APÓCRIFOS
DicMa

 

SUMARIO: 

I. Origen y semántica de la palabra "apócrifo"

II. Canon bíblico y literatura apócrifa 

III. Repercusión de los apócrifos en la culturá 

IV. División de los apócrifos: 
1.
Antiguo Testamento; 
2. Nuevo Testamento: 
a)
Evangelios, 
b) Hechos y leyendas, 
c)
Cartas, 
d) Apocalipsis 

V. Enseñanzas mariológicas: 
1.
Prehistoria;
2. En el templo; 
3. El anuncio; 
4.
Madre-virgen; 
5. Los tiempos de la pasión y de la resurrección; 
6.
Asunción; 
7. La suspensión de las penas del infierno 

VI. Los apócrifos como hecho cultural.


 

1. Origen y semántica de la palabra "apócrifo"

El significado de la palabra apócrifo, que es la transcripción de un adjetivo griego, es el de oculto, escondido. Aunque su semántica no sea lineal, es posible señalar en ella algunos significados complementarios, que se pueden reconocer en la acepción genérica y común de sustraído a las miradas.

El origen de su uso, en contra de lo que se ha sostenido hasta hace poco tiempo, no tiene que buscarse en los ambientes sinagogales, en donde los códices que se hacían inservibles se retiraban del uso público y se dejaban en un lugar cerrado (genizah), lejos de toda profanación, sino más bien en el ambiente cultural pagano. Allí, junto a los misterios ocultos y revelados de Dioniso, se encuentran: el himno a Zeus, que celebra la hazaña del dios que, "después de haberlo escondido todo, lo devuelve todo a la luz gozosa, haciendo cosas maravillosas"; la noticia de Sudas, según el cual Ferécides, maestro de Pitágoras, habría aprendido la filosofía leyendo los libros secretos de los fenicios; Flavio Josefo, que considera a Tales como discípulo y seguidor de doctrinas secretas llegadas del oriente. Todo esto desplaza el problema de la semántica de esta palabra y señala su origen en el contexto cultural pagano. De ese mismo ambiente pagano se deducen con evidencia dos acepciones: la que se lee en el himno a Zeus, acompañada de la reviviscencia, y la relacionada con Ferécides y con Tales, que revela la importancia de la lectura de los libros secretos de los fenicios y de las tradiciones orientales. Con esta segunda acepción se relaciona la noción que se divulgó por primera vez en la antigua literatura cristiana. Por tanto, apócrifo no tenía inicialmente el sentido de texto falsificado o adulterado, sino que indicaba algo escondido, debido a su valor y a su alto aprecio, que no podía ser conocido por todos. En este sentido se mueve también el gnosticismo, que concedía una atención privilegiada a las doctrinas esotéricas y los criptogramas, no sólo ante el temor de que fueran revelados sus contenidos, sino también para mantener sus enseñanzas en un clima de misterio y de iniciación. El papiro mágico de Leiden resume así esta actitud: "Tenlo escondido como gran misterio; escóndelo; escóndelo". Otras expresiones tienen este mismo carácter técnico y designan libros o inscripciones que poseen un valor especial. El carácter peculiar de estos libros se manifiesta también gracias a los criptogramas con que se escribían. Avisos análogos a los que nos refiere literalmente el papiro mágico de Leiden se encuentran también en escritos de Nag-Hammadi. Los heresiólogos tienen la convicción de que el recurso al empleo de libros y de instrucciones secretas era frecuente entre los gnósticos. Los mismos esenios no parecen estar libres de esta moda: los libros de un contenido elevado no podían ponerse al alcance de todos. Este fenómeno se muestra cargado de significación apenas se piensa en la composición de esa comunidad y en su rigor. En Qumrán este hecho asume proporciones más evidentes; en efecto, son contados entre los impíos todos los que no se han interesado por los estatutos, los que no los han estudiado para conocer las cosas allí escondidas.

El paso semántico desde la acepción de un texto que contiene doctrinas esotéricas o de alto valor que no deben ponerse al alcance de todos hasta la de libros falsos e inaceptables en oposición a la verdad resultó muy fácil, sobre todo cuando, para encontrar crédito entre sus lectores, el autor se escondía bajo el nombre de un apóstol o de un personaje prestigioso de la primera generación cristiana. Esta literatura alcanzó una gran difusión y un notable éxito, aunque suscitó la reacción de la gran iglesia que se expresaba por boca de sus obispos y doctores, que descubrían en ella, no sin razón, una contraposición a la literatura oficial (=canónica). Hasta la reforma protestante, en línea de principio, la distinción entre libros apócrifos y libros canónicos es bien clara. Siguiendo una sugerencia de san Jerónimo, los protestantes se sirvieron de la palabra apócrifo para indicar aquellos libros del AT que habían tenido una canonicidad discutida durante algún período de la historia del canon, es decir, los deuterocanónicos, mientras que a los libros llamados tradicionalmente apócrifos se les dio el nombre de pseudoepigráficos. Para el NT siguió intacta la división entre libros protocanónicos, deuterocanónicos y apócrifos.

Actualmente, para la cultura católica, la palabra apócrifa tiene un significado bien definido e indica aquellos libros que por su título o por su materia presentan cierta afinidad con la biblia. Mientras que la iglesia les niega todo carácter sobrenatural y los excluye del número de los libros que son fuente de revelación (=canónicos), bajo el perfil literario de la historia de la literatura cristiana antigua tienen un peso relevante, no sólo porque son portadores de modos alternativos de interpretar el mensaje de Cristo y ponen al día al lector moderno sobre los contrastes que surgieron poco después de la fundación del cristianismo, sino también porque atestiguan la formación de algunas sectas, refieren sus doctrinas y el esfuerzo de sus fundadores por conjugar la religión y la especulación filosófica y en algunos aspectos contienen los prolegómenos de movimientos rigoristas que tuvieron repercusiones a lo largo de la historia de la iglesia. Además hay que recordar que los apócrifos eran el texto oficial de ciertas comunidades y de ciertos ambientes en los que la separación de la gran iglesia no era tan clara como se supone, sin que haya que excluir la hipótesis, para los tiempos del NT, de que recojan algunos dichos del Señor que omitieron los evangelios canónicos (cf He 1,4-5.7-8; 20,35; 1Cor 11,24-25; 1Tes 4,15-17; Ap 16, 15; etc.). Algunos apócrifos neotestamentarios se mueven en un doble camino: en el camino de la tradición oral, que refiere muchas más cosas de las que se escribieron, y en el camino de la tradición escrita, cuyos prototipos y contenidos pueden descubrirse en los escritos canónicos y en aquellos a los que alude Lucas en el prólogo a su evangelio. Sobre los escritos, para los que se presume una fecha muy remota (Evangelio de Pedro, de los Hebreos, de los Ehionilas, etc.), tan sólo unos pocos años (¿quince o poco más?) posterior a la redacción final de los escritos joaneos, no ha de infravalorarse la hipótesis de que nos encontremos en algunos casos frente a fuentes dignas de respeto y en cierto sentido únicas. No es posible precisar más las cosas, dado que algunos de esos dichos, restos de evangelios perdidos, sólo han llegado a nosotros en tradición indirecta.

 

Il. Canon bíblico y literatura apócrifa

La postura oficial de la iglesia sobre su origen humano y, por tanto, fuera del contexto carismático de la divina inspiración- que animó e indujo a los hagiógrafos a escribir sus obras, está clara desde el momento en que cristalizó la formación del canon bíblico. A pesar de ello, no existe ningún documento ni ninguna lista de apócrifos emitidos por el magisterio con una condenación explícita anexa. El decreto gelasiano "De libris recipiendis et non recipiendis" (por el año 500; DS 354), que parece acercarse más que los otros documentos al estilo de los expedientes condenatorios, tiene un carácter privado y no puede ser adoptado como texto oficial. En efecto, los capítulos 4-5 les parecen a los críticos obra de una persona privada, que depende para sus noticias de Jerónimo, de Agustín, de la carta de Inocencio 1 al obispo Exuperio de Tolosa y de la de León 1 a Toribio, obispo de Astorga, trabajo recopilatorio privado que no puede pretender ser asumido como acto oficial de la iglesia. Los concilios de Florencia y de Trento, que dieron la lista de los libros canónicos, no se pronunciaron sobre los apócrifos.

 

III. Repercusión de los apócrifos en la cultura

Se debe a esta condición el hecho de que la literatura apócrifa pudiera desarrollar su propia actividad en la historia de la iglesia y hacerse valer en el arte, en la liturgia, en la piedad cristiana y en algunos escritores, especialmente de la edad media, que les concedieron derecho de ciudadanía. Las siguientes noticias, por lo que nos es dado saber, no tienen ningún fundamento fuera del de los apócrifos: los nombres de los padres de la Virgen, Joaquín y Ana; la presentación de María niña en el templo; el nacimiento de Jesús en una cueva en presencia del buey y de la mula; los ídolos que se derrumban con ocasión de la huida a Egipto; el nombre de los magos, Melchor, Gaspar y Baltasar; la historia de Dimas y Gestas, los dos ladrones crucificados con Jesús; el nombre de Longinos, que traspasó con su lanza el costado de Cristo; el relato de la Verónica; el Quo vadis?; el martirio de Andrés; la actuación de Pedro en Roma; la muerte y la asunción de María, etc. Se trata de todo un conjunto de noticias que han entrado con fuerza incluso en la liturgia y no sólo en el folclore cristiano, estimulando a la piedad popular por su inmediatez y por su consonancia con las aspiraciones más sencillas de la gente.

En el terreno artístico no es menor su influencia; ya desde la más remota antigüedad la iconografía apeló a ellos con entusiasmo. Los mosaicos del arco triunfal de Santa María la Mayor, de Roma, que se remonta a los tiempos del papa Sixto (435), reproducen escenas sacadas del Protoevangelio de Santiago y del Pseudo-Mateo. La huida a Egipto fue un tema predilecto de muchos artistas (cf las vidrieras de la catedral de Le Mans, el transepto del coro de Notre Dame, de París, etc.); igualmente, la escena del desposorio inmortalizada por Rafael y por Benozzo Gozzoli y aquella otra en donde aparece María sentada con la rueca en la mano; el encuentro entre Joaquín y Ana en la puerta de oro (fresco del 1294-1295, Ohvid, Sveti Kliment), los primeros pasos de María (mosaico, Kariye Karmi), el ángel que alimenta a María en el templo (Kariye Karmi), el mosaico de marfil bizantino con las diez escenas de origen apócrifo, la presentación en el templo (puerta San Ranieri de la catedral de Pisa, s. xu; Paolo Uccello; Tiziano), la adoración de los magos (iglesia de San Nazario Maggiore, Milán, s. lv; basílica de San Vital y sarcófago del s. tv, Rávena), el tránsito de la Virgen (Santa María in Trastévere, Roma), la crucifixión de Pedro con la cabeza hacia abajo (escuela de Giotto, Vaticano; Caravaggio), los frescos anónimos de Castelseprio (Varese). El binomio apócrifos-iconografía mariana se encuentra tanto en la iglesia latina como en la oriental y en la eslava y ha demostrado ser una fuente inagotable de inspiración [-> ArtelIconología].

Las alusiones escuetas a unas influencias que podrían profundizarse y ampliarse mucho más son un signo de que muchas de las cosas que nos refiere la literatura apócrifa reflejan el alma popular cristiana, esa alma que cree en las verdades fundamentales de la fe, pero que, más allá de éstas, desea saciarse con gestos y situaciones en donde lo divino no quede reducido a formas estáticas. A pesar de la multiplicación de las obras apócrifas en los ss. 11 y III y del interés que despertaron en ciertas capas de la cultura cristiana, no sólo entonces, sino incluso en épocas sucesivas, sería históricamente un error pensar que la iglesia se fundamenta con igual seguridad sobre este tipo de tradición que sobre la tradición que apela; directamente a los apóstoles y a través de ellos a Cristo. En la base de su vitalidad y de su existencia no está una amalgama o un revoltijo de doctrinas y creencias heterogéneas, sino una norma válida y reconocida en la que la tradición oral dominante había alcanzado ya su propia estabilidad. Y, esto no solamente en los tiempos de mayor claridad doctrinal, sino incluso cuando pululaban los escritos apócrifos y éstos podían ser asumidos como indicios de falta de una orientación normativa. En realidad era a esta orientación -que había que buscar en la Escritura- a la que apelaban consciente o inconscientemente incluso los que no estaban en consonancia con la gran iglesia. Por lo demás, la penetración del cristianismo en las comunidades maniqueas de Asia con el Evangelio viviente de Manes y en aquellas zonas geográficas en donde actuó más tarde Mahoma, que acogió no pocas noticias de origen apócrifo, se debe en parte precisamente a estos escritos.

 

IV. División de los apócrifos

1. ANTIGUO TESTAMENTO. Precisamente porque presumen de imitar a la Escritura y forman una literatura colateral, los apócrifos son susceptibles,, con cierto margen de opinabilidad, de la división que se ha hecho ya clásica en la biblia. Teniendo en cuenta los elementos predominantes, los apócrifos del AT se dividen en históricos, didácticos y apocalípticos. Entre los libros históricos podemos situar: la Carta de Aristeas (ss. mi a.C.), que narra el origen de la versión de la biblia de los Setenta; el Libro de los Jubileos (finales del s. u a.C.), epítome de la historia del pueblo elegido desde la creación hasta el éxodo; el Tercer libro de los Macabeos (100-70 a.C.), que narra la  persecución de Tolomeo IV contra los judíos de Egipto; el Tercer libro de Esdras (100 a.C.), donde se traza la historia del templo desde Josías hasta la reconstrucción en la época de,Esdras; El Documento sadoquita de Damasco (comienzos de la era cristiana), que contiene la historia misteriosa de la secta judía que se estableció en Damasco y los principales rasgos de- su programa. También hay que situar en el género histórico las numerosas Vidas de Adán y Eva.

En los libros didácticos las enseñanzas van asociadas a noticias históricas que pretenden ser su justificación. Hemos de recordar: La historia y las máximas de Ajicar (sabio que vivió en tiempos de Senaquerib), que comprende dos series de máximas insertas en un relato emparentado con pasajes bíblicos y con obras profanas; la Oración de Manasés (s. I a.C.), que desde su prisión de Babilonia suplica a Dios que le ha ga volver a Jerusalén; el Testamento de los doce patriarcas (hacia el 150 a.C.), que refiere las exhortaciones de cada uno de los hijos de Jacob a sus respectivos descendientes en un entramado de noticias biográficas y mesiánicas; los Salmos de Salomón (después del año 48 a.C.), eco del encendido mesianismo nacionalista de la época; el Cuarto libro de los Macabeos (de los tiempos de Cristo), intento de demostrar el poder soberano de la razón sobre las pasiones; las Odas de Salomón (hacia el 150 a.C.), en número de 48, que cantan el agradecimiento a Dios de un piadoso israelita.

Los apocalipsis, muy numerosos en. los tiempos precristianos y cristianos, se definen como un intento de escudriñar el futuro y en particular los últimos tiempos. Los Libros (u Oráculos) sibilinos -composición en verso en quince libros con material que va desde el s. II a.C. al vi d.C.- son una amalgama de elementos paganos, judíos y cristianos; el libro III, que se remonta al año 140 a.C., es el más importante y rico de todos; los libros XI-XIV, de época cristiana, son un tratado de historia profana. De Henoc existen tres Apocalipsis: uno etíope, llamado así porque ha llegado a nosotros en esta lengua, es una recopilación de diversas obras entre el 170 y el 64 a.C.; gozó de mucho éxito entre los judíos y los cristianos por la complejidad de los temas que recoge: cosmológicos, oníricos, parabólicos, apocalípticos, etc.; otro eslavo (en eslavo antiguo), de comienzos de la era cristiana, llamado también Libro de los secretos de Henoc, describe el viaje de Henoc a través de los cielos, la creación y la caída del hombre y los misterios del futuro; y otro hebreo, compuesto de diversos trozos del s. 1 al in d.C., que contiene nuevas revelaciones, impregnadas de mística judía, sobre las maravillas del cosmos. La Asunción de Moisés (comienzos de la era cristiana), en el contexto de la historia de Israel desde Josué hasta los hijos de Herodes el Grande, entremezcla las glorias y las derrotas, dirigiendo palabras de consolación a un pueblo de nacionalismo rígido y fanático. El Cuarto libro de Esdras (finales del s. 1 d.C.), obra homogénea que contiene siete visiones, tres de las cuales se refieren a los destinos de Israel y del mundo en general; otras tres son más específicamente de índole mesiánica (Jerusalén, juicio y venida del mesías), y el último justifica el origen de los apócrifos. El Apocalipsis de Abrahán (finales del s. 1 d.C.) trata de la conversión de Abrahán (cc. 1-18) y contiene nuevas revelaciones apocalípticas (cc. 9-32). El Apocalipsis siriaco de Baruc '.(comienzos del s. II d.C.), en 86 capítulos, narra la caída de Jerusalén por obra de los caldeos (cc. 1-12) y las vicisitudes alegres o amargas de la nación (cc. 13-76); en una última carta exhorta a la observancia de la ley (cc. 77-86). La Ascensión de Isaías es una obra de recopilación que contiene el martirio de Isaías (s. 1 a.C.), su visión (origen cristiano, s. 11 d.C.) y un apocalipsis sobre la muerte de Cristo, sobre la persecución de la iglesia y el final de los tiempos (origen cristiano; finales del s. 1).

Nota dominante de los apócrifos veterotestamentarios es la de haber sido compuestos en momentos de calamidades nacionales y de ser, por consiguiente, a su modo, testigos que reavivan en los lectores la esperanza de futuras victorias con la recuperación de la identidad nacional. En las partes en que es más fuerte el acento mesiánico, las interpolaciones cristianas no han pasado inobservadas a los ojos de los críticos. A pesar de una buena dosis de artificiosidad, permiten señalar algunas corrientes de pensamiento y ciertas constantes mesiánicas, que se hacían más vivas en la inminencia de la venida del Salvador. En este sentido los apócrifos son mensajeros de las aspiraciones religiosas de los judíos contemporáneos de Cristo. En particular los apocalipsis, que refieren sus concepciones escatológicas, sus aspiraciones y sus sueños, abren un destello de luz sobre los primeros oyentes del mensaje evangélico.

2. NUEVO TESTAMENTO. También los apócrifos que se mueven dentro del área del NT siguen más o menos las pistas de los del AT; por consiguiente, podemos dividirlos en evangelios, hechos, cartas y apocalipsis. En relación con la literatura análoga del AT, esta del NT es más variada, más numerosa, está mejor conservada y no raras veces es expresión de tendencias centrífugas que surgían de la gran iglesia. Se trata de una literatura cuyo sujeto pertenece al pasado, pero que puede ser reinterpretado de forma diferente respecto a la interpretación oficial o semioficial; del comportamiento histórico de ese sujeto se sacan implicaciones éticas y formas programadas de vida cristiana más rígidas que las que se registran o se esbozan en la literatura canónica. Se trata de un mundo más rico y variado.

a) Evangelios. La primera distinción material tiene que hacerse entre evangelios fragmentarios y evangelios conservados íntegramente o casi enteros. En general, los primeros son más antiguos que los segundos y, cuando los fragmentos permiten trazar un discurso continuado (cf Evangelio de Pedro), revelan un notable esfuerzo hermenéutico del hecho cristiano y de adhesión a los textos canónicos, que se va atenuando a medida que nos alejamos de los tiempos de Cristo. Su nivel no alcanza al de los evangelios canónicos, aunque no faltan algunos trozos de hechura y de contenido interesantes.

Formaban parte de evangelios perdidos los fragmentos que figuran con el nombre de Papiros de Oxyrhinchus 654 (por el año 200), 1 (después del 200), 655 (ss. 11-111), 840 (ss. iv-v), 1224 (por el 400); el Papiro de Egerton (antes del 150), el Papiro del Cairo 10.735 (ss. vi-vil), el fragmento de Fayun (280-300), el Papiro copto de Estrasburgo (ss. v-vi), el Papiro de Berlín 11.710 (s. vi). Las fechas indicadas se refieren al papiro, no al tiempo de la composición, que es más antiguo. Son incompletos los evangelios judeo-cristianos de los Hebreos (comienzos del s. it), de los Ebionitas (100-150), el Evangelio de Pedro (130-150), el Evangelio de los egipcios (100-150), el Evangelio y las tradiciones de Matías (100-150). La característica de este primer grupo es el de ser afines a los evangelios canónicos; las tendencias heterodoxas que se observan son tenues y no están definidas aún con claridad.

Existe otro grupo de escritos, muy antiguo, atribuido a heresiarcas o a sus seguidores, en donde es evidente la propuesta herética. Entre éstos hay que mencionar el Evangelio de Cerinto (s. lt), el de Basílides (s. u), el de Marción (s. u), el de Apeles (s. u), el de Bardesanes (t 222), el de Manes (217-276), transmitidos todos ellos en tradición indirecta.

Los evangelios que se conservan íntegramente son numerosos; atendiendo a su contenido podemos dividirlos en dos grupos: 1) evangelios gnósticos y afines: son relativamente numerosos y pueden clasificarse de varias maneras; 2) evangelios que se refieren a los parientes de Jesús: evangelios de la infancia, de la pasión y de la asunción.

Del primer grupo los más importantes son: el Apocryphon Joannis (100-150), el Evangelio de Felipe (¿s. tu?), el Evangelio de Tomás (hacia el 150), el Evangelio de María (s. n), el Evangelio de Tomás el Atleta (ss. ii-ni), el Evangelio de Verdad (s. 11), el Libro sagrado del gran Espíritu invisible (250-300), la Pistis Sophía (h. el 240), la Sophía de Jesucristo (ss. u-nl), 1-2 Jeu (comienzos s. tu), evangelio gnóstico acéfalo (comienzos s. iii). Su característica dominante es la marca gnóstica, muy difuminada en algunos escritos (Evangelio de Tomás, de Felipe y de Verdad), mientras que en otros se percibe con toda claridad. Encontrados en gran parte en la biblioteca gnóstica de Nag-Hammadi, han suscitado un nuevo interés no sólo para la profundización en ese fenómeno tan complejo que fue el gnosticismo, del que se han podido iluminar algunos aspectos, sino también para ver su relación con los evangelios canónicos.

Entre los evangelios relacionados con los parientes de Jesús se encuentra el justamente llamado Protoevangelio de Santiago (h. el 200), que recoge tres textos básicos: una vida de la Virgen basta la anunciación, el relato de José desde el nacimiento de Jesús hasta la adoración de los magos y una relación sobre la matanza de los inocentes y el martirio de Zacarías. l,a composición, que elabora datos sacados de los evangelios canónicos enriquecidos con tradiciones ambientadas en Jerusalén, sufrió en el occidente latino refundiciones sólidas y radicales que dieron lugar al Evangelio del Pseudo-Mateo (ss, vii-viii) y al Libro de la Natividad de María (846-849). Es distinto por su temperamento y por su orientación el Evangelio del Pseudo-Tomás (¿s. vi?), que narra los milagros de Jesús entre los cinco y los doce a¡tos. A pesar de las intenciones edificantes que parece seguir, crea no pocos problemas, ya que en su elaboración, evidentemente tardía, mantiene sin alteraciones los trozos gnósticos primitivos. Otras composiciones claramente eclécticas son el Evangelio árabe(ss. VI-VII), inspirado en el Protoevangelio de Santiago y en el Evangelio de Tomás; el Evangelio armenio (h. el 599), que refiere los nombres de los magos (s. xi), y la Historia de José el carpintero (600-650). Los apócrifos de la infancia que acabamos de recordar se reconocen en los relatos de Mt 1-2 y de Lc 1-2 y parcialmente en el Protoevangelio de Santiago, del que desarrollan algunos puntos; refieren tradiciones y leyendas que se formaron en torno a la infancia del Salvador, dirigidas a completar las noticias tan escuetas de Mateo y de Lucas y a transmitir mediante la narración algunas posturas teológicas locales, que no podrían aceptarse de otro modo. Junto con los apócrifos de la asunción, presentan una teología mariana respetable en muchos sentidos y en sintonía, como expresión popular de fe, con algunas proposiciones de la teología oficial de la iglesia.

Los evangelios de la pasión están representados ante todo por el Evangelio de Nicodemo (s. vi en la forma actual, pero en su original debió de ser del 100-150), que comprende dos partes inicialmente distintas: las Actas de Pilato, una especie de informe sobre la pasión y la resurrección de Jesús, y el Descensus ad inferos, narración de dos testigos oculares que resucitaron cuando la muerte de Cristo, sobre cómo éste liberó a los justos de la antigua alianza. Otros evangelios de diversa densidad teológica, pero más bien tardíos, son el Evangelio de Bartolomé (s. vi), el Libro de la resurrección de Cristo del apóstol Bartolomé (ss. vil-vil¡), el Evangelio de Gamaliel (¿s. vi?). Podría continuarse esta lista con otra docena de libros que tienen por protagonista a Pilato y las cartas que intercambió con Tiberio sobre la muerte de Jesús, juntamente con otras obras compuestas en la edad media. Pero en este punto decae el interés, ya que pierden la característica de testigos de las aspiraciones y anhelos típicos de las primeras generaciones cristianas.

El grupo de la asunción de María está representado por la Dormición de la Santa Madre de Dios, de Juan el Teólogo (ss. iv-v en su forma actual) y por el Tránsito de la B. Virgen María, de José de Arimatea (posterior al anterior). Estas dos composiciones son las que han gozado de mayor éxito y las que abrieron el camino a la difusión de otros libros asuncionistas, especialmente en la edad media. En la Dormición de la Santa Madre de Dios se han conservado noticias y formas literarias judeo-cristianas, más evidentes en el códice Vaticano griego 1.892, que autorizan la hipótesis de un arquetipo que se remonta al s. n-ui 23. La fraseología judeo-cristiana, en este caso no herética, se expresa en la doctrina de Cristo-ángel, de la escala cósmica, de los siete cielos, de los secretos comunicados a María y en el uso de la tríada cuerpo-alma-espíritu típica de este período. La Dormición sería, por consiguiente, un producto de esa corriente, que se vio sometido a sucesivas reelaboraciones. Parece corroborar la hipótesis de un arquetipo judeo-cristiano el Libro del reposo etíope (ss. vvt), que a pesar de su refinada estructura no ha logrado eliminar los frecuentes theologoumena judeocristianos, que han hecho pensar en su fecha de origen. Muy probablemente se compuso en griego, y si los theologoumena judeo-cristianos no se resuelven en un antojo para acreditar su propia antigüedad, debe considerarse como portador de tradiciones muy antiguas recibidas por sus composiciones posteriores.

Los numerosos relatos asuncionistas tardíos datan del s. vi y repiten con ligeras variantes el esquema del autor de la Dormición: un mensajero anuncia a María que se aproxima su tránsito; ella lo está deseando; entretanto, llegan para asistirla los apóstoles, que, después de su muerte, organizan el cortejo fúnebre, perturbado por los judíos, y su sepultura; después de la sepultura sucede algo extraordinario que luego es interpretado en el sentido de la no permanencia del cuerpo de María en el sepulcro para disolverse en el polvo. En este sustrato común cada uno de los autores introduce algún motivo propio y todos se muestran de acuerdo en invocar una grandeza del pasado a la que apelar y en la afirmación de que el final de María fue distinto del de los demás mortales. Sobre esta diversidad se insertan las interpretaciones de lo que sucedió después de la sepultura. Los relatos evangélicos de la resurrección de Jesús, ¿pudieron servir de modelo para idear algo análogo en María? ¿O más bien se trató de una tentación -difícilmente superable- para seguir un camino que recogiera algo que tenía cierta historicidad, de hecho acaecido, rodeándolo de un marco imaginario? La lacónica afirmación de san Epifanio: "Nadie sabe cómo sucedió el final de María", no satisfacía a la exuberante y encendida fantasía de estos novelistas cristianos, invitándoles a recorrer otros caminos.

b) Hechos y leyendas. También este segundo grupo se sirvió de los nombres de los apóstoles para ganar prestigio. El escrito más antiguo son los Hechos de Juan, compuestos en Asia Menor entre el 140-150, tal como resulta de los contactos con el Apocryphon Joannis escrito antes del 180. De carácter gnóstico, se observan en él huellas profundas de docetismo (polimorfia del cuerpo de Cristo e interpretaciones alegóricas de la pasión), de monarquianismo, presente casi por todas partes; de encratismo (castidad conyugal, exaltación de la virginidad de Juan). En el aspecto doctrinal no alcanza el nervio de los escritos de Valentín, de Basílides o Bardesanes. Los Hechos del Pseudo-Prócoro (ss. v-vi) son una novela, en la que el único dato cierto son los nombres de Juan y de Prócoro, uno de los primeros diáconos (He 6,5). De orientación diametralmente opuesta a los anteriores, Juan no es un asceta ni un ermitaño ni un encrático, sino un presbítero casado que lleva una vida feliz.

El ciclo paulino comprende los Hechos de Pablo y Tecla, la correspondencia con los corintios y el martirio (190-200). Sus contenidos reflejan la teología popular del s. II: el monoteísmo contrasta con el politeísmo del gobernador de Éfeso; Jesús vino al mundo cuando el Espíritu entró en el seno de María (3 Corintios, vv. 5-6.13); los dos Testamentos están estrechamente coordinados entre sí; la economía divina tiene su sello en la resurrección final. A pesar de que su moral no es exageradamente severa, el encratismo deja sentir su presencia. En la Pasión de Pablo se defiende de forma vigorosa la realeza de Cristo unida a su humildad. Cristo y el emperador personifican dos modos distintos e inconciliables de culto.

En el ciclo de Pedro hay que destacar los llamados Hechos de Vercelli, redactados casi seguramente en Siria o Palestina por el año 190. A pesar de la precaria condición en que nos han llegado, su texto ha podido reconstruirse casi en sus dos terceras partes gracias a las diversas fuentes. El encratismo se entremezcla con el docetismo y con la celebración de la eucaristía con pan y agua. Refiere la noticia de la crucifixión de Pedro con la cabeza abajo. En las Pseudoclementinas (s. u) se recogen trozos del kerygma de Pedro con ideas catequético-bautismales más propias de una secta judeocristiana de orientación gnósticoelcasaítica que de la gran iglesia. Los temas, muy arcaicos, están teñidos de esoterismo.

Los Hechos de Tomás (h. el 250), conservados íntegramente y escritos probablemente en Edesa, proceden de una matriz gnóstica que sigue las tendencias personificadas en Bardesanes. Han pasado a la historia sobre todo por los himnos litúrgicos, el más célebre de los cuales es el Himno del Redentor (108-113), que tenía inicialmente una existencia independiente. Cristo es el hijo del Rey, enviado desde su país' natal, situado en oriente, hasta Egipto, en occidente, para vencer al dragón y conquistar la perla. El país de oriente es el cielo, de donde Cristo desciende al mundo pecador para rescatar las almas presas por la materia. Tomás no es sólo el alter ego de Jesús, el que conoce y revela los misterios ocultos de Cristo, sino también el mistagogo (cc. 26-27.49-50.121.123.157). En calidad de tal, pronuncia dos epiclesis, una para la consagración del aceite (c. 27) y la otra eucarística (c. 50).

(Las noticias relativas a una misión de santo Tomás a la India en tiempos del rey Gundaforo [s. i] no están documentadas.)

Del texto original dedos Hechos de Andrés (250-300) sólo quedan algunos fragmentos y unas pocas citas; sin embargo, son numerosas las remodelaciones que directa o indirectamente bebieron de él. Es lo que puede verificarse en las Cartas de las iglesias de Acaya, que narran la pasión de Andrés, y en el Libro de los milagros de Andrés, compuesto por Gregorio de Tours 30. El problema de su historicidad es complejo por la naturaleza de su contenido y por su estilo novelado. Un dato común es que Andrés, desde la cruz en donde estaba colgado, dirigió un largo discurso a los presentes invitándoles al encratismo absoluto. Esto provoca profundos conflictos en las familias y la muerte del apóstol.

Los Hechos de Felipe (300-350) están construidos sobre tradiciones antiguas, que señalan a Hierápolis de Frigia como lugar de su actividad. Las incoherencias del texto, que goza de una envidiable tradición, revelan la pluralidad de revisores que trabajaron en torno al escrito primitivo y probablemente la existencia independiente de material, al que se le dio cierto orden. Aunque carece de algunas partes, se advierte en él la influencia gnóstica, que se concreta en un movimiento ascéticomístico con algunos de los errores acogidos por los mesalianos.

Los Hechos de Tadeo (400-450) guardan relación con la antigua leyenda de Abgar el Negro, rey de Edesa (179-216), que invitó a Jesús a su reino para que con sus poderes taumatúrgicos lo curara de una enfermedad. Jesús responde a su invita ción prometiendo enviarle un discípulo. Después de la resurrección de Jesús, Tomás envía a Tadeo, que en la tradición siriaca se convierte en Addai, uno de los setenta discípulos, que cura al rey y convierte al cristianismo a toda Edesa; Eusebio de Cesarea (Hist. Eccl. 1, 13), que refiere haber traducido del siriaco al griego la correspondencia que se cruzó entre Abgar y Cristo, confunde a Abgar V, dedos tiempos de Cristo, con Abgar IX, del s. u (179-216). La unificación cronológica le permitió dar crédito a la leyenda.

Los hechos mencionados son los más importantes; existen otros que podríamos llamar de la segunda generación, en donde se presenta a los apóstoles emparejados: Pedro y Pablo, Andrés y Matías, Pedro y Andrés, Pablo y Andrés, etc., y otros también con el nombre de un solo personaje. Si exceptuamos los Hechos de Tadeo, los demás tienen huellas más o menos marcadas de gnosticismo y de encratismo sexual. Esto indica su carácter local y la zona geográfica en donde tuvieron origen, que no coincidía con todas las zonas en que se había predicado el evangelio; su éxito se mantuvo circunscrito y nunca lograron imponerse en una escala demasiado amplia.

c) Cartas. No es un género literario muy cultivado por la pseudoepigrafía, a pesar de que resulta bastante antiguo el uso de poner en circulación cartas espúreas. Son conocidas las cartas espúreas del tirano de Acrapas, Falaris (550 a.C.), de Alejandro Magno, de Aristóteles, de Anacarsis, de Pitágoras, de Sócrates, de Platón, de Diógenes, etc. También Pablo se lamenta de que alguien haya utilizado su nombre para escribir a los tesalonicenses y perturbar su vida (2Tes 2,2).

La más célebre y antigua es la Carta de Bernabé (117-138), que se presenta más como un tratado de teología que como una carta. La atribución a Bernabé no se deduce del escrito, sino de una tradición muy antigua. Su autor, que no puede ser el discípulo Bernabé, compañero de Pablo, es probablemente alejandrino, sensible a las teorías y al método exegético de Filón y adversario del AT. La finalidad declarada al comienzo es la de conseguir mediante la fe un conocimiento perfecto (1,5). El AT tiene que interpretarse en sentido espiritual (cc. 1-17); hay dos caminos que recorren los hombres, el de la luz y el de las tinieblas. Los temas arcaicos de la teología cristiana aparecen bien subrayados: Cristo preexiste a la encarnación; el bautismo concede la adopción de hijos, imprime en el alma la imagen y la semejanza divinas y transforma al bautizado en templo del Espíritu Santo; el domingo ocupa el lugar del sábado de los judíos; es el día de la resurrección.

La Carta de los apóstoles (160170), dirigida a todas las iglesias, es un camino medio entre el estilo evangélico, el epistolar y el apocalíptico. Describe en primer lugar la muerte y la resurrección del Señor, deteniéndose luego en los signos precursores de la parusía y en el juicio final. Conoce el NT, especialmente el evangelio de Juan, cuyas ideas filtra; el Apocalipsis de Pedro (125150), la Carta de Bernabé (117-138), el Pastor de Hermas (140-150); propugna la divinidad de Cristo y sus dos naturalezas. En conjunto, manifiesta una pronunciada tendencia antignóstica.

El ciclo epistolar paulino comprende: la Carta a los Laodicenses (160190), mediocre en su estilo latino y en sus contenidos, provocada por Col 4,16; es un centón de pasajes de las cartas canónicas, sobre todo de la dirigida a los filipenses. De la Carta a los Alejandrinos (160-190) se conoce sólo su existencia; la Tercera carta a los Corintios ocupa un lugar en los Hechos de Pablo (VII, 3); como respuesta a una misiva anterior de los corintios, remacha las enseñanzas tradicionales sobre la creación del mundo, sobre las relaciones entre el género humano y el Creador, sobre la encarnación del Logos y la resurrección de la carne. La Correspondencia entre Pablo y Séneca (s. iv), formada por ocho cartas del filósofo y siete breves respuestas de Pablo, se propone hacer leer en la sociedad romana la literatura paulina auténtica; con este objetivo se invita a Pablo a conjugar la elevación de pensamiento con la finura de estilo (Carta 7). Parece tratarse de una composición hecha por encargo.

El epistolario apócrifo tiene un doble ropaje: escritos sumamente ricos y determinados; escritos pobres y sin consistencia. El fenómeno tiene que ver con los temas escogidos y con la capacidad de los autores para desarrollarlos. Las dos cartas, de Bernabé y de los Apóstoles, pueden contarse entre los escritos más destacados de la literatura cristiana antigua, ya que no solamente son expresión de la corriente antijudía, sino que representan todo un movimiento teológico que ha hecho reflexionar en las características y en la función histórica del AT.

d) Apocalipsis. El género apocalíptico, canónico o extracanónico, ha sido siempre cultivado con interés, ha conocido éxitos lisonjeros y ha llamado la atención de los estudiosos de todos los tiempos por el notable peso que ha tenido en el terreno crítico-literario y en el histórico-religioso, sobre todo por su profundo sentido de misterio y de incertidumbre que acompaña a los últimos tiempos del mundo y que preocupa a la mente y al corazón de todo creyente. El género apocalíptico intenta describir de forma enigmática lo que acaece o tendrá que acontecer y concede un amplio espacio a la descodificación de los destinatarios. Pero no está ausente tampoco el aspecto parenético ni el soteriológico. La comunidad judía o cristiana puede ver reflejadas o repetidas en la historia las peripecias del mesías, cuyo contenido es un mensaje de fe y de esperanza. Estas características, más propias de la apocalíptica canónica, no faltan sin embargo en los apocalipsis apócrifos.

La Ascensión de Isaías (100-150 d.C.) es el resultado de la unión no muy elaborada de un Martirio de Isaías (50 a.C.-50 d.C.) con la Visión de Isaías (100-150), realizada por un judeo-cristiano. Mientras que el Martirio adolece de la mentalidad típica de la secta que se instaló en Qumrán -y por tanto su autor debería ser un miembro o un admirador de la misma-, la Visión recoge el ambiente típico judeo-cristiano de la primera mitad del s. II con sus temas arcaicos: Dios Padre es el inefable, que sigue estando velado para el mundo; su nombre no se ha dado a conocer; él es la Gran Gloria. El Hijo y el Espíritu Santo reciben la misma gloria del Padre. El Amado (apelativo frecuente del Hijo) viene al mundo por medio de María, después de haber atravesado los siete cielos, lleva a cabo la obra de la redención y recorre en su regreso el mismo camino hasta sentarse a la diestra de la Gran Gloria. El Espíritu Santo es concebido como un ángel que recibe la misma adoración que el Hijo. Entre la ascensión del Hijo y el fin del mundo actúa la iglesia. La resurrección final parece estar reservada a los impíos para su condenación, mientras que los justos gozarán de una resurrección pneumática.

El Apocalipsis de Pedro (h. el 135) refiere dos visiones del apóstol: una con los esplendores del paraíso y la otra con los horrores del infierno. Fue muy apreciado desde antiguo y algunos llegaron a considerarlo como inspirado; lo utilizaron los Oráculos sibilinos (II, 190-338) y los Hechos de Tomás (cc. 55-57); se advierten algunos ecos suyos más o menos consistentes en la literatura cristiana contemporánea y posterior, en donde se desarrollan las descripciones de las penas de los condenados. El autor ha combinado los pocos elementos apocalípticos canónicos sobre el más allá (cf Is 66,4; Lc 16,19-31; Ap 21) con las ideas egipcias de ultratumba y las de los escritos órfico-pitagóricos. Los pecados y los pecadores están dispuestos en paralelismo.

El ciclo apocalíptico de NagHammadi ofrece dos apocalipsis de Santiago (s. n) y un Apocalipsis gnóstico de Pablo (s. ii). El primer Apocalipsis de Santiago, relacionado con los círculos gnósticos de Valentín, está compuesto de dos diálogos didáctico-pastorales entre Jesús y Santiago, uno anterior a la pasión y el otro posterior. Los temas que se desarrollan son los clásicos de la gnosis: lo preexistente, los seres inferiores, la economía de Cristo y la salvación del discípulo. El segundo Apocalipsis recoge un discurso de Santiago ante el sanedrín, al que sigue la descripción de su martirio. El modelo parece inspirarse en el relato del martirio de Esteban (He 6-7); el conocimiento del mundo judío convierte a su autor en un judeocristiano, que probablemente trabajó con materiales utilizados también por otros autores. Cabe señalar su preocupación por no contaminar el templo con un homicidio. En efecto, Santiago no es lapidado en el lugar sagrado, en donde tuvo el discurso provocativo sobre la doble venida de Jesucristo, sino que fue arrojado desde el pináculo del templo en donde se había apoyado y, estando vivo todavía a pesar de la caída, fue llevado lejos y lapidado.

El Apocalipsis gnóstico de Pablo, que ha de identificarse probablemente con el mencionado por san Epifanio (Haer. XXXVIII, 2.5), describe la ascensión extática del apóstol desde la zona de Jericó hasta el séptimo cielo. En el cuarto cielo asiste al juicio de un alma condenada a entrar en un nuevo cuerpo; en el séptimo se ve sometido a un examen, propio de la ascesis gnóstica, antes de alcanzar la sede de los seres espirituales. Este Apocalipsis es muy distinto del otro más conocido Apocalipsis de. Pablo (anterior al 250), conocido quizá por Orígenes. Modelado sobre el de Pedro, desarrolla el tema fundamental de la suerte del alma después de la muerte, tema que pertenece a la literatura clásica egipcia. A los ascetas les está reservado un tratamiento preferencial: visten un hábito angélico y sus labios profieren una plegaria pura (c. 40). En la descripción, fuertemente dramática y realista, es evidente la intención de impresionar a la conciencia popular; los tiempos previstos no son los últimos tiempos, sino los tiempos cercanos al alma coincidentes con su destino y sus vicisitudes. Los sufrimientos de los condenados se atenúan (mitigatio poenarum) el día del domingo. En este Apocalipsis de fuertes tintas se inspiraron el arte y la literatura medievales.

Se conocen otros apocalipsis posteriores [Apocalipsis de Tomás (s. iv), de Esteban (s. iv), 10 de Juan (ss-. v-vi), 2.° de Juan (ss. vi-vu), de la Virgen, de Esdras; Apocalipsis etíope de la Virgen, etc.], que no tienen tanto interés porque no hacen más que repetir motivos ya ampliamente conocidos. Entre los Apocalipsis, el de la Virgen es un preludio de las visiones ultraterrenas de Dante. Gracias a las plegarias de María y de los elegidos, se les concede a los condenados gozar de las delicias del paraíso en el período entre la resurrección y pentecostés, para volver a sufrir luego otra vez, esperando la próxima suspensión de sus penas.

El género apocalíptico presta especial atención a las esperanzas de aquellas comunidades entre las que nació y creció. El fin individual y el colectivo es una realidad inevitable. Los dos puntos seguros de referencia son la primera y la segunda venida de Cristo, un pasado y un futuro, y entre los dos polos se desarrolla el drama humano. La mirada del apocalíptico prefiere fijarse en los últimos tiempos que preceden a la segunda llegada del mesías, de donde brotará un nuevo orden de gozo para los afligidos y de pena para los malvados. Su protagonista no es sólo la humanidad en su conjunto, sino también el individuo que ha de responder de sí mismo. El vidente contempla como ya presente el eón futuro y lo descubre en el mundo del más allá o bien saliendo del mismo. Su carisma consiste en sentir ya actuando lo que ha de suceder a distancia de años o de siglos. A pesar de que los designios de Dios son inmutables y no es posible acelerar sus tiempos, la impaciencia escatológica es actual y se inserta en las ansias de la humanidad (Rom 8,18-25).

 

V. Enseñanzas mariológicas

Los puntos doctrinales tienen como lugar de encuentro la perpetua virginidad de María, su maternidad, su muerte y su vida después de la muerte. Conocidos tradicionalmente, sufren ciertas modificaciones por parte de los escritos de la biblioteca gnóstica de Nag-Hammadi, que han obligado a los estudiosos a revisar ciertas posiciones y a desplazar algunos acentos. El paradigma para las ideas relativas a la infancia de Jesús es el Protoevangelio de Santiago; para los temas de la muerte y de la vida después de-la muerte de María nos sugiere las pistas el Tránsito de María.

El Protoevangelio de Santiago (abrev.: Prot.) es una respuesta atrevida que se da, delineando la figura de María, a los problemas que por dentro y por fuera atormentaban a la comunidad cristiana, como la mención de los hermanos y hermanas de Jesús (cf Mt 13,55-56; 27,56; Mc 6,13; 15,40; Gál 1,19), la paternidad de José (Lc 2,22-23), su descendencia de la estirpe de David (cf Mt 1,16 Lc 3,23), las murmuraciones que hacían circular los judíos y los paganos sobre el origen de Cristo, recogidas por el filósofo Celso (hacia el 178) en el Discurso verdadero, y otras por el estilo.

1. PREHISTORIA. La prehistoria de María vuelve a evocar y a presentar la época paradisíaca anterior a la caída, que es un preludio de su integridad (virginidad integral); concebida por un proceso normal amoroso (Prot. IV), vive en un ambiente aséptico, primero en su casa y luego en el templo (Prot. VI-VIII). A primera vista parece aceptarse la noticia sobre los nombres de sus padres, Joaquín y Ana (Prot. I-II), que pasaron sin dificultad a la tradición posterior. Sin embargo, su presentación obedece a un esquema preestablecido, típico del AT y signo de la sensibilidad del autor para los valores de la antigua alianza: el hombre rico, que observa la ley, vence antes o después a sus adversarios.

2. EN EL TEMPLO. La vida de María en el templo fue aceptada sin dificultad por la antigüedad cristiana, ya que conocía la costumbre judía de educar a las niñas en el templo, donde participaban de la vida que allí se desarrollaba (Prot. XV). Detrás de esta noticia está la convicción de que María permaneció virgen bajo el rígido control de personas religiosas atentas a la pureza legal, sin verse solicitada por veleidades de ningún género, a no ser por el anhelo de vivir en el templo del Señor. La disponibilidad de los sacerdotes por encontrarle un marido tiene que encuadrarse dentro de sus preocupaciones por la pureza legal. Prescindiendo de la costumbre israelita de celebrar matrimonios espirituales para salvaguardar a las doncellas, el matrimonio entre María y José tiene todas las características de una entrega destinada a proteger a María con vistas a un futuro prestigioso, pero todavía no bien definido (Prot. IX.XIII-XVI). Le corresponderá a Gabriel trazar la posición de María delante de Dios, anunciándole la concepción por obra de su palabra y un parto distinto del de las demás mujeres (Prot. XI). Esta línea vuelve a aflorar sorprendentemente en el Evangelio de Nicodemo, cuando trata del llanto de María al pie de la cruz, donde dice, entre otras cosas: "Dóblate, oh cruz, para que abrace y bese a mi hijo, a quien amamanté con este seno de manera singular, por no haber conocido varón" (X, 4). Esta invocación, pronunciada en un momento de especial intensidad, vuelve a asumir icásticamente la exposición del Prot. sobre la interrelación María-José. Sorprende que ningún apócrifo haya descrito las ceremonias de los esponsales, ni siquiera el Pseudo-Mateo que se entretiene en la entrega de María a José (VIII); tan sólo el libro ya tardío de la Natividad de María (846-849) hace una vaga alusión al rito de los esponsales (VIII).

3. EL ANUNCIO. La escena de la anunciación, duplicada en el Prot. (XI), es reconstruida en el templo dentro de un contexto cultual en el Evangelio de Bartolomé, que acentúa los objetivos soteriológicos de la concepción: "Concebirás a un hijo y por medio de él se salvará el mundo entero. Tú llevarás al mundo la salvación" (XX). La postura de mediación para realizar la salvación del mundo tiene aquí una primera indicación explícita, destinada a ser recogida en los escritos asuncionistas, en donde se le invita a María a rezar por los apóstoles. En el viaje a Belén el lamento profético de María sobre los dos pueblos que siguen caminos opuestos (Prot. XVI) es una reevocación de Gén 25,23 sobre los dos gemelos que se pelean en el seno de su madre Rebeca y una anticipación de la profecía de Simeón (Lc 2,3435) sobre Jesús, signo de contradicción. Mientras que en el Prot. XVI sigue siendo problemática la concreción de los dos pueblos (paganosjudíos, creyentes-incrédulos), en el Pseudo-Mateo (XIII, 1) se trata claramente de los judíos y los paganos. Con esas palabras, María entra en el número de los profetas del AT.

4. MADRE-VIRGEN. El punto crucial y más rico en implicaciones es el nacimiento de Jesús, con el que establecen también algunas relaciones los apócrifos que no tratan directamente los temas de la infancia del Salvador. El parto en Belén conjuga dos elementos contradictorios para dar el sentido de la grandeza del acontecimiento: un nacimiento extraordinario que pertenece a la esfera de lo divino, como se deduce de la suspensión del movimiento de la naturaleza; una historia real ocurrida en el tiempo, que sin embargo deja intacta a la madre y le permite seguir ostentando el título de virgen. La prueba de la virginidad que ofrece el Prot. (XX) sigue el esquema de la exigencia de Tomás apóstol (Jn 20,27-30) y responde al criterio del doble testimonio que hace incontrovertible un hecho. Una comadrona y su amiga Salomé atestiguan que María es virgen-madre. El autor (Pros. XVIII-XX) reconoce en ello la enseñanza teológica que defiende la gran iglesia, pero va más allá de las proposiciones en este terreno. Esta enseñanza consiste en la unicidad trascendente del parto y en la presencia-compromiso de lo divino que se manifiesta en el símbolo de la nube luminosa que envuelve la cueva de Belén. Si es posible profundizar, no tanto en el parto virginal como en su marco teofánico, esa profundización puede hacerse reflexionando en el episodio de la transfiguración (cf Mt 17,1-9; Mc 9,2-12; Lc 9,28-36). De la nube sale una voz que proclama a Jesús, entonces fuente luminosa, Hijo de Dios. La nube se disipa, la luminosidad desaparece y Jesús está presente en toda su humanidad a la mirada atónita de los tres apóstoles. En el nacimiento de Jesús, el Padre, personificado y escondido en la nube, al retirarse deja a María su Hijo, que, siendo pura luz, se ha hecho hombre. Un esquema literario idéntico está presente en las dos descripciones teofánicas; las adaptaciones se deben al diverso momento histórico. La imagen y el símbolo concurren en la consecución de un mismo objetivo; el niño que toma la leche de la madre es hombre-Dios, como lo es Jesús al aparecerse con todo su esplendor a los apóstoles. Ecos del carácter extraordinario de este acontecimiento se notan en la Ascensión de Isaías (XI, 12), que refiere las impresiones de los betlemitas, obligados a admitir que ninguno sabía de dónde venía aquel niño, y en la XIX Oda de Salomón, según la cual la encarnación del Hijo es el don del Espíritu al mundo. En el seno de María, que dio libremente su asentimiento a las palabras del ángel, tuvo lugar el encuentro-matrimonio entre el Hijo y el Espíritu, cuyo resultado fue la concepción del Verbo, un parto admirable e indoloro, ya que fue Dios el que realizó aquella obra.

La posición teológica del autor se califica como una defensa de las enseñanzas sobre la consagración de María a Dios incluso antes de nacer (Prot. IV) y sobre la virginidad antes del parto, en el parto y después del parto. Sin embargo, la consagración a Dios no anticipa la condición de las vírgenes cristianas que han escogido a Cristo, sino que es el prólogo de la maternidad virginal, como deja entender la bendición del sacerdote que acoge a María en el templo (Prot. VII), la decisión de confiársela a José (Prot. VIII) y la reacción de José y de los sacerdotes cuando María queda encinta (Prot. IX.XIIIXVI). Esta defensa a ultranza presupone la existencia de ciertas tendencias que obran en sentido contrario y que se advierten en la literatura gnóstica. En el Evangelio de los Ebionitas se presenta a Jesús como hombre, elevado por Dios a los umbrales de la divinidad mediante la bajada de Cristo sobre él. Por tanto, Jesús es una pura criatura, uno de los ángeles, y María es la madre del hombre Jesús 43. El Evangelio de Felipe plantea de forma dramática la pregunta sobre la concepción virginal, que es negada con toda decisión, ya que Jesús tiene un padre terreno (Logion 91). Sin embargo, María es la virgen que no fue contaminada por el poder del demonio (Ib, 17).

El Evangelio de Tomás recoge la frase de la mujer que proclama bienaventurada a la madre de Jesús (Lc 11,27-28) y la asocia a la de las mujeres que en el momento del juicio final no hayan dado a luz (Lc 23,29). La asociación le imprime una orientación de encratismo sexual y es precisamente en este contexto donde encuentran espacio las vagas alusiones a la madre de Jesús (Ib, 79.99.101.105). En la Pistis Sophía se ve la maternidad de María en una perspectiva adopcionista: Jesús puso su morada en el seno de María, en donde tuvo lugar el encuentro y la asimilación entre Jesús, hijo de María, y el Espíritu Santo, hermano de Jesús (c. 61). Pero el pensamiento del autor aparece con claridad en su comentario al Sal 84,10-11, puesto en labios de María: "La gracia y la fuerza de Sabaoth en mí, que ha salido de mi boca, o sea tú (= Jesús); por el contrario, la verdad es la fuerza de Isabel, o sea Juan, que al venir ha predicado el camino de la verdad, que eres tú (= Jesús)"; y también: "En el tiempo en que fuiste siervo de ti mismo, tenías el aspecto de Gabriel, miraste desde el cielo sobre mí y hablaste conmigo. Después de hablar conmigo, germinaste en mí tú, la verdad, o sea la fuerza de Sabaoth el bueno, la cual se encuentra en tu cuerpo natural, o sea, la verdad germinada desde la tierra" (c. 62). Traduciendo en términos corrientes este discurso complicado, María dice que y Gabriel puso en ella el cuerpo sacado de Barbelo y el alma recibida de Sabaoth. De este modo el Salvador es realmente una criatura preexistente, que no tiene nada en común con las potencias cósmicas ni con el mundo, huésped extranjero venido de arriba que entró a morar en María, la cual se convirtió entonces en el depósito (parakatheke) del primer misterio, la que al engendrarlo lo recubrió como con una pátina de oscuridad, símbolo de la materia inferior, que quedó luego eliminada con ocasión del bautismo mediante el don del Espíritu (c. 59) 44. Esta interpretación, si por un lado acentúa el nacimiento maravilloso de Jesús y excluye toda intervención de José, por otro difumina la maternidad de María relegándola a una función fisiológica y material de mero depósito (cc. 8.59.69).

5. LOS TIEMPOS DE LA PASIÓN Y DE LA RESURRECCIÓN. Es prácticamente inexistente la contribución de los apócrifos en noticias y contenidos sobre aquella parte de la vida de la Virgen que va desde el episodio del niño Jesús perdido en el templo a los doce años hasta los hechos de la pasión y resurrección del Señor. Se tiene la impresión de que los autores encuentran cierta dificultad en trazar la aportación de María y en confrontarla con la del Hijo. Por el contrario, los hechos de la pasión ofrecen algunas ideas teológicamente relevantes. El Evangelio de Nicodemo, cuando evoca la presencia de María al pie de la cruz, empobrece tanto a Jn 19,25-28 como a los sinópticos con una exégesis extrapolada: ni María, que se pregunta cómo podría programar en adelante su futuro, ni Juan advierten el significado espiritual y soteriológico de las palabras de Jesús. El dato positivo es la vinculación de la pasión tomada globalmente con la profecía de Simeón (cf Lc 2,34-35; Evangelio de Nicodemo XI, 5). El Transitus colbertinus consigue llegar al núcleo del diálogo entre Jesús y María: Jesús entregó su madre a Juan, por ser virgen de cuerpo, diciéndole: "He ahí a tu madre"; y a la madre: "He ahí a tu hijo". Desde aquel instante, María fue objeto constante de la solicitud de Juan durante toda su vida (c. 1) 45.

No carece de interés teológico el amanecer del día de la resurrección. Los evangelios canónicos no hablan de ninguna aparición de Jesús a su madre. Por visión ocular o por comunicación oral saben que Jesús ha resucitado María Magdalena, las otras mujeres que habían acudido al sepulcro, algunos apóstoles y luego, al atardecer, todo el grupo. Entre estos privilegiados no se menciona a la Virgen. Por el contrario, de la aparición de Jesús a su madre nos hablan el Evangelio de Bartolomé y el de Gamaliel en unos contextos en donde se cruzan la cristología y la eclesiología; a pesar de la puntualización de los textos canónicos (cf Jn 20,118), se le reconoce a María un papel superior al de Pedro y al de la Magdalena. Primera persona a la que Jesús se manifiesta después de la resurrección, recibe el encargo de comunicar a los apóstoles el prodigio de la resurrección (Ev. de Bartolomé, 8; Ev. de Gamaliel IV, 17). El discurso que Jesús reserva para su madre es un mosaico de títulos y de afirmaciones sugestivas, entre las que vale la pena destacar la que dice que "dará su paz a los que crean en él y en el nombre de María, su madre-virgen, seno espiritual, tesoro de perlas, arca de salvación de los hijos de Adán" (Ev. de Bartolomé, 8). La profesión de fe en María, virgen-madre de Jesús, va a la par con la fe en el mismo Jesús. Esta asimilación, elocuente dentro de su ingenuidad, presupone un desarrollo paralelo de la cristología y de la eclesiología. A diferencia de otros textos, aquí la exaltación de María tiene como fundamento la virginidad y la maternidad.

Con sorprendente claridad, en algunos pasajes del Tránsito romano (pero como reflejo de He 1,14), se la designa madre de los apóstoles y de la iglesia naciente, en donde Juan la proclama como hermana que se ha convertido en madre de los doce y madre de los salvados (c. 16,18). La respuesta de María a estas consideraciones tiene su punto decisivo en la declaración: "He aquí que se han reunido (los apóstoles) y yo me encuentro en medio de ellos como vid fructífera, como cuando yo estaba contigo y tú eras como vid en medio de tus ángeles" (c. 29). El texto, más bien tardío, describe con suficiente precisión el papel de María en el seno de la iglesia primitiva y la conciencia que tiene de continuar la obra del Hijo como madre de los creyentes. Un rasgo característico del Evangelio de Bartolomé es la relación de confianza que se establece, después de un cierto momento de vacilación, entre María y el grupo de los discípulos. En la reevocación del hecho de la anunciación, interrumpida por la intervención de Cristo, María aparece como aquella que guía a la pequeña comunidad cristiana recogida a su alrededor, introduciendo las oraciones (c. 2) e interponiendo sus buenos oficios para que el Señor revele todas las cosas celestiales. Pedro alaba a María porque ha anulado la transgresión de Eva, transformando enjuicio la vergüenza original (c. 4). 

6. ASUNCIÓN. Como se advierte con facilidad, estos datos, tan interesantes y ricos en sugerencias, introducen ya en aquellos otros más conocidos de la asunción de María. Los autores asuncionistas que presentan los últimos instantes de la vida terrena de María como un acontecimiento ineludible, que experimentó el mismo Cristo, se preocupan de hacer presagiar al lector que en el caso de la Virgen no todo termina con la muerte, ya que es virgen-madre y conservó intacta su virginidad. Los motivos de la asunción son más bien respuestas sobre la virginidad en el sentido de cuerpo incontaminado que sobre la maternidad, y la grandeza de la virginidad consiste en el hecho de que María fue morada de Jesús. Este planteamiento señala la presencia de un elemento encrático con fondo sexual que atraviesa toda la literatura apócrifa asuncionista. El modelo más acreditado es el Tránsito. de María.

De la descripción de la escena de la muerte de María la atención se dirige a un recuerdo de los misterios que la rodearon durante su vida -concepción y parto virginal-, que tienen su epílogo en el grande y glorioso misterio de su "dormición", con la alusión al ramo de una palmera, símbolo de la vida, que le trae a María el mismo Jesús, que se le aparece con el semblante del gran ángel (Trans. rom. 2). El gesto de Jesús prefigura y anticipa la vida futura de María bajo la luz. La costumbre de llevar palmas en los funerales pertenece al simbolismo judeo-cristiano, que expresaba de este modo la victoria sobre la muerte.

Otro aspecto teológicamente digno de interés es la reunión de los parientes y de los apóstoles en torno a María, que se configura como una reunión familiar, la de la familia de Jesús. Se trata de un gesto social y comunitario, que tiene su apoyo en la plegaria que acompaña al tránsito de la Virgen, con las antorchas que se mantienen encendidas hasta la llegada de su Hijo (c. 16).

La hora de la muerte de María no coincide con la hora de la muerte de Jesús: la Virgen muere a las nueve de la mañana, mientras se oye un fuerte clamor y se difunde por dentro de la habitación un perfume embriagador. El mismo Jesús recoge su alma y se la entrega a Miguel en forma humana perfecta, sexualmente indiferenciada (Trans. rom. 34-35; Pseudo-Melitón X, l). La ausencia de diferenciación sexual recuerda ciertos rasgos del gnosticismo egipcio, como el que se observa en el Evangelio de Felipe (78) y en el de Tomás (27.121), y recoge además una tradición muy antigua.

A pesar de que no faltaban arquetipos para las ceremonias de la sepultura, la asunción no tenía ninguno en donde inspirarse. Por esa razón se la representa como una reanimación del cuerpo, trasladado al paraíso por el arcángel Miguel y depositado bajo el árbol de la vida (Trans. rom. 46). El gesto de Miguel demuestra que la asunción de María no ha sido modelada a partir de la resurrección y ascención de Jesús, sino sobre un esquema distinto que no se conoce todavía. Los autores apócrifos están de acuerdo en la afirmación de que su cuerpo no sufrió un proceso de transformación idéntico al del cuerpo de Jesús, que se convirtió en luminoso y transparente después de la resurrección, sino más bien un proceso de grado y de calidad inferior que consiste en la reanimación y en el retorno a la vida mediante la reinfusión del alma en el cuerpo. La idea-madre sobre la que piden un consenso es que el cuerpo de María no sufrió los efectos de la descomposición del sepulcro, sino que, una vez llevado al paraíso, quedó reconstruida la unidad rota por la muerte. María en el paraíso, en alma y cuerpo, vive una vida no diferente de la del Salvador glorificado. La raíz de su existencia glorificada en el reino de la luz del Hijo es su integridad física -virginidad perpetua- y su maternidad.

7. LA SUSPENSIÓN DE LAS PENAS DEL INFIERNO. Después de la asunción María, junto con los apóstoles, visita los lugares en donde están sufriendo los condenados. Gracias a su intercesión y a la intercesión de los ángeles y de los santos, Cristo suspende las penas de los condenados, o bien desde el día de Pascua hasta el de Pentecostés (Apocalipsis de la Madre del Señor, final) o bien todos los domingos (Apocalipsis de Pablo, 44; Libro del reposo etíope, 100). En el Apocalipsis de Pablo y en el Libro del reposo etíope, esta mitigación de las penas, narrada de modo uniforme, la concede Cristo motivado por las lágrimas de Miguel, por las súplicas de los apóstoles y de María (Libro del reposo etíope, 100), pero también por el afecto de los ángeles, de Pablo, por las oblaciones de la comunidad cristiana y por la observancia de los preceptos del Señor por parte de los parientes de los condenados, sobre todo por la bondad de Cristo (Apocalipsis de Pablo, 44).

Dejando aparte los problemas histórico-teológicos suscitados por esta propuesta presentada como certeza, aparece con máxima claridad la intercesión eficaz de la Virgen, de los ángeles, de los santos y de las comunidades de fieles ante Dios, así como la antigüedad, de la idea de compasión de los espíritus bienaventurados para con los hombres en la tierra y para con los condenados, y el esfuerzo por conjugar en Dios los atributos de la justicia y de la misericordia. Los apócrifos han resuelto este enigma introduciendo el concepto de la suspensión temporal prefijada de las penas de los condenados [-> Liturgia I].

 

VI. Los apócrifos como hecho cultural

Abandonando ya la convicción de que el objetivo principal de los apócrifos era el de completar y enriquecer con aportaciones que no habían tenido en cuenta los escritos canónicos los informes que éstos nos dan a veces de una forma sumaria, se ha abierto camino actualmente y va imponiéndose poco a poco la convicción de que su objetivo es más amplio y está vinculado a motivos doctrinales, ya que, en el contexto de la producción literaria religiosa, desempeñan una función cultural y devocional al mismo tiempo. Al leer y filtrar las descripciones fantásticas con que frecuentemente tropieza, el estudioso de la historia del cristianismo antiguo descubre en ellos algunos elementos de valor permanente que solamente ellos recogen y garantizan. En relación con aquel tipo de cristianismo primitivo y de los siglos inmediatos, suficientemente libre de la línea doctrinal representada por la gran iglesia, se perfilan como una documentación histórico-literaria de la mayor importancia, no sólo como fuentes que es preciso analizar y estudiar, sino también como verificación de la interpretación de los escritores eclesiásticos antiguos que los manejaron y utilizaron. La objetividad dedos resúmenes de san Ireneo sobre las diversas articulaciones de la herejía gnóstica, que ocupa el primer libro del Adversus Haereses, y su declaración de que ha tomado contacto con algunos ex gnósticos y con sus escritos a fin de obtener informaciones de primera mano, han tenido una verificación y una confirmación gracias al Apocryphon Johannis, al Evangelio de Verdad, al Evangelio de Felipe, a los Hechos de Tomás, a los Apocalipsis de Adán, de Santiago y otros semejantes. Esta misma reflexión podría hacerse también a propósito de Hipólito, de Orígenes y más tarde de Epifanio. El hallazgo de la biblioteca de Nag-Hammadi ha tenido como efecto inmediato despertar un interés que se ha ampliado tanto a la literatura bíblica como a la patrística.

El conocimiento de los movimientos heréticos, en especial durante los ss. II y III, al menos de los que han dejado por escrito a la posteridad su propia interpretación del hecho cristiano, se vio ampliamente favorecido y asegurado por su testimonio directo y no contaminado por los que se encargaron de refutarlos, aun cuando, por tratarse en algunos casos de traducciones a otra lengua, es preciso admitir cierto grado de manipulación en ellos. Bajo esta perspectiva se trata de fuentes insustituibles para el conocimiento de todo lo que acontecía en aquella época de la iglesia. Su diversidad en comparación con la literatura canónica nos advierte de que, si la fascinación y el cultivo de lo maravilloso son, al menos en algunos casos, uno de los elementos que se utilizaron en ellos en amplia medida, no por eso dejan de ser portadores del mensaje de las sectas que los produjeron. Incluso en los relatos de cuño docetista, en donde Jesús no tiene ninguna necesidad de crecimiento interior, humano, en último análisis se subraya, adoptando ciertos medios e instrumentos discutibles, la verdadera identidad de Jesús. Esta cualidad que tienen de ser un reflejo de las creencias de una comunidad local, a menudo de origen judeo-cristiano, es valorada por los historiadores como una preciosa contribución al conocimiento de esa forma menor de cristianismo que no logró difundirse más allá de una determinada zona geográfica, ya porque son demasiado evidentes sus rasgos locales, ya por ser claramente insuficiente.

No es infrecuente el caso de que los apócrifos sean relacionados y confrontados con la biblia, sin prestar el debido relieve a la época en la que vieron la luz, por lo menos unos cincuenta años después de haberse completado la literatura atribuida a san Juan. Al obrar de esta manera se falsea su colocación en el seno de la literatura. Los apócrifos del NT, y podríamos decir lo mismo de los del AT, vieron la luz cuando estaban ya completados los cánones respectivos, a pesar de que no se hubieran declarado como canónicos definitiva y oficialmente. Esta observación nos mueve a revisar la posición que ocupan respecto a la biblia y, a pesar del intento de imitarla y de asimilarla, a considerarlos como expresión concreta e histórica de un cierto tipo de judaísmo y de cristianismo que no consiguieron sobrevivir. Con esto no se quiere decir que las sectas no intentaran crearse su propia literatura sagrada, lo mismo que la que tenía la gran iglesia, sino que sus escritos, atribuidos en su mayor parte a los apóstoles, se configuraron como exposiciones de tipo teológico.

Pasando ahora de la consideración histórica a la de sus contenidos, es preciso destacar el desplazamiento de acento que se produce respecto a la Escritura y a la tradición primitiva. En éstas el protagonista es el Salvador; María, José, los apóstoles, las mujeres representan un papel periférico, y cuando asumen la responsabilidad de continuar la obra de Cristo (véanse los Hechos y el Epistolario), lo hacen por él y con vistas a él. En los apócrifos, por el contrario, todos estos personajes se convierten en protagonistas de numerosos hechos, dando el paso de esta forma del género evangélico -que es anuncio- al género literario hagiográfico, que esconde detrás de la trama ciertas consideraciones teológicoapologéticas. Así, por poner un ejemplo, el Protoevangelio de Santiago es una apología de la perpetua virginidad de María, de su pertenencia a la dinastía davídica y contextualmente de la divina maternidad. Las discretas alusiones de los evangelistas no parecen suficientes para imponer silencio a los docetas. Las ideas que se filtran son las que tomaron cuerpo en las enseñanzas de la gran iglesia. Asistimos, por consiguiente, al fenómeno singular de un escrito que no fue compuesto en función de una secta o de una interpretación en ciertos aspectos discutible del cristianismo, sino en defensa de una verdad que es patrimonio de la gran iglesia.

Un problema particular es el que plantea la asunción de María. Es preciso subrayar que los apócrifos asuncionistas no representan una posición herética, sino más bien una enseñanza de la que suponen la primera documentación por escrito que ha llegado hasta nosotros. A pesar de sus contradicciones, convergen en un punto fundamental que constituye el núcleo del dogma católico: el cuerpo de María no se descompone en el sepulcro, sino que fue llevado a los cielos. En este sentido, el historiador acepta este documento y lo coloca en su contexto vital, y mientras tanto el teólogo se encuentra en la obligación de enfrentarse con el problema de las raíces y del momento en que la iglesia tomó conciencia de que la Virgen había seguido el mismo camino de Cristo incluso después de su muerte. Juntamente con los apócrifos admite que las raíces de la asunción de María son su integridad virginal y la maternidad divina, a la que alude el NT, y que el testimonio documental no llega más allá del s. II. Independientemente de los apócrifos, reconoce en el dogma de la asunción de María a los cielos una verdad revelada por Dios (que fue objeto de la piedad cristiana, de fórmulas litúrgicas y de homilías antes de haberse declarado oficialmente), una respuesta -y no una sanción- a los relatos asuncionistas y, finalmente, una revalorización de una tradición latente en la iglesia, sobre la que se detuvo largo tiempo la reflexión teológica [-> Asunción]

E. Peretto

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