COMUNIDAD
DicPC

 

Frecuentemente se dice que el ser humano está destinado a ser, dando expresión cabal de sus potencialidades, una persona comunitaria. Pero, ¿no parece esto un pleonasmo? Es decir, ¿es posible que un hombre sea ->persona si no es, en su misma constitución existencial, un ser comunitario? Y, por otra parte, ¿acaso no percibimos la reducción de lo comunitario a lo social allí donde el ->prójimo es reducido a socio? El ->personalismo considera que lo comunitario se enraíza en la esencial trascendencia de la persona, de forma que la comunidad no es algo que sea sobreañadido a la persona de una forma coyuntural, ni siquiera simplemente cultural, sino que, por el contrario, la persona la percibe como una tendencia natural, casi incoercible -sin que se siga de aquí que sea un impulso ciego-, que pertenece a la constitución más íntima de su ser, y que lleva a los hombres a asociarse de forma libre y espontánea para conseguir determinados fines que no puede lograr el individuo aislado de sus semejantes.

I. ESBOZO HISTÓRICO. Aristóteles sostenía que el hombre es por naturaleza, y atendiendo a su bien y a su finalidad, un «animal político»1. El hombre necesita de los otros hombres para poder vivir, pues no se basta a sí mismo, de forma que para conseguir su perfección, debe romper la barrera del aislamiento y la soledad. Las formas básicas de la relación social y comunitaria del hombre son tres: la familia (oikós), que es la unidad social primaria; la aldea (kómé), que es la agrupación de varias ->familias; y la ciudad (pólis) que es la agrupación de varias aldeas o de un gran número de familias. En la relación comunitaria se muestra que el instrumento privilegiado para la relación interhumana es el ->diálogo, que es la puesta en acto del logos del que cada hombre está dotado por la naturaleza.

En el Nuevo Testamento observamos, ciertamente de una forma idealizada por san Lucas, que la vida comunitaria era un objetivo fundamental de los primeros cristianos: «Todos los que habían abrazado la fe vivían unidos y tenían todas las cosas en común (ápanta koiná); y vendían las posesiones y los bienes, y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (He 2,44-45). Y otro texto: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (psyjé mía), y ninguno decía ser suya cosa alguna de las que poseía, sino que para ellos todo era común (koiná)» (He 4,32). Partiendo de estos y otros textos hemos de sostener la importancia capital de la vida comunitaria en el ,cristianismo, aunque algunos van más lejos al sostener que la idea comunista -no se confunda con marxista- es estrictamente cristiana: «El origen de la idea comunista en la historia de Occidente es el Nuevo Testamento, no Jámblico ni Platón; lo que los grupos y movimientos comunistas esgrimían desde el siglo primero, y a través de la Edad Media y hasta Wilhelm Weitling, (...) en cuya organización procomunista militaron Marx y Engels cuando jóvenes, (...) era el Nuevo Testamento, no La república ni la Vita Pytagorae. La represión despiadada que durante los últimos diecisiete siglos se ha cometido contra los comunistas en nombre del cristianismo, es la farsa y falsificación más grotesca que pueda pensarse»2.

La conceptualización de lo comunitario siempre ha sido problemática. Incluso Kant se hizo eco de la ambigüedad de la palabra alemana Gemeinschaft, que, según escribió, «es equívoca en alemán», ya que «puede significar tanto communio, como commercium»3. Kant, en su primera Crítica, la utiliza en el segundo sentido. En todo caso, antes de mediados del siglo XIX términos como socialidad y comunidad eran usados como sinónimos.

Frecuentemente se sostiene que fue Ferdinand Tönnies (1855-1936) quien distinguió entre estos dos conceptos, desde la perspectiva de la sociología. Pero antes incluso que en Tönnies, también en Karl Marx (1818-1883) encontramos esta distinción, y no sólo aplicada al ámbito sociológico, sino también a las estrictas relaciones interpersonales que se establecen en la relación subjetiva ético-económica. En efecto, para Marx la relación comunitaria es aquella que se establece entre las personas libres, mientras que la relación social es la que existe entre la persona del trabajador (que Marx denomina trabajo vivo, lebenarbeit) y la persona del capitalista, que aliena del fruto de su trabajo al primero. La comunitariedad es vista por Marx en términos utópicos al escribir: «Imaginémonos finalmente, para variar, una asociación de hombres libres, que trabajen con medios de producción comunitarios (gemeinschaftichen)»4. La ->relación comunitaria es la que se establece entre los hombres que se relacionan como personas (Beziehung als Personen), y que conlleva necesariamente una relación de igualdad y de paridad, y no de dominio de una persona sobre otra, pues cada persona considera a la otra como digna y, por tanto, como un fin y no como un medio. Por el contrario, en la relación social no estamos ante una relación paritaria y de respeto del otro como ->otro, sino que es más bien jurídica, cuya forma usual es el contrato; aquí las personas sólo existen para las otras como medios y no como fines en sí, pues lo que interesa es que son poseedores de mercancías o de fuerza de trabajo; mientras en la primera relación se encuentra una persona cara-a-cara ante la otra, en la segunda una persona está más bien frente-a-frente a la otra, esto es, enfrentadas.

Tönnies hizo clásica esta distinción a través de su influjo en sociólogos como Comte, Spencer, Durkheim, Weber, Dunkmann -que denomina a la comunidad grupo íntimo- o Cooley -quien distingue entre grupos primarios o comunidades y secundarios o sociedades-. En efecto, en su obra clásica Gemeinschaft und Gesellschaft (Leipzig, 1887) distinguió entre dos formas básicas de la constitución de la sociedad, aunque no suelen encontrarse aisladas por completo entre sí, sino entretejidas mutuamente. La Gesellschaft es la sociedad o asociación, mientras que la Gemeinschaft es la comunidad. Para Tönnies esta se basa en las relaciones naturales y en la convivencia ->interpersonal primaria y cotidiana. Son comunidades como la familia, el clan o la tribu. En ellas priman los sentimientos de confianza y afecto, y se propicia en un ambiente de cercanía existencial. Los individuos se conocen personalmente también en el ámbito privado y se consideran no como medios para conseguir fines distintos de la relación (aunque ciertamente, en la familia, por ejemplo, también se da el fin de la protección, la reproducción, el apoyo mutuo, etc.), sino como fines en sí mismos. Por el contrario, en las asociaciones o sociedades la unión o es azarosa o contractual, pero no natural; es el resultado de una unión más o menos libre y estable para conseguir determinados fines. Aquí los otros son medios para lograr determinados fines, de modo que tiene lugar una relación impersonal y no se comparte entre sí la vida íntima, sino la vida pública, sea económica, política, etc. En la asociación unas personas prestan a las restantes determinados servicios, que deben ser mutuos y ajustados al derecho. Pero para Tönnies la verdadera vida social es la vida en común, es decir, la comunitaria, por eso sostenía que es un contrasentido que se den malas comunidades, cosa que sí puede acontecer en las asociaciones. En realidad, la comunidad y la asociación no son dos posibilidades excluyentes de la vida en común entre los hombres, sino dos etapas de la realidad social; pero la comunidad antecede siempre a la sociedad o asociación.

Por su parte, Max Scheler, aceptando básicamente esta distinción, sostenía que las sociedades vienen a ser como la decadencia de las comunidades. Lo social surge, según él, como resultado de la complejidad de la comunidad, ya que esta, por definición, no puede ser muy numerosa, pues en la masificación las relaciones interpersonales no pueden darse con la cercanía y cotidianidad que ella indefectiblemente necesita. A Scheler debemos un hermoso concepto, Gesamtperson (persona colectiva), que posiblemente tome su inspiración en la personalidad comunitaria, que simboliza el denominado Siervo de Yavé de los célebres cuatro cánticos del libro bíblico de Isaías (42,1-4; 49,1-6; 50,4-1 la; 52,13-53,12).

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. La modernidad se ha caracterizado, desde el repliegue en el ego llevado a cabo por Descartes, entre otras cosas, por su tendencia ideológica individualista, a la que siempre amenaza la tentación solipsista, difícilmente salvable desde la postulación del yo como el fundamento originario, no sólo de todo conocer (ámbito gnoseológico), sino incluso del mismo ser (ámbito de lo ontológico), en un humanismo prometeico tan desmitologizante de lo divino, en su intención, como hacedor de nuevos fetiches antropocéntricos en sus resultados. Así, J. J. Rousseau concebía al hombre como un ser individual que sólo se relaciona con los restantes individuos, mediante el contrato social, para lograr determinados objetivos que interesan a cada uno. La comunidad no es, para él, algo constitutivo del hombre, sino que por el contrario, lo recibido de la comunidad cultural por el individuo le parece que desvía a este de su propia naturaleza individual, hasta el punto de corromperlo moralmente. Otro hito en esa tradición individualista lo constituye Max Stirner, alumno de Hegel, que sostenía que el individuo, el sí mismo es mi único o lo único (der Einszige), que posibilita desde sí cualquier relación, en tanto que es previo a toda alteridad, a cualquier otro individuo ajeno de sí. Por su parte Theodor Lipps, desde su exacerbado psicologismo individualista, pensaba que los yos diferentes de él mismo están constituidos por dicho yo; si yo existo, yo soy el autor de los demás; si existe otro yo distinto de mí, él es el que me crea a mí. Con esto el individualismo desemboca en el paroxismo.

Tenemos la sospecha de que tras el frustrado intento de autofundamentación individualista se esconde un fundamentalismo antropológico preñado de un autofetichismo. Como reacción ante esta tentación de la modernidad surgió, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, otra tentación igualmente castradora de la vida personal, que es el colectivismo. Sus sostenedores pretendían salvar al hombre de la ideología individualista de la época moderna, que había sumergido a la persona en el laberinto ciego de la soledad, ya que esta significa el aislamiento o ensimismamiento de un hombre que se sabe, incluso pretemáticamente (en su vida cotidiana cultural, familiar, etc.), como viviendo con los demás, por lo que el solipsismo significa el sumergimiento de la persona en una esquizofrenia existencial y en la locura. Para el colectivismo marxista la esencia humana es el hombre social. El joven Marx consideraba que no transgredía ninguna ley lógica cuando afirmaba que «el hombre produce al hombre, a sí mismo y al otro hombre»5. Esta frase, entre otras cosas, pareciera dar a entender que Marx era (y en buena medida lo es) un moderno, pero en realidad, en lugar de primar la individuación de la persona, para Marx el papel básico lo tiene la sociedad, que es «la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo en la naturaleza»6. Para Marx la ordenación del hombre y de la sociedad se dirige fundamentalmente a la naturaleza cósica y no primariamente cada persona hacia la persona del otro. La sociedad no es una abstracción frente a la cual se situara el hombre individual; según él, y sin paliativos, «el individuo es el ser social»7. La alienación de la persona individual en lo colectivo aparece también con claridad en Marx cuando sostiene que «la vida individual y la vida genérica del hombre no son distintas, por más que, necesariamente, el modo de existencia de la vida individual sea un modo más particular o más general de la vida genérica, o sea la vida genérica es una vida individual más particular o general»8. La persona individual, pues, es un ser genérico determinado. Como se ve, el joven Marx no está todavía lejos de Hegel, pues para Marx el individuo es una especie de momento de lo social o colectivo, como para Hegel era un momento en el devenir del Espíritu. Pero de esta forma, la persona individual se ve alienada en su mismidad, en su personalidad y en su originalidad. En términos levinasianos podemos afirmar que aquí, estrictamente, se da la primacía de la Totalidad frente al otro (el ->Infinito de Lévinas) y, por tanto, este puede ser sacrificado -y no sólo metafóricamente- en aras de aquella. Desde la perspectiva del imperativo ético-personalista kantiano, para Marx lo colectivo es el fin en sí y como tal debe ser tratado, y no así la persona individual, como sostenía acertadamente el filósofo apologeta de la Ilustración.

Nadie como E. Mounier ha reflexionado tan profundamente sobre la vida personal y comunitaria. En un impresionante capítulo titulado Revolución comunitaria9, analiza con detenimiento la importancia de la comunidad para la vida personal y la inexcusabilidad de la vida personal para la vida comunitaria, que es una «tarea imperiosa» de nuestro tiempo. Mounier comienza su análisis de los diferentes tipos de comunidad afirmando: «Corruptio optimi pessima (...). Comprendo a aquellos que tienen miedo del despertar comunitario»10. Y es que el desorden social ha dejado huella en las personas; denunciar la ilusión de la revolución meramente social conlleva afirmar la necesidad de una revolución personal, interior, moral, etc., como condición inexcusable para una revolución ética, política, económica y social.

Mounier distingue cinco tipos de formas sociales -tipología posiblemente no muy rigurosa, pero enormemente sugestiva-, hasta llegar a la comunidad personalista. a) El primer tipo corresponde a las masas o sociedades impersonales. La masa aporta una despersonalización de cada individuo humano en la tiranía del anonimato, donde deambula el hombre anónimo propio del individualismo, sin vocación, sin historia, sin pasado y sin futuro en la carencia de la memoria personal. Es el reino del se: del se dice, se hace, se piensa. b) El segundo tipo es el de las sociedades del nosotros. Su exponente más usual es el fascismo de cualquier signo. La colectividad fascista pone su mirada en el líder, el jefe, que posee su falsa mística; aquí el hombre delega su personalidad, su pensamiento, su libertad y su acción en otro hombre que hará por él, pensará por él, querrá en su lugar. «Cuando él diga yo, ellos pensarán nosotros, y se sentirán, en consecuencia, engrandecidos»11 en una sugestión próxima a la hipnosis. Es el mayor peligro que corren las democracias agotadas, en el momento en que el caos y el desorden hacen que las masas clamen por la presencia de uno que los salve, aun a costa de su libertad personal. Los fascismos, intentando organizar el desorden que heredan pasan por debajo del hombre al querer pasar por encima. La masificación del nosotros es la conjunción de una masa despersonalizada y un hombre fuerte con ansia de poder y gloria. Pensemos también, en la actualidad, en los fanáticos de un club de fútbol. c) Al tercer tipo lo denomina sociedad vital, que Scheler denominaba comunidad de vida (Lebensgemeinschaft), y está caracterizada por los vínculos establecidos entre aquellos que viven en común un cierto flujo vital, que suele estar poco estructurada y flota ateniéndose al compromiso de vivir juntos. Aquí incluye Mounier tanto a la familia como a la patria. En ellas cada miembro cumple una función, como algunas familias que no están excesivamente anudadas, donde la persona no es irreemplazable. La sociedad vital tiende a replegarse sobre sí, al no estar animada en su centro por una auténtica comunidad espiritual. d) El cuarto tipo corresponde a la sociedad razonable, que sí es específicamente humana y que oscila, a su vez, entre dos polos. Por una parte, la sociedad de los espíritus, donde prima un pensamiento impersonal, caracterizado por un lenguaje riguroso, con la pretensión de asegurar la unanimidad y el consenso entre los individuos. «¡Como si el pensamiento pudiera ser impersonal!» y como si fuera posible un esperanto filosófico que «pudiera reemplazar el esfuerzo de cada hombre singular por dominar sus pasiones particulares y descubrir los valores objetivos que fundarán su conversación con los hombres»12 ¿Es posible fundar una verdadera comunidad personalista así? Indudablemente, la respuesta debe ser negativa, pues un pensamiento impersonal, aunque esté preñado de rigor lógico y conceptual, «sólo puede ser tiránico», pues para soldar una comunidad con una cohesión interna no basta que les una un ideal verdadero. En el otro polo se sitúan los que quieren asegurar ese vínculo «comunitario razonable por una sociedad jurídica contractual, fundada sobre la convención y la asociación»13. La dificultad consiste en vaciar al pensamiento de su contenido, de modo que se asemeje asépticamente al lenguaje matemático que no admite réplica posible; el contrato no se detiene en considerar su contenido, pues «solamente pide a las partes firmar acuerdos sin dolor, astucia o violencia». A Mounier no se le escapaba que «la impersonalidad del contrato» es una «falacia casi tan grande como la impersonalidad del pensamiento. Los contratos son establecidos entre personas desiguales en poder»14, a pesar de que una platónica e ideal comunidad de comunicación se empeñe en partir, como un postulado a priori, de la igualdad esencial de los participantes en el debate, en el discurso, en la argumentación, en el contrato o en el consenso: «La sociedad contractual se ha convertido así en una sociedad falsa y farisaica, cubriendo la injusticia permanente con una apariencia de legalidad», pues el contrato, lejos de poner en verdadera comunión a dos hombres, más bien «establece dos egoísmos, dos intereses, dos desconfianzas, dos astucias, y los une en una paz armada»15. Pienso que la llamada ética del discurso o de la acción comunicativa, así como los rawlsianos neokantianos y neocontractualistas, debería tomar nota de esta crítica pre eventu de Mounier. Finalmente, ante la imposibilidad de fundar la comunidad pasando por el lado de la persona, Mounier sostiene que es posible otro tipo de comunidad, que es la que merece llamarse tal: la comunidad personalista, que podría llevar el nombre de persona de personas, en tanto que cada persona se realizaría en la totalidad de su vocación y de sus posibilidades; aquí la comunidad sería el conjunto resultante de cada uno de los éxitos singulares de cada persona. Aquí cada persona es un fin en sí, cada cual es insustituible y esencialmente querido por sí mismo. El amor y la libertad de cada persona son los vínculos aglutinantes donde ninguna imposición debe tener lugar. Llegado a este punto Mounier se vuelve escéptico ante esta comunidad utópica, afirmando que era la «soñada por los anarquistas, cantada por Péguy», pero que «no es de este mundo», pues toda comunidad personal terrena es impura. La solución que propone es, entonces, de índole religiosa: la Iglesia militante realiza la persona de personas, aglutinando a la humanidad en el Cuerpo de Cristo, a imagen y semejanza de la «propia realidad trinitaria». Aunque deja un poco de lado este escepticismo al sostener que a esta comunidad personal, como persona de personas, tenemos a veces acceso en la experiencia «de un amor, con una familia, con algunos amigos», pero como eventos excepcionales y raros.

Desde una perspectiva más sistemática indicaremos que el Renacimiento y la Ilustración fracasaron por su eclipse de la persona en pos del ->individuo, del ->sujeto, del ego; y también descuidó el renacer comunitario en pos de lo social. Constatamos que en nuestros días existen cada vez más sociedades, pero cada vez menos comunidades, y de ello se concluye la debilidad de los lazos que unen a los individuos entre sí, sólo capaces de generar vínculos sociales. La decadencia de la vida comunitaria es la expresión de una sociedad sin ->rostros personales, donde cada persona se encuentra sumergida en el anonimato del mundo impersonal del se. La ->modernidad ha traído como una de sus manifestaciones más indeseables la despersonalización en la masa, que observamos en el uso de un lenguaje impersonal, en la renuncia al compromiso y a batirse por la verdad, en la indiferencia que provoca la ficticia adhesión a opiniones generales. El individuo no tiene delante de sí a una persona, sino a otro individuo; de esta forma ha desaparecido el prójimo y ha hecho su aparición el semejante o el otro yo.

El hombre sin vida interior, sin dimensión de hondura es incapaz de encontrarse verdaderamente con otra persona; sólo la persona con vida interior está preparada para la vida comunitaria verdaderamente personal; de aquí se sigue la inviabilidad de una vida comunitaria desde la posicion individualista. Para que la comunidad sea posible, cada cual debe ser consciente, como paso previo, de la vida epidérmica y anónima en la que vive. Aunque acontece a menudo que el individuo volcado en su soledad es fácil carne de masa, propensión a la sugestión hipnótica que ofrece cualquier líder que hable del nosotros en su forma impersonal y bastarda. Ciertamente que el mundo del nosotros supone una cierta salida del mundo del se (que carece de dirección), pues este es el ámbito de la indiferencia, mientras en el nosotros se da una entrega a una causa. Pero tampoco aquí la persona está libre de la embriaguez común y del sumergimiento en lo impersonal y siempre amenaza la fácil sugestión. Un ejemplo suele ser el militante de un partido político que hace dejación de su pensamiento en pos de la ideología de su partido, que enseña lo que le dicta y que justifica lo que yerra. Ese nosotros es más impersonal y opresor de la persona cuanto más grande sea. De esta forma, también lo comunitario puede constituirse contra la dignidad de la persona. La efervescencia de la entrega a la comunidad (incluso de un número pequeño de integrantes, como en un club juvenil o comunidad de base religiosa) no es signo inequívoco de la libertad y madurez personal; por el contrario, a menudo suele cegarla la efervescencia de lo pintoresco, de la militancia constante y cotidiana, que puede producir la ilusión sobre la solidez de la comunidad. Esto significa que el dinamismo interior no es, eo ipso, signo traslúcido de la verdad de una vida en comunidad. Esto no significa que ese mundo del nosotros, en tanto que vivido en pequeñas comunidades, no constituya un entrenamiento necesario y un reforzamiento de ciertos hábitos loables para una vida en comunidad verdaderamente personal. «Todas las experiencias nos llevan al mismo punto: imposible alcanzar la comunidad esquivando a la persona, sentar a la comunidad sobre otra cosa que no sean personas sólidamente constituidas»16. Es decir, en la comunidad no se da un fenómeno parecido a la transustanciación, en la que de personas con débiles raíces surgiera una comunidad fuerte y bien trabada; la comunidad no es una hipostasiación abstracta de la suma de las personas, sino la unión de las personas ya existentes y reales. Conseguir un nosotros no enfermizo -cuyos ejemplos paradigmáticos los podemos encontrar en los fenómenos del fascismo, el totalitarismo colectivista, o el cada vez más frecuente fenómeno de las sectas pseudorreligiosas-, significa que existen yos libres, pues el nosotros no surge de la sublimación de las personas sino de su realización. Que la comunidad solicite el esfuerzo y la abnegación de cada miembro puede significar el abandono de lo propio de cada cual, típico de lo alienador, o la solicitud del más maduro de los actos personales. Por otra parte, del mismo modo que la persona morirá un día, tampoco debemos extrañarnos de que pase lo mismo con la comunidad.

En la comunidad personalista el otro es mi prójimo; no es un hombre abstracto, ni un ser humano; ni siquiera es una persona entre otras yuxtapuestas, junto a ellas. Por el contrario, cada una de esas personas es mi ->prójimo, y le debo tratar como un y no como un él, como un tercero. La comunidad no es un maduro nosotros sino sólo cuando cada uno de sus componentes ha descubierto en todos y en cada uno de los demás a otros tus personales y les trata con la dignidad y el amor que merecen. La relación comunitaria sólo se establece de prójimo en prójimo, en donde se hable de nosotros dos, nosotros tres, etc. Al otro no lo comenzamos a tratar como persona sino en la medida en que es una segunda persona, un tú, pues únicamente me encuentro con el otro cuando él se convierte para mí en un tú. De forma que en la auténtica comunidad «sólo quedarían yos, tus, y un solo nosotros abarcando y uniendo una infinidad de predilecciones singulares»17. Y del mismo modo que el aprendizaje de la persona es un trabajo duro que no se hace en serie, algo similar acontece en la comunidad, precisamente por ser ella el lugar privilegiado de la captación de las personas. Mientras buscamos en el otro (como medio) la salida de nuestro hastío, la satisfacción de curiosidades, el compañero de las escapadas de los fines de semana, etc., no se realiza verdaderamente una comunidad personalista, sino que el otro es tratado aquí como una tercera persona, en la cual nos inspiramos, nos entretenemos o nos divertimos, pero que no consideramos en su propio valor y digneidad personal. Para Mounier la «filosofía de la tercera persona» desemboca en el «panteísmo o filosofía de la inmanencia pura» ya que, afirma tajantemente, «no hay tercera persona. Hay una primera persona, una segunda persona, y el impersonal». Y añade que «si se buscan grandes lucubraciones, recordemos que la tercera persona de la Trinidad no es una figura gramatical, sino el lugar vivo y sustancial de la primera a la segunda conversando eterna y perfectamente entre ellas»18. Y de la misma forma que la vida intratrinitaria está presidida por el amor, también este preside la relación interpersonal: «El amigo no exige del amado que lo refleje o que lo consuele, o que lo distraiga, sino que sea él mismo incomparablemente y que suscite un amor incomparable». De modo que el lugar privilegiado de la relación interpersonal es el amor, que es mucho más que la armonía, la complacencia, la consonancia o el consenso. Y es aquí donde el aprendizaje de la persona alcanza su madurez, pues quien no está entrenado para la renuncia interior no está preparado para la renuncia mutua que siempre exige un amor maduro y sano. No existe mayor soldadura comunitaria que el amor mutuo. Cuando el amor preside la vida en común, entonces el vínculo entre las personas es tan fuerte que esa comunidad es «realmente y no de forma figurada, personas colectivas, personas de personas»19, y de la misma manera que la vocación es la unidad de la persona, toda comunidad aspira a erigirse, en el límite, en persona.

Desde aquí se comprenderá la dificultad de la vida comunitaria, que es la dificultad multiplicada por cada una de las personas que son sus miembros. Y ello explica que la vida comunitaria personalista no se realice con facilidad, hasta el punto de que muchos hombres transitan por la vida sin conocer jamás una auténtica comunión personal; de ahí que la comunidad comporte, además de disciplina personal, una gran dosis de gracia y fidelidad. Con un marcado realismo cristiano escribe Mounier: «No nos hagamos ilusiones, acaso sólo aquel que ha penetrado bastante profundamente en Dios es capaz de amar a todos los hombres, a los que conoce y a aquellos que no conoce, en Dios a cada uno por sí mismo, acaso a pesar de ellos»20. Conocer a cada persona en su persona, por su nombre, como dice la Biblia, es la tarea del hombre como persona en su relación con las demás.

El ->hombre ha sido definido, tanto por F. Nietzsche como por A. Gehlen, como un ser deficitario, o inacabado -lo que no constituye ninguna genialidad, pues, ¿acaso está acabado el universo o ha terminado el hombre y lo que le rodea de evolucionar?-; es decir, es un ser indigente y como tal se percibe a sí mismo, percatándose al mismo tiempo de que la necesidad de los demás la siente como inscrita en lo más profundo de sí. Esto no puede significar, en modo alguno, ningún tipo de minusvaloración de su ->dignidad intrínseca, de su digneidad, pero sí la afirmación de la incompletitud existencial de la misma, en tanto que necesita de los otros, de las relaciones comunitarias, no sólo para sobrevivir existencialmente, sino incluso, a fortiori, para venir a la existencia misma, ya que la familia (al menos la relación interpersonal sexual de sus pro-genitores a nivel biológico) le resulta absolutamente imprescindible a la persona. Con razón un personalista español ha escrito que «somos antes nuestros apellidos que nuestro nombre»21. Salvada esta necesidad de la relación biológica, también la relación comunitaria cordial y amistosa le resulta a la persona como un ámbito insustituible de crecimiento personal, en tanto que aporta una cultura, un universo de valores, una cosmovisión, etc. De esta forma, la ausencia de la vida comunitaria la paga la persona a un altísimo precio y no sólo en lo concerniente a la madurez psicológica.

III. CONSIDERACIONES FINALES. Lo comunitario no se opone en modo alguno a lo personal, sino a lo individual, y de la misma forma que la persona se distingue del individuo, también la comunidad debe distinguirse tanto del colectivismo como del individualismo. Y de este modo percibimos que los enemigos de la comunidad son los mismos que los de la persona.

La comunidad, el ámbito privilegiado de relaciones interpersonales, le es tan necesaria al hombre en tanto que persona, que incluso muestra la no primigeniaridad del ->yo de cada cual, ya que la misma autorreferencia del pronombre personal aplicado por cada cual a sí mismo sólo es posible si existe -aunque sea pretemáticamente- la distinción más elemental entre el yo y lo otro, lo no-yo y, más en concreto, la otra persona, desde donde se puede instaurar el ámbito de la comunidad. Esto se deduce de la obviedad de considerar que existen unos hombres que no somos nosotros y que están aquí antes que nosotros.

La persona no está hecha para la soledad, sino para la comunidad. Siempre nacemos en el interior de una comunidad natural, la familia, y somos arropados en una comunidad más amplia, cultural, que nos confiere los elementos que precisamos para nuestro desarrollo como personas. O al menos, esto debería ser así; cuando no lo es, algo de la personalidad de cada cual se frustra. La soledad, sobre todo la no elegida y la que se prolonga por mucho tiempo, es la frustración de la esencial relacionalidad de la persona.

Es necesario fomentar el afianzamiento de los lazos de ->amistad, solidaridad y, en definitiva, de ->amor, con las personas de nuestros grupos primarios o comunidades. No es sencillo, pero tampoco excesivamente difícil, vivir en una comunidad existencial, de un ámbito mayor que el de la propia familia.

La comunidad, sin embargo, no es en sí misma un fin en sí, considerada conceptualmente, mientras que una persona sí es fin en sí. Es decir, que la dignidad de la comunidad se fundamenta en la dignidad de las personas individuales que configuran su seno, sin que esto signifique que la comunidad sea una realidad espúrea y ni siquiera meramente accidental para la persona, sino que hay que insistir en que se basa en la constitución abierta, trascendente de la misma. De modo que su dignidad salta a la vista cuando examinamos con detalle la definición que Mounier dio de la comunidad al considerarla como una persona de personas, es decir, la unión personalizada (en su configuración) y personalizadora (en su finalidad) de personas concretas.

La vida comunitaria se realiza cuando cada uno de los participantes de la comunidad considera (teóricamente) a los demás como fines en sí, y les trata (práxicamente) como tales.

El escepticismo que Mounier expresa en una comunidad no cimentada en la ->fe religiosa no debe impedir que una comunidad como persona de personas, a nivel meramente humano, sea un proyecto buscado y, en cierta medida, también realizable.

No existe el si no existe el yo; y no es posible el yo si no tiene ante sí a un tú. Y esta no es una postura ni ecléctica ni metafórica, sino que corresponde a la estructura misma de la realidad dialógica interpersonal. En otro lugar escribimos unas palabras con las que podemos concluir: La persona no es sólo un yo, sino también una yoidad relacional interior (hacia sí), y sólo se autopercibirá plenamente como yoidad ante un tú, que es también relacional, esto es, tuidad. De este modo mi propia mismidad entreteje la percepción del otro ser personal como yoidad (para él yo soy tú, es decir, tuidad). La comunidad no es algo accidental de la persona, sino la explicitación de la nostridad a la que cada persona tiende graciosa -en la entrega de sí propio- y agradecidamente -en la entrega del otro-.

NOTAS: -1 ARISTÓTELES, Pol. 1, 2, 1253a 23. -2 J. P. MIRANDA, Comunismo en la Biblia, 16. -3 1. KANT, Crítica de la razón pura, B 260. - 4 K. MARX, El Capital 1, vol., 1. libro 1°, 96. - 5 K. MARX, Manuscritos: economía y f losofia, 145. - 6 ID, 146. -7 ID. - 8 ID, 146147. - 9 Correspondiente a su libro Revolución personalista y comunitaria, en Obras completas 1, 219-244. - 10 ID, 231. - 11 ID, 233. -12 ID, 236. - 13 ID. - 14 ID, 237. -15 ID. - 16 ID 225. - 17 ID, 227. 18 ID. - 19 ID, 229. - 20 ID 230. - 21 J. M. VEGAS, Introducción al concepto de persona, 41.

VER: Comunismo libertario, Comunitarismo, Entre (zwischen), Personalismo, Relación y persona, Yo y tú.

BIBL.: BONHÖFFER D., Vida en comunidad, La Aurora, Buenos Aires 1966; CORTINA A., Acción comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; DíAZ C., Por y contra Stirner, Zero, Bilbao 1975; ID, Para ser persona, Instituto Emmanuel Mounier, Las Palmas 1993; DUSSEL E., Ética comunitaria, San Pablo, Madrid 1986; GONZÁLEZ VALLES C., Viviendo juntos, Sal Terrae, Santander 19894; MARX K., Manuscritos: economía y filosofía, Alianza, Madrid 198110; ID, El Capital 1, vol I. libro 1°, Siglo XXI, México 199119; MIRANDA J. P., Comunismo en la Biblia, Siglo XXI, México 1988'; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, La opción fundamental del ideario personalista y comunitario, Acontecimiento 36 (Madrid 1995) 30-35; MOUNIER E., Revolución personalista y comunitaria, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992; TÓNNIES F., Gemeinschaft und Gesellschaft, Leipzig 19358 (original de 1887; trad. esp., Comunidad y asociación, Península, Barcelona 1980); VEGAS J. M., Introducción al concepto de persona, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1990.

M. Moreno Villa