CARIDAD
DicPC

 

I. ESBOZO HISTÓRICO. Todas y cada una de las virtudes, siendo mucho, nada serían sin su hermana mayor, la caridad. En última instancia, lo que las constituye en virtudes es su enraizamiento decidido en la caridad. Mas, ¿en qué consiste virtud tan magnífica? En uno de sus escritos definió san Agustín a la virtud como «una buena cualidad de la mente mediante la cual vivimos derechamente, cualidad de la que nadie puede abusar y que se produce a veces en nosotros sin nuestra intervención»1. Pero también proporcionó el obispo africano en otro lugar una definición célebre de virtud genérica que, no por casualidad, coincide con la definición de la virtud específica de la caridad: la virtud es el orden del ->amor (ordo est amoris)2. Así como en Aristóteles los cuerpos o elementos naturales tienen un ordo, un lugar natural hacia el cual tienden y se dirigen de suyo, así también en san Agustín hay en cada alma «un peso que la arrastra constantemente, que la mueve continuamente a buscar el lugar natural de su reposo: es el amor». El amor le resulta inherente a la naturaleza del ser humano, es lo más natural suyo, su ley, su ley natural en la medida en que refleja la ley eterna del Dios Amor. Ahora bien, como el amor puede dirigirse mal y tornarse en su contrario, «la voluntad recta es un amor bien dirigido, y la voluntad torcida es un amor mal dirigido. Amor, ->alegría, temor y tristeza son malos si el amor es malo; buenos, si es bueno»3. El propio santo añade, fiel a su identificación del mal con la privación de bien: «La defección de la voluntad es mala porque resulta contraria al orden de la naturaleza y es un abandono de lo que tiene ser supremo en favor de lo que tiene menos ser. Pues, por ejemplo, la avaricia no es una falta inherente al oro, sino que se halla en el hombre que ama el oro excesivamente en detrimento de la justicia, la cual debería ser tenida en mucha mayor estima que el oro»4. Curiosamente esta especie de omnipresencia del amor la compartirían con san Agustín, tanto los utilitaristas al estilo de Hutcheson, los cuales ven en el amor un ->sentimiento pasional universalmente derramado por la faz de la tierra, un «instinto» promotor del bien ajeno que constituye el fundamento del «sentido moral», como los románticos, que ven en ese amor compasivo el centro de todas las relaciones humanas en el entero cosmos: en ese amor universal y compasivo radicaría un fondo común a toda la humanidad pasada, presente y futura, e inclusive a todos los vivientes, de forma que dicha compasión cósmica deja de ser un acto intencional para convertirse en una especie de participación en el todo. El mismo A. Schopenhauer enfatiza (solo que en su forma negativa) ese sentimiento omnicompasivo que expresa la identidad de todos los seres; por ello el dolor generado por la Voluntad, en su camino hacia la Conciencia última y definitiva, no le parece un dolor exclusivo de quien lo padece, sino de todo ser.

A la vista de estos presupuestos, llega el obispo de Hipona a formular aquella su célebre frase de ama y haz lo que quieras5, porque quien ama no necesita ya más virtud que la de amar, y así: la templanza es un amor que se reserva por entero a lo que ama; la ->fortaleza resulta ser el amor que lo soporta todo fácilmente por mor de lo que ama; la justicia no es más que el amor que sólo sirve al objeto amado y domina, por consiguiente, a todo el resto; la ->prudencia es el amor en su discernimiento sagaz entre lo que la favorece y lo que la estorba. Según san Agustín, en el amor perfecto del fin supremo no existe discordia ni desigualdad entre las virtudes, en la medida en que todas ellas se entregan por igual a Dios: sufrimiento por amor de Dios, servicio a Dios, discernimiento entre lo que vincula a Dios y lo que separa de Dios. Esto explica que las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) se enraícen en las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad-. Nada tiene, pues, de extraño que la caritas humana en que el hombre manifiesta su querer, su querencia, su cariño y su caridad, remita siempre al agape divino en cuanto que realidad fundante del amor humano. Mas, ¿qué es el agape? El teólogo sueco Anders Nygren, en su antaño célebre obra Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe, afirmaba que agape es un término original y básico del cristianismo, término que expresaría ante todo un amor desinteresado y desprendido casi en su sentido absoluto: es el amor que se da en lugar de imponerse y que no quiere ganar la vida, sino que se arriesga a perderla por virtud de ese amor. Consecuentemente agape no tiene nada que ver con el deseo y la pasión del eros; tampoco es ansia de poseer ni de dominar, excluyendo asimismo, por principio, todo lo que sea amor propio, filautía. En contraposición con el eudemonismo epicúreo, donde la ->felicidad es lo primero que se busca en el camino de la autorrealización, el agape no busca ni felicidad ni recompensa, carece de motivaciones y es sin causa, toda vez que motivación significaría de hecho una especie de dependencia; en cambio el agape no necesita en absoluto de nada que lo ponga en acción y resulta, por ende, indiferente ante cualquiera de los valores mundanos dados. Por eso mismo, espontaneidad es la palabra con que designa Nygren el rasgo definitivo y el manantial de donde brota el agape, confiriéndole, por tanto, el sentido de soberanía y de carácter creador, porque no presupone valores, sino que los crea. Tal sería el Amor de Dios. Gracias a esa antecedencia o precedencia del Amor de Dios brotan -por gracia exclusiva de ese Amor fundante- en el corazón humano las tres virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) de las que arrancan y en donde se fundamentan para el creyente las cuatro virtudes cardinales o virtudes axiales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza), llamadas así por su condición de virtudes básicas, virtudes-eje o virtudes gozne, sin las cuales no cabría pensar las demás. Por nuestra parte, hemos dejado a la virtud de la caridad, la más importante, en último lugar únicamente para resaltarla en primer término.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Así pues, ¿qué es la caridad? El alimento de la caridad, asegura san Agustín, es «la disminución de la concupiscencia; donde está la perfección de la caridad no puede haber concupiscencia alguna». Y ello se entiende muy bien cuando se repara en que el deseo concupiscente con frecuencia se autoafirma: como deseo de lo otro; como deseo de lo otro del otro; o incluso como deseo del otro mismo. En el mismo sentido afirma san Agustín que cabe distinguir en la caridad tres grados, a saber: incipiente (es la de los principiantes); aprovechada (cuando nutrida se robustece, es la de los aprovechados); y perfecta, pues cuando robusta se perfecciona (es la de los perfectos). Así que, cuanto menos deseo concupiscente más caridad, pues precisamente lo contrario del deseo concupiscente es la caridad, a saber, entrega, donación, obsequio. Desde estas premisas, san Agustín, buen conocedor y degustador al respecto, puede concluir en el libro décimo de las Confesiones que te ama menos quien contigo ama otras cosas, es decir, quien te sustituye por otras cosas o te comparte a la vez con el deseo de cosas, como cosa entre cosas. Frente a esta actitud, la caridad se alza como amor por medio del cual el otro resulta siempre reconocido como fin en sí mismo, es decir, como realidad absolutamente irremplazable, insustituible, inintercambiable, incosificable, inobjetivable. Y no sólo eso: el amor de caridad siempre se adelanta, sale el primero al encuentro sin esperar nada a cambio, da antes de recibir como, hasta cierto punto, entrevió Aristóteles cuando en su libro octavo de la Ética a Nicómaco afirma que «muchos prefieren ser amados a amar, y por eso abundan los que gustan de la adulación», pero «hay más "amistad en amar que en ser amado». Por eso mismo señalará más tarde san Agustín que «no hay mayor invitación al amor que adelantarse a amar». Amar es querer un bien para otro. La caridad, como escribiera san Juan de la Cruz, recibe su energía dinamizadora del agape divino, por eso la define como un holgarse del bien ajeno, como un poder unitivo y purificativo, si bien reconoce que es fuego no en extremo encendido entre los humanos. Contra ella sería bajeza nuestra juzgar a los demás «saliendo el juicio y comenzando de nosotros mismos y no de fuera; y así el ladrón piensa que los otros también hurtan»6.

La prueba de la caridad es la caridad misma, o, como asegura el refrán, «obras son amores y no buenas razones». Palabras, palabras, palabras: ¿de qué valen las meras palabras? Las charlas de sobremesa, tan antiguas que ya los filósofos clásicos las denominaban quaestiones convivales, están muy bien; el papel todo lo aguanta; pero la acción deviene ya irremisiblemente la prueba de la verdad, la ultima ratio; y tal vez por eso dijera Demócrito que «la palabra es la sombra de la acción». La acción dice: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», y «esto que hay que hacer soy yo quien lo debo hacer»7. La caridad siempre bene-ficia, pasa haciendo el bien, camina urgida en todo momento y, entre Jerusalén y Jericó, va a por todas y sin miedo; todo temor, dice san Agustín, es amor que huye. Por su parte, el estoico Marco Aurelio afirma: «Ya no discutas más qué es un hombre bueno: sé uno»8. Este es, en definitiva, el precepto de la caridad: «El amor consiste en que caminemos según sus mandamientos. Y este mandamiento, tal y como lo habéis recibido desde el principio, es que caminéis en el amor» (2Jn 6). Por tanto, la caridad es de naturaleza alopática: donde había odio pone amor. De aquí el mandato más peculiar del cristianismo: el amor a los enemigos, que encontramos en el sermón de las bienaventuranzas (Lc 6,27-35). No es de extrañar que ni S. Freud (como él mismo reconoce), ni K. Marx, ni F. Nietzsche entendieran eso de hacer bien sin mirar a quién, porque realmente resulta incomprensible y rompe todos los esquemas para quien se sitúa en el orden de la mera lógica expiatoria dominante en la ley del Talión.

III. CONCLUSIONES. La caridad, siempre bene-volente, siempre bienqueriente, quiebra los lazos de la lógica del Talión. Ella abre futuro, anticipa la reconciliación del cosmos en la entera creación. La caridad estará disponible a todo en el amor a Dios, y consistirá en dejarse llevar por Dios mismo en un movimiento de simpatía o de compasión, participación en el dolor ajeno, que convierte al ajeno distante en cercano, en próximo o prójimo, en un tú. No existe compasión sin bene-volencia, y así lo vio ya el perplejo y dubitante Descartes al definirla como «una especie de tristeza mezclada de amor o de buena voluntad hacia los que vemos sufrir algún mal del que los consideramos indignos»9. También Benito Espinoza, desde el fondo de su inmensa melancolía, la describió como «la tristeza nacida del mal ajeno»10. La caridad habla de tú y en un plano de igualdad, no tira la limosna desde arriba y a distancia. Es de esa caridad de rostro a rostro, de tú a tú, caridad personal e interpersonal, de donde habrán de salir las verdaderas obras de misericordia o de con-miseración, esas hermosas obras de un corazón tierno y enternecido ante el prójimo. Com-padecerse significa, pues, debilitarse con el débil, virtud que los estoicos no estimaron porque sólo sabían apreciar lo que endurecía, y que tampoco Federico Nietzsche supo valorar por cuanto sólo vio allí un modo de enmascarar la debilidad humana11. Pero com-padecerse exige participar de una misma pasión y de un mismo padecimiento; de ahí que, en última instancia, esa com-pasión resulte directamente proporcional a la práctica de las «obras de caridad». Obra de caridad auténtica será, por tanto, aquella que nazca del interior de la compasión. En definitiva, de todas las virtudes, la caridad deviene la primera, de ahí que el bellísimo texto de san Pablo, transmitido en la primera Carta a los Corintios, sea la síntesis insuperable del amor caritativo (1Cor 13).

NOTAS: 1 De libero arbitrio, II, 8. -2 De civitate Dei, XV, 22. -3 ID, XIV, 7. -4 ID, XII, 8. -5 «Dilige et quod vis fac»: In Epist. Joan. ad Parthos, VII, 8. -6 Llama de amor viva 4, 8. -7 V. JANKÉLEVITCH, Le serieux dans l'intention I, Flammarion, París 1983, 228. -8 Enseñanzas para una conducta moral, 45. -9 Les pasions de l'áme, § 185. -10 Eth. III, prop. XXII, sch. -11 Cf § 225 de Más allá del bien y del mal.

VER: Amistad, Amor (agápé, éros, philía), Carisma, Cristianismo, Donación, Justicia.

BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; BARSOTTI D., La revelación del amor, Sígueme, Salamanca 1966; CABADA CASTRO M., La vigencia del amor, San Pablo, Madrid 1994; LAURENTIN R., El amor y sus disfraces, San Pablo, Madrid 1970; MARION J. L., Prolegómenos a la Caridad, Caparrós, Madrid 1993; NÉDONCELLE M., Vers une philosophie de l'amour, París 1957; NYGREN A., Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe, 2 vols., Gütersloh 1930; SCHNACKENBURG R., «Ágape» en el Nuevo Testamento, Rialp, Madrid 1966; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988-1994.

C. Díaz