MARÍA EN EL ARTE ESPAÑOL
DicMA

 

IX. El árbol genealógico de María

"Tocando en el capitel, se ve a la virgen María sobre el árbol, cuyas hojas ni envuelven ni proyectan sombra alguna sobre la casta hija de Sión". Esta imagen de la Virgen se encuentra en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Compostela. El arte románico y la inspiración del Maestro Mateo dejaron en este Pórtico una de las huellas más preclaras de la teología de la época y de la tradición cultural llegada a Compostela por los caminos de la peregrinación. Esta virgen María del Pórtico de la Gloria pertenece a la composición bíblica el árbol de Jesé, que será reproducido muchas más veces en los retablos clásicos de las catedrales españolas con firmas de Juan de Juni o Gregorio Fernández. Lo importante del que aparece en Compostela es que, a su antigüedad, añade la circunstancia de ser una de las primeras manifestaciones españolas de la presencia de la Virgen en el arte religioso de su tiempo. Hasta entonces, en las iglesias de España, lo que había era alguna imagen mariana que podría haber llegado desde regiones extrañas: imágenes bizantinas -iglesia de Santa María de Puerto, en Santoña-, imágenes tradicionalmente atribuidas a la escuela supuesta de san Lucas, pinturas provenientes de los- supuestos mismos pinceles del evangelista. Seriamente, sabido es que no se puede afirmar que hubiera en vida de la Virgen ningún retrato de la Señora. Ni san Lucas fue tampoco un bienaventurado pintor al que, naturalmente, le entraría la tentación de dejarnos el retrato de María. Ambos -el evangelista y la Virgen- participaban aún de la vieja tradición judía que recelaba de -llegaba a prohibir- las imágenes de Dios en materiales de barro o madera o pintura. Los llamados "árboles genealógicos de Nuestra Señora" son, pues, de creación nacional española. Y se insertan en la vieja práctica castellana de buscarle a la familia una línea de sangre que tuviera poco que ver con las mezclas judaizantes o neoconversas que tan siniestramente eran perseguidas por las autoridades y por la sociedad. Curiosamente, el cuadro genealógico que, en el s. xvi, pinta Luis del Va¡ para la catedral de Sevilla nos presenta al pie del árbol nada menos que el esqueleto blanquecino de un hombre: el esqueleto del primer hombre, Adán. La Virgen -se nos viene a decir- es de ahí de donde nace. Cosa que sitúa las evocaciones marianas a la altura misma de cualquier precedente barroco en la pintura.

 

X. Las catedrales anónimas

Había escrito el Rey Sabio las Cantigas de Nuestra Señora. Había cantado Alfonso X cómo fue recibida la Virgen en el cielo: "Con procesiones". Y se nos había quedado en la tierra lo mejor de su recuerdo: las imágenes hechas a medida del pensamiento y de la devoción. Es el instante en que surgen en España -las grandes catedrales: Toledo, León, Sevilla, Burgos. Más las que en Galicia -Orense, Tuy- rascan el resto de inspiración que aún queda del prodigio de Compostela. La Virgen aparece como Patrona de estos templos catedralicios. Especialmente bajo la teología de la asunción. Y se multiplican algunas esculturas importantes: la de la catedral de Zamora, por ejemplo. Que es descrita como "gallarda y con un desenfado pocas veces visto en la imaginería de la época': Se trata de una imagen del s. xiii, policromada tres siglos despues, pero que conserva intactas las líneas del rostro, la opulencia de ropajes, la menudez de las facciones y la gracia con que sostiene al Niño, que vuelve el rostro hacia su Madre. Cerca de Zamora, en la capital del Reino de León, se labra por ese mismo tiempo la imagen de la Virgen Blanca, que servirá de parteluz a la puerta principal del templo catedralicio. Puede ser obra del mismo autor que hizo el tímpano del Juicio Final, que queda también en la portada principal de la "pulcra leonina". Es de rara perfección natural. De una belleza física que casi parece estar dando entrada a los cánones griegos del renacimiento. La Virgen, además de piadosa, es una bella mujer. Y los autores de aquella España que despertaba a los grandes misterios del arte de la piedra y la pintura la quisieron guapa y al estilo de las bellezas de la tierra.

Pero es posible que, con anterioridad a estas vírgenes de las catedrales impresionantes de la alta edad media española, se puedan encontrar otras huellas precisas de la Virgen-efigie-devoción. Por ejemplo: en distintas iglesias de Castilla y Andalucía se habla de y se custodian algunas imágenes atribuidas a la santidad de Fernando III, rey de Castilla y León, conquistador afortunado, privilegiado monarca que llegó desde Castilla a las orillas mismas del mar en playas andaluzas. Dice la tradición que el rey llevaba siempre consigo, en el arcén del caballo, una imagen de Nuestra Señora. En Autillo de Campos (Palencia), por ejemplo, se muestra una hermosísima Virgen del Castillo: heredada de la reina doña Berenguela, madre de Fernando III. Y la Virgen de Linares, en Córdoba, también parece que tiene estos mismos orígenes reales. Dicen los historiadores de la Virgen de Linares que "se remonta, por lo menos, al tiempo de la conquista de Córdoba por san Fernando en el año de 1236". Se trata de vírgenes, en cualquier caso, que juegan ya a equilibrar la teología con los elementos personales más piadosos. Suele aludir cada imagen a la misión redentora de la Virgen no sólo porque lleva al Niño en los brazos, sino también porque pisa con su pie la cabeza del dragón. Y porque trata de expresar la condición inmaculada de María. De donde cabe atribuir a esta imaginería mariana una de las más hondas preocupaciones de las iglesias españolas de la época: la proclamación de la pureza inmaculada de María, defendida con votos especiales que hallan en Villalpando (Zamora) y Onteniente (Valencia) dos de sus juramentos más solemnes.

En tierras de Levante -en Cocentaina (Alicante)- aparece por este tiempo un cuadro de la Mare de Deu del Miracle. Se habla de que tiene una antigüedad no inferior al s. v. De que fue donado por Pulqueria Augusta al cardenal Besarión para que, a su vez, hiciera donación del mismo al papa Eugenio IV. Y que el sucesor de éste, Nicolás V, lo entregó a don Ximen Pérez de Corella, conde de Cocentaina. Es una pintura hermosa, de evidente raíz bizantina, aureolada por el prodigio de unas lágrimas de sangre que se dijo había llorado en tiempos de guerras civiles -germanías y así- habidas en aquellas tierras valencianas. Importa mucho la pintura, que es de bellísima ejecución y que debió servir de modelo a muchas de las pinturas que en la región valenciana se hicieron posteriormente. Lo demás queda librado a la tradición y al sentimiento.

 

XI. Los primeros grandes autores

Gil de Siloé, para la catedral de Burgos, repite en la capilla de Santa Ana, a mediados del s. xv, el árbol de Jesé: dormido el patriarca, abierto el pecho para que de él arranquen los ramajes, entrecruzándose hacia arriba los brazos de la progenie, con san Joaquín y santa Ana dándose amorosamente la paz en gesto lleno de liturgia y populismo y rematando el gesto en una flor, "sobre cuyo cáliz apoya sus plantas la virgen santa María" : La Virgen no es una niña, sino una joven madre que tiene sobre sus rodillas al hijo que de ella ha nacido. De manera que, de repente, los artistas españoles, fuertemente influidos por la tradición familiarista del país y de sus cuidados heráldicos, nos dan un grupo doméstico al que no le falta casi nada. La Virgen se convierte en el nexo que va de la condición estrictamente humana del matrimonio de Ana y Joaquín a la condición estrictamente divina de la persona de Cristo. El grupo de la familia de la Virgen se repetirá de manera incansable en casi todo el arte escultórico de los ss. xiv y xv, para desembocar en la pintura popular del s. xvi. Se pueden encontrar estas trinidades domésticas en la mayor parte de nuestras catedrales: Burgos, Burgo de Osma, Sevilla, Toledo, Ciudad Rodrigo, Orense, Tuy, Pamplona, León...

Por cierto, en Tuy nos es dado empezar a presenciar una de las formas marianas más naturalistas y piadosas: las que presentan a la Virgen en el trance amoroso de su expectación maternal: fecundo el vientre, con una mano tiernísima sobre el mismo y con los ojos casi perdidos en el infinito del misterio. Hay una Virgen de la Expectación que pertenece al s. xvi en esta catedral de Tuy. Que es de la misma época que la Anunciación -entre azucenas y nardos- perteneciente al mismo retablo. Curiosamente, éste es el tiempo en que la imagen de María aparece más aproximada por los artistas a títulos y urgencias cristianas que tienen poco que ver con las devociones de cofradías que aparecerían posteriormente en la piedad popular. Así, resulta hermoso descubrir, por ejemplo, a Nuestra Señora del Amparo en una de las puertas de la catedral de Pamplona (s. xiv), imagen sobre la cual reposa un tímpano bellísimo con el grupo numeroso que componen los personajes de la escena llamada "Dormición de Nuestra Señora"; con fecha, igualmente, del s. xiv. En la capilla de Barbazana -catedral de Pamplona- está la Virgen del Consuelo, con una clave central que representa a Nuestra Señora y el Niño con dos ángeles que prestan adoración y sostienen en las manos dos cirios encendidos. Hay también en la misma catedral una Virgen de las Buenas Nuevas -hermoso título periodístico- en talla policromada del s. xvi. Pero de delirio poético puede calificarse el título de Virgen del Alba, en la catedral de Burgos, capilla a la que solía ir santa Teresa a la misa de madrugada cuando estaba esperando permisos del arzobispo para hacer el convento de carmelitas.

Cuando estallan en Castilla y Aragón las escuelas de los primitivos pintores -influenciados por el arte flamenco, pero dispuestos a emanciparse cuanto antes-, la corte de los Reyes Católicos da entrada a la mayoría de ellos. Y se produce un vertiginoso proceso de incorporación de la imaginería mariana a la devoción y al decorado. Alejo Fernández, en pleno s. xv, incorpora a la imaginería de la familia de María algunos elementos cargados de originalidad. Santa Ana y san Joaquín, por ejemplo, aparecen en la pintura de Alejo Fernández como una pareja de observantes judíos que van al templo a hacer al Señor unas ofrendas que les atraigan la bendición de una fecundidad matrimonial de la que por el momento carecen. Y es que al pintor español que se acerca a la vida de la Virgen le preocupa una explicación: la de cómo se produjo el nacimiento de Nuestra Señora. Y se recurre a una especie de transposición de la historia del nacimiento de Juan el Bautista. También en la casa de la Virgen -lo cuenta bellamente Pedro de Berruguete en el retablo de Paredes de Nava (Palencia)- hay una cierta melancolía cuando pasan los años y Ana, la esposa, no aporta descendencia al matrimonio. Joaquín, un poco amurriado, se ha retirado al monte y hace vida de pastor, igual que en las nacientes odas de Garcilaso. Entonces un ángel le anuncia a Ana que va a ser madre, noticia que se le da también a Joaquín para que abandone su retiro en la montaña y regrese a casa, donde le espera la gran alegría de la paternidad.

Luego nace María. Miles de nacimientos de la Virgen hay tanto en la pintura como en la escultura de la época. Se tiene la impresión de que a estos pintores españoles no les llega muy clara la diferencia existente entre la concepción inmaculada de la Virgen -asunto absolutamente interior y milagroso- y el nacimiento de la Virgen, cosa que no sabemos que se hubiera producido milagrosamente. Es frecuente, por eso mismo, una cierta proliferación del tema de la Inmaculada confundido con el tema de este nacimiento en el prodigio. Prodigio inventado por la leyenda cristiana, ya que en la Escritura no hay alusión alguna al acontecimiento. Lo que pasa es que a los artistas españoles se les pide una obra que sirva no solamente de magnífico adorno y hermosura de las grandes iglesias o de las capillas que la devoción familiar levanta a María, sino que esas obras sirvan también de memorial y catecismo sobre la teología de Nuestra Señora.

Juan de Juni, por ejemplo, hace para la catedral de Valladolid un retablo portentoso que cuenta la vida de la Virgen en los pasos principales y más consecuentes con el evangelio. Pero, habiendo de empezar por algo, se comienza por decir que la Virgen nace y cómo nace y dónde nace. El dormitorio en que María viene al mundo es -generalmente- un dormitorio aristocrático: amplio lecho en que descansa Ana; dosel que cubre y da buena sombra a la recién parida; mujeres que se afanan en torno al acontecimiento... Una de las mujeres prepara lienzos. Otra prepara un caldo sustancioso para la madre. Hay lebrillos de agua por todos los rincones. Y una cuna pequeña en que será depositado el cuerpecillo de María cuando esté listo para todo. Luego se nos cuenta de ella cómo aprende las primeras letras en las rodillas de su madre, Ana. Hay una ejemplaridad muy sutil en las esculturas de Juni, de Fernández, de Montañés, de Pedro Roldán, de Becerra. Juni, en ese retablo de Valladolid, da noticia del abrazo de Ana y Joaquín cuando comparten la noticia del nacimiento de Nuestra Señora. Y del ambiente cálido que reinaba en el hogar de los santos esposos. Y de cómo cumplieron la voluntad de Dios llevando a María al templo para que se consagrara allí como una especie de sacerdotisa a la antigua usanza. No importa que algunos de estos detalles se salten a la torera la discreción del evangelio. Lo que les importa a los artistas nacionales no es la creación neutra de unos motivos que coincidan con lo religioso sólo en el orden de lo temático. Lo que les importa es que la traza del cuadro o del relieve o de la escultura sea, a la vez que una hermosa obra de arte, un capítulo más de ese catecismo del color o de la piedra al que aspiran los predicadores de la época.

 

XII. Las "anunciaciones" españolas

Las características del momento más dibujado, pintado y esculpido en la vida de la Virgen no son similares en todas las escuelas. Al revés: marcan diferencias muy sutiles que dan personalidad y estilo a cada una de las tendencias. El pintor español del s. xv y del s. xvi se cubre de rubor cuando se acerca al hermoso momento en que el ángel entra en el pequeño oratorio de la Virgen. Ella está siempre en oración. Una oración inteligente. Pedro de Berruguete, por ejemplo, en la anunciación de la Cartuja de Miraflores -en Burgos- hace que la Virgen doble suavemente el cuello para quedarse ligeramente sorprendida y turbada ante la presencia del ángel. Está de rodillas. Sobre un almohadón de raso y seda, posible influencia árabe. Con las manos ligeramente abiertas sobre el pecho, como si estuviera abrazando el aire del misterio. Él reclinatorio le sirve también de pequeño pupitre. Y en él, sobre un paño de raso rojo, descansa un libro de las Escrituras. Abierto. La Virgen estaba leyendo en él. Repasaba, quizá, los datos del anuncio del mesías. Viste la Virgen un largo vestido en rojo intenso. Y el manto, con un juego impresionante de dobleces sobre sí mismo, es de un hondo azul turquesa. Quiere esto decir que Pedro de Berruguete convierte en noticia de su tiempo -orden en la estancia, lujo en los detalles, composición ligeramente manierista- lo que en la historia de la redención quizá fue sólo el testimonio de una teología intuida más que explicitada. Ese tiempo de los tanteos ha pasado ya. Y al pintor le es lícito convertir en gozo y en detalle pictórico todo lo que fue mensaje sobrenatural y, por eso, absolutamente intraducible. El ángel de estas anunciaciones españolas es mucho más denso que el ángel de Fra Angélico, por ejemplo. Se trata de un hermoso mancebo que se acerca a la Virgen como se podría acercar -en la corte de Castilla- al cenáculo interior de la reina. Viste túnica en verde esmeralda, por ejemplo, en el cuadro de Berruguete. Le cae la cabellera sobre el espaldar de un manto en oro y rojo. Y en las alas hay rojo también, como si el misterio y el asombro estuviera dando relumbre al vuelo del enviado... Al fondo de la estancia de la Virgen se adivina otra estancia abierta al jardín. El artesonado de esta habitación exterior es hermoso y de época. Y hay dos pequeños sitiales junto al: ventanal, al estilo de los que aún se pueden ver en el Alcázar de Segovia, por ejemplo. Y un jarrón con azucenas -jugando al símbolo y al adorno- se ha quedado a medio trecho entre las palabras del ángel y la distancia a que las escucha María. Unas palabras, por cierto, que casi siempre vemos escritas en una filacteria que sale de labios del ángel, de los dedos del ángel, o que se enrosca al cetro con el que a veces llega el ángel desde las alturas. Unas alturas desde las que se desprende raudamente la-presencia del Espíritu que cubrirá a la Virgen en su maternidad. Casi siempre, en forma de blanca paloma.

En el retablo de la misma Cartuja de Miraflores, salido de las manos de Diego de la Cruz y de Gil de Siloé entre los años 1496-1499, nos es dado asistir a una escena compuesta con elementos muy similares a los de Berruguete, sólo que en madera y gubia. También aquí la Virgen está arrodillada en dorado reclinatorio. También tiene un libro abierto sobre él. Se le han dorado los cantos al libro. También la Virgen abre las manos sobre el pecho en señal de asombro y acogimiento de la Palabra. También el ángel lleva túnica y manto. Y ese cetro en la mano por el que trepa la filacteria del anuncio de la maternidad. En esta tabla de Siloé y Diego de la Cruz hay un curioso detalle que también puede ser descubierto en la impresionante fachada renacentista -al lado sur- de la catedral de Coria: el eterno Padre, con tiara pontificia y arreos episcopales, vigila la escena desde la altura, mientras sostiene el mundo con su mano izquierda. Presta así al gran acontecimiento toda la trascendencia que el mismo tuvo en la existencia de Dios y de la misma virgen María. Esta presencia del Padre en el momento de la anunciación quizá había sido heredada de los autores de la escuela de Guás durante la última década del s. xv. A ellos se debe, por ejemplo, el retablo del monasterio de Santa María del Paular (Segovia), que ha sido señalado como uno de los más bellos de Castilla.

Aunque a la hora de fijar bellezas y calidades convendría no perder de vista el retablo de Juan de Juni para la catedral de Burgo de Osma. Juni concibe su obra como una gran escena representada a distintos niveles. Los viejos profetas se asoman a los sucesos como podrían asomarse al interior de un escenario desde cualquiera de los forillos. Se dan cita todos los anuncios, todas las profecías, todos los sucesos. La Virgen es la gran protagonista de lo que allí acontece: anunciación, visitación, nacimiento de Cristo, desposorios de ella con José, presentación en el templo, purificación... Cuando la vida de Cristo va a entrar en situaciones en que la Virgen no tuvo presencia especial, parece como que el instinto se' le encoge ligeramente al artista. Reaparece en todo su fulgor cuando vuelve a entrar de lleno la Virgen en los momentos dramáticos de la pasión y de la muerte de Cristo. Pero esta temática pasionaria encuentra en los artistas españoles del barroco su más alta rentabilidad teológica.

Una nota más sobre las anunciaciones españolas. Cuando llega El Greco, la pintura religiosa se dobla a las exigencias de un talento personal y distinto. El Greco, por místico y original, no está ya en la línea de los primitivos aragoneses o castellanos, discípulos, por ejemplo, de Juan de Flandes o de los imagineros que aprendieron el oficio en Italia, como Juan de Ancheta, por ejemplo, a quien se debe el retablo mayor de la iglesia de Tafalla, en Navarra. Un Ancheta que convierte en cristianas y españolas casi todas las lecciones de gravedad y fuego que había recibido de la escultura dejada por Miguel Ángel. El Greco aporta a la pintura religiosa española todo el ímpetu creador -renovador hasta el exceso- que su propia personalidad le crea y organiza. La anunciación del Museo del Prado es una gran fiesta. Ya no estamos en el recogido oratorio de Berruguete o de Siloé. Estamos en la juerga mística que en el cielo montan los ángeles cuando se abren las nubes y desciende como un rayo el Espíritu fecundador. Guitarrones, arpas, pianoforte, clarinete... Ángeles de túnicas rojo-escarlata, de verde esmeralda, de azul turquesa. Y la Virgen se ha vuelto del todo hacia el ángel, sin aquella modestia que pudimos contemplar en los primeros artistas de la anunciación. Las manos están mucho más abiertas. Y el ángel, que está de pie y no en actitud reverencial, o cruza sus manos sobre el pecho como si quisiera cubrir un amago de escote que desentonaría con la gravedad de la escena. Los cielos están rotos por la luz. Y al ángel, bajo sus pies, lo sostiene un trozo de nube cárdena similar a las nubes que El Greco puso, por ejemplo, al paisaje de Toledo.

Juan de Juanes, en su retablo de la Inmaculada para la iglesia de Bocairente (Valencia), convierte en puro pudor todo el tema mariano. Hace una pintura ilustrada. Adorna los costados de la tela con invocaciones marianas muy cultas. La Virgen, muy alta y muy recogida en la intimidad de su misterio inmaculista, es la primera que adora la obra de Dios. Tiene los ojos muy sumisos. Y las manos muy juntas sobre el pecho. Y el vestido es muy blanco. Y apenas si se le adivina un manto azul por encima de los hombros y a orillas del costado. A sus pies, la luna. Y, cercándola, esos títulos de la devoción y de la poesía: fuente sellada, jardín florido, estrella del mar, rosa de Jericó, torre de David, elegida como un sol, calzada de luna y estrellas. Es una estampa que sobrepasa los cánones devocionales para introducirse en la creación estética más asombrosa. Pero es una estampa.

Muchos de estos retablos que comienzan por el misterio de la anunciación suelen recorrer en procesión llena de asombro todo el misterio de María al lado de Cristo. Y culminan el recorrido con una coronación en las alturas. Puede decirse que, para los artistas españoles, resulta difícil concebir la predilección de Dios sobre la Virgen y la generosidad de ella al lado de Cristo si no ha de ser todo como una condición indispensable que debe conducir a la Señora a su proclamación regia en las alturas. La tabla de mayor dimensión que hay en el llamado retablo de Caparroso, de la catedral de Pamplona, es, precisamente, la que nos cuenta cómo la Virgen es ascendida a los cielos para que el Hijo la corone en presencia del Padre y con la complicidad mistérica del Espíritu. Las criaturas angélicas le rinden pleitesía. Y los santos cercan a la Reina. Y ella, igual que en la escena de la anunciación, inclina humildemente la cabeza y hace ademán de recoger la gloria que ahora se le ofrece. Que es el resultado de una existencia consagrada a la obra gloriosa del Hijo.

Ya es significativo que la obra más mariana de Diego Velázquez sea esta de la coronación de María. Velázquez ha pasado muchos años en la corte. Conoce de cerca el boato de las grandes celebraciones. Sabe que hay que echarle un cierto oropel a la realidad temblorosa que el país está viviendo. Velázquez, como Calderón de la Barca, es el hombre que se niega a ver el fantasma de la decadencia nacional. Y a esta coronación de la Virgen le coloca -con cierta exquisita frialdad, eso es lo cierto- todo lo que la religión debe aportar todavía a la necesidad de una gloria, de una coronación de los esfuerzos mismos de España al servicio del evangelio. El barroco, que tantas veces se ciñó casi exclusivamente a la temática del dolor y del abatimiento y de la consideración penosa de las ulterioridades del hombre, recibe en ese lienzo de Velázquez algo así como la gloriosa absolución de todos los pesares. La Virgen es coronada. Y nosotros somos coronados con ella en las alturas.

En el s. xix, la pintura mariana de don Francisco de Goya no supuso progreso alguno ni tenía espíritu suficiente como para, crear escuela. Aun así, resulta importante el legado que nos dejó Goya en los grandes frescos de la Cartuja de Aula Dei, en Zaragoza.

 

XIII. Los "pasos"

Las grandes manifestaciones religiosas de la piedad española suelen acontecer en las fiestas de la Virgen, en las celebraciones eucarísticas del Corpus y en los días de la Semana Santa. Más en estas últimas fechas que en todas las demás. No, quizá, por un afán masoquista ni por un tenebrismo barroco que se nos quedó en herencia, sino porque en la pasión de Cristo encontró el instinto español una muestra cumplida de lo que la vida de los hombres tiene de sufrimiento, de injusticia consumada y de glorificación y júbilo tras el tormento. En las pasiones españolas hay, sobre todo, una segura impaciencia de que, tras ellas, va a estallar el gozo de la Pascua. De hecho, casi todas las celebraciones pasionales terminan en la madrugada del domingo con unos pasos en los que vuelven a encontrarse jubilosamente los días de Nuestra Señora y la luz del Resucitado.

Ahora bien, a estas secuencias del dolor de Cristo y de la presencia de su madre en los momentos del dolor es a las que el arte español de los ss. XVI y xvu trató con mayor garra. Juni y Gregorio Fernández en Castilla; Montañés en Sevilla; Becerra, Mena, Cano, Alonso de Berruguete... Y todos los pintores. Velázquez hace su Cristo, que es un prodigio de expresión de la naturaleza humana de Jesús. Murillo, que había recreado tantas veces a Nuestra Señora en afanes domésticos -crianza del Niño- o sumida en su propio misterio -la serie de Inmaculadas de Murillo son asombro todavía se acerca al tema de la pasión porque tiene necesidad de estar en consonancia con los tiempos que le ha tocado vivir. Los claroscuros de Ribera encuentran en el tema pasionario su mejor manera de justificar los juegos de luces y sombras. Valdés Leal, tenebrista consumado y adorador de las grandes preguntas sobre el destino de la condición humana, carga tintas en sus referencias pasionarias. Y, en medio de este enjambre de artistas que hacen de la pasión de Cristo un paso que no pasa jamás, a lo que atienden más algunos imagineros es a esa presencia de la Virgen no tanto en el momento del Calvario, sino cuando ella se queda sola tras la muerte de Cristo o con el Hijo en brazos, cuando se lo desciendende la cruz. La Virgen es, sobre todo, la virgen Dolorosa. La que puede morir de angustia y siete dolores en el momento en que Cristo muere.

Es una tradición, que viene de lejos, en el arte español, aunque llegue a explotar cumplidamente en el barroco del 600. En el museo catedralicio de Valladolid se conservan dos llantos de la Virgen sobre Cristo muerto. El segundo es de Juan de Juni. Pero el primero, muy anterior, es de Alejo de Vahía. Son ocho las figuras que componen el grupo: un Cristo muerto a quien Juan le sostiene la cabeza; una virgen María que abre las manos y pregunta a los vientos por la razón de aquella muerte; unas santas mujeres que se cubren los ojos con la punta de los velos; y unos santos varones que aguantan la congoja, aunque tienen los ojos húmedos por la angustia. Es un grupo de composición: perfectamente equilibrado, con todos los rostros dirigidos hacia el cadáver del Cristo. Pero en la obra de Juni -que se llama El desmayo de la Virgen y que pertenece al retablo mayor de la catedral- se ha roto toda compostura. La Virgen cae pesadamente a tierra. La cabeza se le va hacia atrás y debe ser sostenida por Juan para que no golpee el suelo. Las manos de la Virgen se desprenden yertas y violáceas. Y las piernas se encogen sobre sí mismas, mientras la Magdalena parece gritar de horror ante el dolor de la Señora. Juan de Juni, que era un patético irreprimible -patetismo puro son sus vírgenes de la Soledad-, no ahorra dramatismo al acontecimiento. No quiso tener en cuenta aquellas prescripciones del cardenal Paleotti sobre que no había que representar a la Virgen desvanecida al pie de la cruz. El dolor es el dolor, se dijo Juni. Y la Virgen, ante Cristo muerto, era sobre todo una mujer dolorida.

Gregorio Fernández no llegaba a esas consumaciones dolorosas. Sus vírgenes de la Soledad -firmadas por él o salidas de su escuela y esparcidas por toda Castilla- son unas vírgenes muy matronas ellas: fuertes, poderosas en su dolor, con una densa esperanza en el rostro. Padecen, pero tienen sentido del padecimiento. Y aguardan contra toda razón humana que les haga aguardar. En cualquier caso, los dos grandes imagineros del siglo de oro español estaban a la altura de sus especiales circunstancias. Y trasladaban a la parcela religiosa sus sentimientos humanos y de creyentes.

Años después, en tierras de Andalucía, Montañés haría de las representaciones dolorosas un catálogo de especiales características. Hay un resto de dulzura en sus Cristos y en sus vírgenes. Son mujeres que tienden hacia la belleza física. Esa belleza que con tanta gracia ha sido colocada en casi todos los rostros de las vírgenes andaluzas. Pueden llamarse Virgen de la Soledad, o de la Esperanza, o del Mayor Dolor, o de Todos los Dolores. Es igual. Serán siempre vírgenes hermosas. Vírgenes para ser paseadas entre azahares y claveles y algunas músicas apropiadas. Porque el instinto andaluz está, precisamente, al servicio de unas formas autóctonas de hacer y sentir la experiencia religiosa.

 

XIV. El futuro está abierto

La tradición de los pasos no se ha agotado todavía. Las cofradías pasionarias se suceden a sí mismas o se crean desde la tradición más o menos remota. Ahora mismo parece que gozan de una rara aceptación por parte de las juventudes de los pueblos de España. Y no puede sorprender que, con el paso de los tiempos, se hayan ido creando nuevas formas de expresión artística que sale a la calle en las grandes solemnidades. Las vírgenes de estos artistas de los pasos modernos son vírgenes intensamente coherentes con las que se heredaron de los mejores imagineros españoles. Benlliure o Víctor de los Ríos han enriquecido las procesiones de Zamora y Valladolid. Anteriormente, en tierras murcianas, fue Salzillo el que mejor hizo las vírgenes hermosas de los nacimientos o de los pasos de Semana Santa. Lo que se quiere decir con eso es que el tema de la Virgen parece un tema inagotable. Con una advertencia final: que no parece haberse renovado mucho en los últimos años. La pintura que ahora mismo entra a los templos -que son casi los únicos subsidiarios del encargo de pintura o de escultura religiosa- o las imágenes que se hacen para los templos, son pinturas y esculturas que tienen planteada una lucha feroz: la de ser fieles a las últimas tendencias artísticas -escasamente asimiladas o asimilables por el pueblo- o la de respetar una tradición que remastica las creaciones que anteriormente fueron agotadas por sus propios creadores. El arte religioso -mientras sea arte para los lugares de oración- tiene que ser arte entendible, clasificable. Que inspire. Que no plantee acertijos. Y, para conseguir esa claridad de conceptos, se necesita una fe interior de la que es posible que no anden muy sobrados los artistas de ahora. Fra Angélico llevaba sus anunciaciones en el alma antes de ponerlas en los pinceles. Y el Cristo de san Juan de la Cruz era mucho más Cristo que el que posteriormente remasticó Dalí. Ahí puede estar ahora mismo la diferencia. Porque la Madonna de Port Lligat, que el mismo Dalí pintó, tiene poco que ver con las vírgenes de las anunciaciones a que hemos hecho referencia anteriormente. Es decir: que la Virgen espera ahora, como ha esperado siempre, que llegue desde la creencia el arte que la haga viva en sus imágenes.

E. T. Gil de Muro
DicMa 239-248


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