MUNDO
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SUMARIO: I. Premisa - II. El mundo según la palabra de Dios - III. El mundo según el cristianismo primitivo - IV. Huida del mundo - V. Encontrar a Dios en el mundo - VI. Espiritualidad mundana en la secularización - VII. Mundo espiritual - VIll. Perspectivas modernas de espiritualidad mundana - IX. Conclusión.


La realidad del mundo ha suscitado siempre dificultades en el terreno espiritual y ha sido valorada de manera contradictoria. La misma palabra "mundo" se presenta con significados diversos y puede asumir un contenido muy variado. El sentido que se le da debe deducirse del contexto. Recordemos las acepciones más comunes que se atribuyen a este vocablo. En su significado más empírico, mundo es el conjunto de seres y de cosas que existen juntamente; una cosa está en el mundo si está situada en un determinado lugar del espacio y en un tiempo concreto. Según la concepción técnico-científica, el mundo es el universo de cosas materiales situadas según un orden inmanente; un conjunto bien estructurado y autosuficiente; una realidad organizada en su intimidad según determinadas leyes universales; un lodo unitariamente armonizado. El hombre forma parte del mundo, ya que es un ser bien ordenado en sí mismo y coordenado con el todo. Sin embargo, este orden del mundo no se presenta como definitivo, ya que admite nuevas organizaciones y remodelaciones por parte del hombre; está bajo el poder responsable y humanizador de la iniciativa humana (GS 2). Finalmente, si se considera al mundo en la perspectiva cultural de nuestra época, entonces es el conjunto de relaciones humanas, de estructuras sociales, de instituciones públicas, de principios que dirigen la vida comunitaria; es el resultado sociológico-cultural de la actividad diaria del hombre, que tiende a hacer del universo un ambiente favorable y confortable.

La disparidad de concepciones no sólo aparece a propósito del sentido de la palabra "mundo", sino sobre todo acerca del alcance espiritual de la realidad mundana. Existen diversas experiencias espirituales cristianas que valoran e interpretan el mundo de las formas más diversas, lo miran de maneras diferentes, lo presentan dentro de culturas divergentes y sugieren actitudes ascéticas frente a él, que van cambiando con el tiempo. A título de ejemplo, podemos aludir a dos experiencias espirituales opuestas sobre el mundo. Para unos, la espiritualidad sólo puede realizarse fuera del mundo; más aún, despreciándolo. Estos espiritualistas siguen la invitación de san Juan de la Cruz a no preocuparnos de que todo el mundo se hunda, con tal de poder conservar la quietud del alma'. Para otros, la verdadera espiritualidad la dicta la manera como se sitúa hoy el mundo; éste, con su configuración actual, se inscribe dentro del reino de Dios y sugiere cuál ha de ser la espiritualidad necesaria que hoy puede practicarse. El padre Teilhard de Chardin observaba, en relación con la actual preeminencia de las civilizaciones orientales sobre la mediterránea: "Hay otros que se asustan de la emoción o de la atracción que produce sobre ellos, invenciblemente, el Astro nuevo que surge. El Cristo evangélico, imaginado y amado dentro de las dimensiones de un mundo mediterráneo, ¿es por ventura capaz de recubrir y de centrar todavía nuestro universo prodigiosamente engrandecido? El mundo, ¿no se halla en vías de manifestarse más amplio, más íntimo, más resplandeciente que el mismo Jehová? ¿No hará que nuestra religión estalle? ¿No eclipsará a nuestro Dios?"' [Sobre Teilhard de Chardin, >Modelos espirituales II, 6].

II. El mundo según la palabra de Dios

La palabra de Dios presenta al mundo según la mentalidad particular del escritor. El hagiógrafo, cuando discurre sobre el mundo, no se centra en él, como si tuviera que considerarlo una realidad independiente. Lo imagina necesariamente como criatura que depende de Dios y está confiada a la responsabilidad operativa del hombre (Gén 1,26; 2.15). Cuando afirma que "todo" ha sido hecho "muy bien" en la creación (Gén 1,31), exalta no una bondad objetiva presente en el mundo, sino la grandeza de la obra divina asociada al esfuerzo de la actividad del hombre (Sal 33; 65; Am 4,13; 5,8). Y cuando se permite formular alguna critica del mundo, lo hace no porque esté mal hecho en sí mismo, sino porque no se aviene a armonizarse con la voluntad ordenadora de Dios o no se pone al servicio el hombre en su caminar hacia Dios.

La reflexión bíblica sobre el mundo no es nunca una especulación abstracta. Es siempre una reflexión concreta, inherente a una situación histórica determinada del universo, en relación con un mundo visto en una posición momentánea y particular, considerado en una circunstancia singular y bajo un aspecto espiritual concreto, pensado en un momento de su devenir dentro de la historia salvífica. Por eso precisamente el término "mundo" para la palabra de Dios asume un contenido diferente: a veces indica el universo (He 17,24; Jn 1,3), o bien toda la tierra como ambiente del hombre (Mc 8,36; Jn 1,10; 1 Cor 5,10), o también el mundo de los hombres (2 Cor 5,19; Jn 3,19). En este último significado se entiende muchas veces como la humanidad que está en oposición a la salvación traída por Jesucristo (Jn 7,7; 15,18) y gobernada por el maligno (1 Jn 5,18). Pero el Señor Jesús vence a este mundo malo (Jn 16,33), haciendo renacer a los hombres no del mundo (Jn 15,19; 17,14), sino del Espíritu (Jn 3,5).

Dada la manera de mirar al mundo, es perfectamente lógico que la palabra de Dios no lo presente como dotado de configuración espiritual autónoma; es solamente espejo del comportamiento del hombre, ya que está bajo su dominio (Gén 1,26). El mundo se encuentra ligado al destino del hombre, sigue sus vicisitudes, se transforma para armonizar con los estados espirituales que el hombre va experimentando. El mundo, en el mismo momento que se ofrece como una ayuda dependiente del hombre. constituye su deshonor o su gloria. El mundo puede llamarse una criatura de Dios (Sal 19,2), pero también del hombre.

De hecho, el mundo se revela como la consecuencia del pecado cometido por el hombre (Gén 3,17-18; Is 11,6; Rom 5,12). Sometido a la caducidad, anhela la liberación "para ser admitido a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente" (Rom 8,21-22; cf 2 Cor 5,1-2). Pero el mundo no puede redimirse por sí mismo, independientemente de la situación salvífica inherente al hombre. Y si el hombre ha sido capaz de arrastrar al mundo al mal, no puede comenzar a arrancarlo del pecado más que "por medio de uno solo, Jesucristo" (Rom 5,17).

Actualmente, el mundo, en virtud del Espíritu de Cristo que se ha comunicado a los hombres, vive en un estado ambivalente entre experiencia de pecado y de liberación para la gracia del Espíritu, entre su desaparición (Mt 5,18; Mc 13,31; 1 Cor 10,11) y su establecimiento bajo una forma nueva. La renovación total de la creación tendrá lugar cuando en la parusía todos los hombres hayan resucitado en Cristo; cuando se proclame el señorío de Cristo en cada uno de los hombres (Mt 19,28; 2 Pe 3,19), precisamente porque el hombre, cuando se muestra totalmente renovado (también en el cuerpo) según el Espíritu (1 Cor 15,44; 2 Cor 4,10), tendrá que poder mirarse en un universo igualmente renovado. En ese momento también el mundo se ofrecerá al Cristo integral como ciudad santa, la nueva Jerusalén "dispuesta como una esposa ataviada para su esposo" (Ap 21,2). "No habrá ya noche, no tendrán ya necesidad de la luz de una lámpara ni de la del sol, porque el Señor Dios los alumbrará" (Ap 22.5). Una ciudad totalmente iluminada por la gloria del Cristo integral; en ella el Cordero será la lámpara que ilumina (Ap 21,23).

Con su encarnación, Cristo está ya implicado en la génesis prodigiosa del mundo, está "hasta tal punto incrustado en el mundo visible, que ya no es posible arrancarlo de él, a no ser destrozando los fundamentos del universo". El hombre mismo se va redimiendo en Cristo a fin de poder orientar también el mundo hacia su renovación. Un compromiso que nunca se agota, pero que el hombre renueva con confianza debido a la gracia que el Espíritu de Cristo le comunica para esta tarea.

III. El mundo según el cristianismo primitivo

Jesucristo, en su vida terrena, se preocupó de inculcar la visión del nuevo orden caritativo; no pretendió mezclarse en cuestiones sociales o mundanas. Pero la comunidad cristiana primitiva sintió la necesidad de interesarse por el mundo en que estaba existencialmente inserta y comprometida. Partió del presupuesto de que el mundo ha sido creado por Dios y permanece bajo su dependencia.

Desarrollando la doctrina de los apologistas, Ireneo afirma que el fundamento de la fe está en creer que "existe un Dios, el Padre, que creó y organizó el conjunto de las cosas e hizo existir lo que no era y que, conteniendo el conjunto de las cosas, es el único que no puede ser contenido" (Demostr., 6).

Los padres afirman unánimemente que, al crear, el Padre se sirvió de la mediación del Logos (Jn 1,1.3) y puso el mundo al servicio del hombre: "Dios creó al mundo para el hombre y sometió toda la creación al hombre, dándole un dominio absoluto sobre todo lo que hay bajo el cielo" (Pastor de Hermas). ¿Y esto por qué? Porque el hombre está destinado a ser nueva criatura en Cristo. De manera que el universo, creado por medio del Verbo encarnado, está dirigido a Cristo Señor integral. Orígenes podrá afirmar: "Para mí no hay duda alguna: el mundo subsiste por causa de la intercesión de los cristianos..., por ellos es por lo que se extienden los esplendores existentes en el mundo" (Apol., 16.1 ss). El escrito A Diogneto (n. 6) insiste: "En una palabra, lo que el alma es en el hombre, los cristianos son en el mundo". Dada esta solidaridad entre hombre y mundo, el pecado del hombre ha engendrado una configuración correspondiente en el mundo actual. Y el Verbo, encarnado para redimir al hombre, está comprometido en quitar las huellas del pecado del mundo (Jn 1,29; Rom 8,18).

La primitiva comunidad cristiana no se imaginaba que pudiera vivir fuera del mundo, sacrificarse huyendo de él. Tampoco fue la persecución lo que impulsó a los cristianos a huir, aislándose de la vida mundana. Jesús había sugerido que, en caso de persecución en una ciudad, huyeran a otra, pero no al desierto (Mt 10,23).

Sin embargo, la comunidad eclesial advierte que en el mundo predominan normas y costumbres empapadas del mal. Clemente Alejandrino invita a vivir en el mundo, pero dominando al espíritu mundano; a residir en el mundo, pero emancipándose de su mentalidad (Strom., VII. 3, 18,2). En concreto, ¿qué es lo que significaba para los primeros cristianos no dejarse absorber por el espíritu mundano? Significaba, por ejemplo, saber eliminar las guerras en virtud del principio evangélico de la caridad, desempeñar las actividades mundanas con el espíritu de Cristo, ejercer la autoridad como ministros de Dios al servicio de los hermanos, profundizar en la ciencia, mostrándose reverentes con la fe que comunica "sabiduría e inteligencia espiritual". "Uno no es feliz dominando al prójimo, o intentando poseer más que los otros, o enriqueciéndose y tiranizando a los inferiores; todas esas cosas están lejos de la verdadera grandeza. Pero el que toma sobre sí la carga del prójimo e intenta servir incluso a los inferiores, el que da a los necesitados lo que se le dio a él.... ése es imitador de Dios" (A Diogneto, 10).

Para la comunidad cristiana primitiva se trata de ser y de vivir en el mundo, pero con espíritu nuevo no-mundano. "Los que gozan del mundo, como si no disfrutasen; pues pasa la escena de este mundo" (1 Cor 7,31). Insertos, encarnados, estructurados dentro de la realidad del mundo presente, pero para hacer aparecer en él el espíritu evangélico caritativo; para inyectar en él el fermento pascual de Cristo, que hace surgir y madurar un mundo nuevo.

IV. Huida del mundo

En el Antiguo Testamento no existe una experiencia ascética como huida del mundo. sino que más bien propone buscar un lugar que sea el que Dios ha ofrecido y un ambiente favorable para vivir en intimidad con Dios. El éxodo. vivido para vincularse en alianza con Dios (Gén 12,1), puede orientar bien hacia el desierto (Dt 8,15-16; Jer 2,2; Os 2,16), bien hacia una tierra prometida (Dt 1,25; 31,7). Al proponerse estar con Dios y abandonarse solamente a él, el israelita intentará caracterizarse como "el pobre de Yahvé" (Sof 3,12-13; Is 2,22: 29,19).

El judaísmo, en la época helenista según la cultura expresada sobre todo por Filón, se divide en dos corrientes: una mira con optimismo al mundo, insistiendo en la doctrina de que ha sido creado por Dios: la otra (por ejemplo. los esenios) propone la huida del mundo como separación de protesta contra los impuros apóstatas, que procuran enriquecerse en la ciudad terrena.

En el Nuevo Testamento los sinópticos no formulan juicios negativos sobre el mundo presente: sólo recuerdan que el valor supremo que hay que buscar es el mundo futuro (Mc 8,36-37: Mt 6.24-33; Le 12,32-34). Es necesaria una libertad interior ante los bienes terrenos; saber rechazarlos en la medida en que inducen al mal (Mc 9,43-48; Mt 18,8-9). Generalmente, se piensa que el pobre está más disponible para seguir a Cristo (Le 14,33), sobre todo si se ha hecho pobre por amor al Señor (Mc 10,29-30; Mt 19,28-29; Lc 18,29-30).

La visión evangélica del mundo es recogida y profundizada por san Juan y por san Pablo. Ellos ven una oposición entre espíritu mundano y reino de Dios. "Todo el mundo está en poder del maligno" (1 Jn 5,19: 1 Cor 2,6; 2 Cor 4,4). La vida espiritual cristiana se opone a la mentalidad mundana. ¿Cómo librarse del espíritu mundano? Si Juan señala como remedio el apartarse del mundo total y radicalmente (Jn 15,19; 1 Jn 2,15), Pablo invita a estar en el mundo y a apreciarlo como bueno (Rom 14,20; 1 Tim 4,3-4; 1 Cor 7,24), aunque la inminente parusía aconseja usar de él "como si" no lo usáramos (1 Cor 7,29). También para Pablo el sacrificio de la vida mundana puede expresar una disposición más perfecta para el reino que viene (1 Cor 7,1; 1 Tim 6,9-11).

Los padres de los tres primeros siglos (desde la Didajé hasta Clemente Alejandrino), señalando la bondad del mundo como criatura de Dios, expresan la necesidad de separarse de él en el aspecto afectivo, sabiendo atestiguar una vida virtuosa orientada a los bienes celestiales. Sólo así se hace uno amigo de Dios. El uso de los bienes se convierte en virtuoso por medio de la renuncia interior. Al mismo tiempo, la comunidad cristiana primitiva subraya la necesidad de que desaparezca la figura del mundo presente, a fin de que pueda establecerse el reino de Dios. "Que venga la gracia y pase este mundo" (Didajé 10,6). "Si no estamos dispuestos a morir con su ayuda (la de Cristo) para imitar su pasión, su vida no está en nosotros (Ignacio, Ad Magn. 5,2).

En Oriente, el presupuesto espiritual para la huida del mundo lo expone Orígenes. Piensa que la perfección cristiana requiere el abandono incluso efectivo del mundo, un vivir como en el desierto. "Cuando el alma ha caminado a través de todas estas virtudes y ha alcanzado la cima de la perfección, sale de este siglo mundano y se separa de él" (Hom. in Numeros, 27.12). Espiritualidad de la huida, inspirada en la antropología de Orígenes, inculturada en sentido neoplatónico.

Durante la segunda mitad del s. m nace el movimiento espiritual del ascetismo bajo la forma eremítica, y poco después la cenobítica, movimiento ascético que comienza en Egipto y se va difundiendo por todo el mundo cristiano, desde Oriente a Occidente, desde Mesopotamia a la Galia, y, finalmente, a Irlanda. Se dibuja una ascesis de huida del mundo, que se irá concretando en modalidades bastante diversas. Ya en sus comienzos apuntan dos corrientes monásticas bastante diferentes entre sí; por una parte, el monaquismo egipcio, centrado por completo en la espiritualldad bíblica, con el intento de hacer vivir el heroísmo de los primeros siglos cristianos; por otra, la espiritualidad ascético-mística de los padres capadocios, alimentada en la doctrina de Orígenes y en un humanismo culto.

¿Por qué surgió tan tarde esta experiencia monástica cristiana? ¿Cómo es que la comunidad cristiana no se inspiró al principio en la ascesis del rdesierto, que existía en el judaísmo esenio y que había practicado Juan Bautista? Además, la palabra de Dios podía servir de inspiración para considerar la existencia entera como una huida al desierto (Ap 12.6; 1 Cor 10.1-6). ¿Por qué los pocos anacoretas cristianos de los primeros siglos sólo en el s. iv suscitan esta costumbre generalizada en la Iglesia? ¿Cuál es el motivo?

Terminada la persecución contra los cristianos, éstos se sienten responsabilizados y honrados en las estructuras socio-políticas. Lentamente va apareciendo una comunidad eclesial aburguesada y somnolienta, comunidad que corre el riesgo de confundirse con la institución civil pública. Frente a las pretensiones teocráticas del imperio cristiano, surgen entonces los monjes, intentando afirmar la dimensión escatológica del reino de Dios; no quieren que en la Iglesia se renueve el esquema veterotestamentario de un pueblo elegido identificado con un estado temporal o confundido con una entidad sociopolítica. Los monjes se definen como "el resto del nuevo Israel", en el que se desea testificar la auténtica espiritualidad cristiana.

Al huir al desierto, estos monjes se exponían a un peligro espiritual: construir una comunidad totalmente separada de la asamblea eclesial, proponer una piedad individualista para sustituir a la de la asamblea cristiana, abandonar la práctica sacramental para adquirir la gracia pascual mediante una dura ascesis personal. La Iglesia procuró reaccionar contra estos posibles abusos, impidiendo que se constituyeran órdenes religiosas exentas de la autoridad de los obispos ordinarios.

A pesar del peligro de perder el sentido sacramental de la comunidad eclesial, el florecimiento del monaquismo en el desierto marcó un gran desarrollo en la ascesis espiritual. Al monje oriental se le ha definido como el que se separó del mundo y renunció definitivamente a todas sus comodidades para seguir solamente a Cristo. Su corazón está con Dios porque se ha apartado de los asuntos terrenos. Esta separación no la sugirió el desprecio platónico de la materia, sino que pareció la única forma de convertirse en imitador de Cristo, en compañero de Cristo, de revestirse del Espíritu de Cristo. El abandono del mundo fue una consecuencia del amor de Dios; fue un don de la gracia del Señor. La huida del mundo se constituyó en actitud típicamente cristiana: mortificación de los placeres temporales. abandono de las relaciones familiares, renuncia a la propia voluntad, desatención de la ciencia para estar más disponible a meditar la palabra de Dios día y noche. El cristiano que sigue en el mundo es considerado un perezoso, que ha escogido un compromiso de mediocridad. Posteriormente, Juan Crisóstomo intentará precisar que también los que vivien en el mundo cumplen una vocación cristiana; llega incluso a preguntarse si un seglar virtuoso no será preferible a un monje mediocre.

La orientación espiritual monástica se fue difundiendo también por Occidente. San Ambrosio justifica la huida del mundo sobre todo porque los bienes terrenos son una continua y fuerte tentación al pecado (cf., por ejemplo, Expositio in Ps. 118, 12,39; De Joseph, 4,20). La soledad conduce a una relación personal con Dios (De officiis, III, 1,2). San Agustín, por su parte, presenta el mundo como ambivalente: vivir en él es también provechoso para el reino de Dios, aunque hemos de recordar que la vida secular esconde siempre un peligro en sí misma. El Occidente desarrolló durante toda la Edad Media esta ambivalencia agustiniana del mundo. En particular, la huida del mundo fue estudiada teológicamente y concretada como una invitación evangélica a entrar en una orden monástica a fin de practicar allí los consejos evangélicos. La espiritualidad de la huida del mundo se convierte en una teología espiritual monástica. [Sobre el tema "mundo" entre los orientales, >Oriente cristiano VI, 1-2j.

V. Encontrar a Dios en el mundo

La espiritualidad como huida del mundo había suscitado en la comunidad cristiana la convicción de que el mundo estaba corrompido. de que en todos sus rincones asomaba la tentación, de que en él los senderos hacia el bien estaban interceptados. En un mundo semejante, presa de espíritus demoníacos, el mismo desarrollo de la técnica se reducía a ser una potenciación de la tendencia a la catástrofe (ci Gén 8,21; GS 2).

En contraposición a esta concepción mundana pesimista se intentó desarrollar una ascesis de confianza en el mundo, considerándolo como epifanía de Dios, como manifestación de su grandeza creadora y providencial (He 17,16-30; Rom 1,18-22). Esta espiritualidad requirió previamente que el cristianismo profundizase el sentido de su fe: que purificase su mirada para aprender a contemplar a Dios en el mundo; que recobrase un alma pura y simple, capaz de contemplar el universo tal como había sido creado en su bondad original. Todo esto no se reducía a puro esfuerzo mental, sino que exigía saber expresarse como un enamorado en busca de Dios; rastrear las huellas de su presencia en lo creado; regocijarse de hablar de Dios con ocasión de cualquier circunstancia terrena; creer (como decía Platón) que Dios es el comienzo, el centro y el fin de todo; observar con la complacencia del místico embelesado cuanto nos rodea; descubrir en las criaturas un rostro amable y acogedor, reflejo de la bondad de Dios, y ver las cosas como personificadas porque en ellas alienta el soplo vital de Dios (SC 83; AG 3).

Esta experiencia contemplativa en el mundo y a través del mundo constituyó el testimonio de un san Francisco de Asís, que supo abrirse a lo creado con su profundo sentido evangélico de fraternidad. Francisco estuvo atento a las maravillas del universo; no lo vio contaminado por el pecado, sino que descubrió solamente en él huellas del buen Dios; no advirtió en él las trazas del pecado humano ni la presencia del mal. Para él la naturaleza entera estaba impregnada de Dios; tanto que las mismas expresiones brutales de violencia de lo creado se le antojaban simples manifestaciones del poder grandioso de Dios. Contemplaba las criaturas con la misma devoción con que leía el Evangelio; miraba las cosas como si fueran palabra de Dios, como ayuda en la vida espiritual, como ocasión de derramar su íntima caridad evangélica.

A esta experiencia mística, capaz de contemplar a Dios reflejado en la realidad del mundo, llega también san Juan de la Cruz en la conclusión de su Cántico espiritual (40,5). Confiesa allí que la unidad espiritual interior de su yo se ha hecho posible únicamente gracias a que su persona se había reconciliado con el mundo entero. Sólo cuando el contexto mundano queda purificado dentro del espíritu del hombre puede éste gozar de paz completa en su contacto sensible con las criaturas.

Cuando se consigue esta visión contemplativa del mundo, "según la teología oriental, el hombre vuelve a hacer realidad su realeza; no está ya sujeto a la ley, sino que todo le está de nuevo sujeto. El milagro se hace normal. Con su santidad, el hombre vuelve a ser rey; ya no son las leyes las que rigen las cosas, sino que es él quien la domina: los osos van a comer el pan de manos de Serafín de Sarov, las víboras obedecen al beato Charbel; san Martín de Porres da de comer a los perros, gatos y ratones en la misma escudilla; san Sabas en la cueva invita a la leona, que no soporta su presencia, a que se busque otra morada si no quiere quedarse con él".

Admirable experiencia contemplativa dentro del mundo, pero que podría juzgarse corta por un aspecto particular, como propensa a descuidar la acción social capaz de hacer más humanamente confortable la realidad creada. Pudiera ocurrir que la experiencia mística mundana apuntada llegara a sacralizar indirectamente una situación pública negativa al hacerla aceptar y vivir con espíritu evangélico. El hecho de que san Francisco viviera la miseria y la sumisión proletaria de su tiempo con espíritu evangélico ayudó, sin duda, a hacer vivir situaciones parecidas con heroísmo cristiano caritativo; pero, a la vez. institucionalizó indirectamente un mundo injusto como expresión de una providencia divina.

Para corregir el posible influjo negativo de la contemplación caritativa del mundo, se ha intentado una experiencia espiritual nueva y distinta dentro del mundo; se ha querido testificar que somos imagen de Dios al consagrarnos en Cristo a recrear "una tierra nueva y unos cielos nuevos" (Ap 21,1), al comprometernos a llevar a creado a una "renovación del Espíritu Santo" (Tit 3,5) por iniciativa humana, al proponernos renovar las cosas terrenas de modo que las podamos contemplar abiertamente como gloria del Señor (2 Cor 3,18).

El creyente no mira al mundo para contemplar en él la presencia de una bondad absoluta, sino que se empeña en dominarlo mediante una instrumentalidad técnica para descubrirle un rostro nuevo. El hombre escudriña el mundo con afán creador para percibir el rastro de Dios, para sorprender en él una expresión más clara de la sabiduría creadora. El mundo no es aún, sino que ha de hacerse epifanía de Dios en Cristo, por la actividad y la industria del hombre. La persona humana se esfuerza mediante una continua creación para dirigir el mundo hacia metas nuevas.

En el fondo de esta perspectiva, late la preocupación del hombre por reivindicar su propia superioridad sobre lo creado; por probar que es autónomamente libre; por mostrar que, frente a su actividad laboral, la realidad creada se revela no como naturaleza, sino como historia; por proclamar que no existe una creación inviolable, sino que todo puede reducirse a cultura; por demostrar en concreto que el microcosmos no posee los rasgos del reino, sino que está llamado a ir adquiriéndolos mediante el trabajo humano.

La acción transformadora del hombre en el cosmos ha hecho al mundo en ciertos aspectos más humanizado y confortable, pero en otros ha puesto de relieve las limitaciones de la capacidad realizadora humana. No es casualidad que en nuestra época haya surgido con empuje el problema ecológico [.Ecologia]. Sobre todo, la actividad cocreativa humana ha empobrecido la innata capacidad del universo de despertar la conciencia de una difusa presencia providencial de Dios. Para obviar este deterioro sobre todo espiritual del mundo, es necesario que el hombre se pneumatice más en Cristo [>Hombre espiritual], sea cada vez más cristiano en sentido evangélico, a fin de introducir en sus realizaciones terrenas la obra redentora del Espíritu de Cristo. Si a los místicos contemplativos de lo creado había que invitarles a transformar también ellos las instituciones civiles y eclesiásticas deficientes, a los revolucionarios sociopolíticos hay que convidarles a mostrarse también santos contemplativos según el Espíritu. El revolucionario social tiene que ser el místico capaz de comunicar el espíritu caritativo evangélico al nuevo humanismo cultural. Si en su obra humanizadora del mundo el hombre no proyecta el Espíritu de Cristo, ese mundo humanizado estará cada vez más manipulado; será un mundo deshumanizado. Es que lo humano no parece establecido como bondad auténtica más que cuando se integra en la creación entera dentro de la caridad del Señor.

En conclusión, podríamos decir que la espiritualidad en el mundo requiere la presencia simultánea de la gracia cristiana y de la cultura humana, del servicio eclesial y de la autonomía de realización sociopolítica, del sacrificio caritativo y de la vivacidad operativa humana [>Horizontalismo/verticalismo V].

VI. Espiritualidad mundana en la secularización

En la perspectiva de la secularización, lo sagrado no se estructura como algo autónomo en sí mismo, que puede ponerse junto a lo profano; la actividad espiritual no debe caracterizarse como separada de la actividad operativa mundana. El sentido evangélico debe verse realizado dentro de lo profano; el compromiso religioso debe ofrecerse como constitutivo del compromiso propio del mundo. No se trata de identificar la vida espiritual religiosa con la existencia mundana; semejante identificación llevaría a eliminar la realidad espiritual sagrada como inútil e inexistente. Sin embargo, la existencia espiritual debe florecer y desarrollarse dentro del contexto mundano.

Una espiritualidad secularizada puede configurarse de una doble manera: reconociendo que el desarrollo de lo humano constituye el objetivo y el criterio primario de lo espiritual, o bien que la vida espiritual se reduce a ser simplemente una cualificación singular de la misma actividad profana. "Queridísimos míos, no os escribo un mandamiento nuevo...; es, por otra parte, también un mandamiento nuevo el que os escribo" (1 Jn 2,7-8), ya que lleva a un compromiso por el mundo y dentro de la perspectiva mundana "según el Espíritu de Cristo".

En el planteamiento de la secularización, la perspectiva espiritual cristiana ofrece la posibilidad de ver el mundo en su visión integral; sugiere la actividad 'mundana en su realidad completa; hace captar el progreso en la virtud como inmanente a la esfera profana. Pretendeafirmar que la verdadera espiritualidad se legitima exclusivamente según perspectivas profanas y no según motivaciones religiosas abstractas; debe estar dirigida por el criterio mundano, no por el trascendente.

A la luz de la espiritualidad secularizada, el hombre mismo se siente liberado de un estado de minoría de edad; es consciente de ser responsable de sí mismo; se sabe soberano de sus actos y no está bajo la sumisión obsequiosa a una jerarquía sagrada; lo cual le acostumbra a vivir los acontecimientos como momentos de una historia construida por el hombre; le hace reflexionar sobre los males como situaciones de las que es responsable la comunidad; lo compromete seriamente a que se asegure un porvenir feliz; le hace considerar válida la aportación religiosa solamente si ofrece una ventaja válida concreta en el tiempo presente; le invita a basarse con preferencia en las indicaciones ofrecidas por las ciencias psicológicas. sociológicas y económicas. "Ser cristiano no significa ser un hombre religioso, sino ser hombre" (D. Bonhoeffer). La mentalidad espiritual secularizada impulsa a cada uno asmostrarse servicial con todos los demás y reduce la ascesis a la capacidad de promover a la comunidad en el plano humano: "El verdadero culto a Dios es el servicio a la humanidad".

La mentalidad espiritual secularizada, ¿puede acreditarse como auténtica expresión evangélica? Se admite que esta mentalidad tiene una inspiración cristiana, si bien aparece mutilada y amortiguada en algunas expresiones cristianamente irrenunciables. La espiritualidad secularizada admite el impulso hacia el reino de Dios, pero lo refrena entre las exigencias mundanas presentes; tiende a acoger el don de la caridad, pero para limitarlo al amor humanista y social a los demás; siente la necesidad del don del Espíritu, pero para expresar la profecía en una promoción exclusivamente terrena; exige la participación necesaria en el misterio pascual de Cristo, pero para superar la innata tendencia egoísta y absorbente; propone un ideal místico, pero como don de sí a los hermanos y contemplación de Dios en lo creado. Se presenta como una "tentación de reducir la misión (cristiana) a las dimensiones de un proyecto simplemente temporal... a unas iniciativas de orden político o social".

Una espiritualidad secularizada, para ser auténticamente cristiana, debe vincularse siempre y en todo a Cristo, como fuente de vida total. El Señor tiene una presencia polifónica en el mundo; se presenta como animador y promotor no sólo de lo divino y de lo sagrado, sino de toda la realidad, incluso de la profana. En sentido cristiano, hay que proclamar mayor de edad al laico, porque sabe vivir por sí mismo en virtud de la gracia del Espíritu; al político, porque se dirige hacia Cristo a través de una autonomía responsable propia de la actividad social profana; al científico, porque sabe concentrarse en una búsqueda personal de promoción técnicocientífica para colaborar en la inauguración del reino, que es don de Dios en Jesucristo; al eclesiástico [>Creyente], porque es capaz de escuchar responsablemente la palabra según las indicaciones del magisterio. De este modo la laicidad política, la investigación científica y profana, la comunión eclesial son otras tantas actitudes queridas por Cristo y que han de vivirse como modos de unirse en caridad con su obra redentora.

Con esto no se niega que algunos aspectos secularizantes puedan considerarse ventajosos para la misma espiritualidad cristiana. Tomando como ejemplo situaciones espirituales concretas, hay que considerar auténticamente cristiana, en un contexto secularizado, la dirección espiritual del sacerdote [Padre espiritual], siempre que ayude al alma a discernir por sí misma cuáles son las orientaciones auténticas del Espíritu; el testimonio de la propia fe evangélica realizado a través de un compromiso humano personal en favor de los demás; la búsqueda de una emancipación económica para vivir libremente en el contexto político democrático y saber realizar una ayuda fraternal entre los hombres [Política]; la participación en asambleas litúrgicas y en formas de piedad religiosa en donde se sepa expresar un sentido comunitario atestiguado responsablemente [>Celebración litúrgica]. "Lo que sobre todo debemos transmitir unos a otros es el sentido de servicio del prójimo, como nos lo indicó nuestro Señor, traducido y realizado en las formas más amplias de solidaridad humana, sin vanagloriarnos de la inspiración profunda que nos mueve, y de modo que la elocuencia de los hechos delate la fuente de nuestro humanitarismo y de nuestra sociabilidad" (A. De Gasperi).

VII. Mundo espiritual

Los cristianos, a través de su comportamiento ascético, van creando una atmósfera espiritual, un hábito social, un ambiente religioso, un clima ascético generalizado. Este contexto, de modo consciente o inconsciente, viene a interferir y a repercutir en la personalidad espiritual que los creyentes están llamados a realizar. Los cristianos, por vivir en un determinado ambiente religioso o en una determinada época cristiana, manifiestan tendencia a sintonizar con ciertos modos espirituales; demuestran que sintonizan con intereses culturales comunes, con modos compartidos de valorar experiencias interiores, con ambiciones ascéticas muy similares y con experiencias eclesiales generalizadas. Por eso mismo los espiritualistas de una misma época saben comprenderse mejor entre sí que los que viven en un clima espiritual muy diverso.

Sin embargo, hay que recordar que los espiritualistas, en la medida en que tienen su propia personalidad interior y son dóciles a la dirección del Espíritu, suelen quizá expresarse con autonomía frente a la espiritualidad dominante de su tiempo. Para un espiritualista auténtico, el mundo espiritual dominante tiene sentido solamente si se interioriza conscientemente, si puede ser vivido de manera original como momento de una personalidad espiritual propia y singular, o si se califica como aspecto asumido y adaptado a la vocación interior propia.

Cuando cambia el mundo espiritual eclesial, cuando hace inadecuados los compromisos ascéticos que se inculcaban comúnmente, cuando demuestra como superadas las orientaciones religiosas que se practicaban antes comunitariamente, el individuo creyente suele inclinarse a sentirse como privado de un apoyo que le daba seguridad espiritual. Esto significa que el mundo espiritual existente ha sido parte altamente integrante de esa personalidad ascética, quizá incluso de forma excesiva. Al mismo tiempo, enseña que la misma comunidad eclesial, en los momentos de transición espiritual profunda y repentina, tiene la misión de asistir y educar a sus fieles para que se orienten hacia nuevos comportamientos ascéticos; que debe introducirlos en nuevas costumbres y opiniones éticas; que ha de formarlos pacientemente en una nueva mentalidad cristiana. El cambio del contexto espiritual comunitario no sólo lleva consigo una posible desorientación de la doctrina espiritual que se proponía antes en la comunidad eclesial, sino que puede destruir la seguridad interior en que se habían atrincherado los fieles.

Al propio tiempo, no es oportuno mantener a la comunidad cristiana dentro del contexto espiritual ya adquirido y estabilizado cuando la cultura resulta profundamente modificada. La persona que tiene conciencia de hallarse en un mundo cultural nuevo, exige poder vivir su espiritualidad en armonía con la nueva atmósfera socio-político-cultural existente. La espiritualidad está sometida a la exigencia fundamental de uniformarse con la perspectiva unitaria en que tiene que vivir la persona. El yo es totalmente unitario y desea poder expresarse en cada una de sus dimensiones según una visión fundamentalmente idéntica. La unidad personal requiere medirse por la identidad social de la personalidad, esto es, "por la solidaridad que el individuo advierte con los ideales y los valores del grupo" (E. H. Erikson).

No se crea que el cambio del contexto cultural espiritual legitima una subversión de los valores perennes de la >ascesis y de la >mística cristiana. Se trata siempre y solamente de modalidades, de preferencias de ciertas exigencias sociales o eclesiales, de prácticas religiosas adaptadas a nuevos gustos, de maneras privilegiadas de expresarse, etc. Al mismo tiempo, ningún espiritualista puede dejarse simplemente guiar por la atmósfera cultural de su tiempo. El Espíritu conduce al alma por senderos propios a experimentar el misterio pascual, a veces incluso en contraste con el mundo espiritual dominante. Si en el aspecto biológico el organismo humano se va adaptando al ambiente, en el aspecto espiritual el cristiano está llamado a ser cocreador con el Espíritu de Cristo, es decir, a realizar un mundo espiritual cada vez más conforme con el Evangelio. El hombre tiene necesidad de manifestarse como cocreador de un mundo espiritual, a fin de sentirse plenamente realizado en su propia interioridad ascética.

Las relaciones entre el yo y el mundo espiritual se presentan demasiado laboriosas si se tiene en cuenta el devenir histórico de la espiritualidad como contexto eclesial y como experiencia singular de un alma. El asceta, frente al mundo espiritual, procede de un modo un tanto paradójico; se propone dominarlo en el mismo momento en que tiene necesidad de dejarse guiar por él; rodearlo de consideraciones mientras intenta discutirlo; protegerse de su influencia en la actitud misma con que se abandona a su protección. Se trata de dos expresiones igualmente necesarias y propias de quien espiritualmente aparece ricamente débil y débilmente rico frente al ambiente espiritual circundante. El asceta desarrolla su personalidad moral inserto en el mundo espiritual; un mundo que no agota sus aspiraciones. sino que lo estimula a trascenderlo, aunque siempre necesita sumergirse en él para alcanzar la propia vitalidad ascética. Si se dejara absorber enteramente por el ambiente espiritual, adquiriría una espiritualidad sociológica, mera expresión de un revestimiento exterior que excluye una auténtica vida en Cristo. En cambio, si intentase realizarse ascéticamente sin contacto con su mundo espiritual propio, seria un estilista carente de una vida espiritual armónicamente humana y establemente serena. El espiritualista tiene necesidad de sumergirse en el mundo espiritual de su tiempo, precisamente en el momento en que tiene que trascenderlo en virtud del Espíritu de Cristo.

VIII. Perspectivas modernas de espiritualidad mundana

En el s. xix se proyectó y experimentó la espiritualidad cristiana frente al mundo como consecratio mundi: un apostolado sumamente generoso, pero que creía poder recuperar la profanidad del mundo dentro de cierto proselitismo clerical. Sucesivamente se perfiló la espiritualidad del engagement: con el propósito de llegar al humanismo integral, se creía que el compromiso, como fuente de progreso, constituía en sí mismo una verdadera espiritualidad cristiana. Frente a estos nuevos movimientos espirituales, la teología se había dividido en dos corrientes; una afirmaba que existe continuidad innovadora entre el orden histórico y el reino de Dios (encarnacionista), mientras que otra subrayaba más bien la ruptura discontinua (escatologista). Prevaleció la corriente encarnacionista: la escatología trascendente guarda una relación necesaria con la promoción humana en la historia salvífica; aquélla se va realizando ya dentro de la edificación en el tiempo presente. Por eso el compromiso temporal quedó proclamado como un deber social incluso en virtud de la fe. En esta corriente no se mostró operante con suficiente claridad el sentido revolucionario caritativo pascual.

Actualmente la espiritualidad cristiana ha profundizado más en su inserción mundana. Entre los aspectos actuales propios de una espiritualidad mundana. se puede recordar el papel eclesial, considerado comúnmente como uno de los aspectos dominantes [>Iglesia II].

Es voluntad de Dios que el hombre se santifique inmerso en la realidad cotidiana terrena; no ya fuera, sino dentro de las preocupaciones seculares. Semejante tarea no se reduce al desempeño escrupuloso de los propios deberes profesionales, ni a ocupar puestos eminentes en la sociedad sociopolítica, ni tampoco a la práctica de una promoción puramente humana. Su principal misión consiste en hacer fermentar dentro de la realidad secular el espíritu sacramental eclesial. El mundo no sólo ha sido creado, sino también redimido por Cristo. El cristiano tiene que continuar en lo creado la obra tanto creadora como redentora que está sacramentalmente presente en la Iglesia (LG 48). "El Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo" (DV 8).

La comunidad cristiana introduce el fermento pascual en el mundo de muchas maneras, que se integran entre sí. Sólo el pueblo eclesial de Dios por entero sabe vivir en Cristo toda la riqueza de aspectos espirituales que caracteriza a la Iglesia como sacramento del Espíritu en relación con el mundo. Cada uno de los miembros de la Iglesia sabe interpretar y atestiguar solamente unos aspectos parciales de la vida sacramental eclesial. Si el monje nos hace recordar que lo único que interesa es ponernos a escuchar la voluntad de Dios [..."Escatología], el sacerdote se consagra a recordar que a Dios se llega exclusivamente a través del sacrificio del Señor y participando de su misterio pascual [Ministerio pastoral], mientras que el —laico está llamado a mostrar que el mundo entero en su misma realidad profana "gime y está en dolores de parto hasta el momento presente" (Rom 8,22) para poder expresarse como realidad del reino de Dios. Vocaciones cristianas múltiples, que deben desarrollarse simultáneamente en el mundo y sobre el mundo, integrándose entre sí como diversos carismas de una única Iglesia, de modo que sepan comunicar de manera más integral la salvación de Cristo al mundo.

¿Y cómo se justifica la vocación eclesial del laico en el mundo? Según los designios del Padre, el universo entero tiene que ser llevado a su perfección mediante la redención de Cristo; y la Iglesia, como pueblo de Dios, es el sacramento del Espíritu del Señor; toda ella en cada uno de sus miembros tiene el compromiso de recapitular todas las cosas en Cristo. Por el bautismo, el cristiano no queda separado del mundo, sino que se le coloca en él como fermento pascual para santificarlo en virtud del Espíritu de Cristo. El fiel no tiene ninguna necesidad de ser delegado por la jerarquía eclesiástica para encargarse de la santificación del mundo; es un deber que asumió al recibir el bautismo. El laico se caracteriza como miembro de la Iglesia no por estar cerrado y segregado en una espiritualidad interior propia, sino por entregarse al mundo y en el mundo. El Espíritu le ofrece carismas para el bien de la Iglesia; pero de una Iglesia, se entiende, que es sacramento de fe en servicio del mundo. Ser discípulo de Cristo en su Iglesia significa ser servidor del mundo. Y ésta es la única manera de permanecer en el seguimiento de Cristo: ser corredentores con el único Redentor.

¿La misión cristiana del laico afecta también a su deber de promoción humana del mundo? El cristiano, como tal, está llamado a vivir en el mundo la realidad dramática de la Iglesia. Y la Iglesia no se confunde con el mundo. Por eso mismo la odia el mundo (Jn 15,18s); ella, sin embargo, tiene que permanecer encarnada dentro del mundo (Jn 17,14s) para poder introducir en él el fermento del misterio pascual del Señor. De manera semejante, el cristiano, si como hombre está comprometido en la promoción humana del mundo, como bautizado está consagrado por entero a revolucionar la presente humanización según el misterio pascual del Señor. Teilhard de Chardin observaba: "La divinización de nuestro esfuerzo, por el valor de la intención que implica, infunde un alma preciosa a todas nuestras acciones; pero no confiere a su cuerpo la esperanza de una resurrección. Ahora bien, esta esperanza no es imprescindible para que sea completa nuestra alegria. El cristiano está comprometido en hacer resurgir un mundo nuevo según el Espíritu de Cristo.

El cristiano pertenece al mundo no tanto por la solidaridad según la carne como en virtud de la misión salvífica propia del misterio pascual de Cristo, en el que se inicia mediante el sacramento eclesial. El cristiano, si vive realmente en el misterio pascual de Cristo, es un profeta que promueve al mundo contestando su espíritu mundano; debe testimoniar en él qué es lo que significa ser Iglesia en el mundo; debe mostrar que también las realidades mundanas han de orientarse hacia su forma nueva (GS 34; 42; 57; LG 31; encíclica Mater et Magistra, 255).

IX. Conclusión

El mensaje evangélico sobre el mundo ha sido visto de diferentes maneras dentro de la experiencia de la caridad eclesial y ha florecido en modalidades espirituales y culturales diversas. Esas modalidades espirituales revelan la riqueza inagotable presente en la caridad del Espíritu de Cristo; sirven para comprender cómo a lo largo de la historia de la salvación el cuerpo místico de Cristo se ha encaminado hacia una experiencia más próxima a la realidad del reino de Dios.

La caridad con el mundo ha significado confianza en su bondad creada; ha señalado la huida de él para poder atestiguar un auténtico mensaje evangélico caritativo; ha demostrado el empeño por encontrar a Dios dentro de las realidades mundanas a través de la purificación personal o de las estructuras sociales; ha procurado poner de relieve la autonomía de lo secular, válido en sí mismo para el reino de Dios; ha recordado que la misma vida espiritual puede reducirse y constituirse como mundo ambiental, y se ha manifestado actualmente como compromiso de los cristianos en la Iglesia para el servicio de los hombres en el mundo. Todo lo que se ha afirmado es solamente una indicación muy somera de una rica explicitación de la caridad en su desarrollo a lo largo de la historia de la salvación; es Orla caridad que sigue estando abierta a nuevas manifestaciones en el siglo presente y en el futuro.

Por debajo de esta progresiva formulación del compromiso espiritual del hombre en el mundo. asoma un anhelo que nunca se ha satisfecho por completo: el de liberar al mundo de la esclavitud del pecado, de la muerte y de la ley. La espiritualidad eclesial está dirigida toda ella al esfuerzo de liberar al mundo: una liberación que nunca se realiza de modo total. En esta tarea los cristianos tienen que demostrar que han sido ellos personalmente los primeros liberados; la libertad espiritual sólo puede comunicarla quien la posea en su propia existencia (GS 40; LG 8). "Vosotros sois la sal de la tierra...; vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5,13-14). El creyente actúa sobre el mundo porque, al liberarlo, facilita y al mismo tiempo atestigua su propia liberación en el Espíritu de Cristo.

T. Goffi

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