MUERTE/RESURRECCIÓN
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SUMARIO: I. El tabú de la muerte: 1. Repulsa instintiva; 2. La reacción actual ante la muerte - II. La muerte y la resurrección en la visión bíblico-cristiana: 1. Revelación gradual en el AT; 2. La realidad de Cristo resucitado - III. Orientaciones espirituales: 1. Cambio de perspectiva; 2. Aceptar la muerte como tránsito pascual: 3. Abrirse a la muerte redimida: supremo don de si mismo - IV. La asistencia a los moribundos: 1. Cercanía; 2. La asistencia religiosa - V. La celebración cristiana de la muerte: 1. Originalidad del culto cristiano a los muertos: 2. El luto cristiano; 3. La viudez.


I. El tabú de la muerte

1. REPULSA INSTINTIVA - La muerte constituye una parada traumática y definitiva de nuestro modo de existir en contraste con el instinto de conservación y con el deseo de vivir. Nunca acabamos de tomar conciencia de nuestra innata mortalidad y sentimos instintivamente la muerte como un accidente que hay que atribuir a alguien. De aquí ese sentido de remordimiento por no haber sido lo bastante vigilantes, y de rebelión contra los que de alguna manera consideramos corresponsables de la muerte, incluyendo a Dios si no nos ayuda a aplazar esta dura realidad. Incluso la persona más desgraciada y más anciana oscila entre el deseo de acabar una existencia penosa y el miedo a la muerte y ante el misterio que encierra en su realización y en los interrogantes que plantea.

2. LA REACCIÓN ACTUAL ANTE LA MUERTE - La repulsa instintiva de la muerte ha desembocado en un tabú de la muerte, es decir, en algo de lo que ni siquiera hay que hablar. Hoy estamos menos preparados psicológicamente a morir, y esta indisposición se da incluso entre personas religiosamente practicantes. Señalemos algunas causas sociales que han concurrido a esta situación psicológica. En primer lugar, ha disminuido la experiencia de la muerte;la higiene y la vacunación han acabado con las tremendas epidemias de los siglos pasados y el progreso sanitario ha reducido la mortalidad infantil; han aumentado las muertes por accidente, pero el moribundo es trasladado enseguida al hospital. Son pocos los que mueren en casa. Se ha perdido así la experiencia, dura pero fecunda, que realizaban las pasadas generaciones asistiendo de cerca y con relativa frecuencia a las personas queridas, que morían ante sus ojos. Hoy la gente suele morir en el hospital, lejos de la mirada de los parientes, cuyas visitas quedan reducidas de modo que el moribundo ea asistido por "profesionales", menos sensibles a esta experiencia por estar protegidos por su mentalidad profesional. A los niños se les aleja de ordinario el día del funeral y se les cuenta que papá o mamá se han marchado de viaje, como si el retraso de la noticia de su muerte resultara menos traumatizante.

El complejo fenómeno de la secularización difunde una confianza utópica sobre las virtualidades sanitarias y la absolutización de una vida "terrena", que provocan la repulsa de toda conversación sobre la muerte. Pero este tabú, como cualquier otro rechazo de una realidad, pesa en el subconsciente y perturba nuestro equilibrio con el progreso de la edad.

Desde hace cerca de un decenio, el hombre intenta reaccionar contra el tabú de la muerte, lo mismo que ha intentado reaccionar contra el tabú del sexo [>Sexualidad]. Se señala que es una equivocación cerrar los ojos ante la realidad de los límites humanos y se intenta afrontar con realismo el tema de la propia muerte, incluso para discutir el derecho del enfermo a morir con dignidad. Esta reacción contra el tabú de la muerte es ya un acto de realismo, pero inadecuado porque se limita a una visión terrena de la vida. La discusión se limita a las circunstancias que pueden preceder a la muerte, es decir, se permanece todavía dentro de las fronteras terrenas. Hemos de tener el coraje de ir más allá y de preguntarnos por el sentido de la muerte o, más exactamente, por el sentido de esta vida mortal.

II. La muerte y la resurrección en la visión bíblico-cristiana

En primer lugar, es necesario recordar algunos conceptos básicos sobre la visión bíblica de la muerte y de la resurrección.

1, REVELACIÓN GRADUAL EN El. AT - Hay que partir de la concepción semita del ser vivo. En la Biblia se utilizan tres términos principales para indicar al viviente: basar, nefesh y ruah, términos que solemos traducir por carne (cuerpo), alma y espíritu. Pero no se trata de tres coprincipios; cada una de estas expresiones indica la totalidad del ser vivo, aunque con un matiz distinto: basar indica la limitación natural; nefesh, la vitalidad; ruah, la vida que procede del soplo (ruah) de Dios. Este cuerpo animado constituye una individualidad única, llamada a la vida por el aliento de Dios y cae cuando Dios "retira su aliento", volviendo "al polvo" (Job 34,14-15; Is 42,5).

¿Pero puede el hombre, dotado del soplo vital de Yahvé, morir como el animal? "Dios creó al hombre para la incorrupción, y lo hizo a imagen de su propio ser. Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sab 2.23-24). Este pasaje, que se relaciona con el del Génesis y con la posterior alusión del apóstol Pablo (Rom 5,12), no es de fácil interpretación. ¿Se refiere al hecho de morir, que dependería de la rebelión contra Dios? Entonces, ¿por qué no habían de experimentarlo solamente los impíos? ¿Se refiere a la amenaza de muerte inmediata del Génesis, conmutada por una vida de sufrimiento y de trabajos, y a la amenaza de muerte prematura que pudo caer sobre el impío? ¿Se trata, en el caso de Pablo, de una alusión a la muerte sin esperanza del pecador? En otros pasajes bíblicos se considera a la muerte como término natural de la existencia humana; se desciende en paz al Sheol cuando la muerte se presenta al final de la misión terrena, mientras que la muerte prematura es considerada como un castigo (cf 1 Re 2,6.9; Job 21,23; Prov 1,12).

Pero ¿dónde va a parar el hombre después de la muerte? Ateniéndonos a su concepción de la vida, el hombre al morir vuelve al polvo; ya no queda nada de él. Pero la esperanza de una supervivencia, por muy oscura e incierta que sea, escapa a esta lógica, y se habla de un lugar para los difuntos, aunque se afirma luego que en el Sheol no hay vida (Is 38,18; Sal 6,6). En esta contradicción se advierte un aura de misterio. La constatación de que la muerte prematura puede herir incluso a los justos obliga a nuevas reflexiones, siempre con la certidumbre de que no somos víctimas de un destino ciego, sino que estamos guiados por la bondad de Yahvé.

La primera afirmación explícita de otra vida la encontramos en Daniel. Ya no se habla de un lugar común para los difuntos, sino de una vida nueva y distinta según los méritos o deméritos de cada uno (Dan 12,2-3). Este pasaje se refiere solamente al pueblo de Dios y parece confirmar una creencia que estaba ya explicitada. La certeza de un más allá para los justos se afirma también en el Libro de la Sabiduría 3,1 y en los Macabeos, donde se habla de resurrección para los justos a una "vida nueva y eterna" (2 Mac 7,9; 12,43-44). La gehenna, lugar de tormento para los réprobos, sustituye al oscuro y amorfo Sheol.

2. LA REALIDAD DE CRISTO RESUCITADO - La fe en la resurrección es la gran novedad del mensaje evangélico; el Resucitado, convertido en "primicia de los que han muerto" (1 Cor 15,20), explica nuestra vida, nuestra muerte y la posibilidad de la resurrección.

Los términos vida-muerte-resurrección no coinciden con los datos biológicos. Cristo nos revela que para vivir hay que "renacer de lo alto" (Jn 3,7), hay que pasar a través de una continuada muerte y resurrección "para caminar en una vida nueva" (Rom 6,4). Caen los confines entre la vida, la muerte y la resurrección, ya que Cristo es "la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Jn 11,25). En esta nueva perspectiva de vida no sólo nos sentimos vitalizados por el aliento (ruah) de Dios, sino que nuestra vitalidad se mide por la comunión realizada en Cristo: "Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí" (Gál 2,20).

Esta realidad de fe no elimina la sensibilidad humana frente al hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. Jesús "lloró" y "se estremeció" ante el sepulcro de Lázaro (Jn 11,35.38). aunque estaba a punto de devolverle la vida terrena, y en Getsemaní "comenzó a sentir terror y abatimiento" y se sintió "triste hasta la muerte" (Mc 14,33-34), a pesar de que había llegado "la hora" esperada para la glorificación del Padre y su misma glorificación (Jn 17,1). Sin pretender analizar las diversas motivaciones presentes en el ánimo de Jesús, advertimos en ese llanto y en ese abatimiento su sensibilidad humana. En Getsemaní, además de la previsión de su muerte cercana, estaba la percepción de sentirse víctima de la obstinación y del odio, de la tortura y del abandono hasta el último acto de su "kénosis" o despojamiento divino. Pero en la cruz vuelve a aparecer su victoria incluso sobre la muerte, su resurrección: "Jesús, con fuerte voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y al decir esto expiró" (Lc 23,46).

Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo de una vida nueva, en donde volveremos a encontrarnos a nosotros mismos, pero de un modo diverso. Las resurrecciones que nos refiere el Evangelio (la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naím, Lázaro) se llaman impropiamente "resurrecciones", ya que se trata más bien de curaciones y regreso a esta vida terrena. Solamente Cristo resucitado representa la novedad de la resurrección.

No busquemos en la Biblia explicaciones sobre la modalidad y sobre el tiempo de nuestra resurrección. Sabemos que se trata de una continuidad, ya que somos nosotros los que resucitamos, y de una diversidad de vida: "Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción; se siembra en vileza y resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal (sima psychikon) y resucita cuerpo espiritual (sóma pneumatikon)" (1 Cor 15,42-44). El apóstol Pedro afirma que "esperamos nuevos cielos y nueva tierra" (2 Pe 3,13; cf Ap 21,1), y la tradición cristiana habla de una glorificación final. La interpretación de todo esto no resulta fácil. No es necesario pensar que la resurrección de los individuos deba dejarse para el final de los tiempos. Pero entonces, ciertamente, se manifestará toda la historia de la salvación para gloria de Cristo y de sus elegidos.

III. Orientaciones espirituales

1. CAMBIO DE PERSPECTIVA - La calavera como recuerdo de la muerte que la iconografía solía poner al lado de las imágenes de los santos, favorecía una reflexión más bien biológica que bíblica sobre la muerte, como momento propio, separado de la vida anterior y de la siguiente. Las personas piadosas se preocupaban de que los moribundos renovasen las protestas de fe y asperjaban el lecho con agua bendita para alejar a los demonios, los cuales se creía que intentaban un último ataque para arrancar el alma a Dios —es interesante observar esta mentalidad en los documentos sobre la vida de san Camilo (l. 1614), especialmente dedicado a la asistencia de los enfermos y moribundos—. Los menos practicantes dejaban para el último momento sus deseos de penitencia, lo mismo que sucede todavía hoy con muchos.

A esta presentación tétrica de la muerte iba unido un angustioso temor al juicio de Dios, que perturbaba incluso a algunos santos y sigue aún provocando en personas escrupulosas ciertas ansiedades poco conformes con la fe en un Dios Padre. Las descripciones detalladas sobre las penas del infierno y del purgatorio, según la fantasía popular y una presentación del paraíso que acentuaba el aspecto del premio como si fuera una compensación por las frustraciones terrenas, han favorecido un rechazo de la predicación de los llamados "novísimos", predicación que constituía hasta hace pocos decenios el plato fuerte de toda reflexión espiritual.

El rechazo de este tipo de catequesis no debe hacer que desaparezca la necesaria meditación sobre la muerte y la resurrección, que constituye el fundamento y la originalidad de la fe cristiana. La tentación de instrumentalizar la religión en beneficio de un mesianismo terreno, individual y colectivo asoma constantemente. Lo demuestra el escándalo que sigue suponiendo para la fe de muchos cristianos, incluso practicantes, la posibilidad de una muerte cercana suya o de sus personas queridas o la perturbación obsesiva de la muerte, que contradice a la espiritualidad cristiana.

2. ACEPTAR LA MUERTE COMO TRÁNSITO PASCUAL - Tenemos que traducir a un lenguaje adecuado, incluso en la catequesis de los niños, el mensaje cristiano de vida, muerte y resurrección. Cuanto más frecuente sea ese recuerdo, más fácil será la asimilación de una fe que da sentido distinto a la vida y a la muerte, según la revelación bíblica repensada en el Espíritu de Dios.

El cristiano teme sobre todo la muerte del pecado [>Pecador/pecado], de la que es signo la muerte biológica, que podría constituir también el momento de la separación definitiva de la comunión con Cristo. Vivir significa para el cristiano renacer en Cristo, y entonces para él la palabra "muerte" debe transformarse en la palabra "resurrección", que alude a un paso de la muerte a la vida nueva. Se trata del tránsito pascual. que comienza con el bautismo y supone un diario morir al pecado y a todo lo que en nosotros retrasa o disminuye la comunicación vital con Cristo y con los hermanos (cf 1 Cor 15,31).

Prepararnos a morir significa percibir un sentido de la vida que no se identifica con la vitalidad terrena, sino con la comunión con Cristo. De ello no se sigue una falta de interés por la existencia terrena y por los problemas sociales, corno si sólo estuviéramos en espera de la futura resurrección, ya que la resurrección comienza con el bautismo. El cristiano lleva a cabo la dinámica pascual de la muerte y resurrección en proporción con su capacidad de respuesta al don de vida, esa vida que se injerta en el tejido biológico, pero que no se identifica con la situación biológica y sociológica, ya que está vitalizada por el aliento inmortal de Yahvé y ha renacido en Cristo resucitado. Vivir y morir significa para el cristiano aceptar el tránsito pascual, en el que la entrega a Cristo y a los hermanos no se realiza sin dificultades ni desilusiones, sin espíritu de desprendimiento, sin pasar a través de esas pequeñas muertes cotidianas hasta la muerte biológica, etapa obligada para la definitiva resurrección en Cristo.

Vivir y resucitar para el cristiano es cuidar de la propia vida y de la de los demás en una promoción global que tenga especialmente en cuenta esos valores o tesoros que "ni la polilla ni el orín corroen" (Mt 6,20); es participar cada día en la comunión con Cristo resucitado, que está cerca, para ser comprendido, perdonado, ayudado a resurgir día tras día, seguro de que nada lo separará de Cristo (cf Rom 8,38); es entregarse con decidido empeño, hasta el riesgo de la propia vida física, creyendo en esa comunión de los santos que va más allá de nuestras fronteras.

La resurrección de Cristo sintetiza nuestro tránsito pascual de vida, muerte y resurrección y da una espiritualidad de trascendencia a nuestro vivir cotidiano; espiritualidad que a veces se vislumbra en el rostro de ciertas personas, especialmente sintonizadas con su propia fe. "No sufrir ni morir, sino solamente transformarse totalmente según la voluntad de Dios", se dice en las cartas de san Pablo de la Cruz, uno de los maestros, después del apóstol Pablo, de Jesús crucificado (cf Liturgia de las horas, II, lectura del 19 de octubre).

La resurrección constituye un don particular de Dios plenamente gratuito. En efecto, ser mortales es algo que entra en los límites de la realidad de las criaturas y de nuestro entramado biológico. Cristo nos ofrece el don de una vida nueva y glorificante en comunicación con Dios Padre y con los hermanos redimidos. Las imágenes evangélicas del banquete no recuerdan un paraíso de bienes terrenos, sino el gozo de una comunión afectiva. Nos encontraremos a nosotros mismos, pero purificados y glorificados en Cristo; transformación que va más allá de todas nuestras posibilidades de descripción (cf 2 Cor 12,4); realidad nueva y gratuita, aunque Cristo pone para los adultos la condición de una aceptación libre y comprometida de fe.

En esta perspectiva, el cristiano respeta y cuida el don de la existencia terrena, pero sin caer en la idolatría de prolongar a toda costa una vida biológica. El cristiano siente el trauma de la muerte biológica, incluso por las incertidumbres y sufrimientos que la acompañan, y reflexiona con seriedad sobre el juicio de Dios; pero acepta la muerte como la última forma de purificación y sabe que esa muerte es ponerse en las manos del Padre; es resucitar definitivamente en Jesucristo.

3. ABRIRSE A LA MUERTE REDIMIDA: SUPREMO DON DE Si MISMO - No hay nadie incrédulo frente a la muerte; todos los hombres tienen la experiencia de ella como un fenómeno universal. Aparte de la desesperación de quien la llama a grandes voces como una perspectiva deseable y liberadora (cf Job 6,9; 7,15), la muerte suscita en el hombre una protesta y un rechazo. Es ciertamente una fuerza enemiga de la vida (1 Cor 15,26), "un abismo de soledad" (L. Boros), una situación de desprendimiento radical de todos los vínculos establecidos durante la existencia y un "acabar desde dentro" (K. Rahner), la síntesis de la debilidad y del dolor humanos, la "consecuencia necesaria de un proceso biológico que destruye la vida del espíritu en el tiempo y en el mundo" (V. Boublik). Quienes sean sensibles al contenido de la muerte no podrán menos de advertir el contraste irreductible entre el dinamismo de la vida y la nada enigmática de la muerte; estas dos realidades resultan humanamente absurdas.

Sin embargo, el cristiano tiene en Cristo el modelo supremo para superar el sinsentido y el carácter trágico de la muerte. En efecto, Cristo vivió la muerte como un "cáliz" de sufrimiento (Mt 26,39; Mc 10,38), pero también como su "hora" (Jn 12,27; 17,1), como el momento más importante de su vida y de su misión, el supremo acto de amor, la hora de la glorificación y del retorno al Padre (Jn 13,31; 17,5). El grito angustioso de Jesús inocente, que tomó sobre sí el peso de la derrota y saboreó todos los matices de la miseria humana, va seguido por su amorosa y libre "entrega" al Padre (Le 23,46). De este modo él transformó la realidad trágica "impuesta" en un acto definitivo de disponibilidad filial, el aniquilamiento en sacrificio redentor. La muerte-resurrección de Cristo trae una nueva situación en el mundo; la fuerza de la muerte queda rota para toda la creación, aunque sigue formando parte de ella, y en adelante el futuro del hombre es la vida (1 Cor 15,54-57; Jn 5,24).

El cristiano que desea participar de la bienaventuranza de los fieles que mueren "en el Señor" (Ap 14,13) encuentra en la experiencia de Jesús una luz que ilumina los horizontes inesperados de la muerte redimida. Sean cuales fueren las circunstancias de la muerte, es obvio que ella no es solamente el fin de la vida biológica, una especie de estocada que trunca la existencia en el tiempo; en la muerte ocurre algo decisivo para el destino del hombre. El cristiano siente la gravedad de ese acontecimiento en las dos dimensiones encontradas de la experiencia de Jesús: la dimensión dolorosa, que alimenta la angustia, y la dimensión trascendente, que sostiene la actitud teologal.

Al saborear el sacrificio de la renuncia a la vida en la historia y en el mundo, el cristiano se asociará a la autoexpropiación de Cristo, pagando con el precio del dolor las intervenciones arbitrarias de la libertad en el orden de la verdad y del amor. Pero se preocupará sobre todo de responder a la gracia de Dios, que lo invita a transformar, a ejemplo de Cristo, la muerte en el lugar privilegiado del encuentro con el Padre y de la decisión definitiva sobre el propio destino.

Cuando el cristiano comprende que están para desaparecer todos los recursos y los apoyos humanos, y que se encuentra solo "de manera esqueléticamente tangible frente al Dios vivo escondido" (K. Rahner), le ha llegado el momento de fiarse de Cristo y de dar crédito a su palabra de vida eterna mediante una acto de fe personal.

Ante la inminencia de su propio fin corporal, el cristiano puede quedarse desconcertado por la posibilidad de que lo aferre la nada o de que se condene a la pena eterna. Entonces tendrá que responder a la llamada divina de levantarse del abismo de la angustia y del absurdo reavivando su esperanza en Dios, el Viviente que resucitó a Cristo como primicia de la nueva humanidad.

Sobre todo, el cristiano tiene que ser consciente de que puede transformar la muerte, como lo hizo Cristo, en la opción final, cuando se acoge definitivamente a Dios y se pone uno en sus manos en un acto de amor total. En efecto, él sabe que su libertad, aunque tienda a poner actos definitivos y unificados, no consigue decidir de una vez para siempre, ya que no puede hipotecar con certeza absoluta el futuro. En cambio, la muerte es el momento totalizador en que convergen el pasado, el presente y el futuro. El cristiano está llamado a recoger todos los instantes de su vida y a hacer de ellos una ofrenda de amor, una "entrega" y consagración a su Señor.

Vivida en esta dimensión global, la muerte es como una ola que se precipita hacia la profundidad del mar para lanzarse luego hacia arriba hasta la plenitud eterna. Mejor dicho, la muerte es humanizada y presenta su rostro redimido de "hermana muerte", que acompaña al cristiano en su retorno al Padre. Muriendo de amor como Cristo y como los santos podrá repetir con confianza: "Ahora pronuncio la única palabra que todavía es posible a mi corazón y que sintetiza toda mi vida, todos los sueños de la humanidad y las ansias del universo: Tú. De esta palabra surge un abrazo eterno. Transformo el destino violento de la muerte en una decisión de amor personal. Transformo el abandono en Cristo en una entrega que me proyecta en el mismo Cristo. Este es el momento de Dios" (L. Boros).

IV. La asistencia a los moribundos

1. CERCANÍA - Es duro morir abandonado; sin embargo, hay varias causas que se conjuntan para provocar el aislamiento del moribundo: el miedo a acercarse a él por no saber cómo comportarnos, la prolongación de la enfermedad, el aislamiento sanitario.

La primera condición para acercarse a un enfermo grave consiste en nuestra capacidad para pensar con equilibrio en la propia muerte. Este equilibrio debería ser menos difícil para quien tenga una espiritualidad más madura. No pocos moribundos se sienten aislados, a pesar de que los rodean sus familiares, porque advierten la imposibilidad de poder desahogarse, y se sienten obligados a expresar ilusorias esperanzas de curación.

Es igualmente equivocado el comportamiento del que anuncia brutalmente la muerte cercana y llega a pronosticar un número concreto de años, de meses o de días. La incertidumbre de nuestro fin entra como elemento de esperanza y de confianza para superar las dificultades de la existencia terrena.

Saber acercarse a un enfermo grave es deber de solidaridad humana y cristiana. Evitemos prepararnos para un discurso, pero sepamos ofrecer en la discreción del saludo, en la disponibilidad de la actitud, una cordialidad amistosa, dejándole el papel de protagonista en el diálogo, aun a costa de permanecer un tanto en silencio, si así lo prefiere. Con el enfermo más grave vendrá bien cogerle la mano, enjugarle el sudor, humedecer sus labios y, sobre todo, saber estar en silencio, sin cansarle con demasiadas preguntas o discursos sobre nuestros asuntos, a no ser que él nos pregunte. Si el enfermo alude espontáneamente al problema de la gravedad de su enfermedad, invitémosle a exponer sus temores, sin esa prisa equivocada por sofocar su desahogo, creyendo que así vamos a consolarlo. Cuanto más pronto se presente la posibilidad de aludir a la gravedad de la enfermedad, mejor irán las cosas, ya que así se podrá incluso introducir unas reflexiones realistas de esperanza. Las frases que hay que evitar son: "Eso no es nada", "pronto saldrás de ésta"; o, peor aún: "Ya no hay nada que hacer". El enfermo agradece que se le tome en serio, que se crea en sus dolores, aunque invitándole a que reaccione como pueda y asegurándole que intentaremos todo lo posible y estaremos a su lado, convencidos de que la cercanía fraterna hará más viva la presencia de Cristo.

Invoquemos al Espíritu Santo antes de acercarnos al que sufre, especialmente si está grave, para que le inspire la actitud más adecuada, convencidos de que lo que parece "imposible a los hombres" para la salvación del enfermo no lo es "para Dios" (Mc 10,27).

Incluso cuando el moribundo no parece comprender nada, hagámonos presentes con la debida discreción, dado que no raramente los enfermos, aun en coma, pueden tener momentos de lucidez, aunque no puedan manifestarlos.

No olvidemos a los familiares de los moribundos, que, quizá más que ellos, podrían necesitar una palabra de sensibilidad humana y cristiana.

2. LA ASISTENCIA RELIGIOSA - La psiquíatra Elisabeth Kübler-Ross en su libro La muerte y el morir (Cittadella, Asís 1976) describe estas fases del enfermo que adquiere conciencia de su peligro de muerte; rechazo y aislamiento (no es posible que esté a punto de morir); cólera contra todos, incluso contra Dios y contra sí mismo; soborno: toda clase de tentativas, comprendidas las promesas de ser mejor, etc.; depresión consiguiente al fracaso de esas tentativas; aceptación o rendición final.

El que se acerque al enfermo grave tendrá que graduar su comportamiento según estas fases, que han de tenerse presentes incluso en la relación pastoral de sacerdotes, religiosos o laicos cristianos responsables.

Respeto y comprensión en las dos primeras fases. Que el enfermo vea que aceptamos sus desahogos sin juzgarlo. Si niega la gravedad del mal, evitemos confirmar sus ilusiones, pero sin apresurarnos a señalar lo contrario. Si sus acusaciones son injustas o blasfemas, no caigamos en la polémica, como si nos preocupáramos de tener que dar respuestas cuando él pide sobre todo alguien que lo escuche.

En la tercera fase, la del "soborno", el enfermo puede pedir una bendición o los sacramentos como un intento de salvación terrena. Hemos de respetar y valorar todas estas expresiones de fe, aunque nos parezcan más supersticiosas que auténticas. La dura prueba del sufrimiento y del peligro de muerte provocan replanteamientos sobre los valores de la vida, y aquí es donde se introduce la gracia de Dios. Por nuestra parte, podemos ayudar al enfermo en sus interrogantes de fe, sin tener prisa por hacer que realice gestos religiosos y sin negarnos a sus demandas. Se trata de ofrecer una ayuda discreta que favorezca la maduración de la fe. No olvidemos que la esperanza cristiana no es esperanza solamente terrena ni tampoco esperanza solamente del cielo, sino que abarca todas las esperanzas, incluida la de una recuperación o la de una disminución del sufrimiento. Recordemos al enfermo con el debido tacto que nosotros confiamos en Dios, seguros de que está cerca para fortalecer nuestra capacidad de reacción, sin pretender milagros, convencidos de que en todo caso nuestra vida continúa en Dios.

Vendrá bien animar al enfermo a que hable de sus temores y a que analice su propio miedo a morir. Puede que manifieste las aprensiones más diversas; esta manifestación podrá resultar para él parcialmente liberadora y nos ofrecerá la posibilidad de ayudarle a resolver o aclarar algunos problemas. Diálogo útil, con tal que él lo acepte y que se interrumpa apenas indique él mismo que quiere evitar esa conversación.

No conviene que nos dejemos llevar por la psicosis de los sacramentos cuando el moribundo se agrava y no hemos logrado todavía que madure su exigencia religiosa. Hemos de imitar la paciencia de Dios y su respeto de libertad humana. Creemos también en la infinita posibilidad de salvación, que rebasa nuestros esquemas, y de esos sacramentos que constituyen vehículos privilegiados, pero no exclusivos, de la redención.

Una vez en coma el enfermo, podemos sugerir alguna expresión de participación humana y de confianza en Dios, dada la posibilidad de que haya algún momento de lucidez. Seamos discretos en los gestos y en las invocaciones religiosas, incluso por respeto a los familiares, convencidos de que se puede recordar a Dios con una oración silenciosa, sin sentirnos obligados a renovar continuamente gestos externos de fe.

Ante la duda de si el enfermo desea la unción de los enfermos, sobre todo cuando no puede expresarse, podemos limitarnos a una invocación y a una señal de la cruz, dado que esos gestos son más fácilmente comprensibles y aceptables. Conviene no administrar la unción sagrada cuando el moribundo, mientras podía expresarse, demostró que no quería los sacramentos; se debe observar el debido respeto a su libertad y a ese don de salvación que Dios ofrece, pero que no lo da al adulto sin una respuesta.

Cuando ha expirado el moribundo, a pesar de que el proceso de muerte es gradual, hay que evitar normalmente la unción sagrada, limitándonos a una oración, dada su imposibilidad de recibir el sacramento como "signo". Esta discreción sacramental con los adultos favorecerá una mayor comprensión de los sacramentos como encuentro de fe y no como gestos automáticos de salvación [cf en la voz Enfermo/sufrimiento, más indicaciones sobre el sacramento de los enfermos].

V. La celebración cristiana de la muerte

1. ORIGINALIDAD DEL CULTO CRISTIANO A LOS MUERTOS - A diferencia de los pueblos de otras religiones, que centran su atención en el recuerdo de los difuntos, los cristianos queremos, en el culto a los muertos, renovar nuestra esperanza en Cristo resucitado. El culto a los difuntos se convierte para nosotros en culto al misterio pascual de Cristo, que deseamos se renueve en el difunto.

El ritual señala: "La liturgia cristiana de los funerales es una celebración del misterio pascual de Cristo Señor", ofrecida por el difunto y como "consuelo y esperanza para cuantos lloran su desaparición" (Premisas, n. 1). El funeral religioso no es una valoración de la vida del difunto; por tanto, se les puede conceder también a aquellos cuya vida presentaba ciertas irregularidades morales o imperfecciones de fe, con tal que la actitud última del difunto no haya sido expresamente contraria a todo rito religioso. En este caso habría que respetar su voluntad y no llevar su cadáver a la iglesia, aunque siguen siendo lícitas las otras formas de sufragio.

Cuando las exequias religiosas pudieran suscitar extrañeza por las actitudes públicamente erróneas del difunto (como en el caso del suicidio), será conveniente consultar con la curia episcopal y procurar en todo caso insertar en los breves comentarios o invocaciones litúrgicas una discreta pero oportuna clarificación: se le deja a Dios todo juicio y se expresa en nuestra oración la petición del perdón divino.

Existe el peligro de que el funeral se organice de una forma anónima a través de las empresas fúnebres. Una celebración litúrgica no debería degenerar en formalidades burocráticas.

Corresponde a la comunidad cristiana acercarse a alguno de los familiares del difunto para invitarles, en el caso de que se haga el funeral religioso, a un encuentro para aclarar las presuntas intenciones del difunto y los deseos de sus familiares. No hay que solicitar el funeral religioso por formalidad social, sino por espíritu de fe, y hay que ponerse de acuerdo sobre cuál de las tres formas de exequias se considera más oportuna. Por ejemplo, se podría sugerir una liturgia sin celebración eucarística cuando se prevé que ni siquiera los familiares y los amigos más íntimos van a comulgar, o bien cuando, por la posición social del difunto, se presume una asistencia numerosa de personas vinculadas solamente por lazos profesionales. En este último caso, se podría pensar en una misa exequial, que se celebraría en otro momento.

Si los familiares o amigos son particularmente creyentes, se podrá concertar con ellos la elección de las lecturas y formular la oración de los fieles. Corresponde luego a la empresa fúnebre determinar con la autoridad civil y con la parroquia interesada el horario del funeral; pero los detalles de la celebración han de concertarse mediante contactos personales.

La vigilia fúnebre, de que habla el ritual, puede convertirse en un momento concreto para una participación comunitaria y cristiana en el luto de los familiares.

En el funeral intervienen a veces personas muy alejadas de toda práctica religiosa. Se convierte entonces en un momento de evangelización, con tal que todo se prepare en conformidad con las circunstancias particulares, desde el primer encuentro ante el cadáver hasta la elección de las lecturas, desde los breves comentarios litúrgicos hasta las invocaciones. Esta preparación, dirigida a que las exequias no se conviertan en un rito formalista, será más fácil si la conciertan las personas de la comunidad local que conocían al difunto.

Si se tiene homilía, ha de ser un breve comentario a la palabra de Dios, aunque aludiendo a la circunstancia dolorosa que provoca esa reflexión de fe. Según las costumbres locales, al final del rito de despedida pueden dirigirse unas palabras de saludo cristiano (Ritual, Premisas n. 74)..Los discursos cívicos deben situarse fuera de la celebración religiosa. No es oportuno el uso de mandar celebrar misas de sufragio sin la participación personal de quienes las piden, salvo casos de evidente imposibilidad, compensada por otra forma de participación espiritual. La eucaristía no es objeto de venta, sino un encuentro de coparticipación eclesial.

2. EL LUTO CRISTIANO - El cristiano se distingue en el luto de aquellos que "no tienen esperanza" (1 Tes 4,13). El color morado, adoptado por la nueva liturgia de los difuntos en lugar del negro, manifiesta un respeto por el dolor humano e invita a vislumbrar más allá de la separación terrena la esperanza de volver a encontrarse en Dios. Aunque con el debido respeto al cadáver, que la cultura cristiana prefiere sepultar —no se prohibe la cremación, si se solicita y se realiza no como gesto de negación de otra vida (Santo Oficio, AAS, 25 de octubre 1964)—; han de evitarse ciertas formas de exhibicionismo, entre otras cosas porque sabemos que la persona difunta no está bajo tierra, sino ante Dios. Los cristianos recuerdan a sus difuntos no como "pobres muertos", sino como los vivientes que nos han precedido y nos esperan. Santa Mónica señalaba a sus hijos sus últimos deseos pocos días antes de morir: "Sepultad este cuerpo donde prefiráis, pero no quiero que tengáis pena. Solamente os pido esto, que donde os encontréis os acordéis de mí ante el altar del Señor" (cf Liturgia de las horas, 11, lectura del 28 de agosto).

A veces la muerte provoca una separación tan desconcertante, que la persona que queda en este mundo cree que la vida ya no tiene ningún sentido para ella. Después de un primer período de turbación comprensible, hay que reaccionar con realismo y con sentido cristiano ante la situación de luto, sin dejarse agobiar por la tristeza o por un angustioso recuerdo del difunto. El vínculo afectivo debe continuar, pero teniendo en cuenta la diversa situación de aquellos que viven ante Dios. Hay que tener el coraje de volver a hablar serenamente de nuestros difuntos, de sentirlos presentes en la comunión de los santos. La participación en celebraciones eucarísticas o el cumplimiento de alguna obra de caridad en recuerdo suyo es un modo concreto y cristiano de comunicar con ellos.

La recuperación, incluso en los casos de luto más sentido, será menos difícil para quien haya sabido amar de modo cristiano, es decir, sin aislarse en el propio afecto, sino abriéndose a los demás y advirtiendo que todo vínculo humano tiene sus límites y que hay que vivirlo en el amor de Cristo, que vitaliza y trasciende cualquier otro afecto. En esta perspectiva se sabrá emprender de nuevo el camino en la tierra, animados por aquellos a los que sentimos "vivos" porque nos han precedido en la plenitud de la vida. A veces la muerte de las personas queridas ofrece una mayor disponibilidad, que debería sentirse como compromiso para una colaboración eclesial, a imitación de la Virgen María, que, tras quedarse primero viuda y luego privada de la presencia física de su hijo Jesús, supo entregarse a la comunidad apostólica.

3. LA VIUDEZ - La tradición cristiana ha honrado siempre a las "viudas", y la iglesia oriental [>Oriente cristiano] ha desaconsejado siempre las segundas nupcias, dado que el matrimonio único constituye un "icono" más evidente del único pacto salvífico entre Cristo y su Iglesia. El Vat. II invita a aceptar la viudez "con ánimo valiente, como continuación de la vocación conyugal", recordando al apóstol san Pablo (cf 1 Tim 5,3).

La muerte no rompe ninguno de los vínculos afectivos con los que siguen viviendo, con quienes volveremos a encontrarnos, aunque sea distinta la modalidad de la presencia. La decisión de volver a no casarse tiene que replantearse delante de Dios, teniendo en cuenta las situaciones personales y las de los hijos. Es digna de "honor" la opción de una fidelidad exclusiva incluso más allá de la muerte (GS 48), pero no siempre es aconsejable. La diversidad de situación en que deja la muerte del cónyuge, puede aconsejar a veces un nuevo matrimonio.

El cónyuge que ha quedado viudo debe evitar un estilo de luto que indique que no cree en la resurrección. Si tiene hijos, éstos no deben sentirse agobiados por una exigencia continuada de luto, sino por el sereno recuerdo del que vive junto a Dios. En caso de un nuevo matrimonio, también el nuevo esposo deberá respetar el recuerdo de quien le ha precedido en la historia de la familia, recuerdo que no deberá turbar el nuevo y legítimo afecto.

Los que no vuelvan a casarse han de continuar especialmente el diálogo con el cónyuge difunto; diálogo que se renueva en la comunión de los santos para orar, reflexionar y en cierto modo seguir decidiendo juntos. Los presuntos consejos del difunto no deben deducirse solamente de lo que él había expresado en vida, ya que no hay que concebirlo tal como era antes, cuando podía estar condicionado por los celos, los prejuicios, las tacañerías, los egoísmos; hay que concebirlo tal como vive hoy, en la realidad de la nueva vida y, por tanto, según los mejores sentimientos que albergaba, purificados y sublimados por la visión distinta que se alcanza en la otra vida, donde se ve al Señor "cara a cara" (1 Cor 13,12).

D. Davanzo

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