ALEGRÍA
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Mientras que la felicidad (eudaimonía, beatitud...) ha sido recurrente objeto de estudio por parte de las más diversas doctrinas éticas y antropológicas a lo largo de la historia del pensamiento, la alegría resultó tradicionalmente confinada al ámbito de la psicología: ha sido entendida de modo habitual como una de las emociones fundamentales. De hecho, en la Edad Media, y luego en la filosofía racionalista, la alegría era conceptuada como una de las pasiones del hombre, como un sentimiento, como una afección interior que surgía por la presencia de un determinado objeto que, de algún modo, convenía a la persona. Así Descartes, en su Tratado de las pasiones del hombre define la alegría de un modo semejante al de santo Tomás de Aquino: como una pasión suscitada por la presencia de un bien presente. De este psicologismo está teñida toda la producción posterior respecto de esta vivencia. Incluso hoy en día lá'alegría suele ser estudiada en los manuales de psicología dentro del capítulo dedicado a la vida afectiva.

Las raíces últimas de esta manera de conceptuar la alegría quizás se encuentren en la filosofía antigua. En cierto modo, el concepto de manía o locura divina que aparece en el Fedro de Platón, y que es entendida como entusiasmo por la presencia transformante y dinamizante de lo divino en el alma, se asemeja en mucho a la vivencia de la alegría. Y aunque este entusiasmo no es mero sentimiento sino que afecta de raíz a quien contempla lo bello o lo bueno, pronto fue eliminada toda implicación antropológica. Así Cicerón, al igual que todos los estoicos, señala que la alegría es un estado de ánimo ante la posesión de un bien que no hace perder la serenidad y el señorío al alma.

El primer atisbo de superación de este psicologismo lo encontramos en el racionalista Spinoza, quien en su Ética dirá que < la alegría es la transición de la persona de una menor a una mayor perfección». Y Leibniz llevará a cabo una distinción que nos será más adelante de gran utilidad: la de diferenciar la laetitia como placer del alma ante la posesión de un bien y el gaudium como sereno gozo incondicionado. Sin embargo, estas nuevas interpretaciones parecen no tener eco hasta las alusiones -nunca desarrollos sistemáticos- que hacen a esta vivencia varios pensadores existencialistas y personalistas. Ejemplares resultan, en este sentido, las aportaciones de Kierkegaard quien, en un célebre opúsculo denominado El Lirio y el Pájaro, muestra cómo la alegría existencial, frente a lo tradicionalmente mantenido, es incondicional, no depende de la posesión de ningún bien, sino de un sentido global que hace plena su existencia. En este mismo sentido, Gabriel Marcel dirá que la alegría es «el surgir mismo del ser». Parece, por tanto, que la perspectiva personalista abre nuevos caminos para entender qué sea la alegría. Internémonos decididamente por ellos.

I. LA ALEGRÍA: PERSPECTIVA PERSONALISTA

Un primer obstáculo importante a la hora de un tratamiento mínimamente riguroso del fenómeno de la alegría consiste en el modo indiferenciado con que, en el lenguaje cotidiano se emplean los términos felicidad, alegría y contento. No pocas veces se emplean en contextos semejantes y con significados equivalentes. Sin embargo, la felicidad parece referirse más a un estado de plenitud, de quietud tras un proceso de construcción. Con razón Julián Marías en su Antropología Metafísica denomina a la 'felicidad un imposible necesario. Si bien todos queremos ser felices, pocos se atreven a asegurar que lo sean, al menos de un modo duradero: el hombre es un ser ontológicamente insatisfecho, llamado a realizar su existencia, a hacerse más pleno. Por eso parece más adecuado hablar de alegría como el estado dinámico de quien camina hacia esa plenitud. Pero, aclarémoslo ya, no se trata aquí de un mero estar alegre, de una alegría condicionada a los acontecimientos, a la circunstancia, sino de un ser alegre. No diferenciar esto es lo que lleva frecuentemente a confundir el estar contento (que no es sino el resultado de satisfacer algún tipo de necesidad, carencia o ilusión) con la alegría y aun con la felicidad.

El hombre, como indican personalistas y existencialistas, es una tarea para sí mismo. Tiene que elegir quién quiere ser. La vivencia de la plenitud de su realización sería propiamente la felicidad. ¿Y qué la alegría? La alegría sería, en sentido metafórico, el ensanchamiento del ser, el dar-de-sí hacia esa plenitud. Queda ya claro que, en la línea del gaudium leibniciano, la alegría a la que nos referimos es una alegría ontológica, no psicológica.

¿Cómo es posible ese ensanchamiento del propio ser? ¿Qué lo posibilita? ¿Qué lo impulsa? El >encuentro. El encuentro es aquella experiencia personal radical en la que se hace presente otra persona que resulta significativa, de manera que, acogiéndola, se establece una comunicación fecundante. En palabras de M. Buber: < El Yo surge, como elemento singular, de la descomposición de la experiencia primaria, de las vitales palabras primarias Yo-que-te-afecto-a-Ti y Tú-queme-afectas-a-mí..> (,"Yo y tú).

Todo encuentro interpersonal fecunda a los que se encuentran, porque les proporciona las posibilidades y el sentido para desarrollar su existencia. El hombre crece en diálogo con la realidad circundante, con las otras personas. Y este diálogo existencial es el que le impulsa a la creatividad. Este es el dinamismo que explica la vivencia de la alegría como gaudium essendi. Pero los otros, con los que se confecciona el tejido de la propia vida, no sólo son posibilitantes e impulsores de lo que cada quien es; son, además, el apoyo último (material, físico, cultural, psicológico, afectivo...) sobre el que se construye cada persona.

Pero cada encuentro no está realizado de una vez para siempre. Es más bien un continuo crecer en un ámbito común en el que se entrega un sentido, unas posibilidades, un apoyo. Pero esta entrega real sigue operando toda la vida. La comunidad con esos 'otros es lo que posibilita la alegría, pues la realidad del hombre, que está frente a toda realidad, es realidad cobrada, obtenida. ¿Cómo? Responsabilizándose de sí y habiéndoselas con la realidad que le ha tocado en suerte. La persona es el ámbito de lo posible. Ir incorporando estas posibilidades por propia voluntad enriquece a la persona... Y la vivencia de tal enriquecimiento es la alegría.

Para Platón, el impulso fundamental que dinamizaba a cada hombre era el del anhelo de, purificado de lo sensible, volver a la contemplación de la Idea. En el mismo sentido, según Aristóteles, la substancia humana tendía a la perfección por imitación al Theos. Y para muchos de los más grandes pensadores, este aspirar al Absoluto, a lo Bello, a lo Justo, constituye el dinamismo inalienable de la persona. Incluso Sartre, ateo, decía literalmente que el hombre es el ser que proyecta ser Dios, que desea ser Dios. Cada acción en la que el hombre se construye lo plenifica. Se está en búsqueda de un descanso ontológico en lo real, pero el camino hacia él supone inquietud. El hecho de encontrar apoyo, posibilidades e impulso para la tarea de construirse a sí mismo alegra. Pero la alegría, que es fruición, un cierto descanso biográfico, es dinamismo. Cada momento de perfección se convierte en sed de más. Alegrarse es ir satisfaciendo el progresivo proceso de personalización, de colmación ontológica. No se trata, por tanto, de satisfacción biológica (mero estar contento) ni de reequilibrio homeostático, ni de ir acumulando éxitos, bienestar, riqueza... Queda ya claro que la alegría no es un estado de ánimo sino un estado de la persona. Claro que es un estado que encierra un momento objetivo: las realidades personales, con las que cada uno se encuentra. Por eso, la alegría no es algo que ocurre en la persona: es la persona misma ocurriendo. La alegría es gerundia: es la persona alegrándose. No es radical, por tanto, hablar de carácter alegre o melancólico. La alegría no ocurre fundamentalmente en la personalidad, sino en la personeidad.

Pero pudiera, quizás, parecer ingenuo hablar de que el hombre es alegría cuando el discurrir de la historia y de la propia biografía está tejida de dolor, de sufrimiento... Sin embargo, como señalaba Mounier en su Revolución personalista y comunitaria, «no hay camino que no pase por la encrucijada de la Cruz. La alegría no le es negada (a la persona): constituye el sonido mismo de su vida (...). Esta doble condición, donde la alegría existencial está mezclada con la tensión trágica, hace de nosotros seres de respuesta, responsables».

Siendo la contingencia, la menesterosidad, esencial a la persona, no puede eliminar el dolor, porque es una manifestación de esta finitud. Sin embargo, del mismo modo que se constituye como raíz del dolor en el hombre, la finitud constituye la posibilidad de su alegría. Al enfrentarse a su propia finitud reconoce lo que es, reconoce que no es un dios. Esto precisamente es lo que lleva a la desesperación o a la >esperanza. Caben en realidad tres posturas: a) La de no aceptar el dolor, el mal metafísico moral o físico. Esta posición produce angustia, desesperación. b) En segundo lugar cabe resignarse -como pretendían los estoicos-. c) Pero la resignación, aceptar el dolor sin más, subsume a la persona en ella, la incrusta en su dolor, la repliega y la llena de tristeza. Hace falta algo más: reconocer que también el dolor es una posibilidad que se ofrece, una circunstancia valiosa en orden a recorrer el camino hacia la plenitud. Es una parte escarpada y agreste del camino, pero camino al fin. El dolor es, pues, compatible con la alegría, y muchas veces, incluso, una exigencia para la alegría. El dolor, al enfrentar al hombre a su contingencia, lo abre otro y al Otro.

Pero la alegría, digámoslo claro, es incondicional. No depende directamente de los esfuerzos personales. La alegría es un don. Los otros, antes de verterse el yo a ellos, se entregaron, se ofrecieron como don. ¿Y qué se nos regala en este ofrecimiento? El horizonte y el suelo donde desarrollar la personeidad, las posibilidades para hacerlo y la ayuda y el impulso para hacerlo. El don nos abre las puertas al absoluto en cuanto plenificante.

Digamos, por último, que el encuentro nunca es anónimo. Se trata de la experiencia ontológica de situar el propio rostro ante el rostro. Todo encuentro es anhelo de un encuentro originario de carácter fontanal. Y esto es lo que podíamos llamar, latamente, el sentido religioso de la persona, o en terminología zubiriana, su dimensión teologal. Sólo hay alegría en el encuentro fecundante con rostros concretos, porque en el cendal de cada rostro se barrunta el rostro.

II. LA ALEGRÍA ES POSIBLE: EXIGENCIAS PARA SU REALIZACIÓN PRÁCTICA

La alegría de la que estamos hablando es incondicional. Pero que no tenga condiciones, que no dependa de conseguir esto o lo otro, no supone que no tenga exigencias. En primer lugar, sólo es posible un encuentro fecundante cuando se mantiene una actitud de apertura y acogida al otro que se hace presente a mí. El tú dice Buber- me sale al encuentro por gracia, no se le encuentra buscando. Pero, en cualquier caso, es a cada persona a quien le corresponde mantener esta actitud de salir al encuentro del Otro. Quien no espera lo inesperado nunca lo encontrará.

Claro que, en la medida en que saliendo de mí me hago cargo de él, me responsabilizo del otro (como precisa Lévinas), el otro me compromete. Pero si no hay compromiso, la inquietud que acompaña la vida de la persona en su hacerse, se torna mortecina tranquilidad. Es el caso de quien, ante los demás, prefiere o cerrarse a ellos tratándoles como instrumentos, intentar dominarlos, o fusionarse con ellos. Etiquetar al otro, reducirlo a objeto, imposibilita todo encuentro y, por ende, la alegría. Esta actitud se da acompañada de lo que Kierkegaard conceptuaba como diversión, o Heidegger como vida inauténtica: la de vivir distraído de uno mismo, de lo esencial a uno, para perderse, dispersarse, en la absolutización de alguna dimensión parcial de la propia biografía: trabajo, diversión, éxito (medido casi siempre en clave económica). Esta actitud es la que acompaña a la clausura ante otros rostros porque ponen en peligro, con su sola presencia, este estado de anestesia ontológica. Por eso, la idolatría o la fetichización (como absolutización de lo relativo), el estado de dispersión-diversión, el narcisismo anestesiante, el ruido externo e interno, llevan aparejados el tomar al otro como objeto para dominar o fusionarse a él.

Dicho esto, se entiende que todo encuentro, en el sentido preciso que aquí le hemos dado, exige respeto a la otredad personal del otro. El otro no amenaza el propio desarrollo, no es límite o infierno (como pretendía Sartre), sino realidad posibilitante e impelente. Pero esto sólo tiene lugar cuando se respeta al otro, se toma en consideración y se produce una activa apertura, sin resentimiento, a su riqueza. Y esto exige tiempo y gratuidad por ambas partes.

Para que todo esto se verifique es necesario también silencio interno, de modo que la persona pueda recobrarse a sí misma, recuperarse de la dispersión y posibilitar el encuentro. El recogimiento, decía Marcel, es el acto por el cual yo me recobro como unidad. Y quizás nunca más que ahora las condiciones de vida reales dificultan este silencio interno. Pero sólo recobrar la conciencia de la propia >personeidad in fieri, desvanecida en medio del ruido de tantas relaciones superficiales, actividades sin fin, fiestas sin nada que festejar, prisas para llegar antes a ninguna parte, permite, más allá de todo contento, la más intensa alegría como estado habitual. Sólo quien es capaz de romper la alienación que supone vivir con una vida inmediata, sin proyecto, sin dominio, puede recobrarse en la intimidad. No se trata de una fuga mundi, sino de una recuperación de ,sí mismo. Nada madura si no es en la silente paciencia del retiro que ahuyenta toda voz exterior y queda a la escucha.

Tomar conciencia de sí mismo, habiéndose recobrado a sí, es lo que permite integrar las dificultades, el dolor y los sinsabores de la vida. Esto es propiamente el >humor. Sólo quien es alegre tiene capacidad humorística (que no pocos confunden con la comicidad o la chistosidad).

La alegría, en fin, exige una vida en tensión (no excitada o estresada) en el sentido del eros ('amor) platónico, una vida atenta, consciente, que responsablemente decide «esculpir su propia estatua». Y esto sólo es posible con el Otro. Sólo la vida arriesgada, que no se aferra dócilmente a las inmediateces, a las seguridades tranquilizantes, al dictado de la mentalidad dominante, está en disposición de entreveramiento con el "rostro. Y sólo el rostro es alegrante.

VER: Amistad, Amor (agápé, éros, philía), Existencia, Humor, Sentido de la vida.

BIBL.: BÜBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; DOMíNGUEZ PRIETO X. M., Sobre la alegría, Espiral Maior, La Coruña 1995; KIERKEGAARD S., El Lirio y el Pájaro, en REGGIG P. A., ¿Por qué la alegría?, Rialp, Madrid 1989; MARfAS J., La felicidad humana, Alianza, Madrid 1987; VOLANTE., El Hombre. Confrontación: MarcuselMoltmann, Sal Terrae, Santander 1978; ZÜBIRI X., Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986.

X. M. Domínguez Prieto