IV.- Hijos de Dios hoy

Toda esta realidad de revelación y de conciencia, de riquezas temáticas y de sospechosos alertas se vuelca sobre quien desea presentar al hombre de hoy una reflexión acerca de la filiación divina que sea fiel al dato de la fe y esté atenta a no embarrancar en los escollos fáciles pero mortales y sin credibilidad de la ilusión, o incluso del complejo de culpabilidad, o de la sumisión alienante que legitima el status quo y santifica "religiosamente" la opresión, elevando a categoría de mérito la tolerancia pasiva y la renuncia a hacer la historia, a realizar la humanidad y la verdadera "mundanidad" de esta vida. Sin embargo, una vez puestos en guardia por los "maestros del recelo", no podemos ni debemos perder absolutamente la riqueza espiritual y vitalmente operante del gran tema de la filiación divina y hemos de traducirlo en términos que sean perceptibles y creíbles también para el hombre de hoy, "en marcha hacia una sociedad sin padre". A la luz de los temas estrictamente dogmáticos, como la inhabitación trinitaria, la atribución de la acción divinizadora al Espíritu, el tema de la presencia de la gracia increada en la vida misma del hombre, etc., el camino de una reflexión "espiritual" hoy sobre la filiación es extraordinariamente rico y capaz de modificar realmente, si se toma en serio, la existencia del hombre y del mundo 20.

1. FILIACIÓN DIVINA A LA LUZ DE JESUCRISTO - La primera observación que se ha de hacer en esta tentativa de traducción espiritual, o sea existencialmente vital, del mensaje de la filiación divina de los hombres es que el discurso debe estar siempre anclado como en su origen y en su único ámbito en la realidad concreta de la persona de Cristo Jesús. Jesús de Nazaret, y sólo Jesús de Nazaret, entregado, presente, vivido y revivido en la historia real del hombre, nos brinda la posibilidad de hablar realmente de la filiación divina. Si no existiera él, su presencia, su mediación, su palabra y su vida real, todo caería en la ilusión (Freud), o en la alienante consagración de la injusticia hecha autoridad (Marx), o en la despótica tiranía negadora del gusto y de la libertad de la vida (Nietzsche y el ateísmo de rebelión individualista). Tampoco bastaría, como es obvio, el sentido puramente metafórico y cargado de significados ambiguos de que es todavía testigo el AT, en el que la paternidad atribuida a Dios es prevalentemente un modo humano de representarse lo indecible y lo no representable, en fundamental analogía con la experiencia religiosa universal de los hombres, más cargada de ambigüedad y de ilusión que de contenidos reales 21. En Jesús Salvador la filiación divina es real y no ilusoria, por estar siempre sujeta -cada vez que nosotros la pensamos y expresamos en cuanto somos nosotros los que pensamos y expresamos- al riesgo de la ambigüedad y de la instrumentalización ideológica. En Jesús, Dios se da definitivamente el nombre de Padre, con una autonominación que no responde a exigencias humanas de consuelo y de protección (ya que esta paternidad está muy lejos de presentarse como consoladora o protectora). Para convencernos de ello, nos bastará pensar en la experiencia de humanidad débil, sufriente, abandonada y moribunda que se verifica en Jesús Hijo. Este Padre no es un amo que enajena la responsabilidad y el gusto de vivir y de construir la historia; no es un rival que vence derrotando a los hijos, sino que es la realidad totalmente nueva de un Dios definitivamente diverso, como es diverso Jesús de Nazaret de cualquier salvador soñado o pedido.

Entonces, anunciar la filiación divina será tomar conciencia de la salvación que Jesús de Nazaret ha traído, en su doble realidad específica de liberación de lo que la fe llama mal o pecado, y de definitiva oferta-presencia de una divinización que puede expresarse verdaderamente en términos de filiación sólo porque es asimilación inaudita a Aquel que se dice, y es proclamado, y es verdaderamente, el Hijo diverso y único de este Padre diverso y único. Hablar, pues, de filiación divina, será hablar de salvación en Cristo, y no de una imitación moral (o, peor, moralística), de actitudes vagamente filiales (o, peor, infantiles), de un padre imaginado según el modelo de los padres humanos, buenos o malos.

Sobre este aspecto fundamental, que distingue entre infantilismo básicamente morboso y la auténtica "infancia espiritual" evangélica y cristiana, volveré más adelante. Ahora es el momento de describir, tomando como base la revelación bíblica y la experiencia viva de la fe viva de la comunidad histórica que es la Iglesia en el contexto de la cultura de hoy, la realidad de la salvación cristiana, en la cual el hombre se convierte realmente, también él, en hijo diverso de un Padre diverso, en Cristo y en el Espíritu que es derramado en su vida real de hombre entre los hombres (Rom 5,5).

2. JESUCRISTO ES LA SALVACIÓN - La vida real del hombre, que es la historia, ha sido recorrida por una conciencia histórica, primero indecisa y ambigua, indistinta y no explicitada, y luego cada vez más clara y luminosa, que se ha concretado en la experiencia real de Jesús de Nazaret y de aquellos que lo han acogido y que han transmitido la "noticia", anunciando el misterio inaudito finalmente revelado. No es una idea moral, un programa de vida o un complejo de preceptos cultuales, sino una persona viva, una realidad humana en toda su plenitud de limitación creatural común y de absoluta originalidad divina. Por eso esta vida histórica concreta, esta "palabra", esta comunión de experiencia humana débil y sufriente, es la plenitud de un camino que venía de lejos, comenzado hacía tiempo por absoluta iniciativa de Yahvé: "Dios, después de haber hablado en los tiempos pasados muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, ahora nos ha hablado por medio del Hijo" (He 1,1-2). La conciencia de que esta presencia es realidad nueva y al mismo tiempo está en la fuente misma de toda vida pasada, presente y futura, emerge en el programa de quien lo ha encontrado y lo anuncia a todos: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos, acerca del Verbo de la vida, sí, la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado; os anunciamos lo que hemos visto y oído para que estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1,1-3).

Jesús de Nazaret es, en consecuencia, la salvación, Dios mismo que entra en nuestra "carne"22, en nuestra historia, camina por nuestros caminos, llora nuestras lágrimas, sufre nuestros dolores, goza con nuestros pobres goces, ama lo que nosotros amamos, muere nuestra muerte y resucita con su vida, que se hace nuestra, nos ofrece su esperanza, nos vivifica con su alegría, nos transfigura en su divinidad humana, nos reúne en su unidad perfecta con el Padre y con los hermanos, en la historia y más allá de la historia, en una plenitud que no es alienante regalo a débiles renunciatarios, sino conquista cotidiana sustentada por su energía de amor y de fraternidad concretísima: "Tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,18). Cristo se da a sí mismo, volviéndose uno como nosotros, uno de nosotros; y nos hace entrar en su vida sin fin, en su comunión personal con ese Dios que él llama padre y con los otros, en una unidad de destino que vence el dolor y la muerte, la soledad y la incapacidad de transformar la historia del mundo.

Esto no es, ciertamente, una realidad evidente o que indique con certeza ex perimental el camino de cada día. Esta salvación no ha eliminado el dolor ni la muerte, pero nos ha indicado el camino. La solución de algún modo está dada, pero hemos de hacerla nuestra; no es imposición que aniquile la libertad, que fuerce nuestra inteligencia y nuestra voluntad, que aliene, en una palabra, nuestra dignidad, consistente en tomar en la mano nuestra existencia, en caminar nuestro fatigoso camino de hombres entre los hombres, con los mismos problemas que los otros, pero con un anuncio nuevo para todos. Tomamos en la mano nuestra historia y descubrimos que es historia de Dios, porque es realmente también historia suya; y con él caminamos hacia la construcción cotidiana de la tierra y los cielos nuevos, en la expectativa operante del cumplimiento definitivo, que él (con nosotros) realizará dando sentido y plenitud a lo que es humano, de modo inaudito y rebasando las más grandes aspiraciones del hombre mismo: "Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le antojó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman" (1 Cor 2,9). Toda esta realidad está encerrada en él, Cristo Jesús, hijo de una mujer del pueblo, hermano nuestro en el dolor y en la muerte, "probado en todo, como nosotros, a excepción del pecado" (Heb 4,15). El es verdaderamente el Dios vivo y verdadero; no forjado por nuestros sueños o por nuestras ilusiones, frustradas por la dureza de la realidad cotidiana; en él, finalmente, nosotros los hombres descubrimos el verdadero rostro de Dios y reconocemos nuestro verdadero rostro de "hombres humanos" 23 El nos ha descubierto por fin la "cara" de Dios: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado" (Jn 1,18). Pero de igual modo él nos ha revelado la sustancia misma de nuestra vida, que consiste en amar a los hombres hermanos, hijos en él, de un único padre: "Jamás ha visto nadie a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros y su amor en nosotros es perfecto" (1 Jn 4,12).

3. SALVACIÓN: LIBERACIÓN Y DIVINIZACIÓN - Cristo es, pues, la salvación, el salvador, el alfa y la omega de toda la creación, de toda la historia humana, como proclama Pablo en este texto de inagotable riqueza divina y humana, en que habla de nuestra salvación y de la de toda la creación: "Dando gracias a Dios, que nos ha invitado y hecho partícipes de la herencia de los santos en la luz, quien nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y remisión de los pecados. El cual es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, por él mismo fueron creadas todas las cosas..., absolutamente todo fue creado por él y para él; y él mismo existe antes que todas las cosas y todas en él subsisten. El es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia, siendo el principio, primogénito entre los mortales, para así ocupar el mismo puesto entre todas las cosas, ya que en él quiso el Padre que habitase toda la plenitud. Y quiso también por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de la cruz" (Col 1,12-20). El es el hombre perfecto, el hombre total, el hombre nuevo, que ha vencido todas las alienaciones, cuyo peso experimentamos en nuestra vida: el egoísmo, la soledad y la muerte. Resucitado de la muerte, él nos ofrece a sí mismo; y nuestra salvación es su resurrección, restablecimiento definitivo de aquella unidad originaria rota por la aparición del mal en todas sus formas. Salvación significa plenitud, novedad, totalidad, cumplimiento de la historia del hombre, realización plena de la humanidad del hombre mismo. En la resurrección de Jesús de Nazaret, que se hace resurrección del hombre, esta salvación se realiza en los dos momentos fundamentales que la constituyen: el negativo de superación del pecado, de la muerte, de la esclavitud, de la ley, del dolor, de la ineficacia, y el positivo de la glorificación, vivificación, comunicación del Espíritu, liberación total; en una palabra, de la divinización del hombre, que teológicamente es precisamente la esencia de la filiación divina del hombre en Jesucristo, de la que estamos tratando.

a) La salvación como liberación-victoria sobre la muerte, sobre el pecado y sobre todo aquello que le impide al hombre lograr su plenitud humana. Cristo resucita derrotando a la muerte, y su resurrección es la victoria definitiva sobre el "último enemigo", precisamente la muerte (1 Cor 15.28). La muerte es el elemento que disgrega de modo supremo al hombre y mantiene viva su alienación de sí mismo y de los hermanos; es ruptura, dispersión y desorden definitivo. Es directa consecuencia del pecado según el esquema teológico paulino (Rom 5,12; 8,23), ya que el pecado es por su naturaleza laceración de la unidad, alienación del hombre y ruptura de la armonía 24. Por eso la victoria sobre la muerte, la resurrección, es consecuencia de la victoria definitiva sobre el pecado por obra de Cristo (Rom 8,5; Heb 9,28; 1 Jn 1,7; 3,5). Así queda eliminada toda escisión, toda enemistad y hostilidad dentro del hombre, entre los mismos hombres y entre los hombres de Dios. Es el gran acontecimiento de la restauración de la comunión amigable entre Dios y los hombres y entre todos los hombres; la totalidad del hombre "a imagen y semejanza de Dios", como en el imaginario escenario bíblico inicial, se recompone y reconstruye 25. Cristo resucitado es el que "ha destruido la muerte" 26, destruyendo su raíz, que era el pecado, y la hostilidad que el mismo había desencadenado entre el hombre y Dios y entre los hombres mismos.

b) La salvación como "glorificación" y divinización del hombre. Sin embargo, si el discurso sobre la salvación cesara en este punto, llegaríamos a mutilarlo de su elemento más propio y específico, más desconcertante y más nuevo, contenido en la esencia más genuina de la revelación cristiana. Porque el deseo vehemente de la liberación del mal es también propio del sentimiento religioso natural y de otras religiones e ideologías ahistóricas, que han confirmado el anhelo de una purificación de las limitaciones y de los fracasos de la existencia, acariciando un imposible retorno a los orígenes o la eliminación de los deseos como base de la felicidad posible, o también la fuga hacia una dimensión diversa y opuesta al mundo 27. Pero en este camino han tenido y tienen una buena baza todos los antes citados "maestros del recelo", poniendo en apuros a un cristianismo no muy riguroso y atento a sus mismas características. Y la característica más profunda del mensaje cristiano, en la lucidez de una conciencia inaudita que se afirma con la fuerza de la gratuidad que sobreviene inesperadamente, y no como posible proyección de sueños imposibles, es precisamente ésta: la afirmación lúcida y plenamente doctrinal de la salvación como divinización real, no ilusoria, no desculpabilizante, no alienante, sino histórica y concreta del hombre histórico y concreto. Merece la pena repetirlo: es la esencia más profunda del mensaje cristiano, que concierne directamente al hombre. En Jesús de Nazaret, hijo unigénito del Padre, la humanidad misma entra, de modo realísimo y "carnalísimo" 28, no ideológica, sino históricamente, en comunión total de vida con Dios mismo que, en Cristo, no sólo se revela (Cristo signo-imagen del Padre), sino que se comunica (Cristo signo eficaz del Padre). Por eso él es "sacramento del encuentro con Dios", sacramento primordial, fuente y realidad última y verdadera de todos los sacramentos, que no son ni deben ser otra cosa que puntos de encuentro y de injerto de su realidad divina en nuestra realidad humana 29.

Esto quiere decir, y es la esencia más intima de la salvación cristiana, que, en Cristo, Dios y el hombre se han hecho una sola realidad, en un único ritmo de vida, que une tiempo y eternidad, historia y absolutez, materia y espíritu... Por la encarnación-muerte-resurrección de Jesús de Nazaret, alfa y omega de la historia, el hombre es libre de entrar a formar parte del misterio de amor y de vida que es la realidad trinitaria; desde ese momento el hombre es Dios por gracia de Dios 30, hijo verdadero de Dios por ser hermano de Cristo, y sólo su libre y absurda elección negativa, el pecado, puede impedir esta misteriosa y sublime realidad. Sólo de este modo desconcertante es plenamente verdadera la triunfal exclamación de Pablo: "Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rom 5.20). Si la salvación consistiera sólo en reconducir al hombre al estado preexistente al pecado, este texto no tendría sentido. Y no tendrían tampoco sentido muchos otros textos escriturísticos, que no pasarían de modos de expresarse, mientras que suenan con una claridad perentoria que no admite dudas ni equívocos una vez que se entra en la dimensión de la fe. Estos textos no admiten dudas ni equívocos, al menos para quien no cede a las tentaciones espiritualizantes de un platonismo maniqueo y para quien no tiene miedo de tomar en serio la encarnación de Cristo, que se convierte en la clave de la historia, en la fuerza transformadora del tiempo presente, de la tierra actual, y no sólo del tiempo futuro, del más allá, de un "cielo" imaginado no con las categorías realistas del mundo bíblico, sino con los fantasmas falsamente celestes de cierto espiritualismo de origen dualista y pagano: "Cristo es nuestra paz; el que de ambos pueblos hizo uno, derribando el muro medianero de separación 31, la enemistad; anulando en su carne la ley... para crear de los dos en sí mismo un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios por medio de la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad... De tal suerte que ya no sois extranjeros y huéspedes, sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2,14-19).

Sólo por esto (lo hemos visto arriba) "nos llamamos hijos de Dios y lo somos verdaderamente"; en Jesús de Nazaret el hombre se hace "participe de la naturaleza de Dios" (2 Pe 1,4), "heredero de Dios" (Rom 8,17), y, por eso, desde este momento la actitud para con el hombre es la misma actitud que para con Dios. Amar al hombre significará amar a Dios: "Lo que hicisteis a uno de estos pequeñuelos me lo hicisteis a mí" (Mt 25,40). Y la recíproca no será menos verdadera; amar a Dios es cosa real sólo cuando se ama al hombre: "El que no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4,20-21). Por esa el mismo Juan puede afirmar con seguridad triunfal una cosa que a nosotros, tan alejados de la concreción de la "carne" de Cristo, nos parece sorprendente y reductiva: "Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3,14). "Pasar de la muerte a la vida" es lo mismo que resucitar; es la salvación en todo su alcance, que consistirá precisamente en la caridad, es decir, en el amor del hombre en nombre de Cristo. Esto no significará, empero, hacer al hombre instrumento de Cristo, amándolo "como si fuese Cristo"; ya que, desde el momento de la encarnación redentora, el hombre es Cristo, cada hombre es hijo de Dios, en la concreción realísima de este don histórico supremo que ha transformado la condición humana (muerte, separación, soledad, odio a sí mismo y a los otros) en la "maravillosa herencia de los santos en la luz", que es la luz misma que es Dios: "Dios es luz, y en él no hay tinieblas" (1 Jn 1,5).

Ciertamente sigue siendo fuerte la tentación de transferir todo este discurso sólo al más allá, traicionando el espíritu fundamental de la Escritura y permaneciendo fieles, por desgracia, al espíritu fundamental de una cierta "cristiandad", es decir, del modo ineficaz e históricamente siempre imperfecto con que la palabra misma de Dios ha sido recibida y vivida por los "cristianos", pecadores y débiles como los otros hombres, y más aún toda vez que piensan ser ellos, y no Cristo con ellos, los que salvan el mundo y la historia. El amor de Dios, que acosa al hombre; éste, que se vuelve, por gracia, una sola cosa con Dios; la historia del hombre, que se vuelve historia de Dios en Cristo: tal es el anuncio de la salvación cristiana y la filiación divina. En esta perspectiva, Cristo resucitado es una sola cosa con la humanidad salvada, el "Cristo total", o sea la Iglesia, pueblo de Dios, que marcha hacia la definitiva revelación de los hijos de Dios (Rom 8,19), el lugar privilegiado, el signo excelso de este acontecimiento que es la salvación y la demostración eficaz de su realización en la historia de los hombres 32. Cristo, por medio de la Iglesia, pueblo de los hijos de Dios, es la posibilidad real y ya históricamente operada y operante, aunque no aún totalmente manifestada, de la realización de la salvación como liberación del mal, como divinización del hombre, convertido en verdadero hijo de Dios mismo. Pero precisamente por esto la salvación no es un ideal, no es una ideología, no es un valor teológico abstracto, ni siquiera un código de comportamiento, sino una historia real. La vida-muerte-resurrección de Jesús de Nazaret y la vida-muerte-resurrección del hombre son dos momentos, dos caras de una sola realidad, de un único evento, que marca el verdadero y único "destino" -sin fatalismo alguno- del hombre, revelando y realizando conjuntamente el sentido del hombre en la historia, que se convierte en historia de salvación real. En este sentido, no cabe ninguna absorción del hombre, de su dignidad, de su libertad, de un Dios que lo anule, lo domine, lo sustituya; la salvación no es impuesta, sino ofrecida a la libertad humana; y no se le ofrece altivamente, desde una distancia infinita que humille al hombre y le obligue a buscar protección ilusoria frente a un absoluto competidor y rival de su ser y de su libertad.

La salvación está en un hombre, se la ofrece una mano fraterna, una mano de "hijo del hombre", "capaz de compadecer nuestras debilidades" (He 4,15) porque ha compartido con nosotros el pesado fardo, "hecho en todo semejante a nosotros, a excepción del pecado" (ib). Ha dejado a un lado el esplendor de su divinidad, de su "ser igual a Dios", para posesionarse de la "forma humana", la "forma de siervo", de criatura, y transformarla en la vida misma divina, en comunión de amor con el Padre y con él, el Hijo, donde la totalidad del hombre y de los hombres se reconstruye sin disolverse y se completa en la copresencia de la totalidad de Dios en Cristo y en ellos, esperando y preparando en la praxis histórica el momento en que "él entregue el reino a Dios Padre... para que sea Dios todo en todas las cosas" (1 Cor 15,24-28). No tengamos, pues, miedo a hablar de filiación divina y de libertad humana, de historia humana y de historia de la salvación; no son realidades contrapuestas o sobrepuestas ilusoriamente; son en conjunto la estructura íntima de la realidad entera, que se completa en la progresiva manifestación de la copresencia de Dios en Cristo en el corazón mismo de la historia y de la vida de la humanidad, que camina concretamente en la historia.

V. Conclusión

Todo este largo itinerario nos lleva, entonces, a la luz de la palabra, de la reflexión doctrinal y de la situación cultural contemporánea, a la afirmación de la filiación divina, como a una de las formas en que, una vez puestos en guardia sobre los riesgos desenmascarados por los "maestros del recelo", puede ser presentada la realidad plena de la salvación del hombre y del mundo, el anuncio del evangelio como "buena noticia" universal. Esto quiere decir que salvación, como filiación divina, no es salvación del alma, sino salvación del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres, que viven en inescindible solidaridad con todo el cosmos, que espera también la salvación, como nos lo anuncia Pablo y lo confirma Teilhard de Chardin 33: "La creación espera, en efecto, con gran anhelo la revelación de los hijos de Dios... sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos esperando la adopción filial..." (Rom 8,19-23). El Cristo glorioso ya no está solo, hijo unigénito del único Padre, "del cual toma nombre toda paternidad" (Ef 3,15) 34, sino que como cabeza del cuerpo que es la Iglesia (Col 1,18), como jefe de toda la creación, ofrece al hombre, señor de la historia, en su misterio de muerte y de resurrección, la posibilidad realísima de vencer el mal, cualquier enemistad, de entrar en la plenitud de amor y de vida con el Padre y con los otros hombres, descubiertos plenamente como hermanos. Esta salvación-filiación-divinización es. al mismo tiempo, don de Dios, porque "el amor viene de Dios" (1 Jn 4,7), y tarea histórica que compromete la libertad y la respuesta del hombre histórico. Esto significa que la salvación-filiación es realidad plenamente poseída sólo cuando el hombre responde con toda su persona al don gratuito y lo hace suyo a través de la fe, implícita o explícita, que es encuentro real de personas, y que transforma al hombre en la nueva criatura, verdadero hijo de Dios, miembro vivo del cuerpo que es Cristo, coheredero con él y con los hermanos de la resurrección y de la plenitud de la historia. En esta clave, el compromiso terreno por un mundo más justo y menos inhumano es soporte sustancial de la filiación divina vivida y realizada en la historia 35. La filiación-salvación no mata el compromiso, no protege ilusoriamente de los contragolpes de la historia, no aliena en una eternidad que es negación del tiempo, no es enemiga de la fantasía y del gusto de crear tiempos nuevos y de construir el reino del hombre 36. Todo lo contrario; el compromiso histórico terreno se convierte en el modo con que el hombre, vuelto verdaderamente "hombre humano", liberado y divinizado en el tiempo, realiza, movido por el Espíritu de Cristo que se hace su Espíritu (Rom 5,5; 8,14), el programa grandioso con el que Dios mismo construye la historia y la eternidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21,5).

G. Gennari

Notas

1. A. Mitscherlich, Acusación a la sociedad paternalista, Sagitario, Barcelona 1966; G. Mendel, La rebelión contra el padre, Ed. Roma, Barcelona 1971; J. Lusau, Padre, patrón, padreterno, Anagrama Barcelona 1979.

2. Sobre el pensamiento de Freud en lo referente a la religión: A. Vergote, Interpretaciones psicológicas de los fenómenos religiosos en el ateísmo contemporáneo, en El ateísmo contemporáneo (dir. por G. Girardi), Cristiandad. Madrid 1971sa. 1-1, 417-419.

3. F. Engels, Antidühring, en K. Marx-F. Engels, OC, Editor¡ Reuniti, Roma 1975. XXV, 304. Adviértase que propiamente Marx no tomó nunca en consideración la religión en sí, sino siempre como reflejo y producto de la verdadera y única alienación profunda del hombre, que es la económica. Por eso me parece que tienen razón autores como I. Mencini y R. Orfei cuando precisan que hay que estar atentos a lecturas simplistas y, por ende, falsas de la relación marxismo-religión. 

5. "Mi orgullo no soporta que los dioses... lleven el cetro... Anímate, corazón mío, porque ahora se va a revelar el engaño, es decir, si él es un rey o sólo un fantasma" (Werke und Briefe).

19. Cf León XIII, Divinum illud munus, citado por Pío XII en Mystici corporis: "Tal unión admirable, que se llama inhabitación, no difiere sino por la condición y el estado de aquella en que Dios abraza y hace bienaventurados a los elegidos". Me permito citar a tal respecto este pensamiento de Teresa de Liaieux, en el lecho de muerte: "No logro realmente ver qué más podré tener, después de la muerte, que ya no tenga en esta vida. Veré al buen Dios, es verdad, pero en cuanto a estar con él, yo ya lo estoy plenamente en la tierra".

20. He usado aposta el adjetivo "espiritual", que indica, prescindiendo de los esquemas dualistas, de origen pagano, la realidad de la vida de Dios, el Espíritu, que transforma y "hace nuevas todas les cosas". Este es el verdadero sentido de espiritualidad cristiana. Es "espiritual" sólo aquello que transforme vitalmente la existencia del hombre y del mundo entero. El mundo es el ambiente del hombre. En este sentido he hablado arriba de verdadera "mundanidad" de le vida, haciendo referencia al sentido positivo de la palabra "mundo" en la teología de Juan, y recordando la gran lección de aquel amigo de Dios y de los hombres que fue Bonhoeffer.

21. Bastará consultar la voz Figliolanza divina, en Enciclopedia delle Religioni, Vellecchi, Florencia, II. 1804-1808, para ver cuántas referencias ambiguas hay a realidades primitivas. Piénsese, por ejemplo, en el Juppiter latino, y en el Zeus Pater de los griegos, pare comprender lo que queremos decir. 

22. "Carne" tiene aquí el sentido de existencia humana en su plenitud de realidad marcada de tiempo y espacio, de inteligencia y voluntad, de fe vivida en la historia y en la precariedad de la debilidad creatural. No hace, pues, referencia al dualismo pagano de materia-espíritu o cuerpo-alma, que ha contagiado también al pensamiento de tantos cristianos. Cf la voz Sarx (carne), en ThW y en los diversos diccionarios bíblicos. No hay, en este sentido, ningún significado peyorativo; y por ello "el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14). Cf también Sal 83,3 (Vg); Mt 19,8; Jn 6, 56; y "Creo en la resurrección de la carne".

23. La idea de Cristo como el hombre nuevo, el hombre verdadero, en paralelo antitético con el hombre viejo, realización perfecta de la misma creación del hombre, es uno de los temas de fondo de todo el NT en relación al AT. Cf Gén 1,28: el hombre imagen de Dios; Heb 1,3: Cristo imagen del Padre; Gén 3: Adán primogénito de los pecadores; y Rom 5: Cristo primogénito de los justos: Gén, 12: Abrahán, comienzo de la promesa, y Gál, 3: Cristo, hijo de Abrahán a través de David, plenitud de la promesa; Gén, 22: Isaac ofrecido por el padre en sacrificio, y Jn. 3: Cristo ofrecido por el Padre para la salvación del mundo; Is 42-49-50-53: el Siervo sufriente, y Mt 26-27, Mc 14-15, Lc 22-23, Jn 18-19: la pasión de Cristo; Dan 7,13-14 y Ap 5; 19, etc.

24. Esta idea del mal como laceración de la unidad y ruptura de relaciones puede ofrecer una fecundísima línea de lectura de los cc. 3-11 de Gén, que me parece muy interesante: el pecado sería ruptura del hombre con Dios (desobediencia a la orden de Dios y miedo de Adán después del pecado), consigo mismo (la vergüenza de la desnudez), con la mujer (Adán contra Eva en la acusación y en el dominio), con la vida misma (la muerte "estipendio" del pecado), con la vida que comunicar (el parto, fuente de dolor), con la tierra en el trabajo (sufrimiento e improductividad), con los hermanos en la violencia (Caín mata a Abel), con la naturaleza entera, que se rebela (diluvio universal), con los hermanos en el plano de la comunicación del pensamiento (la torre de Babel y la dispersión de los hombres).

25. Llamo "imaginario" al escenario inicial de Gén, teniendo presente el género literario y la naturaleza del relato religioso de la creación y del origen del mal.

26. "Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando nos dio la vida" (de un prefacio pascual); cf también 2 Tim 1,10.

27. La concepción "cíclica" de la historia, propia de la antigüedad pagana y del pensamiento filosófico de muchos autores (Platón, Rousseau, etc.), es lo opuesto de la concepción "lineal" de la Escritura, cuyo punto de llegada es una realidad completamente nueva, y no una vuelta a los orígenes. Para el otro aspecto, cf las filosofías orientales. el budismo, la concepción estoica y la cínica, y, en Occidente, el pensamiento de Schopenhauer.

28. Cf arriba, nota 22.

29. Cf E. Scbiltebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, Pamplona 1971.

30. La precisión es esencial; si se negara esto se correrla el riesgo de negar la existencia misma de la redención como obra del amor y, por tanto, gratuita. Pero una vez asentado esto, no hay ninguna razón para no tomar en serio la divinización misma. En esta perspectiva reviste gran importancia para la teología contemporánea la grande y discutida síntesis de Teilhard de Chardin. Aparte de los límites y oscuridades de su pensamiento, él es y sigue siendo uno de los puntos de referencia de la espiritualidad y de la teología de hoy, Cf H. de Lubac. El pensamiento religioso del P. Teilhard de Chardin, Taurus, Madrid 1988.

31. Cf Is 59,2: "Vuestra culpa es el muro entre vosotros y vuestro Dios". Cf también arriba, nota 24.

32. Evidentemente, la Iglesia, en este sentido y en este contexto, no es absolutamente coextensiva e identificada con todas las estructuras humanas, culturalmente condicionadas por la historia de la sociedad, que se han sucedido en ella a lo largo de los siglos. Ella es el "pueblo de Dios", la "Esposa de Cristo", que coexiste con los pecados de sus miembros, con las instituciones humanas imperfectas, en las cuales también está presente. La Iglesia, por ejemplo, no es el Estado de la Ciudad del Vaticano, en identidad plena con todas sus estructuras y servicios.

33. Cf H. de Lubac, El pensamiento religioso... o.c. (nota 30), c. XII.

34. Evidentemente, Pablo afirma simplemente este hecho, sin plantearse problema alguno de ilusión o de alienación. Los maestros del recelo no habían llegado aún, y Pablo escribía en una sociedad en que no había ninguna forma de "rebelión contra el padre" (Mendel). Hoy, en cambio, nosotros debemos ser más cautos, y en la primera parte de la voz vimos por qué.

35. En esta línea debe verse como plenitud de comprensión del mensaje también el descubrimiento del compromiso político en general, como compromiso por el hombre, como momento de la evangelización. Teología de las realidades terrenas, teología política, teología de la esperanza, teología de la liberación, etc., no han venido en vano. Y, por lo demás, todo el espíritu animador de le GS.

36. Seria útil, en este espíritu, revisar la teoría y la praxis de la doctrina tradicional de la "infancia espiritual", que ha sido realmente mal comprendida y confundida demasiado a menudo con el infantilismo. Por lo que se refiere en particular a la doctrina de Teresa de Lisieux, el argumento requeriría un tratado aparte. Teresa no enseñó nunca la infancia espiritual tal como ha sido difundida en su nombre por sus hermanas incluso con gravísimas omisiones textuales. El modelo de su espiritualidad no es el niño (enfant), sino el Hijo (Enfant), Jesucristo vivificado por el Espíritu y abandonado en manos del Padre. Me permito remitir a mi libro Teresa de Lisieux, La verittá é piú bella, o.c. (nota 19). Aunque haya suscitado alguna polémica y no pocas resistencias, me parece que Teresa sale de él más verdadera, más viva y más actual que nunca, mucho más grande que el moralismo del "caminito", desviado por demasiados testimonios poco fiables.

 

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