fe, y afina y despliega sus investigaciones de suerte que resulten aptas para explicar después, o tener alguna inteligencia posterior de los dogmas revelados. De modo parecido a la actitud propia del hombre cristiano que, al esforzarse por adquirir las virtudes humanas, y al empeñarse en ser un buen padre de familia, un buen amigo, un buen profesional y un buen ciudadano, se prepara y capacita para que no resulte en él estéril la gracia de Dios y pueda llegar a ser un auténtico cristiano.

NOTAS: 1 S. Th., II-II, 1, 5, ad 4.

BIBL.: BOGLIO L., La filosofía cristiana, Cittii del Vaticano 1986; GARCÍA LÓPEZ J., Elementos de filosofía y cristianismo, Eunsa, Pamplona 1992; GILSON E., La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid 19652; GILSON E.-BOHNER P., Die Geschichte der christlichen Philosophie, Paderborn-Viena-Zurich 1937; Livt A., Etienne Gilson: Filosofia cristiana e idea del límite crítico, Eunsa, Pamplona 1970; MARITAIN J., De la philosophie chrétienne, París 1933; NÉDONCELLE M., Teología y filosofía, o la metamorfosis de una sierva, Concilium 6 (Madrid 1965) 97-108; RAMÍREZ J. M., De ipsa philosophia in universum, Madrid 1970, 768-854.

J. García López