PENITENTE
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SUMARIO: I. Penitencia y penitente: referencias bíblicas: 1. Pecado y conversión del pecado: 2. Actitud del penitente - II. Penitencia y penitentes: referencias históricas: 1. Penitentes ante la Iglesia: 2. Orden de los penitentes - III. Reconciliación y comunión: 1. El pecador interrumpe la comunión: 2. La comunión es establecida por Cristo y en Cristo; 3. La realización de la comunión en la Iglesia: 4. I.a penitencia-reconciliación como sacramento de la reactualización de la comunión: 5. La vida cristiana como penitencia continua - IV. La Iglesia en la vida de reconciliación del cristiano: 1. La predicación eclesial de la conversión: 2. La Iglesia como pueblo penitente; 3. La oración por el pecador - V. Reconciliación sacramental: 1. Actualización eclesial de la palabra de salvación en el sacramento de la penitencia: 2. Penitencia: absolución y oración eficaz de toda la comunidad eclesial: 3. La penitencia como reconciliación con Dios y con la Iglesia - VI. La unidad recuperada.

Resulta difícil, particularmente hoy día, hablar de penitencia; la excesiva insistencia en su aspecto exclusivamente negativo, el hecho de haber reservado el término >conversión a la misionología, al retorno de los grandes pecadores o incluso a la "vida espiritual" (véanse las tres etapas tradicionales del camino de perfección), el énfasis casi exclusivo del compromiso humano en la penitencia, han terminado por poner en peligro una dimensión evangélica fundamental de la vida cristiana. El resto lo ha hecho la distinción demasiado neta entre ese tipo de penitencia y la celebración de la misma en la Iglesia y como Iglesia. De aquí la urgencia de reasumir la vivencia y lo cotidiano de la penitencia, y la necesidad igualmente acuciante de reinsertarlos en la penitencia de toda la Iglesia y en la celebración que ésta hace de ella en la reconciliación.

I. Penitencia y penitente: referencias bíblicas

Jesús inicia su predicación con la proclamación "Convertíos y creed" (Mc 1,15). La conversión es el gran retorno personal y comunitario; el precursor hace suyo sin más el anuncio del profeta a los exiliados que anhelan el retorno a la patria: "Voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, haced rectos sus senderos; todo barranco será rellenado y toda montaña y colina rebajada; los caminos tortuosos se harán derechos y los escabrosos llanas. y todo hombre verá la salvación de Dios" (Lc 3,4-6; Mt 3,3). Y puesto que la salvación, el reino, ha llegado ya y está en medio de nosotros, es necesario cambiar de camino, volver hacia atrás, cambiar de mentalidad y adherirse a Jesús: creer. La conversión es cambio de camino —según el término del AT—, lo que, expresado en palabras del Nuevo Testamento, metanoia, significa cambio interior, total, definitivo, fundamento de una vida nueva. Un retorno total a Dios, que espera y acoge; la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) nos revela plásticamente la actitud de espera del amor misericordioso de Dios, el retorno, la conversión lenta y sufrida, la premura del Padre, que espera al pecador para ofrecerle perdón y salvación, exigiendo arrepentimiento sincero y conversión total. Dios espera; acoge al pecador por medio de Cristo y en Cristo. Jesús no se limita a hablar de conversión, puesto que él mismo convierte: "No he venido a llamar a penitencia a los justos, sino a los pecadores" (Lc 5.31-32). El dice: "Tus pecados te son perdonados" (Lc 7,48). Y él es quienlleva a cabo la conversión. Jesús, además, es el lugar en que se opera nuestra reconciliación: "Mientras que ahora, en Cristo, vosotros, que en un tiempo estuvisteis lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo. El, en efecto, es nuestra paz; el que de ambos pueblos hizo uno, derribando el muro medianero de separación, la enemistad; anulando en su carne la ley de los mandamientos formulados en decretos, para crear de los dos en sí mismo un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios por medio de la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad, y con su venida anunció la paz a vosotros los que estabais lejos y paz a los que estaban cerca. porque por él los unos y los otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,13-18).

1. PECADO Y CONVERSIÓN DEL PECADO - Tan sólo comprendiendo el discurso bíblico acerca del pecado [>Pecador/ pecado II) se llega a comprender el significado dé la conversión y del amor de Dios a los pecadores, presente en Cristo. El pecado es ruptura con Dios, ruptura con Cristo, ruptura con la Iglesia. comunidad de los creyentes, y ruptura con el mundo. Es un replegarse sobre si mismo. sobre la propia nada, perdiendo la libertad de los hijos de Dios y causando desorden y hostilidad en el mundo externo. La conversión, por contraste, es un nuevo nacimiento, un renacimiento (Jn 3,7): es un rescate llevado a cabo por Cristo (1 Tim 2,6); es una liberación que no sólo comporta libertad de la ley (Gál 5,4), sino también libertad para acercarse a Dios (Ef 3,12). Es la reanudación de la relación del diálogo con Dios, con Cristo, con la Iglesia y con el mundo. De ahí que la conversión sea esencialmente un cambio, una metanoia; un cambio de raíz, que implica una transformación de la vida, surgida de la adhesión a Cristo como salvador. "La conversión, según Jesús, no se agota en la negación, en la ruptura con la existencia pasada por temor al juicio escatológico inminente, sino que abarca toda la transformación del hombre requerida por el reino de Dios e incluye también el motivo de la nueva relación personal del hombre con Dios, es decir, la pistis. Cambiar y convertirse es, en una palabra, lo que exige al hombre la venida del reino de Dios. Pero esta exigencia incondicional no se satisface con una simple obra humana. En Mt 18,3 Jesús explica con el ejemplo del niño lo que significa para él convertirse. hacerse otro hombre: `Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos'. Ser `niños' quiere decir ser pequeños, tener necesidad de la ayuda divina y estar dispuestos a aceptarla. Quien se convierte se hace pequeño ante Dios y está dispuesto a dejar que Dios actúe en él. Los hijos del Padre celestial anunciados por Jesús son completamente receptivos frente a él (Mc 10,27). Esto puede aplicarse también en el tema de la metanoia. Esta es un don de Dios, aunque no deje de ser una exigencia obligatoria; es ambas cosas al mismo tiempo y de una manera tan absoluta que excluye cualquier cálculo que pudiera enfrentar a una con la otra. Después de la llamada a la conversión que Jesús expone con el mensaje del reino de Dios, se da la promesa del cambio que realiza como preparación para el reino (cf Mt 11,28ss). Si ya el bautismo del agua de Juan —cuya misión divina fue reconocida también por Jesús (cf Mt 11,30 y par)— obraba la conversión de quien esperaba el cumplimiento de la salvación (Mt 3,11). 31 bautismo del Espíritu que Jesús realiza con la autoridad de quien lleva al mundo a su consumación, no es otra cosa que la prolongación de la potencia divina, que crea hombres sujetos al reino de Dios, es decir, hombres que se convierten. El hecho de que el mensaje de la metanoia, a pesar de su severidad inexorable, no constriña al tormento de las obras penitenciales y a la desesperación, sino que suscite el alegre consentimiento junto con una vida adecuada a la voluntad de Dios, se basa en que la metanoia no es ya una ley como en el judaísmo, sino evangelio'. La conversión es, por tanto, esencialmente un don v una gracia, a la que corresponde la actitud de acogida o de rechazo'.

2. ACTITUD DEI. PENITENTE - Es penitente todo aquel que se convierte del pecado. El penitente contempla y juzga su pasado; se compara con Cristo (Ef 4.13), por cuya estatura todos debiéramos medirnos; descubre en su vida aquello que no coincide con él y rechaza todo cuanto no se adecua a él para después arrepentirse. No se trata tanto de un sentimiento o de un sufrimiento psicológico, de un sentimiento de culpabilidad, cuanto de una valoración objetiva de lo que es verdadero y justo (FIp 4,8) y de lo que respectivamente es inauténtico e injusto en la óptica de la fe. Pero también en este juicio se puede insinuar el egoísmo. Aparte de que en una reflexión individual siempre puede insinuarse el pensamiento del impío que no cae en la cuenta del mal. pese a que es él quien ha cometido el pecado, disponemos por lo menos de dos motivos que exigen la reflexión comunitaria sobre el pecado propio.

La óptica de la fe es una óptica comunitaria; es la óptica de la comunidad cristiana, a la que se ha confiado el pensamiento de Cristo. De ahí que sea desde esa óptica desde donde se obtiene el juicio auténtico sobre el pecado propio. Es la comunidad creyente quien me pone de manifiesto cómo mi mal repercute en ella y la hace menos transparente a la Palabra. El penitente mira el momento presente y, midiéndose por Cristo y confrontándose con el juicio de la comunidad, él mismo se acusa. Tampoco se trata aquí de un simple arreglo de cuentas entre Dios y el hombre, sino entre el hombre y Cristo, que está presente en la comunidad de los fieles. con la actitud de lealtad propia de quien ante todo sabe que la ha perjudicado impidiendo que se manifestara santa y transparentara a Cristo.

Pero el penitente está sobre todo en tensión hacia el futuro. Como cristiano y como miembro de una comunidad de cristianos, se encuentra en camino no sólo en lucha contra el mal, sino en tensión hacia la medida y la perfección de Cristo, que nunca podrá conseguir en la tierra, pero que debe iniciar y continuar. El penitente quiere la reconstrucción de todo lo que ha destruido con el pecado; quiere la reconstrucción como manifestación del don del perdón, de la gracia de la reconciliación, como obra del Espíritu que ha vuelto a habitar en él. Tampoco aquí se trata únicamente de sí mismo, sino de la Iglesia y del mundo. Con el pecado se entorpece y hace opaca la obra de Dios en su Iglesia, a la vez que se destruye la obra de Dios en el mundo; la satisfacción, además de un símbolo, es compromiso educativo para el penitente, favorecedor de la transparencia de la comunidad de los creyentes y constructivo para el mundo entero.

Por estas breves reflexiones de fundamento bíblico, la conversión, la penitencia y la reconciliación aparecen ya como exigencias del individuo que se refleja en la comunidad y como dimensión de la comunidad que se hace transpa rente en el cristiano'.

O. Bernasconi

II. Penitencia y penitentes: referencias históricas

1. PENITENTES ANTE LA IGLESIA - En la praxis eclesial primitiva, el bautismo no sólo operaba la remisión interior de todo pecado, sino que al mismo tiempo introducía al creyente en la participación del misterio penitencial eclesial de la pascua de Cristo. En cierto modo, todo cristiano se constituía en penitente en sentido espiritual. Si después del bautismo se gravaba su conciencia con determinados delitos nefandos. quedaba excluido de la comunión eclesial ordinaria, tanto penitencial como eucarística. Se constituía penitente no sólo ante Dios, sino también ante la Iglesia; tenía necesidad de reconciliarse oficialmente con ella.

Al fiel que se había hecho pecador público la Iglesia le ofrecía la posibilidad de participar en una penitencia eclesial especial. Se caracterizaba públicamente como penitente por el hábito, por el puesto que ocupaba en la asamblea eclesial, y por una determinada práctica de satisfacciones (ayuno, etc.). Pero, sobre todo, se sentía favorecido por una gracia eclesial; por el hecho de estar inscrito en la penitencia pública se reconocía confiado a la plegaria infaliblemente eficaz de la Iglesia, con la certidumbre de una reconciliación sucesiva por parte del obispo o del clero en nombre de toda la comunidad.

La Iglesia fundamenta su propio poder de reconciliación en el convencimiento de que Dios es misericordioso con todo pecador sinceramente arrepentido. Sin embargo, las diversas iglesias individuales no siempre ejercen su propia facultad de remitir los pecados. Y esto se debe a diferentes motivaciones. Según Hermas (Mand., IX, 1,8; 3,6), la praxis eclesial admite a la penitencia tan sólo una primera vez después del bautismo, pero no más, debido a que el final es inminente. En la iglesia patrística (en Occidente, desde Tertuliano hasta el III sínodo de Toledo del año 589: en Oriente y Alejandría, con Clemente y Orígenes), la restricción en admitir a la disciplina penitencial tiene una nueva motivación: poner coto al posible laxismo en las costumbres cristianas. Para impedir tal posibilidad, ciertas iglesias (con san Cipriano en Africa y con los sinodos de Elvira y de Zaragoza) incluso no conceden la absolución eclesial de determinados delitos. Y hasta cuando estos pecados se someten a la disciplina eclesiástica se declara que "no pueden ser perdonados en la Iglesia" de forma total (Hermas, Mand., IV, 3,3; Tertuliano. De poenit., 7,10; Orígenes, Hom, in Ex., 6,9: etc.).

En la patrística posterior hay sínodos y obispos que establecen una disciplina para la penitencia eclesiástica en relación con los grados de exclusión de la comunidad eclesial, con su duración y con la readmisión sólo parcial (ya que se prohibía de forma perpetua el acceso al clericato y las relaciones conyugales). Si en la Iglesia de los primeros siglos la penitencia pública era, sobre todo, un camino eclesial de conversión, en la actualidad ha venido a ser una pena en sentido eclesiástico-litúrgico. La comunidad eclesial toma conciencia de la necesidad de regular la vida cristiana con normas canónicas, de delinear con claridad y precisión los ámbitos públicos a los que tienen acceso los pecadores y de instituir un reglamento eclesiástico para la excomunión.

De hecho la ley canónica inculcaba con precisión las sanciones eclesiásticas, pero no garantizaba los medios para hacerlas vivir con espíritu penitencial. Las restricciones penitenciales relativas a la vida conyugal y a la participación sacramental eran motivo de notable malestar espiritual para los penitentes. La ley canónica tiene exigencias jurídicas que no siempre se adecuan a las preocupaciones pastorales. La pastoral eclesial ha pensado las formas oportunas de evitar al máximo las dificultades surgidas de la ley canónica penitencial; por ejemplo, el aplazar la penitencia eclesiástica para el lecho de la muerte y la vejez (Cesáreo de Arlés, Sermo 282, 2; Avito de Vienne, Ep. 18; III concilio de Orleans (538). c. 24]. La prescripción canónica de la penitencia pública consiguió promulgar en la comunidad cristiana una práctica universalmente uniforme de imposiciones penales, pero también ofreció la ocasión de vivir la penitencia como simple excomunión eclesiástica estructurada dentro de una trayectoria específica de simple pena legal, como si pudiera realizarse independientemente de la práctica interior de los sujetos interesados. Esta influencia, de forma bastante difuminada, persistirá hasta el mismo concilio de Trento, el cual haría uso de categorías "judiciales" para tratar la realidad del sacramento de la penitencia.

La espiritualidad penitencial adoptaría sucesivamente un modo propio de expresarse fuera del ámbito jurídico de la excomunión eclesiástica, favoreciendo la práctica de la confesión privada como sacramento. Semejante praxis sacramental acentúa la atención centrada en la purificación interior del penitente individual; va privatizando la relación entre penitente y confesor fuera de una perspectiva de penitencia pública. El individuo busca el sacramento de la confesión para asegurarse la salvación futura y para conseguir la paz interior de la conciencia. Desde el s. XII la teología escolástica intentará conciliar el aspecto personal de la penitencia con la intervención sacramental de la Iglesia. Esta precisará cuándo y cómo debe integrarse la penitencia personal en la absolución sacramental. Si todo pecado grave separa al individuo de la Iglesia como realidad de gracia, tan sólo el estado de pecado público excomulga de la r aunidad eclesial visible. La excomunion viene a ser no tanto una institución penitencial espiritual cuanto una institución canónica de pena.

Ciertamente, la Iglesia jamás ha pretendido delimitar el sacramento de la penitencia a la esfera privada de las almas individuales. También en el período postridentino impuso límites a los confesores; les obligó a no absolver cuando el pecador se encuentra en estado de pecado sin un arrepentimiento sincero y eficaz. Siempre ha conservado la excomunión eclesiástica como prohibición de la absolución sacramental y de la comunión eucarística. Y, sin embargo, la experiencia actual de fe cristiana reclama una integración interior más profunda de la penitencia privada en la penitencia pública eclesial. El Vat. Il ha intentado orientar la penitencia armonizando mejor sus aspectos personales y comunitario-eclesiales (LG 11; SC 109); la paz con Dios se propone en el marco de la paz con la Iglesia. El nuevo Ordo Paenitentiae presenta la penitencia sacramental en su expresión histórico-salvifica personal, intentando introducirla en un contexto integrador comunitario-eclesiológico. Se trata tan sólo de una pista, que la praxis cristiana sabrá descubrir y vivir más profundamente en el futuro.

2. ORDEN DE LOS PENITENTES - Aunque con modalidades canónicas y eclesiales bastante distintas, el orden de los penitentes ha existido siempre en la comunidad cristiana. Está constituido por aquellos pecadores que la Iglesia considera que no deben adscribirse a su comunión sacramental, sobre todo en relación con el banquete eucarístico. Aunque continúen siendo miembros de la Iglesia. no son admitidos a beneficiarse de su acción sacramental.

Pero el orden de los pecadores públicos penitentes. ¿es de por sí un sistema eclesiástico exclusivamente negativo? ¿No incluye algún testimonio beneficioso para la comunidad eclesial? Siempre desarrolla su misión cristiana. Recuerda que la penitencia es un estado obligatorio para todos y para toda la vida. El creyente es invitado a desempeñar su deber penitencial durante toda su vida, dentro de su misma experiencia mística. Ser penitente significa fundamentalmente no sólo purificarse de los pecados cometidos, lo que constituye una actitud personal irrenunciable, sino, sobre todo, significa vivir el misterio pascual de Cristo, pasando gradualmente de un vivir según la carne a ser espíritu resucitado en el Señor glorioso.

El orden de los penitentes desarrolla una misión ulterior. Recuerda que, aun siendo pecadores. es posible ser partícipes de la misericordia de Dios esperando en la salvación que ofrece Cristo. Como pecadores continuamos mirando al Señor en forma suplicante; tenemos fe en su voluntad salvífica: consideramos que sólo su gracia es capaz de superar nuestra mala voluntad. Por último, el orden de los penitentes proclama que cuantos viven en caridad son bienaventurados. La caridad no es algo que se merece, sino únicamente un don de Dios. Si en la actualidad no todos comprueban con la propia experiencia dolorosa que son incapaces de permanecer en amistad con Cristo, se debe únicamente a la misericordia preveniente de Dios. El Señor es imprevisible en sus designios de gracia. "El viento sopla donde quiere. y se oye su ruido, pero no se sabe de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu" (Jn 3.8). En la Iglesia se proclama a todos la gratuidad del amor en el Espíritu de Cristo mediante el orden eclesial de los penitentes.

El modo de proclamar la penitencia pública en la Iglesia ha variado según los tiempos salvíficos. En la comunidad eclesial primitiva, el orden de los penitentes indicaba el estado de los pecadores subjetivamente ya convertidos y, en consecuencia, admitidos a la práctica de la penitencia pública; en cambio. en la comunidad eclesial actual está constituido por cuantos carecen de la fuerza suficiente para salir de una situación pecaminosa pública. Si los primeros estaban convertidos, los segundos tienen que convertirse; si los primeros eran miembros eficientes de la Iglesia, los segundos se manifiestan al margen de ella: si los primeros testimoniaban la misericordia recibida de Dios en Cristo, los segundos la suplican para que se manifieste en ellos: si los primeros ponían de relieve con cuánta profundidad transforma al hombre ya desde ahora el misterio pascual de Cristo, los segundos tienen fe en que el Espíritu habrá de concederles el don de una experiencia pascual en algún momento de su vida presente.

Los penitentes públicos de hoy no se deben imaginar que estén sin gracia absolutamente. Todo depende de la misericordia de Dios en relación con las disposiciones subjetivas. También en aquellos que son conscientes de su pecado puede suceder que el Espíritu encuentre en determinados momentos cierta disponibilidad a romper su vinculación con el pecado, aun cuando la situación del mal vuelva a reabsorberlos posteriormente en la desorientación pecaminosa. Cuando el don de la caridad llega a manifestarse por breves instantes en el ánimo del pecador, a éste le es lícito esperar en la misericordia de Dios para con él. El pecador público es como un náufrago que, emergiendo todavía de cuando en cuando a la superficie. siente la posibilidad de esperar en un socorro eventual que lo salve.

La penitencia en la comunidad eclesial se vive en grados, formas, condicion., e intensidades muy diversas. Con el conjunto de las experiencias penitenciales se formula una penitencia coral eclesial, aunque nunca llegue a ser tan adecuada como la que requiere el misterio pascual de Cristo. Y, sin embargo, una penitencia eclesial comunitaria, si se considera en la gama polícroma y polifónica de la historia salvífica, posee gran validez. La espiritualidad penitencial se desgrana en un devenir histórico, porque el Espíritu pascual de Cristo impregna todo el continuo actualizarse sociocultural de la Iglesia y porque la comunidad eclesial vive la penitencia según la gracia adecuada a cada época. Una penitencia que, siendo paso de la muerte a la vida, es en la comunidad cristiana invitación a la alegría festiva profunda (Lc 15,7).

T. Goffi

III. Reconciliación y comunión

1. EL PECADOR INTERRUMPE LA COMUNIÓN - El hombre es una criatura de la tierra, pero está llamado e invitado por Dios a convertirse en socio suyo en una vida de amistad y de comunión, y ello es posible porque el hombre está creado a su imagen y semejanza. Esta imagen se halla seriamente desfigurada en el hombre por el orgullo y la autosuficiencia, que son la raíz misma del pecado; no quiere reconocerse ya dependiente de Dios, ni siente necesidad de orientarse a él como la imagen a su prototipo. Pero la llamada y la invitación de Dios permanecen indelebles en él. aunque desconozca o incluso rechace el hecho de que se hace humano en la medida en que se diviniza. Por este motivo en el corazón del hombre hay unas aspiraciones indestructibles a la verdad, a la justicia. a la responsabilidad, a la armonía, a la paz en el mundo, aspiraciones jamás adormecidas y siempre renacientes. Estas aspiraciones tan vivas en la actualidad sugieren que también el hombre moderno busca confusamente superarse, hacerse más grande y construir un mundo más sólido y duradero. Anda en busca de cierta trascendencia: algo diferente, una razón de ser, un ser más. Busca su origen y su destino, busca a su Padre. Pero esta búsqueda no puede alcanzar su meta sino en Cristo, ya que el Padre lo ha establecido como lugar y sacramento de la comunión entre el hombre y Dios.

2. LA COMUNIÓN ES ESTABLECIDA POR CRISTO Y EN CRISTO - Dios ha salido de su misterio, se ha dirigido a los hombres, ha revelado su vida personal y les ha comunicado el designio inaudito de una alianza eterna con vistas a la comunión de vida. Su palabra, que en un principio sonaba lejana, confusa e intermitente, se entrega en Jesucristo de un modo total y suena como el mensaje de una buena nueva. Y esta palabra reclama una respuesta por parte de quien la escucha para que haya comunicación entre él y Dios. La estructura dialógica es la pedagogía utilizada por Dios para entrar en contacto con la humanidad: se trata de una relación interpersonal, que incluye por parte de Dios la revelación y por parte del hombre la religiosidad. Y en este diálogo es Dios quien toma la iniciativa: el "hombre no puede establecer con Dios relaciones personales inmediatas con sus solas fuerzas naturales ni puede llegar a Dios sino a través de las criaturas, como fundamento absoluto de la existencia de lo creado. Hablando humanamente, nosotros no llegamos a Dios como persona en sí mismo y por sí mismo. Porque la comunión con Dios no es posible sino a través de y en una aproximación benévola de Dios a nosotros". Cristo es la manifestación y la actualización del amor del Padre. En él el Dios invisible se dirige a los hombres por amor y en él el hombre responde al amor que se le ofrece. Aquel que abre su corazón a la benevolencia absoluta de Jesús con un abandono que acepta sus exigencias ilimitadas. encuentra el amor divino y será colmado de gracia, que es. por una parte, el perdón. la reconciliación y, por otra, la santificación, la divinización y la comunión con Dios mismo. En Cristo se ha realizado dentro de la historia la fusión armónica entre el acto único y eterno de la oferta del amor de Dios y la respuesta definitiva a este amor por parte de la humanidad en su cabeza. Esta alianza de reconciliación ha sido comunicada a la humanidad entera en el acontecimiento de la muerte-resurrección del Señor: pero esta alianza no será ratificada paso a paso en la historia de la humanidad sino por cada uno de sus miembros. Y es la Iglesia la que continúa garantizando a. lo largo de los siglos la realización de esta alianza hasta el retorno del Señor.

3. LA REALIZACIÓN DE LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA - El hombre de hoy. como en el pasado y en el futuro, tiene también la posibilidad de encontrar a Cristo, poder salvífico de Dios, gracias a la Iglesia, cuerpo místico del Señor, hecho presente y tangible por la predicación del Evangelio y por la vida sacramental de la Iglesia.

La predicación de la Iglesia nos ofrece el acceso a la palabra de Cristo, que sigue revelando y realizando los planes de Dios entre los seres humanos. La respuesta del hombre al anuncio de Cristo. difundido por la Iglesia, es un acto de amor, un sí que permite a Cristo actualizar el gran sí pronunciado por él en nombre de la humanidad al Padre de la alianza y de la reconciliación. Y esta respuesta introduce al hombre en los sacramentos de la Iglesia; porque la salvación. anunciada en la revelación y aceptada en la fe, debe desembocar en el encuentro sacramental, hecho posible en la Iglesia. a través de la Iglesia y con la Iglesia. Toda la vida de la Iglesia es sacramental porque permite encontrar al Señor, y los siete sacramentos son los puntos culminantes de este encuentro: ellos "ponen a los hombres en relación con el Señor mismo, su salvador: el mismo e idéntico Señor que históricamente sufrió bajo Poncio Pilato y resucitó. Los encuentros sacramentales son momentos privilegiados de la comunión del hombre con Dios y marcan una etapa en el camino de la divinización de la persona y en el itinerario de la Iglesia, peregrinante hacia la consumación del reino de Dios. El encuentro del cristiano con el cuerpo místico, que se hace presente gracias a la vida sacramental de la Iglesia, es, por lo tanto, una restauración del estado primitivo de comunión y de gracia y una anticipación de la victoria escatológica sobre el pecado y sobre la muerte, que inauguró el misterio de la pascua de Cristo. Pero es auténtica únicamente en la medida en que transforma nuestra vida. La salvación anunciada, aceptada en la fe y que desemboca en los sacramentos, debe manifestarse en nosotros de tal forma que nuestra vida se transforme en señal evangélica para el mundo; Dios se reconcilia en nosotros y vive aquí y ahora en nosotros. Nosotros, por nuestra parte, nos transformamos en la manifestación de la potencia salvífica de Dios, en testigos suyos entre los hombres, de forma que el mundo vea en nosotros a unos mensajeros portadores de paz, de justicia y de amor de Dios. Nosotros lo recibimos todo de la Iglesia y a través de ella, últimamente, "de Dios. Pero. como portadores de la gracia recibida. nos convertimos en el lugar histórico de esta gracia, por lo cual somos una prolongación de la influencia de la Iglesia, que es la presencia de Dios salvador.

4. LA PENITENCIA-RECONCILIACIÓN COMO SACRAMENTO DE LA REACTUALIZACIÓN DE LA COMUNIÓN - Nuestro sí a Cristo lo pronunciamos en el bautismo y lo confirmamos todos los días de nuestra vida en el marco de la comunidad eclesial; y es un si activo en la medida en que denunciamos el pecado y nos alejamos cada vez más de él. Toda la vida de la Iglesia nos ayuda a concretizar y a detallar esta adhesión nuestra a Cristo en la vida cotidiana: hace penitencia con nosotros porque es santa en su cabeza, a la que anuncia y distribuye; pero también es pecadora en sus miembros'. Toda la existencia de la Iglesia es una purificación, y nosotros formamos parte de este movimiento de conversión, cuyo momento intenso y privilegiado está marcado por el encuentro sacramental con Cristo. En el sacramento de la penitencia se reactualiza para nosotros el perdón concedido por el Padre en Cristo. Este sacramento es un gesto eclesial de la conversión y reconciliación del cristiano pecador con Dios y con la Iglesia. En esta perspectiva, el sacramento de la penitencia, lejos de ser un simple lavatorio, banal purificación de los pecados cometidos pasando una esponja por la conciencia para dejarla limpia, forma parte integrante de la historia de cada cristiano y de la historia de la Iglesia, la cual es una historia de gracia que consiste en la construcción, como don y como tarea, de la verdadera personalidad del cristiano. inserta de manera eficaz y responsable en la construcción de la historia de la Iglesia y de la historia del mundo. Como puede advertirse, toda la dimensión histórico-existencial de la conversión cotidiana a partir del bautismo es una realidad que orienta la Iglesia en referencia al sacramento de la penitencia, camino de conversión iniciado, asistido, conducido y consumado en la Iglesia, con la Iglesia y a través de la Iglesia.

5. LA VIDA CRISTIANA COMO PENITENCIA CONTINUA - La Iglesia, como continuación terrena de la misión salvífica de Cristo, no puede seguir otro camino que el que le ha trazado su Señor, a saber: continuar la pascua de Cristo. Como pueblo de Dios, participando en los sufrimientos de Cristo, realizando las obras de misericordia y de caridad, convirtiéndose todos los días de una forma cada vez más auténtica al Evangelio de Cristo, se constituye en este mundo en signo de la conversión a Dios. Y este misterio lo expresa la Iglesia en la vida y lo celebra en la liturgia, cuando los fieles se reconocen pecadores e imploran de Dios el perdón, el suyo y el de sus hermanos, tal como se hace en las celebraciones penitenciales, en la proclamación de la palabra de Dios, en la oración y en los momentos penitenciales de la celebración eucarística". El cristiano, como miembro del pueblo de Dios, participa de esta continuación de la pascua del Señor. Es ayudado por la Iglesia a realizar lo que consiguió en el bautismo, la configuración con la muerte y la resurrección del Señor (Rom 6,3-11; Col 2,11-15). Así pues, no puede merecer la gloria de la resurrección sin renunciar a sí mismo y sin seguir las huellas del divino Maestro, llevando su cruz y participando en los dolores para ser así transformado en su muerte; y todo esto debe penetrar en toda la vida del bautizado en todo momento y de todos los modos posibles. Hacer penitencia no es, por tanto. una cuestión facultativa, sino que entra en la lógica del bautismo: la vida del cristiano, en cuanto participación en el misterio pascual, es una conversión continua, una penitencia permanente y, por lo tanto, una comunión continua y cada vez más profunda con Dios. La conversión ocupa un puesto fundamental en la historia de la salvación: ella es la que lleva al hombre al bautismo y después realiza el significado de éste en toda su existencia. El sacramento de la penitencia renueva para el cristiano la eficacia salvífica del bautismo en caso de que muera a la vida divina por causa del pecado, y puntualiza en momentos decisivos, a lo largo de su vida terrena, el esfuerzo de conversión continua y cotidiana, sosteniéndolo y acompañándolo hasta el advenimiento del reino, comunión perfecta con Dios.

IV. La Iglesia en la vida de reconciliación del cristiano

La Iglesia no ha dejado nunca de llamar a sus hijos a la penitencia. Actualiza la propuesta de salvación contenida en la palabra de los profetas y, al fin de los tiempos, en las palabras de la Palabra hecha carne para invitar al cristiano a entrar en la vida de penitencia: Dios ha hecho saber hoy a los hombres que todos deben arrepentirse por completo (He 17.30). Se trata de una propuesta realista, que implica precisamente unas realizaciones concretas para encarnar nuestra muerte al pecado: abstinencia, ayuno. limosna, etc., todo ello sostenido por la oración, la cual hace que la propuesta se convierta en una oferta gratuita: la oferta y la aceptación de esta oferta.

1. LA PREDICACIÓN ECLESIAL DE LA CONVERSIÓN - La Iglesia difunde ininterrumpidamente en favor de los pecadores el mensaje de conversión, llamada-denuncia-misericordia. palabra de salvación que Cristo ha expresado en palabras y en obras.

Esta palabra de Cristo en forma eclesial se nos dirige también hoy en la asamblea del pueblo de Dios, comunidad de fe reunida para practicar la acción de gracias y la alabanza de Dios. En el seno de la comunidad creyente, la palabra recibe formas diversas: "No es sólo la palabra anunciada por la proclamación (el kerigma), por la doctrina (la didascalia) apostólica, la palabra de exhortación y de invitación; es también una palabra de oración, una palabra de himno o de alabanza divina, una doxología, una aclamación, una bendición del sacerdote, etc. Estas variaciones, que representan elementos típicamente litúrgicos, son otras tantas formas de la palabra única de Dios. Encontramos todas estas formas de manera privilegiada en la liturgia de la palabra de la misa: lecturas bíblicas, homilías, súplicas, aclamaciones, profesiones de fe.... elementos todos que concurren a manifestar la doble función apostólica de la Iglesia: reza y cree al mismo tiempo. Pero no se debe pensar que el anuncio de la palabra termina con la liturgia de la palabra; en la celebración eucarística anunciamos la muerte del Señor (1 Cor 11,26): por eso la participación activa en la eucaristía es una de las invitaciones más favorables y más eficaces a la conversión continua de la vida cristiana.

La predicación de la iglesia cubre, por tanto, toda nuestra existencia en formas diversas, y toda forma de anuncio de la palabra implica de una manera expresa o velada una invitación a la conversión, al cambio radical. Pero la vida de la Iglesia también pasa por momentos intensos y privilegiados, reservados a la predicación del mensaje de conversión. Su legislación determina un ritmo semanal (el viernes) y estacional (cuaresma, adviento); son días y tiempos determinados, que se eligen entre los que de manera especial evocan el misterio pascual Para decirlo con san Pablo, se trata de momentos en los que resuena la gozosa proclamación del momento favorable, del día de la salvación (2 Cor 6,2). Pero si la predicación es necesaria para la obediencia de la fe, para el comienzo de la conversión, los cambios concretos son también exigidos para que la fe sea real y la conversión continua y auténtica. La conciencia eclesial de la conversión continua se traduce en una predicación insistente y se manifiesta en la realización concreta de las obras de penitencia v en la plegaria litúrgica.

2. LA IGLESIA COMO PUEBLO PENITENTE - La Iglesia no da de las enseñanzas del Señor un comentario puramente teórico, sino vivo; toda la vida de la Iglesia es una pascua continua, marcada por actos concretos. Aun insistiendo en lo indispensable del carácter interior y religioso de la conversión. la Iglesia está convencida de que dicha conversión no puede quedarse en el simple nivel de un movimiento interior de retorno a Dios, sino que debe encarnarse en un cambio de comportamiento, en la mortificación y en actos de justicia y de caridad. La tradición eclesiástica ha considerado como precepto divino el deber de hacer penitencia. traduciendo fielmente todo lo que el Señor enseñó de palabra —si no hacéis penitencia moriréis todos (Lc 13,3-5)- y con obras: la oración y el ayuno en el desierto. Esta perspectiva de la Iglesia no se limita a sugerir la posibilidad de transformar nuestra existencia cotidiana en una pascua continua de manera simplemente pasiva, practicando la virtud de la penitencia en los deberes inherentes a nuestro estado y soportando con paciencia las tristezas de la vida. sino que además invita a todos los fieles a obedecer al precepto divino de la penitencia añadiendo a las incomodidades de la vida y a los imprevistos de todos los días algún acto positivo. Y aunque deja a cada uno libertad para elegir los modos de llevar a cabo la mortificación, subraya tres, tradicionales en la historia de la Iglesia: la oración, el ayuno y las obras de caridad.

La oración es el primer fruto que sigue al descubrimiento de la misericordia de Dios y del pecado. Con la oración el hombre, estimulado por el amor, se eleva y tiende a la unión con su Señor; con ella el hombre realiza el amor único a Dios y al prójimo en el ayuno y la limosna, que como alas la elevan hasta los oídos del Creador. El ayuno, mortificación del cuerpo y renuncia a los bienes materiales, se contempla como medio para hacernos capaces de gustar los bienes espirituales. Sustrae al hombre a las potencias del mal para someterlo a la acción del Espíritu de Dios. En este sentido, la mortificación cristiana no implica condena alguna de la carne, que el Hijo de Dios se ha dignado asumir; tiende más bien a liberar al hombre y a hacer que la dignidad de la condición humana, herida por falta de medida, sea curada por la voluntad de una sobriedad, que es un remedio; el ayuno no es más que un medio. Es algo bueno y agradable a Dios no por su propia naturaleza, sino por razón de las otras obras, y no es "verdadero" sino en la medida en que tiene por motivación el amor de Dios expresado en la oración, y como consecuencia el amor al prójimo traducido en las obras de caridad. "Dichoso aquel que ayuna para dar de comer al pobre"". pues en caso contrario "el ayuno sin misericordia no es nada" (san Agustín, Sermo 25,7) y "el ayuno sin limosna aflige al cuerpo sin purificar el alma" (san León, Sermo 15.2). Sobre la limosna habla san Agustín como de un don y de un perdón que tiene como efecto el perdón de nuestros pecados: "La palabra del Señor contempla todo lo que se ha realizado movidos por una misericordia que presta servicios; haced limosna, y para vosotros todo será puro (Lc 11,41). No sólo aquel que da de comer al hambriento y el que da de beber al sediento hacen limosna, sino también aquel que perdona al pecador... Hay varias clases de limosna, que todas nos ayudan a obtener el perdón de nuestros pecados cuando las practicamos" (san Agustín, Enchiridion, 19,72). Pero la eficacia de las limosnas depende de una condición: que se hagan según el espíritu que Dios exige para llegar a Cristo y para no alejarse de él: "Porque das al Cristo indigente para que te sean perdonados tus pecados. Porque si das para que te sea permitido pecar con impurezas no es a Cristo a quien das de comer, sino que intentas corromper a un juez. Haced, por tanto, vuestras limosnas para que vuestras oraciones sean escuchadas y Dios os ayude a mejorar vuestra vida" (san Agustín, Sermo 39,4,6).

Este esfuerzo personal de penitencia que realiza el cristiano como miembro de la Iglesia está unido por una vinculación íntima a toda la comunidad; es potenciado e integrado por el movimiento penitencial de toda la comunidad eclesial, que es consciente de la necesidad de purificación, que exige a sus hijos hacer penitencia no sólo personal. sino también colectivamente en determinados días para manifestarse y realizarse en forma concreta como pueblo penitente de Dios, pueblo que lleva y expía con su Señor los pecados del mundo y tiende continuamente a la santidad, convirtiéndose y ejerciendo la caridad. Según la tradición, el ayuno es la forma de celebración comunitaria de penitencia por antonomasia, y los días de ayuno se acompañan en general con la oración y concluyen con una reunión cultual de la comunidad.

Las Conferencias episcopales han intentado sugerir nuevas formas de obras de penitencia más en consonancia con los tiempos y que han sido acogidas con generosidad por la sensibilidad de los fieles; por ejemplo, la acción cuaresmal en Suiza, el movimiento Misereor en Alemania. Los documentos oficiales de los obispos recomiendan la abstinencia de la carne, de bebidas alcohólicas, de las diversiones y de los gastos superfluos para dar su importe a los pobres. La Conferencia episcopal italiana sugiere que se pueden considerar como obras de penitencia la abstinencia de alimento particularmente deseado, un acto de caridad espiritual o corporal, la lectura de la Sagrada Escritura, un ejercicio de piedad sobre todo de carácter familiar, un compromiso mayor en la aceptación de las dificultades de la vida, la renuncia a un espectáculo particular.

La celebración común de la penitencia en determinados días por parte de la Iglesia adquiere un significado muy profundo; al participar en la penitencia eclesial, los cristianos se sumergen en la vida pascual continua de la Iglesia con un ritmo semanal y anual. La cuaresma, por ejemplo, está marcada ya por referencias al misterio pascual; pero no se debe olvidar la vinculación que el viernes tiene con este misterio; día de la pascha crucifixionis, paso obligado al domingo, que es la pascha resurrectionis. Si el domingo es considerado como el día del Señor, pascua semanal, y como día de la comunidad de los fieles reunidos en torno al Señor resucitado, el viernes debe ser el día de la pasión, del Calvario, en el sentido de que la comunidad prepara la reunión dominical que celebrará en la alegría y en la caridad llevando a cabo la conversión, que se manifiesta concretamente en las obras de penitencia realizadas por cada cual. La penitencia unida de esta forma al misterio pascual y elevada del nivel natural al nivel religioso, del plano individual al plano comunitario, recibe ea Cristo y en la Iglesia un significado nuevo, su significado más noble. Ella se convierte en una oferta santa, una fiesta celebrada con la alegría de un deseo espiritual en espera del Señor glorificado. En esta perspectiva, la cuaresma forma parte integrante del misterio pascual, y el viernes está íntimamente unido al domingo. Así pues, todo tiempo penitencial tiene sus características, que ofrecen a la catequesis y a la vida interior unos puntos de vista y unos enriquecimientos nuevos.

Todo este esfuerzo comunitario de penitencia se integra o, más bien, hunde sus raíces en la dimensión espiritual de la penitencia que se manifiesta y se realiza en la vida litúrgica de la Iglesia. La Iglesia celebra todos los días la conversión en las dimensiones penitenciales de la celebración eucarística, en la oración, en la proclamación de la palabra y, sobre todo, en las celebraciones penitenciales, cuando los fieles se reconocen pecadores implorando el perdón de Dios y de los hermanos. Gracias a esta dimensión espiritual, la penitencia cristiana se configura como una totalidad; :a conversión interior, fruto de la predicación, se traduce concretamente en actos que radican y se celebran en el culto de la Iglesia, haciéndose verdadera penitencia agradable a Dios.

3. LA ORACIÓN POR El. PECADOR - La oración es una realidad que va unida a la Iglesia en cuanto pueblo sacerdotal. La Iglesia nace de la oración y vive de ella desde siempre y para siempre; es una oración continua por la salvación del mundo. La conciencia de la necesidad de purificación de los pecados de sus miembros la impulsan a rezar todavía más intensamente, porque ella cree firmemente en la eficacia de su oración en favor de los pecadores. "Si el Señor ha prometido conceder a dos o más que se reúnen en su nombre todo aquello que piden, ¿qué podrá rechazar a un pueblo que cuenta millares de personas que cumplen una estricta observancia animadas por un mismo espíritu?" (san León, Sermo 88,3). Esta convicción se traduce en la oración cotidiana de la Iglesia, que ora tanto por el perdón de los pecados de sus hijos que rezan en ella, como por la conversión de los pecadores. La Iglesia no se limita a exhortar al pecador a que vaya a buscar en su seno el perdón de sus culpas, sino que incita a todos los fieles a cooperar en su conversión. El justo ayuda al pecador, y el beneficio es recíproco. De esta forma, el pecado de un hermano se convierte en nuestro pecado en la realidad litúrgica. En el cuerpo de la Iglesia se renueva y se perpetúa el misterio del Hijo, que lleva la iniquidad de todos los hijos. La oración cristiana repite continuamente este leitmotiv y la celebración lo hace resonar continuamente en nuestros oídos.

Desde el punto de vista litúrgico, los fieles se preparan para escuchar la palabra y para la celebración del memorial eucarístico con el acto penitencial; éste comprende una invitación a un breve examen de conciencia, después una breve confesión de los pecados en el "yo confieso" o en el "Señor, ten piedad", precedido este último de intenciones penitenciales que recuerdan la intervención de Cristo en la remisión de los pecados y, por fin, la conclusión con "Dios Todopoderoso...". Se trata de un rito de purificación de la comunidad entera, porque el "yo confieso" es verdaderamente una acusación general y pública de la asamblea, y la absolución que sigue es verdaderamente una absolución de forma deprecativa. Pero la oración penitencial por excelencia en la liturgia eucarística es el padrenuestro. Existe un aspecto casi sacramental del padrenuestro: "El agua de la nueva alianza ha cancelado todos los pecados, pero estaríamos expuestos a grandes inquietudes si la oración del Señor no nos ofreciera el modo de purificamos'. San Agustín no duda en decir que el padrenuestro es para los cristianos un bautismo diario. Encontramos otras fórmulas penitenciales y de purificación en la celebración litúrgica; pero se ha olvidado tal vez que la eucaristía misma es sacramento de reconciliación en cuanto sacramento del sacrificio de Cristo (DS 1753); sin querer profundizar en la relación entre penitencia y eucaristía desde este punto de vista. nos interesa insistir en el hecho de que como sacrificio propiciatorio, la eucaristía es ofrecida por toda la Iglesia: por la asamblea reunida igual que por los que están ausentes, por aquellos que están en estado de gracia y que pueden comulgar igual que por los pecadores que no pueden. En cuanto sacrificio, la eucaristía es el signo eficaz del sacrificio de la cruz, en el que Jesucristo vertió su sangre por todos. Como el sacrificio de la cruz es ofrecido por todos, asi el sacrificio eucarístico es redentor, y por este motivo es también expiatorio de forma objetiva y universal, tanto por los justos como por los pecadores, por los bautizados como por los paganos. Pero el sacrificio eucarístico lleva a los fieles el don de la agape sólo si están dispuestos. Bien mirado, es este don de la agape el que libera del pecado, único obstáculo que se opone a su realización. y don que transforma también en verdadera y perfecta contrición el dolor inicial del pecado, que ya anima al cristiano que participa también en la eucaristía con las debidas disposiciones.

Resumiendo, toda la vida de la Iglesia es una oración continua, orientada a purificar las manchas de sus miembros y a hacer de la penitencia eclesial una gracia siempre gratuita; la oración consigue que el anuncio de la conversión sea aceptado y que la conversión se traduzca en obras que forman parte de la vida penitencial de la Iglesia misma. Bajo esta perspectiva se puede decir verdaderamente que la penitencia es una gracia que produce su propia aceptación. Porque todo es gracia: la posibilidad, el poder y el hacer.

V. Reconciliación sacramental

La reconciliación continua de la vida cristiana es ya por sí misma una realidad de orden sacramental en razón de las estructuras de la alianza en la nueva economía de la salvación. Fundamentalmente sacramental y eclesial, en el sentido de que el don que hace que el pecador experimente un arrepentimiento verdadero afecta al hombre en cuanto miembro de la Iglesia o en marcha hacia ella; porque la Iglesia es el sacramento radical (signo e instrumento) de la reconciliación que Dios quiere sellar con el mundo acogiendo todas las cosas bajo una sola cabeza, Cristo. Además, la reconciliación es sacramental también porque el arrepentimiento sincero tiene la dimensión sacramental específica del sacramento de la penitencia; el arrepentimiento forma, efectivamente, un todo dinámico. que se desarrolla en el tiempo siguiendo un camino más o menos largo y complejo, según las personas y las situaciones, camino que termina en el sacramento propiamente dicho. En este contexto, el sacramento se sitúa como en la cumbre del dinamismo de conversiones y de reconciliaciones interiores y exteriores vividas concretamente en la vida cotidiana, y se proyecta como la celebración de Jesucristo, por cuya gracia se hace posible este camino. La reconciliación sacramental supone un camino antecedente, cuya finalidad y cuyo contenido son una conversión progresiva a Dios y a los hermanos; la reconciliación sacramental es el cumplimiento, el polo terminal de este camino. De esta forma el sacramento de la penitencia no es ni aparece como un acto aislado, sino concatenado y condicionado por un camino que bien puede llamarse iniciación a la penitencia y a la reconciliación. Bien mirado, el sacramento de la penitencia obra sobre un fondo de sacramentalidad y de eclesialidad que constituye la trama de nuestra vida; en cierto sentido, viene a consagrar una vida permanente de penitencia y de reconciliación; en otras palabras, viene a realizar una presencia activa sobre el fondo de una presencia habitual, en el sentido de que "el sacramento de la penitencia es como un punto focal donde se concentra nuestra vida penitencial de todos los días. La diferencia entre los signos de todos los días y el signo sacramental es que este último nos trae el testimonio absoluto de la certeza de ser amados de Dios" Y esto significa que el sacramento de la penitencia es también un don nuevo; no viene sólo a significar lo que Dios ha hecho, sino que viene a dar algo nuevo de parte de Dios, quien mediante el sacramento de la penitencia completa la reconciliación que ha iniciado, reconciliación del pecador con Dios mismo y con la Iglesia. Este es el don absolutamente nuevo que se nos hace en el sacramento; don nuevo, porque es la expresión última de un encuentro progresivo entre Dios y el hombre, sello puesto en una reconciliación ya iniciada por una y por otra parte en señal de cumplimiento definitivo: don nuevo también por ser el final de un camino que, en razón de su dimensión sacramental ya en el punto de partida por el hecho de las estructuras de la alianza, no ha podido existir sino en su tensión hacia el sacramento mismo. En esta perspectiva examinaremos brevísimamente la estructura del sacramento de la penitencia.

1. ACTUALIZACIÓN ECLESIAL DE LA PALABRA DE SALVACIÓN EN EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA - El Novus Ordo dice lo siguiente: "El sacramento de la penitencia debe partir de la escucha de la palabra de Dios, porque precisamente con su palabra llama Dios a penitencia y lleva a la conversión del pecador". Esta actualización eclesial de la palabra nos ayuda a descubrir que Dios ha sido el primero en amarnos; el primero que se ha dirigido al hombre y lo ha hecho participe de su deseo de estrechar una alianza con él; el primero en tomar la iniciativa de la reconciliación con el mundo pecador. Lo ha hecho todo por nuestra conversión, de forma que ésta no es sino el último paso que llega casi espontáneamente: la adhesión en la fe a un amor que perdona. Es la palabra lo que nos hace conscientes de ser pecadores. Ella es la revelación que nos ayuda a comprender el aspecto profundo de la vida humana en sus verdaderas dimensiones sobrenaturales, y en esta escuela podemos comprender verdaderamente el sentido del pecado y del perdón". Pero a la luz de la palabra de Dios, lo primero que comprende el pecador no es su pecado, sino que conoce al Dios del amor, de la bondad y de la misericordia; y en la medida en que comprende el proyecto de amor de Dios, encontrará también el sentido del pecado, de la conversión y de la reconciliación. "Tan sólo la profundidad del amor permite sondear la profundidad del pecado. Los pecados no serían tan graves si Dios no fuera amor. Pero es terrible ser pecadores ante aquel que tanto nos ha amado". El examen de conciencia se convierte entonces en una relectura de nuestra vida a la luz de la palabra de Dios y de las grandes esperanzas que su llamada nos abre. No es tanto un ejercicio de autoacusación que culpabiliza y endurece en una mala conciencia y que después nos lleva al remordimiento como repliegue sobre nosotros mismos, sino, al contrario, es una lectura que nos encamina al arrepentimiento, al dolor que espera en el amor misericordioso de Dios. Esta relectura de la vida a la luz de la palabra de Dios lleva en sí misma una idea optimista y positiva de la acusación. No se trata de una pesarosa acusación de las culpas. sino de una confesión que se consuma a la luz de la misericordia de Dios y que comprende una triple dimensión: el reconocimiento de las propias culpas cometidas contra Dios, la alabanza a Dios (confessio laudis) y la afirmación de la fe (confessio fidei) ". La confesión es ante todo el acto de un penitente; éste expresa y realiza de forma plenamente humana la contrición que lo anima. Cuando se expresa sin ambages el arrepentimiento por una culpa, nos damos cuenta más profundamente de lo que hemos hecho, y se hace más profundo, a su vez, el arrepentimiento. En el momento en que el pecador confiesa sus culpas a Dios no sólo quiere reconocerlas, sino también obtener el perdón e implorarlo en el seno de toda la Iglesia. con sus hermanos y bajo la guía de Cristo. De esta forma, la acusación queda integrada en'un acto de fe y de alabanza, tal como se expresa típicamente en el salmo 50. Se confiesa la santidad de Dios: que nos hemos quedado por debajo del propio modelo (Mt 5,48); que Dios es santo, del todo distinto (Sal 50.6); que Dios es justo, no en el sentido de la venganza, sino en el sentido de que exige romper y acabar con la vida de pecado. Se confiesa la certeza del amor de Dios y de su perdón: Cristo nos ha revelado que Dios es amor; confesarse es decir en alta voz que nosotros creemos en este amor misericordioso. Por lo tanto, la acusación es un verdadero acto de culto. Confesar los pecados es proclamar la santidad, la misericordia y la justicia de Dios. Confiteri significa confesar las culpas propias, dar gracias, bendecir y alabar. La misma palabra e idéntica realidad: confesar que somos pecadores es proclamar que Dios es santo. misericordioso y justo.

2. LA PENITENCIA COMO ABSOLUCIÓN Y ORACIÓN EFICAZ DE TODA LA COMUNIDAD ECLESIAL - Dios concede el perdón del penitente a través del signo de toda la comunidad en respuesta al compromiso penitencial, signo de su conversión. Esta intervención de la Iglesia se manifiesta de muchos modos, pero especialmente a través del ministro que pronuncia las palabras eficaces del perdón. Palabra que expresa la fe de la Iglesia. que consagra y eleva la penitencia del pecador para hacerle partícipe de la obra redentora continuada por la Iglesia. Y la Iglesia precisamente, a través de su ministro, pronuncia esta palabra como manifestación eficaz del amor pascual de Dios; y la eficacia de esta palabra procede del hecho de que los obispos y presbíteros la han recibido y la pronuncian en unión con Cristo y en su Espíritu. Pero este uso del poder de las llaves de los ministros jerárquicos no está separado de la colaboración de la comunidad; la oración de la comunidad acompañada de la caridad no es sino la oración y la caridad de Cristo celeste, que se hace visible y presente para un hombre determinado en un tiempo y en un lugar determinados de la historia. En todo el transcurso de la atormentada y agitada historia del sacramento de la penitencia se puede comprobar esta intervención de la comunidad en favor de los pecadores. La Iglesia se dirige a Dios para pedirle perdón por los hermanos, sostiene a los penitentes en su esfuerzo de conversión, ayudándoles a borrar de su vida el pecado y las huellas del mismo. Es verdaderamente significativa la recuperación llevada a cabo en esta línea por el Novus Ordo Paenitentiae. De esta forma la reconciliación sacramental del cristiano pecador es un acto de toda la comunidad, y no sólo de la jerarquía; la intervención del ministro con y dentro de la comunidad hace más explícita la mediación de la Iglesia y le confiere la eficacia propia de los siete sacramentos.

3. LA PENITENCIA. RECONCILIACIÓN CON DIOS Y CON LA IGLESIA - La intervención eclesial como signo visible de la manifestación de la misericordia divina garantiza visible e históricamente a los cristianos el perdón y la reconciliación con Dios, al tiempo que otorga la paz con la Iglesia: "La reconciliación con Dios es pedida y concedida mediante el ministerio de la Iglesia"". Cuando el cristiano peca, ofende al amor de Dios y hiere también a la Iglesia. en el sentido de que al obrar de esa forma impide y disminuye en el mundo la eficacia del dinamismo de la Iglesia como signo que opera la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano (LG 1). Esta herida provoca en el pecador una separación "ontológica" de la Iglesia, lugar de unión con Dios; un alejamiento de la caridad eclesial, don del Espíritu, porque el pecado es siempre, en proporción a su gravedad, rechazo del amor, del Espíritu que anima a la Iglesia. No se trata de una separación visible y total, porque, en virtud del carácter bautismal, el cristiano, aunque sea pecador, sigue perteneciendo a la Iglesia; sino que se trata de un alejamiento o de una separación interna e invisible con respecto a la caridad salvífica de la comunidad. No nos debemos, por tanto, limitar a considerar la reconciliación como un acto válido únicamente en el orden de las relaciones jurídicas. Es preciso saber captar, por el contrario, la integración del cristiano en la Iglesia como lugar vital que lo inserta en Cristo. Siendo así, la participación efectiva del penitente en la comunidad, a la que retorna como miembro plenamente integrado, puede describirse de manera evangélica como el injerto de un ramo en la planta que lo nutre. Por lo tanto, recibir la paz de la Iglesia significa volver a asumir el puesto que a uno le corresponde como miembro vivo en este ámbito vivo que es la Iglesia . El retorno a la paz con la Iglesia trae consigo la remisión del pecado y el don del amor divino y eclesial, es decir, el don del Espíritu de Cristo, que vuelve a unir al pecador con la Iglesia, con Cristo y con el Padre. En otros términos, el cristiano que se opuso y se separó de Dios y de los hermanos vuelve a encontrar el amor de Dios en el amor de los hermanos, presencia visible e histórica del amor de Dios sobre la tierra. Y así puede decirse que la conversión del cristiano a Dios y la reconciliación con él se realiza en la conversión a la Iglesia, puesto que en el perdón fraterno de la comunidad se comunica al hermano pecador el amor de Cristo que perdona.

VI. La unidad recuperada

El efecto más profundo que recibe el penitente en el sacramento de la penitencia es una paz pluridimensional; una paz con Dios, consigo mismo, con la Iglesia, con el mundo; en otras palabras, es la unidad profunda que el penitente encuentra en relación con Dios, con la Iglesia y consigo mismo.

La unidad de Dios, porque la paz con él, no es de ningún modo un simple gesto de perdón de las culpas en virtud de los méritos de Cristo que nos deja en nuestra condición de pecadores. Esta paz es el amor de Dios —Dios mismo—que se da para poder habitar en el cristiano readmitido en la Iglesia. El Espíritu Santo vuelve a convertirse en el principio sobrenatural de su existencia, y toda la Trinidad vuelve a morar misteriosamente en él y se instala allí tan profundamente que se convierte en su yo íntimo (Jn 14,23). En la penitencia, el pecador abre la puerta a Dios, que quiere entrar (Ap 3,20), y de esta forma el cristiano vuelve a ser colmado por la presencia divina y se hace una nueva creatura según el modelo de la imagen y semejanza de Cristo: hijos en el Hijo (1 Cor 12,13: 2 Cor 1,21-22) y, por lo tanto, partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,3-4). La unidad con Dios realiza la unidad con uno mismo, situado más allá de la percepción experimental. Se trata de la recomposición de un yo que se había disociado al traicionar su propia estructura constitutiva: el yo auténtico es recuperado no en la autonomía absoluta, sino en la dependencia total de Dios, que habita en el hombre y transforma el ser humano a su imagen. La meta y la plenitud de la existencia humana se alcanzan dentro de esta dependencia; aquí es donde el hombre encuentra la condición de su equilibrio inicial, que es justamente la comunión con Dios ya aquí.

Pero esta vida de comunión con Dios es auténtica únicamente en la medida en que se prolonga en los hermanos. La transformación interna del cristiano debe abrirse al amor universal, porque el amor auténtico no reconoce fronteras. Es la dimensión fraterna de la unidad lo que hace al penitente capaz de relaciones humanas responsables y oblativas respecto a los demás; los hermanos son mirados y amados por Dios, pues son el término del acto de amor con el que Dios nos juzga (Mt 25,31-46). La vida de comunión con Dios es ilusoria si se repliega o pretende limitarse a Dios y al individuo; el verdadero culto exige la caridad fraterna (Mt 5,23-35); Dios no perdona sino a quien está dispuesto a perdonar (Mt 6,12-15).

La unidad que el penitente vuelve a encontrar con Dios y con los hermanos en el encuentro sacramental, culminación de la vida penitencial, supone también la unidad de la Iglesia, porque Dios habita en la Iglesia como en su templo y los hermanos son miembros de la Iglesia de la misma manera que lo es el penitente.

Y esta unidad renovada es signo eficaz de un compromiso renovado y progresivo del cristiano, y en definitiva de la Iglesia, en el cumplimiento de su misión en el mundo. Dicho de otro modo, esta unidad significa la reinserción del cristiano en el dinamismo renovador del acontecimiento pascual de Cristo, siempre activo en la historia.

De esta manera la conversión, la penitencia y la reconciliación no dan al cristiano únicamente el perdón de los pecados, sino una transfiguración, renovando sus fuerzas y comprometiéndolo cada vez más en el cumplimiento de su misión en la Iglesia y en el mundo (piénsese en el profundo significado de la satisfacción y en la misma vida cristiana como una continua satisfacción).

Y todo esto significa no sólo anticipación y prenda de la victoria final y total del reino realizado ya in spe con el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, sino también la manifestación eficaz de la presencia actual de este reino en el mundo, inserción privilegiada de la historia de la salvación en la historia de la creación.

O. Bernasconi

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