SANTO
DicES
 

SUMARIO: I. La santidad cristiana consiste en la unión con Cristo: Las enseñanzas del Vat. II - II. Santidad ontológica y santidad moral - lll. La santidad es una, pero debe ser cultivada según la vocación de cada uno - IV. Dimensión escatológica de la santidad - V. Dimensión eclesial de la santidad: unión con los que son de Cristo - VI. Unión y comunión con los que están en Cristo en la gloria.

Para comprender exactamente lo que es un santo, cuál es su relación con nosotros y, por tanto, cuáles son nuestras relaciones con él, es preciso remontarse a la realidad de la santidad cristiana en sí misma.

I. La santidad cristiana consiste en la unión con Cristo

El Vat. II, adaptándose sabiamente a las costumbres de una prolongada praxis conciliar, no quiso dar una definición técnica, y mucho menos escatológica, de los conceptos clave, entre los que hay que enumerar precisamente el de la santidad. Tampoco era oportuno avanzar por ese camino, pues ello habría conducido casi ineludiblemente a la necesidad de adoptar una postura frente a algunos aspectos correlativos del problema que son objeto de pareceres libremente disputables entre escuelas y teólogos católicos. No obstante, aun sin dar una definición teórica o escolástica, el concilio propuso inequívocamente —de forma positiva— una doctrina acerca de la naturaleza de la santidad cristiana, que, por otra parte, se encuentra en perfecta armonía con la tradición y con lo que ésta ha enseñado en su magisterio auténtico.

Efectivamente, aunque los autores que habían tratado de esta materia (enla exposición sistemática de la teología de la santidad) habían procedido diversamente tomando en consideración aspectos formales diversos; aunque la terminología usada por ellos estaba lejos de ser idéntica en todos, por lo cual se advertían múltiples matizaciones en la presentación y elaboración de esta doctrina, no obstante, es innegable que, en último término, todos los teólogos católicos habían enseñado más o menos explícitamente que la santidad cristiana consiste en la unión con Cristo, Verbo encarnado y redentor nuestro, único mediador entre Dios y los hombres, y fuente de toda gracia y santificación. Uno de los grandes méritos de este concilio consiste en haber expuesto claramente esta doctrina y haberla insertado y desarrollado orgánicamente, a la luz de la eclesiología renovada, en la constitución dogmática sobre la Iglesia.

LAS ENSESANZAS DEL VAT. II - Que en la constitución Lumen gentium la temática de nuestra santidad y santificación se ha desarrollado a base de la categoría de nuestra unión con Cristo, resulta evidente ante todo por el planteamiento del capítulo quinto, que trata expresamente de este tema. De hecho, dicho capítulo plantea la argumentación de fondo en los términos siguientes: "La Iglesia, cuyo misterio expone el sagrado concilio, es indefectiblemente santa en la opinión de todos. Efectivamente, Cristo, Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu es proclamado `el solo santo', amó a la Iglesia como a su esposa, se entregó a sí mismo por ella para santificarla (cf Ef 5,25-26) y la unió a sí mismo como su cuerpo llenándola del don del Espíritu Santo para la gloria de Dios. Por ello todos los miembros de la Iglesia, tanto si pertenecen a la jerarquía como si son dirigidos por ésta, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: `Ahora bien, ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación' (1 Tes 4,3; cf Ef 1,4)" (LG 39).

Analizando este texto, advertimos en primer lugar que la obligación moral de tender a la santidad es común a todos los miembros de la Iglesia, y se deduce precisamente de su pertenencia y unión ontológica a ella, la cual es proclamada como indefectiblemente santa. Todos los fieles deben ser santos en su conducta moral, porque deben actuar en conformidad con lo que son en el orden del ser: como hombres que viven en la Iglesia, que es santa. Pero, según se desarrolla en el párrafo inmediatamente siguiente, la Iglesia misma es santa porque Cristo, "el solo santo", la ha amado como a su esposa y se ha entregado a ella para santificarla. Con esto se dice que la santidad de la Iglesia deriva totalmente de la santidad de Cristo y de su amor hacia ella, amor que le impulsó al sacrificio de la cruz para que ella pudiera ser su esposa. Es de advertir que en esta descripción de las relaciones existentes entre Cristo y su Iglesia, sobre las cuales se fundamenta y de las cuales resulta la santidad de la misma Iglesia, se recurre explícitamente a la categoría del amor, que, según su naturaleza, procede del deseo de la unión mutua y la establece de hecho. Así pues, queda explicada muy certeramente la intensidad y la intimidad de esta unión recurriendo a la imagen bíblica de los esponsales entre Dios y su pueblo elegido.

Pero ni siquiera esta descripción es suficiente para expresar todas las riquezas de la unión amorosa que existe entre Cristo y su Iglesia, ni la profundidad que de ello se deriva para la santidad de la Iglesia; por eso se introduce un segundo concepto y se dice que Cristo le ha unido a sí mismo como a su cuerpo. Con esta especificación ulterior, la santidad de la Iglesia se describe todavía más clara y explícitamente mediante la categoría de la "unión" con Cristo, es decir, por medio de la categoría que de manera eminente expresa la identificación de Cristo con su Iglesia y que, al mismo tiempo, revela con una profundidad insuperable el misterio de la Iglesia, su naturaleza y finalidad, su dinamismo sobrenatural y las múltiples manifestaciones de la vitalidad que le caracteriza.

El tercer motivo aducido para explicar la santidad de la Iglesia, es decir, el hecho de que Cristo la ha colmado con el don del Espíritu Santo, está íntima y orgánicamente conectado con la consideración anterior; el poner de relieve otro aspecto más ayuda a comprender mejor por qué la santidad de la Iglesia consiste precisamente en la unión con Cristo. Efectivamente, el Espíritu Santo (que es presentado como el principio de la santidad de la Iglesia) es el alma del cuerpo místico, que lo penetra todo y lo vivifica uniéndolo a Cristo. A la luz de la teología trinitaria y de lo que ella enseña sobre el Espíritu Santo como Espíritu de amor y vínculo de caridad, se intuye fácilmente el profundo valor de la doctrina, según la cual el Espíritu Santo nos comunica la santidad precisamente porque y en cuanto nos une a Cristo y en él nos hace partícipes de la vida divina.

Partiendo de esta consideración de la santidad, tendremos que decir, pues, que Dios es llamado "santo" porque, en virtud de su misma naturaleza divina, es siempre en todo su ser y hacer perfectamente idéntico a sí mismo, a su majestad, a su justicia y a su bondad; la humanidad de Cristo es "santa" porque está hipostáticamente unida a la persona del Verbo divino; la Iglesia es "santa" porque mediante el Espíritu Santo está unida a Cristo como a su cuerpo místico; por último, los seres humanos son "santos" porque y en cuanto al estar unidos a Cristo por el Espíritu Santo a través de la Iglesia viven ontológica y moralmente de la vida de Cristo.

Pero no sólo en este texto fundamental de la constitución dogmática se concibe y se presenta la santidad de los cristianos como unión con Cristo en el seno de la Iglesia. La misma idea aparece allí donde la LG habla de la santidad y de nuestra santificación. Para convencerse de esta afirmación, basta leer en su totalidad la constitución y sustituir, donde ocurran, los términos "santidad" y "santificación" por los de "unión" y "unificación" con Cristo. Se verá entonces que todos los textos, que ya de por sí tienen un sentido plausible y profundo. adquieren entonces una mayor claridad, porque así se logra apreciar mejor el verdadero sentido de lo que el concilio quería expresar y de hecho expresó.

El recurso que se hace algunas veces a la categoría de nuestra participación de la vida divina y a otras semejantes demuestra esta misma realidad; se trata, en efecto, de expresiones y formas de hablar que, cada una con matices diversos, describen el hecho y la naturaleza de nuestra unión con Cristo y, en él, con la Santísima Trinidad. Merecen especial atención en este contexto los verbos usados por la LG para hacer comprender la forma en que debe efectuarse la tendencia de los cristianos a la santidad: coniungi, consecrari, conformes fieri, sequi, imitan y otros semejantes que pertenecen claramente a la categoría de la unión y de la unificación tanto en el orden ontológico como en el orden intencional y moral.

A los resultados de estas indagaciones terminológicas corresponden plenamente las investigaciones llevadas a cabo sobre los grandes temas que en el ámbito de la teología de la santidad de los cristianos son desarrollados en dicha constitución dogmática. Basta pensar en toda la teología de los sacramentos y, especialmente, en lo que se expone acerca del bautismo y de la eucaristía, para ver que la importancia de los sacramentos —y en forma totalmente especial de la eucaristía— se explica precisamente mediante la función que tienen de unirnos a Cristo mediante el don especial del Espíritu Santo, que nos confieren. Otro tanto puede decirse de todos los demás medios de santificación y de las múltiples instituciones de la Iglesia, que tienden en su totalidad a promover la santidad de los fieles; estos medios se describen, cada uno a su modo, como otras tantas ayudas o condiciones orientadas a ponernos en contacto cada vez más íntimo y vivo con la persona del Verbo encarnado y redentor.

Por último, téngase presente que la importancia primordial que se atribuye a la actividad del Espíritu Santo en la obra de nuestra santificación, queda sistemáticamente explicada por la doctrina de que él mismo procede del Padre y nos conduce a él, recapitulándolo todo en Cristo. El mismo recurso a la categoría de la naturaleza de nuestra unión con Cristo aparece justamente —en estrecha conexión con la doctrina pneumatológica— allí donde el concilio habla de la caridad teologal, que por su misma naturaleza une a los hombres con Dios y entre ellos mismos en el seno del cuerpo místico.

No tiene nada de extraño, pues, que en algunos textos la santidad aparezca explícitamente identificada con la unión con Cristo, como ocurre, por ejemplo, en el número 49 de la constitución, donde dice que, "a causa de su más íntima unión con Cristo, los bienaventurados consolidan a toda la Iglesia en la santidad"; y un poco más adelante se ofrece una especie de definición de la santidad al hablar de la "vía segurísima por la que, entre las vicisitudes del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir, a la santidad" (LG 50).

II. Santidad ontológica y santidad moral

Aceptadas como premisas seguras las nociones que ofrece la Sagrada Escritura y la tradición, auténticamente interpretadas por el magisterio de la Iglesia, según las cuales la santidad se describe y se define mediante la categoría de la unión con Dios (santo es todo lo que está unido a Dios en la forma debida, y profano o pecaminoso es lo que no está unido a él o incluso está separado y apartado de él), pensamos que basta subrayar que, examinando más de cerca este concepto, no se tarda mucho en descubrir la necesidad de una especificación fundamental. Aunque hablemos con razón de una santidad ontológica por la que se pueden llamar santas todas las criaturas, incluso las inanimadas e infrapersonales (porque proceden de Dios creador y como tales están unidas a él), en un sentido más específico sólo se llaman santos los seres personales, aquellos que están dotados de una inteligencia y una voluntad, que les permiten poner en práctica y realizar su unión con Dios de una forma consciente y libre.

El concepto de santidad se extiende, pues, desde el plano ontológico al plano moral y aparece en su verdadera riqueza como una realidad vivida deliberadamente, que penetra la existencia misma de una persona precisamente porque, con la riqueza de su ser y con la espontaneidad de su libre voluntad, se une a Dios entregándose a él con el calor del amor. Por eso, siendo personal la santidad, se apropia necesariamente las características típicas de toda persona y tiene incluso como nota esencial un continuo dinamismo. Efectivamente, como el ser personal del hombre se enriquece o se empobrece en su desarrollo, así también la unión del hombre con Dios, al estar ligada al desarrollo de la persona misma, se encuentra en continua fase de enriquecimiento o empobrecimiento. Pero igual que el desarrollo de una personalidad debiera seguir una línea de ascensión constante, lo mismo se puede decir de la santificación.

Sería, sin embargo, erróneo —por incompleto— quedarse parados en estos conceptos y hablar de santidad o de unión con Dios basándonos en la simple consideración de nuestra cualidad de personas. Es obligado considerarnos tal como somos; es decir, personas reales existentes en un orden histórico concreto; personas humanas que viven en el orden sobrenatural y están dotadas y enriquecidas con una vida divina que se nos comunica en Cristo.

Efectivamente, la revelación nos lleva a considerar nuestra unión con Dios bajo una luz nueva: la que proviene del misterio de la encarnación y de la redención. Ahora bien, el hecho de que el Verbo divino, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se haya encarnado, no tiene como único resultado que exista una naturaleza humana santísima por estar unida a Dios de una forma tan íntima que trasciende nuestras posibilidades de comprensión; este hecho ejerce también una profunda influencia en toda la humanidad. El Verbo divino se ha hecho verdaderamente carne propter nos homines et propter nostram salutem: se ha hecho uno de nosotros para darnos también a nosotros la posibilidad de que nos unamos a Dios de una forma esencialmente nueva, puesto que somos miembros del género humano, en el que él mismo ha querido insertarse, constituyéndose en cabeza del mismo. El vino "para que tengan vida y la tengan abundante" (In 10,10); es decir, para dar a los hombres su vida divina, a fin de que ellos puedan entregarse y unirse a Dios no ya sólo como meros seres humanos, sino como personas introducidas y elevadas a la intimidad sobrenatural, con las notas y riquezas típicas de quien participa de la vida divina.

Pero dado que la elevación del hombre al orden sobrenatural no suprime su personalidad, también el proceso de su santificación en Cristo tiene lugar de una forma propia de las personas, es decir, en un plano tanto ontológico como moral. Por ello, san Pablo, a quien le resulta especialmente grato llamar con el sencillo apelativo de "santos" a aquellos que están bautizados por estar unidos a Cristo, no cesa de exhortar a los cristianos a que vivan conscientemente y con verdadero sentido de responsabilidad la vida divina, de la que han sido hechos partícipes, y les incita por ello a que se apropien los mismos sentimientos de Cristo y a "revestirse" de él.

En este sentido preciso, todos los cristianos están llamados a su plena e integral santificación, que es tanto como decir a la unión más íntima y profunda posible con Dios en Cristo, unión a la que ellos pueden acceder con la respuesta personal a la gracia que Dios mismo les ha dado. Queda, por tanto, excluido todo minimalismo y toda forma o actitud de mediocridad, que pudiera inducir a contentarse con lo estrictamente necesario o mandado. Muy al contrario, el verdadero cristiano se debe entregar con impulso generoso a

Dios y a Cristo. No puede ni debe decir nunca "basta", sino que ha de vivir constantemente su consagración y su unión a Jesucristo y al cuerpo místico, que es la Iglesia.

Por ello la vocación del cristiano a la santidad puede llamarse verdaderamente una invitación al >heroísmo. El mismo sacramento de nuestra incorporación a Cristo nos obliga de hecho a estar dispuestos en todo al sacrificio más sublime de la caridad, es decir, el de la inmolación cruenta por amor de Cristo y de su Iglesia. Se comprende entonces que la vocación a la santidad, tal como se desprende de la inserción en Cristo, compromete tanto, que todo cristiano, precisamente por serlo, está llamado a ser santo en el sentido más estricto de la palabra.

Es, pues, errónea la concepción según la cual pocos elegidos estarían llamados a la santidad perfecta. Es errónea toda concepción que induzca a pensar que los santos oficialmente reconocidos por la Iglesia son lo que son gracias a unos dones totalmente extraordinarios, como el don de los milagros o de la profecía, o a los favores especiales de la vida mística y otros similares. En virtud de los sencillos principios ya expuestos, estamos capacitados para comprender cuán ajenas son estas ideas al verdadero concepto teológico de la santidad cristiana. Pero gracias a estos mismos principios estamos en posición de captar también —y así queremos repetirlo— que la santidad cristiana consiste en la unión cada vez mayor con Dios en Cristo y, por lo tanto, en una participación consciente de la vida de Cristo, al cual estamos ontológicamente unidos por misericordia y benévola voluntad de Dios.

III. La santidad es una, pero debe ser cultivada según la vocación de cada uno

A propósito de la unidad de la santidad cristiana y de sus diversificaciones y diferenciaciones, la LG enseña lo siguiente: "En los diversos géneros de vida y en las diversas profesiones, hay una sola santidad, cultivada por quienes están movidos por el Espíritu de Dios y, obedientes a la voz del Padre y adorando en espíritu y verdad a Dios Padre, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz para merecer ser participantes de su gloria. Cada uno, según sus propios dones y gracias, debe avanzar sin demora por el camino de la fe viva, la cual enciende la esperanza y actúa por medio de la caridad" (LG 41).

¿Qué entiende el concilio cuando afirma que una sola santidad es cultivada por todos los cristianos? La respuesta a esta pregunta no es dificil, si tenemos presente cuanto se ha dicho más arriba y si pensamos que el término "santidad" significa en la mente del concilio la unión de los fieles con Cristo operada por el Espíritu Santo en la Iglesia.

Decir que la santidad cristiana es "una" equivale a afirmar que la vida de unión con Cristo es una. Esta verdad es precisamente la que ha sido ilustrada por el concilio no sólo con las escuetas palabras del texto antes citado, sino con toda la enseñanza de la LG acerca de nuestra existencia en el seno de la Iglesia. Todos los fieles participan de hecho de la vida del único Señor y son miembros del único cuerpo místico suyo, que es la Iglesia. Lo que el concilio ha dicho en este contexto acerca de la función del Espíritu Santo, acerca de la naturaleza y los efectos de la gracia y su dinamismo. acerca del bautismo, la confirmación y la eucaristía, acerca del culto litúrgico y la oración privada, acerca de la fe, la esperanza, la caridad y todo el complejo orgánico de las virtudes, como también sobre las dimensiones escatológicas y eclesiales de nuestra vida cristiana: en una palabra, todo lo que ha propuesto como esencia de la vida cristiana en cuanto tal o como propiedades, cualidades o características típicas de aquellos que, movidos por el Espíritu Santo, viven su unión con Cristo en la Iglesia, explica y profundiza el sentido de la afirmación según la cual la vida de unión con Cristo y la santidad de todos los fieles es una.

No sólo desde el punto de vista estrictamente teológico, sino también desde el punto de vista de la vida pastoral, resulta sumamente importante concebir y proponer toda la doctrina de la santidad de los cristianos en la perspectiva de su unión con Cristo en la Iglesia, insistiendo en este contexto sobre el hecho de que la santidad de los cristianos es una. Efectivamente, está claro que la insistencia en las dimensiones cristocén[ricas, pneumáticas y eclesiales de la vida y santidad cristiana, comunes a todos los fieles, confiere a toda la enseñanza teórica y práctica sobre la tendencia de los cristianos a la santidad una orientación sana y fértil, porque se fundamenta en principios dogmáticos sólidos y profundos, mientras que elimina los peligros nada imaginarios de un divorcio entre la teología y la espiritualidad, que, como demuestra ampliamente la historia, implica siempre un empobrecimiento, si no la definitiva esterilidad de ambos. Disminuye también los inconvenientes de una división exagerada y unilateral en el campo de las diferencia, cienes de la vida y santidad cristiana, que —si se han acentuado en exceso—impiden una apreciación ponderada y sabia del complemento reciproco y orgánico que resulta de ellas en beneficio de todo el cuerpo místico y de todos sus miembros.

Pero a la vez que proporciona las premisas de estas conclusiones, la misma concepción teológica de la LG ofrece también los principios basilares para otra enseñanza no menos importante, que no puede ser menospreciada: la que se refiere a las diversificaciones y diferenciaciones de la santidad cristiana. Las palabras añadidas inmediatamente después del miembro de la frase en que se inserta la palabra "una sanctitas", suponen de hecho que la santidad cristiana, radicalmente única en cuanto unión con Cristo, se diferencia, sin embargo, "según los dones y las obligaciones propias de cada uno".

La enseñanza de la Sagrada Escritura sobre la soberana libertad y liberalidad de Dios en la distribución de sus "gracias" y de sus "dones", otorgados a nosotros según la medida de la donación de Cristo, es inequívocamente clara a este propósito, y queda, por otra parte, ampliamente confirmada a través de toda la historia de nuestra salvación. De hecho, encontramos en ella numerosos ejemplos de "vocaciones" o "llamadas" del Señor dirigidas solamente a algunas personas y que, lejos de referirse exclusivamente a determinados cometidos externos o a ministerios de la Iglesia, son, por el contrario, llamadas auténticas a un tipo de santidad personal particular o, como vemos en el ejemplo de la Santísima Virgen María, de una santidad totalmente única e irrepetible. En todos estos casos se trata siempre de la llamada a una santidad que no cabe dentro de los cálculos de quien no ha recibido una llamada semejante.

Por otro lado, estas "llamadas", a la vez que subrayan el aspecto de la absoluta libertad de Dios al tomar la iniciativa de establecer una unión con las criaturas, nos recuerdan que Dios dirige a cada uno su llamada y quiere establecer con cada uno una unión personal. Ahora bien, toda unión entre personas lleva implícita una impronta típica, única, irrepetible, determinada por todos aquellos factores en virtud de los cuales se distingue cada persona de todas las demás. Por ello, considerando las relaciones personales y la unión que tienen dos personas con una tercera, nunca podremos hablar de identidad, sino que debemos recurrir más bien a la categoría de la semejanza. En otros términos, nos encontramos en el terreno de la analogía y no en el de la univocidad.

Todo esto puede decirse, naturalmente. también de nuestras relaciones personales con Cristo y de nuestra unión con él. Incluso se puede decir aquí de una forma totalmente especial, preeminente y única, porque las relaciones y la unión personal corresponden a las tendencias más íntimas de nuestra persona como tal y la comprometen totalmente en todas las manifestaciones de la existencia y de la vida.

Tampoco se puede afirmar que esta ley, basada en la constitución metafísica de la persona humana, no tenga valor en el orden sobrenatural. La gracia, en efecto, no destruye la naturaleza, sino que la presupone, se inserta en ella y la ennoblece. Más aún: precisamente en el orden de nuestra unión con Cristo, esta diversificación de las relaciones de las diversas personas con él es acentuada y se hace todavía más operante por el hecho de que la nueva vida no se nos da según las rígidas leyes de la justicia distributiva, sino según la soberana liberalidad del Señor: "A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo" (Ef 4,7). Y todo ello confiere a la misma persona humana elevada al orden sobrenatural unas características personales todavía más marcadas de lo que están en el mero orden natural.

Precisamente en nuestros días, en que se manifiesta la tendencia a transferir al orden de la vida sobrenatural y, por tanto, al de nuestras relaciones con Cristo, los criterios de la igualdad democrática, resulta tanto más oportuno recordar este principio básico de la teología de la gracia y de la elección, que —tomando como punto de partida famosos textos escriturísticos— pone de relieve el hecho de que nuestra participación en la vida íntima y personal de Dios deriva única y totalmente de la graciosa voluntad que él tiene de,autorrevelarse y de autocomunicarse con nosotros.

Naturalmente, también este aspecto de la doctrina sobre la santidad y sobre la santificación de los cristianos encuentra su última explicación en la naturaleza del cuerpo místico, en el que el Espíritu Santo une a los hombres con Cristo, dando a cada uno de ellos el puesto y la función que mejor se adaptan a la armónica edificación de todo el organismo vivo. Precisamente esta diversificación entre los diversos miembros, proveniente de la diversidad de las cualidades y dotes personales y de la diferente medida de la donación del Señor, es lo que contribuye notablemente a la vitalidad y a la belleza de toda la Iglesia.

Así pues, la doctrina según la cual todos los cristianos están llamados a la santidad cristiana no significa en absoluto que todos estén llamados a la misma santidad, ni que estén llamados a la misma intensidad y profundidad en su unión con Cristo, sino que enseña precisamente lo contrario.

Por este motivo explícito, el concilio no se ha contentado con ofrecer enseñanzas claras y profundas sobre la santidad común a todos los fieles, sino que ha cuidado también de tratar ampliamente de la santidad y santificación propia de los laicos, de los miembros de la jerarquía y de los religiosos.

Teniendo en cuenta estos hechos importantes e indiscutibles, resulta hasta cierto punto desconcertante constatar que no sólo algunos comentadores de este documento del concilio continúan afirmando que todos los cristianos están llamados a la misma e idéntica santidad, sino también que en no pocas versiones de la LG se traduce la expresión "in variis vitae generibus et officiis una sanctitas excolitur", como si el concilio hubiera escrito: "in variis vitae generibus et officiis eadem sanctitas excolitur".

Por otra parte, la doctrina que nos presenta la santidad de los cristianos como "una" y "diferenciada según la medida de la donación de Cristo" —la cual, a su vez, es la raíz de la rica variedad de funciones, obligaciones y estados de vida dentro de la Iglesia— aparece enfática y reiteradamente puesta de relieve en la LG, y precisamente en los pasajes más destacados, que tratan de la vocación universal a la santidad. A título de ejemplo, citemos algunos de estos párrafos: "[La santidad de la Iglesia] se expresa en varias formas en los individuos que en su estado de vida tienden a la perfección de la caridad" (LG 39); "para llegar a esta perfección, los fieles apliquen las fuerzas recibidas según la medida con que Cristo quiere entregárselas" (LG 40); "todos los fieles están, por lo tanto, invitados y obligados a perseguir la santidad y la perfección del propio estado" (LG 42).

Además, el concepto teológico de que la santidad de los cristianos es una, aunque al mismo tiempo diversificada y diferenciada, se encuentra en la base de todo lo que el concilio enseña no sólo en el número 41 de la constitución acerca del "ejercicio multiforme de la santidad", sino también en el número 42 acerca de "el camino y los medios de santidad". Dicho concepto debe ser tenido presente y considerado como subyacente a cualquier afirmación del concilio acerca de este tema, incluso y especialmente en la proposición que no raras veces se cita erróneamente para sostener la sentencia de que la santidad de los cristianos sería la misma e idéntica para todos: "A todos resulta, pues, evidente que todos los fieles de cualquier estado y grado están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).

De hecho, tal como se deduce de la nota cuarta, que explica el sentido de esta afirmación y que se refiere explícitamente a dos textos de Pío XI y a otros tres de Pío X11, la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad de que se habla va unida y depende intrínsecamente de la diversificación y diferenciación de los diversos estados y órdenes de la Iglesia, por los cuales está también esencialmente condicionada. El sentido de esta afirmación no es, por tanto, que todos los cristianos están llamados a la misma plenitud de la vida cristiana y a la misma perfección de la caridad, entendiendo los términos "plenitud" y "perfección" no en un sentido absoluto, sino más bien en el sentido relativo de que cada uno está llamado a la plenitud de vida cristiana y a la perfección de la caridad, que corresponde a la medida del don que él ha recibido del Señor y que, como es obvio, puede variar y varia realmente según los múltiples factores que diversifican y diferencian la vida de los cristianos individualmente considerados.

Mirando a esta luz las cosas, no habrá ninguna dificultad en admitir —y admitirlo gozosamente— que no todos estamos llamados a la misma santidad, es decir, a la misma forma y tipo de unión con Cristo, ni, por tanto, tampoco a la misma plenitud de la vida cristiana o a la misma perfección de la caridad.

¿Quién se atreve, por otra parte, a afirmar que todos estamos llamados a la misma plenitud de la santidad, es decir, de la unión con Cristo, que es típicamente propia de María Santísima?

¿Y quién podría afirmar con seriedad que todos los cristianos, al tener que amar a Dios por encima de todas las cosas y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas sus fuerzas (cf Mc 12,30). estarían por ello llamados en virtud de esta común vocación cristiana a la misma perfección de la caridad, es decir, a una forma de caridad que sería absolutamente idéntica para todos en modalidad, intensidad y profundidad y que no se diferenciaría en modo alguno de las vocaciones y gracias especiales del Señor? Ciertamente, no es ésta la doctrina propuesta por la LG, que, fundándose en las palabras del Evangelio y en el sentir unánime de la tradición, enseña explícitamente que, por ejemplo, el martirio —el cual lleva a la perfección más elevada de la caridad— es un don especial del Señor concedido por él no a todos los cristianos, sino sólo a unos pocos elegidos (cf LG 42) [>Mártir].

Así pues, santo es aquel que en el ámbito de sus limitadas pero irrepetibles características, cualidades y circunstancias personales y en el marco de su vocación y de la gracia que Dios le ha dado "según la medida de la donación de Cristo" (Ef 4,7), se abre y corresponde a la gracia que se le ha otorgado y, conformándose con Cristo, vive plenamente y permite que Cristo viva en él la forma de vida determinada que se le ha dado.

Se comprende entonces por qué aquellas personas que en sus situaciones existenciales concretas participan y comparten de forma profundamente personal la vida y el amor de Cristo, difunden en torno a sí el calor de su amor, el esplendor de su vida y la amabilidad propia de Cristo en las circunstancias en que se encuentran, atrayendo por eso a muchos hombres a Cristo, que es la fuente de esta bondad.

Pero se impone todavía la consideración de otro aspecto de la vida cristiana, que imprimirá una profundidad aún mayor a las observaciones expuestas hasta aquí.

IV. Dimensión escatológica de la santidad

"Así pues, unidos con Cristo en la Iglesia y marcados por el Espíritu Santo, `que es prenda de nuestra herencia' (Ef 1,14), somos llamados y en verdad somos hijos de Dios (cf 1 Jn 3,1), pero todavía no hemos aparecido con Cristo en la gloria (cf Col 3,4), en la cual seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal como es (cf 1 Jn 3,2)" (LG 48).

De este hecho fundamental del cristianismo, que es la participación real de una vida que alcanzará su plenitud tan sólo en la eternidad, se deriva toda la tensión dialéctica que caracteriza nuestra existencia de peregrinos. Ya estamos verdaderamente justificados y santificados, ya participamos de la luz y de la fuerza del Señor, que nos ilumina, nos sostiene y nos inspira en toda obra buena; pero todavía "llevamos este tesoro en vasos de barro" (2 Cor 4,7). Ya estamos unidos a Dios y él habita en nosotros, pero tan sólo le vemos "como en un espejo, confusamente" (1 Cor 13,12); todo lo que conocemos en la fe nos parece grande y estupendo; pero muchas veces no nos atrae ni nos conmueve, porque todavía somos carnales y estamos vendidos y sujetos al pecado (cf Rom 7,14). Estamos regenerados y nutridos por el cuerpo y por la sangre de nuestro Salvador; pero todavía sufrimos los efectos del pecado original y sucumbimos fácilmente a las tentaciones de todos los días, hasta el punto de que ningún cristiano podrá afirmar jamás que está libre de pecado y que no necesita del perdón de Dios (cf 1 Jn 1,8-10; Sant 3,2; Mt 6,12).

Por tanto, se puede decir en verdad que los miembros de la Iglesia terrestre, precisamente porque están vivificados por el Cristo glorioso, son de veras santos; pero esta santidad es por el momento frágil, imperfecta y se encuentra en estado germinal, si la comparamos con aquella unión indefectible con Cristo que los mismos miembros de la Iglesia están llamados a disfrutar en la Jerusalén celeste.

De esta presencia simultánea de lo divino y de lo humano en nuestras existencias se deriva el continuo anhelo y la pena, el gozo de ser y el sufrir por no poder ser todavía totalmente aquello a lo que estamos destinados; el ser felices de tener, pero experimentar la amargura de no poder tener todavía plenamente lo que ya poseemos; en una palabra, saber que Cristo está cercano y al mismo tiempo lejano: "Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, caminamos lejos del Señor' (2 Cor 5,6), y teniendo las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros (cf Rom 8,23), anhelando estar con Cristo (cf Flp 1,23)" (LG 48).

Y esto se debe precisamente a que "no tenemos aquí abajo ciudad permanente, sino que buscamos la futura" (Heb 13,14).

Para apreciar mejor de dónde procede este anhelo y este dinamismo intrínseco a la vida del cristiano, es preciso hacer una reflexión ulterior.

Sabemos que Cristo ha venido a la tierra para que los hombres tengan la vida y la tengan más abundantemente. Sabemos que esta vida de la que Dios quiere hacernos participantes es su misma vida divina, es la vida de Cristo, el cual, haciéndose hombre "por nosotros los hombres y por nuestra salvación", rezó, sufrió y trabajó hasta morir en la cruz, para resucitar después de entre los muertos, sentarse a la derecha del Padre y reinar con él en la gloria de los cielos. Pero no todos valoran con la misma claridad el hecho de que participar de la vida de Dios significa concretamente participar de la vida gloriosa del Señor, que estar unidos al Hijo de Dios significa estar unidos a Cristo resucitado y que ser miembros de su Iglesia quiere decir ser miembros del cuerpo místico del Señor resucitado.

Todo impulso vital, toda gracia que recibimos de Cristo es, en efecto, una comunicación de su vida gloriosa, que prepara, refuerza y confirma la glorificación definitiva de su Iglesia y de aquellos que están unidos a ella: el sacramento que nos inserta en el cuerpo místico es el sacramento de nuestra iniciación en el misterio pascual, en el cual morimos con Cristo para resucitar con él; en él, Cristo resucitado, nos hace participantes de su espíritu y nos comunica la "prenda de nuestra herencia", es decir, de la herencia incorruptible, sin mancha e inaccesible, que se nos reserva en los cielos (1 Pe 1,4). Y de la misma forma que en el bautismo, también en cada contacto sucesivo y en cada encuentro vital con el Señor se refuerza no sólo nuestra fe y nuestra esperanza en él, que ha triunfado del pecado y de la muerte, sino que hundimos más sólidamente aún nuestras raíces en su caridad y quedamos unidos cada vez más íntimamente con aquel que es el "primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29) y que está glorioso en los cielos. Lo cual resulta especialmente evidente en el sacramento a cuyo alrededor gravita toda nuestra vida, el "signum efficax" por excelencia de nuestra unión salvífica con el Señor, es decir, el sacramento de la eucaristía, en el que nos alimentamos del cuerpo y de la sangre de nuestro Salvador, que triunfa ahora en la gloria del Padre; el mismo Jesucristo nos dice precisamente de ella: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguien come de este pan, vivirá eternamente... El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6,51-54).

Así pues, en espera de aquel día, el que se encuentra inserto en Cristo y se alimenta de la carne del Señor posee una verdadera prenda de la vida gloriosa futura y, aunque se encuentre en camino, participa realmente de la vida de Cristo resucitado, a pesar de que esta vida, a causa de nuestra condición, tan sólo pueda tener su pleno desarrollo en la resurrección final.

V. Dimensión ecleslal de la santidad: unión con los que son de Cristo

Sin embargo, estaríamos muy lejos de poseer una noción completa de la santidad y de su naturaleza escatológica si no extendiéramos nuestras consideraciones a un horizonte más amplio. Limitarse a considerarla únicamente bajo el aspecto individualista, por muy rico y fecundo que sea, querría decir que no habríamos descubierto su última razón de ser.

No debemos olvidar, en efecto, que la participación de la vida divina, la cual, concedida ya aquí en la tierra, es el origen de nuestras aspiraciones escatológicas, nos es dada por Dios no como a individuos aislados, sino como a personas que son miembros de un pueblo; más todavía, como a miembros de ese organismo sobrenatural que es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo.

Evidentemente, no debemos cometer nunca el error de despreciar el hecho de que cada uno de nosotros, como persona, está destinado a encontrarse "cara a cara" con el Señor (cf 1 Cor 13,12); que cada uno de nosotros, como persona, es ya hoy hijo de Dios y gozará mañana como tal de su intimidad a la manera propia del amor entre personas. En otros términos, no debemos concebir nuestra inserción en la Iglesia y nuestra condición de miembros del cuerpo místico de Cristo como si se tratase de una inserción despersonalizante en un mero organismo físico. Pero tampoco debemos desestimar el hecho de que, aun participando como personas de la vida divina, recibimos esta vida en cuanto miembros del cuerpo místico de Cristo; por lo cual todos debemos dar, en cuanto tales, nuestra aportación y contribuir al crecimiento y a la evolución de este organismo, que está destinado a constituir, junto con su cabeza, el "Cristo total, cabeza y miembros".

Si, pues, experimentamos en nosotros mismos un anhelo de plenitud de vida en Cristo orientado a "estar con él"; si, en consecuencia, nos sentimos impulsados a actuar, a trabajar y a prodigarnos "para obtener una corona eterna" (cf 1 Cor 9,25), ello se debe a que participamos de la vida, de las aspiraciones y del dinamismo de la misma Iglesia. Si palpamos en nosotros mismos la tensión dialéctica que acabamos de describir, es debido a que participamos del destino de la Iglesia, que no "tendrá su consumación sino en la gloria del cielo" (LG 48).

Precisamente por esta razón, toda evolución auténtica de nuestras posibilidades humanas y cristianas significa y constituye un paso ulterior hacia la consumación escatológica del género humano y una aportación hacia la plenitud definitiva del Cristo total.

Ahora bien, si cualquier realización cristiana de nuestras posibilidades humanas auténticas contribuye a la instauración de todo el universo en Cristo, es evidente que esto se puede aplicar en grado eminente a la actuación de nuestras relaciones con los demás; si Cristo mismo ha tenido y tiene necesidad de los hombres para completar y enriquecer la perfección de su humanidad, mucho más necesitará cada hombre de los demás para desarrollarse e integrar su ser, en virtud de la misma ley metafísica, derivada de la limitación de todo ser individual. Siendo todo hombre un ser finito y limitado, está abierto a posibilidades de enriquecimiento ontológico y psicológico mediante sus contactos con las demás personas, y especialmente con los miembros de la misma comunidad sobrenatural del cuerpo místico, en donde esta intercomunicabilidad aparece sublimada, elevada y valedera en el orden de la gracia. Luego toda persona que para responder a su vocación en la Iglesia quiera poner en práctica verdaderamente sus posibilidades típicamente humanas, debe vivir sus relaciones con los demás para poder ofrecer a Cristo su máxima aportación. Es Dios mismo quien por haberlo creado así quiere que reciba y dé, quiere que en este intercambio de bienes con los demás, se enriquezca y se perfeccione; más aún, es Dios mismo quien, apoyándose en una de las más profundas necesidades y aspiraciones de la naturaleza humana: la del amor mutuo, hace que se convierta en una ley operante en el orden sobrenatural y, consiguientemente, en orden a la realización de su mismo plan de unir en Cristo a todo el género humano, de convertirlo incluso en su cuerpo místico y en su mismo complemento.

Y aquí precisamente se encuentra la razón de la unión de los dos mandamientos del amor cristiano, en virtud de la cual el amor mismo de Dios postula el amor del prójimo y, viceversa, el amor de éste lleva a unirse más íntimamente con Dios.

De esta raíz profunda nace la fértil corriente de pensamiento teológico y de espiritualidad que, a la luz de lo que será el hombre perfecto, el Cristo total (en el que las relaciones sobrenaturales y humanas existentes entre los miembros del cuerpo místico serán vividas de manera consciente y al máximo para constituirse en una de sus expresiones más típicas), urge a los que son de Cristo a amarse entre sí, con un amor operante y unificador, a sostenerse mutuamente, comunicándose el bien que cada uno posee, a asociarse en la búsqueda de Cristo y a unirse en su glorificación del Padre.

VI. Unión y comunión con los que están en Cristo en la gloria

Realmente, si la orientación pastoral actual, derivada de estos principios, se orienta precisamente a desarrollar cada vez más en los fieles el sentido eclesial y social, sería un grave y dañoso error para la Iglesia como para cada uno en particular restringir y limitar esta unión de los miembros entre sí y las relaciones que de ella se derivan a la mera unión de cuantos constituyen la Iglesia peregrinante.

Si en verdad la Iglesia es una y la forman todos aquellos que son de Cristo, es evidente que abarca no sólo a los seres humanos que viven en este Inundo, sino también a cuantos en el purgatorio se preparan ulteriormente para su ingreso en la gloria; y, con mayor razón aún, a todos los bienaventurados, es decir, aquellos que después de haber vivido cristianamente y haber coronado la existencia terrena aceptando santamente la muerte, hechos ya partícipes de la gloria del Señor, están tan profundamente arraigados y fundados en la caridad, que se encuentran gloriosamente transformados en el Señor y unidos indefectiblemente con él.

"Así pues, hasta que el Señor no venga en su gloria y todos los ángeles con él (cf Mt 25,31), y una vez destruida la muerte, no se sometan a él todas las cosas (cf 1 Cor 15,26-27), algunos de sus discípulos se encuentran como peregrinos en la tierra, mientras que otros, que han pasado de esta vida, están purificándose y otros gozan de la gloria contemplando `claramente al Dios uno y trino tal como es'. Pero todos, aunque en grado y modo diverso, comulgamos en la misma caridad de Dios y del prójimo y cantamos a nuestro Dios el mismo himno de gloria. Efectivamente, todos aquellos que son de Cristo, por tener el Espíritu Santo, forman una sola Iglesia y están unidos entre sí en él (cf Ef 4,16). Así pues, la unión de los peregrinantes con los hermanos muertos en la paz de Cristo no queda deteriorada en ningún momento, sino que, según la fe permanente de la Iglesia, queda fortalecida por la comunicación de bienes espirituales. A causa realmente de su más íntima unión con Cristo, los bienaventurados consolidan a toda la Iglesia en la santidad y ennoblecen el culto que ella rinde a Dios en la tierra contribuyendo de muchas formas a su más amplia edificación (cf 1 Cor 12,12-27)" (LG 49).

No debemos olvidar, pues, que la Iglesia es una realidad mayor que esa parte integrante suya que trabaja, gime y sufre en la tierra; incluso su parte más viva es la que reina ya con Cristo en el cielo.

Luego si, en virtud de nuestra pertenencia a la Iglesia y de nuestra participación en su vida y en el intento de participar también de su anhelo de corresponder a su más profunda vocación, que la impele a ser complemento de su redentor y de su esposo, debemos procurar desarrollar cristianamente todas nuestras posibilidades auténticas y, por lo mismo, aquellas relaciones humanas y sobrenaturales que nos unen a los demás miembros del cuerpo místico y que constituyen uno de los aspectos más ricos de nuestra existencia; también debemos, evidentemente, dar vida de forma consciente y real a nuestras relaciones con aquellas personas que, precisamente por participar en un grado más intenso de la vida de Cristo, contribuyen en mayor medida a la glorificación que ofrece a Dios el cuerpo místico juntamente con la cabeza.

Se comprende, pues, fácilmente por qué, incluso antes de que la especulación teológica y la sistematización doctrinal profundizaran y elaboraran estos principios, la Iglesia, movida y guiada por el Espíritu Santo, descubrió la belleza de esta relación y la vivió constantemente en el curso de los siglos como una de las cosas que le eran más connaturales y, por tanto, más queridas. Pero, al mismo tiempo, se comprende también por qué la Iglesia desde sus orígenes ha proclamado a algunos fieles como "santos" por excelencia, declarando así autorizadamente que ellos, al haber recibido y seguido hasta el fondo las invitaciones amorosas del Señor, se encuentran ahora en la patria celeste unidos a él de forma particularmente íntima y destacada: "La Iglesia de los peregrinantes, reconociendo perfectamente esta comunión de todo el cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos de la religión cristiana cultivó con gran piedad la memoria de los difuntos... La Iglesia siempre ha creído que los apóstoles y los mártires de Cristo, al dar pleno testimonio de su fe y de su caridad con la efusión de su sangre, están estrechamente unidos a nosotros en Cristo, y por ello los ha venerado con particular afecto, junto con la santísima Virgen María y los santos ángeles... A ellos se añadieron en poco tiempo otros que habían imitado más de cerca la virginidad y pobreza de Cristo; y, por último, aquellos otros cuyo especial ejercicio de las virtudes cristianas y de los carismas divinos los hacía merecedores de la piadosa devoción e imitación por parte de los fieles" (LG 50).

La convicción, radicada en la fe, de que aquellos que habían ofrecido su vida por Cristo y le habían dado el supremo testimonio de amor estaban admitidos a la plenitud de la vida y a la intimidad con él; la convicción y la certeza de que los que habían entrado en la vida eterna y se encontraban indefectiblemente unidos a Cristo y, por lo tanto, a todos aquellos que son de Cristo, llevó a los cristianos de la Iglesia de los primeros siglos, todavía perseguidos y vejados, a sentirse unidos a estos amigos y hermanos de Cristo. Más aún, precisamente aquella profunda penetración espiritual, que debe atribuirse a la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, fue la que, haciéndonos percibir la unión existente entre las verdades fundamentales de nuestra fe (bautismo y martirio - inserción en Cristo e inserción en la Iglesia - eucaristía y vida eterna - sacrificio eucarístico y glorificación), llevó a comprender desde los comienzos que el encuentro por excelencia de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celeste debía tener lugar en la acción litúrgica y, sobre todo, en la celebración eucarística. En ésta, en la cual la Iglesia peregrinante, teniendo ya germinalmente la vida de la cabeza, se une a él ofreciéndose a sí misma y anticipa su participación en el "sacrificio de alabanza" que Cristo ofrecerá durante la eternidad al Padre como cabeza de toda la humanidad recapitulada en él, no podía dejar de sentirse unida a aquellos que, estando en la gloria, se encuentran ya asociados de forma más plena a Cristo y a la glorificación que él da a Dios.

Pero es evidente que la actualización de nuestras relaciones con los miembros de la Iglesia celestial, y especialmente con los santos, no se agota ni se puede agotar en los actos de alabanza que ofrecemos a Dios solidariamente con ellos, sobre todo cuando nos unimos recíprocamente en el sacrificio de la eucaristía.

Sin embargo, mientras "caminemos lejos del Señor" (2 Cor 5,6), experimentando en nosotros la tensión dialéctica que se deriva de la condición escatológica de peregrinos, nuestras relaciones con aquellos que están en la patria deberán hallar necesariamente expresión también en otras formas y habrán de ser vividas de otras muchas maneras, si queremos que sean completas y nos lleven a la plenitud de vida que Dios quiere: y ello precisamente porque quienes están en el cielo, y los santos especialmente como miembros eminentes del cuerpo místico, contribuyen de muchas maneras a nuestra misma ascensión a Dios, a nuestra transformación en Cristo y a la más completa edificación del "nuevo hombre perfecto".

En efecto, nosotros sabemos que, en virtud de la ley fundamental que rige nuestra incorporación a Cristo, cuanto más se abre una persona a su Espíritu y le ofrece la posibilidad de vivir en ella algunos de aquellos modos existenciales que Cristo no pudo vivir en su naturaleza humana individual, tanto más disfruta de la posibilidad de completar en sí misma su obra salvífica en favor del cuerpo místico, la Iglesia.

De esta forma Cristo, viviendo en aquellos que se dejan animar en toda su actividad por su Espíritu, continúa haciéndose presente en el mundo; precisamente porque son partícipes en un sentido profundo de la vida de Cristo, estas personas difunden en torno a sí el calor de su amor y hacen sentir su amabilidad, manifestando su esplendor y haciéndolo visible en las circunstancias concretas del ambiente y del mundo en que viven.

"En la vida de aquellos que, si bien participan de nuestra naturaleza humana, se encuentran más aún perfectamente transformados en la imagen de Cristo (cf 2 Cor 3,18), manifiesta Dios con gran vitalidad a los hombres su presencia y su rostro. En ellos nos habla él mismo y nos muestra la contraseña de su reino, hacia el cual nos sentimos poderosamente atraídos por tener en torno a nosotros semejante multitud de testigos (cf Heb 12,1) y semejante afirmación de la verdad del Evangelio" (LG 50).

"Mientras consideramos la vida de aquellos que han seguido fielmente a Cristo, nos sentimos inclinados por otro motivo más a buscar la ciudad futura (cf Heb 13,14 y 11,10), y al mismo tiempo se nos enseña el camino más seguro por el que, entre las cosas transitorias del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir, a la santidad, según el estado y la condición propia de cada uno" (LG 50).

Así es como, a través de la libre y generosa contribución de actividades, sacrificios y oraciones ofrecidos por estos miembros de su cuerpo místico, Cristo puede aplicar los frutos de su apostolado, de su pasión, de su muerte y de su resurrección también en las formas que por su voluntad dependen de la aportación y del complemento que los miembros están llamados a dar a la actividad de la cabeza.

Así es como la benéfica influencia ejercida, en Cristo, por estos miembros eminentes sobre todos los demás, constituye el fundamento de aquel complejo de actos con que éstos sienten el deber de manifestar admiración, reconocimiento y confianza a quien les proporciona tantos bienes. Y si estos sentimientos se manifiestan espontáneamente entre aquellos que viven abajo, otro tanto es lógico, e incluso obligado, que se realice también con aquellos que, una vez terminada su existencia terrena y entrados en la gloria del Señor, permanecen siempre vitalmente unidos a sus hermanos peregrinantes y continúan, por lo tanto, "con Cristo, por Cristo y en Cristo", interesándose por ellos y manifestando así su unión y su afecto hacia ellos.

"Admitidos en la patria y en presencia del Señor (cf 2 Cor 5,8), por medio de él, con él y en él, no cesan de interceder por nosotros ante el Padre, ofreciendo los méritos conseguidos en la tierra por Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres (cf 1 Tim 2,5), sirviendo al Señor en todas las cosas y cumpliendo en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (cf Col 1,24). Nuestra debilidad queda, pues, mucho más socorrida por su fraterna solicitud" (I.G 49).

"Es, por lo tanto, sumamente justo que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, y también hermanos nuestros a la vez que insignes bienhechores, y que por ellos demos las debidas gracias a Dios, `les dirijamos súplicas y oraciones, recurriendo a sus plegarias y a su poderosa ayuda para impetrar gracias de Dios mediante su hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es nuestro único redentor y salvador'. Efectivamente, todo nuestro testimonio de amor a los santos tiende y termina por su naturaleza en Cristo, que es la corona de todos los santos', y a través de él en Dios, que es admirable en sus santos y es glorificado en ellos" (LG 50).

Así pues, cuando se enmarcan también estos aspectos de dirigirse a los santos en una visión completa de la rica realidad de la Iglesia; cuando se ve que su actividad intensa de colaboración con Cristo tiende a conseguir que su intento de unir a los hombres consigo mismo se realice más plenamente; cuando se ve, en fin, que la cooperación de los santos pretende sobre todo hacer que la vida sobrenatural de los otros miembros crezca y se desarrolle, se comprende entonces fácilmente que actualizar nuestras relaciones con ellos, en vez de apartar de aquella orientación cristocéntrica que debe ser típica de la vida cristiana, la enriquece en cuanto que lleva a tener un contacto más rico con Cristo. Pero se comprende también que el recurso a los santos y su invocación deben estar inspirados y dictados por el mismo motivo, que es el deseo de vivir más intensamente como miembros del cuerpo místico, y por la necesidad de desarrollar y vivir todas aquellas posibilidades y aquellos vínculos humanos y sobrenaturales que nos hagan más aptos para cumplir la función que nos corresponde en el seno del Cristo total.

Establecidas todas estas reflexiones que, partiendo de la consideración de nuestra tendencia escatológica, nos han llevado a ver las riquezas de las relaciones existentes entre nosotros y los santos, y nos han hecho comprender que tales contactos no son la expresión de un piadoso devocionalismo, sino el fruto de una profunda penetración en el misterio de la Iglesia, se comprende por qué la Iglesia peregrinante reunida en concilio para definirse a sí misma sintió la necesidad de manifestar su conciencia de estar ontológicamente unida a la Iglesia celestial. Se comprende por qué, al querer afirmar su modo de ser, experimentó la necesidad de hablar de ese impulso vital que la incita a actuar de forma que todas las posibilidades inherentes a sus relaciones ontológicas sean enteramente vividas para dar a Cristo, yen Cristo a Dios, la máxima glorificación. Por ello ha querido dar a conocer que, siempre y en todos los tiempos, en el afán de hacer cada vez más rico su movimiento hacia Cristo y su unión con él, no ha podido ni podrá dejar de vivir y desarrollar las relaciones que unen a sus miembros entre sí; amándolo, no ha podido ni podrá dejar de amar a cuantos son "suyos", es decir, a cuantos "con él y en él" forman el Cristo total, la cabeza y los miembros.

Es, por tanto, evidente que también nosotros sólo podremos tener una apreciación completa de la grandeza de la Iglesia, de su vitalidad y santidad, cuando dirijamos nuestra mirada a aquellos que ya son indefectiblemente de Cristo, y especialmente a los santos y a la Reina de todos los santos. Mas para ello es necesario que sepamos ver a estos nuestros hermanos en una luz adecuada y justa; es decir, no como seres separados y desunidos de Cristo o contrapuestos a él, sino como personas que son "de Cristo"; verdaderas personas a las que podemos dirigirnos y podemos amar, pero personas en las que vive Cristo y que, vivificadas por él, contribuyen de una forma eminente a constituir junto con él la cabeza, el Cristo total.

Fijando la vista en ellos y sintiéndonos unidos a ellos, nos veremos espontáneamente inducidos a pensar en el más allá, en la vida que nos espera; adquiriremos una conciencia más viva de nuestra condición de personas que "todavía peregrinan lejos del Señor"; aprenderemos de ellos cómo viviendo en las mismas circunstancias en que ellos vivieron se puede y se debe realizar lo que Cristo nos ha enseñado. Pensando en ellos nos daremos cuenta más vivamente de que la Iglesia peregrinante, y, por lo tanto, cada uno de nosotros, se encuentra en camino hacia la patria que ellos ya han conseguido; comprenderemos que nosotros y ellos constituimos una sola Iglesia, la misma Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, aquella que en la plenitud de los tiempos se transformará y quedará iluminada con la luz que se deriva para ella de la cabeza, que es el Cordero inmaculado, Cristo Señor.

P. Molinari

BIBL.—AA. VV., Santidad y vida en el siglo, Herder, Barcelona 1969.—AA. VV., Modelos de Santidad, en "Concilium", 149 (1979).—AA. VV., Presencia y memoria de los santos, en "Rev. de Espiritualidad", 155 (1980).—AA. VV., Francisco de Asís hoy, en "Concilium", 129 (1981).—Cayuela, R, Cristo te llama. El Val. II. Universal vocación a la santidad en la Iglesia, Tip. Cat. Casals, Barcelona 1967.—Daniélou. J, Santidad y acción temporal, Nava Terra, Barcelona 1963.—González Ruiz, J. M, Los santos que nunca serán canonizados, Planeta, Barcelona 1979.—Guardini, R, El santo en nuestro mundo, Guadarrama, Madrid 1960.—Hildebrand, D. von, Santidad y virtud en el mundo, Rialp, Madrid 1972.—Jiménez Duque, B, Santidad y vida seglar, Sígueme, Salamanca 1965.—Lladó Santacreu, J, Santidad al alcance de todos, s.l., 1977.—Martínez Arancón, S, Santoral extravagante, Editora Nacional, Madrid 1978.—Molinari, P, Los santos y su culto, Razón y Fe, Madrid 1965.—Moreno J, Santidad en el mundo, Mensajero, Bilbao 1988.—Ordóñez, V, Los santos, noticia diaria, Herder, Barcelona 1980.—Pardo, A: Angula, J, El libro de los santos, según el nuevo calendario, PPC, Madrid 1977.—Sobrino, J, Mons. Romero, verdadero profeta, Desclée, Bilbao 1981.—Urteaga Loidi, J. Los defectos de los santos, Rialp, Madrid 1978.—Vivas Llorens, E, La santidad, Balmes. Barcelona 1975.